b R23 LATERCERA Domingo 22 de mayo de 2016 N Nicolás Maduro no tuvo nunca la intención de aceptar el resultado de las elecciones legislativas del 6 de diciembre de 2015 que dieron a la oposición el control de la Asamblea Nacional y confirmaron al mundo que el gobierno chavista es hoy abrumadoramente impopular. Desde que perdió esas elecciones, cuyo resultado se vio obligado a aceptar porque los militares se negaron a obedecer las órdenes de proteger un fraude, ha actuado con consecuencia. Consecuencia, quiero decir, con la línea de conducta del chavismo: la negación del estado de derecho, la democracia representativa, el pluralismo político. Sin engañar a nadie, anunció que no aceptaría la interferencia de los legisladores en su proyecto y empezó a provocar la crisis -la enésima crisis- que ahora ha desembocado en el enfrentamiento relacionado con la pretensión opositora de revocarlo por la vía de un referéndum. Recordemos que, nada más perder las elecciones, ordenó al Tribunal Supremo de Justicia, un apéndice de Miraflores, invalidar a tres legisladores. Desde ese día hasta hoy, ha empleado diversos mecanismos, pero sobre todo al TSJ, para vaciar de poder y contenido a la Asamblea Nacional. Ha utilizado, para gobernar por decreto, los poderes delegados que obtuvo gracias a la anterior Asamblea Nacional, otra excrecencia de Miraflores, y la declaración de estados de excepción y emergencias económicas. El último capítulo de esta saga tercermundista ha sido el estado de excepción y la emergencia económica decretados el 13 de mayo; le dan la potestad de hacer con los venezolanos -con sus vidas, sus propiedades y sus libertades- lo que hace un niño con plastilina. Mientras ocurría esto, Maduro utilizaba al TSJ para invalidar cualquier decisión que adoptaba la Asamblea Nacional, incluyendo la más conocida: la amnistía que pretendía liberar a 120 presos políticos y que el máximo tribunal declaró inconstitucional el 11 de abril. A nadie -a nadie que no esté lobotomizado por la ideología o tan despistado que no haya sabido, en la larga década y media del régimen chavista, nada de lo que sucedía en la patria de Bolívar- le puede sorprender todo esto. El chavismo significa, en su esencia, la demolición de las instituciones públicas o privadas y su reemplazo por el poder concentrado en una sola mano. Basta recordar, por ejemplo, el referéndum constitucional de 2007 que Hugo Chávez perdió para entenderlo. En aquella ocasión, el chavismo pretendía acelerar los tiempos del socialismo con una modificación constitucional que buscaba llevar a Venezuela, en lo político y económico, a las orillas del modelo cubano. El pueblo venezolano lo rechazó en las urnas; Chávez tuvo que aceptar su derrota porque la presión interna y externa así lo dictó. Pero inmediatamente después empezó a hacer por la vía del ucase presidencial lo que antes había tratado de hacer por la vía del referéndum constitucional. Gracias a ello, Venezuela se convirtió en algo mucho peor de lo que ya era, hasta desembocar en el horripilante espectáculo actual. Lo extraño, en vista de todo ello, no es que Maduro, a quien Chávez nombró a dedo antes de morir y que se hizo legitimar en unos comicios fraudulentos en 2013 según abrumadoras pruebas que la comunidad internacional no juzgó suficientes para actuar, acuse a la oposición de golpista y a Estados Unidos de injerencista un día sí y otro también. Lo verdaderamente extraño es que la vasta mayoría de la dirigencia opositora siga actuando con impecable apego a la legalidad vigente en vez de intentar que los militares le den a Maduro un golpe de Estado o provocar una guerra civil. Aun a sabiendas de que el armazón jurídico del régimen está diseñado para sostener y preservar a una dictadura, la oposición sigue buscando una transición a la democracia liberal utilizando la Constitución del chavismo. Ese documento dice, en su artículo 72, que el Presidente puede ser revocado a la mitad de su mandato, en cuyo caso se convocará a nuevas elecciones (si es revocado después, el vicepresidente deberá asumir el mando). Amparándose en ese texto, la oposición recogió las firmas para iniciar el complicado proceso revocatorio (se necesitaban 195 mil y entregó seis veces más). En teoría, el Consejo Nacional Electoral tenía cinco días para confirmar su validez y dar la luz verde para el siguiente paso, que es la recolección de unos cuatro millones de firmas (el 20% del registro electoral) a fin de convocar el referéndum. Perfectamente en línea con su habitual proceder, el CNE, que con la única excepción de Luis Emilio Rondón está compuesto por rectores (así los llaman) chavistas, se negó a iniciar la validación de las firmas. Maduro dijo que era “inviable” el revocatorio y anunció su intención de hacer “desaparecer” la Asamblea Nacional, algo que en la práctica ya ha hecho. Ante esta nueva demostración de que el gobierno se ha co- A nadie -a nadie que no esté lobotomizado por la ideología o tan despistado que no haya sabido, en la larga década y media del régimen chavista, nada de lo que sucedía en la patria de Bolívar- le puede sorprender todo esto. locado fuera de su propia legalidad, la oposición, con Henrique Capriles y Henry Ramos a la cabeza, entregó un petitorio al CNE para que deje de arrastrar los pies e inicie la verificación de las firmas. Mientras tanto, fueron convocadas manifestaciones en 23 ciudades por la oposición, que insistió hasta el cansancio en que debían ser “pacíficas”. ¿Se puede pedir un proceder más impecable a una oposición que tiene al frente a un régimen de matones? Venezuela resume así las dos caras políticas de América Latina: un gobierno que expresa la ilegalidad y la violencia o, en palabras de Sarmiento, “la barbarie”, y una oposición que en su mayoría encarna la “civilización”. Dos tiempos históricos, dos formas de ser. Lo peor y lo mejor de América Latina dirimen hoy, en la Venezuela que somos todos, una lucha que es no sólo política sino, en un sentido profundo, cultural. La ventaja que tiene el gobierno, si de que gane la barbarie se trata, es que puede llevar las cosas a un terreno en el que la violencia -ya sea la violencia congelada de una dictadura que logre sofocar toda resistencia o la violencia activa de un enfrentamiento con sangre- sea inevitable. La ventaja que tiene la oposición es que hoy representa a una inequívoca mayoría de venezolanos, no necesariamente por convicciones morales o políticas sino por desesperación. Esa mayoría es una genio que se escapó de la botella el 6 de diciembre y que ya no es nada fácil volver a encerrar en ella (a diferencia de Cuba: la ambigüedad brutal que un sistema totalitario logra imponer en relación con las preferencias de la gente vuelve siempre difícil “probar” que una mayoría la repudia). Hace bien la oposición en seguir apostando a las armas de la civilización y evitar las de la barbarie. Pero no es seguro que puedan seguir encauzando las cosas por esa vía porque todo indica que Maduro y compañía están dispuestos a matar a mucha gente. Cuando el ex Presidente José Mujica dijo, esta semana, que Maduro “está loco como una cabra”, estaba expresando una verdad a medias. Al ornitológico gobernante venezolano que estrenó su gestión recibiendo órdenes de Estado de un pajarito difícilmente se lo puede situar en el bando de los cuerdos. Pero ojalá que sólo estuviera loco; está también profundamente ideologizado, lo que representa en cierta forma la cordura en su versión más extrema, es decir la capacidad para discernir con absoluta frialdad el bien y el mal, y proceder a extirpar el mal. El mal, en este caso, es la democracia liberal. No olvidemos que Chávez eligió a Maduro bajo recomendación de Cuba durante su agonía habanera. Si siguen pasando los días y la posibilidad del revocatorio se esfuma, no hacen falta grandes dotes visionarias para darse cuenta de que se viene una repetición de las jornadas de protesta de febrero de 2014, que dejaron una estela de muertos y heridos, y de presos políticos. El desenlace, esta vez, es de incierto pronóstico porque hay voces militares respetadas en el chavismo que ya no esconden su repudio a Maduro y empiezan, sin abandonar sus viejas querencias, a pedir abiertamente su salida. Uno de ellos es el ex comandante de la Red de Defensa Integral de Guayana, el mayor general Clíver Alcalá Cordones, que participó en 1992 en la intentona golpista de Chávez contra Carlos Andrés Pérez. Este militar emblemático del chavismo ha expresado su apoyo al referéndum y ha pedido a los militares que no se hagan cómplices de la pretensión de Maduro de impedirlo. Otros han dicho lo mismo. No está nada claro cuánto control de la tropa tiene a estas alturas el ministro de Defensa, el general Vladimir Padrino López, cuya partidarización con el régimen roza el ridículo (hizo suyo un pronunciamiento de los miembros chavistas de la Asamblea Nacional contra la amnistía en favor de los presos políticos, por ejemplo, y más recientemente aseguró, haciéndose eco de Maduro, que hay “un golpe de Estado en marcha”; suele firmar sus comunicados con vivas a Chávez y latiguillos comunistas). La actuación de este militar tiene todos los visos de la inseguridad, pues constantemente apela a la unidad de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana para tratar de disipar los rumores de divisiones internas. La multiplicación de militares chavistas que rompen con el gobierno y las informaciones que siguen circulando sobre descontento en los mandos medios han provocado una sobrerreacción muy significativa en la alta jerarquía. Estas informaciones no son nuevas y muy probablemente la decisión de acatar el resultado electoral del 6 de diciembre tuvo que ver con el temor a que un fraude partiera en dos al Ejército (en muchas mesas de votación donde estaban inscritos miembros de la FANB y sus familias ganó por amplio margen la oposición). El chavismo nunca confió en sus propias fuerzas de seguridad: de allí el sistema de vigilancia interna creado por los asesores cubanos que ha habido que reforzar constantemente (Ramiro Valdés, fundador del G2 cubano y hombre cercano a los Castro desde siempre, ha sido una presencia constante en Caracas en los últimos tiempos). La creación de “colectivos” de matones armados que aterrorizan a la población cada vez que hay protestas y que sirven de advertencia a los propios cuerpos de seguridad venezolanos es un síntoma de que Maduro, como antes lo hizo Chávez, duda de la lealtad de los uniformados si las cosas toman un cariz grave. Hasta ahora la oposición ha actuado con inteligencia, apelando a la lealtad de la FANB, de la Guardia Nacional Bolivariana y de la Policía Nacional Bolivariana para con Venezuela y la Constitución -pidiéndoles que no se hagan cómplices de los atropellos a la legalidad-, pero dejando muy en claro que son contrarios a un golpe de Estado o a una intervención violenta. El riesgo, a medida que se agrava la situación, no es que la oposición cambie de discurso y actitud: el peligro es que su discurso y su actitud queden desfasados de una realidad que se vuelva violenta al margen de la voluntad de los conductores políticos de la población descontenta.R