Terror en la educación El país de los casilleros

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REPORTAJES
DOMINGO 2 DE NOVIEMBRE DE 2014
OPINIÓN
Terror en la educación
La culpa del terror que denuncia la Presidenta la tiene quien
está llamado a introducir racionalidad al debate educativo: el
propio Gobierno y algunos parlamentarios, que, en vez de
atender las denuncias de los jóvenes, se han dedicado a jugar
a ser ellos.
CARLOS PEÑA
La Presidenta acaba de quejarse, durante su
gira por España, de que la reforma educacional
padece una campaña del terror. Se refería así al
conjunto de anuncios radiales y manifestaciones
—todos pagados, agregó— en los que se exageran las consecuencias, supuestamente dañinas,
de la reforma.
¿Tiene razón al quejarse?
Sí.
Pero la tiene a condición de reconocer que si
bien algunos sectores de oposición se han dedicado a esparcir el temor acerca de la reforma
educativa, ello ha sido una consecuencia del hecho de que el Gobierno se ha dedicado, por su
parte, a esparcir una confianza irreflexiva, y excesiva, en ella.
Tanto el temor como la confianza excesivos son
sentimientos adolescentes, es decir, carentes de
matices, o, en otras palabras, de racionalidad.
Los adolescentes son seres humanos que, por
asomarse recién a la experiencia humana, experimentan todo lo que ocurre en ella como amenaza o
como promesa. Eso es lo que les está ocurriendo
hoy día a la oposición y al Gobierno. Según la primera, la reforma acabará con la libertad de los
padres y encadenará a sus hijos a los establecimientos estatales; según el segundo, la reforma
es el principio de una aurora en la que se disiparán
buena parte de los males, la desigualdad, la exclusión, que aquejan a la sociedad chilena.
Temor irreflexivo, por una parte; entusiasmo
utópico, por la otra.
Las palabras de la Presidenta, para ser justas,
debieran entonces apuntar a un fenómeno que
padece la totalidad del espacio público chileno y
de lo que el temor excesivo de algunos y la confianza igualmente excesiva de otros son apenas
síntomas: la falta de deliberación racional.
Y en medio de ese panorama, la culpa principal
la tiene el Gobierno. Esto, por supuesto, no libera
de culpas a la oposición; pero
quien está en el gobierno es quien
debiera incrementar los niveles
de racionalidad del debate en vez
de contribuir a disminuirlos.
El Gobierno ha aliñado su
programa y sus medidas (la mayor parte de ellas a primera vista
correctas) con un discurso redentor que posee rasgos más
religiosos que políticos. La responsabilidad principal de esto,
no vale la pena ocultarlo, le cabe al ministro Eyzaguirre, quien ha disimulado su falta de familiaridad con el problema, con generalidades de índole moral. Él ha sustituido su obvia falta de conocimiento del problema del que debe ocuparse,
con el fervor acerca de las supuestas consecuencias que se seguirían de resolverlo. Ha sustituido
el ánimo reformista, que requiere conocimiento,
con el entusiasmo redentor, para el que basta el
entusiasmo. La exclusión, la segregación y la desigualdad que padece la sociedad chilena, de
pronto serán sanadas por la reforma educacional.
Disipados el lucro, la selección y el copago, se dice, se sentarán las bases para que los chilenos se
reconozcan como iguales, la meritocracia se entronice como el principio para distribuir recursos
y el principio hereditario se debilite.
Es como si el Gobierno en su conjunto no solo
aspirara a comprender la queja que los jóvenes
manifestaron el año 2011, una queja del todo jus-
El país de los casilleros ordenados
Parece que los chilenos venimos a este mundo acompañados
de un “combo” que incluye muchas cosas cuya interna
vinculación no acabo de entender. ¿Por qué si soy de
izquierda tengo que estar a favor del aborto, o si soy de
derecha debo mirar con simpatía las torres del Sr.
Paulmann?
JOAQUÍN
GARCÍAHUIDOBRO
Permítanme que, después de tres años y medio
escribiendo esta columna, me tome la libertad de
dedicar una a tratar una cuestión más personal,
vinculada a mi experiencia en estos quehaceres.
Sucede que cuando he escrito abogando por la
restricción del trabajo dominical, recibo correos
electrónicos que me preguntan cómo alguien “de
derecha” puede sostener algo semejante. Si
aplaudo que se levante un monumento a Gladys
Marín, no falta quien me recuerde que soy hijo de
agricultores. Cuando reconozco los méritos de
Evo Morales, me hacen ver lo extraño que resulta
que alguien que usa colleras y suspensores manifieste simpatías por la izquierda altiplánica. A veces son alabanzas, otras una crítica amable, pero
siempre subyace la idea de que resulta raro que
alguien “como yo” opine de “esa” manera.
El hecho tiene interés, porque nos dice mucho
acerca de nuestra psicología social. Una española
contaba que, cuando vivía en Nueva York, le llamaba la atención que muchos chilenos, tan pronto
se conocían, se preguntaran por el colegio en que
habían estudiado: personas adultas, en el extranjero, se interesaban no por sus empresas o su universidad de origen, sino por el colegio. ¡Incluso lo
ponían en el currículo!
Parece que los chilenos venimos a este mundo
acompañados de un “combo” que incluye muchas
cosas cuya interna vinculación no acabo de entender. ¿Por qué si soy de izquierda tengo que estar a favor del aborto, o si soy de derecha debo
mirar con simpatía las torres del Sr. Paulmann?
Podríamos llamar a este interesante fenómeno
el “síndrome de los casilleros”. De acuerdo con él,
si usted estudió en un determinado colegio, viene
de un cierto grupo social o tiene una sensibilidad
política definida, quedará encasillado en un sinnúmero de otros
aspectos de su vida, de modo que
no vivirá en algunos lugares ni se
vestirá de cierta manera. Además, deberá pensar tal o cual
cosa acerca del aborto, de HidroAysén, la mediterraneidad
boliviana, el papel de los sindicatos o Quilapayún.
¿De dónde viene esta mentalidad de casillero, que se da tanto
en la derecha (en forma grotesca) como (de manera menos notoria pero más profunda) en la izquierda? En primer lugar, de la inseguridad, una de las patologías
nacionales más distintivas. Necesitamos que la
gente sea perfectamente clasificable y previsible,
pues de lo contrario no podremos hablar en confianza. No importa que piense distinto, siempre
que sepamos dónde está.
Si alguien pretende rayar la cancha de otra
manera, se interpretará como una extravagancia
o directamente como una falla moral. ¿Cómo explicaba la derecha, hace medio siglo, la sensibilidad social de los jóvenes democratacristianos?
“Son unos resentidos”: una explicación tan perfecta como miope (resentidos hay en todas partes), que le costó a la derecha ser borrada del mapa electoral en la década de los sesenta, simplemente por no entender lo que estaba pasando.
Pero no se trata solo de inseguridad, porque
D 13
tificada, sino como si además cada partícipe del
espacio público, especialmente miembros del
Congreso y ministros, jugaran de pronto a ser
ellos. Como si el hecho de que los jóvenes tuvieran
razón al denunciar un problema, acreditara que
tienen razón también a la hora de saber cómo resolverlo.
Así, entonces, no es el terror que la Presidenta denuncia lo que está caracterizando el debate
acerca de las reformas educacionales, sino algo
peor: la falta de reflexión y de moderación racionales.
¿Qué pudo ocurrir para que el espacio público
chileno a propósito de la educación comenzara a
moverse, con tanto fervor, entre sentimientos tan
básicos como el temor y el entusiasmo?
La explicación radica quizá en el hecho de que,
por razones que habría que dilucidar, se ha instituido a la educación como la causa y el remedio
de todos los males de la sociedad chilena. Ciertos sectores de izquierda, que han logrado hegemonizar el discurso presidencial, han creído
ver en la educación el remedio a todas las patologías de la modernización capitalista. Molestos
con la modernización capitalista, pero incapaces
de imaginar alternativas (como dijo Zizek, hoy es
más fácil imaginar que el mundo acabe, a que
termine el capitalismo), han transferido todas
sus molestias y todos sus entusiasmos al problema educativo.
Y el resultado está a la vista: todos jugando a
ser adolescentes. n
este síndrome va acompañado de altas dosis de
flojera intelectual. Los matices y las distinciones
exigen tiempo y esfuerzo cerebral, pero no parece
que los chilenos estemos para estas sutilezas.
Preferimos heredar nuestras opiniones, tomarlas
de la propia tribu.
En suma, el síndrome de los casilleros permite
que todos estemos tranquilitos mientras cada uno
se ubique donde le corresponde y resulte fácilmente identificable para los demás. Gracias a él,
cada uno dispone de un puñado de etiquetas (bastante limitadas, por cierto), para ponérselas a los
demás aun antes de que abran la boca.
La política de los casilleros es cómoda, pero
causa daño al país. En virtud de ella, la derecha
desprecia a los sindicatos (aunque a comienzos
del siglo XX los haya hecho nacer), y carece absolutamente de sensibilidad latinoamericana:
piensa que son banderas izquierdistas. La izquierda, por su parte, ha sido incapaz de hacer
suya la causa de la vida no nacida, o de empatizar
con los papás de los colegios privados subvencionados. Le parece que esos temas son propiedad
de otro sector político.
Si queremos pasar de nuestra guerra fría a una
sociedad más colaborativa, tendremos que revolver un poco los casilleros. Quizás haya llegado el
momento de abandonar la mentalidad de rotuladores de multitienda; es decir, de gente que le pone etiqueta a todo, aunque eso signifique que nos
sintamos menos seguros y no podamos encasillar
a la gente con apenas darle una mirada. n
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