Adolescencia y Juventud I. Psicología. Categoria:

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Adolescencia y Juventud I. Psicología.
Categoria:
Filosofía
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mecánico, fotocopia, etc.)
1. Introducción y concepto. Para la psicología del desarrollo, el periodo denominado comúnmente a. es de
suma importancia. El vocablo adolescencia proviene del verbo latino adolescere, que significa crecer o llegar
a la maduración. A principios de siglo, y merced a la obra de Stanley Hall, la a. se convierte en tema
psicológico. La observación tradicional sobre los cambios que sufre el individuo al dejar de ser niño para
convertirse en adulto se interpretaba, por la Psicología experimental y por la Psicofisiología, como resultado
de una profunda transformación biológica relacionada, preferentemente, con la sexualidad. Pero el carácter
global de las manifestaciones del psiquismo en dicha época y la aparición, no infrecuente, de ciertos
trastornos en las esferas del pensamiento, la afectividad (v.) y la conducta han demostrado que la raíz del
fenómeno es más profunda. Se considera y admite que la a. equivale a un nuevo nacimiento. Tan rápidos y
pronunciados son los cambios, que el propio S. Hall define el periodo como de storm and stress (tormenta y
tensión). En efecto, si algo caracteriza al adolescente de manera genérica y formal es su perfil crítico, pero
ello no quiere decir que la a. pueda considerarse como un periodo separado y aislado del resto de la vida.
No obstante su aspecto crítico y la posibilidad de que durante el mismo puedan surgir auténticas crisis
existenciales, la a. forma parte del total proceso del desarrollo de la personalidad (v.), y tanto influye lo que
le precede como cierta es la huella que transmitirá a etapas ulteriores.
El concepto de a. ha de elaborarse pensando que no sólo se trata de cierto crecimiento físico o
morfológico, sino de una decisiva etapa del desarrollo personal en su más amplio sentido. Somáticamente,
se alcanzan el perfil y los rasgos característicos del individuo adulto y la capacidad anatomofisiológica de los
órganos de la reproducción. Psíquicamente, el proceso concluye con el máximo desarrollo de la inteligencia
y la transformación de los impulsos e instintos básicos que, a la vez que pierden su carácter primario y
elemental, buscan su satisfacción a través de un abanico cada vez más amplio de objetos y posibilidades.
Como se expone más abajo, el papel de la afectividad es decisivo en este sentido.
2. Duración. En términos generales, la a. se extiende a lo largo de la segunda década de la vida, pero en
la mayor o menos precocidad influyen el clima, la raza y la cultura. Hay también diferencias individuales y de
sexo. Los investigadores están de acuerdo en distinguir la a. propiamente dicha del periodo antecedente y
preparatorio, ordinariamente conocido con el nombre de pubertad; entre otros psicólogos, Gruber, Bühler,
Lersch, Remplein, Schlemmer, Zillig, Trammer y Hurlock (v. bibl.) dividen también la pubertad en dos etapas:
una prepuberal, de los nueve a los 11-12 años (pubertad inicial, edad del pavo, edad de la terquedad), y otra
puberal en sentido estricto, desde los 12 a los 16-17 años. El periodo restante, hasta los 21-23 años,
constituye la a.
Esta división es ecléctica y responde al registro de datos verificables desde perspectivas tan distintas
como la meramente física o fisiológica y la del comportamiento. Su valor práctico descansa en que, además
de poner de manifiesto ciertas correlaciones psicosomáticas, señala que el desarrollo sigue una secuencia
ordenada. Sin embargo, el análisis fenomenológico de los caracteres críticos y sus efectos personales
permite, de una parte, comprender el fondo unitario de la a., y, de otra, reducir y precisar sus límites
cronológicos. Ni las evidentes y aceleradas modificaciones corporales, ni la llamativa y, con frecuencia,
conducta chocante, pueden ser argumento en contra de su estimación entre la niñez y la edad adulta. Si, en
apariencia, el adolescente exhibe rasgos de ambas edades, la observación rigurosa del fenómeno del
cambio como tal, excluyendo reminiscencias infantiles y las premoniciones de la madurez, permite situar la
fase entre los 13-14 años y los 19-20, con un ligero pero sensible adelanto y terminación del proceso a favor
de las muchachas; y no porque, como suele creerse, el varón sea fisiológica o espiritualmente más lento,
sino porque en el orden de la naturaleza, su condición existencial, por más diferenciada, tarda más en
alcanzarse. Este retardo del desarrollo que caracteriza al hombre frente a las restantes especies animales,
es precisamente más evidente y significativo en el varón que en la hembra y constituye el punto de partida
de toda psicología diferencial (v.).
Relacionado con el hecho que acabamos de señalar está el de la duración, intensidad crítica y alcance
del periodo. Su ritmo y efectos dependen del nivel cultural y de las estructuras sociales y de grupo del propio
individuo. Las dimensiones histórica y social de la vida humana se revelan y configuran en el curso de la a.
con un carácter de exigencia inédito en etapas anteriores. Por de pronto, se admite que en las últimas
décadas se ha producido una aceleración en las etapas del desarrollo, y que, además, éstas tienden a ser
más breves. Sin perjuicio de volver sobre el fenómeno al considerar las causas y motivos del mismo y su
relación con los aspectos críticos de la a., se subraya ahora para advertir la relatividad e insuficiencia de los
esquemas sobre el desarrollo personal fundados en concepciones antropológicas dualistas.
3. Rasgos corporales. Las modificaciones corporales traducen cambios orgánicos muy notables y se
producen, sobre todo, en la fase puberal. Durante mucho tiempo se ha venido considerando como típica la
aparición de los llamados caracteres sexuales secundarios, anuncio de la inmediata puesta a punto de la
función genética. Este planteamiento merece ser revisado (v. SEXUALIDAD). Es cierto que la morfología
externa e interna de los órganos de la reproducción se alcanza en dicha fase, iniciándose igualmente su
actividad fisiológica. Pero ello no revela que la plena capacidad funcional se haya logrado, ni que lo sexual
se integre todavía en un correlativo juego de fines y motivaciones de índole personal.
En las muchachas, la menarquía o primera menstruación se presenta hacia la mitad de la fase puberal,
alrededor de los 13 años y medio. No al comienzo o al final de la misma, como se aseguraba antiguamente,
de acuerdo con la interpretación significativa del hecho como criterio único de madurez sexual. A esta
primera señal sigue un periodo de esterilidad adolescente de varios meses de duración, en el que la
ovulación normal -desprendimiento de un óvulo fecundable- tampoco es regular. En el muchacho, las
primeras poluciones espontáneas se dan hacia los 14 años y medio, durmiendo; su etiología y valor son
discutibles: ni se presenta en todos los niños, ni son regulares en su aparición, ni siquiera es frecuente el
cortejo de imágenes oníricas adecuadas. Ambos signos -menarquía y eyaculación seminal- son testimonio
de un proceso que, inscrito en el marco general del desarrollo, sigue su curso con independencia de los
restantes cambios físicos e incluso de las propias vivencias eróticas.
Los caracteres sexuales secundarios -aparición del vello púbico y axilar, más el pelo de la barba en los
varones; cambio en el tono e intensidad de la voz; y, en las niñas, el aumento de volumen de las mamas y el
ensanchamiento de la pelvis-, relacionados hormonalmente con la función sexual, deben considerarse como
primarios, aun cuando dichas modificaciones alcancen su significado completo dentro de otros cambios
morfológicos dependientes de correlaciones endocrinas de carácter general. Así, el rápido aumento de la
talla y peso, ciertas alteraciones óseas revelables radiográficamente, la erupción de los segundos molares y
el desarrollo de la laringe.
4. Rasgos psíquicos. Las modificaciones del psiquismo son extremadamente irregulares en cuanto al
momento de su aparición, si bien alcanzan su punto máximo hacia el final de la pubertad y principio de la a.
propiamente dicha: a los 15-16 años en las muchachas y a los 16-17 en los chicos. Y a pesar de que las
actitudes básicas de unos y de otras van a diferenciarse claramente, el núcleo del fenómeno contiene
muchas notas comunes. Tales modificaciones afectan de modo fundamental a las disposiciones interiores y
a la proyección de las mismas en la esfera del comportamiento. Lo primero que manifiesta el adolescente,
en cualquier momento de la pubertad, es un cambio de actitud global que en forma intermitente o progresiva
acaba perfilándose entre los 15 y 17 años. Spranger lo ha definido muy bien: «en lugar de la franqueza y de
la confianza infantiles aparece, incluso frente a las personas más próximas, una reserva taciturna, una
tímida esquivez, un temor al contacto psíquico. Al contrario de lo que ocurre al niño, que sólo sabe vivir
buscando apoyo en los adultos, el adolescente se distingue por una altanera independencia, que tiene su
asiento en un mundo interior propio, y cuyo anhelo de relación con determinadas personas procede ya de
propia elección» (v. o. c. en bibl.).
Este rápido desarrollo de la intimidad y la correlativa creación de un mundo interior propio comportan
transformaciones que afectan a las diversas funciones y modos del ser psíquico. En la base hay como un
apagamiento de la vivacidad de los impulsos y tendencias: como si las finalidades que los configuran
instintivamente hubiesen desaparecido del horizonte personal. La causa estriba, sin duda, en una
modificación del estado de ánimo fundamentalmente que cambia los modos y aun los contenidos del
vivenciar (v. VIVENCIA) o experimentar íntimos: una peculiar combinación de inseguridad y apatía que, en
su proyección externa, va a revelar la contingencia y caducidad de todo lo que constituye el entorno del
adolescente. La seguridad y coherencia del mundo infantil se desmoronan; la actividad, como puro juego o
afirmación vital, empieza a perder sentido y el muchacho o la muchacha se repliegan sobre sí mismos
buscando en la intimidad un punto de apoyo que el sujeto sin referencias o lazos firmes tampoco puede
encontrar. Lo versátil de las intenciones y conducta del adolescente refleja ese ir y venir de fuera a dentro y
de dentro a fuera, hasta que la aceptación del carácter precario de las propias realidades personales libera
las formas nuevas del impulso creador.
5. Aspectos críticos. El hecho psicológico dominante es la vivencia del aislamiento, y con ella, la
experiencia radical de la distancia entre el yo (v.) y todo cuanto le rodea. Desde el barrunto inicial, revelado
en la terquedad y el abandono de los intereses de la primera etapa escolar, a la definitiva configuración del
mismo como vivencia irreducible de ser uno y distinto de lo demás y de los otros, lo que la a. muestra puede
comprenderse partiendo de este fenómeno. Todo aquello que en el mundo infantil representaba la gran
instancia aseguradora de la vida -personas y cosas domésticas-, se le revela ahora insuficiente. Este vacío y
desgana transforman las actitudes e intereses del adolescente. Nada le atrae de manera decisiva y todo le
distrae. Carlota Bühler señala cómo, mientras al principio de la fase aumenta rápidamente «el afán de
instruirse en el interés por las condiciones dadas en los objetos», después se cae, casi de manera brusca,
en un subjetivismo extremado. La franqueza más ingenua y la participación alegre en la vida familiar, los
juegos y las peripecias escolares, se convierten en rechazo orgulloso, cuando no en indiferencia hostil y
sombría. La curiosidad y el deseo de saber declinan para reaparecer impregnados de espíritu crítico. Lo
mismo acontece en las relaciones personales: el positivo sentimiento de simbiosis y pertenencia al grupo se
muda en relación contrapuesta; los demás se convierten en algo neutro y el yo trata de recobrarse
destacando de la masa.
La conversión hacia la subjetividad se facilita a partir de los 13-14 años por el interés que despiertan las
modificaciones corporales. Pero, la intimidad que ahora empieza a descubrir el adolescente, tampoco le
ofrece refugio seguro. Surge así un afán por comprenderse, sujetar y sujetarse, una verdadera necesidad de
conservar jirones de la fluyente y escurridiza experiencia del encuentro consigo mismo, y cuya muestra
mejor son los diarios íntimos. La mayoría de los psicólogos consideran el escrito autobiográfico tan
característico de la edad de referencia como lo fuera la actividad manual en materiales durante la segunda
infancia (Bühler). Las muchachas inician sus diarios entre los 14 y los 17 años; los muchachos, algo más
tarde. Se ha observado que la duración de los escritos, o es muy corta -un año para los muchachos, tres
para las muchachas-, o muy larga, hasta de 10 años. Tan sorprendente variación debe relacionarse con la
intensidad de las crisis y de sus propias exigencias, y su significado es paralelo al hecho de la redacción
tardía de diarios en sujetos que, no habiéndolos escrito durante la adolescencia, lo hicieron en situaciones
vitales de excepción (guerras, cárceles, enfermedades graves y aventuras deportivas seguidas con notable
riesgo). En cualquier caso, pueden observarse, como testimonio de una positiva maduración, significativos
cambios del lenguaje que, de predominantemente descriptivo al principio, se convierte en reflexivo a medida
que transcurre el tiempo.
El contacto con la propia intimidad revela al adolescente el carácter vacilante y fluido de la misma. A la
aceleración de los ritmos biológicos se superpone la del tiempo psíquico (v. TIEMPO III). El espacio interior
se amplía y en el espacio externo -físico- el fenómeno es correlativo: las distancias aumentan en cualquier
dirección. El sujeto se siente empequeñecido y el característico egocentrismo de la edad no es sólo
repliegue, sino necesidad de prestancia, deseo de estimación. Nuevos intereses aparecen en el horizonte
personal, y aun las mismas realidades se muestran de otra manera. El mundo concreto de las acciones
prácticas de la infancia cede el paso a un universo de abstracciones. El instinto de poder y apropiación se
transforma en deseo de comprensión, de posesión tan sentida como inteligente. La mera curiosidad se
muda en afán ideológico. La dilatación del espacio y del tiempo vividos acrecentará, en el transcurso de la
fase, la aptitud para manejar con seguridad la lógica de las relaciones, de suerte que el vivenciar crítico
queda absorbido en una teoría coherente de significaciones y acontecimientos. Se descubren y estiman los
valores histórico-culturales, mientras una exigencia de recreación y armonía arrastrará al adolescente hacia
el final de la etapa.
La urdimbre afectiva del proceso no se agota en el aludido flujo y reflujo de aquella subjetividad tan
desganada y vacilante de los principios. Justamente, la a. es la edad en que los sentimientos, afectos y
emociones adquieren su peculiar entidad como modos del ser psíquico capaces de originar contenidos
propios e irreducibles a otros procesos o estados. Lo que el adolescente ve, piensa o imagina es también
sentido, pero lo que siente, sobre todo, es la propia menesterosidad y su correlativa exigencia de
satisfacción. Mientras el niño busca su complemento como necesidad de apoyo, el adolescente dirige la
intención en el sentido del completamiento.
6. Sociabilidad. Los impulsos básicos reaniman la dimensión social de la existencia. La amistad (v.), que
en fases anteriores había revestido un carácter externo y meramente formal, va a determinarse por la
necesidad de comunicar los propios contenidos de conciencia. El anhelo de encontrar un ser capaz de
comprender y recibir las confidencias de una intimidad recién estrenada origina formas nuevas de relación.
Al principio, la dicha proporcionada por la comprensión mutua satisface el impulso, favoreciendo la
independencia progresiva y el debilitamiento de las relaciones con los padres y personas del ambiente
familiar. Pero estas primeras formas de amistad sufren las oscilaciones del estado de ánimo. La emotividad
propia de la fase puberal idealiza las relaciones, deformando a menudo la realidad. Surgen así los primeros
desengaños. El sujeto oscila, alternativamente, entre la confianza y el temor, la comunicación y la soledad,
entre la nostalgia del tú y la añoranza del yo.
Esta problemática encierra importantes significaciones. El carácter competitivo de la sociabilidad infantil
se instituye, al hilo de su propio impulso, por el simultáneo afán de entrega y captación de un ser. Un paso
más y la afectación causada por tales tensiones hará brotar los primeros sentimientos amorosos.
7. Amor y sexualidad. En este momento, el contacto humano, impregnado de sensibilidad, reviste la
forma de la entrega sentimental. De ordinario, tal entrega no llega a realizarse, pues aun cuando el púber
esté animado por los más vivos deseos de correspondencia, la elección del objeto no sólo no contiene,
como pretenden el Psicoanálisis (v.) y doctrinas afines, valencias sexuales, sino que, prescindiendo incluso
de la posibilidad de comunicar con la persona amada, se escoge ésta entre modelos más o menos
socialmente estimados: un profesor, un artista, una actriz, un campeón deportivo; un adulto casi siempre, sin
acepción de sexo ni estado, a quien se considera como ideal y guía. Semejante entrega silenciosa se
simultanea frecuentemente con otras peripecias amistosas, vividas con singular apasionamiento, entre
individuos del mismo sexo. La causa de esta condición reside, a la vez, en cierto temor específico, mezcla
de recelo y respeto, frente al misterio sexual, y en la obvia identidad de enfoque de problemas al fin y al
cabo comunes. Sólo más tarde, superado parcialmente ese temor en un segundo momento sentimental, se
convertirá el púber en adolescente dispuesto a una aproximación exterior al congénere del otro sexo; y, de
ahí al empeño de una unión capaz de trascender todas las limitaciones. Por término medio, esta aptitud para
el amor se alcanza hacia los 15-16 años en la mujer y los 18-19 en el hombre, iniciándose entonces las
primeras tentativas de noviazgo. Las consecuencias de este tercer momento son, diversas y responden a
motivaciones muy complejas. La moral y las creencias, la posición social, las perspectivas profesionales y la
superación psicológica de la propia crisis son factores decisivos.
Entre los 20 y los 23 años, la incoación de un proyecto personal estable absorbe, a través de un
creciente proceso de racionalización, las últimas valencias afectivas del adolescente. Pero una cabal
comprensión del fenómeno juvenil debe tener en cuenta otras vertientes por donde discurren las tendencias
perfectivas de completamiento.
8. Filosofía y religión. López Ibor ha subrayado la importancia del instinto de perfección que no debe
confundirse ni con el adleriano (v. ADLER, ALFRED) instinto de poderío, ni con la sublimación
psicoanalítica. Es el impulso del ser humano para alcanzar sus específicas finalidades, «para adquirir una
forma, exuberante y nítida al mismo tiempo». Lo que impulsa al niño a vivir la constitutiva condición
referencia) de la existencia a través de relaciones de dependencia o apropiación, se conjuga, en el
adolescente, como relación de sentido. La pregunta sobre el cómo de las realidades va cediendo su interés
a la del por qué y para qué. Los adolescentes sienten con particular viveza la exigencia humana de
incondicional seguridad y certidumbre metafísica. Si el pensamiento volicional-antropomórfico del niño
queda satisfecho con la idea fundamental de Dios -Ser personal y Supremo Hacedor-, ello no basta al
adolescente. La Psicología ha demostrado de modo suficiente que una actitud predominantemente teorética
es más propia de la infancia (v.) que de la adolescencia. Las necesidades que conducen al niño a Dios y a
los nexos de la vida son intelectuales. La curiosidad infantil, aun cuando respete las condiciones de la lógica
formal, es instintiva y se satisface en su mero ejercicio. El afán de saber del adolescente es de orden más
básico que analítico. En ese sentido, Elizabeth Hurlock ha dicho, con terminología imprecisa pero que
apunta a algo real, que «el adolescente necesita la religión, pero no la teología».
Las características alternativas del estado de ánimo del adolescente son experimentadas como
debilidad, indisposición y mal humor. Ni fuera, ni dentro de él, encuentra la ayuda adecuada para neutralizar
la disminución de su capacidad de dominio frente al querer y el obrar. Se multiplican los problemas y
aparece el sentido lógico-crítico. Una noción simplemente recibida de los atributos divinos -omnipotencia,
ubicuidad, libertad, justicia, misericordia-, ha de ser sustituida por otra en la que la razón va a tropezar una y
otra vez con el misterio, esforzándose por comprenderlo. Un sentimentalismo excesivo puede debilitar la
conciencia del deber y las dificultades éticas se convierten en conflictos religiosos. El erotismo anima,
muchas veces, el mundo de la imaginación. El sentimiento del propio poder sufre la amenaza de limitaciones
procedentes de una trascendental lejanía. Las dudas se suceden. Se rechazan o critican los esquemas que
implican dogmas y normas autoritarios, las verdades cuya definición es generalizadora o impersonal. Ello no
significa que haya desaparecido la referencia a las creencias que fundamentan y mantienen el vivenciar
religioso como una exigencia de dotar de sentido absoluto la realidad. Paulatinamente, el conflicto se
desplaza hacia las profundidades del sujeto, hasta convertirse en una cuestión personal de exquisito rango.
Le parece que nadie sospecha ni es capaz de comprender lo que le pasa, y este desvalimiento, vivido entre
silencios y escrúpulos de conciencia, lleva por fin al adolescente a un nuevo encuentro con Dios. Este
momento tiene el valor de un verdadero despertar religioso. En las muchachas la crisis se intensifica entre
los 12 y 16 años; en los muchachos, entre Ios 16 y 18.
En el desarrollo del proceso intervienen, junto con la afectividad y la inteligencia, diversos factores
ambientales. El modo de vivir la fe, la familia y el grupo social a que pertenece el adolescente; el lugar que
ocupa la religión en los programas escolares y la manera de impartir su enseñanza; el dramatismo o
subitaneidad de ciertos acontecimientos; incidencias personales, como una enfermedad grave o la muerte
de un ser querido, constituyen el material de una evolución gradual o la ocasión de cambios bruscos. El
proceso se realiza generalmente en forma lenta, sin proyectarse al exterior. Entre los católicos la confesión
sacramental influye de manera positiva en este sentido. La posibilidad de cambios bruscos -como auténticas
crisis de conversión-, mucho menos frecuente, es sin embargo típica y suele formar parte, tanto en la
juventud como en edades posteriores, de episodios lindantes con la patología.
9. Resumen. La a. es una fase crítica de crecimiento y creación. Recuperado el sentido de la vida, la
conducta humana se nutre de la conciencia creciente de una libertad responsable. «Un grado de
coincidencia razonable entre lo que el individuo piensa acerca de sí mismo y lo que los otros piensan de él»
(Merry, Hurlock y Lawton), señala psicológicamente el paso de la edad juvenil a la edad adulta.
Como edad problemática, el tránsito no está exento de riesgos a veces graves. Las primeras
manifestaciones clínicas de muchas enfermedades orgánicas y psíquicas tienen lugar en esta edad y sus
consecuencias pueden ser decisivas en el curso ulterior de la vida. Entre las primeras son típicas ciertas
infecciones de gravedad variable (p. ej., el grupo tifoparatífico, la tuberculosis y alteraciones del
metabolismo). Entre las segundas, la esquizofrenia (v.), denominada precisamente en tiempos demencia
precoz, y, sobre todo, las neurosis (v.). Es también la época de las grandes decisiones vocacionales en el
orden religioso y en el profesional. Antropológicamente, el proceso seguido por el adolescente resulta de
una síntesis de experiencias, saberes y deseos no siempre satisfechos que van cediendo paso a ese afán
de novedad tan característico de la juventud. Con todo, dicho proceso sólo puede considerarse concluido
cuando el sujeto es capaz de realizar simultáneamente una integración y diferenciación de los valores
objetivos de la realidad.
V. t.: CARÁCTER; PSICOLOGÍA EVOLUTIVA; CONFLICTOS PSÍQUICOS; PSICOSOMÁTICOS,
PROBLEMAS.
JOSÉ M.ª POVEDA.
BIBL.: C. BÜHLER, Infancia y juventud, Buenos Aires 1946; ÍD, El curso de la vida como problema psicológico, Buenos Aires
1946; F. D. BROOKS, Psicología de la adolescencia, Buenos Aires 1959; A. GESELL, L'Adolescent de dix à seize ans, París 1959;
A. GRUBER, La pubertad, desarrollo y crisis, Barcelona 1965; E. B. HURLOCK, Psicología de la adolescencia, Buenos Aires 1967;
P. LERSCH, Psicología social -el hombre como ser social-, Barcelona 1967; F. MARCO MERENCIANO, Psicopatología de la
adolescencia, Valencia 1947; H. REMPLEIN, Tratado de Psicología evolutiva, Barcelona 1966; E. SPRANGER, Psicología de la
edad juvenil, 6 ed. Madrid 1961; A. GEMELLI, Psicología de la edad evolutiva, Madrid 1957.
http://www.canalsocial.net/ger/ficha_GER.asp?id=5605&cat=filosofia
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