Muerte en Venecia en el Teatro Julio Castillo Fotos: Ana Lourdes Herrera Von Aschenbach sueña con Tadzio, flanqueado por Dionisio y Apolo N o quiero pecar de optimismo, pero tras presenciar este estreno en México de Muerte en Venecia (1973) de Benjamin Britten (1913-1976) en el Teatro Julio Castillo, quisiera creer que, finalmente, el sortilegio se ha roto y la maldición que nos condenaba al ayuno operístico en esta urbe, ha sido conjurada. Tanto, que propició varias risitas nerviosas entre el público ante algunos de los momentos más desoladores de la representación. A cuántos no hemos visto sucumbir, oprimidos por lastres y atavismos. Cuán deseable sería que si no les abre las puertas del clóset, un relato así les abra al menos los ojos. Como pocas veces, me preparé para lo que podría presenciar: releí el original de Thomas Mann, estudié el libreto de Myfanwy Piper y, a partir de éste, escuché grabaciones, volví al filme de Luchino Visconti y, tras conseguir la versión en video de la puesta realizada en Glyndebourne, que no sé cuántas veces puse para poder verla sin que me venciera el sueño, ya que por mucho que me cacarearan cuán extraordinaria era la recreación alcanzada por Britten en su última ópera al adaptar “un texto soberbio, evocador de la grandeza y el deterioro paralelos entre Venecia y la degeneración física y moral de Gustav von Aschenbach”, el tedio me venció más de una vez: no se le hacía justicia. Para quienes no lo habían asimilado, este montaje confirma un secreto a voces: que el verdadero talento en tantas puestas que hasta hará un par de años presenciamos, es nuestro escenógrafo Jorge Ballina, quien aprovecha su debut como director de escena para dar cause a su creatividad, sin perímetro que lo circunscriba ni máscara que le esconda, por muy establecidos que estuvieran en algún concepto... El reto de realizarla aquí no era menor: más que para un público que se solaza con un chuntata verdiano tan elemental como esas predecibles historias telenoveleras donde por mucho amor suele morir la protagonista, para quien tuviera la osadía de enfrentar una partitura compleja, con una historia que no sería si el personaje hubiera tenido la valentía de asumirse y que, tristemente, es más frecuente de lo que se quiere admitir. Por encima del loable trabajo concertador realizado por Christopher Franklin, del admirable desempeño del coro capitaneado por Cara Tasher, de la vocecita de Santiago Cumplido (Apolo), de la impecable dicción, fraseo y bien enunciados melismas (Escena 5: The wind is from the West...) de un Ted Schmitz tan contenido como su protagónico que aún en la primera fila se le oía poco, o del extraordinario mimetismo con que Armando Gama dio vida y voz a sus siete personajes, la estrella de la velada es el espectáculo. La calidad de lo que se ve. Esta propuesta no conoce el tedio gracias a la red de complicidades con que está urdida: las coreografías y pro ópera Tadzio es de las últimas por lo que, sabiendo el peligro que entraña quedarse y aunque ya se siente enfermo, Aschenbach decide permanecer para dulcificar su muerte que ya presiente, con la visión del jovencito que ama aunque jamás le haya tocado siquiera un dedo. El escritor pues, al encontrar por fin (el último) la vida, decide sublimarla(se) con la muerte. Este es el gran tema que Thomas Mann plantea en su novela Muerte en Venecia publicada en 1912 la que, 61 años después, en 1973, el más importante compositor inglés de óperas del siglo XX, Benjamin Britten, convirtiera en ópera y de la cual, el estupendo realizador italiano Luchino Visconti, nos diera una versión cinematográfica inolvidable. Pues bien, con apenas 36 años de atraso respecto a su estreno mundial, nos llega esta estupenda muestra de lo que puede ser una ópera moderna, musicalmente construida con ideas correspondientes a su tiempo, manejadas con congruencia y fluidez discursiva y sin pretensiones vanguardistas de “innovaciones sorprendentes”. El libreto de Myfanwy Piper es sólido y apegado a la letra y espíritu de la novela de Mann, y eso quiere decir que posee un correcto, claro y poético desarrollo narrativo. Escena en el elevador: miradas que matan movimientos marcados por Antonio Salinas y Verónica Falcón a los personajes elegantemente vestidos por Tolita y María Figueroa, la iluminación con que Víctor Zapatero arropa esta atinada sucesión de ilustraciones, que más que evidenciar cuán decantado es el oficio escenográfico de Ballina, revela un trazo coherente que acrisola música, teatro y danza, acercándonos a la tan añorada Gesamtkunstwerke. Si a ello suma el taco de ojo del bien elegido cuerpo... de actores, bailarines y figurantes encabezado por Ignacio Pereda (Tadzio), comprenderá la dicha con que, gozoso, reincidiré en las demás funciones de este admirable esfuerzo. por Lázaro Azar S entirse libre, ser libre, atreverse, por fin, a hacer lo que se quiere hacer, mandar al demonio los prejuicios y “el qué dirán”; soltar todas —lo que se dice todas— las amarras de una vida anterior y dar, por fin, (un por fin que aún habrá de repetirse muchas veces— rienda suelta a una sexualidad que se había mantenido reprimida, dejar correr las manifestaciones de una preferencia sexual que quizás ni siquiera sabía que tenía o, si lo sabía, no se había atrevido a confesarse; sentirse, por fin y por primera vez en una existencia ya larga, auténticamente vivo y libre, eso es lo que hace el escritor alemán Gustav von Aschenbach cuando, en Venecia, durante un cálido verano de principios del siglo XX conoce —de vista únicamente—, a Tadzio, el bello adolescente polaco que habrá de trastornarlo. Herida la maravillosa ciudad de los canales por una epidemia de cólera (que las autoridades pretenden ocultar), sus visitantes la abandonan poco a poco pero la familia de pro ópera Los encargados de su estreno aquí fueron, en primerísimo lugar, Jorge Ballina, quien se encargó de todo el concepto de montaje, la dirección escénica y la espléndida escenografía. La dirección musical se encomendó al estadunidense Christopher Franklin quien lo hizo muy bien por cierto, mientras el resto del equipo técnico estuvo integrado por las hermanas Tolita y María Figueroa, creadoras de un vestuario magnífico, elegante, colorido pero no deslumbrante sino con los colores adecuados correspondientes a zona, temporada, ocupación y condición social de todos y cada uno de los participantes. El diseño lumínico, que juega importante papel en la puesta en escena, correspondió a Víctor Zapatero; mientras que las plásticamente hermosas coreografías fueron de Antonio Salinas y la atinada asesoría del movimiento corporal de Verónica Falcón. En calidad de directora huésped del coro estuvo la también estadunidense Cara Tasher, que cumplió muy bien su tarea y así la hizo cumplir a los coristas. Con excepción de los dos gringos mencionados, todos los demás son mexicanos, demostrando así, una vez más, lo que siempre hemos afirmado: que en nuestro país tenemos capacidad y calidad suficiente como para abordar las más arduas empresas operísticas sin recurrir a importaciones que, innumerables veces, para nada han justificado su inclusión. Por su parte, el reducido elenco fue integrado también por cantantes nacionales con excepción del protagonista Aschenbach, que se encomendó al también estadunidense Ted Schmitz quien, pese a ser joven, supo dar la madurez suficiente a su personaje para hacerlo creíble en su accionar y pensamiento pero también en cuanto a la edad que posee. No es una gran voz la del tenor Schmitz, empero esta ópera tampoco la requiere, ya que no es obra de grandes arias o brillantes momentos colectivos propios para el lucimiento de los cantantes, sino es más bien una larga sucesión de recitativos que van desarrollando la narración de la historia. Lo que sí no solo requiere sino exige Muerte en Venecia, es un acabado trabajo de interpretación tanto vocal como de caracterización y, afortunadamente, Schmitz nos lo brindó. Venecia, en el diseño escenográfico de Jorge Ballina Acertado en general, con sentido de la diferenciación que debe existir entre cada uno de sus siete personajes, aunque no logrando marcar del todo esas diferencias, el barítono Armando Gama a quien, sin embargo, mucho le ayudará este ejercicio para sus actuaciones futuras ya que entenderá mejor la necesidad de comprender la psicología individual de cada personaje. Igualmente bien en general el Tadzio de Ignacio Pereda y el Apolo del contratenor Santiago Cumplido, quien hizo honor a su apellido… y cumplió. Empero, lo extraordinario, lo que auténticamente quedará para los anales es la maravillosa escenografía y su manejo, así como la dirección del montaje del maestro Jorge Ballina. por Raúl Díaz L uchino Visconti (1906-1976), conde de Lonate Pozzolo, fue un director escénico y cineasta italiano. Dirigió a María Callas en varias inolvidables producciones operísticas en la Scala de Milán: La vestale, La traviata, Anna Bolena, Iphigénie en Tauride, y La sonnambula, que siguen considerándose, 50 años después, como lo mejor que se ha visto en aquel venerable teatro. Mentor de Franco Zeffirelli (1923), filmó también algunas películas que ya son de referencia, entre otras Morte a Venizia de 1971, basada en la novela corta de Thomas Mann (1875-1955) Der Tod in Venedig (1912). En esta película, Visconti realiza algunos cambios a la novela de Mann. El más significativo: el protagonista Gustav von Aschenbach, interpretado por Dirk Bogarde (1921-1999), no es un escritor sino un compositor alemán. A lo largo de la película se escucha insistentemente el Adagietto de la Quinta Sinfonía de Gustav Mahler (18601911). A partir de esta película, mucho más melodramática que la novela, la música de Mahler adquiere una inmensa popularidad. Es una obra de arte del cine franco-italiano indispensable para todo cinéfilo. La novela de Mann relata los últimos días del escritor Von Aschenbach, la pérdida de la juventud y de la vida, el final de una época decadente. El simbolismo es evidente: Venecia, la hermosa ciudad antigua que se hunde irremediablemente, hendida de canales hediondos y putrefactos; Aschenbach, recién divorciado, cuya hija murió hace poco, se encuentra enfermo y creativamente estéril, se encamina resignado a su ocaso. Viaja a Venecia en busca de inspiración. En el hotel se topa con Tadzio, un adolescente polaco dotado de una notable belleza, quien súbitamente se convierte en objeto de la silenciosa adoración del escritor. (El personaje de Tadzio fue encomendado al joven quinceañero Miguel Bosé, ahijado de Visconti, pero el padre de Bosé se opuso, y lo interpretó entonces el sueco Björn Andresen). La moralidad convencional de Aschenbach cede bajo el empuje de una pasión prohibida, y el temor al rechazo lo mantiene alejado del joven, a quien jamás le habla. Tadzio simboliza todo lo que Aschenbach ha perdido: juventud, belleza, fuerza, vida… elementos que el escritor adora ahora que los ve irremediablemente perdidos. Venecia se encuentra asolada por una pandemia de cólera que las autoridades se niegan a admitir, y los turistas discretamente la abandonan. Aschenbach se contagia y muere poco después de ver por última vez a Tadzio. pro ópera Armando Gama, como el Barbero, uno de sus siete roles Ted Schmitz como Gustav von Aschenbach La música en Inglaterra literalmente terminó cuando muere el compositor barroco Henry Purcell (1659-1695) pero renace con Benjamin Britten (1913-1976), el único operista meritorio después de Purcell. Britten comenzó a bosquejar su última ópera Death in Venice hacia 1965. No vio el film de Visconti hasta tiempo después del estreno de su ópera… y no le gustó. Son recreaciones diametralmente opuestas. Tanto Visconti como Britten, íconos de la comunidad gay, abordaron esta obra en el ocaso de sus vidas, reflejándose indudablemente en Aschenbach. La música de Britten, a diferencia de muchos compositores del siglo XX, es tremendamente accesible. No busca reinventar el lenguaje musical, lo que significó para muchos un suicidio artístico, sino sólo lo moderniza y lo mantiene vigente. Tal vez sea la única ópera de la década de los 70 que, sin ser fácilmente asequible, sí se le puede escuchar con relativa facilidad. El personaje de Tadzio no canta. Es un bailarín que, junto con sus hermanas y amigos, conforman un persistente grupo de ballet. Britten escribió la música para Aschenbach a Peter Pears (1910-1986), tenor de voz muy ligera, su compañero de vida, quien estrenó esta ópera a él dedicada. Los demás cantantes son un barítono, un contratenor, coro y pequeñas personajes interpretadas por los propios coristas. La ópera del INBA se abocó al montaje de esta ópera, estreno en México y tal vez en Latinoamérica. Asistimos a la segunda función: teatro lleno, éxito total. Cuando se lo propone, la ópera del INBA puede hacer las cosas a primer nivel mundial. En el escenario hay agua, canales, góndolas… La escenografía y la dirección escénica es de Jorge Ballina: un trabajo encomiable, el héroe de la noche. Entrevistado para Proceso, comentó que hace año y medio está trabajando en esta puesta. El tenor mozartiano estadounidense, Ted Schmitz, es Aschenbach y está impecable, experto en el personaje, pues es uno de sus poquísimos intérpretes en el mundo. pro ópera El contratenor Santiago Cumplido, como Apolo Armando Gama, barítono mexicano: sorprendente, y quizá sea quien se llevó la función, sin ser el protagónico. Ignacio Pereda, Tadzio, hace un trabajo limpio y profesional, y junto con sus compañeros del ballet resultan memorables. Muy bien el contratenor mexicano Santiago Cumplido: la Voz de Apolo. La dirección orquestal, del estadounidense Christopher Franklin, es excelente en esta obra que tiene aprendida y asimilada a la perfección. Supo obtener lo mejor de la orquesta del teatro de Bellas Artes. El coro se desempeñó muy bien, y destacó en los partiquinos. o por Mauricio Rábago Palafox