UN CAMBIO DE POR VIDA 3827 palabras ALBA GANAU PENELLA Arturo se plantó frente a la puerta, suspiró y se pasó una mano por la barba. Cerró los ojos y evocó la cara de la persona que solía estar tras aquella puerta. Pensó en él, su amigo, y no pudo reprimir una sonrisa llena de nostalgia. Apoyó la mano en el pomo y permaneció así unos instantes, reflexivo. Unos días antes le había llegado la noticia de que lo inevitable, finalmente, había sucedido: su amigo de toda la vida, Luis, el inventor que raramente salía del taller, había fallecido. El cáncer que lo había estado acechando durante los últimos dos años había ganado la partida y Luis, al fin, había sucumbido. Unos pocos días antes de dejar el mundo, en el hospital, Luis le había explicado que cuando él ya no estuviese fuera a su taller. En el fondo de la sala vería un objeto con una nota pegada. Le afirmó que era algo muy importante, que no se olvidase. Así pues, Arturo giró el pomo de la puerta y se dispuso a obedecer la última orden del difunto. Bajó las escaleras y se encontró con una sala oscura, llena de mesas y estantes con herramientas, inventos a medio hacer y papeles con dibujos llenos de tachones. Arturo, curioso, vagó durante unos instantes entre ese desorden aparente, observando los planos y los proyectos que nunca sería acabados. A medida que pasaba el tiempo, se iba dando cuenta de la genialidad que lo rodeaba y de que, en realidad, nunca había sido consciente de lo que Luis había conseguido en ese sótano. 1 Se habían conocido hacía ya mucho, a través de unos amigos comunes. Clara, la novia de un amigo suyo de aquel equipo de mala muerte donde jugaba por esos tiempos, estudiaba con Luis. Su primer contacto había tenido lugar durante una noche de primavera de su juventud. Los dos habían sido invitados a la fiesta de cumpleaños de Clara, una cálida celebración en una sala de fiestas con jardín, alquilada especialmente para el vigésimo cumpleaños de la chica. En un momento dado, ya entrada la noche, Arturo y Luis se encontraron solos en el jardín mientras la diversión bañada de alcohol se refugiaba en el interior. Casualmente, ambos habían salido a tomar el aire para relajarse. Luis intentaba pasar el rato intentando disimular su poco interés hacia ese tipo de celebraciones y Arturo había ido a calmarse después del inapelable rechazo que había obtenido de una amiga de la cumpleañera. Empezaron a hablar con desgana, más bien por cortesía. Aun así, al cabo de poco la conversación tomo otra forma, con más ritmo, y se llenó de sonoras carcajadas de ambos interlocutores. Sabían que habían conectado, que se habían caído bien y que, probablemente, ese era el principio de un gran amistad. Mientras iba recordando todo esto, la mirada de Arturo recaló en una foto colgada en la pared que mostraba a un grupo de amigos sonrientes, sentados en la mesa de un restaurante. En el centro estaba el propietario de la fotografía y a su izquierda aparecía él. Comparó el aspecto de los dos amigos y no pudo evitar pensar en lo poco que se parecían. Continuó reflexionando y se dio cuenta de que sus vidas difícilmente hubieran podido ser más distintas. 2 Sus amigos solían burlarse de ellos argumentando que eran una pareja cómica. Incluso cuando la charla se volvía más melancólica y filosófica, ellos mismos se preguntaban cómo era posible su amistad porque, en realidad, nada los unía. Luis había estudiado en la universidad, había trabajado en distintos laboratorios antes de refugiarse en el suyo propio, quizás huyendo de la gente, para poder liberar su imaginación. Se había casado con Laura, que desde el principio aceptó sus peculiaridades y de quien nunca se separó. En cambio, él, Arturo, había tenido diversas novias durante su vida… pero antes o después, algo siempre había salido mal. Desvió la mirada y contempló su imagen reflejada en un plástico pulido. Se distinguía un hombre alto y flaco, de cabello negro, con una calvicie incipiente y una tez blanca que, como siempre, contrastaba con la barba. Su altura le había permitido llegar a destacar en el mundo del baloncesto. Ya de joven, había dejado los estudios para dedicarse plenamente al deporte. Sabía que era bueno o, más bien, sabía que hubiera podido ser bueno. Una larga lesión de difícil curación le impidió jugar en un momento clave de su carrera. No había podido crecer como jugador y, como consecuencia, su carrera se había truncado. Sacudió la cabeza para deshacerse de esos tristes pensamientos. Estaba allí para buscar algo, aunque… no sabía muy bien el qué. Se giró y echó un vistazo rápido para localizar alguna pista. De pronto, captó su atención una pantalla enorme en el fondo del taller, donde vio un papel pegado. Supuso, con cierto alivio, que era la nota de la que Luis había hablado. Se acercó para leerla, pero estaba en blanco. Con cierto desánimo la arrancó y entonces, en el reverso, leyó: 3 “Para Arturo: pulsa el botón rojo y después sigue hasta el final”. Por fin había encontrado la enigmática herencia de su amigo. Pulsó el botón y, como imaginaba, la pantalla se iluminó. La máquina empezó a emitir un suave ruido. Durante unos instantes la pantalla se tiño de un tono grisáceo, pero pronto dio pasó a un menú que pedía que se introdujeran los datos del usuario. Arturo escribió su nombre completo y a continuación, obediente a las órdenes que iba recibiendo, apoyo sus dedos para que la máquina pudiera leer sus huellas dactilares. Estaba impaciente por ver hacia dónde le iba a conducir aquel artefacto. Después de identificarse, aparecieron unas imágenes. Arturo se sorprendió porque se reconocía en la mayoría de ellas. Algunas debían ser de hacía unos pocos años o incluso meses. En otras, en cambio, no era más que un crío o un joven imberbe. Aun así, todas seguían el mismo patrón: su cabeza y torso eran el elemento central. En algunos casos estaba acompañado por otras personas, pero que siempre ocupaban un plano secundario. Su primera reacción fue de incredulidad. Le costaba aceptar que Luis hubiese malgastado tanto tiempo buscando fotografías de distintas etapas de su vida. Luego, sonrió y pensó que era un bonito regalo, un guiño del estilo álbum-de-fotos que su amigo, siempre original, había adaptado a su manera. Se le enterneció el corazón al ver ese detalle y comprendió que Luis quería que tuviese un recuerdo suyo. Por eso lo había mandado allí. Con una mueca bañada de humor se planteó qué hubiese pasado si, en vez de él, fuera otra persona quien se hubiese identificado ante la pantalla. Supuso que era un detalle estilístico, el primer menú, una broma más de Luis. 4 Pero de pronto, al observar con más atención las fotografías, algo empezó a ir mal. No recordaba la existencia de muchas de ellas, y eso le extrañó un poco. Además advirtió que el ángulo en que habían sido tomadas no era nada habitual. En muchos casos, incluso no había ninguna razón para hacer aquella foto: no simbolizaban ningún momento memorable ni enmarcaban lugar turístico alguno. Una descabellada idea le vino a la cabeza. En pocos minutos la hipótesis se volvió inquietantemente verosímil: esas fotografías nunca habían sido tomadas. Arturo suspiró y, de nuevo, se pasó una mano por la barba. Se daba cuenta de la excepcional capacidad creativa del autor de la máquina y, de pronto, entendió que ese había sido el último gran proyecto de Luis, aquél cuya obsesión lo había mantenido encerrado durante días enteros en ese sótano. Su cabeza ya no daba más de sí: ¿Cómo era posible? En el estómago había un sentimiento de culpabilidad porque nunca había valorado a su amigo lo suficiente. Sin embargo, ese leve cosquilleo quedaba sepultado por el más aplastante y abrumador desconcierto. Después de la confusión inicial se preguntó por la función de la obra de arte cibernética que tenía enfrente. Miró hacia el tablero de mandos situado bajo la pantalla y sonrió internamente al ver su carácter intuitivo. Unas flechas para moverse, en medio un botón que –supuso– servía para seleccionar las opciones, y algunos botones secundarios para regular el volumen y el brillo de la pantalla. Creyó adivinar que Luis había construido un artefacto de manejo tan simple porque sabía que su futuro usuario –él– no poseía una especial habilidad con las 5 máquinas. Estaba claro, su amigo lo había hecho pensando en él. De otro modo, habría incorporado miles de opciones que sólo Luis sabría usar correctamente. Decidió dejar de pensar en eso, ponerse manos a la obra y, así, poder saciar su insana curiosidad. Inspeccionó, uno a uno, todos los “Arturos” que tenía enfrente y que, a su vez, parecían inspeccionarle a él. Dio un respingo pues le pareció que una de las imágenes le era familiar. En efecto, ese escenario de hormigón y piedra, y esos niños un poco alejados de él... los reconocía. Estaba claro que sí. Cuando se dio cuenta de qué estaba pasando, dio otro respingo aun más acentuado y un cubo de agua fría lo sumergió en sus recuerdos. Había sucedido cuando sólo era un crío, no debía tener más de quince años y, como todos los sábados por la tarde, había ido a entrenar con el equipo de baloncesto del barrio. Arturo se había criado en una zona a las afueras de la ciudad. Un barrio donde, si querías distraerte, sólo podías jugar a fútbol en uno de los numerosos descampados resultado de la mala urbanización, o bien apuntarte a ese club de baloncesto con instalaciones ya añejas, legado de una estrategia del anterior ayuntamiento para ganar votos en las municipales. No hacía mucho que Arturo había entrado en el club y el resto de chicos eran, casi todos, mayores que él. Pese a su extroversión natural le estaba costando hacerse un hueco entre los jugadores y quería, a toda costa, que le dejaran formar parte del grupo. La escena empezó cuando, por casualidad, mientras salía de un duro entrenamiento con el resto de chicos, se encontraron a Marta. Era una chica tímida, más bien apocada, que prefería no llamar la atención ni mezclarse entre el grupo. Aun así, cuando Arturo hablaba con ella a solas, podía notar su gran 6 inteligencia y su agudo sentido del humor, además de unos ojos color miel que, al verlos, le cortaban la respiración. Cuando la miraba, a Arturo le parecía observar alrededor de Marta una deslumbrante aura su alrededor que le hacía sentir especial y seguro de sí mismo. Ese sentimiento, con el tiempo, había ido creciendo hasta asociarse con un extraño nerviosismo y una rara sensación en el estómago cada vez que hablaba con ella. Arturo pasó la mano acariciando la extraña máquina mientras, ensimismado, recordaba aquellos sentimientos de antaño. Durante el verano anterior, mientras todo el mundo se había ido de vacaciones y se habían quedado casi sin compañeros, se habían visto con frecuencia. Arturo se percató de que ella no encajaba en ese ambiente. Le parecía demasiado pura y elegante. Le parecía simplemente perfecta y comprendió que nunca encontraría otra igual. Tal vez por eso, aquel día, cuando Arturo la vio sentada en el banco, sola e indefensa, se dio cuenta de que Marta podía ser el blanco de alguna broma pesada, gentileza de aquellos imbéciles de su equipo, que ya estaban planeando, con risas, cuchicheos y codazos. Arturo sintió pánico. Se encontraba ante una cruel disyuntiva. ¿La protegía de ellos o se unía a ellos? ¿Le ayudaba a huir o le cortaba la retirada? Estuvo indeciso por unos instantes y cuando vio cómo se acercaban a ella y la rodeaban con un cubo de agua helada, sintió unas inmensas ganas de correr a socorrerla. Aun así, permaneció quieto por unos instantes. Comprendió que si lo hacía tiraría por la borda su reputación y nunca lograría su deseo de ser aceptado en aquel grupo. Además –se reconfortó mintiéndose a sí mismo– tirarle encima un cubo con agua, era simplemente una bromita, ¿no? 7 Finalmente, cedió a la presión de grupo y ayudó a sus compañeros para que Marta no escapara. Nunca olvidaría esos preciosos ojos de miel bañados en lágrimas y llenos rabia, desesperación y reproche, un reproche desolado e intenso que aún hoy lo perseguía. Marta solo tardó unos días en sacudirse el lodo de la humillación pero su amistad nunca se recuperó. Cuando intentaba hablar con ella, permanecía distante y fría con un matiz de decepción que a él le removía las entrañas. Siempre se arrepentiría de haber preferido la buena consideración de esos imbéciles llenos de testosterona que mantener su buena relación con Marta, su Marta. Se dio la vuelta y contempló de nuevo el cuadro de la pared donde estaba con su amigo. Era una de las historias que más le habían afectado en su vida, pero la había guardado casi siempre para sí mismo. A Luis se la contó hacía muchos años. Cuando la escuchó, su amigo soltó una carcajada burlesca. Ante la cara de estupor e indignación de Arturo, Luis lo tranquilizó diciendo que todos habíamos hecho tonterías de ese estilo cuando éramos pequeños. Le explicó que es muy difícil no sucumbir a la presión del grupo en esas edades, que la personalidad de uno aún no está formada del todo y algunas teorías psicológicas más para aligerar la pena de su interlocutor. Concluyó diciendo que no se preocupara porque ya estaba hecho y no se podía cambiar. Nunca más hablaron del tema y, Arturo, supuso que Luis se había olvidado de aquella historieta. Se dibujó una sonrisa amarga en su rostro al recordar ese momento de su vida. Pronto se esfumó y recuperó la curiosidad cuando fijó de nuevo la mirada en la pantalla. Puso la mano en el botón indicado y lo pulsó para entrar dentro de la fotografía. Un destello relució en la imagen y, de pronto, un manto negro cubrió la 8 pantalla. Sobre él, escrito en blanco, pudo leer un mensaje lleno de misterio: “Qué hubiera sucedido si…”. Perplejo observó cómo un video, que pronto sospechó que nunca había sido filmado, remplazó la oscuridad inicial. Se trataba de una versión animada de la misma imagen, en la que Arturo contemplaba indeciso el círculo de jugadores alrededor de la joven. Pero a diferencia de lo sucedido años atrás, ahora él obedecía su primer impulso y corría hacia Marta para ayudarla. Poniéndose en medio, conseguía convertirse en el blanco de las burlas, dando así a la chica la posibilidad de escabullirse por un minúsculo hueco que había quedado en aquella especie de muralla humana. Ella corría hasta conseguir refugiarse en un zaguán. Mientras, Arturo intentaba despistar al resto de chicos corriendo hacia el sentido opuesto y llevándose algunos golpes de regalo. Continuaba corriendo durante unos minutos hasta que, agotado, se escondía y los despistaba. De repente, la grabación volvió a oscurecerse y cambió de escenario. La pantalla mostraba ahora cómo Marta, al día siguiente, le agradecía su valiente acto de ayuda. Los ojos de la chica eran más brillantes que nunca y su aura de bondad resplandecía, inundando todo lo que les rodeaba de bondad y tranquilidad. Un nuevo corte terminó con la tierna escena. Comenzaron a desfilar distintas situaciones a través de los años en las que siempre estaban él y Marta, Marta y él, él y Marta. Poco a poco les veía más unidos hasta que, al cabo de unas escenas, ya parecían a ser más que amigos. Arturo estaba desconcertado. No sabía qué hacer ni qué pensar. Solo la misma curiosidad que le había conducido hasta allí mantenía atada su mente y le impedía divagar hacia el infinito. De forma inesperada apareció ante sus ojos el 9 video de su hipotética boda con Marta. De pronto, su curiosidad se vio parcialmente saciada y su cerebro empezó a funcionar como nunca antes. Abrumado, Arturo retrocedió unos pasos y se sentó en el suelo. Eran demasiadas emociones e informaciones juntas. Le costaba asimilarlo todo. Una única cosa era clara: aquella era una realidad paralela que Luis había creado con algunos mecanismos que él no alcanzaba comprender. Estaba viendo el “qué hubiera sucedido si…”. Le costaba, se negaba a creer que una decisión tan insignificante pudiera variar tan drásticamente una vida. Sentía como si su cabeza fuera a estallar. Marta, Marta, su Marta. La había tenido tan cerca… y lo había estropeado todo por un comportamiento pueril. Una idea cruzó por su cabeza. Estaba claro que nunca había tenido especial suerte con las mujeres y que sus las relaciones con ellas, tarde o temprano, siempre se habían acabado diluyendo entre enfados y discusiones. Sabía que, muy probablemente, él era el problema y que, por más chicas que conociese, con todas acabaría mal. Un pensamiento malévolo le llevó a imaginar que, muy probablemente, con Marta también hubiese pasado lo mismo. Con puro horror sacudió la cabeza y deshizo el hilo de pensamientos. No, no, y no! Ella no, ella era distinta, había sido la primera y, con ella, no hubiese ocurrido lo mismo. Se convenció de que, después de la boda, todo habría salido bien, que hubiesen continuado tan felices como Luis le había mostrado en el vídeo. Se había visto en su propia boda, ¡y parecían tan felices! Arturo suspiró y se pasó una mano por la barba. Paró el video y regresó de nuevo al menú. Allí se volvió a encontrar con infinitos “Arturos” con cara de 10 preocupación. Cada uno en momentos diferentes, pero todos ellos en encrucijadas claves de su vida. Atento, fue ojeando algunos de esos instantes. Reconoció, por ejemplo, el día en que había decidido abandonar los estudios por su pasión por el baloncesto, o aquel otro momento en que, casi al borde del llanto, se percató de que ya no sería nunca tan buen jugador como había soñado. La lesión había sido larga y difícil. Lo mejor –había pensado en aquel momento– sería retirarse, buscar un empleo y dejar su carrera mientras estaba en la cumbre. Con desgana pasó una mano por el tablero de mandos y, de nuevo, seleccionó la imagen con Marta. Ensimismado en sus pensamientos volvió a acordarse de su amigo, Luis, el increíble inventor, al que ya nunca volvería a ver. Notó como una lágrima rebelde se deslizaba por su mejilla y caía en el tablero haciendo un sonido casi imperceptible. Luis, Luis ¿por qué te habías ido? ¿Por qué dejaste a tu mejor amigo solo? Siguió pensando y reflexionó sobre las decisiones que tenía en frente y se hizo una cruel pregunta: ¿Habían estado bien tomadas? Con un sabor amargo, tuvo que reconocer que, en general, nunca había sido hábil para decidir y que si hubiese escogido la otra opción, la que había desestimado, muy probablemente habría sido más feliz. Eso le llevo a otra pregunta: ¿Era feliz ahora? De nuevo, un sabor amargo y realista lo invadió, pues sabía la respuesta: no, no lo era. Su sueño se había hecho añicos hacía ya años. En todo ese tiempo, solo había conseguido alcanzar un empleúcho de oficina que le permitía comer, sí, pero que cada vez odiaba más. No se había casado ni había formado una familia y, encima, ahora, tampoco estaba su mejor amigo. Estaba 11 solo. Definitivamente no era feliz o, al menos, no como lo hubiera sido en la realidad hipotética, junto a Marta. Dirigió su mirada distraída hacia dónde había caído aquella lágrima rebelde. Con sorpresa, se dio cuenta de que había ido a parar a un botón de cuya presencia no se había percatado hasta entonces. Sin pensárselo dos veces lo pulsó y el monitor, como las otras veces, se oscureció. Pensó que había vuelto a iniciar el video y se dispuso a reabrir al menú. No quería volver a verlo. Le dio un brinco el corazón cuando en la pantalla negra apareció en letras blancas una sola pregunta: “¿Arturo, quieres volver al punto en que tomaste esa decisión?”. Debajo aparecían dos opciones: “Si” y “No”. Por defecto, el sí estaba ya seleccionado. Algo se rompió en su interior y un escalofrío le recorrió el espinazo. Recordó lo que Luis le había escrito en la nota: “sigue hasta el final”. ¿Qué había querido decir? De pronto comprendió la finalidad de aquel juego. Si realmente la máquina le permitía volver a un punto determinado de su vida, ¿se trataba de una máquina del tiempo? ¿Realmente era capaz de devolverlo a ese punto para rehacerlo todo de nuevo? Supuso que sí, puesto Luis nunca bromearía con algo así. De nuevo, se maravilló por la astucia y la bondad de su amigo. En ese instante comprobó que Luis había llegado a conocerle mejor de lo que imaginaba. Que pese a la carcajada inicial, su amigo nunca se había olvidado de la historia de Marta y que, también, sabía perfectamente que no era feliz. Luis había comprendido mejor que él mismo que la vida de Arturo hubiese podido ser muy otra, que había vivido sobre un cúmulo de malas decisiones y que, cuando 12 falleciese a causa del cáncer, a Arturo no le quedarían muchas razones para vivir. Había querido que tuviese una alternativa, darle otra oportunidad para que pudiese vivir de otra forma. Bueno, Luis lo había sabido mejor que Arturo hasta ese momento. Ahora, Arturo, lo veía claro, más claro que nunca. Veía claro que su vida estaba sumida en la más profunda oscuridad. Acababa de descubrir que Luis había planteado distintos momento entre los que escoger y también le había mostrado que cada decisión podía cambiar el curso de los acontecimientos. Suspiró y se pasó una mano por la barba. De pronto, se dio cuenta de algo y esa novedad le heló las entrañas. Si volvía atrás, a los quince años y, rehacía su vida, muy probablemente no iría a la fiesta donde coincidió por primera vez con Luis. Por lo tanto, no se hubieran conocido nunca, no se hubieran hecho amigos y tal vez no sabrían de su existencia mutua. Arturo titubeó. ¿Realmente quería volver atrás? ¿Estaba dispuesto a pagar ese precio? Suspiró, se pasó la mano por la barba, y de repente supo que sí, que lo quería, que lo quería como nada en este mundo. Poder volver a empezar, de otra forma, junto a Marta y con Luis aún vivo y por conocer. Su último pensamiento, antes de rebobinar su vida fue para Luis, el creador de todo. Pidió con todas sus fuerzas que, si al aterrizar en la otra realidad sólo podía recordar una cosa, fuese el nombre, el aspecto y la vida de su amigo. Se juró que, a toda costa lo volvería encontrar y volverían a reír juntos pues, allí, en el pasado a donde se dirigía, él aún estaba vivo. 13 Un fulgor lo rodeó tras contestar que sí a la máquina. Suspiró, se pasó la mano por la barba por última vez y sus labios pronunciaron: gracias, amigo, nos vemos en el pasado. 14