MANCHAS DE SANGRE -Casi me siento inclinada

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MANCHAS DE SANGRE
-Casi me siento inclinada -comenzó a decir Celia
Echeveste- a no contarles mi historia. Sucedió hace cinco años,
y desde entonces me tiene obsesionada. Tanto su lado brillante
y superficial, como el horror que había en el fondo. Y lo curioso
es que un cuadro que pinté entonces está impregnado de la
misma atmósfera. Parece sólo el simple boceto de una calle
gallega bañada por el sol. Pero al contemplarlo
más
atentamente, se descubre en él algo siniestro. Nunca quise
venderlo, pero está en un rincón de mi estudio, de cara a la
pared. El nombre del lugar es Rahola, un pueblecito pesquero de
Galicia, muy bonito y pintoresco, tal vez demasiado bonito y
pintoresco.
-Supongo que será debido -dijo Ramón- a esa invasión de
autocares llenos de gente. Las estrechas carreteras de esos
pintorescos pueblecitos no se libran de ellos.
-Los caminos que conducen a Rahola –respondió Celiason muy estrechos y en cuesta. Bien, yo había ido a Galicia a
pasar quince días pintando. En Rahola había una antigua fonda,
La Armadura del castellano, que se supone es la única casa que
dejaron en pie los atacantes ingleses cuando bombardearon
ferozmente el lugar en 1589.
-No lo bombardearon -replicó Ramón-. Procura no
desvirtuar la historia, Celia.
-Bueno, sea como fuere, destrozaron las casas. De todas
maneras no es ésta la cuestión. La fonda era un lugar
maravilloso, con un soportal sostenido por cuatro pilares. Me
disponía a trabajar de firme cuando un coche subió
serpenteando por la colina. Por supuesto, fue a detenerse
delante de la fonda, en el lugar en que más estorbaba. Se
apearon un hombre y una mujer, en los que no me fijé gran cosa.
Ella llevaba un vestido de lino malva y un sombrero del mismo
color. El hombre volvió a salir y, para mi satisfacción, llevó el
coche hasta el muelle y lo dejó aparcado allí. Entonces llegó otro
vehículo, que conducía una mujer vestida con un traje
estampado de esas flores de Navidad rojas y con un gran
sombrero de paja roja de estilo cubano.
-El coche –prosiguió- no se detuvo en la fonda, sino que
aparcó también en el muelle. El hombre dijo asombrado:
“Carola, qué casualidad encontrarte en este rincón del mundo.
Hace años que no te veía. Margari está aquí también, mi mujer,
ya sabes. Ven a conocerla”. Subieron juntos la cuesta y vi que la
otra mujer acababa de salir a la puerta y se dirigía a ellos. La
mujer llamada Carola, iba muy empolvada y con la boca muy
pintada, y me pregunté si Margari se alegraría de conocerla.
Margari me pareció muy formal, estirada y poco maquillada.
-No era asunto mío, pero desde donde estaba podía oír
fragmentos de su conversación. Hablaban de ir a bañarse. El
marido, cuyo nombre al parecer era Dioni, quería alquilar una
barca y remar por la costa. Había una cueva famosa a cosa de
una milla, según dijo. Carola deseaba verla también, pero
pensaba ir andando por los acantilados y verla desde la costa.
Al fin lo acordaron así. Carola iría andando por el camino y se
reuniría con ellos en la cueva, mientras Dioni y Margari cogerían
una barca y remarían hasta allí.
-Al oírles hablar de bañarse –siguió Celia- me entraron
ganas a mí también. Era una mañana calurosa y no adelantaba
apenas mi trabajo. Pensé que la luz de la tarde favorecería mi
tarea, recogí mis cosas y me dirigí a una playa que había
descubierto, en dirección opuesta a la cueva. Tomé un delicioso
baño allí y comí jamón cocido y un tomate dentro de un
panecillo untado de aceite de oliva. Por la tarde volví llena de
entusiasmo para continuar mi esbozo.
-Todo Rahola parecía dormido. La luz vespertina resultaba
mucho más sugerente. Un rayo de sol caía oblicuamente sobre
el suelo delante de la fonda y producía un efecto interesante.
Supuse que los bañistas habrían regresado ya que dos trajes de
baño, uno rojo y otro azul oscuro, estaban secándose tendidos
en el balcón. Había algo que no me salía bien en mi esbozo y
me incliné unos instantes para arreglarlo. Cuando volví a alzar la
vista, había una figura apoyada en uno de los pilares del soportal
que había aparecido como por arte de magia. Vestía ropas de
marinero y llevaba una larga barba negra y, si hubiera buscado
un modelo para dibujar a un malvado capitán inglés, no hubiera
podido encontrar uno mejor. Me puse a dibujar con entusiasmo
y, cuando al fin se movió, yo ya había obtenido lo que deseaba.
Se acercó a mí y empezamos a charlar.
-“Rahola -me dijo- es un lugar muy interesante”. Tuve que
oír toda la historia de la destrucción del pueblo, y como el
propietario de La Armadura del castellano murió en el mismo
umbral de su puerta, atravesado por la espada de un capitán
inglés, y que su sangre manchó el suelo y nadie consiguió
limpiar la mancha durante cien años. La voz del hombre era muy
suave y, al mismo tiempo, resultaba un tanto amenazadora. Sus
modales eran galantes, pero pensé que en el fondo debía de ser
un hombre cruel. Me hizo comprender el horror de todas las
cosas que habían hecho los corsarios ingleses. Mientras me
hablaba, continué mi trabajo y de pronto me di cuenta de que
había pintado algo que no estaba allí. Sobre el blanco suelo, en
el lugar donde el sol caía ante la puerta de la fonda, había
pintado manchas de sangre. Pero al mirar de nuevo hacia la
posada tuve un segundo sobresalto. Mi mano había pintado lo
que veían mis ojos, gotas de sangre en el blanco suelo.
Cerrando los ojos, dije para mis adentros: “No seas tonta, ahí no
hay nada”. Los abrí pero las manchas de sangre seguían en el
suelo. Interrumpí con una pregunta al pescador. “Dígame, ¿Eso
que se ve en el suelo son manchas de sangre?” Me miró con
benevolencia. ”No hay manchas de sangre hoy en día, señora.
Le estoy contando lo que ocurrió hace casi quinientos años”. “Sí
-respondí-, pero ahora...”
-Me puse de pie y, temblorosa, empecé a recoger mis
bártulos, y entonces el joven que había llegado en coche aquella
mañana salió de la posada y miró a ambos lados de la calle con
perplejidad. En el balcón apareció su mujer para recoger los
trajes de baño. El hombre cruzó la calle hacia el pescador. “Oiga,
-le dijo-, ¿sabe usted si la señora que llegó en el otro coche ha
regresado?” “¿Una señora con un vestido floreado? No, señor,
no la he visto. Esta mañana se fue hacia la cueva por los
acantilados.” “Lo sé. Nos bañamos juntos y luego nos dejó para
volver a casa, y no hemos vuelto a verla. No es posible que tarde
tanto. Los acantilados no serán peligrosos, ¿verdad?” “Depende
de por donde se vaya, señor. Lo mejor es ir con alguien que
conozca el lugar”.
-Se disponía a seguir hablando, pero el joven le interrumpió
y volvió de nuevo a la fonda, gritando a su esposa, que estaba
en el balcón: “Oye, Margari, Carola no ha regresado todavía. Es
raro, ¿no te parece?” No oí la respuesta de Margari, pero su
marido continuó: “No podemos esperar más. Tenemos que
continuar hasta Ferrol. ¿Estás lista? Iré a por el coche”. Hizo lo
que decía y se marcharon juntos.
-Cuando el automóvil se hubo alejado, fui hasta la posada
para examinar de cerca el suelo. Desde luego allí no había
manchas de sangre. No, todo había sido producto de mi exaltada
imaginación. Fue entonces cuando oí al pescador, “Usted creyó
ver manchas de sangre, ¿eh, señora?” Asentí. “Es muy curioso.
Aquí tenemos una superstición, señora. Si alguien ve esas
manchas de sangre...” “¿Y bien? -le animé”. Continuó hablando
con su voz melosa, con una entonación inconfundiblemente
gallega, pero en un perfecto castellano: “Dicen, señora, que si
alguien ve esas manchas de sangre habrá una muerte antes de
veinticuatro horas”.
-Sentí que un estremecimiento recorría mi espina dorsal.
El continuó en tono persuasivo: “Hay una lápida muy interesante
en la iglesia acerca de una muerte...” “No, gracias -le dije”. Y
girando sobre mis talones, eché a andar cuesta arriba. Entonces
vi a lo lejos a la mujer llamada Carola, que venía corriendo por el
camino del acantilado. En contraste con el color gris de las
rocas, parecía una siniestra flor roja. Su sombrero era rojo como
la sangre... Me dominé. La verdad es que estaba obsesionada
por la sangre.
-Más tarde oí el ruido de su coche y me pregunté si
también ella se dirigía a Ferrol, pero tomó la carretera de la
izquierda, en dirección contraria. Observé cómo desaparecía por
la colina y respiré un poco más tranquila. Rahola volvía a parecer
dormido una vez más.
-Si eso es todo -dijo Ramón cuando Celia se detuvo para
tomar aliento-, daré mi dictamen en seguida. Indigestión. Hace
ver manchas ante los ojos después de las comidas.
-Eso no es todo -replicó Celia-. Dos días más tarde leí el
final en el periódico con este titular: «Baño fatal en el mar». El
artículo contaba cómo la señora de Lamas, esposa del capitán
Dionisio Lamas, se ahogó desgraciadamente en una cala a no
mucha distancia de la Armadura del castellano, siguiendo la
línea de la costa. Ella y su marido se encontraban hospedados
en un hotel del lugar y expresaron su intención de bañarse, pero
comenzó a soplar un viento helado y el capitán declaró que
hacía demasiado frío y por ello se fue en compañía de otros
huéspedes del hotel a las pistas de golf cercanas al lugar. No
obstante, la señora Lamas dijo que ella no tenía frío y se marchó
sola a la pequeña ensenada. Como no regresaba, su esposo
empezó a alarmarse y bajó a la playa acompañado de sus
amigos. Encontraron sus ropas junto a una roca, pero ni rastro
de la infortunada mujer. Su cadáver no fue hallado hasta casi
una semana más tarde, cuando el mar lo arrojó a la playa
bastante más lejos del lugar del suceso. Tenía un gran golpe en
la cabeza, que debió recibir antes de morir, y la opinión general
fue que, al zambullirse en el mar, se había golpeado contra una
roca. Por lo que pude averiguar, su muerte debió de ocurrir
veinticuatro horas después de que yo viera las manchas de
sangre.
-Protesto -dijo Enrique-. Esto no es un misterio, sino una
historia de fantasmas. Evidentemente la señorita Echeveste es
una médium.
El señor Pedraza emitió una tosecilla.
-Me sorprende una cosa -dijo-: el golpe en la cabeza. Creo
que no debemos descartar la posibilidad de que su muerte fuese
violenta, pero no veo que tengamos dato alguno en que
basarnos. La visión de la señorita Celia desde luego es
interesante, pero no comprendo qué quiere que digamos.
-Indigestión -insistió Ramón-. Además, la maldición solo
podría afectar a los habitantes de Rahola.
-Yo tengo la impresión -dijo Enrique- de que el siniestro
pescador tiene algo que ver en esta historia, pero estoy de
acuerdo con Pedraza en que la señorita Echeveste nos ha dado
pocos datos.
Celia se volvió hacia don Emilio, que negó con la cabeza.
-Es muy interesante -dijo-, pero estoy de acuerdo con
Enrique y Pedraza en que son muy pocos los datos que nos ha
dado.
Celia miró a Lola, que parecía desorientada, y que, según
su costumbre les citó para la mañana del miércoles.
*********************
Lola se quedo sentada en su pequeña butaca escuchando
a sus animales que se habían acercado y estaban tumbados a
sus pies.
-Pues resulta –comenzó Cherry- que Celia estaba en un
pueblo gallego pintando, cuando una pareja, los señores Lamas,
llegó en un coche. Y luego llegó otra mujer, llamada Carola, que
conocía al marido, y que iba vestida con un llamativo traje rojo.
El hombre presentó a Carola a su mujer y decidieron ir a bañarse
juntos: la pareja iba a ir en barca por la costa y la mujer de rojo
andando por el acantilado.
-Por la tarde Celia, que también se había bañado, prosiguió
su dibujo; se fijo en dos bañadores tendidos en el balcón y
supuso que los otros bañistas ya habrían vuelto. Luego Celia
había charlado con un misterioso marinero y había creído ver
manchas de sangre en el suelo.
-Más tarde –prosiguió la gata- el hombre salió preguntando
por Carola, mientras su mujer, en el balcón, recogía los trajes de
baño. Después, el joven, en voz muy alta, informó a su señora
que la otra mujer no había vuelto, y que no la esperarían. Y en
efecto, ella bajó y los dos partieron en su coche.
-Luego Celia observa que las manchas de sangre habían
desaparecido y deduce que su imaginación le había jugado una
mala pasada. Entonces ve a la mujer de rojo que venía por el
camino del acantilado. Y más tarde observa como toma su
coche y se va en la dirección contraria a la seguida por la pareja.
-Dos días más tarde –continuó Cherry- Celia leyó en el
periódico que una tal señora de Lamas, esposa de un capitán
Lamas, se había ahogado en una cala de otro pueblo no lejano.
El marido se fue a un campo de golf mientra ella se marchó sola
a bañarse a la pequeña ensenada. Como no regresaba, el
capitán y unos amigos bajaron a la playa y encontraron sus
ropas, pero ni rastro de ella. Y una semana más tarde su
cadáver fue hallado en otra playa con una gran herida en la
cabeza, que debió recibir al zambullirse en el mar, golpeándose
contra una roca.
-El señor Pedraza –concluyó la gata- dijo que no veía dato
alguno en que basarse. Ramón afirmó que una indigestión había
provocado la visión de las gotas de sangre por parte de Celia.
Enrique estuvo de acuerdo con Pedraza en que Celia había dado
pocos datos. Y el cura coincidió con Enrique y Pedraza.
Se hizo un silencio en el que Cherry y Lola miraron a la
perra y a Canela. Sugar estaba profundamente seria y se diría
que se hallaba sumida en profundos pensamientos. La pequeña
gata negra seguia con los ojos algo en la pared que Lola no pudo
ver; Cherry en cambio, si se apercibió de la pequeña araña que
buscaba veloz un escondite.
-Recuerdo –dijo Sugar muy lentamente- que una vez Lola
trajo a unos comediantes y dieron aquí una función. Yo estaba
medio dormida en el cuarto donde se cambiaban los actores y vi
entrar a una mujer de una espléndida melena y vestida con un
traje tremendo lleno de perifollos; pues en menos que canta un
gallo se quitó el pelo, bueno la peluca, y se quedo con un pelo
cortísimo; y en medio segundo se despojo del terrible traje y
apareció con un sencillo vestido.
Lola se dio cuenta de que en su mollera se empezaban a
romper ciertos velos que no dejaban ver la realidad y comprendió
que en pocos segundos iba a hacerse la luz en su cerebro. Pero
Canela fue más rápida. La arañita había desaparecido en algún
escondite y la pequeña gata se volvió hacia la perra diciendo:
-Sugar, has dado en la diana…
-Pero que dices tú –interrumpió Cherry- si has estado en
babia todo el tiempo.
-El hombre, con la ayuda de Carola, -siguio Canela, sin
hacer caso de la otra gata- asesinó a su mujer de un golpe con el
remo de la barca. Luego volvieron los dos al pueblo, pero claro,
Carola se había quitado el traje llamativo y se había puesto la
ropa sencilla de la esposa muerta. Se fueron en el coche
después de llamar la atención de Celia. Carola volvió andando,
pero con su traje vistoso, y tambien se fue en su coche. Sólo les
quedaba montar en otro pueblo el teatro de la desaparición de la
esposa, ya asesinada desgraciadamente.
Lola iba asintiendo con la cabeza a medida que la gata
hablaba, pero con su presunción de ser humano creyó que ella
también iba descubriendo los entresijos del asunto en el
mismísimo instante en que lo hacía la gatita.
*********************
A la mañana siguiente, mientras se preocupaba del
bienestar de sus invitados, Lola empezó a hablar:
-Considero que has hecho trampas a los hombres, Celia,
querida. Para mí es distinto. Quiero decir que nosotras sabemos
apreciar lo que vale un vestido, pero no creo que sea justo
presentarles un problema así a ellos. Debió de cambiarse con
inusitada rapidez. ¡Qué mujer más perversa! Y él es todavía
peor.
Celia la miraba con ojos muy abiertos.
-Tía Lola.... quiero decir Lola, creo que ya sabe usted la
verdad.
-Sí, querida. Sentada aquí con mi labor de punto, puedo
ver los hechos con claridad. Las gotas de sangre cayeron desde
el balcón, del traje de baño, que, al ser rojo, no permitió a los
criminales darse cuenta de que estaba manchado de sangre.
¡Pobre infeliz!
-Perdóneme, Lola -intervino Enrique-, pero sigo todavía en
la más completa oscuridad. Usted y Celia parecen saber de qué
están hablando, pero nosotros seguimos ignorantes de todo.
-Ahora les contaré el final de la historia -dijo la joven-.
Ocurrió un año más tarde. Yo me encontraba en un pueblecito
de la costa pintando, cuando de pronto experimenté la extraña
sensación de presenciar algo que ya había ocurrido antes. Ante
mí tenía a dos personas, un hombre y una mujer que saludaban
a una tercera, una mujer vestida con un traje estampado con
flores rojas: “¡Carola, qué casualidad encontrarse después de
tantos años! ¿No conoces a mi mujer? Juana, te presento a una
antigua amiga mía”.
-Reconocí al hombre: era el mismo Dioni que había visto
en Rahola. La esposa era distinta, se llamaba Juana en vez de
Margari, pero era el mismo tipo de mujer: joven y sencilla. Por un
momento creí que me había vuelto loca. Empezaron a hablar de
irse a bañar. Les diré lo que hice: dirigirme al puesto de policía,
aunque pensé que me tomarían por loca, pero por fortuna todo
salió bien. Encontré allí a un hombre que había investigado
precisamente aquel asunto. Al parecer, la policía sospechaba del
tal Dioni. Acostumbraba a hacer amistad con muchachas
sencillas que no tuvieran muchos parientes ni amigos y, después
de casarse con ellas, aseguraba sus vidas por grandes sumas y
luego... La mujer llamada Carola era su verdadera esposa y
juntos llevaban a cabo siempre el mismo plan. Acudía a algún
lugar de veraneo con su nueva esposa, allí se encontraba con la
otra mujer y se iban a bañar juntos. Entonces asesinaban a la
esposa, y Carola, poniéndose sus ropas, regresaba en el bote
con él. Más tarde abandonaban el lugar, después de preguntar
por la supuesta Carola y, al llegar a las afueras del pueblo,
Carola regresaba con sus ropas llamativas para marcharse de
allí en su propio coche. Según la dirección de la corriente
planeaban la supuesta muerte en el próximo pueblo. Carola, en
el papel de la esposa ya muerta, se iba a alguna playa solitaria
para dejar las ropas de ésta junto a una roca y se marchaba con
su traje llamativo a esperar tranquilamente que su verdadero
esposo fuera a reunirse con ella.
-Supongo que, cuando asesinaron a la pobre Margari,
parte de la sangre debió empapar el traje de baño de Carola,
mas al ser de color rojo, no lo notaron, tal como dice Lola. Pero
al tenderlo en el balcón cayeron algunas gotas al suelo. ¡Todavía
puedo verlas!
-Claro -exclamó Enrique-. Ahora lo recuerdo. Su nombre
verdadero era López. Era una pareja fuera de lo común. Y
nadie descubría el cambio de personalidad. Supongo, tal como
dice Lola, que sería porque los trajes se identifican más
fácilmente que los rostros. Pero fue un plan muy inteligente y no
fue fácil detenerlos.
-Tía Lola -dijo Ramón-, ¿cómo lo haces? Has llevado una
vida apacible y nada parece sorprenderte.
-No hay nada nuevo en este mundo –replicó Lola-. Espero
que vosotros los jóvenes no lleguéis a saber nunca lo malvado
que es el mundo.
Cherry pregunto a la otra gata:
-¿En qué piensas?
-Pués en lo listo que era el hombre. Mientras estaba
llamando la atención de Lola se fijó en las gotitas de sangre, y
tuvo la habilidad de hacerlas desaparecer.
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