cuando la respuesta precede a la demanda

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OLIVIER BOULNOIS
CUANDO LA RESPUESTA PRECEDE A LA
DEMANDA
El análisis lingüístico del rico material de plegarias -individuales y sobre todo
litúrgicas- del medioevo cristiano proporciona al historiador un conocimiento de la
plegaria como acto comunicativo entre un Dios inefable y el orante, que se abre a su
acción en él. Mediante este análisis, el autor desgrana toda la serie de paradojas que
entraña la plegaria cristiana. Como acto de comunicación, la plegaria invoca un
interlocutor invisible y convoca una comunidad virtual. Todo su discurso se orienta a
que el orante reciba un don que, por el mismo hecho de orar, ya se le ha otorgado. En
su aspecto pragmático, la plegaria abre un espacio nuevo en el orante acrecentando su
capacidad de recibir el don. En su aspecto salvífico, la respuesta -la salvación- precede
a la demanda -la plegaria-.
Quand la réponse précéde la demande. La dialectique paradoxale de la prière
chrétienne, Revue de l'Histoire des Religions, 211(1994)167-186.
La plegaria del cristiano destaca de entre la infinidad de las plegarias de otras religiones.
La forma de su lenguaje es distinta: se dirige a un Dios diferente, único y singular. Pues
recuerda una experiencia bíblica: la logofanía. El Dios al que se dirige la plegaria es
Palabra: se revela como palabra viva y eficaz, hecha visible en Cristo. Invisible, se ha
hecho visible; irrepresentable, tiene una imagen; inefable, posee nombre. He aquí ya
una paradoja: al apoyarse sobre una revelación consignada en un libro, el cristianismo
es una religión de la palabra.
Me propongo estudiar la plegaria cristiana como forma de discurso. No se trata de
desarrollar una teología ni una fenomenología de la plegaria, sino de investigar la
estructura de la plegaria en sus expresiones lingüísticas, de ver cómo el discurso
humano se transforma por lo que invoca como palabra divina. Este estudio tiene sus
límites: lo esencial de lo que describe le resulta inaccesible. Pues la plegaria cristiana no
pretende realizar a nivel de discurso lo que procede de un don divino.
También el método posee sus límites. El historiador no conocerá nunca lo más íntimo
de la plegaria: los pensamientos, deseos, sentimientos que la alientan. Sólo puede
intentar reconstituir su expresión en las imágenes, en los discursos, en las instituciones.
Mi análisis se centrará en la sociedad medieval, en la que son numerosos los
documentos escritos y no escritos - imágenes, monumentos- que atestiguan la presencia
universal de la plegaria. Porque la plegaria marca el tiempo común de esa sociedad,
igual que un par de Padrenuestros señala el tiempo de cocción de algunos alimentos.
I. LA COMUNICACIÓN Y SUS INTERLOCUTORES
En la plegaria ¿quién habla? ¿a quién? ¿de qué? ¿cómo? ¿para qué?
La plegaria supone que el hombre puede hablarle a Dios: que es digno, que es capaz y
que sabe qué decirle. Se trata de una comunicación. Dios escucha la plegaria, la acoge,
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responde a ella. Pero la paradoja de la plegaria consiste en que ella acepta de antemano
lo que la hace posible. El Dios que ella invoca no es un ser inefable, inexpresable,
mudo. Se ha revelado. El hombre puede hablarle porque Dios llama. La palabra del
orante recibe de la palabra divina el don de su existencia, presentándose como una
respuesta a la palabra que la ha precedido. puede asumir un compromiso por otro. Por
esto la plegaria se expresa ante todo en primera persona del singular.
Entonces ¿está la plegaria destinada a la soledad? Aun para el ermitaño, la plegaria
supone una comunidad de creyentes en cuyo nombre se eleva. Como todo lenguaje,
tiene una función social. Se dirige a Dios en cuanto interlocutor de una comunidad e
intercede por todos los hombres. El cristiano, aunque ore solo, dice: "Padre nuestro".
Creando un espacio para la alteridad, el orante se habla a sí mismo "como a otro"
(Duras Scoto).
¿Quién habla en la plegaria?
Todo hombre tiene derecho de hablarle, en especial los sacerdotes. La plegaria se
inscribe en un orden social: en la distribución de funciones, los sacerdotes hacen de
"orantes". Por más que la intercesión se sirva de mecanismos institucionales -clero,
lugares comunes de oración- la plegaria es siempre personal y no anónima. Aun cuando
se exprese en plural, la plegaria es la obra de cada uno de los sujetos que la pronuncia.
Claro que puede orar uno por otro. Pero sin ocupar su lugar. Porque la plegaria implica
un compromiso, una decisión libre. Y nadie
¿Qué decir en la plegaria?
La plegaria religa al hombre con el mundo divino. Pero ¿qué decirle a Dios cuando se
ora? ¿qué vocablos emplear? ¿no es el mundo divino inaccesible? La plegaria cristiana
se apoya en lo que Dios ha dicho de sí mismo. Lo que se conoce de Dios queda de
manifiesto en la palabra de Dios. Por esto la plegaria cristiana se alimenta de textos
bíblicos. Como toda lectura, la de la Escritura es ambivalente: puede hacerse para uno
mismo o para el otro. Cuando no es una simple lectura privada, sino que se hace delante
de Dios es ya una plegaria. Es la lecho divina, puesta en práctica por la vida monástica.
Es "divina" no tanto por su contenido cuanto por su forma, que alimenta e inspira. Leer
las Escrituras es divinizar la palabra humana. La palabra dirigida por el hombre a Dios
es ante todo la palabra dirigida por Dios al hombre: revierte en él alimentando su
meditación.
La plegaria supone un orden del universo y evoca su sentido consignado en una
revelación. El orante no hace sino deletrear la vasta plegaria cósmica. El libro de la
Escritura y el libro del mundo se ajusta a un sistema general de signos que remiten a
Dios. Los salmos constituyen la base de la plegaria monástica. Los diferentes tonos
corresponden a diferentes situaciones: aflicción, súplica, alabanza, confianza. El Padre
nuestro es la plegaria por excelencia de cada día.
Pero sobre esta trama bíblica fundamental, la plegaria se va tejiendo a lo largo del
tiempo: poco a poco se redactan nuevas plegarias correspondientes a fiestas periódicas,
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siguiendo esquemas invariables. El núcleo permanece intacto, pero es privilegio de unos
pocos componer las plegarias litúrgicas.
La plegaria cristiana mezcla fórmulas hechas, que se sabían de memoria, con
expresiones improvisadas, salidas del corazón. No hay que oponer liturgia y plegaria
personal: ambas se complementan. El formulario, lejos de oponerse a la libertad y a la
convicción, impide la vaciedad de contenido.
Los testigos de la época hablan del monje como "masticando sin cesar palabras santas"
o "devanando salmos, zumbando como la abeja". La plegaria realiza las dos funciones
de la boca: hablar y alimentar.
Por más que la plegaria no sea la sola formulación de un deseo subjetivo ¿encuentra con
quién hablar? Tiene toda la apariencia de un monólogo. Pero no es un soliloquio, pues
el que habla pretende conversar con un interlocutor invisible, en un diálogo asimétrico,
parangonable con la interpelación vocativa de la poesía épica. ¿Palabras al aire? Más
bien son palabras que se dirigen a su destinatario, que describen sus atributos y que
esbozan su rostro. La palabra del orante se vuelve transparente a la voluntad de
salvación que la anima. El invocar a los ángeles responde a esta exigencia: el ángel es el
medio transparente de la comunicación ideal, cuya intervención en el mundo realiza sin
fallo la voluntad divina.
La reiteración de la plegaria no prejuzga la respuesta de Dios. Espera su intervención,
pero ella depende del libre querer de Dios. En esta interlocución, el único interlocutor
visible del diálogo no pretende conseguir automáticamente el asentimiento del otro. Así
la comunicación establecida en la plegaria supone una igualdad de derecho y una
disimetría de hecho. La iniciativa del hombre no es absoluta: Dios ha hablado antes y en
esta Palabra escrutada sin cesar ha de buscar la respuesta.
Los nombres divinos
Si la plegaria es una llamada, hay que asegurarse de que llega a aquél al que llama. Pero
¿cómo llamar a Dios? La cuestión de los nombres divinos es central: ¿cómo garantizar
que la palabra humana nombre a Dios adecuadamente para alcanzarle? ¿cómo
asegurarse de que esta palabra no lo hiera? Es el dominio de los pecados de la lengua: la
blasfemia, el juramente en falso, la magia. Al pronunciar el nombre de Dios, el hombre
adquiere un poder sobre él y tanto puede conmoverlo como herirlo.
Los nombres son divinos por su origen. Son los nombres por los que Dios se conoce a sí
mismo y que los hombres sólo los conocen por revelación divina. El nombre más propio
de Dios -el tetragrama (YaHWeH)- es inefable. Sólo es posible nombrarle,
reconociendo que todos los nombres humanos son inadecuados, incapaces de nombrar a
Dios.
La referencia última de los vocablos de la plegaria es, pues, paradójica, al menos
respecto a un monoteísmo estricto. Todo el significado del discurso del orante es
traspuesto al Dios desconocido e incognoscible. Según Lévinas, "cabe preguntar si la
plegaria no es un modo de buscar lo que no puede entrar en relación alguna como
término y con lo que no mediaría sino una cuasi-referencia".
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La plegaria es para el orante un modo unilateral de establecer una relación con Dios,
pero éste es el absoluto que escapa a toda relación.
Superación de la contradicción
La contradicción se supera viendo en la plegaria una relación paradójica, no recíproca:
por la plegaria el hombre se hace presente a Dios, pero Dios ya estaba presente a él. El
mundo divino no es afectado por esta comunicación. No hay reciprocidad. La palabra
humana es una respuesta a la palabra ya dada. Es Dios el que habla en el hombre. En la
plegaria el hombre no puede tomar la palabra si no la ha recibido del Otro. El medio de
comunicación se ha de transformar para ajustarse a lo que el Otro le enseña: éste se lo
da juntamente con el mensaje.
Nuestra incapacidad de nombrar a Dios adecuadamente no hace a la plegaria menos
eficaz. Dios la acepta con tanta misericordia como perdona el pecado de los hombres.
La confianza en la interlocución no exige el conocimiento adecuado del interlocutor.
Los teólogos medievales explican por qué el "Padre nuestro" comienza por la petición
"santificado sea tu nombre". La plegaria comienza nombrando a Dios de la forma como
él se ha comunicado a los hombres, como Padre. Al expresarse en subjuntivo ("sea"),
transforma en petición, en deseo y en espera para el que ora lo que ya es efectivo para el
interlocutor. Implica que este nombre realice lo que significa: que santifique al que lo
pronuncia.
II. LA RETÓRICA DE LA PLEGARIA
¿Sin palabras no hay plegaria o constituye la plegaria una simple actitud del ser
humano? ¿Cuál es la cima de la plegaria? ¿Hablar, callar, meditar, sentir, actuar, desear,
contemplar? La plegaria se encarna en un cuerpo: implica posturas, gestos, una
imitación corporal de Cristo. Reorienta los sentimientos interiores del que ora hacia lo
que significa. No son las palabras las que se ajustan a la interioridad. Es el pensamiento
el que poco a poco se pone en armonía con la palabra rumiada por el orante. El locutor
desaparece ante lo que anuncia: se convierte en lo que dice.
La plegaria se expresa en un cuerpo colectivo. El orante tiene un ser social. Lo que une
a los orantes es lo que dicen juntamente, aunque no hablen entre sí. El interlocutor
invisible lo constituye en asamblea (ekklesía), en la que cada participante asume las
palabras de los otros. Al rezar el "Padre nuestro", el orante ocupa el puesto de Cristo: le
representa. La plegaria pone en contacto a la comunidad con lo divino. Actúa
paradójicamente, pues es un acto cuya reciprocidad no está garantizada.
La salmodia de voces alternantes dramatiza la plegaria, subraya que el discurso no es
puramente narrativo, sino que constituye una interlocución. En la liturgia el sacerdote
asume el doble papel de portavoz de Dios y portavoz de la asamblea. La plegaria es
responsorial. Respondiendo al celebrante, y por su medio a Dios, la asamblea responde
de sí misma y de su fidelidad.
Uno de los procedimientos retóricos más frecuentes es el recurso al vocativo. En la
invocación el orante se dirige a Dios, pero sólo para implorar su presencia, pues,
contrariamente a los encantamientos mágicos, no puede convocarlo. Un cartujo
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anónimo del siglo XV coloca la plegaria en la categoría gramatical de la interjección,
que expresa el sentimiento del corazón, el deseo y la voluntad con palabras cuyo acento
queda libre: es la variación del acento la que modula el sonido y permite expresar el
afecto. A medio camino entre el grito y el canto, la interjección expresa la inmediatez de
un sentimiento. Contiene, no un enunciado inteligible, sino una inclinación de la
voluntad, un deseo. Esta palabra no comunica nada, sólo es expresiva. En el acto mismo
de explayar sus propios afectos, el orante experimenta la presencia de Dios. La plegaria
de intercesión es pura dirección: un significante indiferente al significado y al referente.
Expresa lo que el orante experimenta en sí: desamparo, disimetría, violencia.
El enunciado de la plegaria se convierte a menudo en su propio objeto: "te pedimos". La
decisión personal de la plegaria es ya una plegaria. Se remite al otro, purificado por este
mismo acto. La plegaria actúa sobre el orante, concentra su ser en lo que dice, le incita a
habitar su cuerpo, a ponerse en presencia del otro, a quitarse la careta.
La plegaria ¿depende de la semántica o de la pragmática?
La plegaria ¿significa una verdad o realiza un acto? ¿supone proposiciones susceptibles
de verdad y de falsedad, o se sitúa más allá de esta alternativa? ¿depende de la
semántica o de la pragmática? Bajo la forma de súplica y de alocución, la plegaria
oculta una estructura narrativa. Al recordar el relato de los orígenes, da testimonio de
una historia considerada verdadera. El discurso del orante toma un cariz colectivo, pues
el relato evoca la venida del pueblo de Dios. El orante que celebra su propia memoria se
reconoce como actor en lo que narra. La plegaria se inscribe en un marco ritual: es una
celebración de la salvación. La liturgia cristiana recuerda los orígenes, el drama de la
alianza rota y renovada entre los dos interlocutores de la plegaria. El relato histórico,
que es el objeto de la fe, es también el fundamento de la comunidad. Este relato sólo
raramente se expresa en tercera persona: el credo, incluso cuando se pronuncia
colectivamente, va en primera persona, porque compromete a cada uno. La liturgia
renueva la historia primitiva en una repetición dramática.
La plegaria no tiene la forma de relato. Acto de enunciación siempre renovado, trenza
en la trama de la historia de la salvación un motivo nuevo. Se expresa en subjuntivo,
optativo o imperativo. La invocación "Venga a nosotros tu reino" presupone el relato de
la venida del Mesías. La dramaturgia litúrgica juega con una capa narrativa invisible: da
testimonio de una historia, la interpreta, ordena el mundo y describe la naturaleza de las
cosas. Une un pasado - la encarnación de Cristo-, un presente - la asamblea de la Iglesia
en oración- y un futuro -el fin de los tiempos y la salvación eterna-. El tiempo de la
plegaria es un presente transhistórico, repetido al infinito. No repite los acontecimientos
de la historia, sino que los despliega en el mismo presente de la enunciación. La
plegaria se orienta hacia un porvenir absoluto, permitiendo la intervención de Dios en el
presente. Es una representación dramática. Manifiesta la salvación representándola. No
se limita a contarla. Borra las oposiciones entre el acá y el allá (cielo y tierra), entre
pasado, presente y futuro (historia y eternidad). La plegaria no puede anuncia r sino
narrando.
La plegaria renueva una alianza, promete que los interlocutores responderán uno al otro
y aun uno por el otro. Es un trato que posee un carácter eficaz: hace lo que dice. El
orante reivindica su estatuto de ser salvado y recuerda al interlocutor invisible sus
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pasadas promesas. La plegaria significa la salvación, la proclama y la hace presente. Por
tanto, tiene un doble aspecto: un valor semántico que se apoya sobre una verdad, y un
valor no semántico: la interjección y la pragmática.
III. LA DRAMATURGIA DEL DON Y DE LA EFICACIA DE LA
PALABRA
La plegaria como petición
La plegaria oscila entre la petición y el desinterés. En la edad media, aunque la plegaria
puede ser de alabanza, de acción de gracias, etc., la palabra "orar" significa casi siempre
pedir. Aunque no lo enuncie siempre explícitamente, la plegaria supone un vacío que
hay que llenar.
El acto de petición hace del orante alguien que responde. Lo hace agente del
intercambio entre Dios y el hombre. Apoyándose en la voluntad explícita de Dios, la
petición promulga un pacto de interlocución, en el que el que habla se identifica con el
que da ("el pan nuestro de cada día dánosle hoy") y el destinatario del discurso con el
que da ("tú"). El dativo (nos; a nosotros), con el que el destinatario se expresa, le define
como creyente y receptor de los dones divinos. La plegaria tiene entonces una función
eficaz: más allá de la comunicación lingüística, el dador dirige un don y el destinatario
se apresta a recibirlo. La fuerza del acto de petición (en subjuntivo, imperativo u
optativo) se redobla con la constatación de una carencia (en indicativo): la ausencia, la
finitud, el pecado. Una doble separación existe entre los interlocutores: la distancia entre
la naturaleza divina y la humana y la insuficiencia del hombre de ser digno de recibir el
don divino. Genera la parresía -la audacia- de tomar la palabra. La capacidad de orar es
ya un don divino.
Por la plegaria los orantes son a la vez destinatarios de un don y sujetos de una
búsqueda. Si un estatuto de interlocución compromete siempre, deja libre al interlocutor
en su estatuto de dador: el don divino es libre, como lo es la petición humana. Dice
Agustín: "Dios no debe nada a nadie". La palabra del orante desaparece ante la
iniciativa divina. El presente -el don- no es otra cosa que la presencia del dador.
¿Cómo discierne el orante una respuesta a sus peticiones?
Para el cristiano, aunque no haya respuesta, la plegaria es escuchada: escuchar, acoger
favorablemente -audire, exaudire- describen un mismo fenómeno. Basta que Dios la
oiga para que la plegaria sea acogida. Así, el silencio de Dios, es ya una respuesta, pues
Dios la acoge dejando que se formule más radicalmente. La verdadera respuesta no
pone fin a la demanda, sino que hace más profundo el deseo. En la misma demanda
reside ya su acogida.
Dice Ekhart: "Ensordecemos a Dios día y noche clamando: "Señor, hágase tu voluntad".
Pero cuando luego se cumple la voluntad de Dios, nos irritamos. Cuando nuestra
voluntad coincide con la voluntad de Dios, pase. Cuando la voluntad de Dios coincide
con la nuestra, tanto mejor". Se produce una inflexión en la plegaria: no expresa sólo la
relación entre Dios y el orante, sino también entre Dios y el mundo. La plegaria une al
mundo con Dios.
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Por esto, puede que la plegaria del cristiano parezca redundante: pide lo que ya se ha
dado. "Todo lo que pedís en la oración, creed que ya lo habéis recibido". (Mc 11,24). La
plegaria no anula la situación histórica del orante, sino que le introduce en la salvación
"ya" realizada.
La repetición de la plegaria manifiesta que su discurso no tiene fin, pues responde a un
don infinito. Al invocar a Cristo, la situación de la plegaria se invierte: el orante se hace
digno de la palabra, Dios ya ha manifestado su respuesta y es El el que permite al fiel
realizar su petición.
La plegaria no elimina la carencia, sino que la enuncia, la salva de la ilusión. Elevándola
a la categoría de discurso, la cambia de plano y permite una forma de plenitud
lingüística. La palabra hace efectivo un don: aunque no dé lo que se pide, da la Palabra.
Por ella hace pasar al creyente de una situación de carencia a la plenitud del don. Ciertas
dificultades, conflictos de deseos, ignorancia de los designios divinos, etc., se resuelven
por la plegaria. La plegaria se hace efectiva por su asentimiento al don divino. "La
fecundidad del don no es otra cosa que la gratuidad del don". (Ekhart). La plegaria es al
mismo tiempo una palabra herida y una palabra curada: la curación es la herida misma.
Flanqueada por el monólogo, la blasfemia, el silencio y el grito, la plegaria cristiana se
da como una respuesta a la palabra de Dios. En ella, la palabra toma cuerpo, actúa sobre
el orante y sobre la asamblea. El análisis de la plegaria medieval permite resaltar tres
dimensiones valoradas por la lingüística moderna: la preexistencia de la palabra
respecto al acto de locución, la retórica de la enunciación y la pragmática del discurso.
Nos recuerda que el lenguaje no es el espejo del que habla, sino un dirigirse al otro, que
se nos escapa. Estas tres dimensiones tienen un sentido particular en el caso de la
plegaria cristiana: la respuesta precede a la petición. El interlocutor es invisible y el
tercero ausente no se excluye. Es decir, la plegaria supone una postura de discurso
singular, que exige afinar las categorías lingüísticas habituales.
La estructura dialéctica de la plegaria pertenece a una estructura de intercambio.
Comercio enigmático, apoyado sobre la palabra divina dada al hombre, la palabra
humana se identifica con ella estructuralmente. La plegaria, rebasando el terreno de la
lingüística, se inserta en la lógica de lo divino. No es sólo el don de una palabra, sino
que constituye para el que habla el don del ser, la respuesta que precede a toda
demanda, fundamenta toda responsabilidad y anticipa toda espera.
Tradujo y condensó: TEODORO DE BALLE
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