La vicuña de ocho patas Vivir en el Qosqo Yana Ñawi era como cualquier otra niña del entonces naciente Imperio Inca, sólo que vivía en el Qosqo y le gustaba mucho dibujar. Vivir en el Qosqo tenía sus ventajas: llegaban muchas gentes de los más remotos lugares y traían los más increíbles objetos, a veces como regalos para la familia real, a veces simplemente para trueque. La vida de una niña de trece años, en aquel entonces, combinaba trabajo y diversión. Se levantaba con el Sol y se acostaba poco después que él. Su color favorito era el púrpura; pero, casi siempre, vestía de rojo, pues hacer el púrpura para teñir vestidos era muy, pero muy difícil. Yana Ñawi debía ayudar a sus padres en las tareas de la vida diaria; sin embargo ella había encontrado la forma de hacerlo y hacer lo que más le gustaba en el mundo: dibujar. Dibujar era la vida misma para Yana Ñawi. Dibujaba sobre la tierra al amanecer, sobre el chuño recién molido mientras ayudaba a su madre durante el día, con los granos de cancha cada vez que su padre le pedía bajar algo de la colca y, sobre todo, sobre las grandes piedras de las fortificaciones que rodeaban al Qosqo, al atardecer, cuando quedaba libre para jugar. La tarde era, pues, la parte más linda del día para Yana Ñawi. A los guardias de las fortalezas se les tenía prohibido permitir que los extraños se acercasen a los muros. Pero Yana Ñawi ya no era una extraña. Tarde tras tarde iba a alguna fortaleza, y los guardias la recibían con vasijas llenas de pétalos de colores y le pedían que dibujase cosas para ellos: –Dibújame una vizcacha, Yana Ñawi... Hazme una vizcacha –le decía un guardia. –No, Yana Ñawi... Yo te traje los pétalos de cantuta... Hazme un paisaje... Como de mi pueblo, con el lago Titicaca al fondo... –le decía otro. Y así pasaba Yana Ñawi la tarde: atendiendo los pedidos de unos y otros. Al caer la noche, Yana Ñawi volvía a casa trazando líneas entre las estrellas, uniendo unas con otras como en esos ejercicios de unir puntos que les dan a los niños pequeños, dibujando chaquitacllas, casas y hasta vicuñas en el cielo. Un encuentro importante Una tarde, mientras Yana Ñawi dibujaba vizcachas y paisajes para los soldados de una de las fortalezas, aparecieron cuatro hombres que, a decir de su forma de vestir y de cómo se asustaron los soldados al verlos, eran gente muy importante. Uno de ellos, el mayor, evidentemente molesto, gritó a los soldados: – ¿Esa es la forma en que ustedes protegen al Qosqo, nuestra ciudad, del acecho de los chancas? Sucede que por aquel entonces la mayor amenaza para los incas eran los chancas, un pueblo que habitaba en los alrededores del río Apurímac, no muy lejos del Qosqo. Los chancas eran tan buenos guerreros que no sólo no habían sido conquistados por los incas, sino que cada cierto tiempo lanzaban ataques sobre el Qosqo. En esos días se hablaba de un inminente ataque chanca. Todos hablaban de ello. Uno de los soldados, reconociendo a Vicaquirao, uno de los generales del ejército del Inca Viracocha, contestó: –Mientras la paz dure, gran general Vicaquirao, jugaremos con los niños; cuando llegue la guerra ofreceremos nuestras vidas por las de ellos... Uno de los acompañantes de Vicaquirao dio un paso al frente, y el general retrocedió: –Soy Cusi Yupanqui, hijo del gran Inca Viracocha, y eso que has dicho es exactamente lo que esperamos de nuestros soldados. El príncipe Cusi Yupanqui era el hijo menor del Inca Viracocha y, aunque no llegaba a los 18 años, mucho se hablaba de su valor y su inteligencia. –Este es mi hermano Roca –prosiguió Cusi Yupanqui– y este, el general Apu Mayta. Y tú, pequeña, ¿cómo te llamas? –Yana Ñawi y soy amiga de estos buenos soldados: ellos me consiguen pétalos de flores, y yo dibujo para ellos. Y señalando una antara que Roca llevaba atada a la cintura, Yana Ñawi preguntó: – ¿Sabes tocar? –Sí –contestó Roca– ¿quieres que toque algo para ti? –Me encantaría... ¡Ya sé! Usted toca, ellos cantan y yo dibujo para ustedes. – ¡Trato hecho! –contestó el príncipe Cusi Yupanqui. Los soldados volvieron a sus puestos y los cuatro hombres y Yana Ñawi formaron un círculo y se sentaron sobre el pasto, al lado de uno de los grandes muros de la fortaleza. Roca tomó su quena y tocó las más dulces melodías. Cusi Yupanqui, Vicaquirao y Apu Mayta acompañaron a Roca con sus voces. Pasaron así varias horas. De rato en rato paraban de tocar y cantar, comían un poco de cancha que Apu Mayta sacaba de su morral y pedían a Yana Ñawi que dibujase sobre las piedras de las fortalezas. Yana Ñawi hizo, primero, un dibujo para Roca. Luego hizo uno para Vicaquirao y después, uno para Apu Mayta. Finalmente, cuando tocó el turno al príncipe Cusi Yupanqui, éste sacó de su alforja un pedazo de tela blanca, muy blanca y muy fina, tan fina que Yana Ñawi pensó que seguramente había sido tejida en el Acllawasi. El príncipe extendió el pedazo de tela sobre una piedra plana y dirigiéndose a Yana Ñawi dijo: –Quiero llevarme tu dibujo a donde vaya, por eso te pido que lo hagas sobre esta tela que me regaló mi madre cuando ingresé al ejército: quiero que dibujes al sol radiante que hoy nos ilumina... Yana Ñawi tomó algunos pétalos amarillos, rojos y anaranjados, se apartó por un momento del grupo y, arrodillada, sonriente de principio a fin, dibujo un maravilloso sol para el príncipe. Al volver al grupo, estirando ambos brazos y con el dibujo sobre las palmas de sus manos, dijo a Cusi Yupanqui: –Este es tu dibujo. Espero que este sol te proteja en todas tus batallas. Los cuatro hombres se miraron entre sí. Cusi Yupanqui sonrió y volviendo la mirada hacia Yana Ñawi contestó: –Este dibujo siempre estará conmigo, Yana Ñawi. Te lo prometo. Cusi Yupanqui tomó la tela blanca que tenía el hermoso dibujo y, doblándola con delicadeza, la volvió a meter en su alforja. Lo que Yana Ñawi no sabía es que aquellos cuatro hombres se habían reunido para tomar una decisión muy importante: defender al Qosqo de la inminente invasión de los chancas. Resulta que el anciano Inca Viracocha, al enterarse de los preparativos de los chancas, se había refugiado fuera del Qosqo y había delegado en su hijo Urco, a quien había elegido como su sucesor, el decidir qué hacer ante la invasión chanca. El príncipe Urco había decidido no enfrentar a los aguerridos chancas. Urco pensaba, simplemente, rehuir la batalla y esperar que los chancas cambiaran de opinión. Pero el príncipe Cusichancas atacarían de Yupanqui sabía que los todas maneras y había decidido tomar el liderazgo de la defensa de la ciudad. Cusi Yupanqui había pedido a su hermano Roca y a los generales Apu Mayta y Vicaquirao que lo apoyasen. Esa tarde, antes de encontrarse con Yana Ñawi, los cuatro hombres habían acordado ofrecer resistencia a los invasores a cualquier costo. Al caer la noche, Yana Ñawi se despidió de sus amigos, los dejó hablando de fortalezas y batallas y partió de regreso a casa. Mientras caminaba empezó, como siempre, a dibujar uniendo estrellas en el cielo. Cuando dibujaba una vicuña, presenció un desfile de estrellas fugaces que hicieron parecer como si su vicuña galopara a través del cielo iluminado, rumbo a la Luna: fue entonces cuando Yana Ñawi comprendió que los dibujos podían moverse. Y Yana Ñawi paró de dibujar Desde esa noche, la noche de las estrellas fugaces, Yana Ñawi no pudo dejar de pensar en cómo hacer para que sus dibujos cobrasen vida y se moviesen. Siguió dibujando y yendo por la tarde a las fortalezas; pero cada vez menos. Hasta que un día... ¡Zas! ¡Paró de dibujar! No se le ocurría cómo hacer para que sus dibujos se moviesen. A ti también te debe haber pasado: tienes un problemón, y te rompes la cabeza pensando en cómo hacer, y no se te ocurre nada. Bueno, Yana Ñawi estaba exactamente en esa situación. Sus padres – como siempre pasa – lo notaron inmediatamente pues, además, poco después perdió el apetito. Finalmente, al cabo de unos días, dejó de hablar. Simplemente miraba a quien le hablaba y no le contestaba. Como el Qosqo era entonces una ciudad pequeña y Yana Ñawi era conocida y querida por mucha gente, pronto todos hablaban de la pobre niña dibujante que ya no dibujaba y ya no hablaba. Sus amigos, los guardias de las fortalezas, le llevaron pétalos de muchos colores que, decían, venían de la tierra de los chinchas; pero nada. A los pocos días, lo sucedido llegó a oídos del príncipe Cusi Yupanqui, quien a pesar de sus preocupaciones por el asedio de los chancas, decidió acudir en ayuda de su pequeña amiga de la fortaleza, con quien había pasado una de las más mágicas y maravillosas tardes de su vida. –Dibujar –pensó– es una forma de magia, pues quien dibuja crea algo que no existe. Así, el príncipe mandó a traer un gran bloque de una piedra blanca y porosa. Era una piedra que, decían, provenía de la boca mima de un bello volcán (yo he querido averiguar de qué volcán se trata y hasta donde van mis investigaciones, creo que se trata del Misti, en Arequipa, al sur del Perú, pues por allí se encuentran muchas canteras de una hermosa piedra blanca y porosa que llaman sillar). Luego, el príncipe mandó a traer, desde muy lejos, pétalos de dos clases de orquídeas: una, color púrpura oscuro, y la otra, de un púrpura más claro. Es que el púrpura también era el color favorito de Cusi Yupanqui, y se decía que él sabía hacer el púrpura de muchas formas, porque había tenido un encuentro con el color mismo en uno de sus viajes por la tierra de los señores Chimú. Dicen que por esas tierras la luz es de color púrpura y, por esto, todos los otros colores se ven como realmente son. En la corte decían que aquellas flores habían sido recogidas allí donde los ríos parecen mares y la selva es tan espesa que hasta las propias gentes del lugar se pierden en ella. Y con piedra y pétalos en su poder, el príncipe fue a visitar a Yana Ñawi, y ofrecerle ambas cosas como regalo. Al ver a Cusi Yupanqui en persona, en el umbral de su casa, los padres de Yana Ñawi se pusieron muy nerviosos. Tú sabes: los grandes siempre se ponen nerviosos ante reyes, príncipes, presidentes y primeros ministros, a menos que sean reyes, en cambio, sonrió como tú o yo lo haríamos si un rey o una reina nos trajese un regalo. Cusi Yupanqui también sonrió y le dijo: –Yana Ñawi, te he traído una gran piedra blanca y pétalos de los más bellos colores que existen en el imperio, pues quiero que hagas otro dibujo para mí... Y, repentinamente, Yana Ñawi volvió a hablar: – ¿Qué es lo que desea el valeroso príncipe Cusi Yupanqui que Yana Ñawi dibuje para él? –Lo que tú quieras, Yana Ñawi... Lo que tú más quieras... El padre de Yana Ñawi ofreció entonces una vasija con chicha al príncipe y a sus acompañantes. El príncipe charló animadamente con los padres de Yana Ñawi y con algunos vecinos curiosos que se acercaron a la casa al saber de la visita. Luego, casi tan inesperadamente como llegó, el príncipe partió hacia los linderos de la ciudad, donde, junto con Roca, Apu Mayta y Vicaquirao, continuaba organizando su ejército para la defensa, ante la invasión chanca. Días de preocupación Cusi Yupanqui, que se preparaba en las afueras de la ciudad, habían enviado mensajeros a todos los pueblos vecinos pidiéndoles que lo apoyaran para rechazar la invasión de los chancas; pero tal era el temor que éstos infundían, que sólo los canchis y los canas, dos pueblos que también habitaban cerca del Qosqo, se comprometieron a pelear a su lado. Los demás, a pesar que Cusi Yupanqui les ofreció tierras y privilegios por su apoyo, se rehusaron o –tú sabes– no dijeron ni sí ni no: ni chicha ni limonada, como dicen los grandes. Inclusive, cuentan que cuando un emisario chanca le preguntó al anciano Viracocha acerca de los planes de su hijo, él dijo (no se sabe ni para protegerlo o de puro miedoso) que no sabía nada. Los feroces chancas estaban listos para atacar el Qosqo; pero estaban algo confundidos por la actitud del Inca Viracocha y de su sucesor guerreros; pero los incas también, y les parecía raro que nadie les fuese a ofrecer batalla en el Qosqo. Días después, cuando los jefes chancas Astoyguaraca y Tomayguaraca se enteraron que quien lideraba la resistencia era el joven príncipe Cusi Yupanqui, le dieron una tregua para que se preparase y así poder tener mayor placer al vencerlo. Les parecía increíble que los incas confiaran a un adolescente la defensa de la capital imperial; sin embargo, como buenos soldados, apreciaron el valor de Cusi Yupanqui. Mientras tanto, en el Qosqo, Yana Ñawi, ignorando lo que ocurría más allá de los linderos de la ciudad y, sobre todo, la preocupación de sus padres que temían desairar al príncipe, no hacía sino mirar el gran bloque de piedra blanca y porosa. Sus padres no le decían nada, pero los pétalos se secarían si Yana Ñawi dejaba pasar muchos días, y no servirían luego para dibujar. Sin embargo, Yana Ñawi no parecía preocupada, hasta sonreía y hacía bromas. Cuando sus padres le preguntaban qué dibujaría y cuándo lo haría, ella contestaba: –Aún no sé, y será cualquiera de estas noches. Una visión y una victoria Cusi Yupanqui aprovechó la tregua para meditar y orar. Una tarde se quedó dormido, cerca de la fuente de Susurpuquio, con la tela blanca con el dibujo del sol radiante que Yana Ñawi le había hecho, entre las manos. Mientras dormía, Cusi Yupanqui tuvo una visión: un ser radiante como el sol de Yana Ñawi le decía que vencería a los chancas, pues la fuerza para ello vivía en su interior. Al despertar, Cusi Yupanqui ordenó a sus tropas reunirse sobre una gran explanada y se presentó ante ellos con la cabeza cubierta por una piel de puma. El príncipe permaneció en silencio durante unos minutos y, luego, dijo a sus hombres que aquella batalla que estaban por librar era tan sólo la primera de otras tantas; pero que la victoria los acompañaría a partir de entonces, pues su destino era el de cambiar el mundo y construir un gran imperio. Ciertamente, la piel de puma impresionó a los soldados; pero fue más que eso. Mucho más. Fue su voz. Su voz y su eco que retumbó entre las montañas, entre los Andes. Fue su figura, su silueta a contraluz, como recubierta por el sol: se vio con claridad y luego medio difusa. Cusi Yupanqui se transformó, por algunos minutos, en algo así como el Sol mismo. Cuando los chancas llegaron a las afueras del Qosqo, se encontraron frente a frente con el ejército de Cusi Yupanqui. Allí estaban, al lado del príncipe, Vicaquirao, Apu Mayta y su hermano Roca, los compañeros de aquella mágica tarde con Yana Ñawi. Cada uno, al frente de una legión de enardecidos soldados. Al caer la tarde, se enfrascaron en una feroz batalla. Cusi Yupanqui vio que los chancas llevaban, cual estandarte, un ídolo que llamaban Uscovilca. El comprendió que ese ídolo era su dios y su símbolo, y que sin él, los chancas se sentirían desamparados. Metió la mano en su morral para asegurarse que tenía suficientes piedras para su honda y se encontró con la fina tela blanca y el dibujo que le había regalado Yana Ñawi. Se amarró la tela a la muñeca de la mano derecha y tomó entonces su mazo y su escudo y, enfrentando metro a metro a un soldado enemigo distinto, logró llegar hasta donde estaba el ídolo y se apoderó de él. Al ver u oír esto sus hombres, y algunos soldados de los pueblos vecinos que no se animaban a entrar en la batalla, lo entendieron como un signo inequívoco de victoria y pelearon con más fuerza aún, hasta que –poco después– los chancas, desconcertados como Cusi Yupanqui había previsto, se batieron en retirada, asustados como nunca antes. Cusi Yupanqui, vencedor, fue en busca de su padre esa noche y le ofreció el ídolo chanca como regalo. Viracocha le pidió a Cusi Yupanqui que se lo diese a su sucesor Urco. Cusi Yupanqui pensó que su hermano, que no había querido defender el Qosqo, no era merecedor de tan preciado botín de guerra y no aceptó. Urco se molestó muchísimo, y dicen que planeó matarlo; pero Cusi Yupanqui logró escapar porque los propios soldados de Urco, quienes ya reconocían en Cusi Yupanqui a un gran general, le avisaron antes del amanecer. Cusi Yupanqui sabía perfectamente que los chancas no se darían por vencidos luego de una sola batalla. El estaba seguro que intentarían un nuevo ataque y, en contra de la opinión de algunos consejeros que le sugerían iniciar el retorno triunfal al Qosqo, llamó a Vicaquirao, Apu Mayta y Roca y les informó de su decisión de quedarse acantonados cerca del lugar de la batalla, en las afueras del Qosqo. Esa noche, la luna llena iluminaba el cielo con rayos color púrpura y las estrellas miraban todas hacia el Qosqo. Yana Ñawi sintió la necesidad de ver el firmamento. Miró por la ventana y supo que había llegado el momento de hacer el dibujo para el príncipe Cusi Yupanqui y, mientras sus padres dormían, salió a dibujar. La vicuña de ocho patas La mañana siguiente, al despertar muy temprano para pagar un ayni, el padre de Yana se encontró con el gran bloque de piedra tapado por un poncho. Se dio cuenta, inmediatamente, que Yana Ñawi había culminado su dibujo y, muy orgulloso, fue a llamar casa por casa a todos los miembros del ayllu para descubrir conjuntamente la obra, pues siendo un pedido real no cabía otra cosa. Grande fue la sorpresa de todos cuando el padre de Yana Ñawi levantó el poncho y apareció la figura de una vicuña de ocho patas: – ¡Maldición! –gritó uno. – ¡Mal augurio! –gritó otro. Por aquel entonces, cualquier animal raro o, inclusive, el dibujo de un animal raro, era considerado de mal augurio: que traía mala suerte. Y una vicuña de ocho patas era, definitivamente, un animal raro, rarísimo. El griterío despertó a Yana Ñawi y a su madre. Ellas comprendieron que era mejor quedarse en casa hasta que el laberinto terminase. Los gritos, y hasta insultos, por el desaire que supuestamente aquello significaba y la mala suerte que traería, continuaron hasta que todos los miembros del ayllu se fueron y dejaron al padre de Yana Ñawi, solo, frente al dibujo sobre la gran piedra blanca y porosa. Fue entonces cuando Yana Ñawi y su madre decidieron salir. El padre de Yana Ñawi, con los ojos llorosos, miró a su hija y preguntó: –Yana Ñawi, hija mía, ¿qué has dibujado? –Es una vicuña, padre. – ¡Pero tiene ocho patas! –No, padre: tiene cuatro patas... Los padres de Yana Ñawi pensaron que su hija era víctima de alguna extraña enfermedad y decidieron ocultarla en la colca hasta que el propio príncipe decidiese qué hacer. Esa era la ley del Imperio. Una vez más, las noticias sobre Yana Ñawi viajaron de boca en boca y, al día siguiente, la ciudad amaneció llena de gente en las esquinas, gente que murmuraba y contaba de la vicuña de ocho patas. Y como nunca falta un pesimista entre tres ociosos, alguien dijo que aquello de la vicuña de ocho patas traería como consecuencia una derrota ante los chancas y la destrucción total de la ciudad del Qosqo. El pánico se extendió rápidamente entre los habitantes de la ciudad. Por la tarde, enterado un gran sacerdote de lo ocurrido, fue a visitar la casa de Yana Ñawi, y aconsejó a sus padres destruir la piedra y huir a algún otro lugar lejos del Qosqo; pero el padre de Yana Ñawi, que era un hombre recto, leal a su Inca y orgulloso de ser un súbdito, respondió: –No, gran sacerdote. No nos iremos a ninguna parte. Somos súbditos del Inca Viracocha y su hijo, el príncipe Cusi Yupanqui, y esperaremos a que él vuelva victorioso y decida por nosotros. Esa misma tarde, un chasqui trajo al Qosqo la noticia de la victoria de Cusi Yupanqui; pero ni Yana Ñawi ni sus padres se enteraron porque ya nadie quiso hablarles, nadie quiso ni siquiera acercárseles. Yana Ñawi permaneció escondida en la colca, dibujando; pero sin hablar. Yahuarpampa Pasaron unos pocos días y Cusi Yupanqui fue avisado que los chancas estaban preparándose para atacar el Qosqo nuevamente. Esta vez, el príncipe decidió no esperar sino ir a buscarlos. Tú sabes, dicen que la mejor defensa es el ataque. Cusi Yupanqui quería sorprenderlos: los chancas no esperarían semejante insolencia de un príncipe adolescente. El nuevo encuentro entre ambos ejércitos se produjo en un lugar llamado Ichupampa, cerca del río Apurímac. Una vez más, Cusi Yupanqui y su ejército se trabaron en una lucha cuerpo a cuerpo con los temibles chancas. Sin embargo, esta vez no pasó mucho tiempo para que los chancas huyeran para evitar una derrota que consideraban sería definitiva. Se retiraron hacia Andahuaylas. El príncipe ordenó perseguirlos y los enfrentó, una vez más, en una llanura que, a raíz de esa batalla, recibió el nombre de Yahuarpampa, que significa "llanura ensangrentada". Fue terrible. Cusi Yupanqui sabía, sin embargo, que ese había sido el costo de una paz duradera. Los chancas habían sido vencidos definitivamente, el Qosqo estaba a salvo, y el príncipe Cusi Yupanqui inició su triunfal viaje de retorno al Qosqo en medio de vivas y alabanzas. Pachacútec, el que cambia al mundo Dos días después, al amanecer, el sonido de los pututos de los chasquis anunció la entrada triunfal del príncipe Cusi Yupanqui a la ciudad del Qosqo: había vencido a los chancas para siempre. El príncipe, a pesar de la algarabía y la fiesta que en su honor se vivía en las calles, no podía dejar de pensar en su pequeña amiga Yana Ñawi. ¿Estaría mejor? ¿Habría vuelto a dibujar? ¿Qué le habría dibujado sobre la gran piedra blanca y porosa? Cusi Yupanqui se abrió paso entre el jubiloso gentío y fue directo a la casa de Yana Ñawi. Vicaquirao, Apu Mayta y Roca lo acompañaron. Al llegar, el padre de Yana Ñawi lo recibió sorprendido y llamó inmediatamente a su hija. Yana Ñawi salió y, al ver al príncipe, sonrió. Cusi Yupanqui sonrió también y le mostró el dibujo del sol radiante sobre la fina tela blanca. Yana Ñawi lo tomó de la mano y lo condujo al lugar donde estaba la gran piedra blanca y porosa, tapada por el poncho. Cuando el príncipe quedó frente a la piedra, Yana Ñawi le dijo: –He aquí lo que he dibujado para ti, Cusi Yupanqui, vencedor de los chancas –y halando el poncho suavemente con una mano, dejó el dibujo al descubierto. Cusi Yupanqui, con ojos de asombro, caminó alrededor de la gran piedra, mirando el dibujo desde diferentes ángulos. La silueta de la vicuña y sus cuatro patas estaban dibujadas con el púrpura oscuro y las otras cuatro patas con el púrpura más claro. Un silencio distinto, de esos que sólo se escuchan en la puna, invadió el lugar repentinamente. Finalmente, el príncipe volvió a sonreír, y Yana Ñawi volvió a sonreír también: – ¡Es una vicuña galopando! –sentenció Cusi Yupanqui. Yana Ñawi se echó a reír y Cusi Yupanqui también. Los padres de Yana Ñawi rieron también a carcajadas. Bebieron seqje y Cusi Yupanqui contó a la familia de Yana Ñawi algunas historias de sus batallas. Para entonces, los vecinos y algunos curiosos habían rodeado la casa de Yana Ñawi y se empujaban para poder saludarla a ella, a sus padres y, por supuesto, al príncipe. Otro tumulto se había formado alrededor de la piedra blanca y Roca, Apu Mayta y Vicaquirao daban las explicaciones del caso: –Es una vicuña galopando. ¿Eres ciego o te haces? –decían una y cien veces. Al llegar el medio día, Yana Ñawi y sus padres se dirigieron al Palacio Imperial, acompañando al príncipe. Viracocha reconoció a Cusi Yupanqui como su sucesor e inmediatamente se realizó la ceremonia de coronación. Cusi Yupanqui adoptó, entonces, el nombre de Inca Pachacútec, que significa "el que cambia el mundo". Era el año 1438. El Inca Pachacútec gobernó por los siguientes 30 años y se convirtió en el verdadero forjador del Imperio Incaico o Tahuantinsuyo. El Imperio Incaico creció tanto que hubo de dividirlo en cuatro suyos: el Antisuyo, el Cuntisuyo, el Chinchaysuyo y el Collasuyo. Con el tiempo, el Imperio llegaría por el norte hasta lo que hoy es Pasto, en Colombia, y por el sur, hasta el río Maule, en Chile. Cubriría el noroeste de Argentina y casi todo Bolivia, Perú y Ecuador: sería un gran imperio. El Qosqo siguió siendo la capital. Pachacútec construyó andenes de más de 2000 pasos de largo, caminos para unir todas las principales ciudades del imperio y tambos por doquier. Para consolidar la unificación del Imperio, convirtió al quechua o runasimi en lengua oficial y envió maestros a todos los rincones del Imperio para que todos tuvieran la oportunidad de aprender. Fue un emperador sabio y sencillo, amante de la música y de las artes. Yana Ñawi acompañó a Pachacútec durante todo el tiempo de su reinado, pues él la hizo parte de la corte, y cuentan que aun muchos años después, cuando la noche venía estrellada, Yana Ñawi y el Inca Pachacútec salían al patio del Palacio Real a dibujar vicuñas galopando hacia la Luna. Hernán Garrido Lecca