Algo más oscuro que la noche Thomas Glavinic

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Thomas Glavinic
Algo más oscuro que la noche
Traducción del alemán de
Rosa Pilar Blanco
Nuevos Tiempos Ediciones Siruela
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Todos los derechos reservados.
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación
pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada
con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos,
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fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Título original: Die Arbeit der Nacht
En cubierta: Silhouetted Person at Night.
Foto de © Seth Goldfarb / Photonica / Getty Images
Diseño gráfico: Gloria Gauger
© 2006 Carl Hanser Verlag Munchen Wien
© De la traducción, Rosa Pilar Blanco
© Ediciones Siruela, S. A., 2 0 0 9
c/ Almagro 2 5 , ppal. dcha.
28010 Madrid. Tel.: + 3 4 9 1 3 5 5 5 7 2 0
Fax: + 3 4 9 1 3 5 5 2 2 0 1
[email protected]
www.siruela.com
ISBN: 9 7 8 - 8 4 - 9 8 4 1 - 3 2 1 - 2
Depósito legal: M- 2 4 . 5 2 3 - 2 0 0 9
Impreso en Cofás
Printed and made in Spain
Papel 100% procedente de bosques bien gestionados
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Vivir, no hay en ello dicha alguna.
Vivir: llevar por el mundo al doloroso Yo.
Ser, ser es la dicha. Ser: transformarse en una fuente,
en una pila de piedra, en la que cae cual
lluvia cálida el universo.
Milan Kundera, La inmortalidad
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–¡Buenos días! –gritó en dirección a la cocina.
Llevó a la mesa el servicio del desayuno y de paso encendió la televisión. Envió un sms a Marie. ¿Has dormido bien?
He soñado contigo. Después he comprobado que estaba
despierto. T. q.
En la pantalla sólo se veía nieve. Cambió de la ORF a la
ARD. No había imagen. Hizo zapping: ZDF, RTL, 3sat,
RAI: nieve. El canal local de Viena: nieve. La CNN: nieve.
El canal francés, el turco: no se captaban.
Delante de la puerta, sobre el felpudo, en lugar del Kurier, sólo vio un viejo folleto publicitario que no había
recogido por pereza. Meneando la cabeza, tomó del montón de revistas del pasillo una de la semana anterior y regresó a su café. Cancelar la suscripción, consignó en su
mente. El mes anterior había dejado de recibir el periódico un día.
Escudriñó a su alrededor la habitación. Camisas, pantalones y calcetines yacían diseminados por el suelo. Sobre el
aparador, los platos de la víspera. La basura olía. Jonas torció el gesto. Añoró unos días junto al mar. Ojalá hubiera
acompañado a Marie, a pesar de su aversión a las visitas a
los parientes.
Cuando se disponía a cortar una rebanada de pan, el cuchillo resbaló y se hundió profundamente en su dedo.
–¡Mierda! ¡Ay! Maldita sea…
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Apretando los dientes, sostuvo la mano bajo el agua fría
hasta que la sangre dejó de manar. Examinó la herida. El
corte había llegado hasta el hueso, pero no parecía haber
dañado ningún tendón. Tampoco le dolía. En su dedo se
abría un pulcra raja que dejaba el hueso al descubierto.
Sintió un desfallecimiento. Respiró hondo.
Nadie había visto nunca lo que estaba viendo. Ni siquiera él mismo. Vivía con ese dedo desde hacía treinta y cinco
años, pero ignoraba cómo era por dentro. También desconocía el aspecto de su corazón o de su bazo. No es que le picase la curiosidad por eso, al contrario. Pero ese hueso limpio formaba parte de él, desde luego. Y ese día lo veía por
vez primera.
Después de vendarse el dedo y limpiar la mesa, había perdido el apetito. Se sentó al ordenador para abrir el correo y
echar un vistazo a las noticias internacionales. El navegador
se iniciaba con la página principal de Yahoo. En lugar de
ella apareció un mensaje de error en el servidor.
–¡Maldita sea mi estampa!
Como aún le quedaba tiempo, marcó el número de Telecable. El contestador no se puso en marcha. Lo dejó sonar
largo rato.
En la parada del autobús sacó del maletín el suplemento
dominical del periódico, que no había tenido tiempo de leer
en los días anteriores. El sol de la mañana lo deslumbró. Rebuscó en los bolsillos de la chaqueta, pero entonces recordó
que las gafas de sol se habían quedado sobre el cajoncito del
ropero. Comprobó si Marie le había contestado. Hojeó de
nuevo el periódico buscando las páginas de Decoración.
Le costó concentrarse en el artículo. Sentía una irritación
sorda.
Al cabo de un momento reparó en que leía una y otra vez
la misma frase sin comprender el sentido. Sujetando el periódico bajo el brazo, dio unos pasos. Al levantar la cabeza
comprobó que no había nadie, excepto él. No se veía a una
sola persona ni pasaban coches.
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Una broma le vino a la mente. Y: Tiene que ser festivo.
Sí, una festividad explicaba algunas cosas. En un día de
fiesta los técnicos de Telecable se toman más tiempo para reparar una línea defectuosa. Y los autobuses pasan con intervalos más amplios. Y hay menos gente en la calle. Sin embargo, el 4 de julio no era festivo. Al menos en Austria.
Corrió al supermercado de la esquina. Cerrado. Apoyó la
frente en el escaparate y se colocó las manos sobre los ojos a
modo de visera. No se veía ni un alma. Así que era un día
festivo. O de huelga, y él no se había enterado.
Mientras regresaba a la parada, miró a su alrededor para
ver si el 39A doblaba la esquina.
Llamó al móvil de Marie. No contestaba. Ni siquiera saltó el contestador.
Marcó el número de su padre. Tampoco respondió.
Probó en la oficina. Nadie descolgó.
No pudo hablar con Werner, ni con Anne.
Confundido, se guardó el teléfono en el bolsillo de la
americana. En ese momento se dio cuenta de que reinaba un
silencio sepulcral.
Regresó a su casa, encendió el televisor y conectó el ordenador. Error del servidor. Encendió la radio. Ruido.
Se sentó en el sofá, incapaz de ordenar sus ideas. Tenía
las manos húmedas.
En una nota llena de manchas que colgaba del tablero de
corcho leyó los números que Marie había anotado años
atrás. Marcó el teléfono de su hermana a la que estaba visitando en Inglaterra. El tono era distinto al de las llamadas
austríacas. Más profundo, y cada timbrazo se componía de
dos tonos breves. Después de haberlos oído por décima vez,
colgó.
Al salir nuevamente de casa, miró a izquierda y derecha.
Caminó hacia el coche sin detenerse. Giró un par de veces la
cabeza. Se detuvo, aguzando los oídos.
Nada. Ni pasos presurosos, ni carraspeos, ni respiraciones. Ni un solo ruido.
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Dentro del Toyota el ambiente era sofocante. El volante
estaba caliente y sólo podía rozarlo con las yemas de los dedos y con el índice vendado. Bajó el cristal de la ventanilla.
Fuera no se oía nada.
Encendió la radio. Ruido. En todas las emisoras. Atravesó el puente Heiligenstädter, vacío, por el que habitualmente los coches circulaban muy pegados unos a otros, y tomando la calle Lände se adentró en el interior de la ciudad
en busca de señales de vida. O al menos de algún indicio que
le revelase lo que estaba pasando. Pero únicamente veía coches parados. Aparcados de manera totalmente reglamentaria, como si sus propietarios acabaran de desaparecer momentos antes en el interior de un portal.
Se pellizcó las piernas y se rascó las mejillas.
–¡Eh! ¡Hola!
En Franz-Josef-Kai observó el centelleo de un radar.
Como la velocidad le infundía seguridad, conducía a más de
setenta. Giró para adentrarse en Ringstrasse, que separa el
centro de Viena de los demás distritos, y siguió acelerando.
En la plaza Schwarzenberg sopesó la idea de detenerse para
subir a la oficina. Pasó a noventa ante la ópera, el Burggarten, el Hofburg. En el último momento frenó y atravesó el
arco que daba a Heldenplatz.
No se veía ni un alma.
Se detuvo ante un semáforo en rojo con un chirrido de
los neumáticos. Apagó el contacto. Debajo del capó sólo se
oía un tenue crujido. Se pasó la mano por el pelo, se secó la
frente, cruzó las manos y chasqueó los nudillos. De pronto
cayó en la cuenta de que ni siquiera se veían pájaros.
Rodeó el distrito 1 a toda velocidad hasta desembocar
nuevamente en la plaza Schwarzenberg. Dobló a la derecha.
Poco después de la primera esquina, se detuvo. La empresa
Schmidt tenía su sede en el segundo piso de ese bloque.
Atisbó en todas direcciones. Se detuvo a la escucha. Se
adelantó unos metros hasta el cruce y escudriñó las calles
circundantes: coches aparcados, nada más.
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Llevándose la mano a la frente, alzó los ojos hacia las
ventanas. Gritó el nombre de su jefa. Abrió la pesada puerta
de la calle del antiguo edificio. Una vaharada de frescor salió a su encuentro, aire viciado. Parpadeó, cegado por la luminosidad exterior. El portal estaba más oscuro, sucio y
abandonado que nunca.
La empresa Schmidt ocupaba todo el segundo piso, compuesto por seis estancias, que Jonas recorrió. No advirtió
nada desacostumbrado. Las pantallas estaban sobre los
escritorios, al lado se apilaban los papeles. En las paredes
colgaban los cuadros chillones de la tía de Anzinger, que
pintaba. La planta de Martina seguía en su sitio, junto a la
ventana. En el rincón de los niños instalado por la señora
Pedersen se veían pelotas, construcciones y locomotoras de
plástico como si los acabaran de abandonar. Por todas partes voluminosos paquetes con los catálogos recién entregados obstruían el paso. Tampoco el olor había cambiado. En
el aire se cernía esa mezcla de madera, tela y papel a la que
no te quedaba más remedio que acostumbrarte o pedir la
cuenta al cabo de pocos días.
Encendió el ordenador e intentó conectarse a la red.
No se puede encontrar la página. Seguramente se han
producido dificultades técnicas o debería revisar los ajustes
del navegador.
Situándose en la línea de direcciones, tecleó:
www.orf.at
No se puede encontrar la página.
www.cnn.com
No se puede encontrar la página.
www.rtl.de
No se puede encontrar la página.
Intente lo siguiente: Pulse Actualizar o repita el proceso
más tarde.
El viejo suelo de madera crujió bajo sus zapatos mientras
recorría de nuevo una habitación tras otra. Buscaba con
mucho cuidado algo que no hubiera estado allí el viernes
por la tarde. Marcó los números almacenados en el teléfono
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de Martina. Respondieron los contestadores automáticos.
Habló de manera confusa, tartamudeando, hasta que finalmente dejó su número de teléfono. No sabía con qué abonado había entablado contacto.
En el comedor para empleados sacó una limonada de la
nevera y se la bebió de un trago.
Luego se volvió bruscamente.
No se veía a nadie.
Cogió una segunda lata sin apartar la vista de la puerta.
Entre un trago y el siguiente hacía una pausa para escuchar,
pero sólo oía el siseo del carbónico en la lata.
¡Por favor, llámame inmediatamente! Jonas.
Pegó el post-it en la pantalla del ordenador de Martina.
Se dirigió, presuroso, hacia la puerta, sin examinar las demás habitaciones, y bajó las escaleras saltando los escalones
de tres en tres.
Su padre vivía desde hacía años en el distrito 5, en Rüdigergasse. A Jonas le gustaba la zona. El piso, sin embargo, le
había desagradado desde el principio. Demasiado oscuro,
demasiado bajo. A él le gustaba contemplar la ciudad desde
arriba. Su padre prefería que los paseantes lo viesen en el
cuarto de estar. Pero él estaba acostumbrado a eso desde antes. Desde la muerte de su madre, su padre anhelaba la comodidad por encima de todo. Vivía al lado del supermercado, y en el piso de arriba pasaba consulta un médico.
Durante el trayecto hacia el distrito 5 se le ocurrió la
idea de armar escándalo. Tocó el claxon como si formara
parte de la comitiva de una boda. Al mismo tiempo la aguja del tacómetro temblaba alrededor del 20. El motor tartamudeaba.
Recorrió dos veces ciertas calles principales, atisbando a
derecha e izquierda para ver si se abría la puerta de una casa
o alguna ventana. Le costó casi media hora recorrer ese breve trayecto.
Se puso de puntillas delante de la ventana de su padre. La
luz estaba apagada y el televisor también.
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Se tomó tiempo para observar la calle. Un coche rozaba
el bordillo, otro estaba aparcado demasiado cerca de la calzada. Una botella asomaba por un cubo de la basura. Un
trozo de plástico superpuesto se mecía al viento sobre el sillín de una bici. Contó las motos y motocicletas situadas delante del edificio e intentó memorizar incluso la posición del
sol. Sólo entonces sacó el par de llaves y abrió la puerta.
–¿Papá?
Cerró rápidamente las cerraduras de arriba y de abajo.
Encendió la luz.
–Papá, ¿estás aquí?
Llamaba antes de entrar en una habitación, intentando
imprimir fuerza y profundidad a su voz. Del vestíbulo pasó
a la cocina. Desde allí, nuevamente por el vestíbulo, al cuarto de estar. Luego al dormitorio. No olvidó el baño ni el
aseo. Metió la cabeza en la despensa, que olía a manzanas y
verdura fermentadas.
Su padre, el acaparador y ahorrador, que untaba con
mantequilla el pan mohoso y ponía al baño María conservas
caducadas, ya no estaba allí.
Como todos los demás.
Al igual que ellos, había desaparecido sin dejar rastro.
Parecía como si acabara de salir. Hasta sus gafas de lectura
estaban en el sitio de siempre, encima de la televisión.
Jonas encontró en la nevera un frasco de pepinillos que
parecían comestibles. No había pan fresco, pero sí un paquete de pan tostado sobre el aparador. Eso bastaría. No le
apetecía abrir por segunda vez la puerta de la despensa.
Mientras comía, intentó sintonizar alguna emisora de televisión sin demasiadas esperanzas. No cabía descartarlo del
todo, pues recordó que el aparato de su padre estaba conectado a una antena parabólica. A lo mejor fallaba sólo la red
de cable y los canales podían recibirse vía satélite.
Nieve y ruido.
En el dormitorio, el viejo reloj de pared de su padre marcaba su ritmo acompasado. Se frotó los ojos. Se estiró.
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Miró por la ventana. Por lo visto, nada había cambiado.
El trozo de plástico ondeaba al viento. Ninguno de los coches se había movido. El sol ocupaba la posición acostumbrada en el cielo y parecía seguir su curso.
Colgó la camisa y el pantalón de una percha. Escuchó de
nuevo atentamente para intentar captar algo más que el reloj de pared. Después se deslizó bajo la manta. Olía a su padre.
Penumbra. En el primer momento no supo dónde estaba.
En la duermevela que precede al despertar, el tictac del
reloj que tan familiar le resultaba desde la infancia había
propiciado la ilusión de que se encontraba en otra época y
otro lugar. De niño, oía ese tictac cuando se tumbaba en el
sofá del cuarto de estar, donde le obligaban a dormir la siesta. Rara vez pegaba ojo. Permanecía despierto, sumido en
sus ensoñaciones, hasta que su madre acudía a despertarlo
con un vaso de cacao o una manzana.
Encendió la lámpara de la mesilla de noche. Las cinco y
media. Había dormido más de dos horas. El sol estaba tan
bajo que sus rayos sólo iluminaban los pisos más altos de la
estrecha calle. En la vivienda parecía haber anochecido.
En calzoncillos, se encaminó hacia el cuarto de estar
arrastrando los pies. Parecía como si alguien acabase de
abandonarlo de puntillas para no perturbar su sueño. Casi
percibía las huellas que ese desconocido había dejado en la
estancia.
–¿Papá? –llamó, a sabiendas de que no recibiría respuesta.
Miró por la ventana mientras se vestía. El trozo de plástico. Las motos. La botella en el cubo de basura.
Nada había cambiado.
En casa encontró una lata de conservas en un estante.
Mientras el plato giraba en el interior del microondas, se
preguntó cuándo volvería a acudir a un restaurante. Miraba
cómo los segundos disminuían en el panel indicador. 60...
30... 20... 10...
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Contempló la comida. Tenía hambre, pero no apetito.
Tras tapar el plato, lo apartó a un lado y se aproximó a la
ventana.
Bajo él se extendía la calle Brigittenauer Lände. Una hilera de árboles de un verdor brillante e intenso ocultaba ligeramente la visión del agua turbia del canal del Danubio,
que fluía con un suave chapoteo. Al otro lado se alzaban
los árboles que bordeaban Heiligenstädter Lände. A la derecha del edificio vienés de BMW seguían girando, como
siempre, los dos enormes logos de Ö3 sobre el tejado de la
emisora de radio, también muda. En el horizonte, las boscosas montañas próximas circundaban la ciudad: Hermannskogel, Dreimarkstein, Exelberg. Y en Kahlenberg, donde
Jan Sobieski había marchado contra los turcos más de trescientos años antes, se alzaba la gigantesca antena de televisión.
Jonas contempló el panorama. Se había mudado a ese lugar hacía dos años por la vista. Al atardecer se situaba allí
para contemplar el sol hundiéndose tras las montañas hasta
que acababa enviando sus rayos hasta allí arriba.
Comprobó que la vivienda estaba cerrada. Se sirvió un
whisky y regresó a la ventana con el vaso.
No se le ocurrían muchas explicaciones. Una catástrofe
tenía la culpa. Pero si las personas habían huido de la amenaza de un ataque con misiles nucleares, por ejemplo, ¿dónde estaban las bombas? ¿Quién iba a molestarse en dilapidar una tecnología tan cara precisamente en una ciudad tan
vieja y tan poco importante?
El choque de un asteroide. Jonas había visto películas en
las que, tras un acontecimiento similar, tsunamis de kilómetros de altura rodaban tierra adentro. ¿Había huido de eso
la gente? ¿A los Alpes, quizá? Pero en ese caso tendrían que
haber dejado algún rastro. No se podía evacuar en una noche una ciudad de millones de habitantes olvidándolo sólo a
él. Y además sin que se diera cuenta.
Tal vez todo era un sueño. O se había vuelto loco.
Dio un trago de manera mecánica.
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Alzó la vista hacia el cielo azul. No creía en extraterrestres capaces de viajar durante años y años únicamente para
hacer desaparecer a todos los vieneses, excepto a él. No creía
en ese tipo de cosas.
Sacó su agenda de debajo del teléfono. Marcó cada uno
de los números que contenía: llamó a Werner y a los parientes de Marie en Inglaterra; marcó los teléfonos de la policía,
de los bomberos, de protección civil. Marcó el 911, el 160604,
el 1503. No había ninguna advertencia de alarma o emergencia. Ni taxis. Ni previsiones del tiempo.
En su colección de vídeos buscó películas que no hubiese
visto o que llevara mucho tiempo sin ver. Tras colocar una
pila de comedias delante del televisor, bajó las persianas.
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