Aurora Bajo la luz de la luna - Dr. Gerardo Saúl Palacios Pámanes

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Gerardo Saúl Palacios Pámanes
Aurora
Bajo la luz de la luna
México
27 de febrero 2005
Aurora
I
Casi siempre estaba triste. ¿Por qué?, no lo sé, pero así era casi siempre.
No importaba que amaneciera el cielo rojizo; tampoco los atardeceres
pajizos. Ella seguía triste. Una tarde lóbrega y solitaria. Una noche
concurrida de recuerdos. Una cama siempre sin deshacer de uno de sus
lados. Las mañanas: sin saludos; los regresos a casa al anochecer:
silenciosos y fríos, como el humor de su morada. Un libro era la puerta de
la cual valerse para emigrar hacia mejores horizontes, fuera tan sólo
mientras la historia durara. A veces, con tal de no cerrar esa ruta de
escape, detenía la lectura o regresaba a capítulos leídos para prolongar su
duración. De cualquier forma seguía sola. Una tasa de café, de vez en vez;
una botella de vino tinto, cada mes; una carta sin destinatario y una
remitente sin mucha esperanza. Aurora siempre estaba sola. Así fue
siempre: solitaria y adusta. Sentía enormes deseos de ser amada, pero no
tenía ánimos de amar. En esta tan humana contradicción su nostalgia se
enredaba, sin obtener a cambio un solo nudo que la atara a una razón.
Luego que mudó de domicilio, en la misma Ciudad de México, decidió
olvidarse de su vida pasada. Cambió de nombre, modificó su apariencia,
transformó su vida. Aunque esto último sólo de forma superficial, pues en
el fondo de su alma seguía oleando el mar de sus temores primigenios.
Recordaba con frecuencia a un hombre que quiso pero nunca lo admitió,
hasta que ya no lo tuvo, hasta que la vida se lo quitó. Habían transcurrido
algunos años desde entonces.
Este día, como cada viernes, interrumpirá las noches etéreas de
inescrutable soledad. La razón para salir de tan rutinaria condición: la
visita semanal de uno de sus pocos amigos. Corrijo: de su único amigo.
Ella ya está vestida y bien presentada. Mientras aguarda a su invitado
repasa sin mucho afán el único juego de fotografías que conserva de su
vida anterior. Mira sin observar las que tomó la primera vez que él estuvo
en su casa. Aquella ocasión en que los dos bebieron tequila entre semana,
bajo la luz de la luna que enrareció sus rostros mientras el gentil bullicio
de la noche se colaba por las cortinas entreabiertas de la puerta de
aluminio que interceptaba el balcón volado sobre los jardines de fuentes y
piscina. Ese fue el primer encuentro al que él acudió con rosas,
terminando ambos casi sin ropas. Aquella fue apenas la primera cita, pero
los efectos del alcohol justificaban cualquier precipitación carnal.
Se detiene en una de las fotografías; en la que él disparó mientras subía
con la mano libre por el muslo firme y voluptuoso de Aurora, con la
aquiescencia de la dócil tela del vestido que ella lucía. En dicha fijación
fotográfica el rostro de Jorge aparece bañado por los excesos del flash;
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efecto aquél que recrea una atmósfera surrealista. Los ojos del varón
expresan frenesí, porque el instante de la toma coincidió con el momento
en que la dama le hablaba a mordidas, jadeante, en el lóbulo de la oreja.
Tocan la puerta.
-¿Quién es?
-¡Ah!, esperas a alguien más.
-A alguien más que tú.
-¡Qué cruel!. ¿Alguien que sea más que yo?
-No. Alguien que me bese más que tú.
-Eso está difícil.
-Tendré que probarlo.
-Quieres nadar en otros mares teniendo piscina en tu propia casa. Pues
has de saber, amada mía, que es menos peligroso y más íntimo naufragar
en mis aguas que en las caudalosas ignoradas.
-Me da gusto que hayas venido. Me siento muy sola.
-¿Y qué es la compañía, si no la suma de dos soledades?
-Y a qué hora me vas a besar. Nunca se te quitó eso de venir a mi casa con
botella en mano.
-No siempre se tiene ocasión para brindar con la mujer por la que brindas.
-Eso no me deja mucha opción, si sólo de mujeres los brindis se tratan.
-Anoche leí a Neruda, así que cuídate, vengo inspirado.
-Siempre te dices inspirado.
-¿Y no me invitará a pasar, señorita? Yo soy un hombre decente, no puedo
entrar si Usted no lo conciente.
Con eso de que volviste a nacer ya te crees vampiro. No te preocupes, te
invito a pasar, así perderás tus poderes.
-No te creas eso de que con tu invitación voy a perder mis poderes.
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Ambos ingresan al recibidor y ella se dirige a la cocina, a poner en agua las
rosas que como cada viernes su invitado le obsequia. Él se adelanta a la
sala y se sienta en el sofá, mientras remira las ya muy observadas
pinturas de Dalí, pendientes de la pared frontal, ignorando que los frescos
son auténticos. Ella llega a la sala habiendo abandonado sus tacones en el
recibidor y entrega a su amigo el par de vasos de los que habrán de beber
hasta que el primer rayo de sol amenace con amanecer.
-¿Fuiste con el psiquiatra?-, pegunta ella mientras se sienta a su lado, en
el sofá, sobre sus piernas de pies desnudos y bien cuidados, siempre bien
cuidados.
-Si, bla, bla, bla.
¿Y al médico?
-También, bla, bla, bla.
-Balbuceas y ni siquiera has abierto la botella.
-Me desespera no saber la verdad.
-Casi todos esperan saber, pero casi nadie sabe esperar.
-El uno dice que es normal. Como si yo le estuviera preguntando si soy
normal o no. Como si para eso le pagara. Como si no supiera yo de
antemano que no es así. Si fuera normal no necesitaría de sus servicios. El
otro: que los dolores disminuirán paulatinamente. Como si no hubieran
transcurrido dos años desde entonces.
-Fui a su tumba, dice Aurora.
-¿Cuál tumba?
-La de tu amada.
-¿Para qué?
-Para depositar flores, ¿Para que crees?
-En tres días se cumplen dos años, ¿Sabías?
-Si, con obsesiva aritmética.
-También bordeamos los dos años de conocernos y cada día te quiero más.
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¡Ah!, qué bonito niño.
-Te burlas de mis sentimientos.
-¿Ya volviste a escribir?
-Sí.
-¿Y por qué no me dijiste?
-Precisamente eso es lo que te iba a decir hoy.
-No subestimes a una mujer que si sigue sola a estas alturas y con esta
fortuna es porque ha sabido lidiar con hombres igual de discursivos que
tú.
-Dame algún crédito.
-¿Y sobre qué has escrito?
Él introduce su mano bajo su camisa, por la parte de atrás y alcanza un
pequeño libro que llevaba oculto entre ésta y la cintura del pantalón de
mezclilla.
-Esto es lo que he escrito.
-¿En tanto tiempo sólo has escrito esto?
-Que buena crítica eres. Todavía ni lo abres y ya desenvainaste.
Aurora abre el libro al azar y lee en voz alta: “-Te invito a mi mundo, para
que con el tuyo se eclipse mi soledad-”. Cierra el libro y pregunta:
-¿Por qué escribiste esta frase?
-Porque habla de ti y de mí. De nuestros encuentros nocturnos. De mis
partidas al alba. De tus amaneceres sin saludos. De mis días de ausencia.
De mis noches eternas. Habla también de cómo murió Aurora y renaciste
tú, como mariposa surgida de una larva.
-¿Lo vas a publicar?
-Dudo que algún editor me conceda cita de madrugada.
-¿Que esperanzas te da el psiquiatra?
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-Nada concreto, de hecho siento que en ese tema cada vez involuciono
más. Eso como si viendo la luz al final del túnel, caminara en retroceso. De
hecho, sueño frecuentemente con ese pasaje. Pero en el sueño no soy yo el
que camina hacia atrás; es el tiempo el que regresa, devolviéndome justo a
la boca inicial del túnel. En este curioso mundo que es el nuestro, no nos
sorprende que al alejarnos de algunas cosas lleguemos a otras. En este
terrible mundo, el mío, alejarme es regresar.
¿Y dónde comienza el túnel?
-Lo mismo me pregunta el psiquiatra.
Aurora despierta; como siempre: bañada en sudor, con la respiración
agitada y el corazón queriendo estallar.
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Bajo la luz de la luna
II
Cada vez que ella repasa su apariencia frente al espejo del tiempo es como
si el tiempo se detuviera en su rostro, admirado, para contemplar la
simetría de su belleza inefable, la perfección inigualable de los contornos
enérgicos de sus ojos; la blandura exquisita de sus labios; el poder
fulminante que posee para con su sola mirada hacer tiritar al hombre más
osado. Yo, con menores pretensiones, no intento capturarla; sería tan
desquiciado como beber arena. No pretendo retenerla, ella es libre y bella;
yo, en cambio, un engendro de la noche. Gracias a que conozco esas
diferencias es que me mantengo cerca de ella. Durante el día, la sueño; en
la noche, la añoro. La quiero mientras la sueño y la sueño queriéndome.
Me duermo extrañándola y amanezco soñándola. ¿Qué cuánto la quiero?
Podría contestar por lápices, por plumas, por letras, por hojas, por versos;
pero la pregunta no es cuánto, sino cómo: la quiero de noche.
Todas las noches me despierto convencido de que al amanecer volveré a la
cama con un rayo de sol más a mi cuenta, pero todo es igual. Nada
cambia, salvo el tiempo en los surcos de mi piel.
Desde aquel día no puedo salir de casa, a no ser durante la noche. La luz
del sol se ha convertido en las rejas que me aprisionan; las paredes de mi
departamento: los confines de mi crujía; la memoria: mi mayor tormento;
las calles oscuras de la ciudad: mis callejones sin salida. Pude haber
hecho algo más y eso me castiga.
Mientras la Tierra se desliza como diminuto grano de cronos por el fondo
de una botella, yo sigo sobre su faz, escribiendo, remembrando, añorando,
llorando y maldiciendo. ¡Qué absurdo!: vivimos sobre una roca errabunda
que gira eternamente en torno una esfera en llamas y sin embargo
gastamos una vida –que vivimos de prisa- preguntándonos a dónde vamos.
¡A ningún lugar! Avanzamos tan solo para regresar.
Me siento como escarabajo encerrado en una botella. Sólo que el
escarabajo, en la metáfora de Ludwig Wittgenstein, cree que todo su
mundo es el interior de la botella; se ignora prisionero. Yo, en cambio, no
nací confinado, pues hubo un lapso de mi vida que viví libre. Mi
psiquiatra, al estar situado en el exterior, debería tomar la botella y
estrellarla en el suelo, para que yo pudiera salir. Ahora, que siento mi
pequeño mundo deslizarse sobre la pendiente conmigo dentro,
experimento una sensación angustiante como la que habría de sufrir el
escarabajo atrapado en una botella que se precipita al vacío. Mi temor es
múltiple. Qué será de mí cuando la botella se rompa en mil pedazos. ¿Ya
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no tendré mundo donde vivir? ¡Pero qué cosas digo, si yo no pertenezco a
este mundo! ¿Seré un apátrida en el mundo exterior? ¿Mi vida también se
despedazará? Peor aún: ¿qué sucederá si la botella nunca se rompe? ¿Seré
entonces, un apátrida en mi propio país?
Desde aquí adentro, veo las cosas amplificadas, tal como se vería la vida a
través de un cristal con efecto lupa. Escucho el bullicio del mundo exterior
a lo lejos, en segundo plano, desde la ventana de mi departamento. ¿Qué
soy? Soy un espectador, al margen de los acontecimientos. Reposo en el
fondo de mi botella y no hago otra cosa mas que recordar. Ya no sé si
recuerdo lo que vivo o vivo lo que recuerdo. Es como si la línea del tiempo
hubiera cambiando su trayectoria lineal para abrazarme, anudarme,
haciendo un remolino en torno a mí. Pareciera que el tiempo ya no
transcurre, sino discurre. Todo gira en mi cabeza. El pasado se hace
presente y el presente tan sólo lo presiento, como si fuera futuro, un
futuro inalcanzable, como el horizonte se mueve a la vista del que avanza,
para hacerle saber que siempre permanece en el mismo lugar. Todos
estamos, siempre, tan lejos de la línea. La nostalgia por el horizonte
siempre me desconcertó. ¡Cuánta tristeza en Tierra la esfera encierra!
A mí nada me consuela, a no ser porque ella me dijo, después de tanto
tiempo, que sí me quiere. A partir de esa noche volví a escribir. Sus
palabras fueron como un bálsamo para mis heridas y a un mismo tiempo,
las alas de mis palabras. Desde el día de mi desgracia, yo no había logrado
volver a escribir. Pensé, con ironía, que ya me había convertido en esa
clase de crítico literario que es la más aguerrida de todas: la conformada
por quienes no tienen el valor de enfrentar la hoja en blanco.
Cada ocaso de sol comienza la cuenta regresiva, así que ante la
imposibilidad de frecuentar lugares públicos que cierran justo cuando yo
despierto, no hago otra cosa que escribir. De vez en cuando salgo de mi
departamento y ando por allí, en las calles sosegadas de mi aletargada
soledad. Casi dos años ya sin salir a la vida, sin recibir un baño de luz.
Cuando paseo por la ciudad camino y camino, abstraído en mis
pensamientos, recordando lo sucedido. Luego, cuando recupero la
conciencia, me descubro en la entrada del fraccionamiento donde todo
tuvo lugar. Cuando eso sucede siento que mi enfermiza obsesión por el
pasado me arrebata la razón y me usa, para luego, con un humor sádico,
dejar que mi alma emerja de las profundidades de mi embelesamiento,
mostrándome de golpe la razón de mi dolor, siendo esa la manera como mi
obsesión, manifestada en forma de voluntad paralela, me devuelve a la raíz
de la agonía. No es casualidad, nada es casualidad. La concibo como una
manifestación del inconsciente, como si él supiera que sólo afrontando el
problema podré vencerlo y seguir adelante con mi vida. Instalado allí,
merodeo por el estacionamiento de los condominios y luego comienzo a
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escuchar los gritos de Vicente, y es entonces que salgo corriendo, como
siempre, despavorido.
Escuché en el noticiario nocturno que el ex senador Barrios Aranda
protesta por la inmunda comida que le sirven en el reclusorio donde sigue
prisionero. “-Necesitamos más derechos humanos, pues un individuo, aun
siendo responsable del delito más ominoso, sigue siendo persona”-, dijo el
reportero. Yo coincido, con una salvedad. Necesitamos más derechos
humanos; pero sobre todo más humanos derechos.
A veces pienso que la situación de ese señor y la mía son similares, pues
mientras él tiene al penal por casa yo tengo a mi casa por penal. ¡Qué
ironía! Si me vieras Sofía, te avergonzarías. Y después de todo, tal vez me
ves. Si me oyeras Vicente, tal vez me maldecirías, al saber que aún amo a
nuestra Sofía; y sin embargo, tal vez me escuchas.
A Aurora la amo. La diferencia es que a ella la amo por las noches, a Sofía
durante el día. A eso me refiero cuando digo que la forma como amo a
Aurora es de noche. A Sofía le dedico mis horas de muerte, a Aurora el
lado oscuro de mi vida, la oscuridad de mi vida.
Ayer fue día de consultar al psiquiatra. Se trata de un viejo misterioso que
sin embargo sabe lo que hace. Habla poco (eso, y el diván le delatan como
psicoterapeuta freudiano). Por alguna extraña razón su nombre siempre se
me escapa. Varias veces he tomado papel y bolígrafo con la intención de
escribir su nombre y así absolverme de la desesperación de hurgar en la
memoria sin encontrar lo que busco, pero el papel siempre permanece en
blanco, a no ser por algunos garabatos que trazo casi inconscientemente
durante la introspección. Lo llamaré Señor “C”, en alusión al ronquido de
breves reverberaciones que emite al final de las sesiones, cuando el
aburrimiento y el cansancio lo traicionan. No lo culpo, la hora en que yo
puedo asistir a su consultorio facilita sus ensoñaciones. El tedio de mis
días oscuros aburriría a cualquiera. Pero existe algo en él que me hace
saber que le intereso. Eso como si cada semana que me recibe en su
consultorio, una llama se encendiera en sus ojos de irises borrosos.
Después de todo, su larga lista de pacientes está conformada por mujeres
que experimentaron la depresión luego que descubrieron las infidelidades
de su marido; o por hombres adinerados que se sienten solitarios. Las
mujeres se lo buscan. Como la curiosa impertinente de Cervantes,
prefirieron la verdad que seguir viviendo en un mundo, de quimeras, sí,
pero feliz. Los hombres, también, a su manera, porque habiendo destinado
la mayoría de su tiempo, esfuerzo y atención a acumular riqueza, se
volvieron objeto de comercio a los ojos de las cazadoras de fortunas. De
esta manera, la lista de pacientes se divide en dos grandes grupos: el
formado por quienes se sienten solos estando acompañados, y el que
reúne a quienes se sienten solos estándolo. O bien, por quienes se sienten
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pobres teniendo lo necesario y quienes se sienten miserables amasando
fortunas. Sé que este tipo de criaturas en desgracia son las que
predominan durante las largas jornadas de trabajo del Señor “C”, porque a
veces coincido con ellas en la elegante sala de espera. No me equivoco
cuando afirmo que yo soy la cereza en el pastel, el caso reservado de la
semana que reaviva el interés del examinador. Es como el caso del
coleccionista de mariposas que detiene su vista para contemplar,
maravillado, el ejemplar de su predilección. O como si el psiquiatra regente
del sanatorio, ubicara en la última habitación, al fondo del pasillo, del
último piso, al huésped más enfermo, para reservarse su postre preferido
al final de la rutina.
El Señor “C” me ha dicho que muestro mejorías. Yo le digo que me estoy
quedando sin dinero y me siento casi igual. Él responde, bromeando, que
entonces el dinero es la causa de mi problema. La verdad es que si de
dinero se tratara, si la salud mental se comprara, yo la compraría. A este
respecto él me dice que no se puede comprar un boleto de regreso para
repetir el día en que todo sucedió y que debo resignarme ante esa
imposibilidad. Pero la falta de resignación no es lo que me aleja de la luz
del día. Tampoco el reclamo mundano que por lo sucedido pudiera hacerle
a Dios, pegando de gritos por la ventana de mi casa.
Le confesé que esto último lo intenté cuando escribí una carta dirigida al
Creador y se la envié por correo postal. Me sentí un poco liberado, a decir
verdad, hasta que dos meses después llegó a mi buzón por no existir la
calle “Edén” en la colonia “Paraíso”, en el Distrito Federal. No fuimos los
mexicanos quienes dijimos que Dios despacha en el Distrito, sino los
argentinos quienes afirmaron que Dios despacha en Buenos Aires, pero el
hecho de recibir la carta de regreso no lo había calculado. Sabía
(obviamente) que la carta no sería leída por su destinatario. (Aún no estoy
tan mal), pero no había previsto la devolución de la misiva. Así que cuando
la recibí experimenté una grave angustia porque esa carta bumerang me
hizo sentir que hablaba solo, que estaba solo, que ni Dios me escuchaba.
El Señor “C” me dijo que tal vez Dios no tiene código postal y que para
dialogar con él sólo se necesita rezar. Tres cosas le reproché por esa
respuesta. La primera fue que me había parecido más el discurso de un
padre para su hijo pequeño que el de un médico trata-locos. La segunda:
Que si el rezo era la única forma de comunicarse con el Creador, entonces
eso ponía de relieve que era intolerante, pues aunque en principio siempre
esté dispuesto a escuchar, sólo sería así en la medida en que uno le dijera
siempre lo mismo. La tercera y la más importante: No estoy de acuerdo con
eso de que Dios no tenga código postal pues a nadie se le ocurriría afirmar
que Él no tiene código postal. Si no tuviera código postal sería porque no
tiene casa, lo que equivaldría a afirmar (en una reducción al absurdo) que
Dios no tiene en que caerse muerto, lo cual es inconcebible. Por esta tercer
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objeción incluso le dije que ya comenzaba a dudar de su preparación
profesional, porque todo psiquiatra debe convenir que Dios tiene casa,
código postal y hasta un buzón. Sobre estas disquisiciones, el Señor “C”,
rehaciéndose en su sillón, me dijo que el problema no era dilucidar si El
Todopoderoso tenía casa, perro, código postal o coche; sino que la carta
había sido mal remitida. Me detuve un poco a pensar en estas últimas
razones y luego de unos segundos de silencio le respondí: “Entonces se
equivocó la gente del servicio postal. ¡Qué raro!, eso casi no pasa por acá”.
“-No, no. Digo que la misiva debió ser enviada a quien sí recibe cartas, me
refiero a Santo Clos”. El Señor “C” realmente me hizo enojar, pero como
recién terminó de decir la palabra “Clos” se echó a reír, la sonoridad de su
risa me recordó realmente a ese personaje, así que los dos reímos por largo
tiempo. Le dije que viendo las cosas por el lado positivo, mi imposibilidad
patológica para vivir de día no me privaba de la posibilidad de recibir algo
de Navidad a manos del regordete, pero él me respondió, entre risas, que
sin embargo, como mi enfermedad me obligaba a estar despierto toda la
noche el viejo tacaño no me llevaría nada a casa por no irme temprano a la
cama. Ambos reímos a pierna suelta. La altura de la noche y la soledad del
consultorio nos absolvían de cualquier cuestionamiento de terceras
personas.
En esa misma sesión, casi para finalizar y sosegadas las ráfagas de
hilaridad, con la seriedad reestablecida en su semblante (a juzgar por el
solemne tono de su voz), me dijo que para ver hacia adelante tenía que
volver atrás. “En la demencia la lucidez se anida”-, exclamó ceremonioso. Y
prosiguió: “-La cordura se descubre igual que la luz al final del túnel:
penetrando en la oscuridad hasta alcanzar el otro extremo. Los enajenados
mentales recorren el pasadizo de su penumbra quedando atrapados para
siempre, sin advertir que las dos puertas se han cerrado dejándolos
adentro. En tu caso, Jorge, la puerta está abierta, pero caminas en
círculos-”. Le pedí que me explicara el significado de su sentencia y él me
contestó: “-Imagina que la vida es un tren que se detiene en cada estación.
No sabes a cuál estación vas, sólo que alguna será la última. No sabes
tampoco cuál será la última de modo que, ante tal incertidumbre, decides
hacer dos cosas: disfrutar el viaje y bajar en cada estación para estirar las
piernas, conocer personas y lugares, sabiendo de antemano que al poco
tiempo tendrás que volver al vagón que te corresponde para reanudar el
viaje. Así lo haces en cada estación. Intentas disfrutar al máximo tú
descenso transitorio. Mientras el tren está detenido, conoces más personas
más lugares y experimentas, aquilatas nuevas vivencias. Como el recorrido
es largo, decides que en las subsecuentes estaciones buscarás una dama
que decida abordar contigo el tren de la vida. Como el viaje es corto,
decides encontrarla pronto. A medida en que el tren acumula paradas y tú
no encuentres a la mujer de tu intención, se incrementa la agonía, pues
aunque ignoras cuántas estaciones te faltan para llegar a la última: una,
cien o mil, sabes, por lógica, que entre más estaciones pasen menos
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quedan por visitar. El problema es que la agonía te ha impedido ver dos
circunstancias. Primera: por especializar tus incesantes búsquedas en las
estaciones, te has olvidado de buscar en el propio tren. Segunda: producto
de la desesperación propia de quien busca sin encontrar, en uno de tus
descensos olvidaste tú equipaje de mano que ahora echas de menos. De tal
suerte que tu búsqueda te ha provocado dos sensaciones de vacío que
antes de emprenderla no experimentabas: no tienes mujer y no tienes
equipaje. “No sé (prosiguió después de un breve silencio), si te falta la una,
la otra, las dos o un tornillo en la cabeza. Lo que sí sé es que sin duda
tenemos que regresar a la estación en cuestión. Pero te tengo noticias. El
tren no viaja en reversa Jorge, igual que el tiempo no regresa. Tenemos
que bajar del vagón y caminar en sentido contrario al trayecto de la
máquina. Conocemos el camino, gracias a las vías. Tú nos guiarás en el
camino de regreso porque tú eres el protagonista de la historia que
debemos repasar. Eso es lo que hemos estado haciendo durante las
últimas sesiones. Piensas que no hemos avanzado, según dijiste hace un
momento, pero yo digo que hemos avanzado mucho. No sólo hemos
avanzando en nuestras regresiones, sino en nuestra búsqueda. No
sabemos aún cuál estación fue aquella donde dejaste algo valioso sin lo
cual no puedes seguir tú marcha, pero sabemos que lo que buscas no está
en aquellas estaciones que hemos dejado atrás con el sentido de nuestra
caminata. Las primeras cuarenta estaciones que revisamos, las últimas
cuarenta que visitaste mientras viajabas en tren. Obviamente es más lento
y fatigoso andar a pie que en tren, por eso, por acompañarte, te cobro
bien. Yo te ayudaré a encontrar la estación en cuestión. Déjate ayudar y tú
mismo lo conseguirás; entonces, cuando halles lo que buscas, en esa
misma estación, retomarás el tren del destino”.
Habiendo escuchado esas disquisiciones me sentí ridículo al haber
entablado aquella banal conversación sobre el código postal de Dios.
Después de todo, tal vez el Señor “C” merezca que lo llame por su nombre.
Intentaré recordarlo.
En este momento intento escribir algo, en mi escritorio de siempre, de la
biblioteca. Dejé la puerta del sanitario abierta. El empaque de la llave
mezcladora del lavabo está roto. Las gotas de agua repican en la cerámica
del lavamanos, delirante, incesantemente. Yo procuro concentrarme a
pesar de ese ruido, pero no lo consigo. Gota tras gota tras gota tras gota.
Tic, tic, tic, tic. La continuidad con que las gotas se revientan tras su caída
se traslapa, arrítmicamente, con el tac-tac del reloj de pared. Tic, tic, tac, tic,
tac, tic, tic, tac. Mi mano diestra sostiene el bolígrafo en el aire, con ademán
de quien está por comenzar a escribir. La hoja sigue en blanco. Mi frente
suda; la mirada fija al papel. Tic, tac, tic, tac, tic, tac. Una gota de sudor se
desliza sobre el tabique hasta aferrarse a la punta de mi nariz. El sudor se
introduce en mis ojos, pero yo sigo inmóvil. La gota de sudor cae de mi
nariz, impactándose en la hoja. El repiqueteo del agua se sincroniza con el
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segundero del reloj. Marchan al unísono, en compás perfecto. Toc, toc, toc.
Una gota, un segundo, una a cada segundo. Una gota engorda en la boca
de la llave, la cadena de ruidos se interrumpe. No se escucha el agua;
tampoco el reloj. La gota se aferra, se resiste a caer. El tiempo se detiene…
comienzo a escribir. Escribo una página, dos, veinte; sin parar, sin
descansar. La inspiración fluye incontenible. Llego al final de la última
hoja de mi libreta. Se acaba el espacio para terminar una idea. Dejo de
escribir. Salgo de mi abstracción. Miro alrededor. Es de día. El reloj de
pared marcha a tiempo. Me incorporo de la silla y al dar el primer paso
siento el agua mojándome el pie. Presto atención a lo que registra mi oído.
El chasquido es intenso, continuo. La llave del lavabo se rompió y el agua
se desborda del lavamanos, en cascadas. Todo el departamento está
inundado. Doy el segundo paso, el tercero, el cuarto… camino sobre el
mar.
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Aurora
III
Jorge ya se ha ido. Aurora se volvió a dormir. Esta vez en la sala de su
casa. De nuevo, como casi siempre sucede desde aquella tarde, se
despierta en la madrugada, agitada, sudorosa, con el corazón precipitado.
Las pesadillas no le dejan un resquicio de sosiego. Luego de despertarse
abruptamente y regresar de los confines del ensueño, le toma algunos
segundos caer en la cuenta de que soñaba y que realmente no corre
peligro. Siempre que esto le sucede es porque soñó lo mismo.
Reminiscencias de la vida que dejó atrás; resabios que le hacen saber que
no pasó de una vida a otra sino que la vida es una, única, indivisible; no
importa el cambio de nombre, identidad, apariencia y residencia. Se
pregunta si la reencarnación existe y en todo caso si ella podrá borrar de
su mente y conciencia lo ya vivido, como según dicen sucede cuando se
vuelve a nacer. Esto porque a pesar de cambiar de página sigue leyendo la
misma historia, ahora, durante las noches de sueño. Refiriéndose a Jorge,
ella exclama: “-Qué ironía. Yo vivo de día pero recuerdo de noche; él vive
de noche y recuerda de día”. Y es que después de lo sucedido, Jorge ha
caído en una extraña enfermedad mental que le impide ver la luz del día.
Así, está condenado a vivir en los rincones lóbregos de la noche. Ella, en
cambio, intenta olvidar durante el día, sintiéndose atraída por una extraña
fuerza que emerge de su propio inconsciente durante los ensueños,
regresándola de golpe a su vida previa.
Senda tropezosa es la que ambos recorren. Ella: durante el día, pasando la
estafeta a Jorge, cuando se va a dormir. Él: prosiguiendo con la marcha
errante mientras ella naufraga en el mar del ensueño, sumergida en los
abismos de la angustia compartida. Aurora lo trata de superar, incluso
fingiendo estar de buen ánimo. Jorge, en cambio, sigue atrapado en una
caja de Pandora y ha comenzado a sentir que jamás podrá escapar.
Hoy, como siempre que la visitan las pesadillas, acude a su memoria un
joven que haciéndose pasar por policía llamó a su puerta, hace casi dos
años. Aurora abrió y él le informó su interés por formularle preguntas
sobre la serie de asesinatos que ocurrieron una noche reciente. Mostrando
una identificación falsa, ingresó a la residencia de ella para intentar
matarla. Con el revólver que escondía bajo sus ropas, trataría de eliminar
a la única testigo de cargo.
-Siéntate por favor, ahora vuelvo.
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-Gracias, señorita.
-¿Gustas algo de beber?
-Luce cansada, triste.
-Veo que no gustas nada.
-Busco algo.
-Qué puedo hacer por ti. Ya lo dije todo en la delegación, cuando entregué
las fotografías-, responde ella mientras se introduce en la cocina para
servirse un vaso con agua.
-Ah. Bueno, se me ocurre que...
-¿Tus ocurrencias son las que te traen aquí? Tres amigos míos han
muerto, el culpable está preso. ¿Qué más quieren saber?
-No me dijeron que Usted era tan bella.
-Mira, no tengo tiempo ni ánimo para esto. Si vas a preguntar algo hazlo
ya.
-Quiero que me diga…
Se escucha un ruido en la cocina.
-¿...está usted bien?-, pregunta él mientras saca de la cintura de su
pantalón la pistola, pues el estallido del vaso que Aurora dejó caer al suelo
lo puso en alerta. Aurora ha recordado el rostro del joven policía como el
mismo de aquel que fue fotografiado por Sofía (ahora occisa), desde la
ventana de su departamento, mientras sostenía desinhibidas relaciones
sexuales con la vecina del edificio de enfrente. Se pone nerviosa; no sabe
qué hacer. Mientras piensa, actúa dubitativa. En vez de dirigirse hacia la
puerta y salir corriendo, se pone de rodillas para recoger los pedazos de
vidrio esparcidos por el suelo. Ya no escucha la voz del joven así que, para
deducir su ubicación en la casa, le pregunta: “-¿Seguro que no gustas
nada?”-, y él le responde a un metro de distancia, de pie, bajo el umbral de
la puerta abierta de la cocina:
-Sí, pensándolo bien, sí.
Ella mira hacia arriba mientras permanece de rodillas y descubre al joven
empuñando el revólver, entonces le implora con voz quebrada: -“no me
mates”.
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-Convénceme.
-¿Qué quieres que haga?
-Tú tienes algo que yo quiero.
-¿Qué cosa?
-Quítate la ropa.
-¡No!-, exclama ella, con determinación.
El joven activa el martillo del arma y apunta hacia la frente de Aurora.
-Espera-, musita ella y comienza a sollozar.
-Tres segundos: dos... uno…
-¡Espera!
Aurora comienza a desvestirse mientras incrementa su llanto, aumentando
con ello la excitación del agresor. Él, al ir descubriendo la portentosa
belleza física de su víctima, comienza a saborearse con escarnio el
banquete que habrá de degustar.
-¡No te levantes!, ¡Que no te levantes!
Y justo cuando escucha estos gritos a voz de su victimario, Aurora se
levanta por las noches, bañada en sudor, colmada de miedo, ahogada de
angustia.
-“Ya sé que mi vampiro está dormido, sólo llamaba para molestarte, es
decir, para despertarte con el timbre del teléfono, pero ya veo que como
buen previsor activaste la contestadora. Te mando besos. Cuando te
despiertes y ya sea de noche, piensa que te sueño. Cuando duermas,
sueña conmigo, mientras yo te extraño porque estás dormido. Cuando
cuentes estrellas, recuerda que siempre contarás conmigo; cuando
extrañes al sol, refúgiate en el calor de mi cuerpo enardecido; cuando
llores por la soledad que te reserva la noche, recuerda que el amor no
conoce tiempos, horarios, distancias o cantidades, porque es inaprensible,
igual que el éter… quien no sueña despierto, vive durmiendo”.
16
Bajo la luz de la luna
IV
-El Señor “C” está convencido de que yo sé en cuál estación dejé el
equipaje que busco afanosamente. Su simulación es explicable tal vez
porque quiere prepararme para cuando lleguemos al lugar yo pueda
soportar la noticia de que ya no está el objeto de mi afecto. Asimilar,
deglutir la realidad irreversible de que el destino finalmente me alcanzó. Lo
sé porque en la sesión pasada encontró ocasión para decir que la muerte
es una puerta que todos irremediablemente habremos de cruzar, pero que
lo doloroso de ese viaje es que no todos lo emprendemos al mismo tiempo.
Obvio decir que se refiere a una etapa de duelo que no he superado porque
insisto en pensar que no sucedió o que no debió suceder, o, en el peor de
los casos, que puede ser de otra manera. Lo sé porque cuando me
preguntó si he ido a la tumba de Sofía, le respondí que no. Y es que no voy
porque allí no encontraría lo que estoy buscando. Él supo desde entonces
que yo la estoy buscando en el mundo material; que yo no doy por hecho
que ella está muerta. A este propósito me pidió que respondiera de forma
inmediata a las palabras que me diría sucesiva y vertiginosamente.
Convenido lo anterior inició la retahíla:
-Mar.
-Peligro.
-Cueva.
-Desconocido.
-Mujer.
-Sofía.
-Vida.
-Escritura.
-Muerte.
-Noche.
-Noche.
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-Muerte. ¿Por qué se detiene, doctor?
-Dime tú: por qué te detienes en la noche.
-Yo me detuve porque esa fue la última respuesta. Usted ya nada dijo.
-No. Lo que pido es que me digas por qué detienes tú camino en el día para
reanudarlo en la noche.
-Usted es el que estudió estas cosas.
-Ahora relaciona la noche con algo. Por ejemplo, la noche es para amar.
-La noche puede ser para muchas cosas. Para el ladrón significa el inicio
de su jornada laboral. Para el velador igual. Por eso coinciden sus
horarios, el uno procura que el otro fracase en su trabajo. ¡Qué
contrariedad!
-¿Y no es acaso contradictorio que el ocaso de la noche sea para unos la
puesta de sol mientras que para ti la puesta de sol sea el ocaso de la
noche?
-Claro. Es por eso que estoy aquí.
-Pero eso no es todo lo que te trajo aquí. Dime, ¿Para qué más es la noche?
-Para que los muertos salgan de sus aposentos y merodeen por las calles
ahítas de almas. Para que los vivos, mientras duermen, los escuchen
cantar, los miren bailar, los puedan besar, bajo la luz de la luna que baña
sus rostros palidecidos.
-Si logramos llegar a la estación...
-Si logramos llegar a la estación será de día.
-No. Sólo de día podremos llegar a la estación.
-Una vez ella fue a mi departamento. Teníamos mucho de no
frecuentarnos y es que el intruso.... es decir, el sujeto con el que se casó,
era muy celoso cuando de mí se trataba.
-Por algo sería.
-Porque el siempre fue un hombre inseguro. Bueno, no diré más. Yo
siempre aplico para mí este principio: “Cuando hables de un ausente omite
aquello que en su presencia callarías”. En fin. Esa ocasión Sofía lucía más
18
bella y radiante que nunca, a pesar de que era obvio, (a juzgar por su
semblante) que acudía conmigo para buscar apoyo fraternal más que otra
cosa. Así que dejé que ella misma me diera cuenta de sus penas. Esa
noche quise decirle todo lo que por años le escribí. Esa noche quise hacer
todo lo que nunca hice. Esa noche sentí enormes deseos de arrodillarme
frente a ella, tomar su mano solícitamente, besársela cortésmente para
luego decirle que conmigo jamás lloraría. Esa noche se fue de mi
departamento. Esa noche fue la última vez que la vi con vida.
Habiendo dicho lo anterior comencé a llorar desaforadamente y el
psiquiatra permaneció en respetuoso silencio. Aclarando mi garganta,
reanudé: “-Ahora amo a Aurora, pero la amo diferente. A ella la amo de
noche-”.
-¿No es extraño (repuso el Señor “C”) que siendo la noche ocasión para que
los muertos canten, bailen y besen a quienes durmiendo los extrañan, tú
digas que amas de noche a quien no está muerta? ¿No te parece extraño
que siendo la noche el escenario único en el que es posible que los
muertos merodeen las calles ahítas de almas, y los vivos duerman para
besarles, tú estés despierto, evitando así besar a quien desde el más allá te
visita?
-No entiendo.
-La luna, la noche, la negación de la luz en tu vida son todas cosas que
tienen un simbolismo. Aurora no es perfecta, por eso no la amas “de día”.
-Tampoco Sofía es perfecta.
-Cómo iba a serlo si está muerta.
-No me refiero a eso, sino a que tampoco era perfecta y aún así la sigo
amando. “Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido”, decía Neruda.
-Si Aurora hubiera muerto y no Sofía, ¿A quién amarías?
-No lo sé. Querer es disfrutar la compañía; amar es sufrir la ausencia. Si a
las dos las sufro, a las dos las amo. Mejor vamos a la estación que estamos
buscando, doctor.
-Ya llegamos. Busca tu maleta.
-Usted dijo que sólo de día llegaríamos a la estación.
-Por eso no encontrarás la maleta de noche. No hay luz para buscarla.
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-¿Qué sugiere, que la próxima sesión traiga conmigo una linterna?
-Que la próxima sesión la programemos a las dos de la tarde porque aquí
no permito linternas.
-Sabe bien que no tolero la luz del día.
-Entonces te quedarás sin dinero por pagar tantas sesiones y nunca
encontrarás la maleta.
-Que intransigente.
-Pero dime. Ya sabemos lo que buscas, quiero decir, buscamos una
maleta, ¿cierto?
-Mmm, sí.
-Yo soy intransigente sólo si tú aceptas que has sido egoísta conmigo.
-Ya está hablando como ella.
-¿Cómo quién?
-Como Sofía, quiero decir, como Aurora.
-¿Has sido egoísta o no?
-Con Usted, no veo como, si le dejo mi dinero cada semana.
-Me has compartido la información de que buscamos la maleta pero no
qué cosa estamos buscando en realidad.
-No entiendo.
-No te interesa la maleta porque una maleta como objeto es fácilmente
reemplazable. Debes decirme qué contiene.
-Pues a Sofía no. Sería inhumano de mi parte haberla hecho viajar de
polizón, en esa condición.
-Yo creo que dentro de la maleta hay... ¿dinero?
-No.
-¿Sofía?
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-No.
-¿Entonces?
-Un boleto de regreso a una estación más remota. Aquella donde ella
acudió a mi casa, sollozante, y me contó el motivo de su aflicción.
-Cuando no le dijiste lo que sentías por ella.
-Sí.
-Pero de cualquier forma ella era una mujer casada.
-No importa.
-Entonces sólo querías decirle lo que sentías.
-Cerrar un círculo.
-¿Qué quieres de ella?
-Quiero volverla a ver.
-¿Quieres volver a verla o quieres verla volver?
-¿Qué diferencia hay?
-Mucha. Volverla a ver es por ella; verla volver es por ti. Lo primero es
posible, si tú vas adonde ella está. Lo segundo es imposible, pues ella
jamás regresará.
-El círculo está abierto.
-Entonces no buscas a Sofía, sino cerrar un círculo que el destino y la
velocidad del tren no te dieron tiempo de cerrar.
-Puede ser.
-O puede ser que lo que buscas sea la luz del día.
-Causa y efecto a un mismo tiempo. No lo creo.
-Necesito que me hables más de Aurora.
21
Aurora
V
Aurora se despierta bañada de sudor. En su mente adormilada todavía
resuena la vívida voz: “¡No te levantes!”. Se incorpora de su cama de
sábanas tendidas y camina hasta llegar al armario. Elevando los talones
de sus pies descalzos alcanza con dificultad una caja blanca de cartón que
conserva alejada de sí, de su nueva vida, a lo alto de las repisas para
maletas. Con las yemas de sus dedos logra asirla de un extremo y,
trabajosamente, la arrastra hacia delante logrando que poco a poco el
fondo de la caja rebase la línea de la repisa. La maniobra le resulta
extenuante. Descansa, rindiendo los brazos, descendiendo los talones de
sus pies, reacomodando su cabello deshecho. A mitad de un nuevo intento
algunos caireles le caen sobre el rostro, obstruyéndole la visión. Tiene que
desistir por segunda vez. Sigue sudando. Lo intenta de nuevo, pero el agua
salada que mana de su frente se introduce en los ojos. Llora de
desesperación. Mira la caja, tan lejana, tan grande, tan pesada. Reanuda
la fatigosa empresa. Sigue arrastrando la caja. Aún no consigue que la
superficie rebase lo suficiente la línea de la tabla, pero tiene que volver a
descender sobre sus talones. Intensifica su llanto. Falta poco; lo sabe.
Basta que la mitad y un poco más de la superficie rectangular quede en el
vacío para que la gravedad se encargue del resto. Está desesperada. Su
corazón palpita con encono. Los latidos retumban en sus oídos. Poco a
poco, deja de escuchar el silencio de la casa. El sonido completo de su
ritmo cardiaco se adueña de su audición. Cierra los ojos e inhala aire con
fuerza. Los abre de nuevo y exhala por la boca. Eleva la mirada hacia
donde está la caja, al borde de la repisa. Escucha sus latidos más rápidos
y más fuertes. La caja comienza a tambalearse, ella permanece absorta. La
caja se precipita y cae encima de Aurora, sobre el pecho, hasta rematar en
el suelo. Ella reacciona al recibir el impacto. Se derriba de rodillas,
sollozando, sobre la alfombra de cientos de papeles esparcidos.
Después de unos minutos de embelesamiento, Aurora se recompone.
Sentada sobre sus piernas busca con el tiento y la vista hasta encontrar el
expediente de su intención. Lo ojea con impericia hasta llegar a aquella
parte de la sentencia judicial que dice:
“Me gritó: ¡No te levantes! Luego me obligó a sostener sexo oral con él,
después de ordenarme que yo misma le desabotonara el pantalón de
mezclilla. Yo le imploraba que no me matara y el respondía con bofetadas
que terminaron por reventarme los labios. Aún así me hizo continuar.
Luego me instruyó que removiera mi pantaleta y sostén, pues eran las
únicas prendas que conservaba. Lo hice así y me obligó a ponerme de pie.
Me inclinó sobre la barra de la cocina integral y comenzó a violarme. Yo
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lloraba más y más y él me estiraba los cabellos, gritándome, ordenándome
que me callara. Pasaron los minutos hasta que me ordenó que
cambiáramos de posición. Me acostó, boca arriba, sobre la mesa del
desayunador y allí reanudó. Yo lo veía a los ojos, fijamente, con desafío,
con dignidad residual, salvo cuando las lágrimas nublaban mi vista. Hubo
un momento, justo durante su orgasmo, que él cerró los ojos y yo
aproveché para tomar un tenedor que estaba en la superficie de la mesa.
Yo no contaba con que ese cubierto estuviera allí, a no ser porque cuando
él aceleró el ritmo del coito la mesa de cristal comenzó a balancearse.
Entonces el tenedor repicó en el vidrio. Guiándome por el ruido pude
encontrarlo con mi mano. Tal vez él no percibió ese sonido porque con sus
botas machacaba los vidrios del vaso que yo había quebrado al dejarlo caer
sobre el suelo, minutos antes. Lo vi otra vez a los ojos y justo cuando los
abrió, precisamente cuando terminó su éxtasis, en el momento mismo que
comenzó a sonreír le encajé el tenedor en el cuello...”.
Aurora reanuda su llanto y se lleva las manos al vientre; luego la una al
cabello y la otra a la boca. Se levanta rápidamente y corre hasta el baño de
la recámara para dejarse caer de rodillas frente al retrete y devolver el
estómago.
Después de varios minutos de abstracción, en los que permaneció sentada
en el suelo del tocador, respaldada en la tina, se levantó y caminó hacia el
teléfono. Descolgó el inalámbrico y pulsó el botón de remarcado
automático. Luego de varias cadenas de timbres escuchó al otro lado de la
bocina:
-“Hola, soy Jorge, ¿Tú quién eres?”.
Ella colgó el teléfono. Volvió a llamar sólo para colgar de nuevo. Llamó por
tercera vez, y al escuchar: -“Hola, soy Jorge, ¿Tú quién eres?”, Aurora
respondió, sollozante:
-Hola mi vida…
-“Estás llamando a la casa de Jorge, en este momento está perdido en los
abstrusos laberintos de la noche, deja tu mensaje después del tono”.
-Te extraño mucho. Quiero que estés conmigo. Ya no quiero sentirme sola.
Quiero que alguien me diga que me quiere, que le importo, que no pasó
nada. Deseo amanecer con alguien y ese alguien eres tú, Jorge. Aquí todo
es oscuro, no existe la esperanza, no hay tregua para el dolor eterno. La
soledad sirve sólo para recordar, recordar la vida pasada, la vida perdida.
Se cortó la comunicación al expirar el tiempo máximo de duración de la
grabadora contestadora. Aurora colgó el teléfono sintiéndose más sola que
23
nunca. Ahora, después de treinta y dos años de vida (la mayor parte de
ella recorrida por su cuenta), siente por primera vez el miedo a la muerte.
No a la muerte lisa y llana, sino a la muerte solitaria. A fallecer y que no
sea sino hasta días después que algún vecino, por el olor a
descomposición, sospeche que algo extraño sucede en la casa contigua y
llame a la policía, siendo ésta la que logre el hallazgo de un cuerpo muerto
en la soledad: muerto y solitario, muerto de soledad, abandonado por su
propio muerto.
Aurora no quiere envejecer sola y sin embargo sigue sola. No quiere dormir
sola y sin embargo duerme sola. Quiere a Jorge, pero lo quiere lejos. Ama
la idea de amar a alguien pero ama a nadie. –“Qué triste obstinación la
mía, seguir sola aunque no ría”-, piensa en voz baja mientras se dirige a
su cama y, al verla de frente, comprende que ese lecho es para ella como
un túnel del tiempo a través del cual cada noche se desliza hacia el
pasado, justo hacia aquel día en que su casa anterior fue allanada, su
honor pisoteado, su libertad sometida, su sexo denigrado, su vida
crucificada. Bajó las sábanas y el edredón e hizo un tendido en el suelo
para allí reanudar el sueño. Esa madrugada no soñó nada. Durmió tan
plácidamente que al día siguiente no se despertó.
24
Bajo la luz dela luna
VI
Ayer amaneció de noche. Decidí salir a caminar por las calles noctámbulas
de mi ensombrecida ciudad de almas. Como cada vez que me escapo,
activé la máquina contestadora, por si acaso alguno de mis editores se
acordaba de mi existencia. En el camino colecté algunos suspiros; mujeres
bellas me lanzaban piropos que de haber sido uno o dos más yo me los
hubiera creído. Lamentablemente caí en la cuenta de que eran prostitutas,
de lo contrario me habría sentido un hombre interesante. Lo supe porque
el maquillaje era ligeramente excesivo y es que hoy día liguero, minifalda y
unos tacones transparentes de aguja no significan oficio, igual que el
hábito no hace al monje. ¡Ha!, pero eso sí, había una que no era corriente.
-¡Qué cosas dices!, ¿cómo que una no era corriente?
-No, doctor, ella era… ¿cómo le diré?... diferente.
-Ah. ¡Qué descriptivo!
-Bueno, todas se maquillan en exceso para ocultar la palidez de su tez. Me
imagino que todo el día duermen, de manera que el sol no brilla en su piel.
Supe que ella no era vil porque fue la única que no me silbó mientras
pasaba.
-Déjame ver si entiendo bien. ¿Si una mujer no silba ni grita majaderías,
entonces merece la sortija?
-No hablemos de sortijas.
-¿Por qué?
-Si amar es libertad, la sortija es un grillete.
-Ya veo.
- Si una prostituta no te silba, mientras las otras sí lo hacen, es porque
confía en su belleza y eso le basta.
-¿Y le bastó?
-A mí me bastó para saberlo.
-Y sabiendo eso, ¿qué hiciste entonces?
25
-Le pregunté su nombre.
-¿Cuál era su nombre?
-Sofía.
-¿Coincidencia?
-No.
-¿Cómo se llamaba?
-No lo sé.
-Te acostaste con ella y no sabes su nombre.
-Me aproximé a ella y le dije: “Yo me llamo Jorge y tú te llamas Sofía. Lo sé
por la tristeza que se anida en tus ojos grandes”, y ella me respondió
preguntando cómo era posible que yo hubiera adivinado su nombre
verdadero. De esta manera, en mi vida sólo existen tres mujeres: Sofía,
Aurora y Sofía. Bueno, la primera no está; la segunda ya no se llama así y
la tercera no sé cómo se llama. ¡Buena la cosa!
El psiquiatra se rehizo en su sillón, y me preguntó:
-Dime, ¿cómo es eso de que Aurora no se llama así?
-Después de lo sucedido, ella cambió de identidad. Usted comprenderá que
quien la mandó matar es una persona muy influyente.
-Decías que cuando vas a casa de Aurora te desplazas caminando. ¿Vive
cerca de tú domicilio?
-Sí.
-Y tú vives en la colonia Doctores.
-Así es.
-Te diré una cosa. Sería de gran utilidad para nuestro propósito que
trajeras a Aurora a la próxima sesión.
-Tal vez, doctor, tal vez. Pero volviendo al tema. Comencé diciendo que
como cada ocasión que salgo a la calle, dejé activada la máquina
contestadora y cuando llegué a mi departamento con Sofía...
26
-Con la prostituta.
-Sí, con esa Sofía. Revisé mis mensajes. Mientras desvestía a mi invitada,
(como ordena el buen manual del caballero) escuché el primer mensaje. No
era gran cosa, sólo se escuchó que alguien colgó. Bueno, pero ya era un
avance. Nunca me llaman. Estando ambos desnudos, se escuchó un
segundo mensaje. Era una voz femenina sollozando tenuemente. Nada
dijo, sólo colgó. Mi invitada comenzó a dudar de la soledad que yo le
comenté venía ella a reparar, pero claro, no le dio mayor importancia.
Seguimos en lo nuestro, hasta que una tercera llamada entró y por fin se
escuchó la voz plañidera de una mujer que dijo lo que aquí tengo escrito y
ahora cito:
“Te extraño mucho. Quiero que estés conmigo. Ya no quiero sentirme sola.
Quiero que alguien me diga que me quiere, que le importo, que no pasó nada.
Deseo amanecer con alguien y ese alguien eres tú, Jorge. Aquí todo es
oscuro, no existe la esperanza, no hay tregua para el eterno dolor. La
soledad sirve sólo para recordar, recordar la vida pasada, la vida perdida”.
-¿Tienes idea de quien era?
-Evidentemente.
-Dime, ¿quién era?
-La verdadera Sofía. Pero... ¿no le parece extraño que justo cuando llevo a
casa a una mujer casi idéntica a ella me llama de donde está para decirme
que sigue aquí, que está presente?
-¿Era Aurora?
-No. Aurora está muerta.
-¿Cómo que Aurora está muerta?
-Ya no se llama así. Cambió de nombre.
-Debes traer a Aurora.
-Tal vez.
-¿Extrañas a esta “nueva” Sofìa?
-Sí. Mire si será extraño extrañar a quien es casi un extraño.
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-Se acabó el tiempo.
-¿A qué se refiere?
-A que ya terminó la sesión.
Esa noche, como cada noche, al salir del consultorio de mi curandero, me
perdí voluntariamente en las calles de la ciudad sosegada. Fingí que nadie
me veía, que al pasar al lado de las personas ellas sólo sentían un gélido
vaho acariciar su rostro. La gente también lo fingió, pues cuando yo
franqueaba a las personas ellas no advertían mi presencia. Fue muy
extraño; como si yo no estuviera. Inclusive, al pedirle a un vagabundo me
obsequiara de sus cigarrillos no me escuchó. Ignorándome, comenzó a
entonar con su armónica la triste melodía de la canción El Extranjero, de
Georges Moustaki. Me fue imposible no recordar la letra:
“Es con mi facha de extranjero, judío errante y pastor griego con mis cabellos
al azar, que vengo a ti, mi dulce amiga, gran manantial en mi fatiga tus
veinte años buscar. Y yo seré si lo deseas, príncipe azul con tus ideas, igual
que tú puedo soñar y detener cada momento, parar el sol, parar el viento,
vivir aquí la eternidad. Así contigo he de lograr vivir aquí la eternidad. Igual
que tú he de soñar”.
Caminé algunas cuadras hasta llegar a la Zona Rosa. Allí me instalé en
una de las mesas dispuestas sobre la callejuela, de uno de los bares más
conocidos, esperando ser atendido. Pero la espera fue infructuosa pues
aunque no había muchos clientes, las meseras jamás me vieron. Caminé y
caminé hasta que comenzó a clarear el alba.
28
Aurora
VII
Aurora lo sabe. Aunque de manera involuntaria, ella no fue ajena al
destino fatídico de Sofía y Vicente. Aurora no dispuso que las cosas
sucedieran así, pero empujó los peones sobre el tablero hasta que se
comieron al Rey y a la Reina. Aunque en realidad fue al revés: primero
murió ella, horas después, él. No podía admitir que mujer alguna fuera
feliz al lado de Vicente, pues lo quería para ella sola. ¿Qué intentaba
conseguir desplazando peones, si de cualquier forma Vicente le propuso en
vida dejar a Sofía para mudarse juntos, escapar a otra ciudad, a otra vida
de ser necesario? Emboscar a la Reina, tal vez, pero ella no lo aceptó.
Quizá temió tanto a la felicidad que huyó de ella. Ahora, sitiada en el fondo
del mar más profundo de la tristeza, del dolor y de la soledad (mezcla
mortal en espíritus de bajos vuelos) añoraba aquello que hace justo dos
años desdeñó. La muerte de Vicente le significó enterrar viva la esperanza
de ser feliz.
Quiere a Jorge, es cierto, pero no lo ama como amó, sin saberlo, a Vicente,
hasta el día de su muerte. Recuerda que cuando entró al departamento de
Sofía y Vicente, encontró tanto a éste como a Jorge inertes. Dos años
después, siente que ya no corre tanto peligro emocional al volver a entrar,
por medio de la memoria, a ese departamento para equilibrar las
reacciones que entonces experimentó. Por un lado: Vicente sobre la silla,
atado de pies y manos con el tiro de gracia en la frente; por el otro: Jorge,
tendido en el suelo, bocabajo, con el rostro sumergido en el charco
escarlata que manaba de su pecho horadado, como si, sediento de vida,
abrevara la sangre que se le trasminaba por la herida copiosa, aferrándose
a recuperar su líquido viscoso. Pondera aquella que entonces fue su
reacción instantánea. Pretende con esta confrontación de pesos resolver si
le dolió más saber que Vicente estaba muerto o que Jorge había fallecido.
Y es que al irrumpir en la escena dio a ambos por asesinados. Trae a la
memoria su reacción primigenia que por mucho tiempo percibió como una
argamasa indivisible. Mas con el tiempo ha logrado descomponer en varios
elementos la esencia de tal sentimiento. Vio a Vicente sobre la silla, con la
cabeza rendida hacia atrás, con la boca y ojos abiertos, como si él mismo
visualizara, atestiguara, la forma como su alma traslúcida e inmaterial se
elevaba de su corporeidad malquista, siendo el asombro de presenciar tal
acontecimiento la razón por la que, con histrionismo, el propio Vicente
conservaba abiertos ojos y boca. Ella experimentó entonces un dolor
egoísta. Fue para Aurora como si, llegando dos minutos tarde a la estación
del ferrocarril, hubiese perdido el último viaje que la salvaría del infierno.
Por el reverso: cuando descubrió a Jorge tendido en el suelo, ahogado en la
fuente de su reflejo rojizo, sintió únicamente horror y compasión.
29
Pero ahora las cosas son distintas. Vicente está muerto y ella se ha
resignado. Jorge, aunque aletargado por su padecimiento, es alguien con
quien puede sentirse segura. ¿Es Jorge parte de esa resignación, la viva
imagen de su resignación? ¿O puede ser que Jorge signifique el túnel del
tiempo que la lleve de regreso solo en la medida en que a él lo relaciona
con el alfaguara del cual mana su dolor inextinguible? Quiere seguir triste,
por eso lo mantiene cerca. Tal vez se castiga por lo ocurrido porque de
haber admitido la propuesta de Vicente, ambos habrían partido al alba
hacia otra vida, a otros rumbos y nadie hubiera muerto, incluyendo a su
rival Sofía. Así, las cosas hubieran volcado dramáticamente hacia
perspectivas añoradas: por un lado Aurora y Vicente, juntos; por el otro:
Sofía y Jorge. Jorge se lleva a Sofía y con ello quita un obstáculo al camino
que Aurora recorre hacia Vicente y ella remueve el parapeto del camino de
Jorge hacia Sofía. Pero el destino precipitó los cálculos ilusos de la
alquimista. “Vaya que la vida tiene un sentido del humor ácido”, dice en
voz alta mientras adereza sus majestuosas piernas con cremas suntuosas,
en bata de baño.
30
Bajo la luz de la luna
VIII
-Si los años garantizaran sabiduría no existirían viejos tarugos. ¿No cree,
doc?
-Ya lo creo Jorge, pero no estando a nuestro alcance la palanca del tiempo
lo importante es lograr que los años no transcurran en vano por nosotros;
de lo contrario, sólo nos dejarán dolor de huesos y arrugas a su paso.
-Existen lugares en los que sólo vestigios produce el tiempo, como en
prisión o en mi departamento fotofóbico.
-De cualquier forma algo se aprende en esas condiciones. Tú por ejemplo,
has aprendido que no existen cosas buenas o malas per se, todo depende
de la intención y de la ocasión o circunstancia. El sol es bondadoso para
todos, salvo que te quedes dormido tendido sobre la playa toda una tarde.
El sol, bondadoso y dador de vida en apariencia, es para ti causa de
encierro. ¿Ves lo que te digo?, a unos les quema la piel, a ti te ha
palidecido.
-Sí.
-Incumpliste, Jorge. Otra vez me visitas de noche. ¿Y Aurora?
-Debe estar por llegar.
Timbra el teléfono ubicado sobre la mesita de servicio.
-Diga… Sí que pase. Ya llegó Aurora-; avisa el Señor “C”.
Aurora entró al consultorio y nos dejó boquiabiertos. Vestía una raquítica
minifalda que dejaba a la vista las bondades de su estirpe: piernas gruesas
por naturaleza, torneadas por disciplina. Los onerosos tacones bajos,
abiertos, no lucen por sí solos; son, por el contrario, el medio para hacer
lucir los pies bien cuidados, casi perfectos. Me conmocionó ver la imagen
de Aurora cruzar por el umbral de la puerta del consultorio. Lucía
diferente. Justo como hace dos años. Podría asegurar haber visto su
corporeidad rodeada de una alfaguara de luz, como si de su aura se
tratara, de no haberme convencido que tal efecto visual era producido por
el baño de luz que recibí desde el exterior con la apertura de la puerta.
Antes de tomar asiento, Aurora se dispuso a curiosear la decoración de la
oficina. Fijó su atención en la colección de monedas antiguas que el
psiquiatra conserva sin mucha diligencia al interior de un jarrón de cristal
transparente que se alza desde al piso hasta la altura de nuestra invitada.
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Ella elevó su mano para alcanzar la boca de este largo recipiente y tocó las
monedas que casi lo desbordaban. Tomó una y la puso frente a sus ojos.
La examino durante algunos segundos. Alternando la mirada entre la
moneda y el coleccionista, le preguntó al doctor: “-¿Éste es un dracma?-”.
Él respondió: “-La sexta parte de un dracma, para ser exacto-”.
Inmediatamente después de atender a la pregunta, el Señor “C” quiso
cambiar de tema. Entonces, viéndola siempre a ella, expuso:
-Aurora, quiero que escuches lo que te voy a decir. Por ahora no importa
mi nombre. Ya habrá tiempo para las formalidades. Lo importante es que
Jorge y yo estamos en este preciso momento a punto de bajarnos del tren
que nos conduce en sentido contrario respecto a la ubicación de la
estación a la que realmente queremos llegar. Regresar, quiero decir. Vamos
a descender del vagón para caminar. Guiándonos por las vías del tren,
intentaremos llegar al punto de destino. La razón por la que habremos de
acometer esta innoble empresa (innoble porque ahora mismo viajamos
sentados, con la comodidad del aire acondicionado), es que Jorge olvidó su
equipaje algunas estaciones atrás, y no fue sino hasta en la última (donde
descendió para estirar las piernas), que lo echó de menos. Te hemos
buscado en tu camarote porque queremos saber si estás dispuesta a
caminar con nosotros de regreso. Veo que no has venido preparada. Fui
descortés, ahora lo entiendo. De haberte advertido que caminaríamos,
seguramente vestirías ropa más apropiada. En fin. ¿Qué dices?
Aurora, que ya había tomado asiento, respondió: “-Creo que tal vez esta
sea una sesión grupal en la que ustedes dos son los pacientes y el
psiquiatra está por llegar. ¿Cierto?-”.
-De hecho Ustedes dos son los pacientes. Yo soy el psiquiatra.
-Dígame Usted, psi-quia-tra. Si es innoble para ustedes descender del
vagón ¿por qué habría yo de renunciar a mi camarote (veo que ustedes
viajaron en segunda clase porque no cuentan con uno) y acompañarlos en
una sinuosa travesía, calzando estos tacones y vistiendo esta ropa no apro-pia-da?
-Yo expuse una posibilidad, no una proposición. Quien te lo solicita es
Jorge, no yo. Tú responde.
Al escuchar tales disquisiciones, Aurora me miró, descubriéndome
divertido, recostado en el sofá freudiano. Expiró profusamente y luego
exclamó, con desgano: “-¡Qué más da!-”.
-Quiero que Jorge nos diga a ti y a mí, antes de bajarnos del vagón, qué es
lo que contiene la maleta. Quiero cerciorarme de que no sea algo que
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podamos sustituir en la próxima estación, pues de ser así ningún sentido
tendría privarnos de tan placentero viaje.
-Convengo en ello, -expresó Aurora-. Medias verdades son medias
amistades.
Ambos me miraron y menos divertido, murmuré:
-Buscó aclarar una duda que no me deja en paz.
-¿Cuál duda?; preguntó el Señor “C”.
-La que no puedo disipar cada vez que me pregunto qué contenía la
maleta.
-Aurora rió agriamente y empalmando su voz con la del psiquiatra, me
dijo: “-Quieres encontrar el acta de defunción de tu amada Sofí, ¿no es
así?”.
Lejos de perturbarse, el Señor “C” permitió con su silencio que aquella
semilla de diálogo germinara.
-Mira Aurora, para ti esto puede ser divertido pero yo estoy apunto del
suicidio...
–¿Suicidio?-, pregunta Aurora volteando a ver al Señor “C”, para luego reír.
“-Perdón. Continúa”-, repone ella.
-Estoy al borde del suicidio por la simple razón de que llevo dos años sin
poder apreciar tu rostro con el brillo del sol. Porque tengo que resignarme
a la disminución de mi valía, de mi condición gregaria y humana,
canjeando el sudor de mi piel por la luz de la luna. Porque estoy preso bajo
una gran bóveda estrellada que me sigue a donde voy; porque ya no soy
quien tú consiste, sólo el olvido de un muerto que bebió su sangre hasta
indigestarse, partiendo de este lastimoso mundo, dejando abandonada su
sombra, a la deriva”.
-Señálanos qué contiene la maleta-; inquirió Aurora, abandonando su afán
travieso.
-¡No lo sé, carajo!-, le contesté, mientras enjugaba mis incipientes lágrimas
con los puños de la camisa. Acto seguido increpé al Señor “C”: -Usted fue
el desaforado que inició con el símil del tren. ¡Qué demonios voy a saber yo
de una maleta y de una estación!
33
-Te quedaste perdido entre una estación y otra. Tú te quedaste atrapado
en la noche sin poder cambiar la página para pasar al día. Permaneces de
noche porque el accidente que cobró la vida de Sofía, el asesinato de
Vicente y el disparo de arma de fuego que a ti te atravesó el tórax
sucedieron de noche. No te quedaste varado en “las noches”, lejos de “los
días”. Tú permaneces atrapado, preso, en aquella noche, justo en la noche
en que todo sucedió. No has podido cambiar de página, no has podido
desprender la hoja del calendario. Sigue allí, marcando la fecha exacta.
Bueno, si eso es lo que quieres, regresar a esa noche, entonces vamos a
hacerlo. Vuelve a esa noche. Escudriña en tu memoria. Busca en los
cajones de los muebles del departamento donde, al entrar, descubriste el
cuerpo sin vida de Vicente, frente al victimario que le quitó la vida con una
sola bala; tan poderoso como sus influencias. Remueve la alfombra (si es
que la había) de ese departamento. Revuelve la casa con tal de que
encuentres lo que mantiene tu ánima atorada en la oscuridad,
emparedada entre recuerdos. Si no lo haces, permanecerás bajo la escalera
de la vida. Mientras otros siguen la luz, tú arrastras las cadenas de la
culpa.
-Aurora, sollozando tenuemente, me abrazó para luego besar mi frente. El
Señor “C” interrumpió la escena diciendo: “-Por hoy es todo”. Aurora se
despidió de mano, yo me levanté del sofá con los ojos henchidos, como si
hubiera dormido por horas. El psiquiatra cumplió lo prometido: se
presentó con Aurora y nos emplazó para la próxima sesión. Después de
salir ambos del edificio, amagué con despedirme en plena calle e iniciar mi
caminata con destino a casa, pero ella insistió en llevarme a bordo de su
lujoso coche deportivo. El trayecto fue para mi perturbador pues
desvaneció de golpe la luminosidad que ella irradiaba cuando ingresó al
consultorio. La descubrí dos años más vieja, sin maquillaje y de mal
talante. Por primera vez percibí un efluvio de mal aliento escaparse de su
boca las dos veces que suspiró, pues por lo demás no me dirigió la palabra
durante el camino y yo me limité a contemplar el perfil de su rostro con
mirada perdida. Al llegar a un crucero, me despedí de ella con un simple
“gracias por venir”, pero ella no me contestó ni me miró.
34
Aurora
IX
Aurora se despierta empapada en sudor. Llorando, se lleva una mano al
vientre y la otra a la boca. De nada sirvió hacer un tendido sobre el suelo,
a un lado de la cama. De cualquier forma sigue regresando al día de su
violación a través de la ensoñación. Se sienta en el suelo, descansando su
espalda sobre la base y el colchón de la cama. Se pregunta qué hacía Sofía
viendo por la ventana de la alcoba de su departamento hacia las ventanas
desnudas de su siempre desnuda vecina del edificio de enfrente. Por qué
razón, además, se empeñó en fotografiar a aquella vecina que vivía con
opulencia gracias a los placeres sexuales que rentaba a los hombres más
ricos de la ciudad. Entre ellos, a ese varón de edad madura que terminaría
matándola, según constaba en las impresiones fotográficas que Aurora
encontraría, tiempo después, en el asiento trasero del vehículo de Vicente.
Se cuestiona también cómo fue que el victimario se percató de que había
sido visto y fotografiado por Sofía justo cuando ultimó a la prostituta de
abolengo. Le inquietaba esta última cuestión porque la colegía,
claramente, como la razón por la que el criminal, al poco tiempo, allanó el
departamento de Sofía y Vicente para matar a éste y de paso dispararle a
Jorge. Hace tiempo que no se perturbaba con estas disquisiciones pues el
hecho de haber cambiado de vida tenía por objeto precisamente dejar atrás
lo sucedido.
Tocan la puerta.
-¿Quién es?, pregunta Aurora detrás de la puerta, envuelta en su bata de
dormir, descalza.
-Jorge.
-Pasa. ¿Qué te trae por acá?
- Perfecta hora para comer.
-Estoy dormida.
-Yo te veo despierta.
-No comprendes. Realmente estoy dormida.
-Serás sonámbula.
-No, sigo soñando.
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-Perdóname. No resistí las ganas de abrazarte, olerte, perder mis dedos en
tu cabello rizado y decirte al oído que te amo. Restregarte junto a mí y
confesarte que tú eres la veleta de mi barco, la luna de mis noches, el
rumbo de mis pasos. Quiero que me des el paraíso que tus brazos anidan.
Camino y camino los laberintos bifurcados de mi mente y siempre llego a
ti. Busco con el tacto en la oscuridad de mi alcoba y me aferró a tú retrato;
luego ando por allí, vagabundeando en las avenidas sosegadas de la
ciudad madrugada y mis pasos, rebeldes a mi comando, me conducen, sin
gobierno, hacia el umbral de tu morada. Te llamo, te invoco en mis horas
solitarias y sólo me responde el sonoro eco de mi voz. Levanto la bocina,
pulso tu número, pero cuelgo de inmediato, pues pienso que quizá no te
agrade mi arrebato. Y es que el sufrimiento que me genera el exilio del día,
de la vida, es poco comparado con no tener tu compañía. Te quiero y te
quiero con desenfreno; si el amor es un néctar, como la saliva o la sangre,
todo los has bebido y hoy vengo a reclamarlo, a beberlo de vuelta de tus
labios: fuente de mi vida.
36
Bajo la luz de la luna
X
La he buscado con tanto afán, como si ella fuera el equipaje que dejé
olvidado en la estación del tren. Fui a su casa, le pregunté al Señor “C” si
acaso ella lo visitó antes de partir. Pensé: tal vez me dejó algo dicho con él
para menguar mi sufrimiento, pero nada. Seis noches y contando.
Mientras tanto, sigo escuchando el audio de la televisión al tiempo que
escribo. La repetición en la madrugada del noticiario de la tarde se
acomide de los noctámbulos como yo, de los seres de la noche. Así, de
alguna manera, me mantengo al tanto de lo que pasa entre los que viven
de día.
“Luego de ganar un juicio de amparo y mediante un aparatoso operativo, el
ex senador Barrios Aranda fue excarcelado del penal de máxima seguridad e
internado en el reclusorio Oriente de esta ciudad capital. Desde su nueva
ubicación, afirmó que su reclusión obedece únicamente a razones políticas,
pues pudo demostrar en juicio que los delitos que se le atribuyen fueron
fabricados, confiando que lo mismo sucederá en el proceso que se le sigue
por el delito de lavado de dinero, llamado técnicamente operaciones con
recursos de procedencia ilícita. Éste es mi reporte desde el reclusorio
preventivo Oriente...”.
Como había dicho, la situación de ese señor y la mía son cosa parecida. El
tiene la prisión por casa, yo la casa por prisión. Al menos el ya mudó de
casa; yo, en cambio, sigo aquí.
Ayer salí a la calle y visité a mi Sofía. Aquella que se distingue entre sus
amigas por ser la única que no lanza piropos a los transeúntes. Creo que
ella tiene un don. Es la única de sus colegas que hace algo por reivindicar
su oficio: después de todo ellas posan en la callejuela para que los
noctívagos que transiten por allí les griten y silben y no al revés como
hacen las del resto del clan. Ella sí tiene principios, tiene también espíritu
de equipo, pues no trata de sobresalir por sus actos, sino por su belleza
intrínseca. Eso es talento. No cualquiera puede hacer que el caminante
que detiene su marcha frente al tumulto, se dirija hacia ella sin ser
invitado (a no ser por el lenguaje silencioso de la belleza, estridente cuando
la atracción se convierte con el tiempo en obsesión). En fin, visité a Sofía y
ella me dijo: “-Hace varias noches, casualmente, te vi a bordo de un lujoso
coche que conducía una lujosa mujer de cabellos rizados. Me dieron celos,
pues era evidente que el rojo incendiario que llevabas en los labios era el
mismo del que en la boca suya quedaban los resabios”. No te aflijas, contesté-, hoy no me maquillé. “-Pues yo no tengo coche costoso ni labial
rojizo, pero sí el amor que ella entregarte no quiso”. ¿Cómo sabes en que
terminó ese beso?; le pregunté. “-Volviste-”, respondió tajante. Me llamó
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poderosamente la atención que ella dijera aquello del rojo incendiario
sobre mis labios, pues en el trayecto a casa con Aurora no logré arrancarle
ni una palabra, menos un beso.
-¿Ahora a quien supliré? ¿Otra vez a la mujer lujosa?-, preguntó Sofía.
-Ahora tendrás más por hacer pues suplirás a dos mujeres que de mi vida
se marcharon.
-¿Vida?, ¡Ja!, ya decía yo que eras un noctívago más.
Caminamos a mi departamento y durante el largo recorrido me preguntó la
razón por la que andaba de noche por esta peligrosa ciudad de lado a lado
caminando sin temor a ser asaltado o malherido. Le respondí, después de
un largo silencio, asombrado por mi propio razonamiento, que realmente
no me importaba. Y realmente no me importaba. Le pregunté cómo era
posible que ella deambulara con un extraño por estas sinuosas calles
oscuras e inmundas, a tan altas horas de la noche. Me respondió que a
ella tampoco le importaba porque, al igual que yo, era un noctívago,
aunque con un nivel más elevado de conciencia.
Luego de caminar durante media hora llegamos a la puerta de mi
departamento donde, antes de que yo abriera la puerta, ella me preguntó:
-¿Por qué otra vez yo, habiendo en la misma esquina mujeres en variedad,
en cantidad y más bellas?
-Porque tú eres diferente.
-Dime por qué, si quieres que entre a tu cueva.
-Porque te pareces a... porque pareces un ángel.
Me contestó que los ángeles no pertenecen a la oscuridad pero igual me
besó con sus labios tenues, humedeciendo cariñosamente los míos que se
quedaron sin palabras. Entramos al departamento y, sin caricias
preliminares, comenzó el ritual. La despojé rápidamente de sus breves
ropas, mientras la empujaba con el sentido de mi marcha hacia el sofá de
la sala. A medida que sorteaba cada una de sus prendas descubría para
mí el cuerpo jamás contemplado por mis ojos de la verdadera Sofía.
Recordé, inevitablemente, aquella noche cuando Sofía llegó a mi casa para
reencontrarnos después de tantos años de distanciamiento, producto de
los celos fundados de su marido Vicente. Lo recordé porque lo que ahora
hacía con la mujer de calle era justo el recibimiento que quise darle a la
verdadera Sofía cuando abrí la puerta y la descubrí más bella que nunca,
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como si los años hubieran moldeado con sus manos de alfarero la esencia
suya de mujer.
-Dime qué me quieres-, suplicó lastimosamente Sofía (la de la calle),
alternando las palabras con besos apasionados.
Timbra el teléfono.
-No contestes.
-Si supieras que el timbre del teléfono es todo un acontecimiento en esta
casa.
-La línea telefónica es el medio que nos une con los que están lejos. No
contestes.
Se escucha la activación de la contestadora:
“-Hola, soy Jorge, ¿Tú quién eres?”.
-“Aurora”- se escucha del otro lado de la línea una voz sollozante.
“-Estás llamando a la casa de Jorge, en este momento está perdido en los
abstrusos laberintos de la noche, deja tu mensaje después del tono”
Me abalancé intempestivamente sobre el teléfono, intentando ganarle a la
máquina contestadora.
-¡Bueno!, ¡Aurora!-, exclamé desesperado.
-¿Quién es amor?-, inquirió Sofía, sentada en el sofá.
Le pedí silencio llevándome el dedo índice a los labios y así haciendo
constreñí el auricular, para luego exclamar: -¡Aurora!-. Repetí el nombre
de ella cuatro o cinco veces hasta que caí en la cuenta de que ya estaba
hablando con ese lastimoso tono intermitente que se escucha cuando ya
no hay nadie del otro lado de la línea. Sofía me dijo, como si leyera mi
pensamiento, que nunca hubo en realidad alguien del otro lado del
teléfono.
39
Aurora
XI
Aurora es de ese tipo de personas que durante meses se cuelan, amorosas,
en la vida de las personas. Ya sea en tono de amistad entrañable, ya sea
en afán amoroso. Bueno, así solía ser en su antigua vida. La intensidad de
sus pocas relaciones amistosas, el apasionamiento de sus escasas
relaciones amorosas, estaban siempre confeccionados con tres retazos:
inicio promisorio; desarrollo intempestivo; desaparición abrupta. Jorge lo
sabía, pero en esta ocasión no lo entendía. El hecho de que ambos
hubieran vivido y sobrevivido aquella noche en que todo sucedió, le hizo
creer que era una circunstancia que ahora los unía. Ahora se siente
ingenuo pues la desaparición repentina de Aurora lo convence de que él
realmente no significó gran cosa para ella. Pero hay cabos sueltos. ¿Por
qué se va justo cuando decidió bajarse del tren y emprender la caminata
regresiva con Jorge y con el Señor “C”, en busca del andén perdido? ¿Por
qué lo abandona cuando sabe que ella es el sol que le da luz a su vida
nocturna? Pero lo más importante, ¿Cuál es el hilo que enhebra estas dos
interrogantes con la llamada telefónica?
La casa de Aurora luce como si ella aún la habitara. A no ser por el polvo
que comienza a acumularse en las molduras de la fachada y los periódicos
amontonados al pie de la puerta principal, nada ha cambiado. Nada
tampoco sugiere que ella hubiera emprendido un viaje largo o un segundo
cambio de piel.
Aurora, desde su nueva ubicación, sigue soñando lo mismo, pero ahora de
forma más vívida. Se despierta en las madrugadas llorando copiosamente,
desolada, como quien no encuentra resignación en ninguna parte.
Ha dormido en hoteles de paso; siempre en el suelo de la habitación. Aun
así sigue teniendo pesadillas. Comprende que la cama de su casa no era
realmente el tobogán que la deslizaba hacia la fosa de su pasado. No hay
luz en la pieza, sólo se guía por el tiento. No hay agua, sólo remoja sus
labios secos. Nos hay comida, sólo escucha su vientre plañidero. Así se
siente, a pesar de tener todo el dinero necesario para comprar un boleto de
avión con destino a cualquier lugar. No hay esperanza; así se siente no
obstante que el bondadoso viento acaricia su bello rostro, desacomodando,
cauteloso, la cabellera rizada de quien, abstraída, se mantiene de pie,
descalza, al filo del despeñadero de la carretera, en un acotamiento. “-No
hay razón para seguir aquí-”, piensa Aurora. Su coche está estacionado
detrás de ella, con el motor encendido y la puerta del piloto abierta. Desde
el interior la radio sintoniza música a alto volumen. Una canción termina y
de inmediato comienza la preferida de Aurora. Ella sigue absorta. No oye la
voz de Frank Sinatra:
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“Let´s fly away let´s flay let´s fly away
Come fly whit my let´s fly, fly to Peru…”
Aurora extiende sus brazos en Cristo, como si desplegara las alas.
“Come fly with my...”.
Con los pies descalzos, las piernas desnudas y el torso cubierto con una
camisa varonil de botones, color blanco, que la cubre hasta medio muslo,
recibe los soplos del viento del atardecer. Abre por un instante sus ojos,
para contemplar, desde ese lugar privilegiado, el espectáculo del ocaso del
sol. Mira con nostalgia y ausencia el fenómeno del ocultamiento del astro
luminoso. Siente el viento tocar cada milímetro de su piel como si hace
años no lo experimentara. Inhala profusamente el aire a sus pulmones,
como si recién saliera de las profundidades de un océano embravecido. Se
bambolea sobre las plantas de los pies, cuyos dedos ya rebasan el filo del
suelo, flotando en el vacío. Nada de lo que haga la va a devolver a aquel día
en que fue abusada. Nada la regresará a aquella tarde, cuatro meses
después, cuando por lo notorio de su embarazo decidió abortar al hijo
engendrado, producto de un vasallaje. “-¿Qué le hubiera dicho?-”, se
pregunta, “-¿que maté a su padre?-”.
Mientras Aurora se tambalea sobre el filo del suelo, que se desmorona en
mínimas cascadas por el peso, vuelve a cerrar los ojos. Desea que la
gravedad ya se encargue del resto. Vigoriza el extendimiento de sus brazos
en forma de alas y justo cuando el sol termina de ocultarse frente a ella,
detrás del horizonte, precisamente cuando la breve canción termina,
Aurora esboza una tenue y amarga sonrisa, aprieta la mano con que sujeta
la moneda antigua que robó del consultorio del psiquiatra, jala aire a sus
pulmones por última vez y se deja caer al vacío del acantilado.
Comienza otra canción:
“Start spreding the news
Im leaving today…”.
41
Bajo la luz de la luna
XII
Ayer fue el último día del año y uno más que se agrega a la cuenta de los
días transcurridos desde que vi a Aurora por última vez. Decidí festejar el
año nuevo en grande. Después de todo, esa noche la ciudad estaría
despierta y podría sentirme parte de ella. Reservé mesa para dos en un
lujoso restaurante ubicado sobre Viaducto-Tlalpan. El único negocio donde
me tomaron la llamada. Ya no puedo dejar mensajes en la máquina
contestadora de Aurora, pues al irse interrumpió el pago del servicio y
cortaron la línea. La diferencia es que estos seis meses me enseñaron a ya
no esperarla más. También comencé a resignarme a vivir de noche; esto
sucedió quizá a raíz de que la universidad decidió no recibir una sola
incapacidad más y en cambio pensionarme.
A Sofía ya no la he visto. La busqué incesantemente en la misma esquina
donde la conocí y al preguntar a una de sus colegas por su paradero sólo
me contestó que Sofía había sido ascendida. No comprendí el caló, pero
entendí que ya no la vería más. En fin. Llegué al restaurante.
-¿Desea ordenar o el caballero espera a alguien más?-, preguntó el mesero,
ceremonioso, a quien encontré con un color de tez tan pálido como el mío.
-Llevo dos años y medio esperando. Creo que ya puedo ordenar.
Después de una cena insípida me dispuse a beber el coñac que recién me
habían servido. Veía sin mucho interés el reportaje en la televisión,
ubicada al fondo, en el área del bar, donde transmitían en vivo desde el
comedor de una cárcel:
“El ex Senador Barrios Aranda ha donado cien pavos para la cena de año
nuevo que se desarrolla en este comedor. Quiere convivir con sus
compañeros de prisión pues, según ha dicho, no pasará una noche nueva
más en este lugar ya que en tres días espera la sentencia absolutoria en el
último proceso que se le instruye por lavado de dinero. Regresamos al
estudio, desde el comedor del reclusorio Oriente...”.
-¡Que curioso! –pensé, a pesar de nuestras similitudes él sí puede dejar su
prisión y yo no, siendo que en mi caso y a diferencia de él, a mi sólo me
basta dar un paso al frente para salir de la mazmorra.
Pagué la cuenta y salí del lugar. Otro pálido empleado me preguntó:
“¿Desea el caballero que le llame a un taxi?”
42
-No, gracias. Me iré caminando.
-No olvide que el metro estará funcionando hoy toda la noche.
-Es cierto. Gracias.
Me dirigí hacia la estación más cercana, pagué el importe de mi pasaje con
numerario exacto y crucé el torniquete.
El metro estaba bastante concurrido para ser las seis de la mañana. La
gente comenzó a congregarse en el andén donde yo esperaba. Eché un
vistazo alrededor y vi a una mujer altiva que llevaba un grueso abrigo
negro. No pude apreciar sus rasgos con precisión debido a que ella estaba
de perfil y tenía parte del rostro cubierto por su cabello rizado. El carro del
metro arribó y justo frente a mí se abrió una de las puertas del vagón.
Entré entre un mar de gente. Logré tomar asiento frente a la puerta por
donde ingresé y, mientras el carro reanudaba su marcha, pude ver a
través de una de las ventanillas que la mujer de abrigo negro no había
abordado. Me pareció bastante extraño pues ella había estado en actitud
de espera. Aquello no habría significado para mí mayor detalle a no ser
porque justo cuando iniciamos la marcha logré ver su rostro de frente.
A medida que nos alejábamos de la estación, más calcinante se volvía mi
duda sobre la enigmática mujer. Comencé a pensar que era Aurora,
después de tanto tiempo. Coincidía la estatura, lo oneroso del atuendo, el
estilo de vestir, el tipo de cabello, la tristeza en su mirada: todo, salvo el
color de su piel. “-¿Será o no será?-”, me repetí decenas de veces. De
pronto, mordiéndome el puño, recordé que alguna vez le conocí a Aurora
un atuendo como ése. “-¡Ella es!-”, dije en voz alta, mientras los pasajeros
del vagón permanecían indiferentes. Las manos comenzaron a temblarme.
Justo esa noche, antes de salir de casa rumbo al restaurante, escribí y dije
para mí, convencido, que ya no esperaría más el regreso de Aurora. Y
ahora que la volvía a ver, me daba cuenta de que la firmeza de mi
afirmación era en realidad desesperanza.
Antes de llegar a la siguiente estación me puse en pie y corrí hasta
alcanzar el botón de alarma. El operador frenó. Los pasajeros me miraron
con reprobación. Tan pronto como el carro hizo alto total se abrieron las
puertas y descendí. Me eché a correr en sentido contrario, sobre la
plataforma. Sentía que el corazón se me salía del pecho. Después de un
minuto de recorrido, pensé que lo que hacía era estúpido, pues si por
cualquier razón, Aurora no había abordado el carro del metro,
seguramente subiría al siguiente y entonces, a media carrera mía, pasaría
por un costado, sobre la vía, en dirección opuesta. Pensé también que tal
vez la causa por la que Aurora se abstuvo de abordar el mismo vagón fue
que ella sí me reconoció y decidió evitar el encuentro. Mientras me batía
43
corriendo desesperadamente, me debatía en tan desesperadas reflexiones.
Corrí y corrí, añorando que no me saliera al paso el próximo carro del
metro que la llevara a la estación donde yo descendí. Me agité tanto que la
ebriedad se diluyó. De pronto, vi aproximarse la luz de la máquina que
recorría la vía en sentido contrario al de mi marcha y me detuve. Al atisbar
esa luz que me impactaba de frente, comencé a sentir un dolor calcinante
en toda la piel. Los vagones pasaron rápidamente a mi lado y yo, adolorido
por el baño de luz, no pude siquiera intentar ver a través de las
ventanillas. De cualquier forma habría sido inútil, por la velocidad con que
la máquina viajaba.
Reanudé mi carrera a toda velocidad y después de largo tiempo me detuve.
Por fin puede ver, a lo lejos, el andén donde subí al vagón. Seguía colmado
de gente. Reanude mi marcha, ahora caminando, pues el cansancio me
había ganado la carrera. Miré mi reloj: 06:22 y de pronto, una luz
majestuosa se posó sobre las personas del andén. Fue hasta entonces que
me percaté de que aquella estación era la primera de las que se
encuentran sin techo, al aire libre. No recordaba que una parte del metro
es tren ligero y otra subterráneo. La luz comenzó a acrecer y mis ojos ya no
soportaban verla. El sol se posaba en el cielo. Acá abajo, la luz dibujaba
una línea fronteriza que dividía, perpendicular, el andén. Del lado oscuro:
yo; del lado iluminado: Aurora, si es que seguía allí. El problema se
incrementaba porque la línea limítrofe avanzaba, comiéndose la oscuridad.
A medida en que se esparcía por el suelo, me alejaba de Aurora.
Guareciendo mis ojos con el extendimiento de mi brazo, avancé, asustado,
hacia la línea de fuego. La piel me dolía cada vez más. Sentía llagas,
hirviendo a punto de reventarse. Retrocedí unos pasos y comencé a
desesperarme. La estación se encontraba a pocos pasos de mí, pero me era
imposible llegar a ella. Y sin embargo, quizá ésa era mi única oportunidad
de encontrar a Aurora. “-¡Cómo puede olvidar la hora!-”, me recriminaba a
mí mismo.
Yo estaba de pie, justo a un paso de la línea de luz que se trazaba sobre el
suelo. Quise poner un pie al otro lado de la oscuridad, pero al traspasar el
límite, la piel de mi pierna me ardió terriblemente. Mis ojos estaban
inundados de luminosidad. ¡Tanto tiempo sin salir de día! Retrocedí dos
pasos y, tras unos instantes de relativo alivio, recuperé la visión. Miré
hacia la multitud que estaba congregada en la estación. Por fin, entre la
gente, vi a la dama de abrigo negro. No distinguí su rostro, pero sabía que
era la misma.
Comencé a llorar. Estaba exasperado. Sentía que en verdad ésta era la
última oportunidad de ver a Aurora. Aunque no podía asegurar que se
trataba de ella, existía la probabilidad. Mi piel aún me dolía, como si
ardiera en llamas. Yo jadeaba, sufría taquicardia. Comprendí que ya no
quería vivir en la oscuridad. Escuché que el metro se aproximaba a la
44
estación. La gente se comenzó a alistar para abordar el vagón. ¿Qué me
pasaría si cruzara la línea de luz? No lo sabía. Sólo comprendía que el
dolor que esa decisión me provocaría en el cuerpo sería insoportable. Las
palpitaciones de mi corazón se me metieron en los oídos hasta
retumbarlos. Ya no escuchaba más, sino mi frecuencia cardiaca. Cerré los
ojos, inhalé aire y lo exhalé por la boca. Abrí los ojos, extendí los brazos en
forma de Cristo y corrí para chocar contra la cascada de luz. Sentí que mi
piel humeaba y que el cabello se me incendiaba. Seguí corriendo,
incrementando el ritmo de la marcha por el dolor que experimentaba al
contacto con la luz. Me detuve. Caminé entre la gente, mientras ocultaba
mi rostro con el escudo de mi antebrazos levantados. Empujé a unos, pisé
a otros, pero ellos se mantenían indiferentes, como si no percibieran mi
presencia. No podía ver por más que abriera mis castigados ojos. Comencé
a gritar su nombre: “-¡Aurora!-”, “-¡Aurora!-” Nadie respondía. Sumergido
entre la multitud, detuve mi marcha, justo al chocar con alguien.
Lentamente abrí los ojos y logré atisbar los contornos de una mujer de
cabello rizado, ataviada con un largo abrigo negro que le caía hasta la
rodilla.
–¿Eres tú, Aurora?-, musité, pero no contestó, sólo miró hacia donde yo
me encontraba como si hubiera visto pasar una sombra.
Nunca pude modular mi castigada vista para apreciar con precisión su
rostro, pero a juzgar por los rasgos generales que percibí, me convencí de
que se trataba de alguien más.
La gente se agolpó a las puertas del vagón y abordó el carro del metro. La
mujer de abrigo negro, al mirar hacia el interior del furgón, esbozó una
sonrisa y también subió. En el interior, un niño la esperaba con los brazos
abiertos. Ella descendió desde su propia altura hasta descansar sobre sus
rodillas y los dos se fundieron en un abrazo. Luego él removió con sus
pequeñas manos los rizos que se sobreponían al rostro de ella y le besó la
frente. Entonces pude percatarme de que el niño le estampaba el beso
justo sobre una herida extensa, profunda y reciente. Comprendí la razón
por la que ella no abordó el primer viaje: esperaba que la recogiera un ser
querido.
Las puertas del vagón se cerraron y yo me quedé en el andén. La máquina
reanudó su marcha. Desde mi ubicación, miré cómo se alejaba el metro,
hasta introducirse en la oscuridad. De pronto, me quedé solo. Nadie
alrededor. Alcé las manos a la altura de mi rostro, buscando llagas o
quemaduras. Nada. Levanté la mirada hacia el cielo y me descubrí bajo un
copioso baño de sol. La ciudad había amanecido y yo amanecí con ella.
Esa mañana no hice más que caminar. Recorrí las calles durante horas,
hacia ninguna parte. Sortee vendedores ambulantes y vehículos; pasé
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entre multitudes y establecimientos comerciales. Pensaba en todo lo que
me había sucedido desde que recibí el impacto de bala hasta ese día. Pasé
por los edificios de departamentos donde vivieron Sofía y Vicente, pero no
me percaté. Caminaba casi sin gobierno. Hundido en mis remembranzas
recorrí los lugares y las horas sin sentir cansancio, hasta que me descubrí
frente a la puerta del edificio donde despacha el Señor “C”. Miré mi reloj.
Ya era mediodía. En un principio no pensé entrar para consultarlo.
“-¡Por fin lo visitaría de día!-”, exclamé, pero era lógico que él no trabajara
el primer día del año. Sin embargo, movido por un presentimiento, decidí
entrar. Tomé el ascensor y pulsé el botón necesario. Salí del elevador y
recorrí el pasillo hasta llegar a la sala de espera que comparten tres
consultorios, entre los cuales, el del Señor “C”. Como era de esperarse, no
encontré a las recepcionistas; tampoco había pacientes. Un anciano
intendente me preguntó qué se me ofrecía. Le dije que buscaba a mi
psiquiatra. Me cuestionó el nombre del Señor “C” y no pude responder. Me
limite a decir: “-Busco al doctor que despacha en ese privado”-, mientras
señalaba con mi dedo índice hacia la puerta del despacho. El viejo
respondió: -“Ese doctor jamás consulta de día-”. No me dejé llevar por su
respuesta; la atribuí a la ignorancia, más que a la mala fe. Le pregunté: “-A
todo esto, puede decirme cómo se llama el médico que busco?-”. “Sí”,
-respondió-, “con frecuencia converso con él. El se llama… ¡Lástima! Lo
olvidé. Debe ser la edad, joven, debe ser la edad”-. Yo repuse que él debía
estar confundiéndose de médico, pues el mío sí daba consultas de día. Él
sentenció: “-Yo tengo trabajando cuarenta años aquí, y puedo garantizarle
que ese doctor sólo viene de noche-”.
Salí del edificio y esperé en la banqueta hasta que se ocultara el sol. No me
percaté en qué momento el Señor “C” ingresó al edificio. Advertí su
presencia cuando, desde mi ubicación, observé que la luz del consultorio
se había encendido. Entonces subí y toqué la puerta.
-¿Finalmente encontraste la estación que estabas buscando con tanto
afán, Jorge?
-Sí, doctor.
-¿Y a ti quién te recogerá?
-No lo sé.
-¿Encontraste tú equipaje?
-No.
-Pero acudiste de día. ¿Por qué no encontraste lo que buscabas?
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-Encontré la luz al comprender que mi equipaje se perdió. Alguien se lo
llevó y nunca jamás lo voy a recuperar.
-¿Qué harás ahora, Jorge?
-Subirme al próximo tren.
-La vida es así: la juventud es una estación con muchos trenes; la adultez,
un tren con muchas estaciones.
-Supongo que la muerte es la última estación.
-¿Irás a la tumba de Sofía?
-No es allí donde habré de encontrarla.
-Bien. ¿Buscarás a Aurora en la próxima estación?
-Ella ya se fue. ¿Y Usted? ¿Seguirá dando consulta toda la vida?
-Bueno Jorge, siempre habrá algún noctívago que no encuentre la luz del
día.
-¿Por qué me pidió con tanta insistencia que viniera a su consultorio de
día, si usted sólo despacha de noche?
-Para que supieras quién soy y así comprendieras quién eres tú.
-¿Y quién es usted?
-La pregunta correcta es quién eres tú.
-De no haber comprendido le diría que me da gustó saber que no soy el
único que se ha extraviado, pero ahora sólo espero que los otros también
encuentren su camino. Los errores ajenos no justifican los propios.
¿Le escribirás de nuevo a Dios?
-Todo a su tiempo, todo a su tiempo. Después de todo, aprender a vivir
implica comprender que es más importante el camino que el destino. Al
final del viaje todos llegamos a la última estación. Allí tal vez pueda
dialogar con Él. Estrecharé su mano, examinaré la profundidad de su
mirada y quizá le pregunté su código postal.
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-Ahora te diré lo que debes hacer. Mañana, cuando caiga la noche, irás a
la estación del metro donde creíste haber visto a Aurora. Allí esperarás el
vagón indicado…
-¿Cómo sabré cuál es?
-Lo sabrás y nada más.
-¿A dónde iré? ¿Cómo sabré dónde descender?
-Lo difícil no es descender, sino ascender.
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Aurora bajo la Luz de la Luna
XIII
Esa noche, Jorge regresó a su departamento y escribió y escribió, hasta
quedarse profundamente dormido. Con los últimos rayos de la luz del día,
despertó. Caminó hasta la ventana y la abrió. Asomando medio cuerpo por
el claro, miró hacia la calle. Contempló a cientos de personas que iban y
venían en el trajín de la ciudad. Reflexionó sobre la manera como la gente
acumula edad, sumergida en la inconsciencia de estar viva. Vivida así, la
vida ha de ser un sueño fugaz; y la muerte, un eterno arrepentimiento.
Lloró con mucha tristeza. Mientras se enjugaba sus lágrimas con el puño
de la camisa, miró al cielo que comenzaba a estrellarse. Salió de casa
llevando consigo un manuscrito de su autoría, torpemente empastado. Al
salir del edificio de apartamentos, guardó el manuscrito en un sobre que
ya tenía grabados los datos de remitente y destinatario y lo depositó en el
buzón del correo. “-Este será mi último intento de publicación”-, dijo para
sus adentros. Entonces caminó con dirección a la estación del metro que le
había sido indicada.
Anduvo por poco más de una hora. Durante su trayecto lamentó que nadie
fuera a leer lo que la noche anterior había escrito, pues guardaba pocas
esperanzas de que el manuscrito se publicara. Pasó por el edificio de
consultorios donde su psiquiatra y él sostuvieron innumerables sesiones.
Desde su ubicación, en la acera de enfrente, pudo percatarse de que sólo
un privado tenía la luz encendida. No le costó trabajo saber de qué
consultorio se trataba. Finalmente llegó a la estación. No había mucha
gente. Calculó veinte. Eran personas de edades muy variadas, pues había
lo mismo niños que adultos y ancianos.
El carro llegó. Jorge supo que ése era su viaje. Las usuarios se
aglomeraron frente a la puerta que se había detenido justo frente a la
posición de Jorge. Sin mostrar prisa intentó entrar, pero algunos se le
adelantaron. Las personas tropezaban con Jorge y él con ellas. Una vez
abordo, encontró asiento y allí se acomodó. Miró hacia la pared lateral del
vagón y descubrió el anuncio de ruta, donde aparecen tanto la trayectoria
del metro como las estaciones en que se detiene. Era diferente. Sólo tenía
dos paradas: la estación donde Jorge subió y la de destino. Además, no
tenía ruta de regreso. Jorge se asustó. Comprendió que nunca había hecho
ese viaje. Miro a su rededor para distinguir a los demás viajeros. Nadie
conversaba. Todos lucían distraídos, introspectivos, como si intentaran
descifrar un enigma. Reconoció a varios pasajeros. A una dama le dijo con
asombro: “-Usted y yo consultamos al mismo psiquiatra-”. Ella lo observó
con atención y, tras unos segundos de silencio, contestó con sorpresa:
“-Sí, ya lo creo-”. Jorge giró sobre su asiento para ver a un anciano que
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viajaba a su izquierda, y le dijo lo mismo. El viejo respondió: “-Sí, ahora lo
recuerdo. Usted entraba antes que yo-”. Un hombre de aproximadamente
treinta y cinco años quien, desde varios asientos de distancia, escuchaba
la conversación, le preguntó a los tres: “-¿Alguien recuerda cómo se llama
el doctor?-”. En el vagón se hizo un largo silencio. Todos se ensimismaron
tratando de rememorar el nombre que, por alguna razón ignorada, siempre
se les escapaba de la memoria.
El Señor “C” llegó a la estación, ataviado con traje oscuro, corbata negra y
sombrero de media ala. Con melancolía, vio al carro partir. Lo observó
mientras éste se introducía poco a poco en la oscuridad del túnel, como si
la negrura devorara vagón por vagón. De pie sobre la línea roja que
delimita el área autorizada para deambular en el andén, contempló la
paulatina desaparición de los carros, hasta que el último salió del alcance
de su vista, para siempre y hasta nunca, cruzando el horizonte. Caminó
unos pasos para llegar al buzón del servicio postal que estaba instalado en
esa misma estación. Introdujo su mano a la bolsa interior del saco y
alcanzó un sobre blanco. Lo abrió y extrajo la carta para repasarla.
Desdobló la única hoja y leyó el contenido. Era su escrito de dimisión.
Dobló la hoja, la volvió a introducir en el sobre y pasó el borde de éste por
entre sus labios. Apoyándose en el buzón metálico que se alzaba desde el
piso hasta su cintura, escribió en el sobre los nombres del remitente y
destinatario. No era la primera vez que Caronte le enviaba su renuncia,
pero jamás perdía la esperanza de que algún día Dios le respondiera.*
FIN
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“¿Qué es la compañía, si no la suma de dos soledades?”
Una historia que consta de dos cuentos. Los capítulos nones: Aurora; los
capítulos pares: Bajo la luz de la luna. Los primeros escritos de día, los
segundos, escritos de noche.
Una carta dirigida a Dios y un remitente confinado a las paredes de su
departamento por una extraña enfermedad que lo aleja de la luz del sol.
Un psiquiatra que aborda la enfermedad de Jorge con la metáfora del tren
que no tiene regreso. Para sanar es preciso regresar; para regresar, ambos
deberán descender del vagón y caminar juntos hacia la estación donde
Jorge perdió el “equipaje” que ahora echa de menos y cuya ausencia no lo
deja continuar su camino hacia la luz.
Aurora, por su parte, no puede superar la experiencia traumática que hace
años vivió. La historia de Aurora y Jorge se une porque ambos fueron
parte de ese suceso que para siempre marcaría sus vidas como un hito que
para él significa el horror a la luz del día, que sin embargo debe vencer
para poder cruzar el horizonte; y para ella el terror a la noche, a dormir y
soñar el pasado desgarrador, que no obstante debe superar para poder
volar hacia la libertad.
Dos historias de dolor, dos testimonios de lucha por la vida. Dos ángulos
punzantes de amor y de esperanza, donde la unidad debe fragmentarse en
dos desde el inicio, para al final fundirse en: Aurora bajo la luz de la luna.
Finalmente: una reconciliación con la vida, a pesar de las más difíciles
adversidades.
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