La Fragua de los tiempos febrero 25 No

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La Fragua de los Tiempos. Febrero 25, No. 723
Kapuscinski: Exponente de la ética profesional.
Ha pasado un mes, desde el martes 23 de enero en que murió el escritor, periodista e
historiador polaco Ryszard Kapuscinski. Desde entonces tuvimos la intención de registrar en
La Fragua algunos datos de su vida ejemplar y una semblanza que nos envió la periodista
chihuahuense Marcela Turati.
Seguramente muy pocos de los lectores de esta página conocieron el nombre de este periodista
polaco lo cual a nadie debe preocuparle pues en este mundo atrapado en las redes de la
banalidad informativa resulta mucho mas fácil que la televisión nos traiga la noticia de que se
pelonó Britney Spears o que fue encarcelado por golpear a una mujer y por poseer cocaína un
jugador del fútbol profesional de los Estados Unidos; en fin, es mucho mas fácil que nos
enteremos de que la perrita chihuahueña de la esposa del presidente Bush se hizo caca en la
alfombra que de la muerte de un periodista que luchó toda la vida por el respeto de la
dignidad.
Contra esa banalidad perversa, contra esa basura informativa que nos invade desde las
pantallas de la televisión., desde las páginas de los periódicos, las estaciones de radio y otros
medios de comunicación, vaya desde este rincón del mundo nuestro grito de protesta y de
coraje, nuestra inconformidad hacia aquellos que día a día atentan contra el derecho de los
ciudadanos a ser tratados como seres pensantes e inteligentes.
Vaya también desde aquí nuestro homenaje y admiración para este intelectual honesto que
dedicó 74 años de su vida a luchar en todo el mundo por la verdad y la inteligencia. Una de las
grandes cualidades de Kapuscinski fue su preocupación por aportarle sus experiencias a los
jóvenes periodistas, de tal manera que algunos mexicanos tuvieron la oportunidad de estar en
alguno de los talleres que impartió en la ciudad de México. La periodista Marcela Turati tuvo
la fortuna de participar en uno de esos talleres y ahora que murió el periodista, cómo un gesto
de admiración y reconocimiento le dedicó una semblanza que compartió con nosotros.
Este texto de Marcela lo apreciamos sobremanera y consideramos que las ideas que en sus
líneas se expresan son aplicables no solo para los periodistas sino para cualquier profesionistas
relacionado con las ciencias sociales, especialmente con los investigadores de la historia,
quienes al igual que los periodistas dependen en buena parte de quienes les informan y les
proporcionan documentos o testimonios. Con la autorización de Marcela Turati damos a
conocer en Chihuahua su texto, antecedido por el editorial que publicó La Jornada un día
después de la muerte de Kapuscinski, es decir el 24 de enero pasado.
La ética periodística
(Editorial de La Jornada, enero 24 del 2007)
“La muerte de Ryszard Kapuscinski, reportero, ensayista, pensador, fotógrafo, literato y testigo
indispensable de su tiempo, obliga a la reflexión sobre los valores, y sobre la ausencia de ellos,
en el oficio de informar, porque el periodista polaco los conjuntaba todos. Su obra es una
combinación de rigor, creatividad, cultura universal, calidad de lenguaje, compromiso con los
lectores y con las sociedades que de pronto brincan a las ocho columnas y se convierten en
sujeto de la noticia; de pertinencia y agudeza en el comentario, de independencia crítica frente
a los poderes públicos, independientemente de su ideología y de su bandera.
Ningún otro periodista cubrió como él, en extensión y en intensidad, las transformaciones
sociales de la segunda mitad del siglo XX. El reportero polaco fue testigo de dos decenas de
revoluciones en varios continentes, sobrevivió a misiones en otros tantos frentes de guerra,
palpó de cerca la grandeza y la miseria de las confrontaciones humanas y entregó a sus
millones de lectores en todo el mundo elementos de compresión de las circunstancias, ya
fueran locales, próximas o remotas, así como motivaciones para la indignación, la solidaridad
y la esperanza.
Los ejes vertebrales de la ética periodística ejercida por Kapuscinski fueron siempre la
honestidad intelectual, la desconfianza innata ante las verdades oficiales y la convicción
profunda de que su trabajo, informar, no podía ser confundido con una operación mercantil.
La información era para él –y debiera ser para todo periodista–, por sobre todo, una relación
social que exige la observancia de valores morales inequívocos, como lo señala sin ambigüedad
el título del libro en el que recopiló sus reflexiones sobre el trabajo: Los cínicos no sirven para ese
oficio.
La figura del informador polaco recién fallecido contrasta, por esas razones, con el periodismo
dominante en el mundo de nuestros días: un quehacer dominado, en su mayor parte, por un
entramador de intereses empresariales para el cual el objetivo del oficio no es informar, sino
obtener utilidades; una industria que se somete por conveniencia a los dictados del poder
público para acumular un poder económico desmesurado. El proceso se cierra cuando ese
poderío es transformado en fuerza de choque para domesticar a la opinión pública, y desviado,
incluso, hacia los derroteros del golpismo mediático. En esos procesos, la veracidad y el
entendimiento, los elementos principales de la información honesta, acaban machacados por
los intereses, las componendas y los cálculos, en tanto que, en el interior de los medios, los
periodistas de buena voluntad son, con frecuencia, hostilizados, marginados y obstaculizados
en su trabajo por los propietarios y los administradores. Hoy en día, en las democracias
formales, los practicantes de la censura ya no se encuentran principalmente en las oficinas de
Gobierno, sino en las propias direcciones de medios electrónicos y publicaciones impresas”.
Las lecciones de Kapu
Por Marcela Turati
Entró al salón con su paso lento, su calvicie despeinada, su sonrisa de abuelito bueno, su rostro
de polaco sonrosado. Estábamos emocionados: el maestro del taller era el periodista-leyenda, el
hombre que desde la universidad nos hacía soñar cuando leíamos sus aventuras de testigo de
una veintena de revoluciones; sus andanzas por el Congo, cuando lo tomaron por espía y
estuvo a punto de ser ejecutado; su escape de las tropas rebeldes nigerianas a través de remotas
carreteras, tras ser apaleado y robado; su posible muerte al atravesar la carretera que dividía a
Honduras y El Salvador, cuando el fútbol estaba por desatar una guerra. Rizsard Kapuscinski.
Sus alumnos de los próximos días íbamos cargados de dudas eruditas: ¿Cómo reporteó El
Emperador, su novela a múltiples voces sobre el emperador etíope Haile Selassie? ¿Cómo eligió
la estructura de El Sha, que describe a un país y a un gobernante a través de fotos? ¿Cuánto
tardó para escribir El Imperio, su novela vivencial sobre la Unión Soviética?
Kapu, como pronto comenzamos a nombrar al maestro, aclaró poco. No detalló ninguna
técnica. No reveló verdades ocultas. Evadía las preguntas. Fiel a la profesión que abrazó como
forma de vida, él era el reportero y, como tal, entrevistaba a los alumnos.
Al tercer día de escuchar las grandes aventuras de los propios colegas y de notar que el maestro
sólo escuchaba y no pretendía hablar, el taller de crónica prometía ser un fiasco.
De tanto en tanto, los alumnos nos quedábamos callados, esperando sacarle alguna frase
iluminadora. Acorralado, soltaba entonces comentarios que nos regresaban a la esencia de la
profesión, que le quitaban el glamour y los reflectores a lo que hacemos.
“Lo más importante en nuestra profesión es recordar todos los días que todo nuestro trabajo
depende de otros. Es paradójico porque el reportero es solitario –se mueve entre desconocidos–
pero los demás deciden sobre el éxito de lo que hacemos. Estamos con alguien 15 minutos y
nunca lo volveremos a ver. El primer contacto decide todo. Hay que tener una profunda,
sincera humildad, porque la gente siente cualquier gesto de arrogancia”, soltaba de pronto, con
una sonrisa infantil que en segundos se tornaba pícara. Kapuscinski, o Ricardo, como pedía en
México que le dijeran, siempre se lamentó porque la ocupación soviética no le permitió
estudiar Filosofía y terminó cursando Historia, aunque, quizás sin saberlo, era un filósofo de la
profesión.
Al escucharlo uno aprendía lo que no se enseña en la universidad: la humildad como principal
cualidad del reportero, el periodismo como misión, el reconocimiento de la dignidad humana
del entrevistado, la toma de partido por los desprotegidos, la austeridad como forma de vida.
Acostumbrado a evadir las alfombras rojas, evitar los grandes palacios y las entrevistas con los
poderosos, él entraba a cada uno de sus temas por la puerta de la cocina, entrevistaba a quienes
nadie acostumbraba entrevistar. Así, de esas voces colectivas, asustadas, anónimas, recreó la
monarquía dilapidadora y excéntrica que gobernó Etiopía, en El Emperador.
Kapu decía que el periodismo requiere una dedicación completa, mantener abiertos los
sentidos, volcarse uno mismo a lo que está viviendo, y no sólo lo decía sino que lo practicaba,
al grado que en África duró tres años sin hablar a casa, para reportarse con su esposa.
Para él, ya era una desconcentración.
“Para el reportero es importante ir, no como turista, moverse de manera concentrada para
tratar de recordar todo, memorizar. Ese es un viaje de trabajo, de esfuerzo. Posiblemente es el
único momento de la vida que tienes para estar en ese lugar, donde encontramos a ese hombre
o mujer, por eso hay que ser muy intensos, hay que darse todo, memorizar. Cuando vuelvas a
ese lugar tienes que ser capaz de notar si ha cambiado la puerta de una casa”, decía, sencillo,
sin pontificar.
Los grandes reportajes y crónicas que aparecen en sus libros nunca fueron publicados por
periódicos polacos. Trabajaba para una agencia de noticias pobre y sólo alcanzaba a meter
líneas telegráficas. Decía que para no enloquecer del trabajo “mecánico, burocrático y de
esclavos” de la agencia de noticias, todo lo que se le quedó en las libretas y absorbió en la
memoria lo volcó años después en sus libros.
“Tenía 100 dólares para escribir un golpe de estado y transmitir cada palabra costaba 50
centavos. Con 200 palabras describía un evento de un país del que nadie sabía nada (…) Yo me
planteaba que el mundo es más rico, interesante y fabuloso, que no cabía en el lenguaje de la
agencia de prensa. Cada libro mío es un segundo tomo de lo que escribí en mis notas”.
A las preguntas más elaboradas les tenía las respuestas más sencillas. No pocas veces
desconcertaba.
—¿Cómo hizo para que los soldados lo dejaran pasar y entrar a ese país sitiado donde había un
golpe de Estado?
—Les sonreí –fue su respuesta.
—¿Qué se necesita para ser un buen periodista?
—Ser, primero, buena persona.
Con sus pequeñas intervenciones, Kapu, el maestro de Filosofía, iba recordando los básicos y
conectándonos a tierra. A ratos parecía que daba clases de antiperiodismo, porque sus
enseñanzas contrastaban con lo que se aprende en las redacciones. Pedía, por ejemplo, nunca
traspasar los límites ajenos, huir de la fama y el dinero, no perder ningún amigo por una nota,
ponerse en los zapatos del entrevistado, tener el amor a la humanidad como motor, dejar el ego
a un lado porque –sentenciaba- el periodista que cree saber todo, está destinado a fracasar.
“Uno tiene que ser humilde y saber qué se puede preguntar y qué no, cuál es el límite humano,
hasta donde puede escribir. Uno tiene que saber decir a sus jefes: ‘No pude’, pero puedes
encontrar otras historias para no llegar con las manos vacías”.
Este misionero del periodismo, predicaba la humanización de cada historia, ponerle rostro a la
noticia. Y lo ponía en práctica.
“Estoy en contra de reportar la guerra como partido de fútbol. Hay que decir quién era esta
gente que murió, dar nombres, detalles, circunstancias. Esto da el sentido de humanismo. La
abstracción esconde el drama real y la tragedia. A los muertos hay que mostrarles la cara
humana, mostrarles respeto, regresarles sus dignidad, es llorar con ellos la tragedia, ponerte en
su lugar”, comentaba.
A este periodista apasionado por el Tercer Mundo le preocupaban los cambios que, con los
avances tecnológicos y la aparición de conglomerados mediáticos, sufrió el oficio; la
precarización laboral y la poca profesionalización del reportero, su falta de lectura y
preparación; la ambición como motor.
Se quejaba de que los periodistas actuamos como manada (“el 99% cubrimos el 1% de lo que
pasa en el mundo”).
Repetía que esta profesión no deja dinero. Decía que había de desconfiar de aquellas
redacciones de pisos de mármol en las que las recepcionistas parecen edecanes.
¿En nuestro oficio es peligroso volvernos cínicos?, le preguntó uno de los alumnos. “No lo
creo, mi experiencia es que en nuestro oficio entra gente que ya era cínica, entran por hacer
carrera, dinero, planes de vida que no tienen nada que ver con nuestra vocación. Los
periodistas con vocación y sabiduría son honestos y tratan de ser mejores. Nuestra profesión los
hace cada vez más sensibles y vulnerables”.
Algunas preguntas le tocaban el corazón. Entonces, con esa sonrisa que tienen los pacíficos,
nos dejaba entrar a sus inquietudes como reportero de larga trayectoria que no dejó que lo
absorbiera el confort y la burocracia de las redacciones: “Debemos ser humildes y darnos
cuenta de que la inspiración y el entusiasmo de repente se apagan, se apaga el fuego interior, y
si no tenemos formación no vamos a poder continuar. Hay que prepararse para este momento
ya porque después será tarde”.
Así, durante toda esa semana, fue desgranando su credo de periodista y de buena persona.
Regresándonos a los orígenes de la profesión. Impartiéndonos clases de filosofía. Predicando al
periodismo como misión de vida llena de sacrificios.
Supe que dos años después, Kapu regresó a México a dar otro taller y no se aguantó las ganas
de ir al Zócalo para ver de cerca la llegada del Ejército Zapatista.
Varios colegas lo vieron reportear entre la multitud agolpada en el centro de la ciudad. Otra de
esas noches en el DF anduvo en Garibaldi, la plaza de los borrachos, los mariachis y los
tequilas, de juerga con sus alumnos.
Un día de esos tuve el honor de desayunar con él.
Durante ese encuentro en el restaurante de su hotel no dejó de quejarse de "la gente de la
editorial" que lo había traído a México porque ordenaba su agenda y castraba su libertad. Yo
estaba por viajar a Campeche a cubrir los efectos del huracán “Isidore”, y él, fiel a sí mismo, no
dejaba de interrogarme sobre la situación estaban viviendo los damnificados. Sus preguntas me
dieron pistas de dónde empezar a reportear.
Otro día, ya en Campeche, recibí una llamada suya a mi celular: quería saber, de primera
mano, qué había hecho Isidore y cómo estaba la gente, y, de paso, despedirse.
Luego supe de él de oídas. Escuché que en Argentina se llevó a sus pupilos a un partido de
fútbol, lo vi en las portadas de todos los periódicos recibiendo el premio Príncipe de Asturias en
reconocimiento a su humanismo, leí que estaba presentando por el mundo su último libro de
Viajes con Herodoto, a quien consideraba el primer periodista de la historia.
Siempre pensé que Kapu nunca moriría. En África, América Latina y Asia había sobrevivido a
las enfermedades más extrañas, a múltiples amagos de fusilamiento, a guerras y anarquía. Y
como siempre había salvado el pellejo y mantenido íntegra su alma y su fe en el ser humano,
lo pensaba como alguien inmortal.
Hasta ayer, cuando comencé a recibir mensajes a mi celular de varios colegas enlutecidos y con
la misma tristeza compartida, expresada en tres palabras: Se murió Kapu.
Sí, se murió el Maestro. Se murió una buena persona. Murió Kapu.
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