La sangre y la lluvia

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La sangre y la lluvia
Text and photographs by Jorge Pérez de Lara
En México, la llegada de las lluvias depende íntima­
mente de la temporada de huracanes, fenómenos capaces de acarrear la humedad del mar cientos de kilómetros tierra adentro. Y la temporada de huracanes
suele comenzar hacia mediados del mes de mayo. En
las regiones indígenas es muy común que la estación
agrícola dé inicio con la celebración de ritos para propiciar la lluvia. Dada la prevalencia de la agricultura de
temporal en Mesoamérica, no es exagerado decir que
la subsistencia de comunidades enteras depende del
éxito de los ritos propiciatorios para garantizar una
siembra exitosa y un régimen benigno de lluvias, en el
que las jóvenes plantas no mueran por falta de agua,
perezcan por su exceso o destrozadas por el granizo.
Observando la importancia medular en la vida comunitaria de estas ceremonias, los primeros evangelistas católicos vieron la conveniencia de incorporar sus
ritos al nuevo culto, asociándolos para este fin con la
celebración cristiana de la Santa Cruz, cuyo onomástico es el tres de mayo. Este aculturamiento se facilitó
no sólo por la coincidencia calendárica, sino porque en
Mesoamérica un símbolo muy parecido a la cruz cristiana gozaba ya de un largo historial cómo represen­
tación del árbol cósmico, la planta primordial del maíz
y el cosmograma que establece el lugar de una comunidad en relación con el oriente, el poniente, el cielo y
el inframundo. Hasta la fecha e incluso en contextos
urbanos, las fiestas de la Santa Cruz suelen conservar
abundantes alusiones a las lluvias y revelan en mayor
o menor grado una fascinante yuxtaposición de prácticas prehispánicas y creencias cristianas. Incluso existen
lugares en los que a las cruces procesionales asociadas
con estas fechas se les conoce como “cruces de agua.”
Lo que sigue es la crónica de una visita realizada
en estas fechas tan importantes a dos poblados del estado de Guerrero: Acatlán y Zitlala, poblaciones que
celebran estas fechas de manera singular, en la que es
posible atisbar con especial claridad la supervivencia
de creencias cuya antigüedad conceptual debe ser considerable, como habremos de ver.1
Acatlán es un poblado del municipio de Chilapa de Álvarez,
Guerrero. Su nombre náhuatl significa “en el lugar de cañas” y fue
fundado por indígenas migrantes del estado de Puebla. El nombre
de Zitlala proviene del vocablo náhuatl citlalan o “en el lugar de
estrellas.”
1
Acatlán
Los ritos de la Santa Cruz suelen durar varios días,
cumpliéndose diferentes fases rituales en cada uno de
ellos. En Acatlán, los ritos que se conocen con el nombre de atzatziliztli comienzan el día dos de mayo, con
una visita a un santuario ubicado en la cima del cerro
Hueyetépetl. El ascenso comienza dos o tres horas antes del amanecer y alcanzar la cúspide toma de cuatro a
seis horas, dependiendo de la condición física de cada
quien. Los peregrinos llevan consigo pesadas canastas
llenas de tamales, así como animales y velas para hacer
ofrendas. A lo largo del camino, hay pequeños altares
en cuyos “quemaderos” los caminantes prenden velas
y las dejan en ofrenda. Alcanzando la cima, los participantes hacen ofrendas adicionales para pedir tanto lluvias como protección para sus cosechas contra el granizo a las tres cruces del santuario que se conoce como
Cruzco (“en el lugar de la cruz”). A pesar del carácter
comunitario de esta gran procesión, las ceremonias
no se conducen de manera centralizada. Cada familia
hace sus propias ofrendas y eleva sus propias peticiones. Cumplidos los ritos, que incluyen ceremonias específicas en un pequeño manantial, en comunión con
cuantos han hecho la peregrinación, se reparten tamales y caldo de pollo (preparado ahí mismo con las gallinas que se sacrifican en ofrenda a las cruces) y poco
después comienza el descenso. El día concluye con una
procesión y una ceremonia en la iglesia. En Acatlán no
hay hoteles, por lo que nos vemos forzados a pasar la
noche en Tlapa, el poblado más grande de la región y
entrada a la montaña de Guerrero.
La actividad ritual del segundo día de nuestra estadía en Acatlán no comienza sino hasta la tarde, pero
es la más concurrida de todas y por lo mismo consiste
en el clímax de la celebración comunitaria. Regresamos
a Acatlán a eso de las dos de la tarde y apenas hay gente
a la vista. El pueblo parece semidesierto. Nos miramos
con inquietud, dudando sobre si estamos o no en el
lugar correcto para presenciar las ceremonias. No parece haber indicios de que haya de ocurrir nada, ni de
que algo esté en preparación. A la vista hay sólo un par
de vendedores de refrescos y uno que otro niño que
cruza distraídamente por el espacio contiguo al atrio
de la iglesia. La mezcla de calor y hastío se traduce en
un sopor irresistible y sin casi darme cuenta me permito un par de siestas breves sobre el duro cemento de
2012 La sangre y la lluvia. Mesoweb: www.mesoweb.com/es/articulos/JPL/Sangre-lluvia.pdf.
La sangre y la lluvia
una jardinera de la plaza.
A eso de las tres de la tarde, por fin comienza a
oirse algo de música que se aproxima. Pocos minutos
después, entra en la plaza el primer grupo de dan­
zantes: muchachos y muchachas vestidos con trajes
multicolores y máscaras abren una especie de procesión festiva que llega hasta la puerta de la iglesia, para
luego dar un giro de ciento ochenta grados y salir del
atrio para volver a entrar, todo ello envuelto en grandes
nubes de copal. La irrupción de la modernidad en esta
comunidad tradicional no ha debilitado el entusiasmo
colectivo, pero sí ha transformado el vestuario ritual,
en el que ahora puede verse una colección abigarrada
de zapatos tenis, camisetas con leyendas comerciales,
lentes de sol y otros elementos que parecerían no tener
lugar en este primer desfile, cuyos personajes principales son los tecuanes o tigres, acompañados de sus
chiches o perros.
La algarabía encuentra un segundo aire cuando
hace su entrada en la plaza (con su propia banda de
tambora e instrumentos de viento) el grupo de los llamados tlacololeros,2 cuya vestimenta y máscaras son
distintos de las del primer grupo. Se caracterizan por
el uso de una especie de gabán hecho de costales, que
les cubre todo el cuerpo. Otros participantes se distinguen por llevar el torso cubierto por grandes paliacates rojos. Junto con los tlacololeros, hacen su entrada,
representando a los vientos (probablemente por ser los
portadores de la lluvia) y no cesan de correr de un lado
para el otro (como los vientos). Se detienen brevemente
en un lugar y lanzan un lamento: —“¡Aaaay!— que
simboliza el ulular del viento. Todos los danzantes entran entonces en la iglesia, para recibir una bendición
que da inicio a los ritos del día.
Saliendo de la iglesia, danzantes y demás personajes
simbólicos enfilan por la calle principal de Acatlán con
rumbo al poniente. Para entonces, casi todos los habitantes del pueblo han salido de sus casas y se dirigen a
un lugar de colinas suaves llamado Komulian, en donde
han de llevarse a cabo ceremonias petitorias adicionales y las peleas rituales de los “tigres” que distinguen a
estas peculiarísimas ceremonias. A lo largo del camino
hacia Komulian, hay varios pequeños altares a ras de
tierra, en los que se yerguen pequeñas cruces adornadas con flores y en los que los peregrinos hacen ofrendas, prenden velas y se persignan, antes de continuar
su camino. Las cruces mismas poco a poco se van cubriendo de flores, tlaquentis (textiles rituales), semillas, y
muchos tipos más de ofrendas. El adorno gradual de estas cruces va transformándolas en árboles floridos que
simbolizan la abundancia misma que se les pide.
En poco menos de un par de horas, se han reunido
en Komulian cerca de dos o tres mil personas. En este
2
Se llama tlacolol al campo de cultivo que se tiene en la ladera
de un cerro. Por extensión, un tlacololero es el labriego que trabaja
estos campos.
2
mar de gente, llaman poderosamente la atención los
hombres y los niños enfundados en sus trajes amarillos con manchas negras. Son los “tigres” (nombre con
el que se conoce actualmente al jaguar en muchas partes de México) que pronto habrán de combatir aquí.
Todos llevan en el brazo máscaras fantásticas, hechas
de cuero rígido, pintado de vivos colores y adornado
con cerdas de jabalí a guisa de bigotes y cejas, así como
espejos en el lugar de los ojos.
Es muy probable que las ceremonias de hoy en día
sean el resultado de la transformación de antiguas luchas o incluso guerras rituales, cuyo propósito original
debió ser el derramamiento de sangre sobre la tierra,
con el fin de propiciar la caída sobre ésta del líquido
vital de la lluvia. El correr de los años (¿siglos?) ha ido
cubriendo la intencionalidad original de estas ceremonias, convirtiéndolas en tradiciones cuyos orígenes
son casi imposibles de rastrear. Esto hace sumamente
difícil encontrar una confirmación testimonial clara sobre su significado. Sea como sea, en la actualidad, los
combatientes que libran estas luchas simbólicas están
protegidos tanto por sus máscaras fantásticas como por
gruesos guantes, lo que garantiza que no haya muchas
posibilidades de que el derramamiento de sangre pase
de ser algo más que simbólico. No obstante, el drama
ritual sigue siendo muy impresionante, tanto por el entorno ceremonial y la gran participación comunitaria
que lo rodea, como por la música, la danza y la riqueza
visual general de los trajes, sin olvidar la inmediatez
(literalmente, de unos cuantos centímetros) con que
el espectador participa de esta violencia ritualizada.
Quizás a un observador occidental le resulte tentador
pensar en esta lucha en términos de una pugna simbólica entre el bien y el mal, pero me parece que sería
más exacto interpretarlas como una recreación de las
fuerzas de una Naturaleza poco bucólica, sin bondad
ni maldad. Es sólo la oposición de vida y muerte, de
lluvia y sequía: las dos caras necesarias para que exista
la moneda… Es incluso tentador pensar en la identificación de un resto tangible de las antiguas creencias
escondido en los espejos que conforman los ojos de las
máscaras. ¿Sería lícito interpretarlos como una alusión
al nombre de uno de las más importantes fuerzas cósmicas: Tezcatlipoca, el Espejo Humeante?
Sea como fuera, cuando la gente se encuentra ya
en Komulian, mientras la música de múltiples bandas anima danzas por todo el lomerío, los mayores de
Acatlán se retiran a la vera de un manantial para llevar
a cabo un rito clave en el que sólo ellos pueden tomar
parte. Su regreso del manantial marca el inicio informal de las luchas, en las que participan desde los niños
más pequeños hasta los adultos.
Cualquier “tigre” puede retar a otro a pelear.
Cuando esto ocurre, hay un “amarrador” que se
asegura de que la máscara y los guantes de ambos
contendientes estén bien puestos y atados firmemente.
El “amarrador” funge también como árbitro para que se
La sangre y la lluvia
respeten las reglas, que son muy sencillas: se permiten
sólo golpes con las manos y la pelea termina en el
momento en que cualquiera de las partes lo solicita.
Las luchas empiezan al azar, con un reto lanzado y
aceptado en cualquier parte de las faldas de la loma.
Apenas em­pieza un combate, se abre un corro entre la
gente para hacer espacio a los contendientes. Si el corro
se estrecha demasiado, impidiendo a los combatientes
libertad de movimiento, los tlacololeros hacen tronar
sus látigos para echar a la gente hacia atrás. El papel
de los tlacololeros es el de mantener un cierto orden,
pero también son personajes chuscos, que aportan
entreteni­miento a la gente. Tan pronto como termina
una pelea, los combatientes se retiran, la gente cierra
el corro y otro corro puede abrirse en cualquier otra
parte, repitiéndose toda la acción desde el principio.
Hay combates entre niños de escasos siete años, como
también los hay entre adolescentes y jóvenes adultos.
En un momento dado, puede haber varios corros, cada
uno con su par de combatientes e inclusive puede
haber más de un par de combatientes en cada uno.
Además de cumplir su fin ritual, sospecho que estas
peleas permiten desahogar rencillas y conflictos que
pudieran haberse generado, en un contexto controlado
y enfocado de manera que se transforme en una
contribución positiva para la comunidad.
Las contiendas prosiguen prácticamente hasta la
caída del sol, cuando todo concluye y el pueblo entero
emprende el regreso hasta Acatlán.
Zitlala (y una pequeña desviación a Juxtlahuaca)
Alfreda Gasparillo, hija de un principal de Zitlala, es
una mujer independiente y emprendedora. Además
de ser maestra, tiene una tienda de productos e implementos para la agricultura y conoce muy bien y desde
pequeña las tradiciones de su pueblo. En espera del
día culminante de los ritos en Zitlala, que cae el cinco
de mayo, Alfreda nos invita al poblado de Colotlipa,
con el fin de visitar la gruta de Juxtlahuaca, que contiene antiguos vestigios prehispánicos. A falta de hotel,
pasamos la noche del cuatro acomodados en camastros en la parte alta de la tienda que Alfreda tiene en
esa población. Tras un desayuno abundante, a base de
huevos y frijoles, nos ponemos en marcha rumbo a la
gruta.
Para llegar a la cueva, debemos tomar un camino
sinuoso y polvoriento, que va discurriendo por entre
huizaches y otros arbustos espinosos que han conseguido sobrevivir a la prolongada estación seca. Por fin,
llegamos a la entrada de la cueva, que en la actualidad
está protegida por una reja. Aunque no tenemos ocasión de verla, el guía refiere que es frecuente ver a una
gran serpiente ratonera enrollada en esta reja. Desde
esa posición, suele emboscar a algún murciélago desafortunado de las decenas de miles que salen a buscar
su alimento todas las noches. Entramos en la cueva y
poco después de haber dejado atrás la luz de la ma-
3
ñana, empieza a revelarse a la luz de nuestras linternas
algo de la fauna que aquí habita en la forma de unas
grandes cucarachas blanquecinas.
Algunas de las ramificaciones laterales del pasaje
principal de la cueva forman alcobas bastante amplias
y son los sitios preferidos por los murciélagos para
reunirse y descansar. El piso en estas ramificaciones
puede llegar a estar cubierto por guano (excremento)
de murciélago en espesores de hasta dos metros. Su
proceso de descomposición hace subir notoriamente la
temperatura de la cueva. En ocasiones, puede sentirse
el calor generado tan sólo pasando frente a algunas de
estas alcobas naturales.
El primer vestigio humano que hallamos es la llamada Sala de los Muertos, en dónde podemos ver
algunos cráneos y otros huesos que, por efecto de la
humedad, han comenzado un curioso proceso de incorporación con el piso y las paredes de la cueva. Nos
detenemos unos momentos para examinar y comentar
estos restos. Al llegar aproximadamente a un kilómetro
de la entrada, nos encontramos la pintura más famosa
e importante de esta cueva. Es notable lo bien que han
sobrevivido sus brillantes colores. La imagen representa a dos personas: una de ellas aparece de pie, ataviada
con la piel de un jaguar. La cabeza del perso­naje está
adornada con un tocado que sobresale de su frente y
del que surge un haz de grandes plumas verdes que
se curvan hacia atrás. En la mano derecha lleva un
elemento de tres puntas que hace pensar en objetos
similares que aparecen en otros monumentos olmecas
y que muy probablemente fueron armas de combate.
Con la mano izquierda toma un elemento largo, probablemente una soga o quizás una serpiente. El segundo
personaje es mucho más pequeño que el primero. Se le
representó de frente al espectador, arrodillado frente al
primer personaje, en actitud de sumisión. Sus rasgos
no están claros, pero parece llevar una máscara de co­
lor negro. Si el elemento largo que el primer personaje
sujeta en su mano izquierda es una soga, este segundo
personaje bien podría ser su prisionero. En unas horas
más, habremos de presenciar las luchas rituales por las
que la cercana población de Zitlala es conocida. Éstas
se llevan a cabo precisamente entre personajes vestidos de jaguar y considerando que los contendientes se
golpean con sogas, es muy tentador ver una posible
y antigua relación entre estas luchas y la temática de
esta pintura. A pocos metros de esta pintura, hay otros
dos grupos de pinturas. El primero de ellos muestra
la silueta roja de un jaguar, en tanto que la segunda es
la representación de una serpiente sobrenatural, cuya
cabeza parece estar adornada con un penacho de plumas. Resulta imposible saber si todas estas pinturas
tienen algún tipo de relación narrativa entre sí.
La cueva sigue por varios kilómetros aún, pero nosotros tenemos que considerarnos satisfechos de haber
visto estos importantes vestigios y no podemos continuar, pues aún debemos llegar a Zitlala si queremos
La sangre y la lluvia
estar presentes en las luchas de los “tigres” que hemos
venido a ver.
A Zitlala llegamos a eso de la una de la tarde y vamos directamente a la casa del padre de Alfreda. Varios
jóvenes “tigres” dan los últimos toques a sus fantásticas máscaras y toman algunos tragos de aguardiente,
para tomar valor. Al igual que en Acatlán, es difícil saber qué tanto este rito se entiende todavía como algo
estrechamente ligado a la petición de lluvia para la
agricultura y qué tanto es simplemente la fuerza de la
tradición. Ciertamente, me llama mucho la atención
constatar que el trabajo habitual de uno de los “tigres”
de la casa en que nos hallamos es el de garrotero en un
restaurante de la ciudad de Nueva York; no obstante la
lejanía y el costo (sin olvidar los problemas migratorios
que deberá afrontar a su regreso), ha emprendido el
retorno a su tierra para no perderse la oportunidad de
pelear en las festividades de su pueblo natal.
A diferencia de la manera en que se libran las luchas
rituales en el poblado de Acatlán, en Zitlala no se pelea
con las manos. El arma en Zitlala se elabora con una
soga llamada cuarta, en cuyo extremo se forma un
pesado nudo. Este nudo remata una sección de soga
retorcida, humedecida y secada al sol, en un proceso
que se repite en múltiples ocasiones, a lo largo de varios
días, hasta formar una especie de pesada macana, cuyo
cabo (de varios metros de longitud) se enrolla en torno
a la cintura, para dar protección a los riñones contra
los golpes del adversario. Para colocarse este complejo
sistema de ataque y defensa, los “tigres” se hacen
ayudar por asistentes que les envuelven la cintura
cuidadosamente, dejando el tanto justo de cuerda a lo
largo del brazo para poder maniobrar con libertad la
macana.
Quizás más que en Acatlán, muchos de los
trajes de estos “tigres” han sufrido la adulteración
de las influencias externas del mundo moderno.
Los participantes más tradicionales visten un traje
completo de color amarillo o naranja, marcado con
manchas o rayas negras. También hay variantes
de estos trajes en color verde oscuro y aún negro.
Pero es igualmente común en la actualidad ver
pantalones militares o de mezclilla y camisetas que
ostentan desde propaganda política hasta nombres de
universidades estadounidenses. Las luchas se llevan
a cabo entre hombres de los tres barrios principales
que componen la comunidad de Zitlala. Tan pronto
como los participantes de la casa están listos, se unen
al contingente de “tigres” de otras casas del barrio de
Cabecera que ya se halla en la calle, acompañado de
una banda que toca una música casi hipnótica, a base
de instrumentos de percusión y de viento. Se inicia
entonces una procesión en la que los tigres van bailando
y girando en ritmo semilento ante la algarabía de sus
simpatizantes. Tras recorrer varias calles, la procesión
hace una parada en la iglesia del barrio. Se unen ahí
a un segundo grupo de “tigres,”representantes del
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barrio de San Diego, que llega con su propia banda de
música. Tras una especie de “duelo de bandas,” los dos
grupos siguen su procesión por las calles del pueblo,
para llegar finalmente a la plaza principal, a un lado de
la iglesia y frente al palacio municipal.
Ahí se encuentra reunida ya la mayoría de los
pobladores que quieren presenciar las contiendas y
el sitio está verdaderamente abarrotado, pues ni en
los techos de las construcciones aledañas cabe una
persona más. Poco tiempo después, hace su entrada
en la plaza la banda y el grupo de “tigres” del barrio
de San Francisco. A diferencia de lo que vimos en
Komulian (Acatlán), todos los tigres que llegan para
combatir son adultos. Las contiendas individuales dan
comienzo sin una señal clara de inicio. Basta que se
lance un desafío y éste sea aceptado para que se abra
un corro en la multitud y comience la lucha. Aunque no
deja de haber uno que otro golpe y jaloneo con la mano
libre, el objetivo consiste en asestar el mayor número
de golpes con la pesada macana de soga en el cuerpo
del adversario. A juzgar por la fuerza de los golpes y
el sordo sonido que producen, la protección de la soga
enrollada en torno al cuerpo no puede ser suficiente.
De hecho y a pesar del calor de mayo, muchos
participantes optan por utilizar pesadas chamarras
y aún forrarse el torso con telas gruesas, toallas, etc.,
para intentar amortiguar los golpes. Hay, desde luego
quienes, en señal de desafío, se baten tan sólo con la
protección de la soga y una delgada camiseta, pero son
los menos. Hay aquí, como en Acatlán, “amarradores”
que auxilian a los contendientes a arreglarse las
máscaras y fungen asimismo como árbitros. Las reglas
son similares a las de Komulian y basta que uno de
los contendientes lo solicite para que la pelea se dé por
concluida. Hay parejas que intercambian relativamente
pocos golpes antes de detenerse, pero hay peleas que
se convierten en golpizas sin cuartel, en las que es muy
difícil saber qué tanto daño o no se están inflingiendo
entre sí los contrarios. Se cierra un corro en un lugar e
inmediatamente se abre otro a un lado, dando lugar a
una nueva pelea, con máscaras diferentes y distintos
atuendos. La muchedumbre llena la plaza y es difícil
no dar bandazos de aquí para allá, empujado por la
marea de gente que se mueve ora a la izquierda, ora
a la derecha para evitar quedar en el camino de los
contendientes y ser alcanzados por algún golpe de
macana que podría hacer mucho daño.
Conforme va bajando el sol y el agotamiento
va haciendo presa de los “tigres” (algunos de los
cuales pelean en varias ocasiones), el entusiasmo va
decreciendo y, tan pronto como comenzaron, las luchas
terminan y el gentío comienza a desvanecerse.
Los “tigres,” tanto ganadores como perdedores,
con su enjundia y valor han conquistado el respeto de
su comunidad y abrigan la esperanza de haber conquistado también el favor del dueño del agua, quien
debe conceder la lluvia un año más.
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Para más fotos, ver http://tinyurl.com/87chs5v.
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