posibilidades de la experiencia de dios hoy

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WALTER KASPER
POSIBILIDADES DE LA EXPERIENCIA DE DIOS
HOY
Reflexionar sobre Dios sin antes preguntarnos por su presencia en la realidad concreta
de nuestra experiencia es teológicamente arriesgado. Porque conceptos y palabras sin
contenidos de experiencia son vacíos, no mueven a los hombres, no realizan historia.
¿Es hoy Dios una de esas palabras?, ¿responde a su concepto alguna experiencia
humana concreta?, ¿es hoy una mera superestructura ideológica, pieza de museo de un
mundo que se nos fue para siempre?, ¿experimentamos hoy las huellas -distintas sí,
pero huellas- de ese mismo «algo» que no es el mundo, la historia ni el hombre y que
los hombres hemos llamado siempre Dios? La respuesta es difícil pero las preguntas
son inevitables. Al menos para la le. Porque si es verdad que experimentamos a Dios,
entonces es su misma experiencia la que nos las plantea.
Möglichkeiten der Gotteserfahrung heute, Geist und Leben, 42 (1969) 329-349
EL PROBLEMA DE LA EXPERIENCIA EN LA TEOLOGÍA ACTUAL
Una serie de recientes trabajos pastoral-sociológicos han constatado la significativa
discrepancia que existe entre la "fe oficial" y la "fe fáctica" de la Iglesia. Sería
demasiado simplista querer reducir únicamente esta discrepancia a un adoctrinamiento
defectuoso o a la respuesta personal insuficiente de los cristianos a su fe. Se trata de una
incapacidad no sólo intelectual, sino existencial de integrar la comprensión oficial y
"clerical" de la fe en la experiencia humana cotidiana.
El problema
Es corriente designar esta crisis como cris is de autoridad. Pero así, nos quedamos en los
síntomas sin llegar a las raíces. La comprensión y estructura jerárquica de la Iglesia es
imagen y actualización de una concepción jerárquica neoplatónica de la realidad total, y
el fin de esta concepción tenía que traer necesariamente la crisis del ministerio
jerárquico; lo cual significa que esta crisis no se puede solucionar sólo con llamadas a la
obediencia o con postulados democratizantes. Se trata, en definitiva, de una orientación
nueva v fundamental de la fe dentro de un mundo que se vive y experimenta de un
modo distinto. El verdadero problema es cómo encontrar desde la realidad de nuestra
experiencia un nuevo acceso a un lenguaje sobre Dios humanamente realizable,
comprensible y responsable. A partir de aquí se podría también fundamentar entonces
de nuevo la autoridad eclesial.
Esta discrepancia entre doctrina y experiencia de la fe se manifiesta de un modo
ejemplar en el problema de Dios. Este problema se encuentra más allá de la
problemática planteada por la "desmitologización" y por la teología "radical". La
palabra Dios es hoy para muchos un vocablo vacío de contenido que no encuentra lugar
alguno ni en la realidad que viven ni en el contexto de su experiencia. Todos
experimentamos hoy cuando hablamos de Dios -y más aún cuando intentamos hablar de
Él- que nuestras palabras parecen caer en el vacío. Esta experiencia es común a
creyentes y no-creyentes, aunque la interpretemos de modo diferente. No se trata de que
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la fe en Dios se vea atacada desde fuera por el ateísmo, la filosofía moderna o las
ciencias. Se trata de algo más íntimo a nosotros mismos y a la misma Iglesia: es el
ateísmo de nuestro propio corazón. Al faltarnos la experiencia de Dios, la palabra Dios
corre el peligro de convertirse en una mera abstracción o en una simple estructura
ideológica. De ahí que la relación fe-experiencia sea hoy una cuestión
extraordinariamente urgente, donde se decide la verdadera puesta al día de la Iglesia y
de la fe.
La raíz de esta crisis consiste en que hoy nos encontramos ante un mundo que
experimentamos de un modo cualitativamente diferente al modo como lo hemos
experimentado hasta hoy. Ya no es para nosotros un mundo numinoso ni un cosmos
cuyo orden divinamente sancionado hayamos de mantener. Por el contrario, es un
mundo que ha sido entregado a la tarea de las ciencias naturales, socio-políticas y
antropológicas, y a la de nuestra praxis histórica y transformadora. De aquí, que en este
mundo que vamos realizando nos encontremos con nuestras propias huellas y no con las
huellas de Dios. Además, sería deshonesto y sospechoso apelar a Él en nuestra ciencia y
en nuestra praxis. La consecuencia de todo ello es clara: Dios ha sido arrojado del
ámbito de la experiencia humana.
Intentos de solución
Ante esta situación la teología ha intentado varias respuestas. Primero reaccionó
apologéticamente: Dios vendría a ser algo así como el "tapa-agujeros" de nuestro
conocimiento y praxis mundanos. En definitiva un ídolo - más que un Dios- bien mísero
y una teología no precisamente gloriosa. Por esto hoy se buscan otros caminos.
Sin olvidar la fundamentación bíblica y dogmática, la respuesta más corriente viene a
ser: la realidad de Dios transciende el ámbito de nuestra experiencia: Dios es el
completamente Otro, el Oculto; su conocimiento es reconocimiento y opción personal,
no conclusión, sino resolución; en definitiva, el don indeducible y sobrenatural de la fe.
Todo esto es teológicamente cierto y verdadero, pero no es toda la verdad. Aquí no se
hace más que canonizar dogmáticamente la discrepancia fáctica entre fe y experiencia,
entre fe y vida. Se trata de una forma de fideísmo y de positivismo sobrenatural muy
extendida hoy, que olvida que la fe para que sea un acto moral ha de ser un acto total y
completamente humano. Además, la fe lleva consigo una pretensión universal; no puede
quedar limitada a la interioridad privada, ha de establecer un acceso y una conexión con
la experiencia existencial y vital. De lo contrario, se convertirá en una ideología: será la
justificació n y el complemento solemne de un mundo que, lejos de querer ser
reconocido en su estado actual, espera ser transformado. Quienes pretenden evitar este
fideísmo con las pruebas escolásticas de la existencia de Dios, permanecen
generalmente en unas fórmulas abstractas, vacías y sin contenido de experiencia: les
falta fuerza vital y de convicción.
Una tercera reacción teológica ha sido la teología de la muerte de Dios. Pero también
aquí se trasciende el nivel de la experiencia, porque en este nivel nos encontramos
ciertamente con la ausencia de Dios, pero no con la afirmación de que Dios ha muerto.
Esto ya es interpretación de la experiencia y conclusión a partir de ella, pero no
experiencia misma. Así, se ideologiza también nuestra situación. Las teologías extremas
de la secularización no son más que algo así como una religión natural de la sociedad
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moderna. Para ellas, la fe no hace más que decir con un lenguaje distinto lo que todos
los demás dicen. Si esto es así, podemos decir que la fe no sólo no es actual, sino
completamente inactual y superflua. Si la palabra Dios tiene aún algún sentido, entonces
ha de decir "algo" que no viene dado y dicho inmediatamente con el hombre, con el
mundo y con la historia.
En ninguna de las tres respuestas se ha reflexionado a fondo sobre la relación feexperiencia. Por esto vienen a parar o en una ingenua equiparación o en una radical
oposición de ambas dimensiones. Aunque se trate propiamente de una cuestión
hermenéutica o teológico- fundamental, aclarar esta relación constituye hoy una tarea
decisiva de la teología. Ésta ha de patentizarnos de nuevo la dimensión de experiencia,
en la cual el lenguaje sobre Dios tenga sentido y sea comprensible. Sin pretender reducir
los problemas actuales y sus soluciones a los de ayer, podemos decir, desde el punto de
vista histórico-teológico, que ésta es la misma problemática que en el siglo XIX
presentaron las teologías liberal protestante y modernista católica, en las que la
experiencia jugó un papel tan central. La pena es que la teología dialéctica y la
neoescolástica de la primera mitad de siglo respondiesen con un supranaturalismo y un
positivismo dogmático-biblicista insuficientes.
LA EXPERIENCIA Y SUS FORMAS
En nuestro tema, fe y experiencia (en concreto Dios y experiencia), es la primera mitad
-Dios- la que suele considerarse como problemática, mientras que el concepto de
experiencia se presupone más o menos conocido. Pero, ¿hasta qué punto está justificada
esta postura? El concepto de experiencia es precisamente uno de los conceptos
filosóficos más oscuros. Por esto conviene detenerse en él y destacar al menos los
elementos que nos pueden interesar en este contexto.
La experiencia
En primer lugar procedamos negativamente. Aquí no tratamos de una experiencia de
Dios vivencial, mística u oculta. Tampoco de la experiencia religiosa de lo santo y
numinoso. Ni, finalmente, de lo que se llama experiencia trascendental y ontológica. Sin
negar todo esto, prescindimos de ello. Aquí nos interesa simplemente el modo como
vivimos nuestra realidad hoy, la manera como existimos en el mundo y como el mundo
es en nosotros. Nuestra cuestión es cómo podemos experimentar a Dios, o al menos sus
huellas, en esta experiencia.
Partiremos de una primera aproximación del significado de la palabra experiencia.
Experiencia es un saber no sólo teórico, "de libros"; sino práctico, adquirido por un
contacto con cosas y personas. En ese sentido experimentar es como ensayar, probar.
Este concepto de experiencia no es filosóficamente tan ingenuo como puede parecer a
primera vista. Aristóteles distingue también la experiencia de la simple percepción;
aquélla es la síntesis esquemática de muchas percepciones similares pasadas y actuales;
como tal, contiene lo común a éstas. Es una síntesis espontánea, precrítica, y
prefilosófica. Pero, precisamente por eso, la presencia inmediata de la realidad en la
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experiencia lleva consigo una evidencia y certeza impropias del pensamiento crítico y
contra las que éste apenas puede nada.
Junto al elemento objetivo la experiencia encierra un factor subjetivo. En la experiencia
el hombre no se comporta sólo pasivamente,. sino también activamente. Así resulta que
experiencia y praxis están estrechamente relacionadas. La experiencia tiene también un
elemento y una dimensión social. Cada experiencia la insertamos en unos contextos y
modelos de experiencia más amplios que nos proporciona la sociedad, sobre todo por el
lenguaje. Éste en el fondo es la memoria de una experiencia secular. La experiencia
presupone, pues, tradición y pasado. Pero también está abierta siempre al presente y al
futuro. La experiencia es proyecto, pero toda nueva experiencia puede poner en cuestión
el proyecto contenido en la vieja experiencia. Por esto, la experiencia tiene siempre un
elemento negativo; es, al mismo tiempo, desilusión porque no se cumplen las
esperanzas que resultaron de las pasadas experiencias. Pero esta desilusión no prueba la
falsedad de éstas, sino precisamente su "verdad" y, en consecuencia, no nos
desprendemos de ellas sino que las asumimos - ya "verdaderas"- en la nueva
experiencia. Resumiendo: experiencia es la totalidad del horizonte concreto y prereflejo en el que tiene lugar nuestro encuentro inmediato con el mundo; el modo
concreto de comprender y "practicar" la realidad.
Niveles de experiencia
Nuestra experiencia de la realidad es históricamente variable. Hoy está profundamente
determinada por las ciencias naturales y positivas y por la técnica. El hombre moderno
apenas es sensible a otro tipo de experiencia, especialmente a la de Dios. Esto implica
que si nos preguntamos por la posibilidad de una experiencia de Dios, hemos de partir
de esta forma científico-técnica de experiencia. No basta constatar que Dios no se puede
encontrar en este nivel "fáctico" de las ciencias, que no es un "factum" más. Estos y
parecidos intentos son bien banales y no hacen más que expresar algo del todo evidente.
Por esta razón el problema no radica aquí. Se trata de que no liquidemos teológicamente
ni prescindamos negativamente de un ámbito de la realidad y de la experiencia tan
importante, en la cual se reconoce hoy a la ciencia y a la técnica su autonomía y
derecho. De lo contrario, provocamos entre fe y experiencia una discrepancia que se
hace insoportable. Para evitarla hemos de adentrarnos en los presupuestos internos y en
la dinámica humana de esta forma de experiencia del mundo.
Es sabido que la experiencia científica no es objetiva en el sentido de que nos refleje la
realidad tal como es en sí. También el científico coacciona a la naturaleza con sus
experimentos para que responda a las cuestiones concretas que él fija a priori,
abstrayendo de otros aspectos posibles igualmente cuestionables. Todo conocimiento
científico encierra, pues, unos determinados intereses del hombre y de la sociedad
correspondiente. Resulta así que el positivismo es una ideología de los intereses sociales
de la sociedad vigentes. Este positivismo ha de estar dispuesto a reflexionar sobre sí
mismo y a fundamentarse autocríticamente; de lo contrario se convertirá en una "fe del
carbonero" positivista. Ahora bien, si está dispuesto a esta auto-reflexión, entonces
supera y trasciende su propio planteamiento (en cuánto éste excluía dicha reflexión).
Esta superación viene hoy exigida no sólo por los presupuestos, sino también por las
consecuencias de este positivismo científico-técnico. No es necesario pensar en las
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armas atómicas; basta tener presentes las posibilidades de manipulación del hombre
para que caigamos en la cuenta de los peligros que pueden llevar consigo las
consecuencias de la técnica. Aquí ciencia y técnica plantean una serie de problemas
éticos, humanos y espirituales que no pueden resolver por sus propios métodos. Éstos se
mueven en las relaciones medios- fin; planifican en orden a un fin, pero este fin no lo
pueden determinar. Porque esto supone decidir, preferir; y entonces ya entran en juego
los problemas e intereses sociales y humanos que no son los directamente técnicos. En
este punto, en el cual están en juego los intereses del hombre, puede tener sentido el
diálogo teológico; éste es su lugar; no la ciencia y la técnica misma, sino sus
consecuencias y presupuestos espirituales y sociales.
Antes de hablar directamente de ello, consideremos más detenidamente el segundo
ámbito de la experiencia, que acabamos precisamente de alcanzar. Se le acostumbra a
llamar el ámbito de las ciencias del espíritu, en contraposición al de las ciencias
naturales. No se trata de una dimensión de la experiencia paralela y separada de la que
es propia de las ciencias naturales y positivas, tratada ahora mismo. Es la dimensión de
sentido, que se encuentra siempre implícita y no-expresada en la anterior; es una
dimensión más profunda, pero no separada de la científico-técnica. Las ciencias del
espíritu tratan de comprender las manifestaciones humanas a lo largo de la historia
como posibilidades diversas que tiene el hombre de comprenderse y comportarse con
responsabilidad y sentido en su mundo. La experiencia humana de la realidad y su
interpretación nos ofrecen toda una serie de posibilidades y criterios para vivir en
nuestro mundo y conformarlo de una forma libre, responsable y digna del hombre.
Precisamente el lenguaje de Dios nos sale al encuentro como una de esas posibilidades
pasadas y presentes de comprenderse a sí mismo y al mundo. No tiene sentido
preguntarse si un hombre solitario, un Robinson Crusoe, llegaría a la idea de Dios. De
hecho no inventamos nosotros el lenguaje sobre Dios, nos encontramos con él como una
posibilidad de experiencia humana, como testimonio de ésta. Este testimonio no nos
coacciona, pero nos provoca e interpela. Fundamento de nuestra cultura, representa
todavía hoy un importante poder social y, por esto, nadie que quiera ser activo en
nuestra sociedad puede sustraerse a una confrontación con él. Surge, pues, la siguiente
cuestión: ¿a qué experiencia se refiere y apela la palabra Dios?, ¿a qué experiencia
accedemos por ella?, ¿cuál es el contexto de experiencia en el que nos sale al encuentro
la palabra Dios y en el cual tiene sentido y es comprensible?
Con esto nos situamos en una tercera y última dimensión de experiencia. Es aquella
cuyo contenido es el sentido de la totalidad de la existencia humana y del mundo. Aquí
se sitúa el lenguaje sobre Dios. De Éste sólo se puede hablar cuando se cuestiona el
todo. Esta dimens ión es extrañada hoy por muchos hombres, al menos conscientemente.
Pero el hombre siempre lleva consigo sus problemas vitales y estos no los soluciona
nunca sólo con su saber científico. En las situaciones decisivas de su vida, en la amistad
y en el amor, pero también en la enfermedad y en el fracaso, de cara a la muerte, se le
presenta inevitablemente la cuestión del sentido o no-sentido de la totalidad de la vida.
Quizá intelectualmente trate de evitarla, pero de hecho en su comportamiento práctico
siempre le dará una respuesta u otra y, así, al menos irreflejamente, hará una experiencia
de sentido. Quiera o no todo hombre vive desde un proyecto vital totalizante.
El sentido es por consiguiente el modelo, el proyecto de la totalidad de nuestra vida en
el mundo. Sentido es lo que buscan los hombres cuando buscan felicidad, amor, vida,
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esperanza, éxito, poder, etcétera; en definitiva, una vida llena y plena. Sin este sentido,
sin esta plenitud el hombre se vacía, se hace solitario, se neurotiza. Experimentar
sentido es la condición para que el hombre se reconcilie consigo mismo, con los demás
y con la realidad. El sentido experimentado y realizado seria la salvación del hombre.
Pero de hecho nos experimentamos a nosotros mismos y al mundo en un estado de
irreconciliación, de desintegración. Una experiencia de sentido total v universal nos es
inasequible. Pero sí nos son asequibles experiencias parciales de sentido: en un
encuentro feliz con otros hombres, en nuestra conciencia tras una buena obra. Son
situaciones, signo de que la vida y la realidad no pueden ser simplemente algo sin
sentido y sin valor; en ellas el todo se concentra en una situación concreta, el ideal en lo
real, el ser en el ente. A esta concentración la llamamos sentido.
En estos vestigios y signos de un sentido universal tocamos una dimensión de
experiencia inasequible a las ciencias. Aquí experimenta el hombre que se
autotrasciende infinitamente, que es un ser abierto a lo que está más allá de lo captable
objetivamente. Esta apertura le dice que su ser no se agota en "lo que se puede probar
científicamente", que su saber no se acaba en el saber objetivo. Sino que existe un saber
que se experimenta sólo entregándose confiadamente a esta apertura y arriesgándose a
"creer". Es el saber y experimentar sentido; el cual sólo se experimenta en el riesgo de
creer; nunca se "prueba" completamente. El hombre sólo llega a ser plenamente él
mismo cuando corre el riesgo de creer en un sentido último del todo; si no lo hace
pierde su vida, deja de ser hombre. También el "no-creyente" opta y "cree" cuando está
en juego el sentido último del todo. La oposición entre creyente y no-creyente no es la
del mero saber objetivo y la opción de la fe: se trata de fe contra fe, opción contra
opción.
Teísmo y ateísmo, teísmo y marxismo están llamados hoy al diálogo y a la cooperación
para hacer frente común ante los peligros a que se ve expuesto lo humanum por el
positivismo, su sociedad de consumo y su "unidimensionalidad". Este diálogo no puede
prescindir del problema Dios ya que al dar una respuesta diversa, aunque el problema
haya sido planteado en común, hacen un servicio a la libertad del hombre. Por esto, la
controversia permanente entre unos y otros no es una controversia sobre un mundo
transcendente, sino sobre este mundo del hombre, sobre su sentido salvador, sobre la
liberación de sus alienaciones.
Con todo, el problema Dios hoy día fascina poco, tiene poca fuerza atractiva. A la
experiencia de sentido que se expresaba con esta palabra no parece que corresponda ho y
una experiencia tan vital. La experiencia de Dios no se articula hoy como ayer. Y es que
el horizonte de comprensión de la existencia y del mundo se han desplazado. ¿Qué
posibilidades existen hoy de encontrar a Dios en nuestra búsqueda de sentido y en su
experiencia?
FORMAS PASADAS Y ACTUALES DE LA EXPERIENCIA DE DIOS
Es frecuente distinguir hoy tres formas de experiencia de Dios: la cosmológicaontológica, la antropológica-trascendental y la histórica. Las dos primeras solamente las
esbozaremos, para detenernos más en la tercera.
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No se trata de formas contrapuestas, sino más bien de modelos diversos que responden a
épocas diversas. En ninguno de ellos experimentamos a Dios "en sí"; Dios nos sale
siempre al encuentro bajo las condiciones concretas de una determinada forma de
experimentar la realidad.
De la experiencia cosmológica a la antropológica
En el primer modelo el hombre experimenta algo de Dios al preguntarse por el
fundamento uno y permanente de la pluralidad y de la mutabilidad, por el ser del ente.
Entonces se experimenta algo del poder y de la benevolencia del ser, que dándose se
patentiza en cada ente al mismo tiempo que se sustrae, se oculta y se mantiene en la
lejanía; en él la realidad experimenta su reconciliación. Esta experiencia ontológica
podía ser interpretada en un horizonte religioso y cristiano como experiencia de Dios.
Es lo que hace Tomás cuando acaba sus cinco vías diciendo: "y a esto todos lo llaman
Dios". De este modo, más que probar la existencia de Dios interpreta desde su fe una
experiencia ontológica.
Este modelo resulta hoy problemático. Tal vez más por la conmoción que ha sufrido la
experiencia de la existencia y del mundo -que está en su base desde la edad moderna-,
que por las objeciones filosóficas (Kant). El mundo ha dejado de experimentarse como
cosmos, como armonía y orden establecidos; su orden se ha desplomado y el hombre, al
no encontrar apoyo en él, ha de buscar el apoyo y la certeza en sí mismo. En su propia
subjetividad experimenta una infinita apertura que es al mismo tiempo abismo profundo
y luz que todo lo ilumina. Esta experiencia trascendental se convierte en el nuevo punto
de partida del lenguaje sobre Dios. Éste ha sido el camino seguido por Rahner. Tiene un
peligro inmanente que se agudiza en la crítica de la religión de Feuerbach. Dios es sólo
proyección, "cifra" de la infinitud del hombre. Dios queda así mediatizado y
funcionalizado: es un momento de la existencia humana.
Hacia una experiencia histórica de Dios
Pero Feuerbach parte del hombre abstracto, y se hace objeto de la crítica de Marx: no
hay otro hombre que el concreto y éste es el hombre inserto en la naturaleza y en el
proceso histórico-social del mundo. Con esto alcanzamos el tercer modelo. Hoy el
mundo se experimenta como historia, como proceso que brota de la praxis humana y en
el que mundo y humanidad se intercambian su propia realidad creando así esa historia.
Esto significa además que no experimentamos la realidad más que en la
intersubjetividad, en la mediación social. No hay experiencia de la realidad si no es en
el horizonte histórico-social. Por esto, encontrar el sentido de la totalidad es encontrar el
sentido de la historia. El problema de la posibilidad de experimentar a Dios es hoy el
problema de cómo podemos experimentar a Dios como sentido de la historia; dicho
bíblicamente, como Señor de la historia.
El sentido de la historia parece en principio un problema sin respuesta. La historia no
sigue unas leyes necesarias, sino que es hecha por hombres libres. No siempre es
progreso hacia adelante, hacia algo mejor. Injusticia, maldad, odio v sufrimiento han
puesto y siguen poniendo siempre en cuestión el sentido de la historia, la fe en su Dios.
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¿Qué sentido puede tener un campo de concentración, una guerra? Pero, ¿es la
experiencia de la ausencia de sentido la última palabra? Decididamente no. Si todo
careciese de sentido no podríamos vivir. Cada acto de vida es afirmar que la vida tiene
un sentido. Aun en los momentos más difíciles hay un "a pesar de todo" esperanzador.
Cuando los hombres nos desilusionan experimentamos la ausencia de sentido, pero
entonces experimentamos también que el otro tiene un sentido, que no podemos
disponer de él, que hemos de respetarle. Aquí nuestra libertad tropieza con una
pretensión absoluta, con un límite moral. Finalmente, experimentamos que nunca
cesamos de preguntar, que por consiguiente siempre esperamos una respuesta. Toda
pregunta supone la certeza de una posible respuesta.
Podemos, pues, decir que el sentido no sólo es el fin al que apunta nuestra praxis
histórica, sino también su presupuesto y fundamento. No es una "proyección" de
nuestros deseos y sueños, sino que los posibilita. Si nunca lo hubiésemos experimentado
no podríamos ni desearlo ni experimentar su ausencia. Que no es proyección nuestra lo
experimentamos en la intersubjetividad: el sentido del otro se nos impone precisamente
como algo que no es función nuestra ni puede serlo nunca. Nos presenta una exigencia
absoluta por la que no podemos servirnos de él como puro objeto.
En esta experiencia de sentido puede insertarse la de Dios. Inexplicable si partimos sólo
del hombre, se nos da ahí inesperada, sorprendentemente; y a la vez no podemos
disponer de ella: se nos descubre e inmediatamente se nos sustrae y oculta. Así se nos
muestra que toda experiencia de sentido nos remite a un Misterio que se nos da a
conocer en signos y vestigios. Este Misterio no se encuentra "más allá" del mundo, sino
que es la verdad, la profundidad y el misterio del mismo sentido experimentado. En
cuanto simultáneamente se nos da y se nos sustrae, en cuanto no disponemos de él, sino
que dispone él de nosotros, este sentido nos sale al encuentro de un modo análogo al
encuentro personal. Con todo, el concepto de persona es insuficiente, no corresponde
más que análogamente. Por esto podemos designar, en la tradición del lenguaje
religioso, esta experiencia como experiencia de Dios. En todo caso habría que preguntar
al ateo cómo se las arregla con esta experiencia que se nos impone y sustrae, que no es
nuestra propia obra, la cual es -filosóficamente hablando- contingente. Esta
contingencia habla más a favor de la comprensión teísta de la realidad.
Creer en el sentido de la historia significa esperanza en la paz, en la libertad y en la
justicia. Pero también esta esperanza se experimenta repetidamente amenazada. Realizar
cualquier posibilidad histórica es cerrarse a unas, pero a la vez abrirse a otras nuevas;
así el futuro sigue siempre encontrándose en el futuro. Además, de hecho, cada progreso
de la civilización encierra en sí un retroceso, un empobrecimiento humano; todo paso
hacia la paz y la justicia lleva en sí la semilla de nuevos desórdenes. Si a pesar de todo
nuestra esperanza sigue viva y eficaz, apunta ahí una firme confianza en la posibilidad
de un inicio cualitativamente nuevo. Un inicio indeducible de las condiciones de este
"viejo" hombre y esta "vieja" historia. Un inicio que designaríamos como "gracia" en el
lenguaje de la tradición cristiana. El completamente Nuevo, Indeducible y Otro se nos
muestra así como la paz que posibilita nuestra paz, como la libertad que posibilita
nuestra libertad; en definitiva como acontecimiento en la historia y, como tal, condición
última del triunfo mismo de la historia.
Repitámoslo: tales experiencias se hacen siempre dentro de una tradición. La
posibilidad de ellas nos es testimoniada históricamente y este testimonio apela a nuestra
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experiencia abriéndonos a experiencias similares. Con máxima radicalidad esta
experiencia nos encuentra en Cristo, que llama a Dios su Padre y que acepta a los
pecadores. Hace de este mensaje su propia vida, y esto hasta las últimas consecuencias:
su muerte "por los muchos". Así ha traído el nuevo inicio y nos ha abierto
definitivamente un futuro a todos. Su testimonio puede por esto convertirse en el
criterio de nuestra propia experiencia y de toda tradición. Es llamada y provocación a
creer en Dios como sentido y Señor de la historia toda; esto es, a estar liberados para
que en una esperanza activa y eficaz abramos futuro y posibilidades a la historia de los
demás.
Esta experiencia no se puede demostrar a nadie. Al otro sólo podemos indicarle signos.
Los hombres no pueden creer si no experimentan estos signos de amor y esperanza.
Signo máximo es el creyente mismo. No hay testimonio de fe sin testigo de fe. Por esto
la falta de fe del mundo es ante todo un juicio para los creyentes. El problema de la
experiencia de Dios resulta así el problema de una nueva praxis de la fe y de una nueva
experiencia de la comunidad creyente.
EL CONTENIDO DE LA EXPERIENCIA HISTORICA DE DIOS
Digamos algo sobre el contenido de esta experiencia histórica. Sin tratar de ser
exhaustivos, vamos a destacar bajo tres aspectos la forma histórica de la experiencia de
Dios de aquella otra cosmológica.
Lo siempre nuevo
Para este modelo Dios viene a ser cumbre y fundamento del orden jerárquico del ser,
donde cada cosa tiene su puesto prefijado. La perspectiva es la del origen no la del
futuro, por esto lo indeduciblemente nuevo no tiene allí cabida. Pero la experiencia de
Dios, que hemos tratado de describir ahora y que además nos testimonia la escritura, es
la de un Dios que promete y obra nuevas realidades, que abre futuro a pecadores y
despreciados. Este Dios pone en crisis lo establecido, rompe el esquema de equivalencia
culpa-castigo, despierta y funda la esperanza en lo nuevo, pone en movimiento las cosas
hacia la reconciliación universal futura. La fe en este Dios nunca puede ser una mera
consagración del status quo ni un refugio. Tiene también la función de crear
inseguridad, de cuestionar y no únicamente de responder.
Con todo creo precipitado el intento, hoy corriente, de sustituir la trascendencia "hacia
arriba" por la trascendencia "hacia adelante"; de oponer -como hace E. Bloch- un Deus
spes a un Deus creador. Dios sólo puede ser el futuro absoluto del hombre porque es el
único fundamento e inicio de todo; pero un inicio radical, un inicio siempre nuevo y que
es continuo creador de nuevos inicios. Nicolás de Cusa quizá ofrecería algún punto de
apoyo para desarrollar esta idea.
El que se hace presente en el prójimo
El Dios de la historia no es ya un Dios lejano y casi inalcanzable, que nos aliena y nos
sustrae al mundo. Es el Dios de la proximidad. Nos sale al encuentro en la pretensión
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absoluta que brota de la relación históric a con los demás hombres. En esta pretensión
aparece también un no-dejarse-disponer, un auto-reservarse. En definitiva, la
trascendencia en la inmanencia. Esto acontece también radicalmente en el encuentro con
Jesucristo. Y de otro modo en el testimonio eclesial. Porque tampoco podemos decir
simplemente que "hay" Dios en la Iglesia, que "es" y lo "tenemos" en ella. Allí se nos
comunica sólo en el acto del testimonio y de la palabra. Los conceptos bíblicos "oculto",
"escondido" (Is 45, 15; cfr. Rom 11, 33) tal vez sean los más apropiados para expresar
esta proximidad y sustraibilidad. Lo oculto puede estar muy próximo y, sin embargo, a
la vez se nos sustrae y nos resulta indisponible. La fe en Dios, en consecuencia, no
significa huida de la historia, sino que nos remite al mundo y nos señala al prójimo.
Pero de nuevo hemos de ser precavidos. Que Dios nos sale al encuentro en la mediación
interpersonal y comunitaria no puede suponer su reducción al ser-con-y-para- los-otros.
El hombre sólo puede ser afirmado por sí mismo, si su fin es Aquel, cuyo fin es Él
mismo. Dios es el impedimento más fuerte contra cualquier funcionalización del
hombre. Por esta razón la oración y la liturgia tienen indirectamente -precisamente por
estar libres de cualquier finalidad y funció n social-, una insustituible función en esta
sociedad. Si la sociedad se convierte en fin último, tarde o temprano se llega al
totalitarismo, se olvida que la libertad y la independencia interior son verdadera
expresión de lo humanum del hombre.
El Dios de la historia
La historia no es sólo el escenario y medio exterior en el que Dios se nos da a
experimentar, como si Él fuera en sí mismo suprahistórico. Más bien la historia tiene
que significar algo para Dios y ser algo en Él. Entonces Dios no es sólo todo-poder
sobre la historia, sino también todo-sufrimiento en ella; entonces Él es el oprimido en
los oprimidos y el despreciado en los despreciados. Nuestro compromiso con la historia
adquiere entonces también su urgencia y definitividad. El señorío de Dios se hace valer
históricamente sólo donde haya hombres que se tomen en serio este señorío en su
compromiso con la historia para los demás. Por esto el sentido de la historia no se nos
da simplemente, es también nuestra tarea. Aunque esta tarea y este sentido nos lo
posibilite Dios.
Estamos tocando difíciles problemas. Pero si Dios se ha encarnado, no podemos
dejarlos de lado. En realidad la doctrina trinitaria es un intento de pensar algo así como
historia en Dios, si bien en este sentido las categorías metafísicas apenas den margen.
Pensar a Dios históricamente no significa hablar de un Dios que está deviniendo, que
está llegando a ser en la historia. Así funcionalizaríamos una vez más la pretensión
absoluta que brota de Él. Decir que el ser de Dios es más bien un ser en devenir es
afirmar que su absoluteidad consiste precisamente en que Él nunca termina y siempre
empieza, y que así abarca siempre de nuevo la historia. De aquí se podría deducir de una
manera nueva el sentido de la Trinidad para la historia. Pero desgraciadamente nuestra
tradición teológica ha pensado tan aisladamente en el ser-en-sí de Dios, que rara vez se
ha preguntado lo que significa para nosotros. Si hoy nos encontramos ante un mundo sin
Dios, es en gran parte porque hemos proclamado un Dios sin mundo. Así pues, hay que
pensar a Dios otra vez junto con el mundo y con la historia. Aunque con esto, por
supuesto, no hayamos dado una respuesta sino trazado la tarea para una futura teología
en la que todavía está todo por hacer.
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Conclusión
Con esto superamos nuestra tarea y nuestro tema. Ahora deberíamos comenzar de nuevo
y someter la realidad de experiencia descrita a una reflexión. Es decir, reestructurar la
doctrina teológica sobre Dios haciéndola comprensible y plena de sentido. Esto no es
posible si no la situamos en su verdadero contexto. Y éste en la revelación bíblica es la
historia concreta del hombre. La teología hay que hacerla no desde la sistematización de
nuestros conceptos y fórmulas bíblicas y dogmáticas, sino desde la realidad concreta de
la experiencia. El anuncio cristiano no es la afirmación y la prueba abstracta de Dios,
sino el mostrar, manifestar, comunicar e interpretar su concreto "ser-ahí". Esto sería
verdaderamente hablar de Dios mundana e históricamente.
Tradujo y conde nsó: ANTONIO CAPARRÓS
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