Santo Tomás de Aquino. Hume

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SANTO TOMÁS DE AQUINO
(1225−1274)
(Las notas a pie de página no entran en el examen)
LA EXISTENCIA DE DIOS.
Santo Tomás distingue dos modalidades de teología: la cristiana, que consiste en la elaboración racional del
dogma, tomando como punto de partida la fe en las verdades reveladas por Dios; y otra puramente filosófica,
elaborada exclusivamente en base a los datos que proporciona la razón. En ambos casos el objeto material de
la teología es Dios. Pero, mientras que la primera lo considera a la luz de la revelación sobrenatural, la
segunda se limita a utilizar los recursos que le suministra la pura razón natural. Mas, a pesar de todas las
imperfecciones de nuestras facultades para afrontar la investigación de un objeto absolutamente trascendente,
que excede infinitamente el alcance directo de nuestro entendimiento, sin embargo se trata de verdadera
ciencia. Santo Tomás considera perfectamente válidas y eficaces las demostraciones racionales, cuyo
resultado no es una simple conjetura o una afirmación afectiva o sentimental, sino unas conclusiones ciertas,
rigurosamente deducidas de una serie de principios.
La existencia de Dios requiere demostración. La proposición Dios existe es una verdad evidente en sí misma y
para la inteligencia del mismo Dios, pues la esencia divina se identifica con su existencia. Pero no lo es para la
inteligencia humana, que no puede percibir directa ni intuitivamente la esencia divina, ni tampoco puede ver
incluido en ella el predicado de la existencia.
Nuestro entendimiento no tiene ninguna idea innata, representativa de Dios. Tampoco podemos percibirlo por
nuestros sentidos ni por nuestra imaginación. El entendimiento agente solamente puede elaborar conceptos
universales, a base del material sensible que le suministra la imaginación; por consiguiente, para poder llegar
a afirmar la existencia de Dios, es necesario demostrarla. Pero ¿con qué tipo de demostración? Santo Tomás
rechaza el procedimiento anselmiano. Ciertamente que el concepto de Dios es el del ser más grande que se
puede pensar. Pero de que así sea en el pensamiento no podemos concluir que exista también en la realidad.
Además, tampoco podemos formar en nuestra inteligencia una idea positiva y adecuada de Dios, de tal modo
que viéramos en ella intuitivamente incluida su existencia. Por lo tanto, la demostración de la existencia de
Dios no es posible por un procedimiento a priori, sino solamente a posteriori, es decir, partiendo de sus
efectos. No importa que éstos sean desproporcionados a su causa, pues no se trata de llegar por ellos a un
conocimiento adecuado de Dios, sino solamente a poder afirmar su existencia. Después de demostrada,
nuestro entendimiento puede esforzarse en indagar, en la medida de lo posible, en su esencia, aunque a
sabiendas de que por medios puramente racionales nunca podremos llegar a un conocimiento directo, positivo
y adecuado de un ser absolutamente espiritual y trascendente.
En el proceso argumentativo de Santo Tomás hay que destacar su cuidado en buscar como punto de partida de
sus pruebas un fundamento objetivo y concreto. En lugar de seguir otros procedimientos internos, puramente
psicológicos, como se venía haciendo en algunos sectores de la escolástica anterior, se preocupa por buscar
fundamentos externos, claros y accesibles a cualquier inteligencia. Se trata de buscar la causa y la razón de ser
del mundo físico. Y para ello hay que hacer resaltar que esa causa no se encuentra dentro del mismo mundo,
sino que es necesario buscar fuera de él un ser trascendente, con caracteres completamente distintos de los que
tienen los seres que conocemos por nuestros sentidos. Por esto Santo Tomás pone ante todo de relieve la
mutabilidad, la contingencia, la relatividad en la perfección, el orden y la finalidad de los seres del mundo
físico. Cada uno de esos caracteres suministra por sí solo el fundamento para una prueba completa de la
existencia de Dios. Pero esas pruebas no deben denominarse físicas, sino sencillamente teológicas, porque
todos sus elementos son utilizados bajo la razón formal de una ciencia particular y específica, que es la
teología natural.
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ARGUMENTOS SOBRE LA EXISTENCIA DE DIOS.
Santo Tomás propone cinco argumentos, o cinco vías, para demostrar la existencia de Dios. Todos ellos tienen
antecedentes en otros filósofos anteriores. Pero el vigor y la precisión con que los formula les dan un neto
matiz de originalidad. Las cinco tienen un mecanismo de desarrollo similar. Cada una es una prueba completa
y concluyente por sí sola. Todas ellas arrancan de hechos reales de experiencia, destacando distintos aspectos
de la realidad de los seres del mundo físico. Todas coinciden en la afirmación de que en una serie causal
concatenada no se puede proceder indefinidamente, sino que necesario detenerse en un término. Y todas
convergen también en un mismo punto de llegada, que es en la necesidad de la existencia de un ser supremo
trascendente.
Primera vía. El movimiento.
El punto de partida es el hecho de experiencia, externa e interna, de que se dan mutaciones en el mundo
sensible. Santo Tomás establece como principio: Todo lo que se mueve, es movido por alguna causa. El
movimiento es un tránsito de la potencia al acto. Un ser no se mueve mientras está en potencia, ni tampoco
cuando ya está en acto. Solamente se da movimiento en el tránsito mismo en que un móvil está, a la vez, en
acto respecto del término a quo y en potencia respecto del término ad quem. Pero este tránsito de la potencia
al acto no puede realizarlo el móvil por sí mismo. Porque tendría que ser a la vez móvil y motor, dándose a sí
mismo una perfección de que carece. Es decir, que tendría y no tendría a la vez esa perfección. Estaría a la vez
en potencia y en acto bajo una misma razón, lo cual es contradictorio. Por consiguiente, la razón del
movimiento no se encuentra dentro del móvil mismo, sino que hay que buscarla fuera de él, en un motor
extrínseco.
Ahora bien, respecto de ese motor se plantea la misma pregunta: ¿Es móvil o inmóvil? Si es móvil, a su vez es
movido por otro. Y así podemos seguir la serie ascendente y concatenada de motores y de móviles. Pero no
indefinidamente, porque en una serie subordinada de motores y móviles no es posible llegar al infinito. Puede
aumentarse su número todo lo que se quiera. Pero, finalmente, hay que llegar a un término, el cual no puede
ser otro que un Motor inmóvil, que mueva sin ser movido. Y éste debe ser Dios.
Segunda vía. Por la subordinación de las causas eficientes
Punto de partida: Sabemos por experiencia que en el mundo se dan series de causas eficientes, esencialmente
subordinadas unas a otras, que concurren a la producción de un efecto común. (Por ejemplo, en la producción
de un fruto intervienen: el sol, el calor, el agua, la tierra, el árbol, las ramas, las flores. En la escritura: el
entendimiento, la voluntad, el cerebro, los nervios, los músculos, el brazo, la mano, la pluma, la tinta).
Ahora bien, una cosa no puede ser causa de sí misma ni en el orden del ser ni en el de la operación. Porque, en
cuanto causa, tendría que ser anterior a sí misma en cuanto efecto, Por lo tanto, ninguna cosa puede darse a sí
misma, ni el ser, ni la operación. El ser porque tendría que ser antes de ser. Y la operación, porque obraría
antes de obrar, lo cual es absurdo. Por consiguiente, unas causas son causadas por otras, y de éstas reciben el
ser y el obrar.
Pero en la serie subordinada de causas eficientes, esencialmente concatenadas entre sí, no puede darse un
proceso infinito. Porque prolongar indefinidamente la serie no es dar explicación del ser y del obrar de
ninguna de las causas. Luego es necesario llegar a un término, que es una Causa Eficiente Incausada y
Primera (Dios) de la cual dependen todas las demás en el ser y en el obrar, mientras que ella no depende de
ninguna.
Tercera vía. Por la contingencia de los seres.
Ser necesario es el que tiene en sí mismo su razón de existir, porque su esencia se identifica con su existencia.
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Seres contingentes son aquellos que existen después de no haber existido, y que pueden dejar de existir
después de haber existido. Es decir, todo el conjunto de seres generables y corruptibles que pueden llegar a ser
y dejar de ser. En ellos su esencia no se identifica con su existencia, sino que su existencia sigue a su
no−existencia (generación) y su no−existencia a la existencia (muerte, desaparición). Lo cual quiere decir que
ninguno de esos seres tiene necesariamente la existencia, sino sólo de manera contingente.
En el mundo existen seres que han comenzado a existir y que dejarán de existir. Es decir, seres que pueden
existir y no existir. No puede haber existido siempre ninguna cosa que tenga potencia para no existir. Por lo
tanto, esa cosa tiene un límite en su comienzo (principio), y otro en su duración (término). Pero, si todas las
cosas del universo fueran contingentes, en ese caso no podría existir ninguna. Luego es preciso que exista un
ser necesario. Sobre este ser, a su vez, se plantea la misma pregunta. ¿Tiene su existencia por sí mismo o la ha
recibido de otro? Es imposible seguir indefinidamente. Por lo tanto, llegamos a afirmar la existencia de un Ser
Necesario (Dios), que existe por sí mismo y que no ha recibido su existencia de ningún otro.
Cuarta vía. Por los grados en las perfecciones en los seres
No se trata de las perfecciones esenciales, las cuales no admiten grados. Los seres no pueden ser más o menos,
simplemente lo son o no lo son (un árbol no puede ser más o menos árbol, o es o no lo es) Tampoco de las
perfecciones accidentales unívocas, en las cuales es posible encontrar diversos grados (un hombre puede ser
más o menos sabio, más o menos virtuoso, más o menos justo). Santo Tomás se refiere a las perfecciones
análogas, las cuales a su vez pueden ser trascendentales, como el ser, la bondad, la verdad, etc.; o no
trascendentales, como la vida, el entender, el querer, y especialmente a las primeras.
Sabemos por experiencia que en las cosas hay perfecciones (bondad, verdad, belleza, etc.) realizadas en
diversos grados. Es evidente que, en la escala de los seres, el hombre ocupa un lugar más alto que el animal,
éste que la planta y ésta que el mineral. Lo mismo hay que decir de la bondad y la verdad, que son
propiedades trascendentales puras realizadas en los seres.
Ahora bien, el más y el menos de esas perfecciones no tiene un sentido puramente relativo, como resultado de
comparar unos con otros los sujetos que las poseen, sino un sentido más alto, referido a un absoluto, situado
en la cumbre de cada perfección. Las cosas son más o menos perfectas, comparadas con ese principio
absoluto. Por lo tanto, si hay grados de perfección en los seres, esto quiere decir que no tienen esas
perfecciones intrínsecamente y por esencia, sino extrínsecamente y por participación, es decir, como causadas
por otro ser que es el principio de la perfección.
Ese ser que posee una perfección en toda su plenitud no puede menos de ser uno y único y poseerla toda, ya
que la tiene por esencia. Todos los demás seres, que la poseen fragmentariamente y en distintos grados, sólo
pueden tenerla por participación, como causada por el primer ser. Luego, si existen diversos grados de
perfección, es porque en el extremo de cada línea existe un ser que posee en grado máximo esas perfecciones.
Y esas líneas convergen y se unifican en un solo Ser Perfectísimo e Infinito (Dios), causa de todas las
perfecciones.
Quinta vía. Por el orden del universo y la finalidad interna de los seres naturales.
Su punto de partida es el hecho de experiencia de que existen seres que carecen de conocimiento (por
ejemplo, el reino vegetal) y, sin embargo, obran por un fin. Es decir, que no obran al azar, sino con
regularidad y constancia, cada uno en conformidad con su propia naturaleza.
Ahora bien, esa manera fija y constante de obrar en seres carentes de conocimiento, y que, sin embargo,
tienden constantemente a un fin, no se puede explicar por ellos mismos. Ordenar los medios a un fin requiere
conocimiento del fin. Por lo tanto, si esos seres no conocen el fin es preciso que sean orientados y dirigidos
por otro ser inteligente. Es decir, que en el universo debe existir una inteligencia directora y ordenadora de
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todos los seres, la cual los dirige y orienta hacia sus fines particulares y hacia el fin general del universo.
Ahora se puede preguntar: Esa inteligencia ordenadora, ¿se ordena a sí misma y a las demás cosas o es
ordenada por otra? Podemos ir ascendiendo en la escala, pero no indefinidamente, porque es necesario llegar a
una Inteligencia Suprema (Dios), que sea la ordenadora de todas las cosas a sus fines propios, dentro del
orden general del universo.
Así, pues, las cinco vías, partiendo cada una de puntos distintos, llegan todas a confluir a un mismo término,
que es Dios: Motor Inmóvil, Causa Eficiente No Causada, Ser Necesario, Ser Perfectísimo, Inteligencia
Suprema.
D. HUME
(1711−1776)
(Las notas a pie de página no entran en el examen)
TEORÍA DEL CONOCIMIENTO.
Hume investiga la capacidad del entendimiento humano con métodos diametralmente opuestos a los del
racionalismo, partiendo de la base de que el conocimiento humano no se fundamenta en ideas o verdades
innatas y a priori, sino en un conjunto de creencias básicas, o suposiciones sobre el mundo exterior, −las
relaciones entre los hechos−, que son como una especie de instinto natural, que ningún razonamiento o
proceso de pensamiento puede producir o impedir.
Los materiales básicos (los átomos de la mente) de que se nutre el conocimiento son percepciones de la
mente. En su teoría del conocimiento Hume plantea en primer lugar el problema del origen y clasificación de
nuestras ideas. Para ello adopta una actitud fenomenista, analizando el contenido de nuestra conciencia, el
fenómeno, o lo que aparece en nuestros sentidos y en nuestra mente, en cuanto percepciones, o
modificaciones internas del sujeto. Según Hume no conocemos los objetos exteriores tal como son en sí, sino
solamente nuestras percepciones, los hechos de conciencia que experimentamos. Todas las percepciones de la
mente humana se reducen a dos géneros: impresiones e ideas. a) Las impresiones son las percepciones que
entran con más fuerza en nuestra mente. Las impresiones responden a las sensaciones actuales que afectan a
nuestros sentidos externos. Pueden estar formadas por simples sensaciones o por sentimientos (querer, desear,
amar, odiar, etc); b) Las ideas son representaciones internas, débiles, menos vivaces, que afectan a los
sentidos internos, a la memoria, la imaginación y el entendimiento. Son las débiles imágenes que dejan las
impresiones en el pensamiento.
Las palabras, a su vez, representan a las ideas, por lo que, para saber si una palabra tiene significado, hay que
averiguar cuál es la idea que representa, y se conoce la idea averiguando la impresión de donde procede.
Este principio lo aplica Hume al análisis de palabras tales como sustancia, causa, libertad, yo, etc. que han
sido históricamente términos claves en la metafísica tradicional. Por consiguiente, el origen de las ideas es la
sensación, interna o externa. Ahora bien, las ideas se entrelazan espontáneamente entre sí, constituyendo un
mundo ordenado. Desde Platón se ha venido considerando que pensar es ordenar ideas. Las leyes por las que
se asocian las ideas en la mente son la semejanza, la contigüidad en el espacio o en el tiempo, y la relación de
causa y efecto. A esta asociación o relación, por su importancia en la ciencia de la naturaleza, dedica Hume un
análisis especial. Toda idea deriva, por tanto, de una impresión y, por lo mismo, no hay ideas innatas. Pero sí
es cierto que la mente posee cierta tendencia natural a la asociación de ideas, cuyo resultado principal es la
construcción de ideas complejas. La idea de sustancia, por ejemplo, es una idea compuesta por asociación: no
se deriva de ninguna impresión, interna o externa; simplemente se trata de una combinación de ideas simples
unidas por la imaginación, que atribuye el conjunto de características a algo desconocido, como si fuera su
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soporte permanente. (¿Mediante qué sentido se capta la sustancia de una manzana, por ejemplo? ¿Con los
ojos, con los oídos, con el paladar?...) Toda idea abstracta no es más que una idea particular, a la que
corresponde, por tanto, una impresión; asignando un nombre distinto a esta impresión, la hacemos capaz de
representar a todas las ideas que mantienen cierta semejanza entre sí.
Así pues, en contra de los planteamientos de Descartes y los racionalistas, Hume sostiene que no existen las
ideas innatas. Todas nuestras percepciones provienen de la experiencia sensible (no externa, sino interna). Las
impresiones o sensaciones son el material primario de nuestro conocimiento. Toda idea responde a alguna
impresión recibida en nuestros sentidos, de la cual es una imagen más débil Pero ¿de dónde provienen las
impresiones que recibimos en nuestros sentidos? Hume adopta una actitud fenomenista: recibimos las
impresiones, pero desconocernos sus causas. La causa última es, en mi opinión, perfectamente inexplicable
por la razón humana, y siempre será imposible decidir con certeza si provienen inmediatamente del objeto o si
son producidas por el poder creador de la mente.
Tanto las impresiones como las ideas pueden ser simples o compuestas (complejas). Podemos descomponer la
percepción sensible de una manzana en un conjunto en que se combinan el color, olor, sabor, gusto, solidez,
etc. Pero en este análisis, tanto de los sentidos como de la imaginación, llegamos a un límite en que no
podemos seguir adelante sin destruir la impresión de esa cosa. Hay ideas simples y complejas. Las últimas se
constituyen por combinación, agregación o agrupación de las primeras. Podemos descomponer, por análisis,
las ideas complejas en ideas simples. De las impresiones sensibles se originan dos clases de ideas: unas, que
atribuimos a la memoria (recuerdos), cuya complejidad reproduce la de las impresiones directas, y que son
más fuertes y vivas; y otras, más débiles y menos vivaces, que atribuimos a la imaginación (imágenes). La
imaginación tiene el poder de combinar ideas simples entre sí, aunque sin llegar nunca a alterar por completo
su semejanza con las impresiones sensibles de las cuales proceden.
Los materiales primarios de nuestro conocimiento son las impresiones procedentes de la sensibilidad. Las
ideas compuestas se forman mediante la agrupación o combinación de ideas simples, Pero no de una manera
fortuita, arbitraria, ni necesaria, sino en virtud de la asociación, una tendencia que rige la combinación de las
ideas simples.
Por otro lado, Hume reconoce que tenemos en nuestra mente ideas universales (generales). Pero, de igual
modo que Berkeley (1685−1753), da de ellas explicación puramente nominalista: Las ideas generales sólo son
representaciones particulares acompañadas de una potencia mayor de evocación creada por la costumbre, y
designadas por un nombre común. 0, dicho de otro modo: un conjunto de impresiones particulares semejantes,
que nuestra mente asocia en una idea confusa, y las recuerda y designa mediante un nombre común.
Hume no distingue entre imagen e idea. Toda idea sólo es una imagen particular, débil, procedente de las
impresiones recibidas en la sensibilidad. Pero esa imagen particular puede tener una función universal de
representación, en virtud de la cual podemos aplicarla a muchos individuos semejantes, aunque sean distintos.
Por ejemplo, la idea general de hombre nos sirve para designar un conjunto indefinido de individuos humanos,
en cada uno de los cuales se hallan las propiedades esenciales de la humanidad. Las ideas abstractas son, pues,
individuales en sí mismas, aun cuando puedan llegar a ser generales por su representación.
Las ideas universales se forman mediante la ley de asociación, la cos-tumbre y la tendencia evocadora
(memoria). Cuando varios objetos semejantes se presentan reiteradamente en nuestra experiencia, les
aplicamos un mismo nombre común, prescin-diendo de todas sus diferencias intensivas o extensivas. Una vez
que hemos adquirido la costumbre de utilizar esta denominación común, basta el recuerdo de ese nombre para
que evoque en nosotros la idea de los individuos a los cuales lo habíamos aplicado. La tendencia evocadora
funciona como un mecanismo depurador, que elimina lo contrario y asimila lo que le conviene. Elimina las
diferencias y conserva las semejanzas.
No es necesario que la tendencia evocadora nos recuerde actualmente y en concreto todos y cada uno de los
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individuos a que habíamos aplicado el nombre común. Esto sería algo imposible. Basta con que permanezca
de una manera potencial, de manera que podamos aplicarlo cuando lo requiera una necesidad subjetiva o un
fin particular. Es decir, que, en virtud de la costumbre psicológica de la evocación, empleamos una palabra
común, representativa de una imagen particular y concreta, para aplicarla a un conjunto o a una totalidad de
individuos semejantes, reales o posibles, aun cuando de hecho no podamos comprobar esa aplicación en todos
y cada uno de los casos particulares.
Por otro lado, Hume niega la realidad de la sustancia. La idea de sustancia no es simple, sino compleja. Está
basada en la relación de identidad objetiva, unida a la estabilidad y permanencia en el tiempo. Nosotros no
percibimos directamente las esencias de las cosas, sino sólo impresiones actuales y cualidades particulares,
más o menos conectadas entre sí, que afectan nuestros sentidos. La percepción de una naranja, por ejemplo,
consiste en un conjunto de sensaciones agrupadas de color, olor, sabor forma, etc. Esas impresiones son
fugaces y pasajeras. Pero la experiencia nos dice que se renuevan cuando nos encontramos ante objetos
semejantes. Esta asociación de ideas, reforzada por la costumbre, nos lleva a suponer la existencia de una
causa permanente debajo de esas impresiones, y la atribuimos a una sustancia, que nos permite explicar la
permanencia de esas cualidades a través del tiempo. Pero semejante concepto carece de valor real y objetivo,
pues cae fuera del campo de nuestra experiencia. Ese sujeto permanente debajo de las cualidades no es más
que una ficción de nuestra mente. La sustancia sólo es una colección estable de ideas simples, agrupadas bajo
un solo nombre.
También el yo como sustancia permanente, es una ficción. No tenemos intuición de nosotros mismos como
sustancia. El procedimiento de formación de la idea del yo sustancial es idéntico al de la sustancia física. Se
trata de hallar una realidad permanente a través de la variabilidad y discontinuidad de las percepciones. Por
debajo de la sucesión de impresiones, imaginamos una causa permanente que las sustente y unifique a través
del tiempo; algo desconocido y misterioso, que unifique las partes más allá de la relación.
Dado que el yo no existe, carece de sentido plantear la cuestión de si es espíritu o materia, o si es mortal o
inmortal.
TEORÍA ÉTICA.
Hume conserva la noción tradicional de moral, como ciencia de las normas que hay que respetar para
conseguir el bien y la felicidad, mediante la práctica de la virtud. Pero el fundamento de la moral no puede
buscarse en Dios, porque no podemos conocer su existencia. Tampoco en la razón, ni en verdades eternas o en
normas universales y necesarias. La razón solamente sirve para apreciar los hechos o las relaciones entre ellos.
Su función es conocer, pero no obligar. Conoce las normas prácticas de la moral, pero no las establece. El
juicio moral se deriva de una acción que promueve o da lugar a sentimientos.
La moral está fundamentada en la naturaleza humana, que es la misma en todos los hombres. Hay usos y
costumbres aparentemente contradictorios, pero, sin embargo, todos se derivan de un mismo principio: la
naturaleza humana. El criterio para establecer una especie de código moral es la misma naturaleza humana,
común a todos los hombres, y la costumbre, que llega a imponer un conjunto de leyes morales, equivalentes a
las leyes físicas.
Las cualidades morales, buenas o malas, son equivalentes a las cualidades sensibles (agradables o
desagradables). Hay una especie de instinto natural que nos hace distinguir lo agradable de lo desagradable, y
hay un instinto o un sentido moral que nos hace apreciar lo que es bueno y lo que es malo. El bien viene a ser
como la belleza moral. Se trata de un instinto práctico, aunque no pueda explicarse en teoría. Toda acción
humana tiende a la felicidad. Pero no hay cosas buenas o malas en sí mismas. En último término, lo que los
hombres llaman bueno o malo no es más que lo útil o lo nocivo. El criterio para discernir el bien y el mal
moral es la utilidad y el bienestar o malestar que nos causa.
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Sin embargo, Hume no da a ese instinto un sentido egoísta y personal, sino que lo extiende a la utilidad
general. El fundamento del orden moral consiste en la simpatía, que proviene de que las manifestaciones de
bienestar o malestar de los demás provocan en nosotros, por asociación, impresiones o ideas semejantes. La
aprobación o desaprobación común de los hombres respecto de ciertas acciones es lo que las determina como
virtuosas o viciosas. Nosotros llamaremos virtuosa toda cualidad o acto mental que encuentra la aprobación
general de la humanidad; y llamaremos viciosa toda cualidad que es objeto de repulsa o de censura general.
En el fondo, la aprobación o desaprobación general recae sobre lo que es útil o nocivo a la vida individual y
social. El que formula juicios morales abandona su propio punto de vista particular y se sitúa en un plano
común a los demás.
&Considerado el filósofo y el teólogo de mayor relieve dentro de la filosofía escolástica. El gran mérito que
se atribuye a Tomás de Aquino es el de haber logrado la mejor síntesis medieval entre razón y fe o entre
filosofía y teología. Sus obras son eminentemente teológicas, pero, a diferencia de otros escolásticos, concede,
en principio, a la razón su propia autonomía en todas aquellas cosas que no se deban a la revelación. Para
expresar esta autonomía y naturalidad de la razón recurre a la filosofía aristotélica como instrumento
adecuado y, así, para combatir el averroísmo latino, utiliza sus propias armas: los textos mismos de
Aristóteles. En la labor de armonización del aristotelismo con el cristianismo, algunas de las cuestiones que
Santo Tomás ha de tratar de diferente manera son: Dios primer motor de un mundo eterno, el alma mera
forma del cuerpo, la preexistencia de las esencias.
Las ideas de Tomás de Aquino sobre el hombre son innovadoras respecto de las de Aristóteles: el hombre es
un compuesto de alma y cuerpo, pero el alma no es la simple forma del cuerpo, que desaparece tras la muerte,
sino su forma, que le da además el ser y la individualidad: el hombre existe y es individuo gracias a su alma,
principio de vida vegetativa, sensitiva e intelectual. Cada alma posee, a diferencia de lo que sostenían
Averroes y Avicena, su propio entendimiento agente y su entendimiento posible; cada alma es por lo mismo
depositaria de su propia inmortalidad. La autonomía que atribuye a la razón humana, aun siendo limitada,
plantea en principio la posibilidad de una auténtica actividad filosófica independiente de la fe que, no
obstante, Tomás de Aquino no llega a desarrollar.
Es destacable la aportación de Santo Tomás de Aquino a la noción de Estado moderno y al surgimiento de la
ciencia política. Aplica el naturalismo aristotélico también a la sociedad, que llama civitas o civilitas, y
distingue en el hombre la doble condición de ser humano y ciudadano: el ciudadano es el hombre político, no
el simple hombre. Siguiendo a Aristóteles, para quien la naturaleza no hace nada en vano, tanto la civitas
como la condición de ciudadano han de poder llegar a su plenitud; por lo que el Estado es un producto de la
naturaleza del mismo modo que la iglesia es un producto de lo sobrenatural. La congregación de hombres, que
es el Estado, ha de poder alcanzar su plenitud lo mismo que la Iglesia.
Si el Estado es un producto de la naturaleza, también lo es la ley del Estado, o sea, la ley positiva, la cual, no
obstante, deriva de la ley natural, por lo que ha de estar de acuerdo con ella. Toda ley se justifica únicamente
por el bien común, y sólo éste justifica el poder.
En el espacio de unos veinte años que comprende su actividad docente y literaria, escribió numerosas obras,
abarcando las formas y materias más diversas: escritos sitemáticos; comentarios a la Sagrada Escritura;
comentarios a la práctica totalidad de las obras de Aristóteles; cuestiones disputadas, y obras menores de
consulta.
Hay que destacar dentro de su extensa producción literaria las siguientes obras: Comentario a las sentencias;
Summa contra gentiles; Summa theologiae; De veritate; De regimen principum, etc.
• Filósofo empirista escocés, figura máxima de la Ilustración inglesa y del empirismo británico, y uno
de los pensadores de mayor influencia en la filosofía posterior.
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Sus principales obras son: Tratado de la naturaleza humana, con el intento de introducir en los temas morales
el método de raciocinio experimental (1740); Ensayos morales y políticos (1742); Discursos políticos (1752);
Historia de Inglaterra (1752); Diálogos sobre la religión natural (1751).
Filósofo irlandés, uno de los principales representantes del empirismo británico.En consonancia con su
profesión de clérigo, Berkeley se propone como objetivo de su filosofía combatir tanto el ateísmo como el
escepticismo. El empirismo de Locke, según él, lleva precisamente a ambas cosas. Toda teoría del
conocimiento débil es causa de dudas (escepticismo) y de ellas la peor es no poder tener certeza de la
existencia de Dios (agnosticismo); por otro lado, suponer distintas las ideas y las cosas y tener que pasar de
aquéllas a éstas es causa de escepticismo en general. Berkeley sostiene que el idealismo es la única forma
coherente de ser empirista. Por idealismo, o más propiamente, inmaterialismo, Berkeley entiende la
afirmación de que sólo existen nuestras ideas; existen también las cosas, pero éstas no son más que las mismas
ideas o sensaciones. Lo que ciertamente no existe es lo que determinados filósofos llaman materia o sustancia
corporal; lo que sería como la causa de nuestras ideas y sensaciones.
El error está en tener que distinguir entre lo que percibimos y la causa de lo que percibimos, y pasar de una
cosa a otra mediante una inferencia. Decir, como Locke, que nuestras ideas provienen de las sustancias
corporales como de su causa es remitirse a una teoría de conocimiento insegura y negar la evidencia de que
percibimos objetos sensibles y que no tenemos necesidad alguna de hacer inferencias. Si, como decía el
mismo Locke, las cualidades secundarias son subjetivas, ¿por qué no han de serlo igualmente las cualidades
primarias? Así que percibimos objetos sensibles, y lo que percibimos es la realidad. No existen los objetos
percibidos y las causas de los objetos percibidos, sino sólo los objetos percibidos junto a la mente que los
percibe: la mente y las ideas de la mente, de modo que ser no consiste en otra cosa que en percibir o ser
percibido. Es cierto que vemos un orden regular en nuestras percepciones, hasta el punto de que podemos
hablar de un orden de la naturaleza; pero no existe una naturaleza distinta al mundo de nuestra percepción,
aunque existe la regularidad que una mente divina impone a nuestras percepciones
Por esta razón, hay plena coincidencia entre lo que afirma esta filosofía inmaterialista y las afirmaciones de
las ciencias de la naturaleza: éstas no estudian otra cosa que la regularidad entre ideas o sensaciones. Las
ciencias, y con ellas los términos teóricos, no se refieren a realidades externas a la mente; son conceptos
abstractos que se afirman de regularidades de la conciencia. Las mismas hipótesis de Newton sobre la
gravitación universal no describen las propiedades de una fuerza oculta de la naturaleza que sea la causa de la
atracción entre masas; la gravitación no es más que el comportamiento de las cosas −o de las ideas−, las
cuales son a su vez nuestras sensaciones; la teoría de la gravitación es un cálculo matemático que explica
correctamente las regularidades entre ideas. A esta filosofía de la ciencia se le ha dado el nombre de
instrumentalismo.
Dios, en quien el mundo de nuestras sensaciones halla estabilidad y orden, no es una idea nuestra; no llegamos
conocerlo a través de las sensaciones, porque un espíritu no es una idea, sino que lo conocemos por la
conciencia de que la regularidad de nuestro mundo percibido no puede tener origen en nosotros mismos. Dios
produce realmente las ideas en nuestra mente y la regularidad que les es propia.
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