1 - Acuarelas Literarias

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Rachel Howland nunca imaginó que el hombre al que le había entregado
su inocencia, su confianza, todo su amor, pudiera traicionarla de una
manera tan cruel y abandonarla a su suerte. Profundamente herida, huye sin
mirar atrás en busca de un lugar donde llorar su soledad y, quizás...
elaborar su venganza.
Noel Magnus, uno de los miembros más acaudalados de la alta sociedad, se
ha convertido en un hombre duro e implacable que no duda en aumentar su
poder a costa de lo que sea necesario. Pero cuando sus acciones repercuten
sobre Rachel y la hacen huir, iniciará una feroz persecución para recuperar
a cual-quier precio a la mujer que ama, la que lo significa todo para él... La
única mujer cuyas lágrimas le rompen el corazón...
Secar las lágrimas de una viuda es un acto tremendamente
peligroso para un hombre
Dorothy Dix
Primera Parte
Demasiado frío para dormir solo
1
Isla de Herschel, mar de Beaufort, Canadá
Poco antes de medianoche
13 de febrero de 1857
—Noel Magnus... no lo ha... conseguido— susurró el hombre
entrecortadamente. Miró hacia atrás como si esperara que el mismísimo
Satanás le estuviera sonriendo a su espalda.
Sus amigos se apiñaban alrededor de la tabla de madera que hacía las
veces de mesa en la única taberna al norte del paralelo sesenta. Las ásperas
manos deformadas por el hielo aferraban jarras de cerveza casera. No
asintieron ni discreparon. Parecía que se habían quedado paralizados con
aquellas palabras. Esas palabras impronunciables.
—Él no es de los que fallan— murmuró otro. Luego apoyó la oscura
cabeza en las manos y recorrió frenéticamente con la mirada el diminuto
cuchitril que se hacía llamar el Ice Maiden, la taberna de la doncella de
hielo —Juró a lady Franklin que encontraría a su esposo y ha pasado
muchos años en el norte buscándolo. Además, está la recompensa... Ese
dulce montón de oro; esa dulce fragancia del Paraíso. No digas ahora que
todo está perdido.
—Este salvaje lugar aún no ha vencido a Magnus. —Un joven con el
pelo de un dorado claro muy corto se agachó desafiante envuelto en una
gruesa chaqueta de caribú.
Nadie prestaba atención a los constantes embates del viento que soplaba
con su voz de barítono contra las paredes de troncos. Unas ominosas placas
de hielo cubrían los dos cuadrados de cristal que hacían las veces de
ventanas en verano, pero ni siquiera eso pareció amilanar al joven; y
tampoco los amenazantes carámbanos que formaban estalactitas desde el
alféizar de las ventanas hasta las tablas de madera del suelo, a pesar de que
los postigos exteriores llevaban cerrados semanas para proteger de la
interminable noche a los locos ocupantes de la taberna.
—Se demostrará que los rumores de su muerte procedentes de Fort
Garry son falsos. Magnus volverá pronto. Nuestra doncella de hielo hará
que regrese. ¿Acaso nuestro gran amigo Magnus preferiría una muerte
lenta y horrible antes de volver a ver semejante belleza? —Un último
hombre, Alexander Mclntyre, de rostro viejo y desgastado, se esforzó por
observar el oscuro rostro de una mujer al otro lado de la cabaña.
Era una joven de piel pálida y la única persona presente en la taberna
aparte de ellos, pero no prestaba ninguna atención a la conversación. En
lugar de eso, estaba apoyada en el improvisado tablón que servía de barra y
contemplaba taciturna los pequeños bloques de escarcha que aparecían
como si fueran setas por las rendijas de las paredes.
La doncella de hielo iba vestida como una nativa. Un amauti la cubría de
pies a cabeza; de hecho, llevaba aquella gruesa prenda como si fuera el
único tipo de ropa que hubiera conocido nunca. Unos gruesos leotardos de
lana y unas mukluks, las botas hechas de piel de oso polar típicas del lugar,
completaban su indumentaria junto a la antigua pistola de chispa que
llevaba sujeta al burdo cinturón de piel.
A un caballero inglés no familiarizado con las costumbres del norte
seguramente le habría impactado el aspecto de la joven, pero el
desconcierto inicial se habría visto superado por cierto tipo de embrujo en
el que, sin duda, aquella mujer lo habría hecho caer. El desteñido amauti de
ante parecía hecho especialmente para ella, ya que la prenda era del mismo
color que su pelo rubio. La enorme capucha ribeteada con piel a su espalda
también despertaba una especie de fascinación que afectaba incluso a los
allí presentes. La capucha exponía torpemente sus rebeldes rizos dorados,
además de indicar que no estaba casada. El amauti era una prenda diseñada
para que las mujeres llevaran a sus bebés en la enorme capucha, pero en la
de ella no había ninguno y, a veces, a los hombres más jóvenes que
frecuentaban el lugar les gustaba imaginar que una expresión de tristeza
sobrevolaba el rostro de la chica cuando miraba hacia atrás.
En cualquier otra sociedad, a los veintisiete años, soltera y sin hijos, a
Rachel Ophelia Howland se la habría considerado una solterona. Pero, en
ese lugar dejado de la mano de Dios, no había ni un solo hombre en tres
mil kilómetros a la redonda que no estuviera dispuesto a dar una pierna por
tener la oportunidad de darle un hijo a la señorita Rachel.
—Rachel está especialmente guapa esta noche. —William Mark, el
joven de pelo rizado claro, le dirigió una soñadora mirada.
—Mirad. Incluso se ha lavado el pelo. ¿Podéis creerlo? La última vez
que yo vi agua caliente fue en junio. —Iñigo Weekes, cuya sangre española
se hacía evidente en el brillo oscuro de sus ojos, tomó un sorbo de cerveza
—. Estoy seguro de que no se lavaría el pelo por ninguno de nosotros. —Se
limpió la boca con la manga—. Oh, Dios, espero que Magnus no esté
muerto. Si lo está, no sólo lady Franklin se sentirá profundamente
decepcionada y se quedará con la recompensa, sino que no tendremos otra
opción que continuar con esta expedición de locos en busca de su esposo
hasta que muramos todos y nos congelemos. Peor aún, si Magnus no
vuelve a aparecer nunca por aquí, la señorita Rachel nos tratará como si
fuera la peor loba rabiosa que haya atravesado la tundra.
Justo entonces, Rachel Howland sacó la vieja pistola de chispa de su
padre del cinturón. Discretamente, como si fuera algo de lo más natural,
metió el cañón del arma en una gran rendija entre los troncos que formaban
la pared. Desde el exterior de la cabaña, se oyó un extraño gruñido al que
siguió un raro resoplido. Cuando sacó la pistola del hueco, el curtido
hocico negro que casi había logrado meterse entre los troncos había
desaparecido; en su lugar, ahora se veía la enorme zarpa de un oso blanco
con unas garras del tamaño de los dientes de un tiburón.
—¡Maldita bestia sarnosa! —gritó mientras esquivaba la zarpa que
buscaba a ciegas un objetivo. La golpeó hasta que finalmente desapareció
por el hueco. Sin embargo, el oso polar ya estaba preparado para el
segundo asalto cuando ella metió una botella de whisky de cristal verde en
el hueco y dio por terminada la refriega.
Lo único que se pudo oír después fue el sonido de los dientes del oso
contra el cristal, una extraña especie de música que pronto se vio eclipsada
por el aullido del viento.
De repente, Rachel se detuvo. Sus oscuros ojos azules se volvieron hacia
los cuatro clientes que se arremolinaban alrededor de la mesa de la taberna.
Cuando arqueó una ceja como si les preguntara qué estaban mirando, los
hombres, avergonzados, apartaron la vista.
—Ya hace cuatro semanas que tenía que habernos recogido y habernos
llevado de regreso al barco. Quizá tengamos que aceptar que... ha pasado
algo. —Weekes se acabó la jarra de cerveza con gesto solemne.
Luke Smith, el cuarto hombre en el grupo, asintió.
—¿Recordáis lo que pasó la última vez que estuvo aquí? En todos los
años que lleva en el Ártico, Magnus siempre ha recalado en esta taberna.
Pero esa última vez, el año pasado, cuando el padre de ella murió...
¿Recordáis? La señorita Rachel estaba tan triste... Parecía que Magnus
finalmente cedería un poco; deseaba tanto verla feliz... Incluso habló de
que quizá se casaría con ella y se la llevaría de este horrible lugar. Nunca
lo había visto tan abatido. No, él volvería aquí si pudiera. Si pudiera,
volvería. Lo sé.
—¿Tú crees? —preguntó William Mark con un brillo cínico en los ojos
—. ¿Y tú recuerdas cómo ha estado ella desde esa última visita? Se la ve
enfadada. Muy enfadada. Apuesto a que Magnus no aparecerá por aquí. El
año pasado la abandonó, con promesas de matrimonio y todo, y sabe qué
clase de genio tiene Rachel.
—Está un poco irritable —accedió Alexander Mclntyre—. Lo único que
quiere es regresar a la civilización, casarse, tener hijos. Anhela lo que
todas las mujeres que conozco desean, y todo eso se le ha negado porque su
padre era un ballenero. Luego decidió comprar esta taberna y después se
murió aquí mismo, en Herschel.
—¿Crees que Edmund Hoar podría haber acabado finalmente con
Magnus? —La sombría pregunta pareció sumirlos a todos en el silencio.
Iñigo Weekes miró a cada uno de los hombres reunidos alrededor de la
mesa antes de hablar de nuevo.
—Hace años que Hoar quiere a Magnus muerto. Son enemigos mortales.
Y Hoar ha jurado que encontrará a Franklin antes que Magnus.
—Puede que la tierra haya vencido a Magnus; pero también podría ser
que su viejo enemigo, Edmund Hoar, lo haya abatido al fin.
Mclntyre lanzó otra mirada a Rachel—. Pero yo temo más a una mujer.
Una mujer es capaz de derribar a un hombre como ninguna otra cosa podría
lograr. —Miró a los ojos a los demás hombres—. Magnus vendrá. Es lo
único que sé. Si tiene un corazón en el pecho y no cayó al hielo en Wager
Bay como cuentan los rumores, vendrá. Tiene que hacerlo. Confiad en mí.
Iñigo frunció el ceño.
—Estoy de acuerdo en que Magnus no es de los que se dejaría atrapar
por el hielo. Tiene demasiada experiencia para eso, pero puede que
Edmund Hoar le haya tendido una trampa. Quizá los rumores sean ciertos.
Quizá Magnus haya... —Las palabras de Weekes se vieron interrumpidas
por las campanadas del reloj. Después de los doce toques, la estancia se
sumió en un silencio sepulcral.
Cada uno de los hombres lanzó una mirada a Rachel. La reverberación
de la última campanada fue tan fuerte y enérgica que pareció elevarse por
encima del viento y resonó en la pequeña estancia hasta que se volvió
ensordecedora. La joven contuvo la respiración. Tenía los ojos clavados en
la puerta reforzada con listones. La miraba fijamente, como si creyera que
si apartara la vista se convertiría en una estatua de sal.
—Tiene tanta fuerza interior... Si fuera una bruja haría aparecer a
Magnus en este mismo momento —susurró Mark en tono pesaroso.
Iñigo tomó otro largo sorbo y apartó la mirada de la puerta como si lo
perturbara.
—Su padre fue cruel al traerla aquí, e incluso más cruel aún al morirse y
dejarla sola en manos de tipos como Magnus. —Mclntyre bajó la mirada
hacia su bebida. La visión del rostro de Rachel, tenso por la esperanza, le
afectó en lo más profundo—. Alguien más tiene que poder derretir a la
doncella de hielo. Otro que no sea Magnus. A Magnus le gusta demasiado
el norte y Rachel se merece algo mejor.
—Cualquiera de nosotros se la llevaría a casa, pero ella lo quiere a él y
sólo a él —se lamentó Luke Smith.
—¡No quiero a ningún hombre! —le gritó una voz femenina.
Los cuatro hombres se volvieron para mirar a Rachel.
Iñigo se encogió y susurró al grupo:
—Perfecto. La loba de la tundra nos estaba escuchando.
Su aspecto resultaba imponente. El rostro se veía blanco como la nieve
bajo una mata de pelo dorado. El único color que había en ella era el
brillante azul de los grandes ojos, que titilaron bajo la lámpara sólo para
nublarse en un estanque de lágrimas no derramadas.
—Quizá el barco de Magnus se quedó encallado en el hielo cerca de
Bath...
—Quizá sus perros no aguantaron el viaje por tierra...
—Nosotros también estamos perdidos, señorita Rachel. Se suponía que
nos tenía que llevar de regreso al barco cuando llegara el deshielo en
primavera. Nos dijo que podríamos quedarnos con la recompensa de
Franklin si encontrábamos...
Alexander Mclntyre levantó la mano y los hizo callar a todos. Se levantó
y miró a Rachel.
—Puedes venderle este lugar a Edmund Hoar. Ya sabes que su
Compañía del norte es dueña de todo en Herschel. Véndele la taberna.
—Odio a Edmund Hoar —espetó Rachel—. Es un cerdo ambicioso con
alma oscura. Nunca le entregaré lo que mi padre levantó con sangre, sudor
y lágrimas. —Sus facciones se endurecieron.
—Vete al sur, pequeña. No tienes que quedarte aquí. Cualquier hombre
te... —intervino William Mark.
Rachel reprimió las inminentes lágrimas.
—No conozco a nadie en el sur. Sólo tenía a mi padre y ahora no me
queda nada más que este lugar.
—Véndelo y ve a buscar tu camino. Morirás aquí, Rachel. Oh, puede que
sigas respirando, andando y hablando, pero en tu interior, estarás helada,
igual que el paisaje. —Alexander se quedó mirándola. Se le rompía el
corazón por ella.
La joven se dio la vuelta y Alexander escuchó cómo sorbía las lágrimas
una vez, y luego otra.
El oso escogió ese momento para empujar la botella de cristal verde a
través del hueco entre los troncos. La botella cayó al suelo con un fuerte
estrépito que les sobresaltó a todos. Rachel se enjugó las lágrimas, cogió
otra botella de whisky medio vacía e intentó sellar la rendija, pero esa vez
pareció incapaz de hacerlo.
Los hombres se levantaron para ayudarla. Fue entonces, en aquel justo
instante, cuando la puerta de la taberna se abrió.
La nieve y el hielo se colaron en el lugar con toda la violencia del
viento. La gran figura de un hombre entró con toda aquella furia y empujó
la puerta con el cuerpo para cerrarle el paso a la tormenta. Cuando todo
quedó en silencio, se apoyó en los listones de madera y dejó que su agotado
cuerpo se deslizara hasta el suelo.
Era Noel Magnus.
La mayoría no lo reconoció. Su rostro estaba casi oculto bajo una
capucha de piel. Como los esquimales, llevaba los ojos cubiertos con una
placa de marfil en la que había hecho dos pequeños cortes para poder ver
incluso en medio de una tormenta de nieve. Su oscura barba estaba cubierta
de gruesos carámbanos de hielo, sobre todo alrededor de la boca, donde su
húmedo aliento se había congelado en cuanto lo había exhalado.
Se quitó la placa de marfil. Sus ojos se veían oscuros y salvajes, como si
hubiera visto demasiada muerte, demasiadas penalidades. Fuera, los perros
empezaron a ladrar y a aullar. Habían olido al oso polar. Por la mañana,
serían uno menos; así era la dura vida del norte. No había segundas
oportunidades.
La mirada de Magnus se detuvo en la mujer al fondo de la estancia. Se
quedó mirándola fijamente, luego cerró los ojos exhausto y, finalmente,
apoyó la cabeza en la puerta.
Rachel no dijo nada. Estudió con atención el gran bulto de hielo, una
mezcla de pelaje de caribú y hombre, postrado en la entrada. Despacio,
caminando sobre las silenciosas mukluks de piel de oso polar que cubrían
sus pies, se acercó.
Bajo la mirada hacia él.
Alexander McIntyre se quedó inmóvil junto a los otros hombres,
observándola.
Una trémula ternura sobrevoló el rostro de Rachel cuando fue consciente
de que el recién llegado era Magnus. Tenía los ojos aún cerrados, como si
estuviera demasiado cansado para volver a abrirlos, pero incluso
desplomado como estaba, con el rostro cubierto de pelo y hielo, resultaba
un hombre verdaderamente apuesto. Sus cejas eran finas, su nariz grande
pero patricia. Y luego estaban aquellos ojos con esas arrugas provocadas
por la risa y los largos y duros veranos que habían pasado entornados ante
el cegador brillo de la nieve. Incluso cerrados como estaban, eran la clase
de ojos que parecían anhelar que una mano femenina les acariciara las
comisuras, la clase de ojos que tentaban a una boca suave y maleable para
que borrara a besos la dureza que había en ellos.
Rachel abrió la botella de whisky y, con una pálida mano, le acarició la
mejilla.
Los ojos masculinos se abrieron. Unos oscuros ojos, del color del jerez
exquisitamente añejo, la miraron. A pesar de la fuerza de la expresión de
Magnus, esos ojos suplicaban piedad. Compasión. Perdón.
—Te he echado de menos. Ha pasado un año —le susurró ella. Sus
palabras tenían toda la suavidad propia de una mujer.
Los ojos masculinos suplicaron aún más.
Pero entonces Rachel se irguió. Estaba hermosa en su furia. Le derramó
la media botella de whisky sobre la cabeza y toda la dulzura de su
expresión desapareció hasta que se tornó tan fría como su apodo indicaba.
—¿Cómo te atreves a volver aquí, bastardo sin palabra? —gritó al
tiempo que las lágrimas volvían a inundar sus hermosos ojos azules.
—Rachel, tienes que entenderlo, yo no te lo prometí exactamente. Y no
podía llevarte conmigo. Ahora mismo el barco está encallado junto a la
Tierra Victoria, y hace casi siete semanas tuve que negociar para conseguir
otro equipo de perros —gruñó Magnus a través de la lluvia de whisky.
—Me prometiste una boda. —Apretó los labios como si ahogara un
sollozo.
—Cualquiera de nosotros estaría encantado de casarse contigo. Y lo
sabes —intervino Alexander a pesar de que la prudencia le decía que no se
metiera.
—Lo hice lo mejor que pude, Rachel. —Magnus se frotó los ojos
empapados en whisky. Unos ojos rojos y quemados por el viento—. Tienes
que creerme. No podía llevarte conmigo.
—No. No te creeré. No lo haré. —Reprimiendo un sollozo, abrió la
puerta. El viento casi la derribó, pero eso no la detuvo. Sin siquiera
preocuparse de ponerse la capucha, pasó junto a Magnus y salió al blanco y
tormentoso olvido.
Rachel cerró la puerta de su cabaña de un golpe y encendió la lampara
rápidamente. A continuación, encendió la estufa. Aún pasaría media hora
antes de que se calentara la diminuta estancia, así que no se quitó el
amauti. Acercó las manos a las llamas y observó impotente cómo una
lágrima tras otra caía y crepitaba sobre la parte superior del hierro
quemado de la estufa.
Noel Magnus nunca la amaría de verdad. Si lo hiciera, se habría casado
con ella después de su última visita y la habría alejado de esa vida en la
isla de Herschel.
Pero nunca lo haría. No tenía ninguna obligación de hacerlo.
Y ella no podía obligarlo.
La endurecida realista que había en ella le decía que lo aceptara y
continuara con su vida, pero, en ese momento, le parecía imposible. El
dolor, el deseo, aún ardían en su pecho a pesar del hielo que cubría el mar
de Beaufort.
Se acarició las mejillas. En la cabaña helada, las lágrimas se habían
visto reducidas a diminutos trozos de hielo sobre la piel. Era un final
adecuado para una reina de la nieve que prefiriera el frío y la soledad. Pero
Rachel Howland no era así.
Con tristeza, se dejó caer en una desvencijada silla de madera y derritió
el hielo de las mejillas con las palmas de las manos. Tenía los ojos
nublados por la desesperación.
Quizá el problema era que se había centrado en objetivos equivocados
desde que su padre murió. Sin duda, la isla de Herschel era el infierno en la
Tierra durante ocho meses al año, pero había un período de cinco o seis
semanas en julio en el que aquel lugar era bastante habitable, una época en
la que las flores silvestres del Ártico adornaban la tundra y el ciervo
almizclero deambulaba por las colinas. Durante esas semanas, su padre
siempre solía llevarla a explorar. Caminaban por la tundra, recogían
bonitas piedras en la costa, y a veces encontraban una aguja de asta o un
hueso tallado con la forma de un hombre, restos de antiguos pueblos que
solían vivir allí. En el Ártico, había visto la imagen de doscientos mil
caribúes cruzando el río Porcupine; había presenciado incluso los juegos de
dos crías de oso polar que hacían que se te derritiera el corazón. No había
muchas mujeres blancas que pudieran decir eso. Rachel apostaría a que
ninguna de las que salían en las revistas de damas elegantes había visto
nunca semejantes cosas.
Un leve fruncimiento de ceño le arrugó la frente. Miró hacia la mesa
donde se encontraba su único ejemplar de Godey’s Lady’s Book. Incapaz de
contenerse, lo cogió y volvió a torturarse.
Las ilustraciones a todo color lo decían todo. Había páginas y páginas de
damas elegantes para estudiar. Con sus cofias de encaje y sus miriñaques,
se sentaban en sofás y charlaban amigablemente, siempre en un lugar
lujoso y bonito. Su imagen favorita era la de una dama que llevaba un
vestido de tafetán rosa y pintaba con esmero el retrato de una niña. A su
espalda, se veía a una gran cantidad de admiradoras, todas ellas igual de
bien ataviadas, y al fondo, detrás de toda la escena, había unas magníficas
cortinas de satén blanco recogidas hacia arriba como si se tratara de la cola
de un vestido de novia.
Abatida, se llevó la revista al pecho y se enjugó las nuevas lágrimas.
Había toda una vida ahí fuera que ella sólo podía imaginar. Cuando era
niña, recordaba a su madre con un vestido como los de la revista. Vivía con
ella en Filadelfia, en una casa que contaba con comodidades tales como
una alfombra de lana roja y mobiliario de caoba. Pero a los diez años, vio
morir a su madre de fiebre amarilla. No tenía a nadie más, sólo a su padre,
que recorría los fríos mares en busca de ballenas. Por aquel entonces ella
no creía que hubiera nada más romántico. Lo admiraba tanto...
Su único ejemplar de Godey’s era de 1849. Uno de los marineros que
frecuentaban la taberna se lo había traído sólo un año después de ser
publicado. Lo consideraba casi como una Biblia. Había memorizado los
muebles sobre los que se sentaban las damas, conocía todos y cada uno de
los dobladillos de los vestidos, los botines, chorreras y huecos de las
cortinas que adornaban sus páginas. Ni siquiera las esporádicas macetas de
adelfas pasaban desapercibidas para sus ávidos ojos. Era un mundo que ella
conocía en los oscuros confines de su memoria. Estaba lleno de elegancia y
comodidades, y en él podía ver la tierna mano de una madre que quería a
su hija.
Pero ahora sólo existía en su fantasía, impreso en las estáticas páginas
de un papel desgastado. Aún así, lo había tenido en su cabeza durante tanto
tiempo que le parecía real. En algún lugar, había un salón con cortinas de
satén blanco y una dama pintando el retrato de una niña. Tenía que haberlo.
La puerta de su cabaña se abrió de un golpe. Rachel empuñó la pistola y
casi esperó ver al oso en el umbral. Una vez, había visto a un oso polar
echar una puerta abajo con un único golpe de su gran zarpa y sus gruesas
uñas.
Pero no se trataba de ningún oso. Era Magnus.
—Fuera. —Levantó la pistola y le apuntó con un ojo cerrado.
Él la ignoró. Cerró la puerta y pasó el pestillo al tiempo que ladeaba la
cabeza en un gesto arrogante. Empezó a desabrocharse la chaqueta.
—¿Vas a dispararme? —le preguntó con brusquedad, sin detenerse —.
Entonces, hazlo. Acaba con el maldito sufrimiento que he tenido que
soportar para llegar hasta aquí.
—¡Maldito seas! No sabrás lo que es el sufrimiento hasta que no te
hayan seducido y luego te hayan abandonado como me ha pasado a mí. El
labio inferior la delató cuando empezó a temblar—. Esa última vez,
prometiste...
—Esa última vez llorabas la muerte de tu padre. Estabas asustada, tenías
frío y te sentías sola. Suplicabas consuelo. Sabes lo que te dije, y era cierto.
—Su profunda voz crepitaba por la ira.
Rachel se enjugó bruscamente las lágrimas que caían libremente por las
mejillas ya calientes, pero su enfado se desvaneció convirtiéndose en
abatimiento.
—Que amabas el norte. Eso es lo que me dijiste—susurró, casi para sí
misma.
—Eso no es todo lo que te dije —respondió al tiempo que tiraba la
chaqueta sobre la mesa. Sin previo aviso, se inclinó hacia ella, cogió el
cañón de la pistola con ambas manos y presionó la boca del arma contra su
corazón. Entonces, la miró—. Me ha costado dos meses y medio llegar
hasta aquí. Diez semanas de hambre, frío, oscuridad y de oscuros
pensamientos implacables. Así que dispárame, Rachel, porque si me
rechazas, no seré capaz de soportar el frío, el hambre y la oscuridad que me
espera antes de llegar a casa.
Un sollozo quedó atrapado en la garganta de Rachel. Lo miró fijamente a
los ojos. No podía dispararle. No cuando lo amaba. Lo había amado en
secreto durante todos los años que él había visitado la taberna.
Bajó la pistola a regañadientes.
—Buena chica —susurró él. Le levantó la barbilla y contempló su rostro
—-. Ahora dame la clase de bienvenida con la que he estado soñando estas
últimas diez semanas. —Bajó la cabeza y le rozó los labios en lo que
apenas fue un beso.
Rachel sintió brevemente la fría humedad de la barba donde el hielo se
había derretido, y entonces Magnus retrocedió como si temiera
contrariarla.
Como si pudiera hacer tal cosa. Como si pudiera hacerlo cuando ella lo
amaba tanto.
—¿Es ese barco tuyo lo que tú llamas casa? —preguntó la joven con
acritud—. ¿Es allí donde irías si te echara de aquí? ¿De vuelta al Reliance
encallado en el hielo? ¿Por qué lo haces? ¿Por qué amar este lugar cuando
podrías tener una vida de verdad, una casa de verdad en Nueva York? —
Levantó la mano y se rozó la mejilla. La expresión en los ojos de Rachel
era distante—. ¿Por qué renunciaría alguien a la dulzura del viento cálido
en el rostro por la violencia de éste? —Sus ojos se desviaron hacia la
gruesa puerta, que gemía ante el asalto del viento.
La mano de Noel, áspera y callosa, sustituyó a la de Rachel. Le acarició
la mejilla, la sien, dejó que un gran dedo perfilara sensualmente sus labios.
—Si no estuviera aquí, en este lugar, no te habría encontrado, mi
hermosa y dulce Rachel. Así que no deberías culparme por amar esta tierra.
—Pero ya me has encontrado. No tenemos que seguir aquí por más
tiempo.
Los ojos de Magnus, del color del jerez, se oscurecieron.
—Tengo que encontrar a Franklin. No puedo irme ahora. Estoy muy
cerca.
Rachel se alejó de su mano.
—Franklin, Franklin. Lleva desaparecido diez años. Tú llevas casi la
mitad de ese tiempo en el norte y ya están empezando a mandar partidas de
búsqueda a por ti. —Metió la mano por debajo de la chaqueta que había
dejado sobre la mesa y sacó un diario amarillento y destrozado. Eso y su
Godey’s eran los únicos objetos que poseía de la vida real.
Le lanzó el diario.
—Aquí podrás ver por ti mismo el revuelo que estás provocando. Y este
ejemplar ya tiene más de un año.
Magnus leyó el titular del The New York Morning Globe con fecha del
25 de enero de 1856.
«El editor Noel Magnus ha desaparecido en las heladas tierras del
norte. Lady Franklin llora recordando el último viaje del H.M.S. Erebus de
Franklin.»
Con movimientos lentos, Magnus dejó el diario sobre la mesa. No había
ningún rastro de expresión en su rostro, pero Rachel pudo ver la irritación
en sus ojos.
—¿Ves? Incluso tu benevolente lady Franklin te cree muerto.— Estudió
las facciones masculinas, pero no apareció la conmoción ni la sorpresa que
había esperado ver. Parecía no importarle en absoluto que lo creyeran
muerto—. ¿Te da igual que la gente se preocupe por ti?
—Puede que mi fallecimiento salga en los periódicos, pero no tiene
importancia. No hay nadie allá que se esté preocupando por mí. — Se rió.
Si había amargura en su voz, la ocultó bien. Luego, se la quedó mirando y
pronunció sus siguientes palabras con suavidad—: Tú crees que sabes lo
que es el frío, Rachel, viviendo aquí donde vives, pero una casa donde
nadie llora tu muerte es mucho más fría que este lugar.
La joven frunció el ceño y lo miró a los ojos.
—Seguro que hay alguien que te echa de menos. Lady Franklin llora...
—Porque teme que ahora haya un hombre menos buscando a su marido.
—Sonrió.
—Pero seguro que hay alguien preocupado en Nueva York. Debes de
tener familia, Magnus.
Él le pasó la encallecida mano por la mejilla.
—Mi madre se marchó cuando yo tenía tres años. Mi padre no tardó en
hacerme pasar por todas las tribulaciones que ella había sufrido y me
educó a base de órdenes y de latigazos si no hacía todo conforme a su
criterio. Solía golpearme porque decía que deseaba un hijo que fuera lo
bastante duro para asumir su papel y dirigir lo que él consideraba un
glorioso imperio. —Hizo una pausa y su rostro se endureció-—. Así que,
aquí estoy, dulce Rachel. Suficientemente duro para dirigir un imperio
ahora que su creador no está, suficientemente duro para capear el peor
viento glacial, suficientemente duro para saber que este lugar es donde
deseo estar, porque tú y mis hombres sois los únicos que lloraríais mi
muerte si algo me sucediera. —Sonrió. Sus dientes eran blancos y
perfectos, otra cosa que le encantaba de él—. Tú llorarías mi muerte,
¿verdad, Rachel?
La joven luchó contra el impulso de abofetearlo. Él sabía la respuesta
demasiado bien y burlarse así de ella era algo muy cruel por su parte.
Adoptando un tono pragmático, Magnus añadió:
—Por otra parte, soy el dueño del Morning Globe y supongo que
probablemente estarán inquietos por quién vaya a heredarlo.
—¿Eres dueño de este periódico? —Rachel se acercó a la mesa para
mirar el diario. Era muy similar a otros periódicos que llegaban a Herschel.
El hecho de que tuviera más de un año no tenía ninguna importancia,
porque esa era la antigüedad mínima que podría tener la publicación más
reciente que pudiera caer en sus manos—. Creía que te conocía bien,
Magnus. Cada año, cuando llegabas, papá siempre te daba la bienvenida
con una sonrisa. Te apreciaba, lo sabes. Pero ahora veo que no sabíamos
mucho de tu otra vida. —Se tornó pensativa mientras contemplaba el
diario—. Si eres dueño de un periódico, ¿significa eso que eres un hombre
rico?
La pregunta era ridícula. Que fuera rico o no, era algo que no significaba
nada para la joven. Lo único que deseaba era que se casara con ella y que le
dejara acompañarlo cuando estuviera listo para marcharse. Lo amaba. Esa
última vez que habían estado juntos le había prometido la luna y las
estrellas, y ella le había creído. Pero lo único que él tenía que aportar era
una boda.
—¿Ese frío corazón tuyo se derretiría antes si te dijera que soy rico? —
Sus dedos jugaron con los lazos delanteros del amauti de la joven.
Rachel bajó la mirada y se dio cuenta de que se estaba asfixiando con el
grueso chaquetón. De repente, la estufa funcionaba demasiado bien.
Se apartó de Magnus y susurró:
—El año pasado, cuando te dije que te había entregado mi corazón, no te
pedí en ningún momento que me enseñaras tus extractos bancarios, ¿no es
cierto?
—Nunca me he aprovechado de ti. Me dijiste que querías casarte y te
respeté por eso. No es propio de ti ser una beata.
—Aun así, no quiero ser una prostituta. Ni siquiera tu prostituta.
—Volvieron a escapársele las lágrimas—. Sólo quiero que te cases
conmigo. Lo correcto es que me reserve hasta que cuente con esa
respetabilidad. No suplico tus promesas. No, las haces con demasiada
ligereza. Pero ahora tienes que cumplirlas. Es lo que mi padre habría
querido. Lo sabes. El no me educó para... para... —Con unas manos
temblorosas le apartó las suyas de los lazos de cuero del amauti.
—Me casaré contigo cuando pueda dejar este lugar. Te lo prometí
entonces y te lo prometo ahora. Lo haré.
—Cásate conmigo ahora y llévame contigo al Reliance. He estado en un
barco antes, Magnus, lo sabes.
—La vida es difícil ahí fuera, Rachel. Ya no eres una niña dispuesta a
vivir una aventura a bordo de un barco. Tendrías que venir conmigo como
esposa y, si quedaras embarazada, el viaje sería un infierno para ti. Sería
mejor que iniciáramos nuestro matrimonio en la civilización.
—¿Y dirás eso dentro de diez años? ¿De veinte? ¿Es ésa la excusa que
darás a tus hijos bastardos? —No pudo evitar que su voz sonara con
amargura—. Espero que realmente desaparezcas y acabes como Franklin.
Es el final que te mereces.
—No seas tan dura. No puedo soportar que seas dura, Rachel, cuando sé
lo dulce que puedes llegar a ser.
La joven lo miró a los ojos. Eran increíblemente cálidos y expresivos.
Parecían ser capaces de ver los rincones secretos de su alma que siempre
había creído poder ocultar. Ése era el poder que ostentaba sobre ella.
—Quiero ser dulce contigo, Magnus. Sabes que te amo. Te daría todo lo
que tengo por un diminuto anillo de oro. —Empezó a temblar a pesar de
que no tenía frío. Al contrario, estaba empezando a transpirar—. Pero no
puedo soportar la idea de que Nueva York te esté esperando y tú no desees
regresar. Tu casa, la de la bahía de Hudson... No, dijiste que estaba en las
orillas del río Hudson... Bueno, si eres un hombre rico, debe de haber cinco
o seis habitaciones en esa casa, todas vacías, sin alguien que viva en ellas.
Una casa vacía sin alguien que pueda apreciar las suaves brisas. —Apoyó
la cabeza en las manos—. Qué blasfemia.
Magnus le acarició el largo pelo rubio.
—Te angustia, ¿verdad? Mi casa está vacía mientras tú sueñas con un
lugar mejor. —Sus palabras se tornaron más reflexivas, más tiernas—.
Cinco o seis habitaciones deben de parecerle una mansión a alguien que ha
vivido la mayor parte de su vida en una sola estancia, ¿no es cierto? —
Alzó la mano y le acarició la sien con los nudillos.
Fue entonces cuando la joven se dio cuenta de que él tenía las manos
cortadas, congeladas y llenas de sangre como consecuencia del largo viaje.
Se las cogió entre las suyas y lo guió hasta la estufa.
—Ven a calentarte, Magnus, iré a por el bálsamo de mi padre. — Con
delicadeza, examinó cada herida como si lo memorizara a él al
memorizarlas a ellas.
—No necesito el ungüento de Howland. Mis manos sólo desean esto
como bálsamo. —Deslizó la palma por el costado del amauti, hacia arriba.
Rachel no se movió. No respiró.
—No —susurró, pero no le apartó la mano.
—¿Recuerdas lo que te dije la última vez? —murmuró él con los labios
sobre su pelo.
—No, no volveré a creer tus promesas vacías. No soy débil. No caeré
presa de esto. No sin casarme.
—Me casaré contigo, dulce Rachel, te lo prometo. Un día serás mi
esposa.
—Un día, no. Ahora. —Casi gimió cuando la boca de Magnus le
mordisqueó el tierno lóbulo de la oreja.
—Tengo que encontrar a Franklin.
Era como si le echaran encima un vaso de agua helada tras otro. Rachel
se apartó de él y se llevó los brazos al pecho.
—¿Por qué debes continuar con esa búsqueda? Sin duda, lo único que
vas a encontrar es un montón de huesos. ¿De qué le servirán a lady
Franklin ahora?
—No está buscando únicamente los restos de su esposo— gruñó él
mientras se agachaba para desabrocharse las botas de piel de foca—. Mi
viaje esconde un secreto y, si te lo digo, no podrás contárselo a nadie. —Se
irguió y empezó a desatarle el amauti. Parecía que apenas percibiera su
reticencia—. Lady Franklin no está tan enamorada de sir John como podría
parecer en la prensa. Al parecer, cuando su marido se fue, ella le entregó el
tesoro familiar. Lo llamaba su amuleto de la suerte, un precioso ópalo del
tamaño de una nuez. Era una rara piedra negra que consiguió cuando era
gobernador de la Tierra de Van Diemen y que regaló a su esposa. La gema
es muy valiosa, pero la historia que la acompaña lo es aún más.
—¿Cuál es la historia? —Rachel jadeó, apenas capaz de creer que él ya
le había desabrochado todos los lazos del amauti.
—La gema está relacionada con diversas tragedias —respondió,
bajándole la prenda por los hombros—. La llaman El Corazón negro. Hay
rumores de que Franklin le quitó la piedra al nativo que se la enseñó y
ahora dicen que está maldita. A los puros de corazón, les traerá gran
fortuna, pero a los de corazón negro, sólo les traerá tristeza y muerte. —La
comisura de su boca se elevó en una sonrisa—. Imagínatelo, mi hermosa
niña. Una gema tan grande como tu puño.
Siempre he pensado que cuando regrese a la ciudad, entregaré la pieza a
un museo. El ópalo será mi mayor legado. Sólo piensa en lo que mi
periódico podría hacer si yo encontrara la piedra. Lady Franklin está
convencida de que el Corazón negro acabó con su marido. Cree que
descubrió el paso al noroeste como juró que haría, pero fue la mala suerte
del ópalo lo que le arrebató la vida, no esta tierra, y los remordimientos la
consumen.
—Todo eso no es más que una fantasía. No pierdas más tiempo con eso,
Magnus. Piensa en tu casa vacía junto al río... Esa hermosa casa vacía
donde el viento sopla con suavidad sobre tu rostro.
—Nunca pienso en esa casa, Rachel. Aquí arriba, sólo puedo pensar en ti
y en la piedra, esa piedra tan negra como la noche y una llamarada en el
centro similar a un rayo.
La joven lo miró con atención.
—¿Qué aspecto tiene la piedra? —preguntó con el ceño fruncido.
Magnus la besó. La barba estaba seca ahora y Rachel tembló al
preguntarse cómo sería sentir ese áspero roce en un lugar mucho más
íntimo.
—¿Qué aspecto tiene, Magnus? —repitió con la mente aturdida por el
beso.
—Me dijeron que era casi de un azul de medianoche con un fuego
iridiscente en el centro. Me lo imagino como esa explosión en mi interior
que se ha visto obligada a esperarte, Rachel. —Inclinó la cabeza y le lamió
el costado del fino cuello.
Rachel se estremeció. Despacio, entrelazó los dedos en su pelo y le
obligó a levantar la cabeza. Pesaba el doble que ella y la superaba en altura
más de treinta centímetros, pero la joven había visto cómo las osas
protegían sus guaridas en invierno, así que sabía cómo manejar a un oso
como Magnus.
—Dime la verdad. Si encontraras la piedra, ¿qué harías con ella?
¿Regresarías a Nueva York?
—Si encontrara la piedra esta primavera, yo...
—No, no. Si encontraras esa piedra esta misma noche, ¿qué es lo
primero que harías? ¿Regresarías a Nueva York y a tu casa con esas seis
estancias vacías?
Magnus le sonrió y le acarició el pelo. Sabía muy bien cómo tratar a las
mujeres. Para la eterna perdición de Rachel, siempre se descubría
sucumbiendo a ese especial tipo de caricia.
—Parece como si supieras dónde está esa piedra. ¿El viejo Howland
consiguió lo que siete barcos cargados de hombres no lograron y encontró
al grupo de Franklin en sus excursiones sin rumbo por la isla?
—Si encuentro esa piedra para ti, ¿me sacarás de aquí de inmediato?
Dime la verdad, Magnus —susurró entrecortadamente—. ¿Te casarías
conmigo y me llevarías a Nueva York en ese mismo instante?
La expresión de Magnus se tornó perpleja.
—Al final, es eso lo que haríamos, pero si la piedra estuviera aquí
mismo,
aún
tendría
que
regresar
al
Reliance.
Mis hombres cuentan conmigo. No puedo dejarles allí para que lleven el barco de vuelta a
—Y, después de eso, ¿regresarías a por mí?
Magnus arqueó una ceja. Bajo la luz dorada de la lámpara de aceite de
ballena, su pelo castaño oscuro tenía un reflejo rojizo.
—Después, tendría que llevar el barco a Nueva York para abastecerlo.
No me quedan muchas provisiones. Han pasado tres años desde la última
vez que estuvimos en aquel puerto.
—¿Y después?
—Después, ya habrá empezado el invierno de nuevo. No podré llegar
hasta Herschel a menos que lo haga en trineo. Tendría que hacerte esperar
hasta la primavera, cuando el Reliance pudiera zarpar.
—Estaríamos hablando de un año y medio. Ni siquiera podría verte el
próximo invierno. —Se alejó de él con una expresión melancólica
oscureciéndole el rostro.
—Rachel ¿estás jugando conmigo? ¿Tienes esa piedra? Si la tienes,
debes entregármela.
La joven entrecerró los ojos.
—¿Entregártela? ¿Por qué? Si tuviera esa cosa y te la diera, no volvería
a verte nunca, sin importar tus promesas y que hayas intentado seducirme
de todas las formas posibles.
—Tú quieres sucumbir a esa seducción. En el fondo de tu ser, lo deseas.
Así que, ¿por qué no ceder esta noche?
Rachel posó los puños sobre el pecho masculino.
—Lo deseo, sí. Lo sabes demasiado bien, maldito. Pero lo haré con todos
los beneficios del matrimonio. Del matrimonio, ¿me comprendes? Así es
como me educaron y así es como seré hasta que acabe en la tumba, por
muy solitaria y dolorosa que sea mi existencia.
—Dame la piedra, o lo que creas que es la piedra. Déjame verla ahora
mismo.
—No la tengo —estalló Rachel sin dejar de mirarlo y de contemplar su
apuesto rostro y su amplio, duro, y aun así increíblemente cálido pecho
envuelto en una gruesa prenda de lana gris—. No tengo tu maldita piedra,
pero creo que sé dónde está. Vuelve a por mí con el Reliance esta
primavera y te la mostraré.
—No seas niña. No puedo regresar aquí esta primavera para perseguir
tus alocados sueños. Franklin nunca llegó tan al oeste. Habría encontrado
el paso noroeste si hubiera venido alguna vez a Herschel.
—Soy una niña, así que tienes que complacerme. Vendrás a por mí esta
primavera.
—No, no lo haré. Tengo que conseguir provisiones. No pondré en
peligro a mis hombres por intentar llegar hasta aquí por el simple hecho de
que tengas una alocada idea de dónde puede estar la piedra.
Una sonrisa triste aunque triunfal rozó la boca de la joven.
—No vas a dejar nunca el norte, ¿verdad, Magnus? Siempre habrá una
razón para que te quedes aquí. Encontrarás tu maldito ópalo y la historia no
será lo bastante morbosa para el gusto de tus lectores, así que te quedarás
aquí hasta que otra expedición desaparezca en unas circunstancias aún más
trágicas. —Miró hacia el diario depositado caprichosamente sobre la
chaqueta—. Puede que incluso sea la tuya esa expedición. Y, ¿por qué no?
El mundo civilizado ya te cree muerto. Por el simple hecho de quedarte
aquí, Magnus, ya ganas más lectores y más dinero. Por el simple hecho de
quedarte aquí y mentirme a mí.
—No te estoy mintiendo. Me casaré contigo, Rachel. Deseo casarme
contigo. Eres la mujer más extraordinaria que he conocido nunca.
—¿ Me consideras hermosa? —Arqueó una ceja y casi esbozó una
sonrisa.
—Oh, Dios, sí. Eres hermosa.
—Cómo me adulas, Magnus. Tú, un hombre que no ha visto a una mujer
en casi seis meses. —Miró con tristeza hacia el ejemplar de Godey’s y
luego soltó una amarga risa—. Sin duda, yo, con mis labios cortados y la
cara cubierta de hollín, eclipsaría a todas esas deslumbrantes damas de
Nueva York.
Magnus la miró con los ojos llenos de ternura.
—Sí, las eclipsas. A todas ellas.
—¿Has visto mujeres como las de la revista antes? ¿Mujeres hermosas y
desenvueltas, acompañadas por el sonido del suave roce de la seda y el
perfume francés? —Sus ojos volvieron a llenarse de lágrimas—. ¿Y dices
que yo, que apesto a humo de leña y a ante, las eclipso? —Lo apartó de un
empujón—. Estás mintiendo, Magnus. ¿Acaso no tienes conciencia?
—No te miento. Eres perfecta, Rachel. Preciosa. Sueño contigo todas las
noches. Sólo pienso en ti.
La joven se enjugó las silenciosas y frías lágrimas.
—¿Yo? ¿Más bonita que esas mujeres en sus hermosos salones? ¿Yo?
¿Con las manos quemadas por el viento, los labios cortados y llenos de
sangre, y mi virtud despreciablemente débil que tú debilitas aún más cada
año que pasa? No lo creo.
—Tu virtud está intacta, pero si me la entregaras esta noche, te aseguro
que la protegería y la mantendría a salvo conmigo. Y un día, cuando sea tu
esposo, nada de esto importará.
—Mentiroso —susurró ella sintiendo que su corazón se rompía bajo la
delicada caricia del explorador.
—Basta de charla. Vayámonos a la cama. Estoy seguro de que ahí nos
comunicaremos mejor.
Le tomó la mano con brusquedad, pero Rachel se soltó.
—No, ofrécele tu lujuria a una de las mujeres nativas del asentamiento.
Ellas se tenderán a tu lado sin protestar y te darán todo lo que mereces y
deseas.
—Solo te quiero a ti, Rachel.
—Entonces, cásate conmigo —exigió con frialdad.
Magnus la miró fijamente.
—¿Recuerdas lo que te dije la última vez? Estaré contigo y sólo contigo.
Y tú estarás conmigo y sólo conmigo. Nos casaremos cuando llegue el
momento.
—Oh, ¿por qué me torturas así? ¿Acaso no soy buena para ti? ¿No lo he
demostrado año tras año rechazando a todos los demás y esperándote sólo a
ti? —Rachel lloró cuando Magnus se sentó en el borde de la pequeña cama
y la atrajo a su regazo para acariciarle los sedosos mechones de pelo con
los fuertes y duros dedos. Era una caricia relajante, pero la joven no
encontró consuelo en ella.
—Estás hecha para mí, Rachel, al igual que yo estoy hecho para ti. Mi
destino me encontrará al final —afirmó al tiempo que sus inquietantes ojos
del color del jerez se clavaban en los de ella.
La joven gimió. Se apoyó con delicadeza en su amplio pecho y los labios
de Magnus tomaron los suyos en un profundo beso. Le llenó la boca con la
lengua, pero la joven no se resistió. ¿De qué serviría si ya casi había
perdido la batalla?
—¿Es por esto por lo que amas el norte, Magnus? ¿Es por esto? —
musitó con tristeza.
—Amo la violenta belleza de este lugar. Amo el viento y la nieve. El
aquí y el ahora. Pero, sobre todo, amo la idea de pasar contigo las largas
noches del invierno. Sueño con estar tumbado a tu lado cuando hace
demasiado frío para dormir solo.
—Bastardo —Rachel lloró cuando él la hizo recostarse en la cama y la
besó entre los pechos—. Espero que algún día se te congele ese trozo de
carne entre tus piernas del que estás tan orgulloso. Es lo que mereces por
planear y organizar de este modo mi perdición.
Inclemente, él le lamió el sensible hueco que se formaba en su garganta
y su risa hizo que el cuerpo de la joven se tensara.
—Tengo malas noticias para ti, doncella de hielo. La última vez que los
conté, no había perdido ni un solo apéndice de mi cuerpo. —Levantó las
manos y movió los dedos de los pies—. Los veintiuno están todavía en
perfecto estado.
—Te odiaré eternamente, Magnus. Si fuerzas esto, me llevaré mi odio
por ti a la tumba. Te lo juro —susurró antes de que la oscura cabeza
masculina cubriera la suya y las palabras se fundieran en el silencio.
Pero, pronto, el fuego en su interior se reavivó. Con un áspero gemido,
Rachel lo apartó y se levantó de la cama.
—Fuera —le espetó sin mirarlo. No se atrevía a hacerlo.
—Fuera hace demasiado frío y tú eres una mujer llena de fuego. No me
hagas dormir en el salón. Muéstrame ese mínimo de compasión.
—Fuera. —Se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano—. Tendré
una boda primero o no te daré nada.
—Sólo tú tienes una cama de verdad en kilómetros a la redonda. Si no te
acuestas conmigo, ¿me la dejarías, al menos, para que pueda disfrutar unas
cuantas horas de sueño? —La miró con ojos cansados—. He venido desde
muy lejos.
Rachel le lanzó una mirada dubitativa.
—Bien. Disfruta de esas cuantas horas en una cama de verdad. Pero no
me quedaré aquí. No permitiré que los hombres que quedan en el local
especulen sobre algo que no es verdad. Cuando te despiertes, me acostaré
yo. Hasta entonces, estaré en la taberna.— Cogió su amauti, se lo puso por
la cabeza y cerró la puerta de un golpe tras ella.
Rachel regresó de la taberna y miró al hombre que yacía en su cama.
Magnus estaba sumido en un sueño exhausto. Los pies se le salían de la
manta de piel de oso polar y tenía los brazos extendidos en el colchón
donde ella debería haber estado.
Se había mantenido firme ante sus intentos de seducción, pero, aún así,
su ceño fruncido estropeaba su expresión de satisfacción. ¿Por qué la vida
tenía que ser tan complicada? Amaba a ese hombre. Necesitaba estar con
él, pero eso era imposible a menos que la llevara con él, y no había lugar
para una mujer a su lado.
Abatida, se acercó a la burda mesa en la que aún descansaba la revista
Godey's. Pensó de nuevo en su madre y en cómo ella había vestido una vez
igual que las damas de la portada. Sarah Howland había tenido un vestido
de falda amplia con adornos negros en los puños y el corpiño; en ese
momento, la joven podía recordar el vestido de su madre con la misma
facilidad con la que podía recordar su querido rostro. Noel le había dicho
que las mujeres aún llevaban vestidos de seda en Nueva York. Rachel miró
la portada de la revista. No podía reprimir los celos cada vez que pensaba
en el hombre que amaba sentado en un salón de Nueva York y rodeado de
unas bellezas como las que salían en Godey’s.
Rachel se preguntaba si su tosquedad o su falta de modales lo
avergonzarían en el mundo real. Quizá era por eso por lo que no se había
casado con ella.
De repente se sintió tan angustiada por la idea que descubrió que ya no
podía mirar siquiera la cama en la que él yacía.
No se casaría nunca con ella ni la llevaría de vuelta a casa. Estaba
atrapada en Herschel para siempre.
Se acercó de puntillas a un estante improvisado y abrió una gran caja de
marfil de cuerno de morsa. Volcó el contenido en su mano: una piedra del
tamaño de una pequeña patata. Era negra con toques azules, casi del color
del cielo invernal. Moviéndose en su centro como si fuera una aurora
boreal, había un aura de fuego que la dejaba sin respiración.
El Corazón negro. Aquélla tenía que ser la famosa piedra que tanto
obsesionaba a Magnus. Estaba buscando por todas partes su tesoro, y había
estado allí mismo durante todo ese tiempo. Rachel creía que su padre la
había encontrado hacía mucho tiempo. Le había explicado que había
descubierto esa extraña piedra negra entre los restos de una hoguera, atada
a un pequeño fragmento de una carta escrita en inglés. Su padre no había
sabido qué pensar, pero ahora la joven sabía que tenía que haber sido
Franklin quien la dejó. La carta decía que se dejara la piedra donde estaba,
pero su padre no había hecho caso a la advertencia.
Y gracias a Dios que no lo había hecho. Si Noel Magnus no deseaba su
corazón, al menos sabía que deseaba su ópalo. El Corazón negro.
Magnus se movió en la cama.
—¿Dónde diablos estás, Rachel? —gruñó.
La joven metió apresuradamente el ópalo en la caja de marfil y se acercó
al borde de la cama.
—Estoy aquí, mi amor —le susurró.
—¿Pretendes matarme? Me congelaré sin ti a mi lado para calentarme.
No me gusta la idea de convertirte en viuda.
—Para convertirme en viuda, primero tendrías que convertirme en tu
esposa.
Con un rugido, le ciñó la cintura con el fuerte brazo y la atrajo hacia él
bajo la manta de oso polar.
—Detalles, detalles.
Magnus intentó besarla, pero Rachel se tumbó de lado y se puso a
pensar.
—¿ Estás soñando con Nueva York otra vez? —masculló él.
La aspereza de su voz la irritó.
—Si te interesa saberlo, te diré que sí. Estoy pensando en la vida que
podríamos llevar allí. Yo podría hacerme cargo de ti y de tus seis
habitaciones. Podríamos llenarlas de niños. Podríamos ser felices.
—Ya soy feliz ahora. Muy feliz —susurró sin dejar de acariciarle el
pelo.
—Debe de haber alguien que llore tu pérdida en Nueva York, Magnus.
Debe de haber alguien a quien desees volver a ver.
—No hay nadie. Así que, ¿debo enviarte allí para que me llores? Podrías
hacerte pasar por mi viuda. Sería una gran historia para los periódicos. —
Lanzó una carcajada.
—Hablo en serio. —Le dio un puñetazo.
—Oh, y yo también. —Se rió entre dientes—. Yo también. Estaría bien
aunque sólo fuera para gastarles una broma. El problema es que si te envío
a Nueva York, te echaría demasiado de menos el próximo invierno cuando
regresara aquí. No puedo plantearme siquiera la idea de hacerlo.
—¡El próximo invierno! Falta todo un año para eso. —Su alma sintió el
peso de la angustia—. Te rechazaré en tu próxima visita sólo por
principios.
—¿De igual modo que me has rechazado en ésta? —preguntó antes de
deslizarle la lengua por la espina dorsal.
Rachel se apartó.
—¿Crees que no me importas?—inquirió él, deteniéndose—. Si es así,
estás muy equivocada.
—Eres capaz de irte y dejarme durante todo un año; eso dice mucho. Yo
no podría hacerlo. No sintiéndome como me siento.
—Confieso que me resultará más duro marcharme esta vez de lo que lo
fue la última.
—Entonces, no lo hagas.
Su silencio le dio a Rachel la respuesta que esperaba.
—Puede que no esté aquí cuando regreses, Magnus.
—¿Dónde irías, mi amor? Estás tan sola como yo. —La besó en el
hombro.
Rachel abrió la boca para replicarle, pero no había nada que pudiera
decir. El tenía razón. No tenía a nadie a quien acudir, y ningún lugar al que
ir.
Entonces, de repente, le vino a la cabeza una extraña idea.
La idea en sí misma era un despropósito. Marcharse a Nueva York para
vivir en esas seis habitaciones haciéndose pasar por la... por su... Oh, era
una locura.
Se dio la vuelta y se quedó mirándolo.
Por otra parte, para el mundo civilizado, él estaba convenientemente
muerto.
La perspicaz mirada de Magnus se clavó en la de ella.
—Veo algo inquietante en tus ojos, Rachel —murmuró—. No vas a
dejarme. Nunca. ¿Lo comprendes?
La joven le pellizcó la nariz en un gesto juguetón. Estaba fría, igual que
la de ella.
—Pareces muy feliz. ¿Qué tienes en mente? —Magnus frunció el ceño.
Barbudo y con los ojos oscuros como los tenía, aquel gesto hacía que
resultara aún más imponente.
Rachel se rió. La idea que tenía en mente era una alocada fantasía. Irse y
vivir en su casa vacía en Nueva York haciéndose pasar por su viuda. Cosas
así no se hacían en ese mundo.
Pero no podía quitarse la imagen de la cabeza. Ella, con un vestido negro
de falda amplia, esperando visita en esa espléndida casa junto a aquel río
en Nueva York. Y, además, era imposible que pudiera tener algún
problema, porque probablemente él no regresaría nunca a su hogar. Nueva
York sólo era para él un puerto en el que obtener provisiones para su
siguiente expedición. Y en el improbable caso de que Magnus regresara,
ella ya estaría allí esperándolo para darle la bienvenida con todas sus
promesas de matrimonio colgando del cuello junto a su estimado ópalo.
Aunque, por supuesto, también existía la posibilidad de que descubriera
su plan y se enfureciera.
No le dio importancia a aquella posibilidad. Si bien existían riesgos, ella
tenía la edad y el orgullo necesarios para sentirse motivada. Tenía
veintisiete años, ya estaba fuera del mercado del matrimonio, y eI amor de
su vida probablemente no se casaría nunca con ella.
Había veces incluso que se preguntaba si Magnus evitaba cumplir sus
promesas porque aún guardaba en su mente el recuerdo de alguna de esas
bellezas como las que salían en Godey's. No le resultaba difícil imaginarse
que cuando se cansara de Rachel Howland y del norte, volvería lo más
pronto posible a Nueva York para cortejar a una de sus debutantes.
Estudió el masculino rostro. Las palabras se arremolinaban en su mente
y le rasgaban el corazón.
Cásate conmigo, Magnus. Cásate conmigo y hazme tu esposa. Iré a
cualquier lugar de esta tierra perdida de la mano de Dios contigo.
Aceptaré las privaciones y todo lo que acompaña a esta vida, pero déjame
estar a tu lado y ahórrame esta muerte en soledad.
—Rachel, me preocupa que me mires así. Me recuerda a aquella vez que
descubrí a un oso hambriento observándome desde lo alto de una colina.
—Te daré una última oportunidad, Noel. Una última oportunidad de
volver a verme. Llévame contigo cuando te vayas mañana. Llévame
contigo y seré tuya para siempre. Si me dejas aquí, que Dios te proteja.
—Me casaré contigo algún día, Rachel. Lo prometo.
Cásate conmigo ahora, mi amado Noel. Llévame contigo, te lo ruego. No
me obligues a hacer esto. No me obligues siquiera a pensarlo.
Magnus la besó. Su boca obligó a la de ella a abrirse y el beso se hizo
más profundo y ardiente.
Rodó y se colocó sobre ella.
Rachel alzó la mirada hacia él mientras en su interior no dejaba de gritar
y suplicar su amor.
Pero el amor no podía pedirse o exigirse, ni siquiera ganarse. Tenía que
entregarse, y había que hacerlo libremente.
Así que, exteriormente, la doncella de hielo permaneció en silencio.
Segunda Parte
La viuda alegre
2
Isla de Herschel, julio de 1857
— No puedes dejarnos, niña. ¿Qué vamos a hacer sin ti? — protestó Ian
Shanks
en
el
amarradero
del Sea
Unicom.
Se había quitado el sombrero y entornaba los ojos ante el brillante sol de julio.
—La taberna es tuya, Ian. Te la doy. Yo no volveré —contestó Rachel
con un gran nudo en la garganta.
—Pero ¿vas a entregarme sin más todo el trabajo de tu padre? ¿Qué
pensará de su hija desde la tumba? —Ian señaló con la cabeza las colinas
que se elevaban más allá del amarradero. Allí, en la yerma distancia, había
una docena de tumbas; algunas de nativos, otras de hombres blancos, todas
víctimas de la viruela.
—Tengo que buscar algo mejor. —Rachel frunció el ceño y apretó la
pequeña bolsa que contenía todas sus posesiones materiales, Luego,
observó con tristeza las lejanas tumbas—. Creo que lo entendería. Estoy
segura.
—Haz lo que tengas que hacer, niña.— Las lágrimas anegaban los ojos
del anciano—. Pero si alguna vez regresas aquí, la taberna volverá a ser
tuya. La seguiré llamando Ice Maiden hasta entonces.
Rachel le dio un abrazo y no pudo evitar que se le saltaran las lágrimas.
Ian Shanks había sido socio de su padre desde que la joven había ido a
vivir a la isla de Herschel. Era un viejo lobo de mar digno de confianza.
Había transportado barriles de whisky, había intervenido en centenares de
sanguinarias reyertas y, aún así, había encontrado tiempo para tallar piezas
de madera que representaban personajes de cuentos de hadas para la
aburrida niña que jugaba sus muñecas de trapo detrás de la barra de la
taberna ilegal que su padre dirigía. Echaría de menos a Ian. Probablemente
fuera el único amigo de verdad y mentor que le quedaba en el mundo.
Sin duda, le había sido más fiel que Noel Magnus. Aquel hombre le
había hecho tantas promesas que luego no había cumplido, que ya no tenía
ninguna fe en él. La había traicionado en demasiadas ocasiones. Cuando se
marchó la última vez, le había dicho que no regresaría a Herschel sin
traerle un anillo, pero Rachel no creyó una sola de sus palabras. Ahora le
tocaba a él sentirse decepcionado. Cuando regresara, si es que lo hacía, ya
haría tiempo que ella se habría ido. Sus palabras vacías y la excusa por la
que volvía sin un anillo de compromiso caerían en los fríos oídos sordos de
la tundra y no en los de ella.
—Cuídate mucho —susurró mirando a Ian fijamente.
El anciano le devolvió la mirada con una expresión triste y resignada.
—Vuelve en julio del año que viene, niña. Quiero saber cómo estás. Si
no recibo ninguna carta ni tengo noticias tuyas, iré a buscarte.
Rachel asintió, incapaz de darse por enterada de las lágrimas que
bajaban por sus mejillas.
—Es más de lo que Magnus se ha preocupado por mí. —Sacudió la
cabeza—. No he recibido ninguna noticia suya en los últimos meses. —Se
tragó el resto de lágrimas. Con un movimiento rápido, se recogió la falda y
subió por la pasarela que llevaba al Sea Unicom, un buque de vela.
—Buen viaje, Rachel. ¡Que Dios te bendiga! —gritó Ian.
La joven no pudo responder. Las lágrimas le surcaron el rostro hasta que
se congelaron en la brisa bajo las frías temperaturas del sol de medianoche.
Isla de Herschel, agosto de 1857
—Basta, Magnus. Parece como si fueras a nadar hasta el muelle. Ten
paciencia. Hace cinco meses que te fuiste de este lugar, seguro que puedes
esperar quince minutos más. —El capitán Luke Jacob se rió y le dio una
palmada en la espalda a Noel.
Más allá de la goleta Lady Rupert, se erigían las peladas colinas de
Herschel. Aunque aún no había llegado el otoño, la tierra ya estaba en
llamas con tonos rojos, amarillos y naranjas. Incluso los líquenes que
cubrían las rocas a lo largo de la costa habían adquirido colores otoñales:
un verde amarillento y un rojo oscuro. De hecho, ya se había formado una
gruesa y ominosa capa de hielo a lo largo de las grietas entre las sombras
en todo el perímetro de la isla, anunciando el tiempo que se avecinaba.
—Déjame ver otra vez el anillo —le pidió el capitán Jacob cuando el
barco entró en la diminuta bahía. A su alrededor, los hombres trepaban y se
aferraban a las jarcias para dominar las velas del barco.
Magnus le lanzó al capitán una recelosa mirada de soslayo.
—En todos los años que te conozco, Luke, nunca imaginé que fueras un
sentimental.
—No pasa muy a menudo aquí arriba que un hombre llegue a hacer una
propuesta honesta de matrimonio. Con ese anillo, no parece que vayas a
casarte con una nativa. —Miró por encima del ancho hombro de Noel para
poder ver mejor.
Magnus se metió la mano en el bolsillo de la camisa y sacó un fino
anillo de oro con tres diminutas piritas.
—Le compraré un anillo de verdad cuando regresemos a la civilización.
Esto es todo lo que pude conseguir en el mercado de Wager Bay. Me
dijeron que pertenecía a la mujer de un predicador. Un nativo se lo quitó y
lo vendió a cambio de whisky.
—Yo no iría contando por ahí esa historia, Magnus. A las mujeres no les
gustan esas cosas. No las consideran románticas.
Noel arqueó las cejas.
—No creo que tú entiendas mucho de eso, viejo solterón. Pero supongo
que tienes razón. No le diré de dónde proviene.
—Buena idea.
—¿No podemos hacer que este barco llegue más rápido al amarradero?
—preguntó Magnus impaciente.
Jacob resopló.
—¿Qué? ¿Y chocar contra el hielo con la única carga de harina, azúcar y
licor que esta gente verá hasta el próximo mes de julio? Antes quemaría mi
casa hasta reducirla a cenizas que dañar a la bella Lady Rupert.
Noel se apoyó sobre la baranda de la embarcación y observó el
asentamiento. La taberna era fácil de localizar. Era, con diferencia, la
edificación de madera más pequeña y, sin embargo, la más concurrida. Los
hombres entraban y salían por la puerta sin cesar, con los ojos puestos en la
goleta que se abría paso por el centro de la bahía.
Frunció el ceño.
—Esperaba que ella saliera a mi encuentro en el muelle, pero no la veo.
Había unas cuantas mujeres entre la multitud, pero todas eran nativas y
llevaban a sus pequeños bebés bien sujetos en el interior de la capucha del
amauti de verano.
—Lo suyo sería que tuviera la gentileza de salir a recibir el barco, ya
que su futuro marido llega en él con un anillo en la mano —masculló Noel.
Jacob meneó la cabeza.
—Tengo que ir a dirigir la maniobra, pero, no te preocupes.
Probablemente esté demasiado ocupada sirviendo a los felices clientes de
la taberna. Ahora que ha llegado una nueva provisión de whisky, seguro
que se sienten obligados a acabarse la antigua lo más rápido posible.
Magnus se rió.
—Sí, supongo que tienes razón.
—Por supuesto que sí —asintió el capitán Jacob con seguridad mientras
tomaba el timón.
—¿Qué diablos quieres decir con que ella no está aquí? —Noel gruñó y
dio un puñetazo en la barra.
Ian Shanks tembló como si fuera un ternero recién nacido.
—Se ha ido, Magnus. Me entregó la taberna y se marchó.
—¿Adónde? —exigió saber.
Detrás de él, los habitantes de la isla, nativos y blancos, permanecían
sumidos en un silencio sepulcral, como si estuvieran viendo al mismo Thor
lanzando sus rayos desde la colina más alta de Herschel.
—Al sur. Embarcó en el Sea Unicom cuando atracó aquí en julio. No sé
dónde se dirigía.
—¡Y un cuerno! —bramó Magnus al tiempo que agarraba a Shanks por
las solapas de la chaqueta—. Sabes dónde fue en el Sea Unicom y será
mejor que me lo digas o esta noche estaré asando tus huesos.
El rostro de Shank palideció.
—Mencionó que se iría a uno de los estados de América. No recuerdo
cuál.
—Será mejor que lo escupas o te meteré la mano en las entrañas te
arrancaré la información yo mismo.
—De verdad, no lo recuerdo.
Magnus movió su gran mano y obligó al viejo marinero a abrir la boca.
Aterrorizado, Shanks logró soltarse y presionó la espalda contra la pared
para alejarse de él lo más posible.
—Dijo algo sobre una casa. Algún tipo de casa de la que había oído
hablar en Nueva York.
Estupefacto, Magnus se quedó mirando al anciano mientras todo el
mundo a su alrededor, incluido el capitán Jacob, contenía la respiración.
—¿Dijo que iba a vivir en una casa en Nueva York? ¿Mi casa de Nueva
York?—repitió Noel.
A Ian los ojos casi se le salían de las órbitas.
—Ella no dijo nada sobre ti, eso seguro.
Noel se dejó caer en una de las pocas sillas de madera desvencijadas. Un
profundo pesar y un lejano sentimiento de ira se vieron reflejados en sus
duros rasgos.
—¿Podéis creer la estupidez que ha cometido Rachel? Le hablo de mi
casa en Nueva York y lo siguiente que sé es que es tan estúpida como para
pensar que puede irse a vivir allí en mi ausencia.
Jacob posó una mano sobre su hombro.
—Lo sabes tan bien como yo, aquí, en el norte, la gente hace eso muy a
menudo. Si una cabaña está vacía, existe una ley tácita que permite que
cualquier hombre que necesite cobijo pueda dormir allí. Supongo que ella
cree que en Nueva York ocurre lo mismo.
Magnus apoyó la cabeza en las manos.
—¿Te das cuenta de lo que significa eso? Incluso si mis sospechas
fueran ciertas y estuviera donde creo que está, me es imposible llegar hasta
ella. Tu barco no podrá salir de aquí antes de que lleguen las heladas. Tú
siempre pasas el invierno en Herschel.
—Podrías ir con un trineo tirado por perros hasta Fort Nelson, pero no
hasta dentro de un mes como mínimo. Sería imposible antes de que la
nieve cubra el suelo —intervino Ian.
—Pero, aún así, me llevará meses de ventaja. Meses. —Furioso, Magnus
sacó el anillo del bolsillo de su camisa. Se sentía profundamente
traicionado y así lo reflejaba el brillo de sus ojos—. Iba a entregarle esto.
¡Ladrona mentirosa! Haré que se arrepienta.
—Se cansó de esperar —susurró Ian como si intentara arreglar la
situación.
—¡Se cansó de esperar! ¡Esa pequeña idiota! —Los ojos de Magnus
centellearon—. ¿Cómo diablos va a arreglárselas en Nueva York? No sabe
nada del mundo ahí fuera. Nada. —En un repentino ataque de pánico, se
puso de pie y bramó—: Shanks, ve al almacén de la compañía, trae todas
las provisiones de las que puedas prescindir y consígueme algunos perros.
Los mejores. —Bajó la mirada al anillo barato; a pesar de todo, era un
objeto inmensamente raro en el norte—. Pagaré con este anillo. Ya no lo
necesito. No se lo merece. Me ha abandonado y trata de robarme mi propia
casa.
—Magnus, ¿es que no has oído ni una sola palabra de lo que hemos
dicho? No puedes salir de aquí hasta que lleguen las heladas. Incluso
entonces, sería una locura intentar llegar a Fort Nelson en octubre. Te
enfrentarás con lo peor del invierno antes de llegar al sur.
Noel centró su atención en el capitán.
—Pero, ¿cómo se las va arreglar sola en esa gran ciudad? —Su voz
estaba teñida de preocupación y desesperación—. No tiene ninguna
protección ni guía. Podría pasarle cualquier cosa. Puede que nunca la
encuentre. Puede que nunca vuelva a verla. —Dejó caer la cabeza sobre las
manos de nuevo.
La estancia se sumió en el silencio.
Nos aseguraremos de que puedas salir de aquí a la primera oportunidad,
Magnus —afirmó Jacob con voz solemne—. A la primera oportunidad —
susurró a aquella cabeza gacha.
Ian y el resto de los presentes en el salón asintieron. Pero, aun nadie dijo
ni una palabra. Nadie se atrevió.
3
Puerto marítimo de South Street
Ciudad de Nueva York
15 de diciembre de 1857
La nueva vida de Rachel empezaba al fin. Todas sus esperanzas y sueños
de un futuro perfecto ya no eran imágenes intangibles en su imaginación,
sino la aterradora y palpable visión de un concurrido muelle en Nueva
York.
Había querido regresar a la civilización, lo había soñado y planeado. Su
padre le había enseñado a ser independiente, a no convertirse en la muñeca
con la que un hombre pudiera jugar y luego olvidar. Su huida se debía en
parte al deseo de su padre de que su hija se valorara a sí misma y en parte a
la nostalgia que sentía por el mundo de su madre, un mundo que aún no
había olvidado.
Como si se tratara de un tesoro, había conservado en la memoria los
pocos recuerdos de su infancia: la habitación que compartía con su madre
en la lujosa casa de Philadelphia donde trabajaba como cocinera; la ropa
limpia meciéndose bajo una cálida brisa de junio; las rosas floreciendo y
vestidos de ese mismo tono delicado; y finalmente la muerte, la fiebre
amarilla, promesas junto a una cama y el viaje para encontrarse con un
padre al que no había visto nunca.
A los diez años, el mundo de Rachel se había desmoronado y se había
visto reducido a poco más que nieve, hielo y el crucial coste de un trago de
whisky. Ahora se había librado de todo eso. Lo único que deseaba era
sentir el cálido sol en el rostro, quizá un nuevo vestido y, por último, un
lugar donde vivir y poder encontrar paz. Un lugar en el que no tuviera que
luchar contra la congelación, los osos polares y, peor aún, las constantes
insinuaciones de borrachos que la doblaban en tamaño.
Pero ahora la civilización que tanto había anhelado se extendía ante ella
en una precipitación incomprensible y tenía que reconocer que el caos la
asustaba. Durante largos minutos incluso sintió una punzada de
arrepentimiento por haber dejado la dura pero predecible tundra helada.
Temblando en la cubierta del Sea Unicom, se obligó a contemplar la
nueva tierra. Los rectángulos verticales de viviendas se extendían más allá
de lo que el ojo alcanzaba a ver. Sus fachadas de piedra rojiza estaban
ennegrecidas por el hollín de cientos de miles de chimeneas de carbón. La
ropa andrajosa y gris atravesaba colgada en zigzag el espacio entre los
edificios; las palomas y sus desechos se adherían a los alféizares de las
ventanas. Todo parecía húmedo y frío, insalubre y deprimente.
No se veía por ninguna parte a las hermosas damas de Godey’s. De
hecho, la población de aquel lugar era más desconcertante que el paisaje.
Los muelles bullían con cientos de estibadores toscos y agentes de aduanas
bien vestidos. Todos parecían ocupados y demasiado importantes como
para preocuparse por una chica temblorosa ataviada con un desgastado
amauti de piel que ni siquiera poseía un miriñaque para llevar bajo la fina
falda.
Pero Rachel Howland era una luchadora. Si el implacable norte le había
enseñado alguna cosa, era a sobrevivir. Y hasta el momento todo le había
ido bien.
Irguió los hombros, aferró con fuerza la gastada asa de piel de la raída
bolsa donde guardaba todo el dinero que había podido reunir, y finalmente
bajó por la pasarela del barco. El aire olía a sal y a bacalao podrido. Se
levantó una ligera brisa y la salpicó con el polvo de la ciudad. A su
alrededor, los hombres la miraron con atención y su curiosidad fue como
una amenaza que brillaba a través de aquellos duros y mugrientos rostros.
—¿De dónde vienes, mujer? —le preguntó un hombre mientras se le
acercaba con una sonrisa que mostraba una boca llena de encías y de
huecos vacíos.
Rachel retrocedió, pero otro hombre dejo su tarea de pesar pescado y se
le aproximó por la espalda para tocar la gran capucha de su amauti.
—Tienes un aspecto muy extraño. ¿Qué clase de piel es ésta?
—Es piel de foca anillada —tartamudeó mientras se estremecía al sentir
su contacto.
—Nunca había oído hablar de ella. —Se le acercó más.
Rachel se dio la vuelta y se alejó con la esperanza de que su modo de
andar diera a entender que no era una extraña en la ciudad y que sabía
perfectamente dónde iba. Los hombres no fueron tras ella, pero sí la
siguieron con la mirada hasta que torció una esquina para salir de los
muelles y empezar a recorrer su primera calle de Nueva York.
Los sentidos se le llenaron hasta el punto de desbordarla; todo se
magnificaba por la novedad que suponía para ella: el chapoteo de las
ruedas de los carromatos en un charco, el olor del pan procedente de la
panadería, los lazos multicolores en la sombrerería...
Recorrió varias manzanas incapaz de establecer un plan de acción. Los
escaparates de las tiendas la atraían como la ginebra a las prostitutas.
Había soñado con una tierra de fantasía y ahora podía ver que existía tras
los brillantes cristales de las infinitas tiendas de Nueva York. Rollos de
seda francesa en añil, verde y naranja la incitaban a que entrara en una
tienda. Cepillos para el pelo de plata y el olor del perfume de jazmín la
atrajeron hacia el interior de otra. También descubrió que una florista era
incluso capaz de convertir el invierno en primavera cuando pasó junto a su
puesto e inhaló la fragancia de un centenar de junquillos embutidos en
cestas.
—Lo siento. Disculpe —repetía sin cesar a los transeúntes que chocaban
contra ella con rudeza y despreocupación.
La gente que había por la calle estaba casi toda compuesta de hombres
ataviados con capas de lana oscuras y sombreros negros, y todos ellos
parecían tener prisa y ser muy importantes. Las pocas mujeres que vio,
iban escoltadas por hombres y le lanzaban miradas ofensivas. Como si
fuera basura que pudieran pisotear con sus refinadas botas de piel.
Se apoyó en el escaparate de una juguetería y examinó la calle. Por lo
que indicaba la señal de hierro forjado sujeta a la lámpara de gas en una
esquina, se encontraba en Broadway, fuera cual fuera esa calle. Otra mujer
le lanzó una mirada asesina, luego se aferró al brazo de su acompañante
como si le fuera la vida en ello y pasó por su lado. Rachel no podía culpar a
la gente de que le lanzaran extrañas miradas. Debía de tener un aspecto
chocante en ese mar de prendas de lana, tan chocante como el que tendrían
esas mariposas de la revista Godey’s posándose sobre lo alto de un iglú.
De repente, un niño y una niña captaron su atención. Estaban vestidos
con ropas harapientas, sucias y remendadas, de la misma tela con la que se
hacían los sacos de arpillera. Rachel supuso que ninguno de los dos
superaba los ocho años y que, debajo de toda aquella mugre, tenían el pelo
rubio. Aparecieron por la esquina y parecían muy interesados en Rachel
hasta que se dio cuenta de que eran los juguetes lo que llamaba su atención.
La joven se apartó del escaparate y les permitió tener una mejor vista.
Los ojos azules de la niña se abrieron de par en par ante el carrusel dorado
que giraba con unos bonitos caballos. El chico parecía decidido a no perder
de vista el tren de madera con una elaborada serie de papeles litografiados
en policromo pegados a los costados. —Quizá si sois buenos, vuestro padre
os compre algo de la tienda —comentó Rachel al niño.
El chiquillo la miró. Sus ojos azul celeste resaltaban en un rostro
oscurecido por la mugre.
—¿Mi padre? Yo no tengo padre.
Rachel asintió comprensiva.
—Yo tampoco. Pero, aun así, estoy segura de que la gente que cuida de
vosotros os comprará algo por Navidad.
Ahora fue la niña la que se quedó mirándola.
—¿Nos comprarás algo tú?
El chico, claramente un vendedor nato, intervino rápidamente.
—Es usted una dama muy hermosa. Se lo agradeceríamos muchísimo.
Rachel se rió. Los niños sonrieron y se acercaron más a ella.
—Ojalá pudiera compraros algo, pero todo lo que tengo en el mundo
está dentro de esta bolsa. —Levantó la raída bolsa de viaje para
mostrársela—. Y me temo que apenas tengo dinero para poder pagar un
alojamiento hasta que encuentre mi casa.
La niña asintió resignada.
El niño, sin embargo, siguió mirándola fijamente. Primero a Rachel,
luego a la bolsa.
Antes de que se diera cuenta, la empujó y salió corriendo. La niña lo
siguió. Había terror y excitación en su rostro. Conmocionada, Rachel bajó
la mirada y descubrió que se habían llevado todo lo que poseía en el
mundo.
—¡Eh! —les gritó enfadada. Se levantó la falda y salió disparada tras
ellos. Puede que se hubieran escapado. Seguro que conocían las
serpenteantes callejuelas oscuras que salían de Broadway mejor que ella,
pero Rachel era una corredora ágil con unas piernas en forma gracias a los
largos paseos sobre la nieve y la esponjosa tundra. Además, estaba furiosa,
y todo el miedo y la energía acumulados en su confinamiento en aquel
barco durante seis meses estallaron como una bengala.
—¡Gamberro! ¡Maldito niño! ¡Espera a que te lleve de vuelta con tus
padres y deje que te den una lección! —le gritó cuando tuvo al chiquillo
sujeto por el cuello de la camisa.
Le arrebató la bolsa. Aterrorizada, la niña se acurrucó junto a él. Su
rostro era una frágil máscara de miedo.
—¡Puede que me cuelguen por robar, pero no me iré sin hacer ruido! —
gritó.
—También tendrán que colgarme a mí, Tommy. No dejaré que te vayas
sin mí —murmuró la niña.
Rachel jadeó.
—¿Colgaros? Puede que vuestros padres os den una buena azotaina, pero
nadie va a colgaros.
—La policía se encargará de que me cuelguen —espetó el chico—. Y
supongo que se alegrarán de verlo.
Lo único que Rachel pudo hacer fue negar con la cabeza. Aquella
situación la confundía. El hecho de que existiese un niño ladrón no tenía
sentido para ella. Todos los niños nativos que había conocido eran
extremadamente queridos. Ninguno de ellos había tenido que robar, ya que
sus padres les daban de buen grado todo lo que tenían.
—No te entregaré a la policía. Sólo dime dónde vive tu familia. Sin
duda, ellos te impondrán un castigo apropiado por robar.
—¿Mi familia?— repitió el niño. Tenía aspecto de estar tan estupefacto
como Rachel.
—La gente que cuida de ti. Si es verdad que no tienes padre, entonces,
¿dónde está tu madre?
—Se fue —respondió el niño con total naturalidad.
—¿No tienes familia? —inquirió Rachel.
—A mi hermana. —Señaló con la cabeza a la niña que se aferraba a él.
La joven los miró fijamente.
—Pero, ¿quién cuida de vosotros? ¿Quién os acogió cuando perdisteis a
vuestra madre? Alguien tiene que cuidaros... Siempre hay gente dispuesta a
acoger a un niño. Debe de haber habido alguien que se hiciera cargo de
vosotros todo este tiempo. ¿Quién lo hizo?
—¿Por qué debería habernos acogido alguien? —El rostro del niño
revelaba verdadera curiosidad.
—¿Por qué? —repitió. Se sentía como si la hubieran abofeteado. Era
evidente que el chico desconocía por completo lo que era la compasión,
pero Rachel no podía comprenderlo. En el norte no había ningún niño
huérfano, no existía tal cosa. Los nativos adoptaban encantados a cualquier
niño que lo necesitara y lo trataban como si fuera un regalo de Dios, del
mismo modo que trataban a sus propios hijos. No parecía posible que en
esa tierra de carruseles dorados, confiterías y riquezas inimaginables, dos
niños pudieran pasar sin los cuidados más básicos.
—Decidme la verdad ahora mismo; debo saber quién cuida de vosotros.
—Nadie cuida de nosotros. Nadie. —El niño respondió con tal dureza y
frialdad en la voz, que para Rachel fue como si le hubiera dado un
puñetazo en el corazón.
—No lo entiendo. No tiene sentido. Decidme la verdad ahora mismo, sé
que alguien debe cuidar de vosotros —susurró sintiendo que se le
acumulaban en la garganta lágrimas de compasión.
—Yo cuido de él —le informó la niña. Su voz apenas era audible por el
miedo.
Rachel los estudió a los dos durante un largo momento. Lo último que
necesitaba en ese viaje era a dos niños aferrados a sus faldas, ya que no
estaba segura de si sería capaz de cuidar siquiera de sí misma. Pero no
podría dar la espalda a esos dos cachorrillos callejeros. No lo habría hecho
en el norte, y no lo haría ahora.
Se irguió y apretó su bolsa con fuerza.
—Enseñadme dónde vivís. Quiero ver cómo os las arregláis en este lugar
sin nadie que cuide de vosotros.
—¿Por qué tendríamos que hacerlo? —le espetó el niño.
Rachel torció la boca en una triste sonrisa. Le gustaba la rebeldía del
chiquillo. Probablemente era lo que le permitía sobrevivir, y ella sabía
muy bien lo que era eso.
—¡Si no me enseñáis dónde vivís, os entregaré a la policía y dejaré que
se lo enseñéis a ellos!
La niña se encogió y el rostro del chico se tornó duro como una roca.
—Bien, se lo enseñaré, entonces. —Tiró de la niña. Los dos empezaron a
caminar sin prisa con Rachel tras ellos.
Tres manzanas más allá, giraron por otra callejuela que aún no estaba
adoquinada. El frío y húmedo barro congelado estaba surcado por huellas
de ruedas de treinta centímetros de profundidad. Al final, había unas
escaleras destartaladas que llevaban a la parte de atrás de un viejo edificio
de ladrillo. El chico las señaló con la cabeza y Rachel empezó a subir por
ellas.
—¿Adónde va? —le preguntó.
La joven se detuvo y alzó la mirada hacia la puerta sin pintar en lo alto
de las escaleras.
—Quiero ver dónde vivís. Y con quién —respondió.
—No vivimos ahí arriba. —Le tiró de la falda y señaló de nuevo las
escaleras—. Vivimos aquí.
Rachel bajó. Pensó que debía de haber alguna especie de puerta que daba
a un sótano bajo los escalones, pero, para su consternación, no había nada
bajo la desvencijada escalera aparte de una manta bien enrollada y metida
debajo del primer escalón para que nadie pudiera verla y robarla.
—¿Vivís aquí? —preguntó incrédula.
—¿Nos dejará ir, por favor? ¿No llamará a la policía? —le suplicó la
niña.
Rachel miró a la chiquilla que temblaba de frío y miedo ante ella. Lo
último que necesitaba era hacerse cargo de dos niños, pero ahora ya no
podía irse. No cuando había descubierto que su hogar era una raída manta
embutida bajo el escalón.
—¿Cuántos años tenéis? —inquirió con suavidad.
—Siete, creo —respondió la niña.
—¿Y tú? —preguntó al niño.
—AI menos ocho —contestó él diligentemente.
—¿Cómo os llamáis? —insistió Rachel a pesar del dolor que sentía en el
corazón por aquellas dos criaturas.
—Yo
me
llamo
Tommy.
—
El chico se colocó delante de su hermana como si quisiera protegerla—. Y
ella es Clare.
—¿Tenéis hambre?
Tommy parecía confuso, como si no estuviera acostumbrado a que las
conversaciones fueran así.
—Quizá —dijo precavido.
—Vamos a comer algo. —Rachel examinó la calle. Allí no había nada
para dos niños, sólo barro y los contenidos volcados de los orinales. Era un
milagro que hubieran sobrevivido siquiera.
Salió de la callejuela con paso decidido, pero los dos niños se quedaron
paralizados detrás de ella.
—Vamos. ¿Una comida caliente no hará que os sintáis mejor? —les
preguntó con el mismo tono de voz que hubiera usado para vencer a un
zorro blanco de que saliera de su guarida.
—Pero... le robamos la bolsa —adujo Clare.
—Lo sé muy bien —asintió Rachel.
—Y volveremos a hacerlo si podemos echarle las manos encima —
anunció Tommy, usando una extraña mezcla de educada advertencia y
brutal sinceridad.
—Lo comprendo —respondió la joven con resignación.
La miraron vacilantes.
—Entonces, ¿aún quiere que la acompañemos? —preguntó Tommy Su
voz sonó esperanzada, aunque también matizada por toda una vida de
constante decepción y desesperación.
—Sí. Debéis venir conmigo. —Miró hacia esa bulliciosa calle llamada
Broadway, asombrada de que ninguna de todas esas personas que veía
tuviera tiempo ni ternura para dos niños huérfanos—. Vamos. Comeremos
bien y luego os hablaré de la casa en la que vamos a vivir.
Les tendió la mano. En el fondo de su corazón, deseaba dedicarles una
sonrisa amable y cordial, pero algo le decía que no lo hiciera. Dejaría las
muestras evidentes de amabilidad para más tarde. En ese momento, los dos
niños sospecharían de ella y lo último que Rachel deseaba era tener que
volver a perseguirlos por las oscuras callejuelas donde no podría volver a
encontrarlos nunca.
—¿Usted... tiene una... una casa? —balbuceó Tommy.
Rachel asintió.
—Sí. No sé si es lo bastante grande para los tres, pero puedo hacer sitio.
Eso sí que sé hacerlo. Vengo de un lugar muy especial y puedo hacer hueco
para cualquiera. Os hablaré de ello mientras comemos.
Los niños la siguieron cautelosos. La joven mantuvo un ojo fijo en ellos
y el otro en la ciudad que se desplegaba a su alrededor. Era espléndida, sí,
pero sus habitantes no estaban dispuestos a acoger a dos niños
hambrientos. No deseaba odiar su nueva tierra, pero no pudo evitar
preocuparse. Si no había compasión para dos niños en esa ciudad, entonces,
quizá fuera preferible el infierno. En el norte, todo el mundo compartía lo
poco que tenía. Era la ley de la tierra y todo el mundo lo sabía. ¿Cómo
podía ignorar toda esa gente un principio humano tan básico? ¿Qué clase
de vida le esperaba allí si eran tan insensibles? ¿Qué clase de extraño lugar
era ese pináculo de la civilización llamado Nueva York?
4
Noel la maldijo una y mil veces. Sus juramentos resonaron en cada
kilómetro de hielo y nieve que recorrió a lo largo del camino. Incluso los
perros que se desplegaban en abanico delante de su trineo parecían aullar
ante su desesperación.
Fort Nelson se encontraba a mil seiscientos kilómetros al este y el
glacial e implacable invierno lo dominaba todo. Al ritmo que iba, si no
quedaba atrapado en una fría grieta a cincuenta grados bajo cero, llegaría a
Fort Nelson en un mes. Entonces, si tenía suerte y el tiempo no se volvía
demasiado feroz, podría guiar a los perros a través de la Tierra de Rupert
hasta Québec, donde conseguiría transporte hacia Nueva York.
Pero Rachel le llevaba meses de ventaja. Meses. Meses. Meses...
Soltó un gruñido y los perros aceleraron conscientes del genio de su
amo.
Más adelante, dos cadenas rocosas se habían invertido en el horizonte,
un fenómeno típico con el aire saturado por cristales de hielo suspendidos.
Harto de la alucinación, cerró los ojos sin sentir ya el dolor que el frío le
provocaba, un dolor similar al de un millar de agujas que se le clavaran en
las partes expuestas del rostro.
Sólo pensaba en ella.
No había paz para él. Sabía que estaba haciendo un viaje infernal en la
peor época del año, sólo para verse atrapado en Québec hasta el deshielo.
También era muy consciente de que quizá llegara a Nueva York y no la
encontrara nunca. No tenía ninguna garantía de que Rachel lo hubiera
logrado. Existía la posibilidad de que hubiera caído enferma durante el
viaje. Quizá un joven marinero en uno de los muchos puertos en los que el
barco hubiera hecho escala podría haberla convencido de que huyera con
él.
También existía la posibilidad de que se hubiera encontrado con
delincuentes. Puede que Rachel Howland hubiera llegado sana y salva al
puerto de Nueva York para verse atrapada por ladrones y asesinos. En ese
mismo momento, podría estar pasando frío y hambre en Five Points, podría
estar vendiéndose por media rebanada de pan rancio.
Su sufrimiento era como un fuego en su interior que le obligaba a seguir
adelante cuando ningún mortal debería ser capaz de lograrlo. Pero él sí lo
lograría. Tenía que hacerlo. Por Rachel. Si alguna vez había dudado de que
pudiera sentir algo por una mujer, nunca más volvería a hacerlo en lo que a
Rachel se refería. La simple idea de que pudiera estar viviendo en la
indigencia en las calles de Manhattan hacía que deseara romperle el cuello
a todos los matones de Nueva York. Así que tenía que seguir adelante.
Tenía que encontrarla; salvarla. No importaba por lo que tuviera que pasar,
porque ella corría más peligro que él. Rachel no podría conseguirlo sin él.
No podría.
—¿Otro pastel? —preguntó Rachel a Tommy mientras los tres se
acurrucaban cómodamente en el asiento de piel del tren.
Los dos niños se frotaron las barriguitas llenas y no quisieron comer
nada más de la caja de dulces forrada con papel violeta. Satisfecha, la
joven metió la caja en la bolsa de viaje y la guardó allí dispuesta a sacarla
de inmediato si alguno de los chiquillos quería más.
Fuera, el paisaje helado parecía cubierto por un blanco glaseado y
mostraba un continuo retablo de pintorescas aldeas y granjas que podrían
haber sido sacadas directamente de una litografía de Currier. De vez en
cuando, el mozo recorría el pasillo y ponía más carbón en la estufa ubicada
al fondo del vagón. Rachel nunca había viajado con tanto lujo y a un precio
tan razonable, al contrario que en el norte. Incluso pagando los billetes de
los dos niños, aún le quedaba suficiente dinero para alimentarlos hasta que
pudiera conseguir algún tipo de trabajo.
Ojalá la casa de Noel fuera real. Se lo había jugado todo a esa carta. Por
lo que Rachel sabía, la casa podría haberse quemado hasta verse reducida a
cenizas. O peor, podría estar ocupada por alguien a quien Noel no hubiera
mencionado. Entonces, los tres volverían a estar en la calle. Pero si ese era
el caso, tendría que acostumbrarse a aceptar su suerte. Había sido toda una
aventura llegar tan lejos basándose en una apuesta. Si no salía bien, tendría
que buscar un trabajo y un lugar donde quedarse hasta que pudiera
conseguir suficiente dinero para regresar a Herschel y a la taberna. Tras
aquella decepción, seguramente moriría como una vieja solterona helada
allá arriba, pero al menos no estaría sola, porque estaba segura de que
Tommy y Clare la acompañarían.
Los tres se estaban convirtiendo rápidamente en buenos compañeros. La
joven descubrió que no era difícil ganarse el afecto de los dos golfillos
callejeros. Lo único que tenía que hacer era alimentarlos con regularidad y
prometerles, cuando empezaban a pesarles los parpados por la noche, que
estarían calientes y protegidos a su lado. Formaban un trío andrajoso y
Rachel deseó desesperadamente tener otra cosa que ponerse para su
presentación como viuda de Magnus que no fuera el desgastado amauti de
piel de foca y una falda remendada. Pero el dinero que había pensado
destinar a un vestido nuevo había volado en una posada para pagar los
baños de los niños y poder sacarles los piojos. No había sido difícil bañar a
Clare. La niña había mencionado a una madre que la había cuidado y que
había velado por sus necesidades antes de que la abandonaran en la calle.
Sin embargo, Tommy era otra historia totalmente diferente. El niño había
gritado y se había resistido durante todo el proceso hasta tal punto que el
posadero había acudido en su ayuda. Cuando acabó el infernal baño, Rachel
estaba segura de que Tommy era un niño de la calle y que no tenía ninguna
relación de parentesco con Clare. Era evidente que no conservaba ningún
recuerdo de un padre o de una madre que lo civilizara. Aunque pobres y
harapientos, los niños ahora estaban limpios, bien alimentados y bien
descansados. Lamentablemente, ahora tendría que olvidarse de su deseo de
comprar un vestido nuevo.
—¿Rachel? —Los ojos azules de Clare se asomaron bajo la gruesa
manta del ferrocarril.
—¿Sí? —respondió la joven con una sonrisa en los labios. Aún la
asombraba que bajo toda aquella mugre, Clare poseyera una cabeza de
largo pelo rubio propia de un ángel y una dulce personalidad. Empezaba a
sentir un gran cariño por aquella niña.
—Cuando lleguemos a la casa, si alguien vive en ella, ¿crees que quizá
yo, Tommy y tú podríamos pedir trabajo en ella? De esa forma, podríamos
quedarnos cerca de la casa. Ya sabes, quizá tengan un establo o algún sitio
donde podamos dormir cuando llueva.
Rachel acarició un mechón de pelo dorado que caía sobre la frente de
Clare.
—Cuento con que las cosas vayan mejor que eso.
Clare parecía preocupada, como si no lograra creer en sueños.
—No quiero volver al orfanato. No quiero volver nunca.
Rachel la miró confundida, pero fue Tommy quien le explicó todo
finalmente.
—Los dos nos escapamos de St. Vincent’s. Era un orfanato, pero ningún
huérfano podría vivir allí por propia voluntad —aseveró con amargura—.
Era un infierno. No volveremos allí vivos —juró.
Rachel le dio unas palmaditas en la mano. Era el único contacto físico
que le permitiría.
—No, no volveréis. No os preocupéis.
—Pero si no funciona el plan para conseguir la casa —intervino Clare—,
aun así, podríamos quedarnos cerca y...
—¿Y dar vueltas a su alrededor cada día como un puñado de buitres que
esperan conseguir la carroña? —Rachel se rió—. No. Si la casa está
ocupada, tendremos que irnos a otro sitio. Pero lo solucionaré.
Encontraremos otro lugar donde poder quedarnos y algún sitio donde
trabajar. Y luego, regresaremos al lugar del que vengo. No se está tan mal
allí. El invierno dura mucho, pero después llega el verano. De repente, el
liquen se vuelve verde esmeralda y se puede salir a buscar las plumas de
los cisnes blancos que cubren la tundra.
—Estás hablando de un país de fantasía, ¿verdad?— la interrumpió
Tommy. La habitual expresión de desconfianza le cubría el rostro. Parecía
como si el niño no pudiera relajarse y aceptar que alguien finalmente
cuidaría de ellos dos. No dejaba de buscar un defecto en el plan o en
Rachel, y parecía desconcertarle el hecho de no haber encontrado ninguno
todavía. La joven ni siquiera había sido consciente de que estaba
escuchando su conversación, ya que él también se había acurrucado bajo la
manta del tren, donde los niños echaban cabezadas como cachorrillos
extenuados por el camino.
—No, no es un lugar de fantasía. Es muy real. No siempre es una tierra
agradable. De hecho, el clima es feroz. Pero su gente... —Se le hizo un
nudo en la garganta—. Su gente es buena. De eso podéis estar seguros.
Nunca os faltará nada mientras otro tenga algo para compartir.
—Entonces, ¿por qué no vamos allí ahora? Tengo un mal presentimiento
con esa casa. Es demasiado buena para ser verdad. Nadie tiene casas en las
que no vive. —Tommy frunció el ceño y miró por la ventana. El tren
estaba frenando.
A Rachel le dio un vuelco el corazón. Vio el cartel de la estación por la
ventana y deletreó en voz baja: N-O-R-T-H-W-Y-C-K.
El tren dio bandazos y se detuvo silbando. El mozo corrió hacia los
escalones de la parte de atrás del vagón y los pasajeros empezaron a
moverse para recoger sus pertenencias.
Ajena a todo aquello, Rachel no hizo nada. No se movió para coger su
bolsa, ni tampoco ayudó con las mantas que tapaban a los niños. Se quedó
mirando el cartel con letras góticas que anunciaba la pequeña ciudad junto
al río Hudson como si lo estuviera memorizando. La hora de la verdad se
acercaba. Lo único que quedaba por hacer era recoger sus cosas y continuar
con su plan, por muy descabellado que le pareciera de repente.
—¿Lleva algo más de equipaje, señora? —oyó que le preguntaba el
mozo.
La joven dirigió la mirada al delgado y arrugado rostro de aquel hombre,
y no pudo hacer nada más que negar con la cabeza.
—Esto es todo —susurró apenas. Un vertiginoso terror la dominó. Había
llegado muy lejos para ver la maravillosa casa de Magnus, pero no parecía
probable que estuviera vacía a la espera de ser ocupada. Sin duda, surgirían
complicaciones con el plan. Había tantas cosas que ella no sabía sobre
Magnus, su casa, y Nueva York... Era lógico que se topara con obstáculos,
especialmente cuando todo había ido tan bien hasta el momento.
—¿Es ésta la casa? —preguntó Clare en cuanto bajó del tren y pisó el
andén de madera. Se quedó mirando la estación y pareció hechizada por los
pesados arcos conopiales que adornaban el edificio, que contaba con una
única sala.
—No, creo que esta no es la casa —respondió Rachel. Su mirada,
clavada en la fila de carros y carruajes que esperaban para recoger a los
pasajeros, estaba llena de desesperación.
—¿Qué casa buscan? —Un hombre ataviado con un abrigo sucio del
color del petróleo dejó de forcejear con un baúl y se detuvo para enjugarse
el sudor de la frente.
—Buscamos una casa en Northwyck. —Abrumada, Rachel miró a su
alrededor, al tráfico de carros y a las decenas de pasajeros que subían al
tren.
Northwyck no era una casa, era un pueblo. Puede que nunca encontraran
la casa de Noel en aquella multitud de edificios que rodeaban la plaza del
pueblo y se levantaban más allá, en la distancia.
—Sé dónde vive todo el mundo. ¿A quién pertenece la casa? — preguntó
el desconocido.
—A Noel Magnus. —Rachel contuvo la respiración y vio que el hombre
asentía.
—Entonces, buscan la casa Northwyck. —Los miró—. ¿A qué han
venido? ¿Tiene esperanzas de encontrar trabajo, señorita?
—Algún día... quizá —respondió la joven con voz vacilante—. Ahora
mismo sólo queremos llegar a la casa. Hemos oído hablar mucho de ella.
—Supongo que el lugar debe de parecer como un sueño para gente como
ustedes —comentó el hombre sin disimular la compasión que sentía
mientras recorría con la mirada sus ropas harapientas y rostros cansados—.
Si yo llegara en vez de salir de viaje, les llevaría en mi carro. —Señaló a la
carretera que salía de la ciudad—. La casa está a menos de kilómetro y
medio en esa dirección. No tiene pérdida. Hay unas verjas de hierro a la
entrada.
—Gracias —se despidió Rachel al tiempo que cogía a Clare de la mano.
Con Tommy encabezando la marcha, bajaron del andén y caminaron por
el sendero de tierra lleno de baches y hielo en la dirección que les habían
indicado.
—Debe de ser una casa maravillosa —comentó Clare cuando pasaron
junto a elegantes mansiones adornadas con volutas de madera y una gruesa
capa de nieve y carámbanos—. Incluso ese hombre conocía nuestra casa,
¿verdad, Rachel?
—No te alejes demasiado, Tommy—gritó la joven al muchacho cuando
éste se adelantó con impaciencia. De inmediato, volvió a dirigir la atención
hacia Clare y le respondió con aire distraído—: Espero que sí. Espero que
sea maravillosa.
Al cabo de poco más de un kilómetro se encontraron con un recodo en el
camino. Los robles, resplandecientes por la capa de hielo que los cubría,
les ocultaban las vistas. Y entonces, sin previo aviso, se encontraron frente
a una verja de hierro baja que rodeaba una casa de cuatro gabletes. La
estructura estaba adornada por unas ventanas acristaladas con altos arcos
góticos y dos profundos aleros sombreados que hacían que pareciera que la
construcción se acurrucaba en la nieve.
Rachel se detuvo en seco y se quedó mirando la casa que se alzaba ante
ella. Se fijó en cada detalle mientras contenía la respiración. Northwyck
era mucho más glorioso de lo que había imaginado. La vivienda debía de
tener como mínimo seis habitaciones, y había dos chimeneas que eran más
que suficientes para proteger del frío a una mujer y dos niños.
—¿Vamos a vivir aquí? —susurró Tommy ante la pequeña verja de
hierro. Por una vez, su expresión de desafío se había vuelto humilde.
—Eso espero —murmuró Rachel, atravesando la verja para acercarse a
la puerta.
Asustada, aunque esperanzada, se tomó un momento antes de llamar.
Mientras esperaba con el corazón en un puño, entonó una silenciosa
plegaria de agradecimiento por cada segundo que pasaba y nadie y
respondía. Quizá la casa estuviera vacía realmente.
—Debería llamar de nuevo—comentó con mucha más confianza de la
que sentía.
Volvió a llamar, esta vez más fuerte.
No hubo respuesta.
Llamó a la puerta hasta que la piel seca se le agrietó y le sangraron los
nudillos, pero nadie respondió. Tommy y Clare la miraron fijamente
preguntándole en silencio qué debían hacer a continuación.
—Si el dueño de esta casa no ha regresado en años y lo creen muerto, es
lógico que no haya nadie. Propongo que entremos y veamos por nosotros
mismos qué ha dejado atrás Noel Magnus.
Los dos niños asintieron.
Con mano temblorosa, Rachel giró el pomo de la puerta. Durante un
segundo, le preocupó que la casa estuviera cerrada con llave y no pudieran
encontrar un modo de entrar, pero la puerta se abrió y giró sobre unas
bisagras bien engrasadas, dándoles la bienvenida a una estancia
impregnada por el calor y el aroma del pan recién hecho.
—¡Maldita sea! —Tommy frunció el ceño mientras se acercaba al
hogar, donde un fuego alimentado con carbón aún resplandecía—. Alguien
se nos ha adelantado. Ahora ya no podremos echarlos de aquí.
Lágrimas de decepción anegaron los ojos de Rachel mientras examinaba
la hermosa estancia. Había un sofá de terciopelo color rubí colocado junto
al fuego y un quinqué de plata para proporcionarle una iluminación
adicional. Sobre el asiento, reposaba una bonita labor sin acabar en tonos
de lana lavanda y parecía que alguien la había dejado a un lado como si
fuera a regresar enseguida. Las paredes estaban adornadas con varias
láminas de rosas francesas enmarcadas en pan de oro y sobre el suelo se
extendía una alfombra floral de felpa que cubría lujosamente todo el suelo
del salón. Verdaderamente, era la habitación más exquisita que Rachel
hubiera visto nunca, y por la expresión de asombro y decepción en los
rostros de los niños, era obvio que opinaban lo mismo.
De repente, sonó un reloj en la repisa. Una puertecita en la esfera del
reloj se abrió, salió un monje en miniatura balanceándose y activó una
campanita que sonó cuatro veces. Fascinados, Clare y Tommy se acercaron
mientras observaban cómo la figurita desaparecía tras las puertas de la
iglesia en la parle superior del reloj. Rachel deseó desesperadamente
quedarse allí y ver cómo el monje daba las cinco también, luego las seis y
seguir así hasta que pasara el resto de su vida, pero se hacía tarde y tenían
que pensar qué iban a hacer ahora que habían perdido la casa.
Fue entonces cuando oyeron que se abría la puerta y una agradable voz
tarareando.
Rachel se dio la vuelta. Los niños retrocedieron y se aferraron a sus
faldas.
—¡Dios santo! —gritó la rolliza anciana que acababa de aparecer.
Conmocionada, echó para atrás el chal que le cubría la cabeza y, sin darse
cuenta, dejó que la pesada y elegante capa que la abrigaba cayera al suelo
—. ¿Quiénes sois? ¿Qué hacéis aquí? —preguntó. Su voz sonaba alarmada,
pero no había verdadero miedo en ella.
—Lo... lo siento mucho —balbuceó Rachel—. Ha habido un terrible
error. No pretendíamos entrar aquí, sólo... sólo... —No pudo acabar.
—¿Sólo qué, querida? —la animó la mujer mientras se sacudía la nieve
con aire ausente de sus rizos grises y estudiaba a los dos niños con la
mirada.
—Solo... —Rachel tuvo que recobrar el aliento. El corazón le latía con
tanta furia que se preguntó si moriría allí mismo—. Pensábamos que la
casa estaba vacía.
—¿Vacía? ¿Por qué demonios pensasteis eso?
—Porque Noel Magnus me dijo que lo estaba —respondió Rachel
vencida.
—¿Noel Magnus? ¿Noel Magnus? ¿De qué lo conoces, niña? —
preguntó la mujer con los ojos abiertos de par en par.
—Del norte. Es de allí de donde vengo.
—Sin duda eso explica tu indumentaria —comentó la anciana con los
ojos brillantes al examinar el abrigo de piel de foca de Rachel.
—Pero está claro que usted llegó primero —reconoció la joven. Y yo
acataré la ley de la tierra.
—¿Qué os ha hecho venir hasta aquí? —inquirió la mujer. Era evidente
que deseaba respuestas—. ¿Habéis visto al señor Magnus últimamente?
¿Podemos aferramos todavía a la esperanza de que siga vivo?
Rachel descubrió que no podía decir nada. No tenía sentido decirle a
todo el mundo que Noel aún estaba vivo, porque no tenía ningún motivo
para creer que fuera a regresar nunca a Nueva York. Su alma estaba tan
estrechamente ligada al hielo como lo estaba su negro corazón.
—¿Qué te ha traído hasta aquí, niña? —insistió la mujer al sentir el
conflicto en el interior de Rachel.
—Noel me habló de la casa. Pensé que podría venir a vivir aquí, dado
que él ya no la necesitará.
—¿Con qué derecho? ¿Te la legó en su lecho de muerte?
Ese era el momento de la gran mentira, pero ya no le parecía tan mal el
hecho de explicar su falso derecho por la casa ahora que estaba ocupada y
ya no había nada en juego. No conseguiría nada con su historia, excepto
salir de allí con rapidez, así que no dudó en contarla.
—Soy la mujer de Noel Magnus. Pensé que como él ya no necesitaría
esta bonita casa, nosotros podríamos venir a vivir aquí. Verá, él nunca
mencionó que se la hubiera dejado a usted.
A la mujer se le escapó un grito ahogado. Se quedó mirando a Rachel y
luego dirigió la mirada hacia Tommy y Clare.
—¿Puede ser verdad? —murmuró la mujer para sí. Se acercó a Tommy
y colocó las manos sobre su rostro—. ¿Es éste el hijo de Noel? Sí, sí, ahora
veo el parecido.
Tommy miró a Rachel. El chico no dijo nada ante el examen de la
anciana, pero la joven pudo ver su asombro e inseguridad.
—Yo... yo... —Rachel ni siquiera sabía qué decir. No había planeado
hacer pasar a Tommy y a Clare por hijos de Noel y había quedado tan
conmocionada como ellos al oír la conjetura de la mujer.
—¡Nathan! ¡Nathan! —gritó de repente la anciana. Se asomó por la
puerta principal y gritó más alto—. ¡Nathan, ven rápido! ¡Deja los
paquetes y ata el carro! ¡No vas a creer lo que ha pasado!
—¡Por Dios, Betsy! ¡Casi consigues que me dé un ataque al corazón!
¡Estoy aquí mismo, en la puerta! —Un hombre de unos setenta años
apareció en la entrada y se quedó mirando a Rachel y a los niños.
—Nathan, esta es la viuda de Noel. ¡Y estos, su hijo y su hija! ¡No puedo
creerlo! ¡Simplemente no puedo creerlo!
Nathan no se molestó en quitarse la bufanda que le envolvía la cabeza Se
dirigió directamente hacia Rachel, se quitó los anteojos empañados y la
estudió con unos brillantes ojos azules. Tocó la extraña piel de la capucha
y dijo:
—Supongo que es usted es del Norte, ¿verdad, señorita?
—Señora, Nathan, señora —le corrigió Betsy.
Rachel no supo qué decir. Todo se estaba desarrollando de una forma
que no había esperado y se le estaba yendo de las manos por momentos. De
repente, deseó con todas sus fuerzas estar en el siguiente tren que saliera de
Northwyck.
—Noel nunca mencionó los amigos tan buenos que había dejado aquí —
comentó sin saber cuál debería ser el siguiente movimiento
—¡Vaya! —exclamó Betsy—. Los dos conocemos a Noel desde que
nació. Le queríamos como a un hijo. —La mujer se puso
inexplicablemente triste—. Supongo que no es sorprendente que no hablara
mucho de Northwyck. No todos sus recuerdos eran buenos. Pero ahora su
padre está muerto y, por desgracia, Noel también. —Pareció que Betsy
contenía las lágrimas cuando bajó la mirada hacia Clare y Tommy—.
Aunque ahora quizá Northwyck tenga la oportunidad de ver crecer a una
nueva generación. —Se volvió hacia Rachel. —Haremos todo lo que esté
en nuestra mano por ti, querida. Te prometo que lo haremos.
Rachel contuvo la respiración y trató de aprovechar la oportunidad que
se le presentaba.
—Bueno, la verdad es que tengo un problema ahora mismo. Con la casa
ocupada por ustedes, me preguntaba si podrían encontrarnos algún sitio
para pasar la noche. No puedo permitirme una posada muy buena, pero si
saben de alguna habitación en la que los niños y yo podamos quedarnos
mientras busco trabajo…
—¿Trabajo? — le interrumpió Nathan. Su rostro palideció y se vio
obligado a sentarse en el sofá con el mantón, la capa y todo lo demás aún
puesto.
—¿De qué estás hablando, niña? No puedes buscar trabajo como una
vulgar fregona. —Parecía como si Betsy estuviera a punto de hacerle un
gesto admonitorio con el dedo.
—¡Tengo que encontrar algo! ¡Nos estamos quedando sin dinero y no
tenemos un lugar donde vivir! —Quizá fuera por el cansancio y la
decepción, pero Rachel no pudo ocultar el pánico en su voz.
—Dios mío, no tienes que preocuparte por esas cosas. —Betsy frunció el
ceño—. No sé lo que ese sinvergüenza te hizo pasar viviendo con los
salvajes del norte, pero aquí no te faltará de nada.
—Tengo que conseguir un trabajo —insistió Rachel—. Los niños y yo
no podemos vivir aquí con ustedes. Lo justo es que se queden ustedes con
la casa porque la consiguieron primero.
—¿Por qué le tienes tanto cariño a esta casa, niña? —preguntó Betsy
finalmente.
—Noel hablaba de ella a menudo. Por eso supe llegar hasta aquí.
Una oleada de compasión y ternura pareció asaltar a la anciana.
—Si Noel habló de alguna casa, era de Northwyck, no de esta casita,
querida mía.
—¿Esta casa no es Northwyck? —Una oleada de esperanza embargó a
Rachel. Quizá aún tuviese la oportunidad de construirse una vida allí.
—Dios mío, no. Esta es la casa del guardés. Teníais que haber seguido
por el camino.
—Lo haremos enseguida —asintió Rachel excitada—. Y nos
conformaremos con vivir allí aunque no sea tan maravillosa como esta
casa. Se lo prometo. ¿No es cierto, niños?
Nathan se levantó. Miraba perplejo a Betsy.
—Será mejor que llevemos a la señora Magnus y a los niños a
Northwyck, Nathan. Les enseñaremos su nuevo hogar. —La anciana hizo
un gesto enérgico con la cabeza para reafirmar sus palabras y recogió la
capa que había quedado olvidada en el suelo.
Todos siguieron a Betsy fuera de la casita y avanzaron otros cien metros
más allá por el camino. De repente, la anciana se detuvo y cogió la fría
mano de Rachel.
—Mira hacia el sendero que hay a tu izquierda, querida. Creo que mi
casita no se puede comparar en absoluto a vuestro nuevo hogar.
Rachel se volvió. Por encima de los abedules y los robles, se cernía un
tejado de pizarra salpicado de capiteles de la altura y dimensiones de una
montaña. Dio un paso y miró entre los árboles. En la fachada de la gran
edificación, contó seis plantas, cuarenta ventanas y ocho hombres
apartando con palas la nieve y el hielo de los caminos que salían del patio
para carruajes.
Se giró hacia Betsy, incapaz de comprender por qué le enseñaba aquel
enorme edificio y, cuando la anciana habló para responder sus mudas
preguntas, Rachel sintió que la sangre se le helaba en las venas
—Ese, querida mía, es vuestro nuevo hogar, Northwyck.
5
—¡Debéis quedaros! ¿Qué mejor lugar que éste para vosotros? No
puedes regresar a ese sitio dejado de la mano de Dios y criar como es
debido a los niños. ¿Y qué hay de la escuela? Deben recibir una educación.
—Betsy le palmeó la mano y estudió a la joven como si le preocupara su
estado mental.
Sin duda, era una actitud normal, dado cómo se sentía Rachel en ese
momento. O bien estaba viviendo un sueño o se encontraba inmersa en una
pesadilla que ni siquiera el mismísimo Dickens hubiera podido imaginar.
—No, de verdad. Usted no lo comprende. No podemos vivir aquí. No
pensábamos que la casa fuera tan... tan... —Tragó saliva, abrumada por
otra oleada de terror. Nunca, ni en sus más alocados pensamientos, había
pensado que se encontraría en semejante situación.
Noel siempre le había parecido rico con sus interminables expediciones
y su casa vacía y olvidada, pero ahora se daba cuenta de que nunca había
sabido lo que significaba verdaderamente ser rico. Si el salón en el que
estaba sentada en ese momento podía tomarse como referencia de la
riqueza de Noel Magnus, entonces, había sido una estúpida al pensar que
podría ir a Nueva York y vivir disfrutando de una apacible soledad en la
casita de campo junto al camino que le usurparía. El simple hecho de su
existencia como señora de Noel Magnus iba a pregonarse a los cuatro
vientos por toda la zona. Ya podía ver los titulares de The New York
Morning Globe: ¡Aparecida la esposa del editor largamente desaparecido!
Magnus tardaría un año, quizá dos, en ver ese titular donde quiera que
estuviera, pero sin duda lo vería y, entonces, regresaría a Nueva York y
haría que le sirvieran su cabeza en bandeja.
Recorrió con la mirada el salón al que la habían llevado Betsy y Nathan
cuando había estado a punto de desvanecerse en el borde del camino. Las
ventanas, de más de cuatro metros de atura, estaban cubiertas por cortinas
de terciopelo color bronce y verde. Una alfombra con figuras verdes y de
color borgoña se extendía en amplias franjas por todo el suelo de la
estancia, al igual que en el salón de la casa en Philadelphia que recordaba
de cuando era una niña. Pero incluso el recuerdo de aquella lujosa casa en
la ciudad no era nada comparado con la enorme sala en la que se
encontraba sentada en ese momento. Aquella estancia contaba con
veinticinco piezas de mobiliario de nogal negro. Tenía pinturas de Jean
Louis David y un antiguo friso dorado trifolio y cuadrifolio que envolvía la
habitación. Era imposible que ella, Rachel Ophelia Howland, fuera a
cometer el tipo de fraude que la convertiría en ocupante legítima de un
castillo.
—Tomemos un té y veamos si ayuda a despejarnos la cabeza— propuso
Betsy cuando una doncella con uniforme negro y delantal blanco entró
cargando una enorme bandeja de plata. La joven colocó la bandeja del té en
la mesa que había ante la anciana, luego lanzó una mirada furtiva a Rachel,
que aún llevaba puesto el amauti de piel de foca, y Rachel no tuvo ninguna
duda de que iría derecha a la cocina para obsequiar a todo el personal
doméstico con la descripción de la nueva señora de la casa.
—Muchas gracias, Annie —dijo Betsy a la doncella. Parecieron
intercambiar unas significativas miradas. Annie señaló con la cabeza la
bandeja del té y luego cerró en silencio las enormes puertas de caoba tras
ella.
Rachel empezó a temblar a pesar de que aquella estancia era de todo
menos fría con sus cuatro chimeneas de carbón.
—Incluso si, como su viuda, tuviera derecho a vivir en esta espléndida
casa, no puedo hacerme cargo de ella—aseguró, temblorosa—. No tengo la
fuerza para mantener un lugar de este tamaño limpio. Me llevaría la mitad
del año hacerlo. Pensé que quizá habría una casita que cuidar. Pero esto...
—Rachel dejó la frase sin acabar, desesperada. Delante de ella, Tommy y
Clare se habían negado a sentarse o a tocar nada. Mantenían los ojos
clavados en la joven como si en cualquier momento fuera a gritarles
«¡Corred!» y estuvieran listos para obedecer.
—¡Mi niña! Tú no tienes que ocuparte de la casa. Es para eso para lo que
nos tienes a mí y a Nathan. Él es el guardés y yo el ama de llaves. Sabemos
cómo dirigirlo todo y seguiremos haciéndolo si tú deseas que
mantengamos el empleo.
—¡Yo nunca despediría a nadie! ¡Nunca! —El pánico la dominó, pero
tras lograr calmarse de nuevo, Rachel añadió—: No, no lo comprenden, no
puedo quedarme aquí. No puedo. Es demasiado. No puedo.
Betsy le ofreció una humeante taza de té hecha de una porcelana
francesa tan fina como el papel.
—No sólo se trata de ti, querida. —Sus brillantes ojos azules se
dirigieron a los niños—. Tienes que pensar en ellos. No pueden vivir como
vivíais. Tienen derecho a una educación y a las cosas que el legado de su
padre puede proporcionarles. ¿Qué derecho tienes a interferir en eso?
Rachel abrió la boca, pero no encontró palabras que la ayudaran. No
podía decir la verdad sobre los niños después de haber dejado que todo el
mundo pensara que eran de Magnus. La ley los perseguiría si intentaba
negarles su «herencia». Para aumentar sus problemas, lo más seguro es que
el peso de la ley cayera con fuerza sobre ella si contaba ahora la verdad y
le decía a todo el mundo que ella y los niños no eran la familia de Magnus.
Además, había metido a Tommy y a Clare en sus planes y ahora, los dos
niños, en lugar de dormir debajo de una fría y húmeda escalera, acabarían
en un asilo de pobres hasta que cayeran vencidos por el hambre y la
desesperación.
Parecía que esa pesadilla no tenía solución. No veía salida en aquel
laberinto. Se sentía como una desventurada mosca atrapada en una telaraña
que ella misma había tejido.
—No puedo quedarme aquí —susurró con un hilo de voz.
—Tómate el té, querida. Estás angustiada. Supongo que llegar aquí y ver
cuánto va a cambiar tu vida es una gran conmoción después de dónde has
estado, pero no cambiará a peor, te lo prometo. Yo fui la primera niñera de
Noel cuando nació, mi querido angelito, y velaré porque su mujer y sus
hijos tengan una buena vida aquí a pesar de que él no pudo tenerla. —Betsy
volvió a darle unas palmaditas en la mano. De manera significativa, le
insistió—: Ahora sé buena y tómate el té.
Rachel bebió. Estaba muy dulce. Podría jurar que llevaba un poco de
brandy o alguna otra cosa incluso más fuerte, pero no encontró un motivo
para quejarse. Sin duda estaba angustiada. Quizá con un poco de alcohol en
el cuerpo, podría encontrar el valor que necesitaba para confesar su delito y
aceptar el castigo que merecía.
—¿Te importa que se lleven a los niños a sus habitaciones? Diría que
están hambrientos y me gustaría asegurarme de que les dieran de comer y
los acostaran antes de que se queden dormidos de pie.— Betsy se quedó
mirándola mientras esperaba en silencio su aprobación.
Rachel cerró los pesados párpados un segundo para calmarse y luego se
volvió hacia Tommy y Clare.
—No hay nada que podamos hacer esta noche para arreglar la situación,
así que creo que Betsy tiene razón. Comed algo y dormid bien. Ya
solucionaremos esto mañana. ¿Os parece bien a los dos?
Clare no dijo nada. Se limitó a mirar a Tommy con sus grandes ojos
azules, como solía hacer cuando vivían de su ingenio en las calles.
—Yo y Clare creemos que quizá deberíamos permanecer todos juntos—
anunció Tommy con su dura vocecilla. Acto seguido, frunció el ceño y
miró a Rachel.
—Tommy, cariño.— Rachel le cogió la mano—. Sé que este lugar es
aterrador para todos nosotros y, de verdad... de verdad... —Se le rompió un
poco la voz—. De verdad, lamento este horrible susto que os habéis
llevado. Pero lo haré mejor, y podréis ayudarme si estáis descansados y
bien alimentados. Así que obedeced a Betsy. Confío en ella. —Lo miró a
los ojos—. Realmente confío en ella — susurró.
Tommy asintió.
Betsy tiró de una pesada cuerda con borlas de seda roja. Annie, la
doncella, apareció de nuevo y se llevó a los niños como por arte de magia
hacia los desconocidos confines de la mansión de Northwyck.
Rachel se acabó el té. Sentía los párpados tan pesados que apenas podía
levantarlos.
—Ahora, querida mía, es tu turno. Deja que te lleve hasta tu dormitorio
mientras aún puedas caminar por tu propio pie. —Betsy la tomó de la
mano y la joven la siguió como si se tratara de otra niña.
Sus aposentos eran inimaginables. Festones de un grueso satén azul
cubrían la cama con dosel. El vestíbulo contaba con unos muebles de
palisandro laminado rococó; el vestidor era cuatro veces más grande que la
taberna; las paredes estaban forradas de papel pintado a mano con escenas
del viejo París. Rachel apenas podía creer lo que veían sus ojos.
—He ordenado que te preparen un baño. Mazie dispondrá tu ropa de
cama. ¿Me dejas que me lleve esto? —Betsy hizo ademán de coger la bolsa
que Rachel aún aferraba.
—No, por favor. Deje que me la quede conmigo —le suplicó a la
anciana.
Betsy se rió.
—Supongo que te da cierta seguridad. Muy bien. Quédatela. Llamaré a
Mazie.
En cuestión de minutos, un ejército de doncellas trajo agua caliente para
el baño. A Rachel nunca la habían frotado hasta dejarla tan limpia. Le
lavaron el pelo, la envolvieron en una bata turca y la instalaron junto al
fuego.
Cuando empezó a quedarse dormida, Betsy la convenció finalmente de
que se metiera en la cama. Trepó al alto e intimidador lecho con la bolsa a
salvo a su lado.
La anciana bajó la intensidad de los apliques de gas y salió de la
habitación. Rachel podría jurar que las últimas palabras de la mujer fueron:
«Gracias a Dios que tenemos una parte de ti de vuelta, querido Noel».
Aturdida, exhausta y muy probablemente incluso drogada, la joven se
incorporó hasta quedar sentada e intentó ahuyentar el sueño restregándose
los ojos. Estaba más agotada que nunca, pero ahora que estaba sola, debía
pensar. Rebuscó en su mugrienta bolsa y sacó la piedra. El enorme ópalo
negro. El corazón negro.
Le gustaba sentir su peso en la palma. Había trabajado duro en la taberna
para asegurarse de no tener que venderlo en su largo viaje hasta Nueva
York, y sabía que trabajaría duro en el futuro para conservarlo. Si era
cierto que daba mala suerte, en ella todavía no había tenido efecto. La
prueba era aquel dormitorio digno de una moderna María Antonieta.
Pero no importaba que en realidad sí diese mala suerte. Rachel sabía que
no podría renunciar a la piedra. Tenía que conservarla por si Magnus venía
a buscarla alguna vez. Era su pequeña venganza por su rechazo.
Encontraría todo lo que deseaba cuando finalmente acudiera a su lado, solo
que él aún no lo sabía. Quizá incluso no lo descubriera nunca. Rachel tenía
que afrontar la posibilidad muy real de que él no regresara nunca a Nueva
York; que muriera feliz en su amado norte.
Intentó aplastar la maldita piedra con la mano. La idea de no volver a
ver a Noel, de no volver a oír su profunda voz, de no besar sus duros labios,
hizo que le doliera hasta el alma, pero no se le había ocurrido otro modo
para intentar conseguirlo que dejándolo. Si se hubiera quedado en la
taberna, lo habría esperado hasta que le hubieran traído su cuerpo rígido
por el frío, o hasta que alguien llegara con el mensaje de que Noel había
decidido, después de todo, regresar a su odiado Nueva York y no se la
hubiera llevado con él.
En el norte estaba destinada a perderlo, pero allí tenía una posibilidad. Si
huía de él, a lo mejor Noel decidía ir tras ella. Y cuando la encontrara, si
no la mataba primero, quizá se diera cuenta de que la amaba.
Y si no volvía a verlo nunca...
Si no lo volvía a ver, le quedaba Northwyck.
Contempló la oscura habitación mientras contenía la respiración. Nunca
en su vida había pensado que pudiera existir una estancia así, con cornisas
llenas de querubines dorados sobre cortinas de satén de un color perfecto
para ella, el azul claro del hielo.
Pero ahí estaba la estancia, junto a cuarenta más igual de espléndidas. Y
ahí estaba ella, acurrucada bajo el edredón,
donde
su corazón
deseaba quedarse mientras su mente le decía que era una locura.
Nadie podría conseguir tanta riqueza con una mentira sin ser
descubierto, y el castigo sería proporcional a la riqueza robada.
Cortadle la cabeza, susurró en voz alta. Sus palabras no la confortaron,
pero tampoco la asustaron. Fue la piedra lo que le dio coraje. No la quería,
ni tampoco el oscuro palacio que era Northwyck. Lo único que deseaba era
el amor del hombre que había elegido, de su amado Noel Magnus.
Pero si él no la quería, entonces, tomaría todo lo que le quedara de él y
aceptaría el castigo de los tres si los descubrían.
Se recostó sobre las almohadas de seda y pensó que debía estar loca.
Quizá la piedra estuviera maldita. Quizá era por eso por lo que ella había
seguido ese absurdo plan. Si llegaba el momento, tendría que pagar por su
delito, probablemente con la mente, el cuerpo y el alma. Pero al menos sus
carceleros no conseguirían su corazón. Por desgracia, ya no lo tenía. Se lo
había entregado a Noel Magnus, y era evidente que él lo había tirado a un
lado como habían hecho con ese funesto ópalo que su padre había
encontrado en la tundra.
El corazón negro.
El verdadero corazón negro.
6
Casa Northwyck en el río Hudson, agosto de 1858
—¡Tommy! ¡Clare! ¡Regresad! ¡Tenemos que prepararnos para recibir a
nuestros invitados! ¡Al fin vamos a conocer a la señora Steadman! ¡Por
favor, no os entretengáis!
Rachel se apartó de la cara un mechón de pelo. Los niños estaban al pie
de la colina, casi en el río. Clare ya había empezado a caminar hacia ella y
Tommy corría para alcanzarla. El niño llevaba un barco de juguete en las
manos tan alto como él. Las velas de la embarcación en miniatura se
hinchaban con el viento y daba la impresión de que era una cometa lista
para hacer volar a su dueño.
—¿De verdad vas a llevar el vestido rosa, Rachel? —preguntó Clare sin
aliento al tiempo que se dejaba caer en la hierba junto a ella.
La joven lanzó una mirada desdeñosa y burlona a la ropa de luto que
había estado llevando durante casi seis meses.
—Sí. Hoy oficialmente abandono el luto estricto y vestiré de medio luto.
No más negro para mí. Sólo morado. El vestido rosa del que hablas, Clare,
en realidad es de un apagado tono lavanda.
Clare asintió agitando la rubia cabeza. La niña estaba encantadora con
un vestido hecho de capas de muselina en azul pastel y adornado en la
cintura con un lazo de satén de color vino tan ancho como la mano de
Rachel. Llevaba el pelo recogido con pasadores y le caía en ingeniosos
tirabuzones por la espalda. Incluso la forma como se había echado sobre la
hierba era delicada y desenvuelta. Clare estaba convirtiéndose en una joven
dama bajo el tutelaje de Northwyck, pero lo que sorprendía a Rachel era el
refinamiento que la niña tenía por naturaleza en su interior. Con algo de
confianza y muchas buenas comidas, Clare había florecido. Era como si la
niña hubiera nacido para estar en esa casa. Rachel casi se preguntaba si era
posible que esa niña de la calle tuviera algún tipo de sangre aristocrática en
sus venas después de todo.
Pero ese no era el caso de Tommy. El chico era tan rebelde como
siempre. Recibía lecciones de elocución y ya no decía «me se» o «haigas»,
pero su tutor tenía mucho trabajo con él. A menudo Rachel se encontraba
al hombre de veinte años caminando por el pasillo con Tommy cogido de
la oreja intentando una vez más hacer que el inquieto niño regresara a sus
estudios. Ni siquiera en ese momento Tommy engañaba a nadie. Vestía con
el más refinado lino negro, pero el faldón de la camisa de batista le colgaba
fuera de los pantalones y los grandes botones forrados de satén negro
estaban mal abrochados. Era un desastre.
—¡No podemos llegar tarde! —le reprendió Clare.
Tommy jadeaba para recuperar el aliento.
—Yo no llego tarde... Al menos no muy tarde.
Rachel le cogió la mano sintiendo que una extraña alegría burbujeaba en
su interior. Por mucho que deseara regañarle, no podía hacerlo. La vida
empezaba a irles bastante bien. Todo parecía ir encontrando su lugar. Al
menos para Tommy y Clare. Parecían sanos y contentos; un aspecto muy
diferente al de los niños abandonados de ojos grandes que habían intentado
robarle la bolsa tan sólo unos meses atrás. Sólo por ese pequeño triunfo, ya
merecía la pena haber llegado tan lejos en su engaño.
—Vamos —le ordenó Rachel con severidad, tal y como Betsy le había
enseñado que debía hacer cuando le entraran ganas de reír y alentar al niño
—. Tú, Tommy, vas a ser quien más trabajo dé para prepararte. No
podemos decepcionar a la señora Steadman. No hemos recibido invitados
en todo el tiempo que llevamos aquí debido a nuestro duelo, así que ahora
no podemos espantar a nuestra primera visita, ¿verdad que no?
En cuestión de minutos, dejó a los niños en su habitación y se dirigió al
vestidor donde Mazie, su doncella personal, la esperaba con un cepillo del
pelo.
—¡Oh, al fin! —exclamó Betsy. Estaba de pie en la puerta con su
vestido recién planchado en la lavandería—. Empezaba a preocuparme. No
podemos hacer esperar a la señora Steadman. Si perdemos su apoyo,
perdemos el de todos.
Rachel la miró a través del espejo.
—Sé que sueno terriblemente tonta, pero no entiendo por qué esa mujer
es tan esencial para mi éxito en Northwyck.
—Mi querida niña, no sólo te introducirá en la sociedad aquí junto al río
Hudson, sino también en Manhattan. Y si añades Newport a la mezcla...
Sin embargo, si ella te rechaza, nadie te aceptará. No habrá invitaciones, ni
llamadas. Ninguna razón para coger el carruaje y salir a dar un paseo.
—Es todo tan complicado aquí —se lamentó Rachel con añoranza.—
Deseaba tener amigos, pero no tenía ni idea de que fuera así como se
conseguían en Nueva York.
Betsy suspiró y le dedicó una sonrisa irónica.
—Sé que las cosas deben parecerte muy extrañas después de la vida que
has llevado. Pero debes entenderlo, Rachel, tienes un puesto en esta
sociedad. Eres la señora de Noel Magnus. No hay escapatoria a las
obligaciones sociales que implica el hecho de que seas la viuda rica del
heredero de un periódico.
Rachel se tragó la creciente culpa.
—Supongo que lo comprendo, pero realmente siento que ya tengo
bastantes amigos aquí en Northwyck. Todos habéis sido muy amables. De
hecho, os cuento a ti y al señor Willem entre mis amigos.
—Y lo somos, cariño, pero no puedes contar conmigo y con Nathan para
que te introduzcamos en sociedad. Ese es el trabajo de la señora Steadman.
—Pero, ¿y si no tengo ninguna necesidad de que me introduzca en
sociedad?
—La tienes, créeme. ¿Cómo planeas encontrar otro marido si no lo
haces? — Betsy se rió en voz baja—. Entiendo que sintieras devoción por
Magnus. Veo en tu rostro el amor que sientes cada vez que hablas de él. Y
por supuesto, no tienes que volver a casarte. Pero una mujer debe tener sus
opciones. Con la señora Steadman como aliada, tendrás a todo el mundo a
tus pies.
—Pero ¿y si no le causo una buena impresión? ¿Y si no estoy a la altura
de todo eso? —reflexionó Rachel mientras se ponía el vestido para el té
color lavanda con la ayuda de Mazie.
—Te adorará igual que nosotros. Sé que no cometerás ningún error.
Esa vez, fue Rachel quien sonrió irónicamente.
—¿Yo? ¿Dar un paso en falso?
—Muy bien, admito que los primeros seis meses no han ido tan bien
como deseábamos. Pero se requería algo de tiempo para superar las
diferencias culturales entre este lugar y ese sitio donde has vivido. Tú no
sabías que una dama no explica cuánto whisky debe servirse en un vaso y
la cantidad de cerveza necesaria para rematarlo. Pero no creas que tu
explicación cayó en saco roto; los mozos de cuadra han seguido tus
indicaciones al pie de la letra. Nathan se los encuentra bebidos todas las
noches a las siete.
—Sólo quería ser útil —repuso Rachel, avergonzada.
—Y lo fuiste, mi querida niña. Pero ahora es el momento de empezar
una existencia totalmente nueva y rendir homenaje a Magnus. No te
preocupes, sé que tendrás éxito.
Rachel se quedó mirando su reflejo en el espejo. Llevaba el pelo peinado
hacia atrás, sujeto con pasadores, y el moño de pelo rubio estaba envuelto
en una redecilla de ganchillo negro. El vestido era de seda en un color
lavanda apagado con cinco capas de tela cayendo hasta el suelo sobre la
crinolina de crin de caballo. Ese vestido le habría encantado en cualquier
otro tono. Sin duda, era un castigo justo que todo su vestuario fuera del
mismo tono deprimente de muerte y sombras que el que acababa de
ponerse.
—Supongo que ya estoy lista para ir al salón. —Rachel miró a Betsy a
los ojos.
—Estás preciosa, querida. No es el tono de morado más alegre, pero, al
menos, tus vestidos ya no son negros. Sé que la señora Steadman lo
aprobará.
Rachel elevó la comisura de la boca en una triste sonrisa.
—Rezo para que funcionen las lecciones de buena educación que me has
dado.
La señora Steadman llegó en un carruaje tirado por ocho pura sangres y
sus correspondientes cocheros de librea ataviados con el azul de los
Steadman. Rachel observó su llegada desde la ventana del salón y luego se
apresuró a colocarse en el rincón en el que Betsy le había indicado que
esperara hasta que los recién llegados fueran anunciados.
—Sus invitados están aquí para presentarle sus condolencias por su
difunto esposo.
—Muchas gracias. Por favor, hágales pasar —le respondió Rachel a
Betsy sin dejar de pensar en lo tontas que eran todas esas formalidades.
La señora Steadman era la mujer más alta que Rachel hubiera visto
nunca. Aunque ella medía un poco más de un metro cincuenta, había
superado en altura a los nativos de Herschel y, a excepción de Noel y de
unos cuantos hombres blancos, a la mayoría podía mirarlos a los ojos. Pero
no era el caso de Gloria Steadman. Aquella mujer la superaba en treinta
centímetros con aquel brillante moño de pelo blanco sujeto con pasadores
de caparazón de tortuga. Su vestido de cachemira azul marino ribeteado en
terciopelo negro acentuaba su enorme pecho y, por más encaje de Bruselas
que llevara su camisola interior, ese detalle no podía mitigar semejante
efecto.
El caballero que la acompañaba, sin embargo, no quedaba eclipsado por
el imponente tamaño de la señora Steadman. De hecho, su complexión
delgada hacía que pareciera más alto de lo que realmente era. La expresión
en su rostro, en lugar de ser cordial, era siniestra e intensa. Los reflejos
plateados en los rizos negros indicaban que estaba cerca de los cincuenta
años de edad y la elegante chaqueta de estambre y la corbata de seda verde
dejaba claro que no era ningún indigente.
—Señora Steadman, ha sido muy amable al pensar en mí. — Rachel le
tendió la mano y miró a Betsy, que aún debía excusarse.
El brillo en los ojos del ama de llaves le transmitió su aprobación.
—¡Qué pequeña es! ¡Qué frágil! Por el modo en que hablaban de usted,
esperaba encontrarme con una imponente criatura armada con un garrote y
lista para cazar y matar la cena.
Rachel se quedó boquiabierta; parecía que no podía recuperar la
compostura lo suficiente como para cerrarla.
—Señora Magnus, deje que le presente al señor Edmund Hoar. Él es su
vecino y estaba muy ansioso por presentarle sus condolencias por la
muerte de Magnus. Es dueño de la Compañía del Norte y conocía muy bien
a su esposo. —La señora Steadman se volvió hacia el caballero que la
acompañaba—. Edmund, te presento a la señora de Noel Magnus.
Rachel apenas podía creer lo que escuchaban sus oídos y lo que veían
sus ojos. La Compañía del Norte le era tan familiar como el demonio lo era
para Fausto. Conocía cada detalle de la fama de Edmund Hoar aunque no lo
había visto nunca. Él nunca visitaba su reino, a pesar de que todas y cada
una de las cajas de whisky y cada bolsa de provisiones tenía que comprarse
a la Compañía del Norte. Edmund Hoar era la máxima autoridad en una
compañía que no le daba mucha importancia a la extorsión y al flagrante
robo a los que sometía a la escasa población del Ártico para lo más básico
en la vida. Y era el enemigo jurado de Magnus. Por ello, la asombró que
pudiera presentarse en Northwyck para ofrecer sus condolencias a su viuda.
Sin embargo, a pesar de la repulsa que le inspiraba, era consciente de
que no podía mostrarla y le tendió la mano con la palma bocabajo, tal y
como Betsy le había enseñado que debía hacer cuando un caballero la
visitara.
Hoar le tomó la mano y le dio un breve beso en el dorso.
—Es un placer para mí conocerla, señora Magnus. —Le dedicó una leve
sonrisa de complicidad—. En todos los años que le conocí, Noel nunca
mencionó que tenía una esposa.
La señora Steadman no le hizo caso.
—¡Por Dios! Noel tenía otras cosas en qué pensar, Edmund. Estaba
luchando contra los elementos y, evidentemente, contra la propia muerte
para encontrar a Franklin. Un hombre no puede tener un final más glorioso
que el suyo. Fue un héroe. —La mujer miró con cariño a Rachel—. Debes
ignorar a Edmund, querida. Era el competidor más feroz de tu esposo.
—Entiendo —asintió Rachel ocultando el hecho de que sabía mucho
más que la pareja recién llegada.
—Juré encontrar a Franklin primero. —Edmund arqueó una oscura ceja
—. De hecho, planeo financiar otra expedición esta primavera ahora que
Magnus no está. Aún llevo en la sangre el ansia de ganar.
—El té se servirá enseguida —anunció Betsy mientras dirigía los ojos de
un modo significativo hacia el sofá.
—Por favor, tomen asiento —les invitó Rachel. A pesar de la conmoción
de encontrarse con Hoar, aún era capaz de seguir el guión social que Betsy
había ensayado con ella.
—Gracias. —La señora Steadman se sentó poniendo el máximo cuidado
en no aplastar su crinolina.
Muy bien. Ahora el cumplido, se dijo a sí misma Rachel.
—Qué espléndido pecho el suyo, señora Steadman. —Antes de que las
palabras acabaran de salir, la joven se llevó una mano a la boca . Quería
decir... prendedor. Es un pájaro, ¿verdad? —se corrigió rápidamente
mientras se sonrojaba y clavaba la vista en sus invitados.
—Sí, está hecho con zafiros amarillos. La pieza encierra en sí misma
tanto mi amor por las joyas como por la naturaleza y las aves en particular.
—La mujer pareció no inmutarse por el error. Sonrió y observó cómo
Rachel tomaba asiento—. Ahora, debes explicarme cómo te las has
arreglado durante tu duelo. ¿Has encontrado todo en Northwyck de tu
agrado?
—Oh, sí. Sólo hemos recibido amabilidad. No sé cómo nos habríamos
aclimatado a tantos cambios si todo el mundo en la casa no se hubiera
mostrado tan paciente. Espero que usted también nos obsequie con la
misma generosidad, señora Steadman. Estoy segura de que la
necesitaremos.
—¿Cómo están los niños? ¿Podemos verlos? —se interesó la señora
Steadman.
—Por supuesto. —Rachel se volvió hacia Betsy—. Señora Willem,
¿podría traer a los niños?
Betsy hizo una reverencia y, en cuestión de dos minutos, los niños
fueron presentados con sus mejores galas de muselina y lino. El pelo de
Tommy estaba peinado y bien untado con aceite de Macasar y a Clare le
habían frotado el rostro hasta que había adquirido un tono sonrosado.
Parecían dos angelitos; otra mentira, otro clavo más en el ataúd del engaño.
—¡Qué monos! —susurró la señora Steadman—. Y qué infierno han
tenido que vivir para llegar hasta aquí. ¡Venid, queridos niños! ¡Quiero
asegurarme de que estáis bien!
Tommy y Clare se acercaron a la mujer. El niño mostraba la vieja
expresión de recelo en el rostro, pero la de Clare era de adoración, como si
ya estuviera planeando tener una brillante madrina como Gloria Steadman.
—¿Y de qué murió exactamente Magnus? —murmuró Edmund Hoar
mientras la señora Steadman entretenía a los niños.
Conmocionada, Rachel lo miró. La expresión en el rostro de aquel
hombre era de intenso interés en su respuesta y de evidente burla; estaba
claro que no se había creído el fraude ni por un segundo.
—Confieso que sé tan poco sobre su desaparición y muerte como todos
los demás en Nueva York —respondió con el corazón martilleándole en el
pecho. No había contado con que Magnus tuviera un contrincante que la
desafiara, pero supuso que se lo tenía bien merecido.
—Su muerte se anunció en The New York Morning Globe —replicó Hoar
—. Y dado que el propio Magnus es el dueño del periódico, creo que debo
dudar de la veracidad de todo lo que se publique sobre él en sus páginas.
—¿Qué insinúa, señor Hoar? —preguntó Rachel. Su voz apenas era un
susurro.
—Insinúo... —Se acercó aún más a ella y le susurró al oído—... que
Magnus dejó atrás a una viuda muy hermosa que me temo podría ser
vulnerable a ciertos caballeros si no se la vigila de cerca.
Rachel observó aquellos ojos de un verde pálido, incapaz de ocultar la
turbación en los suyos.
—Aquí en Northwyck no me siento vulnerable en absoluto, señor.
La sombra de una sonrisa sobrevoló los ojos de Hoar.
—Debe perdonarme si asumo la tarea de supervisar su protección. Noel
Magnus era como un hermano del Ártico para mí. Éramos rivales, sí, pero
Magnus sabía que yo quería a Franklin tanto como él y los dos aceptamos
con reticencia respetarnos el uno al otro.
—¿Cuántas veces ha estado en el Ártico, señor Hoar? La isla de
Herschel hacía muchos negocios con su compañía, pero no recuerdo
haberle visto nunca.
—Si hubiera sabido que semejante belleza me espetaba en Herschel,
hubiera encontrado un modo de ir hasta allí, pero, aun así, y aunque
financié las expediciones, debo reconocer que, si bien otros hombres son
capaces de soportar la congelación, yo no.
A partir de ese momento, Rachel supo que nunca le gustaría aquel
hombre. Ya era bastante malo que su compañía le chupara la sangre a todos
los establecimientos comerciales del norte, como para que, además,
careciera del coraje para atreverse a vivir sus propias aventuras y, en lugar
de eso, contratara a quienquiera que necesitara el dinero.
—Si puede decirse una cosa de Noel Magnus, es que era un gran
explorador. No tendríamos los mapas que tenemos hoy en día sin su
prudente capacidad de vivir entre los nativos y, por tanto, de soportar el
duro clima.
—¿Usted cree que fue un hombre prudente? Quizá perdió la vida
buscando el Corazón negro, un ópalo del color de la medianoche con una
estrella brillante en su centro. ¿Merecía la pena perder la vida por
recuperar una pequeña piedra? —Hoar sonrió con unos dientes demasiados
pequeños para su cara—. Por cierto, tengo entendido que usted conoce bien
la piedra, señora Magnus. Se rumorea que usó esa joya para identificarse
como la esposa de Noel.
—Conozco el Corazón negro —respondió preguntándose qué haría él
con su collar si alguna vez lo veía. Betsy había insistido en que se montara
la piedra preciosa en un colgante para que pudiera llevar siempre con ella
el legado de su marido y Rachel no había encontrado modo de protestar.
—Dicen que está maldita —se mofó Hoar.
—Está maldita —convino Rachel con sinceridad. Sin duda, la piedra no
había traído felicidad a su padre y ahora que estaba en sus manos, ¿qué otra
cosa tenía aparte de un corazón negro a juego?
—Yo probaría suerte con él de todos modos —le dijo Hoar mientras le
clavaba una penetrante mirada—. Cualquier cosa que Franklin apreciara,
yo también lo haré.
—Me inclino a pensar que Magnus es la razón por la que realmente
valora la joya —lo desafió.
Hoar se rió.
—Tuvimos varios enfrentamientos, es cierto. Reconozco que no me
gustaban las editoriales que escribía sobre la matanza que cometíamos
contra las ballenas azules en el mar de Beaufort. Pedir a las mujeres que
usaran corsés de acero en lugar de ballenas fue una clara declaración de
guerra en lo que a mí concierne.
Rachel recordó las largas charlas con Magnus sobre cómo la Compañía
del Norte diezmaba la población de ballenas azules. Incluso en ese
momento, allí en Northwyck, cuando había tenido la posibilidad de
adquirir los mejores atuendos, había encargado corsés de acero. Las
visiones de los enormes cadáveres arrastrados hasta la orilla en el deshielo
de primavera eran suficiente para hacerla decidirse por el acero. Las
ballenas azules eran las criaturas de Dios más grandes en la Tierra. Le
parecía mal que las erradicaran por una cuestión de estética, por mucho
que ella misma hubiera anhelado ir a la moda.
—¡Ah, al fin, nuestro té! —exclamó la señora Steadman sacando a
Rachel de sus pensamientos—. Los niños se quedarán, ¿verdad, querida?
Quiero hablarles del maravilloso baile que he planeado para sacar a su
madre del duelo.
—¿Un baile? —repitió Rachel olvidándose de que era ella la que debía
servir el té.
—Sí. Incluso he conseguido que la señora Astor me prometa que
asistirá. Eso hará que te acepten de inmediato y podrás dejar atrás tu
terrible tragedia.
Betsy le dio un leve codazo antes de marcharse. Rachel salió de su
estupor y cogió enseguida una taza con un platillo.
—¿Limón? —preguntó. Apenas se oía a sí misma a causa de los muchos
pensamientos que atravesaban su mente. Nunca se había imaginado a sí
misma en un baile, y mucho menos en uno en su honor. El miedo y la
alegría casi la sofocaban.
—No he oído hablar del evento —murmuró Hoar mientras observaba
cómo se marchaba Betsy.
La señora Steadman lo miró.
—Oh, no seas tonto, Edmund. Por supuesto, tú estás invitado. Eres el
mejor partido en Manhattan ahora que Magnus no está. —En esa ocasión,
fue el turno de la señora Steadman para darse cuenta de su metedura de
pata—. Oh, por favor, acepta mis disculpas, mi querida niña. No pretendía
insinuar que tu matrimonio no estuviera reconocido. En absoluto.
—Se lo ruego, no se preocupe. No lo he pensado ni por segundo —
respondió Rachel ofreciéndoles las tazas.
—Nadie puede considerar su matrimonio como no reconocido, seguro
que la señora Magnus tiene el certificado de matrimonio para probarlo. —
Hoar la miró con los ojos entornados.
A Rachel se le cayó la taza a la moqueta y el té se le derramó en la falda.
—Qué torpe soy—susurró—. Dejen que me limpie. Llamaré a la señora
Willem para que traiga otra taza.
—No hay prisa, querida. Por favor, tómate tu tiempo —la tranquilizó la
señora Steadman mientras cogía disimuladamente una pasta de té y se la
daba a Clare.
Rachel volvió a excusarse y salió de la sala, pero antes de que pudiera
alcanzar la escalera, una mano la retuvo por el brazo.
—En serio, si hubiera sabido que Magnus la tenía escondida en
Herschel, habría abandonado cualquier esperanza de conseguir el Corazón
negro y me habría hecho con usted.
Rachel lo miró fijamente.
—¿No querrá insinuar que se rebajaría a cometer un secuestro, señor
Hoar?
—Haría cualquier cosa para conseguir lo que quiero. Cualquier cosa—
recalcó.
Un desconocido escalofrío de miedo bajó por la espina dorsal de la
joven. Se había enfrentado a hombres lujuriosos antes, incluso a hombres
peligrosos. Pero Hoar era diferente. Era un hombre con poder. En la isla de
Herschel ella tenía el poder. Era dueña de la taberna y, por tanto, de todo el
whisky en la zona. Aún no había conocido a un hombre que pusiera en
riesgo el suministro de licor más cercano en mil seiscientos kilómetros a la
redonda.
Pero Hoar no quería whisky. Peor aún, parecía estar cuestionando su
derecho a estar en Northwyck y sus sospechas podrían demostrarse
correctas si no era cuidadosa en su compañía.
Hoar le dedicó otra de sus sonrisas, una sonrisa falsa formada por esa
boca llena de escalofriantes dientes de muñeca.
Volvió a sentir otro escalofrío que le bajó por la espalda.
—Quiero que seamos amigos, Rachel. —La miró—. Puedo llamarte
Rachel, ¿verdad?
—¿Qué es lo que realmente quiere, señor Hoar? —le preguntó en tono
bajo—. No es posible que esté celoso de un hombre que hace tiempo que se
encontró con su Creador...
—¿Magnus muerto? —Se rió—. Como he dicho en el salón, The New
York Morning Globe informó de ello, pero no me creí ni una palabra. El
agente que trabaja para mí en el territorio de MacKenzie me escribió
diciéndome que se tomó una taza de té con Magnus la última primavera,
mucho después de que las noticias sobre su muerte salieran en portada. Así
que, mi encantadora Rachel, me temo que no sólo cuestiono la muerte de
Magnus, sino también su matrimonio. —La acercó a él hasta que su pecho
quedó aplastado contra el suyo—. ¿Cómo puede ser que vosotros dos
pudierais casaros cuando no ha habido un predicador en Herschel en todo
el tiempo que yo he suministrado víveres allí?
—Quizá uno escapó a su interés, un interés que, debo añadir, no fue
nunca lo bastante grande como para que pusiera un pie en Herschel. —Se
zafó de él.
Hoar asintió.
—¿Es así como será nuestra relación? ¿Llena de controversia? Bien.
Aceptaré el reto siempre que consiga la rendición. —Señalándola con un
dedo, añadió—: Pero recuerda, podría hacer desaparecer todo esto en un
abrir y cerrar de ojos si así lo decido.
A Rachel empezaron a temblarle las manos.
—¿Qué quiere de mí? ¿Es el ópalo lo que quiere? ¿Es ese el precio de
este chantaje?
—Por supuesto que deseo el ópalo. ¿Quién no lo desearía? Pero, aún
siendo extremadamente valiosa, es una fría piedra sin vida. Quizá lo que
me resulte más deseable ahora es poseer el cuerpo que dio placer a
Magnus. Encontrar mi propio placer en su interior. — Le apoyó el dedo en
la clavícula y empujó hacia abajo el tafetán de seda lavanda del vestido
hasta que se encontró con la parte superior deI corsé.
—Yo no soy sólo un cuerpo, señor Hoar. Soy Rachel Ophelia Howland, y
no un objeto que se pueda poseer y luego desechar. — Su tono helado
habría ahuyentado a muchos hombres, pero a Hoar pareció gustarle. Sus
ojos brillaron excitados.
Justo entonces, una doncella entró en el vestíbulo y les hizo una
reverencia a ambos. Rachel aprovechó y subió las escaleras lo más rápido
que se lo permitieron su dignidad y sus faldas. No se atrevió a volver la
vista hacia Hoar por miedo a echar a correr.
Noel Magnus no estaba muerto y Edmund Hoar lo sabía. La tierra y el
clima no habían sido capaces de acabar con su peor enemigo. No, Noel
Magnus estaba muy vivo. Lo sentía en los huesos. Y en su corazón, donde
moraba su odio.
Se sentó en una silla de cuero junto al fuego de la biblioteca sosteniendo
en la mano la invitación al baile que se celebraría en honor de Rachel,
escrita a mano por Gloria Steadman.
Quería a Rachel Ophelia Howland. Su deseo por ella hacía que las
entrañas se le tensaran tanto como la primera vez que estuvo con una
camarera en la parte de atrás de una taberna. Al mirar a Rachel durante el
breve tiempo en el que habían tomado el té juntos, había descubierto de
repente que era un hombre joven de nuevo, lleno de vigor y anhelos.
Pero no sólo era la belleza de la joven lo que lo consumía, ni su rebeldía
o inteligencia. Era todo eso y más. Y, sobre todo, estaba el hecho de que
hubiera pertenecido a Magnus, y sólo por eso, aunque hubiera sido tan
horrible como una bruja, con todos sus defectos, seguiría deseando
poseerla, porque, en su momento, había sido codiciada por Magnus. Y
Magnus no iba a vencer. Ganaría él, Edmund Hoar.
Arrugó la gruesa tarjeta en la mano, la tiró a la chimenea de carbón y
observó cómo las llamas se volvían de un furioso escarlata. No la
necesitaba. Tenía grabada a fuego la fecha en su mente. En una semana
estaría al lado de Rachel, guiándola en un vals, planeando el momento en
el que pudieran estar solos y pudiera desabrocharle el vestido de satén para
exponer su desnudez.
Sabía que ella intentaría rechazarle, pero no le importaba. Era sólo una
mujer. Una mercancía. No había nadie que luchara por su honor, nada
aparte de su riqueza para velar por su seguridad. Y no planeaba hacerle
daño. Planeaba poseerla. No estropearía su rostro con un moretón como
tampoco tiraría el famoso ópalo a los rocosos acantilados del río Hudson,
porque él cuidaba de sus posesiones.
En silencio, recorrió con la mirada la tenebrosa estancia que era su gran
biblioteca y examinó los tesoros más preciados de su colección. La
monumental pintura de Rubens de María Magdalena que ocupaba toda la
pared oeste, la máscara mortuoria de Napoleón en cera que reposaba dentro
de una campana de cristal y, finalmente, su mayor hallazgo, las hojas del
diario de la expedición de Franklin que se habían encontrado desperdigadas
por el Ártico a cientos de kilómetros de distancia las unas de las otras.
Franklin vivió una larga agonía, lo suficiente como para escribir sobre su
interminable descenso a la tumba, pero no había sido lo bastante
exhaustivo en sus explicaciones como para dejar un mapa claro de su
último lugar de descanso. Era el misterio del siglo y él participaba en una
carrera por encontrarlo. Y, sin duda, lo haría antes que Magnus, contando
con el hecho de que el muy bastardo siguiera viviendo y respirando allá
arriba, en el Norte.
Dirigió la mirada al asiento de terciopelo vacío que había junto a él ante
el fuego. Rachel estaría encantadora allí sentada, secándose el pelo junto a
las llamas con la bata de seda obedientemente abierta mientras su dueño
valoraba su tesoro. Magnus debía de apreciarla mucho. De otro modo, no le
habría revelado la historia del ópalo, y mucho menos se lo habría
entregado. Cuando su enemigo encontró la pieza, guardó absoluto silencio
al respecto; en caso contrario, sus espías entre los agentes de la Compañía
del norte habrían oído hablar del hallazgo.
Pero ahí estaba ella, ópalo en mano. Una asombrosa belleza que
reclamaba los derechos que se suponía le correspondían como esposa de
Noel Magnus. Edmund podría acabar con ella en cuestión de minutos. El
suyo había sido un matrimonio según las costumbres nativas en el mejor de
los casos. Pero, aun así, le convenía que el resto del mundo la considerara
respetable. Era un tesoro mucho más valioso de ese modo. Además, no
deseaba avergonzarla en público. Su humillación se llevaría a cabo en el
dormitorio, donde sólo él pudiera beneficiarse. De ese modo, vería
cumplidos sus más locos deseos y se vengaría definitivamente de Magnus
por engañarlo. The New York Morning Globe debería haber sido suyo por
derecho de nacimiento. Charles Hoar había fundado el lucrativo periódico,
y había sido únicamente la perfidia del padre de Noel lo que los había
llevado a la quiebra. Después, el hijo empobrecido al que los Magnus se lo
habían arrebatado todo, había tenido que abrirse camino en el mundo por
su cuenta. El único modo de recuperar la fortuna familiar después de
haberla perdido fue crear la Compañía del norte. Por eso le resultaba
intolerable que Noel escribiera editoriales incendiarios en el periódico que
él debía haber heredado.
Pero había llegado el momento de ajustar cuentas. Al casarse con la
hermosa Rachel, volvería a recuperar el periódico. Tendría la triple
satisfacción de arrebatarle a Magnus su periódico, su hogar y, sobre todo,
su esposa.
Edmund podría saborear la venganza como el dulce jugo de una mujer.
Arrastrar a Rachel al lecho conyugal sería el mayor logro. Podía incluso
verse a sí mismo enamorándose de ella, de sus ojos desafiantes y de esa
gruesa cascada de rizos rubios. Y se aseguraría de que nada fuera mal; que
todos los acontecimientos fueran en su beneficio.
Tendría a la esposa de su enemigo en cuerpo, corazón y alma.
¿Y si Magnus no estaba verdaderamente muerto? ¿Y si aparecía para
reclamarla?
Bueno, si Edmund no podía tenerla, preferiría verla muerta.
7
Rachel estaba lista para el baile de los Steadman. Nunca en su vida había
estado tan aterrorizada. A pesar de que pensaba que era un error, se acabó
el jerez que la señora Willem le había llevado para calmar los nervios. Lo
último que deseaba era aparecer en el baile totalmente bebida, pero la idea
de encontrarse con tantos desconocidos, sobre todo con la cabeza llena de
instrucciones, lecciones y etiqueta, y los números de los pasos en un vals,
hacía que la joven verdaderamente se preguntara si podría aguantar todo el
evento sin salir huyendo al sonar las campanadas de la medianoche como
Cenicienta.
—Oh, estás preciosa —exclamó la señora Willem en un susurro
reverente.
Rachel se volvió y le dedicó una tímida sonrisa.
—Nunca me he visto mejor, pero me temo que es más por el vestido que
por mí misma. —Dio unas palmaditas a la voluminosa falda. Su vestido de
fiesta estaba hecho de satén morado ribeteado con tul fruncido a juego.
Una camisola de encaje maltés cubría la piel que el escotado vestido
dejaba a la vista. Envolviéndolo todo, llevaba un enorme mantón de
terciopelo granate con la orilla de armiño. Rachel no podría haber soñado
con semejante ropa en Herschel y ahora la llevaba puesta de verdad.
—Falta el último detalle. —La señora Willem le entregó un gran estuche
de piel negro.
Rachel lo abrió y sacó el Corazón negro. Ahora que iba montado en una
cadena de oro, el ópalo era el adorno perfecto para descansar entre las
sombras de su escote bajo la tela de encaje maltés.
—Estás perfecta —afirmó Betsy.
Rachel apretó las manos de la anciana.
—Debo darte las gracias por todo lo que has hecho por los niños y por
mí. No podríamos haber sido tan felices estos seis meses si no hubiera sido
por toda la paciencia que has mostrado con nosotros y tu amabilidad.
¿Cómo podría mantener la cabeza alta ante toda esa gente si no hubieras
limado mis toscos modales?
—Tus modales no eran tan terriblemente toscos, mi niña; el problema
era que les faltaba pulirlos un poco después de haber vivido en ese lugar
salvaje —la tranquilizó Betsy.
—Cuando llegué a Nueva York, tengo que reconocer que pensé que la
gente era fría y cruel. No podía comprender su indiferencia hacia los
demás. Pero ahora veo que estaba equivocada al juzgarla tan rápido. Tú me
has hecho cambiar de opinión.
—Lo hice tanto por Magnus como por ti, querida mía. —Betsy se quedó
mirándola con sus cálidos ojos azules—. Lo quise tanto como su madre,
pero ella sólo lo disfrutó tres años. Yo, al menos, tuve la suerte de
disfrutarlo durante mucho más tiempo.
— ¿Murió en otro parto? —preguntó Rachel acurrucándose en el mantón
como si de repente tuviera frío.
Betsy negó con la cabeza y su anticuada cofia de encaje se inclinó
cómicamente.
—No, no. Habría sido una bendición para todos si hubiera sido así. No,
querida, ella decidió huir. El padre de Magnus era un hombre cruel y su
esposa no pudo soportar más sufrimiento. Yo no la culparía en absoluto por
lo que hizo si no hubiera dejado a su hijo de tres años aquí para que
soportara la cólera de su esposo. Noel habría sido muy diferente si no fuera
por la crueldad de su padre.
—¿Es por eso por lo que se marchó de aquí y no quiso regresar nunca?
—preguntó Rachel en voz baja. De repente, las piezas del puzzle
empezaban a encajar.
—Con toda seguridad. No puedo culparle. ¿Qué tenía aquí?
—Tenía un magnífico hogar para formar una familia. Lo único que debía
hacer era casarse y establecerse —repuso Rachel mientras se preguntaba si
no estaría desvelando demasiados datos.
—Oh, él no creía que la vida pudiera ser sencilla y apacible. Creo que
tenía miedo de que la mala simiente de su padre estuviera en su interior.
Juró que nunca tendría hijos.— Betsy frunció el ceño como si de repente se
hubiera entristecido profundamente, pero entonces, sin previo aviso, se le
iluminó el rostro—. Así que puedes comprender cuánto nos ilusionó
tenerte aquí a ti y a los niños. Fue como si todos nuestros sueños se
hubieran hecho realidad. Magnus, a su modo, regresó a Northwyck. Y
todos vosotros habéis cambiado a mejor este lugar. Me encanta oír correr y
reír a los niños por los pasillos. Es precisamente eso lo que necesitan todas
las casas, no importa lo grandes o pequeñas que sean.
—Sí —respondió Rachel con el corazón encogido. Durante un largo y
silencioso momento, se preguntó qué aspecto habría tenido un hijo nacido
de la pasión de Noel y de la de ella. ¿Habría sido una niña con rizos rubios
como su madre? ¿O habría sido un niño con el oscuro ceño fruncido de su
padre? Sin darse cuenta, soltó un suspiro.
—Pero esta noche no debemos preocuparnos por tragedias, querida. Esta
noche pones fin a tu duelo para siempre, y tu deber es ir a casa de la señora
Steadman y ser la belleza del baile. Nunca se sabe. Esta noche podrías
conocer a tu próximo esposo.
Rachel sintió que el corazón se le detenía. Nunca había pensado en otro
esposo. Era inconcebible para ella encontrar un nuevo amor cuando el
hombre al que quería estaba todavía vivo.
Pero, ¿cómo explicar eso si iba interpretando por ahí el papel de su
viuda?
Cerró los ojos un momento para recomponerse. La telaraña de mentiras
que la cubría amenazaba con asfixiarla.
—Vamos, querida mía. —Betsy le sostuvo la puerta abierta—. No hay
tiempo para pensar en el pasado. El carruaje te espera.
Paralizada en su interior, Rachel le dio las gracias y bajó por la
imponente escalera gótica hasta la enorme puerta principal donde la
aguardaba el mayordomo.
La ayudaron a subir al carruaje, y cuando se cubrió los hombros con el
mantón ribeteado de armiño, el vehículo partió en dirección a la casa de los
Steadman.
—Dicen que era una especie de criatura dejada de la mano de Dios que
apareció en la puerta preguntando por Northwyck.
—He oído que incluso llevaba unos zapatos hechos de piel de oso
blanco. ¿Has oído hablar alguna vez de pieles de oso blanco? Creo que se
lo inventaron.
—La historia que yo he oído es que su matrimonio se celebró según las
costumbres de los nativos. Los niños son bastante mayores ¿no? Casi
demasiado mayores para que Magnus se casara con ella como Dios manda
y luego los concibieran.
Las risitas ahogadas tras el arco iris de resplandecientes abanicos casi
eran más de lo que Rachel podía soportar. Sabía que hablaban sobre ella y
que se burlaban, pero no le quedaba otro remedio que mantener la cabeza
alta e ignorar su grosería.
Probablemente fuera normal que sintieran curiosidad por ella. Era la
viuda de un hombre muy rico y conocido, y había venido desde tan lejos
que ni siquiera podían imaginarse el lugar del que procedía. Pero muy
pocos de los invitados hablaban realmente con ella y eso le pareció
deprimente. Si no hubiera sido por la gentileza de la señora Steadman, se
habría pasado su primer baile escondiéndose detrás de una columna de
mármol para que nadie pudiera contemplar su bochorno.
—Está preciosa, señora Magnus. ¿Disfruta del baile? —Rachel alzó la
mirada desde su asiento, sorprendida por aquella voz familiar.
Edmund Hoar se cernía sobre ella. Se le veía elegante en su chaleco
blanco de seda y el frac negro, pero la joven apenas pudo ocultar eI hecho
de que deseaba alejarse de él. Aún conservaba vivido en la mente el
recuerdo de la conversación que mantuvieron en el vestíbulo de
Northwyck.
—Edmund, será mejor que pongas tu nombre en su tarjeta de baile antes
de que la tenga completa —comentó la señora Steadman desde el enorme
círculo de admiradores que la rodeaban.
Hoar arqueó una ceja.
—Planeo hacer precisamente eso. —Con la atención totalmente centrada
en Rachel de nuevo, añadió—: Antes de ponerme en la cola de sus
admiradores, permítame que le presente a una querida amiga, la señorita
Judith Amberly.
Una mujer, rubia y delgada, se adelantó y la saludó con la cabeza.
Rachel sintió que debía levantarse o algo por el estilo. En cambio, le tendió
la mano a modo de saludo y la mujer se quedó mirándola como si fuera un
salmonete muerto, sin hacer ademán de cogérsela.
—La señorita Amberly tiene mucho en común con usted, señora Magnus
—comentó Edmund.
—¿A qué se refiere, señor Hoar? —preguntó intentando ser agradable a
pesar de que había tenido que bajar la mano hasta dejarla sobre el regazo.
—Bueno, usted es la viuda de Noel Magnus y la señorita Amberly era su
prometida. Qué irónico, ¿no cree? En su última visita, le había prometido
que se casaría con ella cuando regresara a Nueva York. ¿Ha visto qué
anillo tan bonito lleva? Se lo regaló él. —Hoar sonrió mostrando sus
diminutos dientes—. ¿Cuántos años dijo que tenía su hijo mayor, señora
Magnus?
Las palabras de Hoar fueron como un veneno que se le filtró en la sangre
y mató todo lo que quedaba vivo en sus entrañas.
Aturdida, bajó la mirada hacia el hermoso y brillante diamante que lucía
la otra mujer en la mano izquierda. Judith Amberly era más joven que ella
y no tendría problema en recuperarse de sus decepciones. Pero Magnus le
había regalado un anillo de compromiso. Había entregado a esa rubia
delgada y de mirada dura un anillo con un diamante, mientras que para
Rachel sólo había tenido un puñado de mentiras. En sus pocos viajes a
Nueva York, había estado cortejando a una prometida mientras ella había
estado esperándolo durante años.
—Es un placer conocerla, señorita Amberly —logró decir. El dolor que
sentía era demasiado profundo para expresarlo con lágrimas.
—También lo es para mí —respondió la mujer con una expresión tensa
en el rostro.
Hoar parecía disfrutar del encuentro como si fuera un gato que lamiera
los últimos restos de las entrañas de un ratón.
Rachel desvió la mirada. No podía resultar fácil ser la señorita Judith
Amberly. Esperar durante todos esos años a un hombre que nunca llegaría
era un tipo de agonía que ella conocía bien. Pero, por otro lado, que el
mundo pensara que ibas a casarte, sólo para descubrir que tu prometido ya
tenía una esposa y dos hijos, era un dolor que Rachel no podía ni siquiera
imaginar.
No obstante, supo que nunca le gustaría Judith Amberly. Nunca. Sin
duda, parecía que Rachel era la que había salido ganando en aquella
situación, pero si alguna vez se sabía la verdad, se vería que ella era la
traicionada, no Judith. Noel aún podría aparecer y casarse con aquella
mujer. Sin embargo, ella no contaba con el lujo de llevar el símbolo de la
promesa de Noel en el dedo.
—Veo que no tiene comprometido el próximo vals. ¿Le importaría
bailar conmigo, señora Magnus? —Edmund inclinó la cabeza. Sus ojos
brillaban con perversa diversión.
Rachel no tuvo otra opción que permitirle que la tomara de la mano y la
guiara hacia el centro del salón. Era eso o quedarse a charlar con la
señorita Amberly y dejar que su alma muriera un poco más.
Recorrió la pista de baile con Hoar, pero sus movimientos eran rígidos y
fríos, y se pasó todo el tiempo mirando a las otras parejas en lugar de a su
apuesto acompañante.
Los Steadman no habían reparado en gastos al mandar construir aquella
estancia. El mármol blanco, las pilastras doradas y los espejos de oro eran
el perfecto escenario para albergar los hermosos vestidos de los invitados.
Rachel se había dado cuenta de que las mariposas de Godey's realmente
existían cuando la escoltaron hasta la sala de baile. Había quedado
totalmente deslumbrada por los magníficos vestidos de las damas, que
parecían flotar con sus crinolinas. Los colores iban más allá de los del arco
iris en intensos tonos de satén fucsia, verde esmeralda y azul. Casi se sintió
mal con su discreto satén morado hasta que alzó la mirada y se encontró
con la hambrienta mirada de Edmund Hoar mientras la guiaba por la sala
de baile.
De repente deseó que su vestido fuera aún más discreto.
—No has respondido a mi pregunta. ¿Te estás divirtiendo? — le
preguntó al oído a través del ruido de la música y la aglomeración de
parejas bailando.
—Sí. La señora Steadman ha sido muy gentil al invitarme.
—¿Invitarte? —Se rió—. Tú, mi encantadora Rachel, eres la invitada de
honor. ¿No lo sabías? ¿Por qué si no se habría asegurado Gloria Steadman
de que te sentaran a su derecha en la mesa con la señora Astor?
—No lo había pensado. Supuse que estaba siendo amable al velar por mi
comodidad. Ella sabe que no conozco a nadie —respondió Rachel.
—Las madrinas de la sociedad como ella no muestran su amabilidad con
cualquiera. La señora Steadman te ha acogido bajo su manto protector
porque le gustas. Aquí hay otras que se han pasado años buscando su favor
y nunca tuvieron la atención que te dedicó a ti cuando fuimos a tomar el té.
Rachel se sintió horrorizada.
—Pero... yo no necesito una atención especial. Nunca la he pedido.
—Puede que no la hayas pedido, pero ahora la tienes, créeme. Y que no
te sorprenda si eso te reporta algunos enemigos.
—¿Eso le incluiría a usted, señor? —Rachel sabía que la pregunta era
una provocación, pero no pudo evitarlo. La franqueza iba con su carácter.
La vida había sido demasiado difícil allá en el norte como para esconderse
de la verdad.
Hoar sonrió.
—No, desde luego que no. No sería apropiado convertirme en el
enemigo de la mujer a la que pretendo convertir en mi esposa.
—Ni siquiera me conoce, señor Hoar —replicó Rachel con un tono
glacial.
—Sé lo suficiente —repuso él al tiempo que su mirada descendía hasta
el escote de la joven—. El Corazón negro te hace justicia, hermosa Rachel.
Me has dejado sin respiración cuando he visto lo que llevabas colgado al
cuello. ¿Dónde lo encontraste? Según mis diarios, la piedra descansaba en
la última morada de Franklin.
—Mi padre encontró el ópalo —respondió crípticamente—. Si encontró
los restos de Franklin con él, se llevó el secreto a la tumba.
—Estoy seguro de que sabes más de lo que dices —afirmó mirándola a
los ojos.
—Quizá —fue todo lo que le concedió.
—Creo que lo que sucede es que no deseas traicionar a tu marido. ¿Estoy
en lo cierto? —La estrechó más fuerte, casi brutalmente—. Sin embargo,
según tú y el resto de Nueva York, tu esposo está muerto. Así que ¿por qué
no decir dónde encontró tu padre el ópalo, si no es por el bien de Magnus?
Rachel se negó a contestarle.
—Pequeña puta fraudulenta y mentirosa —le espetó entonces Hoar entre
dientes—. Conseguiré esa información de ti antes que Magnus. Prometo
que lo haré.
—Eso podría ser mucho tiempo si Magnus está muerto, tal y como todo
el mundo cree —replicó Rachel.
Hoar sonrió y aflojó su agarre.
—A mí no me engañas, amor. De hecho, estoy ansioso por qué me
expliques dónde está Franklin. —Sus ojos descendieron hasta el ópalo—. Y
también ansío que llegue el momento en el que pueda sostener esa maldita
piedra en mis manos y acariciar su fría belleza.
—¿Y cuándo ocurrirá eso, señor? —se burló Rachel.
Hoar la miró a los ojos.
—Cuando finalmente seas mía; cuando pueda hacer que no lleves nada
más que esa piedra.
La joven se quedó sin respiración. Deseaba replicarle, pero no había
negativa lo bastante fuerte con la que responder al ataque de ese hombre.
Sin mediar más palabras, acabaron el vals y él la guió de vuelta a su
asiento sobre la tarima.
—Fredrick Wing está esperando su turno, así que no ocupes todo su
tiempo, Edmund —le reprendió la señora Steadman.
—No se me ocurriría hacer semejante cosa —respondió Hoar antes de
inclinarse y besar la mano de Rachel.
La joven tuvo que reunir todo su valor para no apartar la mano,
especialmente cuando sintió cómo la lengua masculina giraba
ardientemente sobre su piel.
—Hasta muy pronto —se despidió Hoar.
Rachel se negó a responder. Una fuerte inquietud creció en su interior
hasta que se preguntó si vivir en Northwyck resultaría más peligroso que
dirigir el Ice Maiden en Herschel.
—Creo que le gustas bastante —comentó la señora Astor cuando Hoar se
hubo retirado.
—No me conoce —respondió Rachel como si se tratara de un mantra.
—Deja que te dé un consejo, mi querida niña. Su familia tiene los
mismos orígenes que la mía, pertenecemos al grupo de los llamados
Knickerbocker. Podría irte peor... —La conocida madrina de la alta
sociedad levantó el abanico para cubrirse la boca—. Sobre todo, teniendo
en cuenta la vulgaridad de tus orígenes.
Aunque Rachel no tenía ni idea de lo que era un Knickerbocker; supo
que la joven la había insultado gravemente. A partir de ese momento,
decidió que nunca le gustaría la señora de William B. Astor, Jr., dijera lo
que dijera Gloria Steadman y el resto del mundo de ella.
—Si el señor Edmund y usted son familia, le ruego disculpe cualquier
insulto que haya podido imaginar en mis palabras. Créame, no deseo crear
problemas.
Tras decir aquellas palabras, Rachel aceptó al siguiente caballero
apuntado en su tarjeta y se dirigió de nuevo a la pista de baile, dejando
atrás a la señora Astor con el rostro tenso por la ira.
—Sin duda, la viuda de Magnus es una mujer independiente — le
comentó a la señora Steadman.
—Tú y yo siempre diferiremos en eso, Caroline. Yo admiro a una mujer
con temple. —Gloria sonrió y abrió su abanico—. En todos los años que
hemos sido amigas, sin duda has tolerado el mío.
—Tú mereces que se te respete. Tu familia es impecable y has triunfado
como anfitriona —repuso la famosa dama de la alta sociedad.
—Ridículo. Yo nunca he hecho ni la mitad de cosas que Rachel Magnus
ha debido de hacer para sobrevivir. Me inclino ante sus mayores logros. —
La expresión de la señora Steadman se volvió taimada—. Si no la aceptas,
sacaré a la luz la historia familiar del nombre Backhouse y desvelaré así el
verdadero motivo por el que insistes en que se te llame señora de William
B. Astor, Jr.
A la señora Astor, de repente, le cambió la cara.
—Muy bien. Aceptaré a la chica. Pero insisto en que no haya más
escándalos. Si trabajamos duro, podremos hacer que la gente olvide dónde
conoció a su primer marido y... —La mujer gimió—... que trabajó como
tabernera para ganarse la vida.
—Es lo único que pido. —La señora Steadman saludó con la cabeza a
Rachel cuando esta pasó cerca por la pista de baile con su nuevo
acompañante.
—Pero no más escándalos. Ni uno más. Si tengo que dar mi aprobación
social a esa muchacha, debes prometerme que llevará una existencia
escrupulosa.
No más escándalos —prometió la señora Steadman.
Cuando el reloj francés del salón marcó exactamente las diez en punto,
la anfitriona se levantó y todos los asistentes al baile guardaron silencio a
la espera de que la señora Steadman levantara la copa al aire e iniciara su
discurso.
—Bellas damas y caballeros, bienvenidos a mi hogar —empezó -. He
organizado este baile para que conozcáis a nuestra nueva vecina.
Permitidme que introduzca a la adorable señora de Noel Magnus en nuestra
morada. —La señora Steadman cogió la mano de Rachel y la hizo
levantarse de su asiento en la tarima.
Nerviosa, Rachel se quedó al lado de la mujer mientras recorría con la
mirada a los doscientos invitados. No tenía ni idea de que la tratarían tan
bien y el corazón se le llenó de alivio por su aceptación y de terror por la
mentira que había fomentado hasta el momento.
—Si todos alzáis vuestras copas para brindar por la señora Magnus, seré
la primera en beber por su felicidad en su nuevo hogar. —La señora
Steadman se llevó la copa a los labios.
Un largo silencio se impuso en la estancia mientras el resto de invitados
bebía.
Durante todo el tiempo, Rachel estuvo convencida de que podrían oír el
furioso martilleo de su corazón. La avergonzaba ser el centro de atención y
era incluso peor que esa atención tuviera su origen en un fraude. Si hubiera
podido derretirse en esa tarima para convertirse en un charco apenas
visible a los pies de la señora Astor, lo habría hecho.
Pero, de repente, todos los ojos se apartaron de ella para dirigirse a las
puertas del salón de baile. La fuerte voz de un hombre y los ruidos de una
refriega pudieron oírse en el grandioso vestíbulo de mármol y oro que
había más allá.
—¡...Esto es por las molestias! —resonó la voz.
Un segundo después, uno de los sirvientes que seguramente había estado
intentando evitar que el alborotador entrara en el salón de baile fue lanzado
bruscamente a través de la puerta.
Rachel se quedó paralizada. No dejaba de repetirse a sí misma que
aquello no podía ser, pero su alma sabía quién estaba en la puerta. La voz
profunda, la aspereza, la fuerza. Lo reconocería en cualquier parte.
Un coro de gritos ahogados se extendió a través de la multitud y, de
repente, apareció un hombre alto en la puerta. La chaqueta de caribú que
llevaba se veía negra por la mugre y sus rasgos estaban casi ocultos por
una rebelde mata de pelo negro y la barba. Con una expresión enloquecida
en aquellos ojos del color del jerez, recorrió la estancia hasta que clavó la
mirada en la tarima. En Rachel.
—¡Dios santo! ¿Eres tú, Noel? ¿No estás muerto después de todo? —
preguntó asombrada la señora Steadman.
El recién llegado se abrió paso a empujones entre la multitud. Los
invitados se iban apartando aterrorizados a su paso, como si hubiera un
monstruo entre ellos. Pero la mirada de aquel hombre no se apartó ni un
segundo de Rachel.
—¡Tú! —rugió.
La joven no dijo nada. Tenía la voz atenazada por un miedo que no había
conocido nunca antes. Podía sentir cómo cada gota de sangre en su cuerpo
le descendía a toda velocidad hacia los dedos de los pies.
—He venido a por ti. Esposa —le espetó.
Ella deseaba decir algo; huir; protegerse. Pero siguió inmóvil. Ninguna
de sus extremidades cooperó. Lo único que pudo hacer fue devolverle la
mirada.
La fiera mirada de Magnus descendió por su cuello.
Rachel pensó que la estaba estrangulando mentalmente, pero entonces se
dio cuenta de que había visto el ópalo.
El reconocimiento y luego otro ataque de ira sobrevolaron el sombrío
rostro masculino. Noel alargó el brazo hacia la piedra quizá para
arrancársela del cuello o para estrangularla con ella si podía.
Entonces, Rachel encontró, al fin, la vía de escape que tan
desesperadamente buscaba. El aire que no lograba llevar hasta los
pulmones le ganó la batalla. Gracias al terror que sentía y al corsé
demasiado ajustado, se sumergió en una bendita inconsciencia y cayó
desmayada a los pies de la horrorizada señora Astor.
Tercera Parte
Una guerra sin cuartel
8
La mataría. Cuando el doctor finalmente le dijera que estaba lista para
recibir visitas, se acercaría a la cama donde yacía y le rodearía
personalmente el cuello con los dedos. Noel se pasó una mano por el pelo
negro recién cortado. Mientras trasladaban el cuerpo flácido de Rachel al
carruaje y la llevaban a casa, habían avisado al médico de la ciudad para
que la examinara y todavía estaba con ella.
Él mientras tanto había tenido tiempo de bañarse y de hacer que su viejo
ayuda de cámara le recortara la rebelde mata de pelo. Lo único que le
quedaba por hacer hasta que el médico le anunciara que podía ver a la
joven era pasear nervioso y pensar.
E l Corazón negro. La muy desgraciada había tenido la piedra todo el
tiempo. Seguramente la había guardado durante años mientras él batallaba
contra vientos huracanados y temperaturas lo bastante frías como para
cortar la piel desnuda. Debía de haberse reído de él cuando llegaba al Ice
Maiden arrastrando su cuerpo casi muerto y hablaba incesantemente sobre
su búsqueda de Franklin y de la legendaria piedra. Y durante todo ese
tiempo, Rachel la había tenido en su poder considerándola una piedra inútil
en comparación con el matrimonio y un hogar.
Maldita fuera. Era dueña de la piedra más famosa del siglo y no se había
molestado en mencionarlo. En lugar de eso, lo único que había hecho era
no parar de hablar de matrimonio. Matrimonio. El maldito matrimonio.
Estaba loca. Tenía que estarlo. Rachel Howland no conocía el valor de
nada.
Pero, por supuesto, para todos los demás, era él quien parecía estar loco.
Había ido tras ella como un pretendiente enfermo de amor. El gran
explorador Noel Magnus había vuelto a Northwyck hecho una furia; se
había exigido a sí mismo tanto para llegar lo antes posible que no se había
bañado ni cambiado de ropa en todo el viaje. Nunca nadie lo había visto
con un aspecto tan salvaje. Pero cuando Betsy le había informado de que
Rachel había llegado a Northwyck de una pieza y que estaba tan bien
cuidada que incluso en ese momento se encontraba en un baile en su honor
organizado por Gloria Steadman, Noel sólo había sentido un abrumador e
inexplicable alivio. No estaba muerta. No estaba abandonada a su suerte en
algún puerto olvidado de la mano de Dios y obligada a prostituirse sólo
para conseguir algo para comer. Estaba viva y la había encontrado. Bueno,
casi la había encontrado. Ella se encontraba en un baile celebrado en su
honor como su viuda, repentinamente muy libre y dispuesta.
Ahí fue cuando le dominó la ira. La ardiente necesidad de sentir su suave
garganta entre las manos. La inflamable necesidad de venganza.
Lamentablemente, la joven había tenido la cobardía de desmayarse y lo
habían dejado solo en las primeras horas de la madrugada para que paseara
nervioso en la biblioteca como un padre expectante.
Justo entonces llamaron a la puerta y Noel la abrió de un tirón.
—Se muestra coherente, pero el médico dice que ha sufrido una gran
conmoción. Intenta no hacer ruido cuando entres —le indicó Betsy.
Noel cerró los puños con fuerza, pero moderó la voz.
—Déjame verla.
Betsy lo guió por las escaleras iluminando el camino con un candelabro
de oro. El médico se reunió con él en el pasillo del piso superior con un
frasco en la mano.
—Está delicada. He intentado darle cocaína, pero ella no ha querido
tomarla. Quizá si usted se lo pide, ceda y tome la medicación. Le iría bien.
—El pulcro hombrecillo le entregó a Noel el frasco y se dirigió a la puerta
principal con Betsy.
Una vez a solas, Noel se tomó un momento delante de la puerta antes de
abrirla. La venganza era lo prioritario en su mente. Deseaba vengarse por
todo el engaño, todas las mentiras, toda la angustia que había sufrido. Y
tendría su venganza. Su expresión se tornó fría.
Ella lo había deseado como marido y había querido ese nefasto lugar
como hogar. Quizá debería limitarse a dejar que lo tuviera. Permitir que
probara el infierno de ser una esposa de la alta sociedad; dejar que
soportara la tortura que su propia madre había vivido hasta que escapó.
Permitir que consiguiera su sueño parecía lo adecuado. Esbozó una
inquietante sonrisa. Sí, después de la pesadilla que le había hecho vivir,
dejaría que hiciera su sueño realidad.
Cuando Rachel vio la amenazante figura en la puerta de su dormitorio,
deseó deslizarse bajo las mantas y esconderse. Deseó fingir que si no lo
veía, seguramente no estaría realmente allí. Quizá se marchara. Quizá no la
matara como sin duda merecía.
—Lo siento— estalló con gruesas lágrimas ardiéndole en los ojos—. He
ido demasiado lejos. Al principio pensé que la casita de los Willem era
tuya, y cuando creyeron que yo era tu esposa, fueron tan amables... —Dejó
la frase sin acabar embargada por la nostalgia, pero entonces recobró
ánimos y continuó—: Deseaba tanto que siguieran tratándome así y... y era
difícil hablarles de mi mentira, sobre todo, después de que me enseñaran tu
verdadero hogar y me dijeran lo mucho que deseaban que me quedara. —
Se tragó la oleada de pánico que le subió por la garganta. No serviría de
nada; no merecía compasión. Se merecía todo lo que fuera a hacerle.
—Durante todo el tiempo, tú tenías el ópalo, ¿verdad? Durante todos
esos años que pasé buscándolo, estaba escondido en el Ice Maiden, ¿no es
cierto? —La voz de Noel sonó grave y dura. Como un gruñido.
Frustrada, Rachel dio varias patadas a las mantas que la cubrían.
—Quería enseñártelo. Mi padre lo encontró el verano antes de morir.
Pero, ¿qué habría pasado conmigo si te lo hubiera entregado? Aún estaría
allá arriba, muriéndome por dentro, y tú estarías aquí con tu refinado grupo
de amigos, donando la piedra a un museo con grandes ceremonias.
Noel se acercó a la cama, la agarró por la mandíbula con su enorme
mano e hizo que alzara la cabeza.
Rachel lo miró a los ojos. Había olvidado lo musculoso y fuerte que era.
Incluso a pesar de la tenue luz de gas del dormitorio, su aura de poder era
innegable.
Noel se inclinó sobre ella y la joven se dio cuenta de que estaba recién
afeitado. Nunca había visto su verdadera cara, pero en lugar de sentirse
decepcionada por lo que ocultaba bajo el áspero pelo, se sintió mucho más
atraída por él. Poseía un rostro más apuesto y duro de lo que podía haber
imaginado. Incluso en ese momento deseó alargar la mano y acariciarlo.
Tenía el rostro del arcángel Gabriel, con el pelo y los ojos oscuros del
demonio.
—He pasado años en el frío y la oscuridad buscando esa piedra. Años.
¿Sabes lo que es eso, Rachel? —Su mano se convirtió en un torno
alrededor de la barbilla.
La joven se zafó de él.
—Sí —siseó. Tenía las mejillas húmedas por la desesperación, no por la
ira—. Sé demasiado bien lo que es esperar durante años algo... algo que no
estás destinado a tener.
Alargó el brazo hacia la mesita de noche. El ópalo estaba allí, donde lo
había dejado.
—Tómalo entonces. Es tuyo —le espetó—. Es un pago más que
generoso por el uso de tu casa durante estos pocos meses. Sólo consígueme
un pasaje de vuelta a Herschel y me habré ido con las primeras luces del
alba.
Noel se sentó en el borde de la cama con los ojos resplandecientes de ira.
Rachel trató de alejarse, pero él le agarró las manos y se las sujetó
contra las almohadas. Se sintió desnuda bajo él. El fino camisón de batista
no le ofrecía mucha cobertura, totalmente estirado como estaba sobre los
pechos.
—¿Te atreves a pensar que el daño que has causado puede borrarse sólo
con esa maldita piedra? —Zarandeó la cama como si deseara despertarla
—. No es ni una décima parte de lo que me debes por el fraude en que has
convertido mi vida.
—Diles que soy una delincuente. Me da igual. No volveré a verlos
nunca. —Luchó contra él para obligarle a que la soltara, pero Noel ni
siquiera se inmutó.
—No. Dejar que salieras corriendo de vuelta a Herschel ahora sería
demasiado bueno para ti.
—Entonces, ¿quieres mandarme a la cárcel?— Las palabras le salieron
en un temeroso susurro aunque seguía forcejeando con él.
—La prisión es el lugar que te corresponde —le respondió con frialdad
sin que sus forcejeos le inmutaran en absoluto.
Rachel apartó la vista, pero las sombras que llenaban los rincones del
dormitorio le ofrecían poco consuelo.
—Llevas razón —admitió mientras una lágrima se le deslizaba por la
mejilla antes de que la lucha en su interior se iniciara de nuevo.
—Pero si te envío a prisión, no podré contemplar tu tortura. No podré
ver tu soledad. No podré regodearme en tu desesperación gruñó—. No. Lo
que voy a hacer es darte esta maravillosa vida que has robado. Te dejaré
vivir los próximos meses como mi esposa. Quiero ver si puedes soportarlo.
Rachel le miró fijamente.
—¿Qué quieres decir?
Noel se rió sin que la alegría rozara sus ojos.
—Quiero que sigas interpretando el papel de mi esposa. De ese modo,
me salvaré de parecer un idiota y recibirás el castigo que mereces.
—¿Qué clase de castigo es ese? He hecho amigos aquí en Northwyck.
Tengo a mi disposición todas las comodidades que pueda soñar. ¿Por qué
tendría que sufrir si esto continuara?
—Porque aún no has tenido un marido al que complacer, ¿no es cierto?
—le dijo en un tono inquietante.
Rachel volvió a mirarlo a los ojos. Respiraba entrecortadamente debido
a sus esfuerzos por zafarse.
—¿Qué... qué quieres decir?
—Tú fuiste quien anunció este matrimonio, así que dejemos que
experimentes el dolor que conlleva. Empezaremos por el lecho conyugal.
—Liberó una mano y siguió sujetándole las suyas con la otra. Luego apartó
la ropa de cama y la estudió acariciando su cuerpo con la mirada, un
cuerpo que se revelaba al detalle bajo el fino algodón.
—No, no puedes. Sabes que no lo haré —jadeó ella—. No estamos
casados...
—¿Quién dice eso? —replicó con la comisura del labio curvada en una
diabólica sonrisa.
—Lo digo yo —protestó.
—Eso no es lo que afirmaste ante todos en esta ciudad. —Le apoyó la
mano en el muslo y le subió el camisón hasta llegar al íntimo triángulo
entre las piernas.
—Te he dado el ópalo y me iré de aquí para no regresar nunca. Puedes
decirles que la conmoción de verte vivo me mató. —Intentó apartarle la
mano.
Noel la ignoró. Deslizó lentamente los nudillos por el pecho y jugueteó
con el pezón bajo la fina batista.
—No —jadeó Rachel, luchando por liberar sus manos.
—Como mi mujer, no tienes ningún derecho a decir que no — susurró
Noel contra su pelo mientras le lamía la suave piel tras la oreja.
—Ningún derecho legal, pero sí moral— le espetó la joven. Finalmente,
desesperada, se volvió hacia él y le mordió el labio inferior cuando Noel se
inclinó para besarla.
—Maldita seas— masculló al tiempo que le soltaba las manos haciendo
ademán de alejarla de él.
—Te lo merecías —le espetó Rachel mientras se abrazaba a las
almohadas en busca de protección.
—Debería haber recordado lo condenadamente difícil que puedes llegar
a ser —gruñó como si le doliera el labio.
—Te he hecho una oferta de paz. No puedo... No, no te ofreceré nada
más que eso —aseveró ella al tiempo que cruzaba los brazos sobre el
pecho.
Noel la estudió con una oscura y torva mirada.
—Me has convertido en el hazmerreír de todo Nueva York y, aun así,
quieres establecer límites a tu castigo. Dios, he debido perder la razón. No
puedo creer que haya pensado por un momento que merecía la pena
regresar aquí por ti.
—¿Por qué has vuelto?— le preguntó finalmente. Necesitaba saberlo—.
¿Fue porque te cansaste del norte como yo predije? ¿Deseabas una
compañía más refinada? ¿La de una joven llamada Judith Amberly?— Un
nudo de angustia le oprimía el corazón, pero se juró no darle la satisfacción
de verla llorar. Había perdido la guerra. ¿Para qué darle al vencedor alguna
satisfacción más?
Noel se puso rígido.
—¿Dónde la has visto?
Rachel se preguntó si lo que querría saber realmente Noel eran todos los
detalles de su prometida, tal y como lo desearía un amante perdido ya hace
tiempo.
—Me la han presentado esta noche en el baile —se limitó a contestar.
Él se pasó una exasperada mano por los rizos recién cortados. La luz del
fuego del hogar de carbón casi apagado iluminaba las duras líneas de sus
pómulos. Verdaderamente, era el hombre más apuesto que Rachel hubiera
visto nunca. La imagen de Magnus del brazo de Judith Amberly era más de
lo que podría soportar.
—¿Por qué no me hablaste de ella? —Las palabras se elevaron entre
ellos como una fortaleza de piedra.
—¿Por qué no te hablé de ella? —replicó furioso de nuevo—. ¿Estás
aquí sentada en mi propio dormitorio fingiendo ser mi esposa y me
preguntas sobre mi vida aquí? Es ridículo.
Rachel le observó con detenimiento. ¿Había visto un brillo de culpa en
sus ojos? ¿Se había debilitado su voz cuando había hablado? No podría
decirlo. Sólo escuchó ira.
Justo entonces, llamaron a la puerta. Noel se levantó y abrió.
—¿Qué ocurre? —gruñó.
Betsy estaba de pie en el pasillo.
—El doctor dijo que la señora necesitaba descanso. Sé que ha pasado
mucho tiempo desde que os visteis por última vez, pero debo recordarte
que ha sufrido una gran conmoción. Tiene que tomar lo que el doctor le ha
prescrito.
Magnus se volvió hacia Rachel con una expresión en el rostro que le
decía que más tarde se encargaría de ella. Acto seguido, pasó con
brusquedad junto a Betsy y desapareció en la aterciopelada oscuridad del
pasillo.
—Lo siento mucho. No pretendía separaros. —La anciana entró en la
habitación. Llevaba la cofia torcida debido a tanto ajetreo.
—No pasa nada —respondió Rachel con tristeza. Seguía con la mirada
clavada en la puerta como si esperara que, en cualquier momento, él
regresara a su lado.
—¿Tomarás un poco de esto? —El ama de llaves levantó el frasco de
cristal azul que el doctor había dejado.
—No, de verdad, no quiero nada. —No quería que la medicina la
aturdiese. Tenía que planear cómo regresar a Herschel y cómo
arreglárselas para pasar el resto de su vida sin Noel.
Se tumbó de lado y se quedó mirando el brillo rojizo del carbón
incandescente.
Betsy se acercó y le acarició el pelo.
—Fue una gran conmoción verlo de nuevo, ¿verdad? Te juro que no
podía creer lo que veían mis ojos cuando entró en el vestíbulo esta noche
con ese aspecto de criatura salvaje. —Soltó una pequeña risa—. Al
principio no lo reconocí. Nunca lo había visto con tanto pelo y tan
desaliñado. Pensaba que nos iba a robar, en serio.
—Oh, Betsy —gimió Rachel. En su angustia, no se había parado a
pensar en ningún momento en cómo le diría a aquella mujer que ella y los
niños debían dejar Northwyck porque eran un fraude.
—No hables, querida. Has sufrido una conmoción realmente grande.
Pero todo va a ir bien ahora. Noel ha vuelto. Ha vuelto— recalcó Betsy
como si fuera un milagro— Recuperarás tu intimidad con tu marido
mañana, cuando tu estado no sea tan frágil.
—Me temo que Noel no está contento conmigo ahora... —empezó
Rachel.
—Ha pasado por muchas cosas, querida —la interrumpió la anciana—.
Su viaje hasta aquí ha sido muy duro. De hecho, nunca le había visto tan
delgado. Pero deberías haber visto su cara cuando le dije que vivías aquí y
que estabas a salvo. El alivio en su expresión fue digno de ver. —Suspiró
con satisfacción—. Él te subió aquí en brazos. Según me ha explicado el
cochero, no dejó que nadie le ayudara contigo en casa de la señora
Steadman. Ordenó que el médico se reuniera con él aquí y luego te atendió
personalmente.
A Rachel todo aquello le pareció difícil de creer. Pero, por supuesto, él
no querría que muriera. No cuando podría torturarla para vengarse de ella.
—Esa es una historia maravillosa, pero me temo...
La otra mujer parecía no poder dejar de hablar y volvió a interrumpirla.
—Nunca lo había visto en semejante estado. Cuando le dijimos que no
estabas aquí, sino en casa de los Steadman, no pudo esperar a que
regresaras. Ni siquiera se bañó ni comió nada, lo único que deseaba era
verte.
Apuesto a que sí, pensó Rachel con amargura.
—Betsy...
—Trajo ese paquete para ti. ¿Lo ves allí? —Señaló con la cabeza un gran
fardo envuelto en piel sobre la cómoda—. Mientras el doctor te atendía, no
pudimos convencerle de que te dejara hasta que no empezaste a despertar.
Sólo entonces se fue a su habitación para bañarse y comer algo. Pero
regresó de inmediato con ese fardo, y cuando le pregunté si debía sacar lo
que fuera que había en su interior, me dijo que era una sorpresa para ti.
Que lo había traído desde Herschel para ti.
Rachel se quedó mirando el gran fardo. Una parte de ella deseaba
lanzarse sobre aquella cosa y abrirla; otra parte más prudente no quería
saber lo que había dentro por miedo a que contuviera más objetos de
venganza.
—Tengo que dejarte, querida. Descansa un poco. Mañana será un gran
día para ti. Necesitarás fuerzas. ¿Sabes?, el pobre Noel ha estado tan
angustiado por ti que no ha tenido ni un momento para ver a los niños. —
Betsy frunció el ceño—Dios mío, te has puesto aún más pálida. ¿No
quieres tomar algo de tónico del doctor?
—No, no... —jadeó Rachel al tiempo que su mente retrocedía
horrorizada. Ni siquiera había pensado en cómo reaccionarían Tommy y
Clare al día siguiente. Por supuesto, los echarían a la calle de una patada
junto a ella, pero Noel probablemente aún no supiera nada de ellos. Sería
otra terrible mentira con la que lidiar por la mañana.
—Duerme bien, querida. Piensa en que mañana todo irá mejor —
le dijo Betsy en voz baja antes de salir de la habitación.
Una vez a solas, Rachel no tuvo otra opción que rezar para que la muerte
le sobreviniera mientras dormía. Esa era la única escapatoria posible. De
otro modo, por la mañana, iba a tener la desagradable tarea de presentarle a
Magnus a su hijo y a su hija, dos completos desconocidos para él.
9
—Buenos días, señora Magnus —saludó la doncella cuando Rachel entró
con timidez en la sala del desayuno a la mañana siguiente.
—Qué buen aspecto tiene, señora Magnus— comentó el señor Forest, el
mayordomo, mientras le servía el café.
—Sí, ¿verdad? —asintió Betsy mientras reunía al personal doméstico y
hacía que se retirara sin dilación.
Respirando hondo para tranquilizarse, Rachel miró a la bestia sentada
frente a ella en la gran y reluciente mesa de caoba. El aspecto civilizado
que ofrecía aún le chocaba.
No se parecía en nada al Noel de Herschel. Se había desvanecido su clara
obsesión por encontrar a Franklin y ahora estaba totalmente concentrado en
ella, en la ira y la venganza. También había desaparecido la barba y el pelo
rebelde. Su corto pelo negro iba a juego con el color de los pantalones; la
austeridad de la camisa blanca sólo se veía empañada por una corbata de
seda verde que debía haberle anudado un experto ayuda de cámara. Tuvo la
extraña idea de que probablemente sería un gesto de mala educación por su
parte haberse sentado a la mesa del desayuno sin chaqueta, pero no le
sorprendió que no le preocupara ofenderla. Por su mirada torva, parecía
dispuesto a estrangularla si tenía la suficiente consideración como para
acercarse hasta el extremo de la reluciente mesa de desayuno en el que
estaba sentado.
—Por favor, no dejes que te haga esperar —le dijo Rachel mirando en
tono de burla su plato de huevos con beicon casi vacío. Noel no dijo nada.
Se limitó a coger la taza de café y a beber su contenido de un sorbo.
Rachel ignoró su espléndido desayuno. No sería capaz de comer ni un
bocado. Alargó la mano para coger la taza de café, pero se dio cuenta de
que temblaba tanto que no sería capaz de sostenerla.
—He venido para darte esto, nada más. —Hizo rodar el Corazón negro
hacia él. El ópalo brillaba como las profundidades del infierno en contraste
con el blanco del mantel. Carraspeó y continuó hablando —Si eso salda la
cuenta, sólo pido que a cambio me des dinero suficiente para el viaje de
vuelta a Herschel. No me queda nada mío. Gasté todo lo que tenía para
llegar hasta aquí.
—Te has servido de mi nombre, de mi casa, de mi fortuna — replicó él
con los ojos resplandecientes—. ¿Y pretendes decirme que aún necesitas
más?
Una ardiente llamarada de furia surgió en el interior de Rachel. Había
hecho todo aquello porque lo amaba. Ella se lo había prometido todo, pero
él no le había ofrecido nada.
—No. No necesito nada más —respondió en voz baja. Con la mirada fija
en su vestido de lino color lavanda, añadió—: Te enviaré el dinero por
estas ropas cuando lo tenga, a menos, por supuesto, que seas tan
despreciable como para hacer que abandone esta casa totalmente desnuda.
Por la expresión tensa en el rostro de Noel, estaba segura de que aquella
idea se le había pasado por la cabeza.
Incapaz de soportar más, la joven dio media vuelta y se dirigió a la
puerta.
—No te he dado permiso para retirarte.
La mano de Rachel se detuvo sobre el pomo de la puerta. Se volvió hacia
él y lo miró a los ojos.
—¿Qué más queda por decir? Te he dado como pago todo lo que tengo
en el mundo. —Se sentía desesperada, sin saber qué hacer con el profundo
dolor que le atenazaba el corazón—. Si eso no es suficiente, lo único que te
queda es avisar a las autoridades para que me encarcelen. Así que, si eso es
lo que pretendes, hazlo ya y acaba con esto. Estoy tan impaciente por irme
de este lugar como tú por verme marchar.
—Pero yo no quiero que te vayas. ¿Acaso no lo entiendes? — Una
maquiavélica sonrisa rozó sus labios Tú quieres que se te imponga un
castigo por tu mal comportamiento. Acaba con esto, esas han sido tus
palabras.
—Si es así, ¿por qué no lo haces? —preguntó desafiante.
—Porque no hay bondad en mí, Rachel. No soy un hombre clemente. Mi
venganza no acabará con el rápido golpe de la puerta de hierro de la cárcel
o lanzándote al frío y cruel mundo de ahí fuera sin siquiera las ropas que
llevas puestas. No. Tengo preparadas cosas peores para ti. Mucho peores.
—Entonces, ¿cuál es tu plan? —Se le estaba acabando la paciencia y
tenía que hacer un gran esfuerzo para ocultar el miedo en su voz.
Noel sonrió. El blanco de sus dientes hacía juego con la inmaculada
camisa. Su sonrisa era deslumbrante y, sin embargo, carecía por completo
de alegría.
Y, aun así, a Rachel nunca le había parecido más atractivo.
—Si te envío a la cárcel por fraude, pareceré un ingenuo al que han
engañado. Y si te abandono a tu suerte y dejo que el diablo se te lleve,
entonces no tendré un asiento desde el que poder ver tu miseria. —Hizo
una pausa y clavó la mirada en la suya—. Así que serás mi esposa.
Interpretarás tu papel y cumplirás con tus deberes para que todo el mundo
lo vea. Lo harás o morirás en el intento.
A Rachel le pareció que la cabeza estaba a punto de estallarle a causa de
la confusión que reinaba en su interior.
—No te entiendo. Eso precisamente es lo que yo he deseado siempre.
¿Cómo puedes convertirlo en un castigo cuando he luchado tanto por
intentar conseguirlo?
Noel se negó a mirarla a los ojos.
—Porque será una farsa. No será real. No serás mi esposa, pero
descubrirás cómo habría sido adoptar ese papel, del mismo modo que mi
propia madre lo descubrió. Y si completas tu penitencia, surgirá mi mejor
lado y te mostraré piedad. Cuando supliques que te libere de tu cautiverio y
te lo hayas ganado, me ocuparé de que te lleven de regreso a Herschel.
—¿Vas a ser tan deliberadamente cruel? ¿Sólo para demostrar algo? —
Rachel temblaba por la ira contenida.
—Te voy a dar una dosis de verdad. —La voz de Noel se tornó grave y
dura—. La verdad sobre el matrimonio. La verdad sobre Northwyck y la
verdad sobre mí.
La joven le miró fijamente a los ojos. La ternura que había encontrado
en ellos en Herschel parecía haber desaparecido, sustituida ahora por la
frialdad de un oscuro invierno ártico. Necesitó respirar profundamente
varias veces para calmarse lo suficiente y poder hablar.
—No funcionará. Aunque me vea obligada a interpretar el papel de tu
esposa, hay otras complicaciones que no has considerado.
—¿Quieres decir que hay más en este engaño? Me cuesta creerlo, señora
Magnus. —Sus palabras rezumaban sarcasmo.
—Bueno, en realidad, pensaba decírtelo anoche, pero...
—¡Siento interrumpir! —Betsy asomó la cabeza por la puerta de la sala
del desayuno. Su rostro reflejaba la alegría que sentía—. No sería tan
atrevida si no tuviera a dos pequeños visitantes ansiosos.
Rachel abrió la boca para protestar, para detener al ama de llaves, pero
era demasiado tarde.
—¿De qué estás hablando, mujer? —La voz de Magnus retumbó en la
estancia.
—Es un poco prematuro, pero... —empezó Rachel.
—Pero ¿qué? —bramó Magnus al tiempo que tiraba la servilleta sobre la
mesa y se levantaba.
—No creo que sea el momento, Betsy —suplicó Rachel con la vana
esperanza de que la anciana captara el mensaje.
La buena mujer no sabía qué estaba pasando.
—Pero ellos todavía no lo han visto, Rachel —adujo, perpleja—. Y los
pobres angelitos han pensado que estaba muerto durante todo este tiempo.
Es una sorpresa bastante grande despertar y descubrir de pronto que ha
regresado, ¿no crees?
—Estoy de acuerdo y, sin duda, llevas razón, pero, de verdad, ahora no
es el momento —imploró Rachel.
—¿El momento de qué? —Magnus se volvió hacia el ama de llaves y le
lanzó una de sus penetrantes miradas—. ¿Quién quiere verme?
—Tommy y Clare, por supuesto. No te han visto desde hace mucho
tiempo. Pensaban que estabas muerto —explicó Betsy.
—Tommy y Clare —repitió Magnus mientras miraba a Rachel para que
le ayudara a comprender.
—Ahora no es buen momento, Betsy —gimió Rachel.
—Pero ¿cuándo es buen momento para ver a tu padre después de haber
pensado durante mucho tiempo que estaba muerto? No puedo ser tan
insensible como para decir a los niños que su padre preferiría no verlos
ahora.
—¿Niños?— espetó Noel—.¿Padre?— Si las miradas pudieran matar,
Rachel habría caído fulminada.
—Sí. —Fue todo lo que la joven pudo decir, casi desafiándolo a que la
atacara.
Noel cerró los ojos como si el hecho de hacerlo le ofreciera una vía de
escape, y los segundos siguientes pasaron lentamente.
—Betsy —pidió entonces Rachel—. ¿Te importaría llevar a los niños al
salón?
—Por supuesto que no, pero... —El ama de llaves se volvió hacia Noel
—... pero ¿cuándo debo decirles que verán a su padre?
Noel parecía a punto de estallar.
—Los veré en breve, pero antes necesito otro momento con mi esposa.
—Sus palabras fueron una amenaza y una maldición al mismo tiempo.
Betsy cerró la puerta sin poder ocultar su confusión.
Sola con él de nuevo, Rachel reunió fuerzas para hablar.
—Intentaba decirte que...
—¿Qué diablos es esto? Tú y yo no tenemos hijos. No los tenemos—
masculló apretando la mandíbula.
—Me los encontré hambrientos en las calles de Nueva York. No podía
dejarlos allí... No en ese lugar tan duro. Así que los traje conmigo para
compartir mi destino con ellos. Era lógico decirle a todo el mundo que eran
tuyos. Y ahora, si no permites que nos marchemos de inmediato, esta farsa
se hará aún más grande.
—Cees que has vencido, ¿verdad? Crees que estás más protegida por
traer a dos golfillos de la calle contigo. Pero no funcionará. Aplicaré
contigo la ley del ojo por ojo y el diente por diente. Veremos quién puede
aguantar más tiempo antes de rogar piedad.
—Pero, ¡Noel! —Lo cogió del brazo—. No puedes usar a Tommy y a
Clare en esta guerra entre nosotros. No puedes hacerles daño. No puedes
deshacerte de ellos tan fácilmente como podrías hacerlo conmigo. Son sólo
niños. Tommy no tiene más de ocho años.
Noel se liberó de su contacto como si le quemara.
—Obsérvame.
Desesperada, Rachel corrió tras él cuando entró decidido al salón.
—Por favor —rogó desesperada.
Tommy y Clare parecían preparados para echar a correr y salvar la vida.
Como en los viejos tiempos, la chiquilla se acercó a toda prisa a Tommy, y
la cara del niño asumió la dureza que Rachel había visto ese primer día en
Nueva York.
—¡Yo y mi hermana no le hemos hecho ningún daño y nos iremos ahora
si nos deja! —gritó Tommy. Los seis meses de clases de gramática y
dicción se esfumaron debido al terror que se había apoderado de él.
Magnus se detuvo bruscamente, como si algo le impidiese moverse.
Rachel no podría borrar nunca de su mente la imagen de la alta silueta
masculina cerniéndose sobre los dos niños que se encogían contra el muy
civilizado sofá forrado de seda de damasco. El contraste era escalofriante.
—Por favor, Noel —dijo en voz baja a su inflexible espalda—. Soy yo
quien te ha hecho daño. Soy yo quien debería pagar. No ellos. Los niños
han disfrutado del lujo de esta casa, pero sólo durante un breve periodo de
tiempo. Y era su derecho como niños tener esas cosas, así que ¿no puedes
perdonarles? ¿No puedes dirigir tu ira hacia mí en lugar de hacia ellos?
—Nunca ha sido propio de mí tener a niños desatendidos —le espetó con
dureza aún sin mirarla—. Estos dos no pagarán por tus pecados.
Clare y Tommy se desplomaron en el sofá. El alivio se adueñó de sus
rostros como si hubiera pasado sobre ellos un ángel.
—Pero tú no estás libre de mi cólera —aseguró al volverse hacia Rachel
—. Y pagarás el doble. Una vez por ellos y otra por esta intolerable
mentira. —Dio un paso hacia ella de forma amenazante.
—Pagaré entonces —susurró ella sin moverse de su sitio.
—¡No lo hará! —gritó Tommy.
Antes de que Rachel pudiera ver qué sucedía, Tommy lanzó su pequeño
cuerpo hacia Magnus con toda la fuerza de un tren. Por su parte, Clare, con
el rostro pálido y los ojos azules abiertos de par en par por el miedo, corrió
detrás de él, dispuesta a luchar también.
—¿Qué diablos estás haciendo? —gruñó Magnus, levantando a Tommy
por el cuello de la chaqueta.
Clare le dio un cabezazo y Noel la agarró también.
—No dejaremos que la golpees. ¡No dejaremos que la golpees hasta
hacerla sangrar, porque nosotros te pegaremos primero! — Al intentar
darle un puñetazo, Tommy giró como una peonza.
—¿Qué clase de indeseables has recogido, Rachel? —preguntó Magnus
con la voz totalmente calmada mientras Tommy volvía al ataque.
—¡Corre, Rachel! ¡Corre! —gritó Clare mientras su largo pelo rubio se
soltaba de los pasadores y adoptaba el aspecto de un animal salvaje en
busca de sangre.
—No, no, suéltalos, Noel. —Se volvió hacia los niños y les habló con
voz calmada—. No me pegará. No debéis pensar eso.
Con serenidad, hizo que Magnus soltara a Clare y a Tommy, y éstos
cayeron al suelo hechos un indecoroso ovillo. Jadeantes, los dos niños se
quedaron mirándola como si necesitaran asegurarse de que lo que decía era
cierto.
—No me pegará. Os lo prometo —les aseguró.
—Si la tocas, te las verás conmigo —gruñó Tommy mirando a Magnus
—. Te lo juro.
Noel se pasó la mano por el pelo. Su expresión era tensa e indescifrable.
Rachel se dio cuenta de que le había visto hacer ese gesto más de una
vez desde que había llegado a Northwyck. Ni toda la tundra helada ni los
hambrientos osos polares habían llevado a Noel Magnus hasta el límite,
pero quizá ella sí lo había hecho.
—¿Estas criaturas se han hecho pasar por mis hijos? —inquirió tenso.
—Últimamente no se habían metido en ninguna pelea. Bueno, hasta
ahora —respondió Rachel a modo de disculpa—. Normalmente son
bastante buenos y pasan el tiempo en el piso de arriba dando clases con su
tutor. La señora Willem también les ha estado dando lecciones. De verdad,
han cambiado mucho desde que llegaron.
—Llama a Betsy y haz que se los lleven arriba con el tutor. — Los
despidió con un movimiento de cabeza.
—No nos iremos sin Rachel. No iremos a ninguna parte sin ella —
afirmó Tommy.
—Eso —añadió Clare.
La joven se acercó a los dos niños asustados y se arrodilló delante de
ellos.
—Yo nos metí en este lío y es cosa mía sacarnos. Pero os prometo que
no tenéis que preocuparos por mí. Puedo cuidar de mí misma.
—Entonces, vámonos, Rachel. Salgamos de aquí y marchémonos —
suplicó Clare. Sus ojos aún se veían angustiados por viejos miedos, y
cuando alzó la mirada hacia el alto y enfadado señor de la casa, se llenaron
de nuevos temores.
—Me gustaría irme, pero... —La joven miró por encima del hombro a
Magnus—. Pero me temo que él no está preparado para que nos vayamos
todavía. Y le debemos tiempo para que pueda salir del aprieto en el que le
hemos metido al inventarnos que tiene una esposa e hijos. ¿Lo entendéis?
—No queremos verte con la cara llena de moretones, Rachel. — La voz
de Tommy se quebró.
—Eso no ocurrirá, cariño —lo tranquilizó, sintiendo que ardientes
lágrimas anegaban sus ojos—. Desconozco todo lo que habéis visto o
experimentado, pero como os dije desde el primer momento en que nos
conocimos, tenéis que empezar desde cero aquí. Este es un mundo
diferente al mundo del que tú y Clare venís. Es mejor. Mucho mejor. Los
hombres no hacen esas cosas a las mujeres aquí en Northwyck, os lo
prometo.
Se volvió hacia Magnus en busca de respaldo y vio que él miraba
fijamente a los dos niños con un brillo de compasión en los ojos.
—El rostro de Rachel es hermoso y no haré nada para cambiarlo. Nunca
pondría la mano encima a una mujer. Nunca—le aseguró a Tommy con
firmeza. Su mirada se clavó en Rachel y añadió—: Por mucho que se me
provoque.
—¿Veis? ¿Lo veis? —La joven abrazó a los dos niños—. Sé que es
aterrador el lío en el que os he metido. Pero ahora debéis prometerme que
confiaréis en mí. Pase lo que pase, debéis confiar en que me encargaré de
que cuiden de vosotros. Os dije que lo haría y pretendo mantener mi
promesa.
—Pero, ¿y si no puedes, Rachel? —preguntó Clare con voz ahogada.
—Entonces, otros lo harán por mí —afirmó con gravedad—. Betsy no
dejará que os echen a la calle. —Se volvió hacia Noel—. Y puede que haya
otros que intervengan y hagan lo que es correcto.—Retornó su atención a
Tommy y a Clare—. Pero debéis confiar los dos. Es del único modo que
podréis curaros y creer. Debéis confiar. Os lo he dicho siempre. La
confianza es lo más importante. Así que prometédmelo—insistió—.
Prometédmelo.
Clare se lanzó a los brazos de Rachel y la joven la estrechó con fuerza.
Tommy, como siempre, se contuvo, pero la tensión desapareció de su
rostro y la dureza abandonó sus ojos.
Rachel se enjugó una lágrima que se le había deslizado por la mejilla
mientras se erguía.
—Ahora, si a Noel le parece bien, quiero que subáis para seguir con
vuestras lecciones. El señor Harkness debe de estar esperándoos para
empezar con la clase de geografía.
Tommy y Clare asintieron y miraron a Magnus.
—Id —fue todo lo que él dijo antes de pasarse la mano por el oscuro
pelo.
Cuando por fin se quedaron solos, Rachel tomó la iniciativa a pesar de
su voz temblorosa.
—Quería hablarte de ellos, pero ya había tantas complicaciones que no
estaba segura de cómo...
—No. —Noel alzó la mano y se negó a mirarla siquiera.
—No me importa lo que me pase a mí, pero no puedo dejar que paguen
por esto. Desquítate conmigo, pero no permitiré que ellos sufran. Son sólo
niños.
—Eso ya lo veo.
Rachel guardó silencio durante largo rato y finalmente se decidió a
hablar.
—Realmente necesito que me ayudes a encontrarles un sitio en algún
lugar. Sé que no pueden quedarse aquí, pero haría cualquier cosa por verlos
felices y bien cuidados. Pagaré cualquier precio, te lo prometo. Soportaré
cualquier castigo.
Hizo una pausa y miró a su alrededor mientras buscaba las palabras
correctas para convencerlo.
—Si hubieras visto lo desdichados y escuálidos que eran cuando los
encontré... En sus vidas no había habido nada más que horror y necesidad.
No puedo dejar que lo poco que han tenido desaparezca ahora. —Le
temblaba la voz—. Dejaría que me golpearas hasta sangrar antes que verlos
de nuevo en las calles. Hasta ese punto deseo su felicidad. —Intentó reírse,
pero fue un miserable fracaso—. ¿Qué necesidad tengo de una cara bonita
de todos modos? En Herschel, era sólo un incordio.
—Sabes que nunca te pondría la mano encima —afirmó Noel con
severidad—. Por otra parte, lo sepas o no, hay cosas peores con las que un
hombre puede destruir la belleza de una mujer. Es mucho más cruel
destruir su espíritu. —Sus pensamientos parecían a un millar de kilómetros
de distancia.
—Preferiría que me destruyeras antes que hacerles daño. Ningún precio
es demasiado alto. Ningún precio.
Finalmente la miró. Parecía desear alargar el brazo y acariciarle la
mejilla. Levantó la mano, pero luego la dejó caer al costado.
—Vete.
Destrozada, sacudió la cabeza.
—Pero ¿cómo voy a arreglarlo todo para los niños si me voy ahora?
—Me refería a que subieras a tu habitación. No quiero verte.
Rachel soltó un tembloroso suspiro. El odio de Magnus quemaba y hería
más profundamente que un látigo. Su profecía ya estaba haciéndose
realidad. Le había entregado a Noel su corazón hacía mucho tiempo, así
que, ¿qué importaba si magullaba su cuerpo o le pisoteaba el alma? Ya
había pagado por sus errores, porque el primero había sido enamorarse de
él.
—Muy bien —susurró—. Seguiré tu retorcido juego si eso hace que
mejoren las cosas. Pero cuando acabe y hayas ganado, cuando hayas tenido
tu venganza, tendrás que arreglarlo todo para que Clare y Tommy vayan al
mejor internado de Nueva York. Cuando regrese a Herschel, quiero saber
que algo bueno ha salido de todo esto... — Fue incapaz de continuar.
—Me encargaré de ellos. —No la miró. Se limitó a decir en tono
monocorde—: Ahora desaparece de mi vista.
Rachel abandonó la habitación llorando.
10
La joven abrió las ventanas para escuchar a los grillos. La noche traía
consigo profundas sombras que empezaban a cubrir el valle. Desde el
asiento junto a la ventana podía ver los campos de Northwyck envueltos en
la bruma típica del atardecer procedente del río Hudson.
El paisaje nocturno encajaba con su estado de ánimo. Apoyó la mejilla
manchada por las lágrimas en el frío cristal y dejó que su mirada vagara
hasta el horizonte. Soñando despierta, se imaginó desapareciendo en la
niebla y dejando aquella pesadilla atrás.
En lugar de eso, estaba prisionera en una situación que ella misma había
provocado. Y lo peor es que no tenía a nadie a quien culpar excepto a sí
misma. Lo había planeado y llevado a cabo. Ahora lo único que le quedaba
era el lujo de su prisión y la cólera de su carcelero.
Cansada, cerró los ojos. A su padre le habían arrebatado el amor a causa
de la extraña plaga de fiebre amarilla que había llegado misteriosamente
un verano a Philadelphia. Para cuando hubieron subido a Rachel al barco
que viajaba a Herschel en otoño, la plaga había desaparecido tan
rápidamente como surgió, pero se había llevado consigo a numerosas
víctimas. Como si fuera una ola que retrocediera de nuevo hacia el mar.
Quizá era así como debía ser el amor. En lugar de preservar el alma, quizá
la consumiera y dejara tras sí una víctima lista para cualquier tragedia que
le esperara a la vuelta de la esquina.
No, no podía ser así. Ella se había sentido llena de energía gracias a sus
sentimientos por Noel. Siempre que él llegaba a Herschel, la joven se había
sentido más viva que nunca. Sentía que cada inspiración que tomaba era
más profunda, cada imagen del hielo y la nieve a su alrededor más blanca y
más radiante que el día anterior.
Cada caricia era más ardiente y más deseada.
Abrió los ojos enrojecidos.
Deseaba gritar negando que hubiera sido así, pero no sería cierto. Había
dejado al hombre que amaba porque estaba volviéndose demasiado duro
decir que no. Estaba escrito que su perdición sería Magnus, y ahora, en
lugar de criar a un hijo bastardo bajo la barra del Ice Maiden, estaba en
Northwyck haciendo pasar a dos niños de la calle como los hijos del señor
después de haber fingido ser su viuda, para así poder llevar a cabo el fraude
y vivir en paz.
Pero no habría paz para los malvados. Ni tampoco parecía haberla para
aquellos que se atrevían a amar.
Le dio la espalda a los campos cubiertos por el color del crepúsculo para
examinar su prisión. El dormitorio no estaba cerrado con llave. Ni siquiera
estaba cerrada la puerta. La luz de gas del pasillo entraba parpadeante en su
habitación. En teoría, podía marcharse en cualquier momento. Pero no
tenía sentido que le diera vueltas a esa idea. Una cerradura no significaba
nada cuando la voluntad y las circunstancias suponían una esclavitud aún
mayor. No había un modo fácil de librarse de la situación. Si se marchaba,
abandonaría a Tommy y a Clare, y ella nunca haría eso. Y si se llevaba a
los niños con ella, Magnus podría seguirle la pista con mucha más
facilidad y convertir sus vidas en un infierno durante muchos, muchos
años.
Así que no tenía otra opción que quedarse, aceptar el castigo y dejar que
su corazón fuera pisoteado de nuevo. Destino cumplido.
Su triste mirada se iluminó al posarse en el fardo de cuero que habían
dejado allí la noche anterior. Le picó la curiosidad. Se levantó del asiento
junto a la ventana, se acercó y cogió el paquete.
Una capa tras otra de piel de caribú lo cubría. Tuvo que desenrollar más
de diez piezas de piel para llegar al preciado centro y lo que fuera que
hubiera en su interior. Apartó una piel, luego otra, pero una sombra en la
puerta la hizo detenerse de pronto.
Magnus estaba allí. Llevaba la misma ropa que en el desayuno, sólo que
ahora un chaleco de seda negra oscurecía el brillante blanco de la camisa.
Había un rastro de cansancio alrededor de sus ojos que Rachel no
recordaba haber visto nunca en Herschel. Las duras travesías de invierno,
las noches de mal whisky y los días de ventisca a temperaturas bajo cero
no habían dejado esa marca en sus ojos. Los ojos de Noel siempre
resplandecían con un cálido brillo marrón similar al del jerez, pero ahora
no era así. Ahora parecían permanentemente velados por la sombra de su
furia y desaprobación.
—Te dejaste esto aquí. —Le tendió el fardo.
—Lo traje del norte para ti —explicó él con voz tensa.
—Salí huyendo de allí. ¿Qué podrías haber traído que yo pudiera desear?
—Ábrelo.
Rachel desenrolló las últimas dos piezas de piel y casi se le pasó por alto
su contenido. Envuelto en la última piel había un resplandeciente
fragmento de hielo.
Noel se acercó a ella y lo cogió.
—Esto es todo lo que queda del enorme bloque que coloqué en el trineo,
y ya se está fundiendo. En unos cuantos minutos más, habrá desaparecido.
—¿Por qué? —jadeó ella con suavidad.
—¿Por qué? —repitió Noel mientras observaba cómo se formaba un
pequeño charco en su mano. Lo elevó hasta la boca de la joven y deslizó el
fragmento de hielo entre sus labios empujándolo con la palma—. Porque
nuestra vida allá arriba podría haber sido buena, Rachel. Podría haber sido
tan dulce como el agua que bebes ahora.
El trocito se deshizo en la boca de la joven. Lo último que quedaba de la
pura agua del ártico desapareció.
La ira volvió a Magnus con fuerza renovada.
—Pero esa vida tiene tantas posibilidades de existir en este lugar como
un bloque de hielo en junio.
—Yo podría ser feliz contigo en cualquier lugar, Noel. En cualquier
lugar. Te lo dije —le recordó, trémula.
—No. —Sacudió la cabeza con pesar—. Tú me trajiste de vuelta a esta
maldita casa, a este lugar en el que no quería estar. —La alejó de un
empujón como si no pudiera soportar verla—. Has despertado a la bestia
que yo deseaba muerta y enterrada para siempre.
Rachel lo observó marcharse. Noel no miró atrás. Las pieles quedaron
amontonadas en una pila empapada sobre el suelo, mofándose de ambos
con su vacío. El hielo había desaparecido.
—¿Por qué Noel odia tanto esta casa? —preguntó Rachel a Betsy cuando
la mujer acudió para supervisar cómo abría la cama una de las criadas.
El ama de llaves despidió a la doncella una vez hubo completado sus
deberes y giró la llave del aplique de gas. Todas las luces quedaron
apagadas excepto una solitaria vela sobre la mesita de noche.
—Mañana te espera un largo día, cariño. Magnus irá a la ciudad y quiere
que le acompañes —le anunció la mujer.
—Lo sé, lo sé —dijo la joven mientras se metía en la cama—. Pero
tampoco comprendo eso. Noel desea que le acompañe a la ciudad tanto
como desea que sea su... —Cerró la boca. Casi se le escapó la palabra
esposa. Betsy todavía no estaba al tanto de sus artimañas y Rachel aún no
estaba preparada para explicárselo. No cuando el ama de llaves era su
única amiga de verdad. Pero, aun así, tendría que decirle la verdad algún
día y quizá sufrir la pérdida de la amistad de aquella buena mujer.
—Toda esposa debe acompañar a su esposo cuando éste va a someterse a
una operación.
—¿Qué? —jadeó Rachel, convencida de que no había oído bien.
Betsy frunció el ceño.
—Noel va a la ciudad para operarse de algunas viejas heridas. Supongo
que se agravaron con el último viaje.
—¿Qué tipo de heridas?
—Unas más perjudiciales para el corazón que para el cuerpo, me temo.
Cuando el señor era sólo un niño, su padre, en un ataque de ira, le lanzó
una botella de whisky. La botella se rompió y le quedaron algunos trozos
de cristal hundidos en la espalda y el cuello. Ahora quiere que se los
saquen y ha encontrado un doctor que lo hará.
Rachel se abrazó a la almohada y tembló bajo el fino camisón. No
recordaba haber visto nunca ninguna herida a Magnus, pero, en realidad, no
lo había visto nunca totalmente desnudo, ni tampoco él la había visto a
ella.
—Así que ese es el terrible secreto de Northwyck. La crueldad de su
padre —musitó la joven para sí misma.
Betsy la tapó con la colcha.
—Había muy poca bondad en ese hombre. Después de que su mujer
huyera, acusó a Magnus de ser un bastardo a pesar de que el niño era su
viva imagen. Noel pagó el precio por todo. Nunca lo culpé de desear
marcharse, pero siempre mantuve la esperanza de que las cosas cambiaran.
—La anciana sonrió con dulzura—. Y ahora han cambiado.
—Yo también quiero que cambien —susurró Rachel cuando la mujer se
disponía a marcharse—. Pero no sé cómo hacer que mejoren.
—Ya lo has resucitado de entre los muertos y lo has traído de vuelta a
casa. Tendrás que tener paciencia, querida, si quieres algo más que eso. —
La anciana se rió—. Ahora, duérmete. Mañana te espera un largo viaje
hasta Nueva York.
Rachel apagó la vela y se acurrucó bajo las sábanas. Deseaba dormir,
encontrar un respiro en la dulce inconsciencia, pero su mente iba a toda
velocidad. Nunca se le ocurrió que Noel pudiera haber sufrido en la
infancia. Siempre le había parecido poderoso, más grande y fuerte que
cualquiera a su alrededor. Era casi imposible imaginarlo como un niño
pequeño de la edad de Tommy, vulnerable a la ira de su padre.
Rememoró todas las visitas de Noel a Herschel. Nunca nadie se peleó en
el Ice Maiden cuando él estaba allí. Mantenía el orden a su alrededor sin
violencia, con férreas palabras autoritarias y una voluntad acorde. El miedo
a sus represalias se había extendido como un manto sobre el Ártico, así que
nunca nadie se atrevió a desafiarlo.
Hasta que lo hizo ella.
En la oscuridad, su mirada descubrió que la puerta a su izquierda estaba
perfilada por una luz amarilla. Cuando llegó a Northwyck, Betsy no dudó
en asignarle el dormitorio de la señora de la casa, que estaba justamente al
lado de los aposentos del señor. Rachel defería haberlo imaginado. El
resplandor que veía procedía de la puerta de Magnus. En su dormitorio, la
luz aún estaba encendida.
Se levantó de la cama. No sabía por qué se sintió atraída hacia la puerta,
pero una vez allí, se sorprendió al descubrir que el pestillo no estaba
echado y la abrió un poco, sólo unos centímetros. Lo suficiente para
alcanzar a ver el dormitorio anexo.
Noel estaba allí. Le sorprendió que no estuviera en la biblioteca o en
cualquiera de las muchas otras habitaciones de la mansión. En lugar de eso,
estaba tumbado en medio de la cama, vestido sólo con unos pantalones
oscuros y recostado sobre varios almohadones. Olvidada junto a la cama,
había una copa de whisky de cristal tallado. Por su meditabunda mirada
fija en el fuego, parecía a miles de kilómetros de distancia. Quizá de vuelta
en el cruel Ártico, donde había encontrado la paz.
De pronto Magnus se levantó de la cama y cogió la copa. Decidido a que
el alcohol curara su melancolía, la llenó aún más del whisky que contenía
la licorera que había sobre la repisa de la chimenea de mármol.
Fue entonces cuando Rachel vio las cicatrices. Unos horribles surcos
blancos que se extendían por la espalda masculina como el rastro de una
estrella fugaz. Algunas de las gruesas marcas estaban rojas e irritadas;
supuso que eran esas las que le daban problemas. Cualquier vieja herida se
irritaría con el implacable frío del Ártico. Rachel había visto osos de casi
setecientos kilos morir por una herida irrisoria que se había congelado,
descongelado, y que finalmente se infectaba y se llevaba al animal a la
tumba. Una oleada de compasión surgió en su interior al pensar que
aquellas viejas heridas habían sido infligidas por su propio padre. El gran
explorador Noel Magnus era como esos magníficos osos, pero caminaba
herido a causa de las crueldades del pasado.
Siguiendo algún instinto nacido en la tierra salvaje del norte, Noel
volvió la cabeza hacia la puerta tras la cual Rachel se encontraba entre las
sombras. Estaba mínimamente entreabierta, pero se acercó a ella decidido
a comprobar si realmente lo estaban observando.
La joven retrocedió cuando la luz inundó su dormitorio y se tapó los ojos
doloridos con el dorso de la mano.
—¿Me estabas espiando? —inquirió con voz dura. Su silueta cubría toda
la entrada.
—No sabía que ésta fuera tu habitación —trató de explicarse.
—Mientes. Estás aquí como mi esposa, así que es lógico que tu
dormitorio esté junto al mío.
Rachel temblaba con la espalda pegada a las cortinas de seda de su
cama, incapaz de evitar que la mirada masculina la recorriera. El fino
camisón prácticamente revelaba todos los detalles de su figura; la estrecha
curva de la cintura, la generosa opulencia de los pechos, las oscuras
siluetas de los pezones duros en el frío aire de la noche.
Magnus parecía contrariado por su fragilidad. Como si lo excitara y le
molestara al mismo tiempo.
—Estabas observándome —confirmó en un tono grave.
—No. Sólo quería saber qué había tras la puerta —insistió mientras le
castañeteaban los dientes.
—¿Has visto cómo me quitaba la ropa? ¿La visión de mi espalda te ha
hecho retroceder? ¿O quieres ver más del hombre que finge ser tu marido?
—Se llevó las manos al corchete que había en la parte delantera de los
pantalones y lo desabrochó.
—¡No! No te espiaba. Por favor, no volveré a hacerlo —le prometió.
Magnus alargó el brazo, agarró el camisón de la joven y la atrajo hacia
él.
—Tú y tu decoro, tu casta y pudorosa sensibilidad. Qué ridículo he sido
al respetarte cuando lo único que estabas haciendo era planear robarme.
—¡No! —gritó con la cabeza echada hacia atrás para poder mirarlo—.
Yo no tenía ni idea de que fueras rico. Nunca te robaría, ni a ti ni a nadie.
Sólo quería hacer uso de lo que tú desechabas. Sólo quería lo que tú
dejabas...
Magnus la interrumpió con brusquedad.
—Entonces, ¿cómo te atreves a rechazar mis ofertas, incluso las de
sexo? Tú, que no tienes nada ni a nadie. —Bajó la mirada hacia ella
mientras con la mano libre le recorría la curva de la suave mejilla como si
saboreara su contacto—. Deberías haberme agradecido el halago que
suponía mi propuesta y luego haberte abierto de piernas. —Hizo una pausa
y la ira surgió con fuerza—. No eres nadie, Rachel, simplemente diriges
una taberna en el fin del mundo. ¿Quién crees que eres para querer algo de
mí?
La joven apartó la cabeza enfadada. De repente, la visión de él fue más
de lo que pudo soportar.
—Puede... puede que no sea nadie. —Su voz estaba llena de
resentimiento y tensa por la furia contenida—. Y puede que no tenga nada.
Y que te haya ofendido. Eso lo reconozco. Pero no dejaré que tomes lo que
no te pertenece.
—Si estuviéramos casados, me lo darías siempre que quisiera. Tendría
derecho a tenerte.
—Quizá sí, según la ley. Pero yo no te reconocería ese derecho. Tendrías
lo que yo te diera y deberías ganarte mi generosidad o, de otro modo, no
tendrías nada.
—¿Qué te hace pensar que puedes desafiarme? Podría destrozarte con
una sola mano.
—No te convertirás en tu padre, Noel. Lo sé.
—No sabes nada. No eres nadie. No tienes nada.
Las lágrimas que pensaba que estaban contenidas, de repente, se
desbordaron e inundaron las mejillas de la joven. Los hombros se le
hundieron.
—El Noel Magnus que conocí aquellas noches en el Ice Maiden no
habría dicho eso —susurró. Tragó saliva y añadió-—: No puedo negar que
lo que dices es verdad, pero tengo la fuerza que me dio mi madre y las
convicciones de mi padre, y esa es la razón por la que no moriré en tus
manos.
Magnus tiró del fino camisón de batista que agarraba con el puño hasta
que Rachel quedó pegada a su torso desnudo.
—¿No lo ves? El hombre al que conocías no es capaz de ser amable en
esta casa de locos.
Rachel alzó la mirada hacia él y lo miró a los ojos.
—Es sólo una casa, Noel. En los pasillos, donde tú ves a tu padre
imponiendo su tiranía, yo veo a Tommy riendo y persiguiendo a Clare—.
Alargó el brazo y le acarició la dura mejilla. Juraría que se relajó durante
una milésima de segundo—. Es sólo una casa. Los recuerdos pueden
cambiar. Pueden volverse dulces si tú lo permites.
—Ellos no son mis hijos y tú no eres mi esposa —masculló.
—Podríamos serlo —susurró Rachel.
Como si no pudiera seguir escuchándola, Magnus le atrapó la boca con
la suya en un beso devastador y le agarró el trasero con las manos para
atraerla contra sí. Su gruesa y ardiente lengua le invadió la boca una y otra
vez en una falsa penetración.
La joven sintió que las piernas le fallaban y se le escapó un gemido de la
garganta. Deseaba apartarse, pero Noel le ofrecía un tentador atisbo de
amor, de seguridad y felicidad. Y deseaba esas cosas. Las deseaba con toda
su alma.
Porque no era nadie. No tenía a nadie. Nada.
—Por favor, no —musitó liberándose de su beso.
El no le respondió y dejó caer los brazos a los costados. El camisón que
había sujetado cayó lentamente y volvió a cubrirla hasta los pies.
—Quieres ser mi esposa. —Habló en un tono monótono, aunque la ira
aún se reflejaba en su expresión—. Mañana tendrás tu oportunidad.
—Te mostraré lo buena compañera que podría ser una esposa —le
prometió.
Magnus se rió, pero no había alegría en él.
—¿Sí? —se burló—. Yo, en cambio, te mostraré la peor faceta de este
falso matrimonio.
El mensaje le llegó gracias a que el mozo de cuadra había hablado de
más. Noel y Rachel irían a Manhattan por la mañana.
Edmund pidió que prepararan su carruaje sin demora. Había planeado
una noche de lectura, pero, en lugar de eso, iría a Nueva York y estaría allí
antes de que ellos llegaran. Sabía qué hotel frecuentaba Magnus. Su
amante había tenido habitaciones allí durante años. Él estaría en el Fifth
Avenue Hotel y les daría la bienvenida con toda la cordialidad de un viejo
amigo.
Y si su enemigo apartaba los ojos de su esposa durante un minuto, la
perdería a favor de Edmund o descubriría que era él el afligido viudo.
11
Fifth Avenue Hotel no tenía nada que ver con la pensión llena de ratas
junto al muelle en la que Rachel había pasado su primera noche en Nueva
York. El hogar en el callejón de Tommy y Clare estaba a unas manzanas de
distancia. La joven sabía que los niños debían de haber pasado junto al
llamativo edificio de mármol blanco, pero los dos golfillos nunca podrían
haber imaginado los lujos que escondía aquel lugar.
Magnus y ella compartían una suite con varias habitaciones en la planta
baja que daban a la bulliciosa avenida. La vista era asombrosa. Un flujo
continuo de carruajes, omnibuses y carros obstruían la calle. A las cinco de
la tarde, la congestión era incluso peor. Varios conductores perdieron los
nervios al mismo tiempo y gritaron obscenidades que Rachel habría oído si
no fuera por el grosor de las cortinas y la calidad de los materiales con los
que habían construido las ventanas.
—Supongo que debería sentirme agradecido de que el cirujano llegue
tarde por el tráfico —masculló Noel con una gran copa de whisky en la
mano.
Rachel dejó que las cortinas cubrieran de nuevo la ventana.
—Tendrás más tiempo para aliviar el dolor, sin duda. —Lanzó una
vacilante mirada a la copa de whisky—. No deberías preocuparte. Si ese
doctor es tan conocido, sabrá cómo llevar a cabo la operación.
—Si es cirujano, significa que también es un carnicero. —Magnus hizo
una mueca de resignación y levantó la copa.
A Rachel nunca la habían operado, pero había visto los espantosos
resultados en algunos de los marineros y no pudo discutirle el comentario.
Aun así, trató de animarle.
—Al menos no tendrás que ir a un mugriento hospital. Este es un lugar
espléndido para recuperarse. El cirujano llegará pronto. Te curarás y
entonces tus heridas ya no te molestarán en tu próximo viaje al norte.
—Ah, sí. Mi próxima expedición. —Esbozó una sonrisa—. Primero fui
hasta allí para encontrar a Franklin y ahora planeo ir para poder devolverte
al lugar que perteneces.
Rachel se quedó mirándolo en silencio. Se sentía como una maleta
perdida. Magnus no había dejado de lanzarle pullas desde que salieron de
Northwyck. Sí, seguro que la espalda debía de dolerle, pero ella
secretamente creía que la usaba como excusa. En realidad, lo que deseaba
era atormentarla y estaba haciendo un excelente trabajo.
Unos golpes en la puerta anunciaron la llegada del cirujano. Tras él,
entraron tres sirvientes que el hotel había enviado para asistirle. Cargaban
una larga mesa y sábanas. El joven ayudante del cirujano llevaba consigo
una bolsa de piel negra llena de instrumentos.
Sin muchas presentaciones, el cirujano se puso a trabajar. Noel se tumbó
sobre la mesa con la espalda desnuda expuesta a la brillante luz de la tarde
que entraba por la ventana. Una fina sábana era todo lo que le cubría la
parte inferior del cuerpo.
En menos de una hora, el eficiente cirujano tenía a Noel vendado e
incorporado. El paciente había soportado el dolor con sólo uno o dos
profundos gruñidos que anunciaron su agonía, pero en ese momento
parecía que le habían abandonado las fuerzas. Se tambaleó cuando se puso
de pie. La sábana se cayó y Rachel apartó la vista de inmediato. El grueso
miembro cobijado entre los fuertes muslos era mucho más grande de lo
que ella había esperado.
Los sirvientes le envolvieron las caderas con la sábana y lo acostaron en
la cama. El láudano y el whisky finalmente estaban venciendo a su
constitución de hierro. Pareció quedarse dormido de inmediato.
—Gracias, doctor—le dijo Rachel al cirujano mientras éste colocaba sus
ensangrentados utensilios en la bolsa de piel que había traído.
—Dejemos que duerma todo lo que pueda. Cuanto menos se mueva, más
rápido se curará. Si se muestra demasiado irascible, envíe un mensaje a mi
despacho y le daré cloroformo. —El doctor se puso el sombrero.
Rachel se acercó a la puerta para despedirlo.
—Volveré dentro de dos días para ver cómo está. Hasta entonces, no
deje que se mueva. —El cirujano se despidió con un movimiento de
cabeza, y se marchó con su ayudante y el ejército de sirvientes.
La bendita quietud que siguió no se vio interrumpida ni siquiera por un
leve gruñido de Noel. Rachel se dirigió al dormitorio y se quedó en la
puerta observándolo. Su respiración era tan silenciosa que se habría
preguntado si el buen doctor no lo había matado de no ser porque podía ver
el rítmico movimiento del pecho.
Se acercó a la cama, se arrodilló junto a él y acarició un rizo de aquel
oscuro y corto pelo. Tenía el rostro relajado, un aspecto juvenil y apuesto,
ajeno al entrecano hombre de hielo que conoció en Herschel.
—Mi Noel —susurró más para sí misma que para él. El sonido de su
nombre en los labios la relajaba. Le proporcionaba paz y alegría a su
corazón.
La sangre ya se filtraba por las blancas vendas. El cirujano había sido
rápido, pero había tenido que hundir mucho el bisturí en la carne y Rachel
no podía imaginar la agonía de soportar eso.
—Mi amor —le susurró, acariciándole los firmes labios.
—¿Traigo algo para cenar, señora Magnus?
Sorprendida, Rachel dirigió la mirada a la puerta del dormitorio. Mazie
estaba allí con su habitual expresión ansiosa por complacer.
—No, gracias. Después de todo esto, no creo que pueda probar bocado
—respondió en voz baja para no molestar a Magnus.
—La señora Willem me despellejará si le digo que no ha comido nada
durante su estancia en Nueva York. —Los ojos irlandeses de Mazie se
mostraban suplicantes.
—Está bien. Haz que traigan una bandeja aunque sólo sea para que
puedas decirle a la señora Willem que hiciste todo lo que estuvo en tu
mano. —Rachel le dedicó una sonrisa cansada.
Mazie le trajo una bandeja de plata preparada por el hotel. Había unos
platos de porcelana tapados junto a una tetera y unas tazas.
—¿Le sirvo un té, señora? —le preguntó—. A mí siempre me anima.
Noel escogió ese momento para gruñir.
Rachel negó con la cabeza y acompañó a la doncella hasta la puerta de la
suite.
—Esto será todo por hoy. Muchas gracias por tu atención. Eres siempre
tan amable...
Incluso después de seis meses de trabajo, Mazie aún parecía sorprendida
por su aparente buena suerte.
—Señora, es un placer trabajar para usted. Un verdadero placer. Después
de mi última señora, no puedo agradecerle lo suficiente toda su paciencia y
consideración.
—Tu última señora era una tirana, ¿verdad?
—Me perseguía para pegarme con el cepillo del pelo día y noche. Nunca
creí que una mujer pudiera tener un corazón tan negro. Pero huir a
Northwyck me salvó. La señora Willem, que es una santa, se apiadó de mí
y de mi situación, y me dejó trabajar en la casa poco antes de que usted
llegara.
—Entiendo. Antes eras la doncella de una dama. Esa es la razón por la
que eres tan competente en tu trabajo. Siempre me he preguntado por qué
ya estabas en Northwyck nuestra primera noche, aunque no hubiera
ninguna dama en la casa. —Rachel sonrió—. ¿Trabajabas en las cercanías?
—No, señora. Trabajaba aquí, en la ciudad de Nueva York. Pero... —De
repente, Mazie guardó silencio. Nerviosa, añadió—: Si eso es todo, señora
Magnus, creo que me iré ahora. No quiero mantenerla alejada del señor.
Rachel la dejó ir, sucumbiendo repentinamente a la tensión. En silencio,
observó cómo la doncella se marchaba y cerró con llave la puerta de la
suite.
Mazie sabía algo que no decía. Rachel deseaba saber qué era, pero
instintivamente supo que no se lo sacaría a la doncella sondeando de ese
modo. Mazie era de las que lo revelaban todo en conversaciones banales y
luego uno tenía que unir todas las piezas para descubrir la verdad. Le
costaría algo de tiempo, pero sabía que, finalmente, descubriría quién era
su antigua señora. Lo que ya tenía claro era que no le gustaría.
Suspirando, miró la bandeja y le dio la espalda. Lo que necesitaba en ese
momento no era comida. Incluso el té le pareció demasiado para tomarse la
molestia.
Su mirada se posó en Magnus, en sus largas y fuertes piernas, y en la
prieta curva de su trasero bajo la sábana blanca. Se acercó a él. Seguía
inconsciente, pero notó que los músculos de los hombros se estremecían,
como si tuviera frío y temblara.
Cogió la manta del sofá cama y se la colocó sobre los hombros, pero
incluso aquel leve peso pareció causarle dolor. Magnus gimió hasta que se
la retiró de la espalda.
Sin embargo, continuó temblando y Rachel sintió como si estuvieran de
vuelta en el Ice Maiden, una vez más en su habitación, regateando por el
calor de su cuerpo.
Despacio, se desabrochó el vestido y lo dejó caer en la alfombra. El
corsé fue lo siguiente, los zapatos después y luego las enaguas. Finalmente,
sólo con la camisola, se metió bajo la manta y se acurrucó junto a él lo más
cerca que pudo sin hacerle daño en la espalda.
Magnus suspiró y se volvió hacia ella como si lo hiciera por instinto.
Rachel se quedó tumbada a su lado pensando en todas las noches que
habían compartido así, los dos anhelantes con una necesidad no
identificada que aún estaba por satisfacer.
—Lo que necesitas, Noel Magnus, es una mujer que te ame. — Le
acarició el duro y apuesto rostro—. Si abrieras los ojos y vieras... —
susurró antes de que el dolor de su corazón se llevara con él las palabras.
Rachel deseó soñar. Quería escapar a relucientes palacios junto a
profundos ríos, a ciudades con calles llenas de flores, a tierras que se
extendían verdes y cálidas hasta el horizonte. Pero no consiguió nada de
eso. Se despertó sin haber soñado y se quedó mirando la ventana revestida
por pesados cortinajes que daba a la Quinta Avenida.
Ya debía haber amanecido. Sentía que había dormido durante días, pero
era imposible saber la hora por el aspecto de la habitación. Las lámparas de
gas aún estaban encendidas y las cortinas de terciopelo color berenjena
bloqueaban eficazmente la luz del día que debería haber entrado.
Tomó una profunda inspiración. Sintió todos sus músculos relajados y se
dio cuenta de que estaba envuelta en una deliciosa calidez. No sabía si sus
extremidades tendrían la fuerza para moverse. Por la noche, Noel había
dejado caer el brazo sobre su pecho y ahora la atrapaba en el interior de un
caparazón de calor y seguridad.
Volvió la cabeza y lo buscó con la mirada para evaluar cómo había
pasado la noche. La estaba mirando fijamente con sus oscurecidos ojos
ligeramente turbios por las drogas.
—¿Estamos en el norte, Rachel? ¿Es por eso por lo que estás tumbada a
mi lado? —susurró. Su voz sonó áspera.
La joven intentó apartarse, pero él le sujetó con fuerza el brazo contra la
cama.
—¿Estás pensando en huir de mí? Hace frío. ¿Qué hombre podría
mantenerte tan caliente como yo? —Unas gotas de sudor le perlaban la
frente.
Rachel se mordió el labio inferior atemorizada. Noel ardía a causa de la
fiebre, pero incluso debilitado como estaba, era más del doble de grande
que ella y tenía la fuerza de un buey.
—Duerme, amor mío. Necesitas dormir—lo tranquilizó.
—Entonces, quédate a mi lado. No te vayas —le exigió.
—No, no me iré —lo aplacó mientras sentía que la atraía aún más contra
sí.
Sin decir nada más, Magnus volvió a cerrar los ojos y se sumergió de
nuevo en un profundo sueño.
Atrapada, Rachel no tuvo otra elección que cerrar también los ojos y
durante unas cuantas horas más, saborear las licencias que una esposa daría
por supuestas.
Ella no ha salido. De eso estoy seguro. —El sirviente del hotel se
encontraba en la suite de Edmund del Fifth Avenue Hotel. Su mano no
estaba extendida a la espera de una propina, pero bien podría ser el caso.
Tenía una expresión tan impaciente y codiciosa como la de un vendedor de
seguros.
—Bien. Quiero que me informes en cuanto salga de la suite — exigió
Edmund—. En el mismo instante en que lo haga.
—Podrían pasar varios días. El señor Magnus tiene fiebre y se dice que
su esposa no se separa de su lado.
—Estaré aquí esperando hasta que deje la suite. Quiero que se me
informe en el mismo instante en el que haga una aparición pública. ¿Está
claro? No quiero errores —gruñó antes de entregar al hombre varios
dólares de plata.
—Sí, señor. Me ha quedado muy claro —aseguró el sirviente antes de
hacer una profunda reverencia y retirarse.
12
—Qué agradable es sentir el sol de nuevo. —Rachel se rió—. Nunca
pensé que diría esto aquí.
Mazie caminaba con ella por la Quinta Avenida.
—Ha estado confinada en el hotel durante cinco días. He pensado que le
iría bien sentir la luz del sol.
—Me siento más tranquila ahora que Magnus está mejor —comentó
Rachel en voz baja.
Mazie casi resopló.
—Si estar sentado en una silla y gritar órdenes como el peor de los
tiranos es estar mejor, entonces, sin duda, nunca ha podido estar más sano.
Rachel intentó ocultar una sonrisa. Magnus era de armas tomar. Los
sirvientes le odiaban y las camareras huían de él despavoridas. Pero, aun
así, aquella bestia era mucho mejor que el hombre enfebrecido y delirante
al que había cuidado durante los últimos días, cuando ni siquiera el doctor
había sabido cómo contenerlo.
Cinco días de fiebre no eran nada para ese tipo de cirugía, según había
comentado el médico, y aunque Magnus estaba pálido y débil, y mostraba
una abominable disposición para cooperar, su mejoría era claramente
visible.
—Al menos se está recuperando. El doctor dice que seguramente
podremos volver a casa en menos de una semana si las cosas progresan tal
y como está previsto —dijo Rachel.
—Sí, puede que sea así, pero no se sorprenda si el señor no se porta bien
con usted. Le pasó a la señorita Harris. Algunos dicen que sufrió unas
fiebres y que cambió por completo. Era un ángel pero, a partir de ese
momento, se convirtió en un demonio.
—¿Es ese su nombre? ¿La señorita Harris? ¿Es esa la mujer para la que
trabajabas? —Rachel sabía que Mazie le revelaría más cosas si no
mostraba ninguna curiosidad, pero no pudo evitarlo. Durante cinco largos
días, no había tenido prácticamente a nadie con quien hablar y ahora
deseaba mantener una conversación con alguien que no estuviera
delirando.
Todo un abanico de emociones sobrevoló el rostro de Mazie. Desde el
afecto a la desesperación.
—Oh, señora, por favor, no le cuente a nadie que le he hablado de ella.
Me despedirían si lo hiciera.
—¿Despedirte? ¿Cómo podría ser? —preguntó Rachel mientras
paseaban por la calle veintitrés.
—Oh, por favor, no hablemos de mi pasado, señora. Se lo ruego.
Compadézcase de mí y no lo haga. De lo contrario, me despedirán.
Créame.
La temerosa expresión de la doncella no cedió por mucho que Rachel
intentó tranquilizarla.
—No hablaremos de ello nunca más, te lo aseguro, Mazie — dijo
finalmente al tiempo que señalaba con la cabeza la berlina del hotel que las
había escoltado en su paseo.
—Oh, gracias, señora. Gracias. —La doncella parecía destrozada—. No
sabe cuánto valoro trabajar para usted. Se muestra siempre tan amable y
considerada... Sólo deseo complacerla, no disgustarla.
Rachel permitió que el cochero la ayudara a subir.
—Como he dicho, no volveremos a hablar de ello.
Pero durante todo el trayecto de vuelta, a Rachel le quemó la curiosidad
con todo el calor de la fiebre de Magnus. Deseaba saber desesperadamente
cuál era el misterio que envolvía a la señorita Harris. Algo le decía que el
tema era difícil y complicado, y esa era la razón por la que Mazie deseaba
mantenerla en la ignorancia acerca de su antigua señora. Pero también
sabía que era fundamental que conociera todos los conflictos a su
alrededor. De ese modo, tenía más posibilidades de protegerse a sí misma.
Y algo le decía que iba a necesitarlo.
—¿Conoces a una tal señorita Harris? ¿Es una vecina? —le preguntó
Rachel a Magnus en cuanto se sentaron para comer en la suite.
El se quedó mirándola desde el otro lado de la magnífica mesa de caoba.
—¿Cómo diablos conoces ese nombre? Yo nunca te lo he mencionado.
Por su reacción, Rachel supo que había puesto el dedo en la llaga. Su
curiosidad y miedo se duplicaron.
—Sólo he oído hablar de ella. Tenía curiosidad por saber si vivía cerca
de Northwyck, eso es todo. —Bajó la mirada al exquisito filete
semiglaseado que reposaba sobre su plato, pero se vio incapaz de probar
bocado.
—Tu curiosidad no te hace ningún bien —le espetó negándose a mirarla
—. Como insistes en interpretar el papel de mi esposa, te diré que el hecho
de fisgonear por ahí sólo hará que recibas lo que mereces.
Rachel se levantó bruscamente de la mesa. Aquel hombre era imposible.
Ni siquiera podía disfrutar de una comida con él. Enfadada, se dirigió a las
ventanas. La Quinta Avenida resplandecía con una larga hilera de lámparas
de gas. Docenas de carruajes pasaban con las luces encendidas,
bamboleándose de lado a lado al sortear los desiguales adoquines de la
calle. Incluso bajo la lluvia era impresionante ver tanta actividad, tanta
gente enfrascada en la aventura de la vida diaria. Era diferente a la solitaria
tundra, donde uno contaba los días tirando piedras en un cubo, donde uno
trataba a un visitante como si fuera tan exótico y precioso como la realeza.
—Maldita sea —exclamó Noel a su espalda. Oyó el chirrido de la silla y
el quejido de las ruedecitas de la mesa cuando la apartó de un empujón.
—¿Debo llamar para que retiren la cena? —preguntó ella sin mirarlo.
—Sí —siseó él.
Rachel se acercó a la pared y tiró de una palanca sujeta a una campana
en la oficina del conserje. Sabiendo que la llamada procedía de la suite de
Noel Magnus, el conserje haría que se llevaran la mesa y su contenido
intacto en cuestión de segundos.
Cuando el servicio se retiró, la joven aún se encontraba fascinada por la
vista de la avenida, mientras que Magnus merodeaba a su espalda, paseaba
nervioso y rebuscaba en las estanterías de libros, desechando cualquier
entretenimiento como un oso en busca de miel.
—El doctor dice que seguramente podremos irnos mañana si lo
considera oportuno —comentó Rachel—. Tengo muchas ganas de ver a
Tommy y a Clare, de asegurarme que no se meten en ningún lío.
—Son unos sucios huérfanos de la calle y, aun así, tú los tratas como si
fueran tus propios hijos —se burló Magnus.
La joven no estaba dispuesta a discutir con él. Esa noche, no. No cuando
deseaba saber quién era la señorita Harris y por qué su nombre le había
puesto tan nervioso.
—Toda mi vida me he sentido engañada. Mi madre murió de fiebre
amarilla cuando yo tenía ocho años, así que tuve que abandonar la elegante
casa donde ella trabajaba y reunirme con mi padre en su maldito ballenero.
Nunca olvidaré el Shona. Su carga apestaba a sangre de ballena y a vómito.
Aunque era el capitán, el camarote de mi padre era tan pequeño que yo
tenía que dormir en el suelo. Hasta que el Shona no se hundió en el puerto
un invierno, no volví a ver una cama de verdad. Por aquel entonces ya tenía
veinte años. —Esbozó una triste sonrisa—. Y luego, llegó el placer del Ice
Maiden y todos los encantos de dirigir una taberna.
Finalmente, se dio la vuelta para enfrentarse a él.
Magnus le devolvió la mirada.
—Sí, por muy atrás en el tiempo que vaya en mis recuerdos, siempre he
sentido lástima de mí misma. —Rió con amargura—. Lástima por mi
suerte en la vida. Tanta lástima que se me ocurrió este insensato plan para
hacerme con tu «casita de campo». Luego llegué a Nueva York, esta gran,
terrible y maravillosa ciudad, y encontré a dos niños viviendo en el lodo
debajo de una escalera. —Extendió las manos abiertas en un gesto de
rendición—. ¿No lo ves? Fui una estúpida por sentir lástima de mí misma.
Mi madre y mi padre me querían. Cuidaron de mí hasta que murieron.
Tuve mucha más suerte que Tommy y Clare. Me dieron una lección de
humildad, Noel. Necesito cuidar de ellos, porque ellos, a su vez, necesitan
que yo lo haga, y mucho. ¿No lo entiendes?
—No, no lo entiendo —replicó él con la mandíbula apretada—. Pero has
hecho tantas cosas estúpidas que no me extraña que consideres un deber
cuidarlos.
—Si no te gustan los niños, podemos marcharnos cuando quieras.
Trabajaré para conseguir nuestros billetes de vuelta a Herschel si debo
hacerlo. Puedes contar con ello. —Alzó la cabeza en un gesto desafiante.
—Pero entonces, me privarías de mi justa venganza y yo no quiero eso.
Desde luego que no. No cuando me debes tanto que nunca podrás reparar el
daño que has infligido a mi nombre y mi reputación.
—El nombre y la reputación no importan tanto como la comida. ¿Has
vivido debajo de una escalera, Noel? ¿Has corrido suplicando sucio y con
frío a través del mugriento lodo de esta ciudad? No, no lo has hecho. Así
que cóbrate tu venganza conmigo y deja en paz a Tommy y a Clare. La
poca fe e inocencia que les queda es mía, porque yo me gané su confianza.
Y ahora moriría intentando cuidar de ellos.
—Esos niños no se lo merecen —masculló él.
—Eres un hombre horrible, Noel. Que el diablo se te lleve, si eres capaz
de hacer daño a un niño.
Magnus guardó silencio durante un largo momento y luego habló con
voz grave y profunda.
—Yo habría anhelado una vida bajo una escalera, en la mugre y el lodo,
si hubiera sabido de su existencia.
Atónita, Rachel lo observó retirarse al dormitorio. Sus movimientos eran
forzados y reflejaban el dolor que sentía.
De pronto, el reconocimiento la golpeó con la fuerza de una locomotora.
Allí estaba ella otorgándole el papel de villano ante Tommy y Clare,
cuando él había alimentado y vestido a esos mismos niños que
menospreciaba, cuando su propio padre le había hecho tanto daño que
incluso décadas después tenía que someterse a cirugía para curar las
heridas que le había infligido.
De repente se dio cuenta de lo poco que sabía de él. Era el impresionante
explorador Noel Magnus, el hombre cuyo nombre se pronunciaba en los
salones entre reverentes susurros. Era grande y fuerte, su cuerpo se sentía
cálido bajo las pieles de caribú de la cama de Rachel, pero de su corazón,
del niño que había sido atacado por su propio padre con una botella rota, de
ese hombre sabía muy poco. Era un desconocido.
—Noel, lo siento —se disculpó mientras se acercaba a él y sentía que el
pecho le dolía por alguna emoción sin identificar.
—¿Qué sientes? —le espetó, recorriéndola con la mirada—. ¿Sientes
todo el daño que me has causado? ¿Sientes lo de esos dos infelices de la
calle? Deberías sentirlo.
Se dio la vuelta y se dirigió a su dormitorio.
Ella no deseaba seguirlo, pero algo la obligó a hacerlo.
Al ver que se sentaba en el borde de la cama, se acercó apresuradamente
a la mesita de noche y cogió vendas y ungüento.
—Ven. El doctor dijo que era importante cambiar los vendajes con
frecuencia. Te sentirás mejor si no esperamos a mañana.
—Date prisa en hacerlo.
Rachel se arrodilló a su lado y, despacio, le quitó la tira de lino que le
envolvía el torso. Si le hizo daño, ocultó su dolor con una serie de miradas
duras y una mandíbula apretada.
Su espalda estaba plagada de cortes apenas cerrados. Los bordes de las
heridas estaban inflamados, pero carne rosada, y no del temido color negro,
surgía ante los ojos de la joven cuando las limpiaba.
—Acaba y déjame tranquilo —gruñó Noel cuando ella intentó limpiar la
más grande de las heridas.
—Sí —lo calmó con un nudo en la garganta por la emoción. Le tapó la
espalda envolviéndole el duro torso con una nueva venda de lino.
—Ahora vete —le ordenó cuando acabó.
—Sí —susurró ella mientras dejaba las vendas sucias en una bacinilla y
cerraba la puerta de la mesita de noche. Después se dirigió a la puerta para
dejarlo con sus pensamientos, pero sus palabras la detuvieron.
—Podría haber tenido algo bueno, Rachel. Podríamos haberlo tenido.
La joven se dio la vuelta. Incluso desde el otro extremo de la espaciosa
estancia, pudo ver la amargura grabada en el rostro masculino. Su fe e
inocencia perdidas, el niño herido en su interior, se le clavaron en el alma.
—Aún podemos lograrlo. No todo está perdido —le aseguró en voz baja.
Guardó silencio durante un largo momento y luego añadió—: Lo único que
sabía de ti era que eras un famoso explorador. Llegabas al Ice Maiden
como una gran tormenta de invierno y todo el mundo te aclamaba a tu
llegada. —Clavó los ojos en los suyos y le mantuvo la mirada—. Ahora sé
que eres mortal, tan mortal que creo haber descubierto que eres casi como
yo misma. Y debo decir, Noel, que eso me anima.
—No es mi caso —replicó él con un tono glacial.
Rachel se rió con suavidad.
—Ya lo veo.
—¿Te burlas de mí? —Se levantó con las manos cerradas formando
puños.
Sin duda, era lo bastante fuerte como para matarla con un solo golpe,
pero no estaba asustada porque empezaba a conocerlo ya.
—No, no me burlo de ti. Te estoy dando la bienvenida, Noel. Dándote la
bienvenida a la tierra donde el resto de los humanos vivimos y nos las
arreglamos, como tú también aprenderás a hacerlo si lo intentas.
Se acercó a él y, sin previo aviso, le rodeó la cintura con los brazos
despacio y lo abrazó.
Fue la cosa más natural para los brazos de Magnus rodearla y para su
mano acariciarle el cabello. Cuando él la estrechó contra sí, Rachel cerró
los ojos y por un momento estuvo de vuelta en Herschel, creyendo en su
promesa de que la haría su esposa.
Recordó aquella noche en el Ártico cuando sus palabras lo eran todo
para ella. Él le había pedido que se desvistiera y se tumbara desnuda a su
lado en la cama, pero, asustada, Rachel se negó. No obstante, para
apaciguarlo, se quitó las pieles hasta que se quedó tuncamente con la
enagua de lino. Luego se había deslizado bajo las mantas y le permitió que
la abrazara y que su miembro de duro terciopelo le presionara el muslo
desnudo.
Habían ido demasiado lejos entonces. No debería haberle permitido más,
pero Noel era un maestro de la anatomía femenina. Le deslizó los dedos
entre los muslos, encontró el sensible clítoris y empezó a acariciarlo con
unos dedos firmes y rítmicos, relajantes en su suavidad.
Enseguida, sintió que se excitaba. Sin embargo, en lugar de apartarlo y
reprocharle que se tomase esas libertades, anheló más y luego mucho
más...
Abrió los ojos de par en par. La imagen de ella misma presionándose
contra él con los muslos húmedos por la transpiración y el placer surgiendo
en dulces y lentas oleadas en su interior fue más de lo que pudo soportar.
Había actuado como una estúpida. No sólo le había permitido torturarla,
sino que ahora pasaba casi todas las noches recordando la escena en su
mente antes de acostarse hasta que pensaba que se volvería loca.
Era una tortura exquisita.
Magnus le hizo levantar la cabeza. Sus movimientos eran forzados y era
evidente que aún sentía dolor, pero la besó en la oscuridad, con su pecho
cálido y los fuertes músculos sujetos por el vendaje.
—No, Noel —susurró la joven al tiempo que se apartaba.
El se negó a soltarla. Aunque debilitado por el dolor, era
extremadamente fuerte. Sus brazos se asemejaban a una jaula de acero y
por mucho que ella forcejeara no conseguía liberarse.
Como un fogonazo, Rachel recordó el resto de la noche que había pasado
con él, cómo le había negado su placer, a pesar de que ella había recibido
el suyo. Le dijo que se entregaría por entero cuando él cumpliera su
promesa de matrimonio. Noel le había dicho que era egoísta, pero, aun así,
terminó por ceder.
—Haré que cumplas tu palabra —juró entonces mientras los dedos de
Noel desabrochaban los botones de su vestido.
—Puedo hacer que te doblegues. —En la tenue luz, una sonrisa tiró de la
comisura de su boca—. Unas cuantas noches juntos y me suplicarás que no
mantenga mi promesa.
—No habrá ninguna noche juntos jadeó observando cómo su mano le
abría el vestido despiadadamente.
—Olvidas que todo el mundo cree que eres mi esposa. —Continuó con
aquella siniestra sonrisa—. Recuérdame cuando regresemos a Northwyck
que haga que trasladen mis cosas a tu habitación. Creo que duermo
demasiado lejos del dormitorio de mi esposa y me gusta tener a una mujer
a mi lado que me mantenga caliente por la noche.
Con exquisita suavidad, acarició la parte superior del pecho de la joven
que el corsé no podía someter. Bajó la mirada hacia ella con admiración en
los ojos por el prieto satén negro que mantenía sus senos en una jaula de
erótico hierro.
—Me gusta este corsé. Es perfecto para ti. Debes conservarlo como
recuerdo de tu «viudedad» y ponértelo cuando te lo pida — le exigió
mientras su boca bajaba hasta la de ella y le daba un profundo beso antes
de que los labios descendieran hasta el pecho, donde su mano había estado
acariciándola.
El corazón de Rachel martilleaba con fuerza.
—No puedes tenerlo todo sin la promesa de casarte conmigo.
—Lo podré tener todo cuando me ruegues que rompa mi promesa —le
aseguró al tiempo que sus dedos jugueteaban con los bonitos lazos lilas que
adornaban el borde superior del corsé de satén negro. Sin previo aviso, le
bajó bruscamente el vestido por debajo de las caderas y le recorrió la
ajustada cintura con las manos. Le rozó los hombros con los labios y dejó
que la lengua jugara en la delicada estructura de la clavícula.
—No permitiré que rompas tu promesa. Me acostaré contigo esta noche,
pero será como en Herschel. No habrá nada para ti. Nada —gimió Rachel
cuando las manos de Magnus tiraron de los lazos del corsé. Deseaba
resistirse a él, pero el recuerdo del placer estaba tan cerca como la
repentina humedad entre sus muslos. El corsé se aflojó y la boca masculina
cubrió ardientemente el pezón.
Pero la sensatez se impuso finalmente y la joven se alejó hasta el otro
extremo de la habitación, lo más lejos que pudo de él.
—Mantendré mi palabra, Noel. Juro que lo haré.
Él se quedó mirándola con un diabólico brillo en sus oscuros ojos.
—Entonces, asumo el riesgo. Veamos cuántas noches pasan antes de que
haya algo para mí. ¿De acuerdo, esposa?
Un fuerte golpe en la puerta la despertó. Magnus ya estaba
incorporándose y maldiciendo.
—¿Qué ocurre? —bramó mientras impedía que Rachel abandonara la
cama para buscar sus ropas.
—Hay un mensaje urgente para usted, señor. Me ha parecido poco
prudente no entregárselo hasta la mañana. —Era la voz del gerente del
hotel.
Magnus se levantó. Ni siquiera se molestó en cubrir su desnudez cuando
abrió bruscamente la puerta del dormitorio. Cogió el mensaje escrito con
brusquedad y cerró de un portazo en las narices del hombre.
—¿Está todo bien? ¿Es de Northwyck? ¿Les ha pasado algo a Tommy o
a Clare? —Rachel no dejaba de retorcerse las manos.
Magnus se acercó decidido al aplique de gas. Abrió la nota, la leyó
rápidamente y luego, exasperado, la arrugó y la tiró sobre el escritorio.
—¿Está todo bien en Northwyck? —preguntó Rachel.
—Todo está bien en Northwyck —asintió Noel.
La joven soltó un suspiro. Fue entonces cuando se fijó en él bajo la tenue
y parpadeante luz del aplique, en los vendajes y en sus largos muslos, que
formaban un marco perfecto para su evidente deseo.
—¿Ya te has rendido, esposa? —le preguntó arqueando una exasperante
ceja.
Rachel apartó la mirada y se giró hacia la pared en una respuesta muy
clara.
Pero Magnus tenía sus propias ideas. Se deslizó bajo las finas sábanas
egipcias y se acercó más y más a ella hasta que la joven pensó que tendría
que tirarse al suelo para evitarlo.
Justo cuando estaba considerando hacerlo, él le rodeó la cintura con
brazo de acero, amoldó las caderas a la sensible carne del trasero femenino
y la sujetó con fuerza contra él, desafiándola a que ignorara su erección.
Paralizada, Rachel se obligó a no pensar en nada para evitar que la
tentación la debilitara.
Sin embargo, su mirada no resultó tan fácil de dominar. En la oscuridad,
distinguió la forma del corsé de satén negro y de los lazos tirados sobre el
fondo más claro de la alfombra. El lazo lila que bordeaba la parte superior
de la prenda resplandecía bajo la luz que entraba por un pequeño hueco
entre las cortinas.
La visión del corsé la torturó. Pensamientos de liberación le inundaron
la mente mientras la pesada mano que descansaba sobre la curva de su
cintura prometía caricias que no había conocido con anterioridad.
Aun así, sabía que no podía sucumbir; si lo hacía, lo perdería todo. De
modo que cerró los ojos con fuerza y pensó en su hogar; en hielo y nieve,
en manos agrietadas y sangrantes, y en grasa de animales marinos.
A través de todo eso, la mano sobre su cadera y la dureza contra su
trasero siguieron allí.
Le costó mucho tiempo volver a dormirse.
13
Rachel pasó junto al trozo de papel arrugado cientos de veces. Lo que
estuviera escrito en la nota no era de su incumbencia, se decía a sí misma.
Sin duda, no había preocupado en lo más mínimo a Noel, porque la había
tirado tan rápidamente como la había leído.
Sin embargo, el mero hecho de que él se hubiera negado a decirle su
contenido la había dejado muriéndose de curiosidad. Noel estaba acabando
de desayunar en el salón mientras ella se había excusado para buscar el
resto de las horquillas que aún estaban desperdigadas entre las sábanas. Era
su única oportunidad de ver lo que ponía en la nota, quizá para descubrir
otra faceta oculta más del hombre al que amaba desesperadamente.
Alisó despacio la pequeña hoja; cada ruido la convencía de que Noel se
abalanzaría sobre ella en cualquier segundo. La habían escrito con tinta
gris sobre un papel color crema.
Cariño:
¡Debo verte! La mera idea de que estuvieras muerto me dejó destrozada.
Ahora anhelo encontrarte en el lugar que te corresponde como mi amo y
señor.
Te esperaré toda la noche con brandy y un baño preparado.
Tu querida Charmian
Rachel arrugó el papel en la mano. Apenas podía respirar. Estaba
atónita. Ya le había resultado bastante difícil descubrir lo de su prometida,
la señorita Amberly, pero esa mujer llamada Charmian era algo más.
Mucho más. Era evidente que Noel mantenía una relación con ella.
Charmian era su amante. Era su equivalente ártico a una esposa nativa.
Charmian había estado interpretando el papel que Noel había intentado
otorgarle a Rachel sin éxito.
—Veo que no necesito explicarte quién es la señorita Harris — comentó
entonces Noel con tono ácido, mirándola fijamente desde la puerta.
En su conmoción, Rachel no lo había oído levantarse de la mesa del
desayuno. Ni tampoco había oído cómo se acercaba al dormitorio.
Extendió el brazo hacia él y le entregó la bola de papel.
—Perdóname. Ya veo que no era asunto mío. —Pretendía pasar junto a
él, pero una caricia en su mejilla la hizo detenerse.
—Si hubiera querido que vieras la nota, te la habría mostrado. No era mi
intención explicarte quién era Charmian Harris, pero ahora supongo que
debo hacerlo...
—No —le interrumpió bruscamente—. No exijo ninguna explicación.
No tengo derecho a ella. No soy tu verdadera esposa; ni siquiera soy tu
amante. Si tienes una, entonces, es asunto tuyo y de ella. No mío.
Rachel trató de dominar sus emociones, pero cuando Magnus hizo
ademán de volver a acariciarle la mejilla, se apartó como si la quemara.
—No fui a verla anoche, ¿no te dice eso algo?
—No quiero saber nada de ella. De verdad —le aseguró Rachel—. Ahora
veo que lo de anoche fue un error. He cometido tantos... —Los ojos le
ardían por las lágrimas de desesperación no derramadas—. Regresaré
contigo a Northwyck, pero luego debo marcharme. No podrás detenerme.
Magnus perdió la paciencia.
—No permitiré que me des órdenes. Charmian Harris era mi amante,
pero no la he visto desde...
—¿Desde cuándo? ¿Acaso no la viste durante tus visitas a Nueva York
en los últimos cinco años? ¿Esos mismos cinco años en los que me
visitabas a mí y a mi padre en Herschel, y me prometías amor y
matrimonio? Y luego, venías aquí en busca de provisiones para así poder...
Consciente de que estaba a punto de perder el control, se acercó a una
silla con aire cansado y se sentó.
—Esta vida que llevas aquí, llena de amantes, riqueza y excesos...
Apoyó la cabeza sobre las manos—. No la quiero. De hecho, no recuerdo
haberla querido nunca. —Porque lo único que he querido es a ti, pensó con
tristeza.
—Charmian ha sido mi amante durante diez años. La conocí mucho
antes de conocerte a ti —le dijo con frialdad, sin ninguna muestra de
arrepentimiento.
La joven soltó un pequeño bufido cínico.
—Supongo que entonces ella debería estar celosa de mí, porque me
pediste que fuera tu amante mientras aún la mantenías a ella. Y, además,
rechazaste su oferta anoche para quedarte conmigo. —Dirigió la mirada
hacia la cama. Ese delicioso lugar donde había encontrado seguridad y algo
que pensaba que era amor—. Deberías enviarle una nota inmediatamente.
Dile que irás con ella enseguida. —Se levantó de la silla—. Porque te
aseguro que no conseguirás convertirme en tu amante.
—Has venido aquí deseando ser mi esposa —gruñó él—. Bien, aquí
tienes una muestra de lo que supone serlo. Los hombres de mi posición
tienen amantes, Rachel. Judith lo habría aceptado.
—Habría sido una estúpida entonces —murmuró ella.
Magnus la miró con los ojos entrecerrados.
—No entiendes cómo funciona esta sociedad.
—Mi padre estaba en el mar la mayor parte del año y, aun así, se
mantuvo fiel a mi madre hasta el día en que ella murió. Puede que no sepa
nada de tu mundo, pero sé cómo debería ser el amor —afirmó dolida.
—Tu padre era marinero y tu madre cocinera. La moralidad de la
burguesía no tiene nada que ver aquí. Nada en absoluto. Y tú, en tu
inocencia, no lo ves —se mofó.
Rachel se quedó mirándolo impasible.
—Sé cómo debería ser el amor —repitió.
—Y ahora tienes una muestra de cómo es. —La dureza abandonó su
expresión durante un segundo-—. Este no es tu sitio. Pude verlo en
Herschel. Deberías haber hecho caso a mi advertencia. Deberías haberte
mantenido alejada de esas cosas de las que no sabes nada. Deberías haber
protegido tus tontas nociones del amor y haberte quedado lejos.
Le entraron ganas de golpearlo, de meterle en su interior algún
sentimiento a puñetazos y librarlo de esa fría actitud, pero antes de que
pudiera pronunciar una palabra, llamaron a la puerta de la suite. Los dos se
quedaron paralizados cuando la puerta se abrió y un hombre entró en el
salón.
—Espero no haber venido en un mal momento —comentó Edmund Hoar
al verlos en la puerta del dormitorio—. He visto a tu sirviente, Magnus, y
me ha dicho que acababais de desayunar. Sólo deseaba ver cómo estabas
después de tu operación. —Sus claros ojos se clavaron en Rachel—.
Buenos días, señora. Espero no haber interrumpido nada.
Rachel guardó silencio.
Noel, sin embargo, lo miró como si fuera a aplastarle la cara con el
puño.
—Fuera —le espetó a Hoar sin preocuparse por los modales.
—Asumo que tu animosidad es producto de tus heridas y no de mi
compañía. —Hoar se apoyó en el borde de un escritorio. Rezumaba
elegancia con aquellos pantalones negros y un abrigo verde, y era evidente
que él lo sabía—. Tengo que confesar que he venido a preguntar por el
Corazón Negro. Ardo en deseos de saber por qué no has anunciado a los
periódicos dónde lo encontraste, Magnus. ¿Acaso no era el colgante que vi
alrededor del cuello de tu mujer en el baile?
—No te daré ninguna información —gruñó Noel—. Vete de una vez.
La mirada de Hoar se dirigió una vez más hacia Rachel.
—Mi querida niña, ¿no sabía la terrible piedra que poseía? ¿No hizo
caso a su maldición?
—No temo a ninguna maldición —respondió la joven sin importarle
nada. Su vida estaba más allá del punto de la perdición.
—Quizá debiera hacerlo. La piedra procede de la India. Un rajá la
maldijo cuando su consorte favorita huyó con el sirviente que robó la joya.
Se dice que quien posea el ópalo está destinado a matar aquello que más
ame. ¿Cree en esas cosas, señora Magnus? Porque lady Franklin no. Ella le
dio el ópalo a su marido como un modo de romper la maldición, y ahora
está gastando lo que le queda de su fortuna en encontrar a Franklin con la
esperanza de que sus actos no fueran la causa de su muerte.
Sin poder contenerse, Rachel pensó en su padre, que le dio el ópalo con
la idea de que un día le reportara algo de dinero. Pero ahora, con las
divagaciones de Edmund, se preguntó si él había sido el dueño de la piedra
en el momento de su muerte o si lo había sido ella. Sin duda, no había
querido a nadie tanto como a su padre, y después de que muriera, sólo le
quedaba Noel para amar.
—Es inútil que me advierta, señor Hoar. Yo no poseo la piedra. Ahora
Magnus puede hacer lo que desee con ella.
Edmund respiró profundamente.
—¿Es eso prudente, Magnus, ahora que te has reunido con tu adorable
esposa?
Rachel casi hubiera deseado reír si todo aquello no le resultara tan
doloroso. Su vida no corría ningún riesgo. Noel nunca la amaría. En el
mejor de los casos, quizás sintiese cierto afecto por ella. En el peor, era un
objeto de deseo inalcanzable al que no renunciaría hasta que la conquistara.
—Hoar, ¿tengo que recordarte que te he pedido que salgas de esta suite?
—Noel avanzó hacia él, haciendo que Edmund se apartara de la mesa y se
dirigiera a la puerta.
—Pagaré cualquier precio por ella, Magnus. Ya lo sabes —aseveró
Edmund.
—El Corazón negro irá a un museo. Anuncié eso cuando salí en mi
primera expedición y pretendo mantener mi promesa. Ahora, buenos días,
Hoar. —Le indicó la puerta y esperó a que el inesperado visitante se fuera.
Una vez solos, Rachel empezó a reír como si hubiera enloquecido.
Después, más calmada, se dio la vuelta con intención de dirigirse hacia la
salida de la suite.
—Iré a comprobar que el carruaje está listo para nuestro viaje —
comentó.
—Primero me explicarás qué es tan divertido. —Noel apoyó la mano en
la puerta bloqueándole la salida.
Rachel lo miró con los ojos llenos de desesperación.
—Estaba pensando en que es una suerte que te haya entregado el ópalo.
—¿Por qué?
—Porque yo amo a demasiada gente, Noel. ¿No lo ves? —Esbozó una
triste sonrisa—. Demasiadas vidas estarían en peligro si la maldición fuera
real y yo poseyera el Corazón negro. ¡Pero tú! Tú eres perfecto para él.
Ninguna maldición podría afectarte. —El tono de su voz bajó—. Porque no
quieres a nadie.
—Entonces, quizá el destino dispusiera que yo encontrara el ópalo de
Franklin —le respondió sarcástico—. Estoy haciendo que el mundo vuelva
a ser seguro.
Como si la guiara una voluntad que no fuera la suya, Rachel elevó una
mano, la apoyó en la mejilla masculina, áspera por la barba, y le acarició
con toda la ternura de la noche anterior.
Asumiría el riesgo de cualquier maldición si me amaras.
Deseó gritarle esas palabras, pero la razón la hizo callar. La maldición
no era real. Franklin había muerto, sí, pero no por un ópalo maldito, sino
por una mala decisión en el peor de los climas del mundo.
14
—Señora Magnus, ¿cómo lo ha aguantado? Es usted la comidilla del
lugar con todo lo que ha tenido que soportar durante estas últimas semanas.
Rachel alzó la mirada del mostrador del hotel. Edmund Hoar estaba a su
lado con la misma sonrisa eternamente amable que siempre le dirigía.
—Señor Hoar —saludó sucintamente mientras se volvía de nuevo hacia
el conserje.
—¿Está su marido lo bastante recuperado para viajar? Qué contenta debe
sentirse ante la idea de regresar a casa. —Hoar levantó la mano y se la
apoyó en la parte baja de la espalda, tal y como un esposo haría. Luego le
susurró sólo para sus oídos—: Reúnete conmigo en el mirador del salón de
baile del hotel. Tengo cierta información para ti. Información referente a
Magnus.
—Señor Hoar, ¿por qué habría de creer que yo me reuniría con usted en
algún lugar...? —empezó a espetarle con voz dura.
Hoar la interrumpió.
—Magnus está en apuros. En grandes apuros. Temo por su vida.
—¿En apuros? ¿En apuros con quién? —preguntó en un susurro.
—Charmian Harris es una mujer rencorosa. Accedió a ser su amante,
pero que él no la haya ido a ver la ha puesto furiosa. Ella misma me ha
dicho que desea verlo muerto y estoy seguro de que es capaz de llevar a
cabo sus amenazas.
Rachel recordó lo asustada que Mazie había estado cuando empezó a
trabajar para ella. Si Charmian Harris era capaz de golpear a una doncella
con el cepillo del pelo, bien podría tomar otras medidas más serias para
castigar a un hombre que la hubiera rechazado.
—Reúnete conmigo en el mirador —repitió él—. De esa forma, podrás
advertirle a tu esposo sobre lo que está tramando Charmian.
Sin saber qué hacer, Rachel observó cómo Hoar se alejaba con paso
decidido después de despedirse con un gesto de la cabeza.
Veinte minutos más tarde, se encontró abriendo la puerta del salón de
baile del hotel. No había luz en aquella sala grande y tenebrosa; las
cortinas estaban echadas, pero los rayos del sol se filtraban por algunos
lugares entre el grueso tejido. Pudo ver el mirador en el lado oriental tras
un fantasmal ejército de sillas cubiertas por sábanas.
—Chica lista. Has venido. —Edmund apareció ante las cortinas de
terciopelo azul que acotaban el mirador.
Rachel no dijo nada, pero tampoco se acercó más.
—Deseas protegerle, ¿verdad? Le amas. —Edmund la miró. La joven
juraría que vio cómo apretaba la mandíbula enfurecido.
—Sólo conozco por terceros el mal genio de la señorita Harris, pero sé
que él se negó a verla anoche. Y tal y como yo lo veo, cualquier acto en su
contra es motivo para una reacción violenta. —Aguardó impaciente la
información que había ido a buscar, pero un sexto sentido le dijo que no se
acercara más a Hoar.
—Charmian Harris es conocida por sus rabietas. Los sirvientes la odian.
—Edmund se rió—. Estás ahí de pie, Rachel, con tus ojos tan aterrados
como los de una niña, y aun así, has venido. Por él. — Las últimas palabras
fueron como un insulto.
—Magnus es un hombre poderoso. Puede protegerse a sí mismo. Pero yo
no sé nada de la furia de una mujer y siento que es mi deber asegurarme de
que quede advertido. —Sus palabras eran todo lo que Hoar necesitaba
saber: ni más, ni menos.
—Charmian es una bruja con los sirvientes, una mujerzuela en la cama,
y lo que es más importante, una estúpida incapaz de hacer nada. No está a
la altura de Magnus.
—Entonces, ¿por qué me ha hecho creer lo contrario? —La pregunta era
tan inútil como la ira de Charmian. La única respuesta era que la había
atraído hasta aquel lugar engañada y que no debería haber ido. Sin duda,
estaba en problemas.
—Ven a sentarte en el mirador conmigo, Rachel.
La joven dio un paso hacia atrás y estuvo a punto de huir hacia la puerta
cerrada, pero él fue más rápido. La cogió de ambas manos y la empujó
contra su voluntad en la dirección que él deseaba.
—Ven, siéntate conmigo.
La arrastró hacia las negras fauces del interior del mirador. Rachel se
resistió y lo golpeó, pero no le sirvió de nada. Sus finos zapatos resbalaban
por el parquet encerado, jugando a favor de Hoar.
—No le dijiste que ibas a reunirte conmigo, ¿verdad? —Soltó una risita
—. Buena chica. De lo contrario, habría venido él en tu lugar y me habría
hecho comerme su puño. —La lanzó contra la pared y le pasó la mano por
el lateral del corsé—. Y ahora estaría saboreando otra cosa.
—Por favor —jadeó Rachel cuando le deslizó la mano desde la boca
hasta la mejilla—. Yo no tengo el ópalo, si es eso lo que desea. Ahora
pertenece a Magnus. No puedo hacer nada por usted.
—Pero, ¿qué tesoro valora más? ¿A ti o al Corazón negro? —le susurró
al oído.
La agarró con fuerza de la mandíbula e intentó besarla, pero Rachel se
apartó violentamente.
—He descubierto por el servicio que compartisteis la misma cama
anoche. Declinó la oferta de Charmian por ti. Por ti. Así que dime qué
prefiere.
—¿Por qué lo odia tanto? Es su rival, lo sé, pero ha habido veces en las
que usted venció en la rivalidad, señor Hoar. Usted es el único dueño de la
Compañía del norte y ha tratado de frustrar los planes de Noel
constantemente. ¿No es eso suficiente?
Edmund la zarandeó con tanta fuerza que Rachel se preguntó si alguna
vez volvería a ver con claridad.
—Él no se quedará con el ópalo y contigo, ¿me comprendes? Así que
¿qué prefiere?
—¡Prefiere el ópalo! ¡El ópalo, se lo aseguro! —gritó con una voz llena
de humillación.
Hoar la soltó y Rachel se desplomó contra los elaborados adornos
dorados de la pared.
—Tú, maldita niña—susurró jadeante . Te has enamorado de él, ¿no es
cierto? Y apuesto a que tus sentimientos no son correspondidos con la
misma pasión.
Rachel se negó a responderle.
Hoar se rió.
—No te merece, Rachel. —Lentamente, pegó el cuerpo al de ella y la
aplastó contra la pared—. Abandónalo y ven conmigo. Yo te cuidaría bien.
Rachel se esforzó por lograr que la dejara libre, pero todo fue inútil.
—Si lo abandono, no será por alguien como usted. Me iría con un
marinero desdentado y cojo antes que con usted.
Al oír aquello, Hoar la abofeteó con fuerza.
Rachel gimió, pero su desafiante mirada no se apartó ni un segundo de
aquel maldito maltratador.
Al instante, él le acarició la mejilla como si se disculpara.
—No es ningún secreto que te encuentro deseable, Rachel. Quizá
podríamos llegar a un acuerdo...
—Usted sólo me encuentra deseable porque creía que Magnus me
deseaba. Bien, pues se lo diré claro: él desea más el Corazón negro. Ahora
que lo posee, planeo regresar a la isla de Herschel en cuanto logre
encontrar el dinero necesario para que volvamos allí mis hijos y yo. —
Finalmente, logró apartarlo.
Hoar retrocedió y la estudió.
—No te creo —insistió.
—Es verdad. Como sospechaba, nuestro matrimonio es una farsa. Él
sólo ha jugado conmigo. Ahora no hay motivo para que me quede en Nueva
York.
—Si eso es cierto, puede que hayas salvado tu vida, hermosa niña —
siseó él entre dientes.
Con frialdad, la joven añadió:
—Ahora, si permite que me vaya, apreciaría el hecho de no volver a
verlo nunca, señor Hoar. Porque si vuelvo a verlo, rezará por que fuera la
furia de Charmian Harris la que hubiera caído sobre usted.
Hoar se rió. Aquellos pequeños dientes parecieron brillar en la
oscuridad.
—Dices que es mi carácter codicioso lo que me hace desearte, pero
ahora veo que no sólo es eso. Me tientas a doblegarte cada vez que nos
vemos.
—No estaré cerca para que pueda intentarlo. —Se dio la vuelta y
atravesó el salón de baile.
—¿Cómo planeas conseguir el dinero para regresar a Herschel? Supongo
que Magnus controla tus ingresos.
—Encontraré un modo —respondió sin mirar atrás.
—Te ha roto el corazón, ¿no es cierto? Y ahora anhelas escapar para
curar tus heridas.
Rachel lo ignoró.
—Podrías estar en el próximo barco que salga del puerto de Nueva York.
Yo podría darte el dinero para marcharte. ¿Me has oído?
La mano de Rachel se detuvo sobre el elaborado pomo de la puerta.
—¿Quieres el dinero para poder marcharte ahora?
—Sería un suicidio quedar en deuda con usted —repuso la joven sin
mirarlo.
—No, nada de deudas pendientes. Tú me haces un favor, y yo te lo hago
a ti. Eso sería todo.
—¿Qué quiere?
—El ópalo.
—Nunca podría conseguírselo.
—Podrías intentarlo.
—Pero... —Rachel cerró la boca. Era una completa estupidez explicar
que le había entregado el ópalo a Magnus y que no le pediría que se lo
devolviera. Si lo hacía, Hoar saldría victorioso en su contienda con Noel—.
Lo intentaré —mintió.
Hoar le acarició el brazo.
—Entretanto, espero que reconsideres nuestra relación. Así ambos
podríamos vengarnos de Magnus.
Rachel apartó el brazo. Sin responderle, abrió la puerta del salón de baile
y se alejó de allí.
—Estás muy callada. ¿Qué bulle en esa cabeza tuya? —Magnus la
miraba desde el otro lado del compartimento. El tren rodaba a una
velocidad constante de treinta kilómetros por hora. Estarían de vuelta en
Northwyck al final del día.
—Sólo estoy ansiosa por regresar junto a Tommy y Clare. Les echo de
menos.
Rachel lo estudió. Estaba sentado rígidamente sobre el asiento de piel
almohadillado sin atreverse a relajarse. Más de una vez le había visto bajar
la guardia y hacer una mueca de dolor al apoyar la espalda en el respaldo
del asiento lujosamente tapizado.
—He avisado de nuestra llegada. Con un poco de suerte, esos dos
golfillos deberían estar allí para reunirse contigo.
El fantasma de una sonrisa rozó los labios de Rachel.
—Está bien que puedas permitirte este compartimento privado, Magnus,
para que nadie en absoluto pueda escuchar tus conversaciones. Esos dos
«golfillos» como los llamas, se supone que son tus hijos.
—Mis hijos no tendrán nada que ver con esos infelices de las calles. —
Le lanzó una oscura mirada.
—Tommy y Clare son brillantes y tan hermosos como cualquier niño
que tú pudieras traer a este mundo, Noel. Y no lo olvides, tus hijos se
parecerán también a su madre, Judith Amberly. Con esa figura suya tan
delgada, te dará varios bonitos insectos palos.
—Vaya —gruñó con una extraña emoción brillando en los ojos—.
Suenas celosa, mi amor.
Rachel volvió la cabeza para mirar por la ventana. No podía refutar lo
que le había dicho. Ella lo había dado todo para ganarse su amor. Sin
embargo, con las mordaces preguntas de Edmund Hoar en el salón de baile
del hotel se había dado cuenta de que sus sueños eran imposibles. Noel
Magnus no iba a amarla nunca. Amaba a su preciado ópalo más que a ella.
Ese descubrimiento la había herido en lo más profundo.
—¿Qué le ha pasado a tu mejilla? Parece como si te hubieran
abofeteado. Y yo, desde luego, no te he puesto una mano encima. — La
miró a los ojos.
Rachel se llevó una mano a la mejilla que Hoar había golpeado.
Aún le dolía. Estuvo casi tentada de decirle lo ocurrido en el salón de
baile, pero luego se lo pensó mejor. No serviría de nada. Lo único que
conseguiría sería que Noel fuera aún más consciente de su incompetencia.
—No, no me has pegado. Si alguien me pregunta, alejaré cualquier
sospecha de que pudieras haberlo hecho —dijo con despreocupación.
—Yo nunca te pegaría. Un hombre que pega a una mujer es algo que no
puedo tolerar. Vi a mi padre hacerlo continuamente y creo que podría
matar a cualquier hombre que le levantara la mano a una mujer.
La sinceridad en sus palabras la atravesó e hizo que Rachel se
preguntase cómo se enfrentaría Noel a Edmund si hubiera visto cómo la
había tratado.
—Dime, ¿qué te ha ocurrido en la mejilla? ¿Te has caído? ¿Has chocado
contra algo? Me encargaré de que se notifique al hotel si sus habitaciones
son un peligro.
Se produjo un incómodo momento de silencio.
—Fue culpa mía. Por favor, no digas nada al hotel. —Le suplicó con los
ojos.
Magnus apartó la mirada.
—Deberías ser más cuidadosa. Si supieras más sobre cómo funciona el
mundo, sabrías que el rostro de una mujer es su tesoro.
Pero más lo es su mente y su corazón, deseó gritar Rachel.
En lugar de eso, dirigió la atención al paisaje que se veía por la ventana.
Tenía que regresar a Herschel. Ni siquiera sus obligaciones para
mantener las apariencias hasta que él los sacara de ese fraude de
matrimonio eran suficientes para hacer que se quedara.
Al día siguiente, Tommy, Clare y ella estarían de vuelta en el tren, y se
dirigirían a Nueva York. No tenía más opciones que dejarlo o traicionarlo
con el obsesivo complot de Edmund Hoar. Y ella nunca lo traicionaría. Ni
siquiera para deshacerse del odiado ópalo. El Corazón negro era mucho
más valioso a los ojos de Noel que el de Rachel, tan lleno de amor.
Finalmente llegaron a las montañas que se alzaban junto a Northwyck y
el tren se meció cuando viró bruscamente en la curva, todo el vagón se
estremeció y Noel cayó sobre el respaldo del asiento. Una expresión de
dolor le atravesó el rostro y soltó una maldición.
Rachel lo observó anhelando aliviar su tormento, anhelando amarlo.
Pero él le lanzó una de sus desdeñosas miradas y ella supo lo inútil que
sería su esfuerzo.
No lo traicionaría, así que lo dejaría.
15
Rachel cogió un chal de cachemira para protegerse del frío. La suave y
ligera calidez alrededor de los hombros era algo que había empezado a dar
por sentado, pero aquello acabaría pronto.
Sacó la vieja bolsa del armario. El amauti de piel de foca aún estaba
dentro, junto a los mukluks de oso polar. El olor de grasa de oso y sudor la
echó hacia atrás. Parecía imposible que sólo seis meses atrás no se bañara
con agua de violetas ni tuviera vestidos de seda que anunciaran su
presencia con el leve susurro de la fina tela.
—Niña, ¿qué estás haciendo? ¡Cielos! ¿Mazie ha olvidado vaciar la
bacinilla en esta habitación? —Betsy entró en el dormitorio con una jarra
de chocolate en una bandeja de plata. Dejó su carga sobre la mesita de
noche y empezó a buscar por los rincones.
—No es la bacinilla, Betsy —confesó Rachel—Son mis viejas ropas. Las
he sacado.
—Quizá sea hora de acabar con la nostalgia y quemarlas, ¿no crees?
—No... no puedo quemarlas. —Rachel se mordió el labio inferior. Era
hora de confesar sus delitos a su única amiga de verdad. Sólo entonces
podría lograr la ayuda que necesitaba para marcharse—. Tengo que decirte
algo, Betsy. Rezo por que no me odies cuando acabe, pero, hasta entonces,
¿podrías sentarte, por favor?
La anciana se dejó caer en una silla con sus viejos ojos azules abiertos
de par en par por el miedo.
—Me temo que esto no me va a gustar, ¿verdad?
—Lo siento. No puedo hacer bonita la verdad. He estado esforzándome
demasiado por embellecer mis mentiras y debo acabar con esto.
—¿Acabar con qué, querida?
Rachel se quedó mirando a la buena mujer. Había tantas cosas que
echaría de menos de Betsy... Sus amables rasgos, sus bonitas cofias, su
incondicional atención por el confort de todo el mundo. Pero, sobre todo,
echaría de menos su amistad, porque, desde que su madre había muerto, no
había sabido lo que era disfrutar de la preciada camaradería con otra mujer.
—Yo... te he estado mintiendo a ti y a todo el mundo. No soy la viuda de
Magnus. El no se casó conmigo. Fue sólo mi deseo de tenerlo como esposo
lo que me empujó a venir a este lugar, vivir aquí y cometer este terrible
fraude. —Se le escapó una lágrima, pero se la enjugó rápidamente. No
estaba dispuesta a que la emoción mitigara sus crímenes—. Lo hice llevada
por la desesperación. Nunca pensé que Noel regresaría aquí. Se le había
declarado muerto y parecía feliz con su nueva condición de difunto, pero
fui una estúpida. Naturalmente, con una prometida y una amante aquí, al
final habría regresado. Ahora veo que no tenía ningún deseo de casarse
conmigo y que había planeado su boda hacía mucho tiempo con la señorita
Amberly.
Betsy se la quedó mirando durante un largo momento. Rachel no sabía
qué esperar; ira, traición, reproches... Desde luego no esperaba que la
anciana se levantara de su asiento y la envolviera con sus brazos.
—Mi pobre niña, abandonada en esa condenada tierra helada y
aferrándote al amor de Magnus cuando él estaría encantado de dejarte allá
anhelándolo. No sé cómo has sobrevivido.
Rachel se sintió como si hubiera bebido demasiado a pesar de que no
había probado ni una gota de alcohol en toda la noche.
—Betsy, quizá no me has entendido. Yo...
—Ahórrate tus explicaciones. Yo sospechaba algo. Sobre todo, cuando
Magnus llegó y ni siquiera recordaba a sus propios hijos. Nada encajaba,
pero ahora todo tiene sentido.
Rachel se sintió terriblemente mortificada.
—Siento haberte engañado. No fue por la riqueza, por la codicia ni nada
por el estilo. Pensé en vivir en su casita de campo con la esperanza de que
algún día viniera a buscarme. No tenía ni idea de que Northwyck fuera una
mansión, te lo aseguro. Y tampoco de que me encontraría con tanta
amabilidad por tu parte, por parte del señor Willem, de Mazie, de todo el
mundo.
—Tranquila, tranquila, querida. Estoy segura de que a tu corazón le irá
bien confesar. Y sin duda, esto aclara un misterio o dos, como el asunto de
los niños.
Rachel sacudió la cabeza.
—Tommy y Clare intentaron robarme en la ciudad el día que llegué.
Estaban durmiendo debajo de una escalera en un callejón. No podía irme
sin más. Pensé que podría valerme por mí misma en una pequeña casa de
campo e imaginé que también podría encargarme de ellos. Nunca pretendí
que esto se me fuera tanto de las manos.
Betsy se rió.
—¡Cielo santo! ¡Qué historia podréis contarles a vuestros nietos Noel y
tú!
—Me alegra tanto que no estés enfadada... No sé qué habría hecho si
hubiera perdido tu amistad. Tu bondad ha significado mucho para mí en
estos últimos meses; y ahora que sabes la verdad, es aún más valiosa.
—Hiciste lo que temas que hacer para sobrevivir. Sin duda, la
insensibilidad de Noel te empujó a hacerlo.
Rachel la abrazó.
—Eso no es excusa. Me equivoqué y me siento muy agradecida de que
no te hayas enfadado conmigo. Si me lo permites, me gustaría escribirte
cuando regrese a Herschel.
—¿Herschel? ¿De qué estás hablando? No puedes irte. —La
consternación de Betsy era sincera.
—Noel quiere que continúe con esta farsa hasta que él pueda encontrar
una salida digna, pero no puedo continuar aquí. Él... — Se le quebró la voz
—. Él no tiene ninguna consideración por mí, y ahora veo que nunca la
tendrá. Quedarme aquí es más de lo que puedo soportar.
—Entonces, no te quedes, cariño. Ve a París durante un tiempo. A
Newport. A la ciudad. Tenemos siete casas repartidas por todo el mundo.
Pero no vuelvas al infierno de hielo del que viniste.
Rachel se enjugó las lágrimas que ahora fluían profusamente.
—No puedo continuar viviendo de su buena voluntad. De hecho, no tiene
nada de buena voluntad para mí. No, debo regresar a casa. Mi padre me
dejó una taberna y puedo volver a regentarla.
—Una taberna. —Betsy se estremeció visiblemente—. No puedes hacer
eso. No te lo permitiré.
—Tengo menos derecho a estar aquí que tú o Mazie. Ni siquiera soy una
sirvienta o una invitada. Tengo que volver al lugar al que pertenezco, al Ice
Maiden. —Rachel cogió las dos manos de la mujer entre las suyas—.
Después de esta confesión sólo tengo una última cosa que pedirte, y te
ruego que te apiades de mí.
—¿Qué es, mi niña? ¿Qué necesitas?
Rachel trató de hallar las palabras adecuadas.
—Vine aquí sin nada. Las últimas monedas de mi padre nos trajeron a
los niños y a mí hasta tu puerta. El ópalo que dije que Noel me había dado,
en realidad, lo encontró mi padre. Me pertenecía a mí, pero se lo he
entregado a Noel como compensación. Ahora no tengo nada. Nada. Y me
prohíbe llevarme incluso las ropas que llevo puestas si huyo y no continúo
con esta farsa hasta que él prepare un final adecuado. Así que debo
conseguir dinero. Los niños y yo podemos llevar harapos, pero tendremos
que comer durante el viaje y disponer de dinero para llegar hasta allí.
—Yo puedo darte el dinero, Rachel. Pero debes dejarme hablar con Noel
antes de hacerlo.
—Si le dices que quiero marcharme, me retendrá prisionera aquí y me
verá morir antes de permitirme interferir más en su vida. — Rachel se
quedó sin respiración. El pánico la invadió.
Betsy la estudió. La compasión brillaba en sus ojos rodeados de arrugas.
—Sé que es un hombre difícil. Sé que maldice, frunce el ceño y se sume
en la melancolía por el simple hecho de estar aquí, en este lugar que
alberga tantos malos recuerdos para él. Pero yo lo conozco mejor que
ninguna otra persona en esta tierra, querida niña. Le quiero como a un hijo.
Debes confiar en mí. Tengo que hablar con él. Intentaré guardar tu secreto,
pero debes brindarme esta oportunidad. Y si veo que es lo adecuado,
después de haber hablado con él, os enviaré a ti y a los niños de vuelta a
Herschel en primera clase.
—¿Y si no lo ves adecuado? —susurró Rachel preocupada.
—Entonces, haré lo que él diga. —Betsy se apretó las manos—. Lo
conozco muy bien y sé que los motivos que me dé para que le obedezca
serán buenos.
—No puedo quedarme aquí. Por favor, créeme, no puedo quedarme. —
Temblaba por la emoción que la atormentaba—. Sé lo de su amante y lo de
su prometida. Nunca podría amarme. Nunca. Lo veo ahora y no puedo
soportar pensar en él, mucho menos verlo... —Sus palabras se perdieron en
el vacío. El mismo vacío que sentía en su interior.
—Dame algo de tiempo para hablar con él. Luego podrás irte.
—Te lo devolveré —le aseguró Rachel aferrándose a la más mínima
esperanza—. Te prometo que te enviaré el dinero de vuelta lo antes
posible. El Ice Maiden no funciona tan mal, siempre que el barco de verano
de la Compañía del Norte llegue a tiempo.
Betsy soltó una repentina risa.
—Perfecto. Puedes devolvérmelo siempre que Edmund Hoar envíe su
barco para robarte. Qué irónico es todo esto.
Vencida, Rachel se desplomó en una silla.
Betsy le dio unas palmaditas en la mejilla.
—Anímate, mi niña. No has perdido a todos tus amigos. Yo seré tu
amiga siempre, tanto en caso de que Noel quiera que te quedes como en el
supuesto de que permita que te vayas.
—Él nunca lo permitirá. Disfruta torturándome. —Apoyó la cabeza en
las manos.
—Ya veremos —repuso Betsy enigmáticamente antes de marcharse.
—¿Puedo pasar? —La señora Willem llamó con suavidad a la puerta
entreabierta del estudio de Magnus.
—¿Qué ocurre? —respondió él al tiempo que se sentaba en una butaca
de piel sosteniendo en la mano una copa de whisky.
—Se trata de tu esposa. Tengo que hablar contigo. —Betsy cerró las
pesadas puertas dobles a su espalda.
Noel empujó otra butaca frente al fuego y Betsy tomó asiento con toda la
comodidad de una vieja amiga.
—Quiere marcharse —anunció la anciana.
Magnus soltó un bufido y tomó otro trago de whisky.
—¿Qué te ha contado?
—Todo. —Betsy frunció el ceño. Profundas arrugas de preocupación
atravesaron su rostro—. Quiere que le preste el dinero para que ella y los
niños puedan regresar a la isla de Herschel.
—No lo permitiré. —Noel miraba con gravedad el fuego.
—¿La amas? —Se inclinó hacia delante y le acarició la ceja con ternura
—. No tengo derecho a preguntar, lo sé. No soy nada más que el ama de
llaves de Northwyck, pero siempre hemos sido más que sirvienta y señor.
No tengo hijos propios y asumí el papel de tu madre cuando la tuya se fue.
Nos has dado a mí y a Nathan nuestra casita. Has sido tan bueno y leal
como cualquier hijo lo hubiera sido. No podría amarte más si fuera
realmente tu madre.
Noel se quedó mirándola.
—¿Adonde quieres llegar con todo esto, Betsy? No sé por qué creo que
no va a gustarme.
—Ella te ama, Noel. Lisa y llanamente. Si tú no la amas, muestra un
poco de humanidad y deja que se marche de este lugar. No es bueno para el
alma hacerle lo que le estás haciendo. Pero... —Se detuvo y lo miró
fijamente—. Pero yo vi a ese hombre que llegó del Ártico para encontrarla.
Vi el miedo en su rostro cuando pensó que no estaba aquí, vi el dolor y la
tortura a los que había sometido a su cuerpo para poder llegar hasta aquí
rápido y poder acabar con el tormento en su mente.
Le dedicó una tierna y hermosa sonrisa.
—Sé que ese hombre me quiere, aunque no me lo haya dicho nunca. Así
que me pregunto si debería darle el dinero a Rachel o si i debería brindarle
más tiempo a ese hombre para que pueda expresar lo que yo creo que hay
en su corazón.
—Ella me engañó. Vino aquí representando un fraude —masculló Noel.
—Lo sé. Me lo ha explicado todo.
—Entonces, tiene que obedecerme. Está en deuda conmigo.
Betsy se rió.
—Sí, también me ha explicado eso. Pero no estás respondiendo a mi
pregunta, Noel. No estoy preguntando qué se debe y quién merece una
compensación. Te estoy preguntando si necesitas más tiempo. Porque si las
cosas no van a cambiar nunca entre tú y Rachel, entonces sería mejor que
dejaras que siguiera su camino.
Noel apartó la mirada. Sus ojos estaban llenos de ira.
Betsy lo miró, sopesando y evaluando todos aquellos matices que tan
bien conocía.
—El amor es difícil para ti, cariño. Nadie sabe eso mejor que yo. Era a
mí a quien acudías cuando siendo un niño llorabas por tu madre. También
fui yo quien te quitó los cristales de la espalda cuando tu padre te lanzó la
botella. De hecho, todavía me culpo por el incidente. Tú no querías que te
enviara a la escuela. No querías más soledad ni privaciones que las que
sufrías en Northwyck; y sobre todo, no querías dejarme. Eso es lo que te
dijo ese miserable. No querías dejarme a mí, a la despreciable y anónima
ama de llaves, y enfadado, te lanzó esa botella y te causó todas esas
cicatrices en la espalda. —Una notable tristeza cubrió su rostro. Despacio,
se levantó de la butaca y se dirigió a la puerta.
Lo miró por última vez.
—No te culpo por estar asustado, amor. Sólo necesito saber si necesitas
más tiempo. Un sí o un no bastará, y actuaré en consecuencia.
Noel no quería responder. Negándose a mirarla, se agarró la cabeza
como si la propia rabia de su padre estuviera en su interior.
Entonces, de repente, siseó:
—Sí.
No tuvo que decir más. Betsy supo al instante lo que debía hacer.
—Pero, ¿ha dicho algo? ¿Necesitaba hablar conmigo? —Las preguntas
parecían absurdas siendo como era la señora de la casa y Betsy el ama de
llaves, pero cuando Mazie llegó para ayudarle a vestirse para la cena,
Rachel se subía por las paredes impaciente.
—No, señora Magnus. Betsy simplemente me ha dicho que era hora de
que le ayudara a prepararse para la cena, igual que cualquier otra noche. —
Mazie se quedó mirando a su señora como si dudara de su cordura.
—No podría comer ahora. No puedo bajar. Por favor, presenta mis
excusas.
Empezó a pasear nerviosa mientras Mazie le hacía una reverencia y salía
por la puerta de servicio.
La joven se volvería loca si Betsy no le daba una respuesta sobre el
dinero esa noche. Le era imposible enfrentarse a Noel en la cena cuando en
cualquier momento podría verse sorprendida por la traición del ama de
llaves. Rachel no le guardaría rencor por ello ya que la anciana era leal a su
señor, pero podría jurar que la que consideraba su amiga había
comprendido su dolor. Tenía fe en que la mujer haría todo lo que estuviera
en su poder para liberarla del infierno en el que se había metido.
Resignándose a una noche de inquietud, se acurrucó en el asiento junto a la
ventana hasta que la violencia con la que se abrió la puerta la sobresaltó.
—¿No te encuentras bien? —Noel entró en la habitación y se acercó al
armario de caoba tallado con elaborados dibujos góticos para abrirlo con
brusquedad.
—No... no me apetece cenar después del largo viaje en tren —
tartamudeó insegura de él y de su estado de ánimo.
—No seas ridícula. Tienes que comer. —Había una furia apenas
reprimida en sus oscuros ojos—. Mírate. Te estás consumiendo. Pronto no
quedará nada de ti.
Volvió a dirigir su atención al contenido del armario.
—Toda la ropa que tienes aquí es negra.
Rachel se estremeció.
—Los vestidos son para una viuda.
—Mañana haz llamar a un modisto —ordenó tajante—. Dile que te
quiero ver con vestidos de los mismos colores delicados que los de las
condenadas revistas que solías leer en Herschel.
La joven se levantó del asiento a la defensiva.
—No tengo previsto quedarme el tiempo suficiente para llevar más
vestidos tuyos.
Los ojos de Noel se entrecerraron.
—¿Qué quieres decir con eso?
Rachel tomó una profunda inspiración y reunió el valor para hablar con
claridad.
—Sólo el ópalo ha compensado más que de sobra cualquier vergüenza o
coste que te haya causado. Edmund Hoar parecía creerlo así cuando me
preguntó por él. Quiere esa piedra a cualquier coste. —Su voz se volvió
ronca—. Igual que tú.
Los ojos de Noel se tornaron tempestuosos y su tono le confirmó a la
joven que estaba al límite del autocontrol.
—¿Cuándo lo viste para discutir el asunto? Sin duda no fue en mi
presencia.
—Me hizo la oferta en Nueva York. En el hotel.
Magnus guardó silencio durante un interminable momento.
—¿Qué otras ofertas te hizo?
Rachel apartó la vista. No esperaba que fuera tan directo. El rubor
ascendió por sus mejillas aunque se esforzó para evitarlo.
Noel se quedó mirándola, enfurecido y, aun así, por algún motivo,
contenido.
—Entiendo, entonces, que visitó esta casa mientras yo no estuve. ¿Fue...
un visitante asiduo?
—¿Importa eso? —respondió ella tratando de contener sus emociones—.
Después de todo, no soy realmente tu esposa.
La ira de Noel llegó a su límite. Se acercó a ella, la cogió de los brazos y
la obligó a mirarle.
—Todo el mundo piensa que eres mi esposa. Todo el mundo ha
bendecido esta maldita unión excepto yo. A mí se me impuso a la fuerza.
—Pero ya no. ¡Ya no! ¡Ya te he dicho que voy a irme! Borra los daños,
acepta mis disculpas y dalo por terminado. —Rachel le lanzó una mirada
desafiante—. La farsa ha acabado, Noel. Ha acabado.
—No... ha... acabado —masculló él entre dientes.
La recorrió con la mirada y luego la empujó de nuevo sobre el asiento de
la ventana. Caminó decidido hacia el armario y buscó entre los vestidos
hasta que encontró uno que le pareció bien. Lo sacó y volvió a acercarse a
ella.
—Ponte esto. Quiero que estés preparada para la cena en diez minutos o
si no yo mismo te vestiré. —Bajó la mirada hacia el vestido en sus manos,
una exquisita prenda de moaré negro con un encaje del mismo color en el
escote. Alargó el brazo, arrancó el encaje y lo arrugó en sus manos
formando una bola—. Así está mejor. Así es como deberías vestirte para tu
marido. Ahora póntelo y no me hagas esperar.
Horrorizada, Rachel contempló el vestido destrozado. El escote estaba
hecho jirones y ahora era tan bajo que resultaba casi obsceno. —No puedo
llevar eso. No puedo —susurró casi suplicando.
—Tienes... —Noel sacó un reloj de oro del bolsillo—... poco más de
ocho minutos.
Dicho eso, salió de la habitación enfurecido. Rachel escuchó cada firme
paso mientras bajaba las escaleras.
—¿Señora? —preguntó Mazie en voz baja. Su aparición fue como la de
un ángel.
Como si fuera una muñeca de trapo, Rachel se levantó y permitió que la
doncella le pusiera el vestido negro.
16
Rachel entró en el comedor privado agradecida por la suave luz de las
velas que ocultaría su vergüenza.
Noel alzó la mirada de la mesa y la estudió brutalmente. Sus ojos la
siguieron cuando atravesó la sala y se quedó de pie junto a su sitio en la
mesa.
Un sirviente la ayudó con la silla y luego retiró la tapa caliente que
cubría su sopa.
—Déjanos —ordenó Noel de manera cortante.
El sirviente hizo una reverencia y salió por la puerta de servicio.
Rachel se quedó mirando la sopa de berro como si fuera la peor de las
gachas.
—Come —masculló él.
La joven lo miró a los ojos.
—¿Por qué haces esto? —preguntó sin tocar la cuchara.
—¿Te ofende que pida a mi esposa que lleve otra cosa que no sea la
pudorosa ropa de luto usada para un fraude? —Pronunció cada palabra
como si disfrutara con ellas.
—Ninguna mujer decente viste así. —Bajó la mirada y sintió que la
sangre le subía al rostro. Las oscuras aureolas de los pezones quedaban casi
expuestas en el borde del escote. Ya de por sí, sus pechos eran generosos,
pero encorsetados y apenas cubiertos por un ajustado y amplio escote
parecían el doble de grandes. Mortificada, cubrió su desnudez con la mano
extendida.
—Baja la mano —le exigió Noel al instante.
—¿Por qué no me pides que acuda a la mesa desnuda? —jadeó mientras
tiraba del deshilachado borde del corpiño en vano.
—Mi esposa hará lo que yo le diga. Eso es lo que tienes que aprender de
todo esto, Rachel. Al pretender ser mi esposa estás declarando que eres
mía, así que puedo vestirte como me plazca, tratarte como me plazca y
disponer de ti como me plazca. —Un músculo se le tensó en la mandíbula
cuando bajó la mirada a su pecho—. Si me apeteciera tirarte sobre esta
mesa, levantarte la falda y tomarte a la fuerza, como tu marido, tendría
derecho a hacerlo. Y nadie, ni tú, ni la ley, podría evitar que hiciera lo que
me viniera en gana.
Hizo una pausa y de pronto apareció una sombra de pesar en sus ojos.
—Yo deseaba algo mejor para ti, Rachel. No quería que vivieras como lo
hizo mi madre. Siempre pensé en cómo conservarte, no en cómo
ahuyentarte. No quería regresar a este lugar. Tú me mantenías lejos de este
infierno y ahora me has atado a él. Has conseguido que los dos acabemos
aquí.
—Hay otras clases de matrimonios, Noel. Otros tipos de vida. No estás
destinado a emular la existencia de tu padre aunque vivas en esta casa y
sigas sus pasos.
—Está en mi interior. —Apartó la mirada.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó olvidando su atuendo por el momento.
Noel giró la cabeza hacia ella y sus hambrientos ojos le recorrieron el
pecho.
—Porque ahora que soy un hombre puedo comprender el deseo de
poseer a una mujer. Mi padre estaba obsesionado con mi madre, y cuando
ella huyó de él, me acusó de ser su bastardo. No quería tener nada que ver
conmigo porque pensó que si mi propia madre no se quedaba a mi lado,
entonces debía de tener demasiados defectos. Me echó la culpa a mí de que
ella se fuera, no a sí mismo. Por eso me maldijo.
—Ninguna mujer en su sano juicio abandonaría a su hijo, Noel. Si ella se
fue, probablemente se debiera a que había enloquecido a causa de los
maltratos. Estoy segura de que más tarde se arrepintió.
—Nunca lo sabremos. La elegante mujer que fue mi madre murió en un
granero en Nueva Orleans aferrando una botella de ginebra medio vacía.
—Lo siento susurró la joven al tiempo que eludía su mirada.
La mano de Noel se posó sobre la de ella, que seguía extendida
cubriendo el escote.
—Baja el brazo, Rachel. No me hagas pedírtelo otra vez. Deberías
sentirte agradecida por mi paciencia. Mi padre ya te habría arrancado el
vestido.
La joven lo miró desolada.
—No me puedo acostumbrar a desnudarme —repuso despacio—. Ya te
he dicho que no puedo exhibirme así. Por favor, deja que coja un chal.
Noel negó con la cabeza.
—Sólo resaltarás más lo que intentas ocultar. —Le lanzó una penetrante
mirada—. Así que baja la mano o lo haré yo por ti.
Con los nervios a flor de piel, la joven se obligó a obedecerle.
—Si esta humillación hace que quedemos empatados en este juego,
entonces que así sea.
—Esto no es un juego. Es una lección. Una lección sobre cómo ser mi
esposa.
—¿Y cuál sería la lección si fuera la amante que has deseado que fuera
desde el principio?
—No tendría que darte ninguna lección. Apreciarías mi deseo por ti y yo
te compensaría cubriéndote de riquezas y haciendo que experimentaras un
placer que nunca has conocido.
—Lecciones, juegos, placer y riquezas. Lo has mencionado todo menos
el amor. ¿Dónde está el amor?
—El amor no es necesario.
—Para ti no, pero para mí sí.
Sin más, se levantó y se dirigió a la puerta.
—¿Adonde crees que vas? —le preguntó él repentinamente a su lado.
—No me necesitas, Noel. Tienes a Judith y a la señorita Harris. ¿Dices
que te he obligado a volver y que te retengo aquí para reparar el daño que
he hecho? Bueno, ya no. Los niños y yo tenemos previsto marcharnos en el
tren que sale a primera hora de la mañana. Puedes decirle a todos que me
he ido para cuidar de mi padre enfermo y que no regresaré en algún
tiempo. Luego cierra Northwyck y regresa al Norte. De esa forma ambos
dejaremos atrás este episodio.
—¿Cómo planeas financiar tu huida? —inquirió él con una voz suave y
diabólica.
—Alguien va a prestarme el dinero.
—No lo creo. Será mejor que lo confirmes con tu fuente.
Rachel se tragó el nudo de terror que se le había formado en la garganta.
—No creo que se me niegue injustamente.
—No. —Apoyó la mano en su mejilla todavía enrojecida—Aún deseo
saber cómo te hiciste esto. No me gusta que se estropee mi propiedad.
Rachel le dio la espalda, pero él no dejó que se escapara. Su fuerte mano
descendió hasta la clavícula de la joven y recorrió la delicada estructura
hasta que los dedos se deslizaron hacia el escote.
—Lo único que falta es esto. —Sacó el ópalo del bolsillo y lo abrochó en
torno al delicado cuello femenino.
El Corazón negro descansó entre los pechos de Rachel y pareció cobrar
vida cuando se calentó con el fuego de su piel.
—¿Me lo estás devolviendo? —le preguntó.
—¿Para que puedas empeñarlo por tres pasajes de barco a un inferno
helado? ¡Ni hablar!
—Entonces, quédate con él y con su maldición. —Rachel hizo ademán
de quitarse la cadena, pero Noel la detuvo.
—No está maldito. Por cada fatalidad que ha causado, ha aportado
también riquezas a sus dueños. Luis XVI se lo compró a un ladrón que
afirmaba haberlo robado del ojo de un ídolo de la India. El ladrón se hizo
rico.
—Y Luis XVI perdió la cabeza en la guillotina. —Rachel se llevó la
mano a la garganta.
—La señora Franklin se lo entregó a su marido como talismán protector.
Pensó que al regalarle la piedra, la maldición recaería en ella en lugar de
en su amado y, por tanto, garantizaría su seguridad en el frío polar.
—Mala garantía, creo yo. Ahora es ella la que llora su pérdida.
—La piedra no está maldita, Rachel. Algunos dicen que sí porque se
usaba en un símbolo religioso que se profanó. —Sus ojos se tornaron
cálidos—. Pero luciéndolo como tú lo haces, no lo profanas, lo exaltas.
—Mi padre me dio la piedra y murió. Era la persona a la que más quería
en esta tierra. Yo sí creo en su maldición. —Bajó la mirada hacia la joya.
Deseaba romper la cadena, lanzarla hasta el otro lado de la sala y ver cómo
se hacía añicos en el fuego.
Noel le acarició con el dedo el borde del escote donde el oscuro pezón
casi asomaba por encima de la seda negra rota. Ella intentó apartarle la
mano, pero él se mantuvo firme.
—Aceptaré la maldición. La aceptaría con todas sus consecuencias, si
lucieras la joya para mí y sólo para mí.
Rachel se pegó a la pared.
—Si debo hacerlo, la llevaré esta noche, pero por la mañana me habré
ido.
—Aún no. —Se inclinó hacia ella.
La joven conocía bien la maniobra. Le acariciaría los labios
delicadamente con los suyos al principio, probando, preguntando.
Entonces, a la primera señal apasionada que le indicara que deseaba su
beso, desataría su pasión, la estrecharía contra sí e iniciaría una lenta y
elaborada seducción hasta que le forzara a detenerse.
Se había resistido hasta el momento porque en su interior siempre oía
esa voz prudente que repetía las advertencias de su padre. Él debe casarse
contigo. Eres demasiado buena para ser la marioneta de cualquier hombre.
Si te casas, podré morir feliz sabiendo que estás bien cuidada por un buen
esposo.
Pero el consejo de su padre funcionaba basándose en la esperanza, y
ahora que no le quedaba ninguna, no sabía a qué podía aferrarse.
—Estás tan fría como lo estabas en el Ice Maiden —susurró él,
acariciándole la piel del cuello con los labios.
—Sabes qué precio debes pagar por tenerme, Noel, y has rechazado mi
oferta. No dejaré que me poseas —respondió con algo más que un poco de
petulancia en la voz.
Él le acarició la parte superior del pecho con la boca. Rachel conocía
bien el calor de sus besos allí. Era su debilidad. Siempre le había impedido
ir demasiado lejos, pero con cada día que pasaba, su curiosidad, su deseo,
se hacían más fuertes. Cada vez que la tocaba, iban más lejos. Cada vez le
resultaba más y más difícil recuperar el inicio y detenerlo.
—Deja que me vaya —musitó trémula.
Noel sonrió contra la generosa turgencia del pecho de la joven.
—¿Vienes a cenar vestida con este atuendo de prostituta y crees que te
dejaré marchar antes de estar satisfecho?
—¿Vas a violarme? Quizá la ley no te haga responsable, pero tu
conciencia sí.
La besó en la boca, penetrándola profundamente con su dura y
dominante lengua hasta que la joven se quedó sin aliento.
—Te he hecho ponerte este vestido porque me gusta verte como una
ramera —murmuró Noel en su oído, acariciándole el pezón a través del
vestido—. Me gusta imaginarte con ese pelo rubio enredado tras haber
hecho el amor, los labios inflamados por mis besos y las piernas abiertas
esperándome. ¿Por qué no puedes ser esa mujer por una noche? Una noche
y te daré un pasaje o una casa. Lo que quieras.
—Nunca hablas de amor, Noel. Nunca —susurró ella con la respiración
acelerada por sus caricias.
—¿Necesitas amor para sentirte así? Dime la verdad. —Le levantó la
falda para abrirse paso con la mano a través de la enagua y de la ranura
abierta de su ropa interior. Encontró allí la carne trémula que
calculadamente había buscado y la acarició despacio al principio, y luego
más y más rápido.
—¡Maldito seas! —gritó la joven al tiempo que cerraba las piernas y lo
apartaba de un empujón.
—¿Cómo te hace sentir, Rachel? —inquirió con dureza al tiempo que la
agarraba de las caderas y la estrechaba contra sí para que sintiera su dura
erección—. ¿Te hace sentirte bien? ¿Deseable? ¿Hermosa?... ¿Amada?
Lágrimas ardientes surcaron el rostro femenino. Hacía que sintiera todas
esas cosas y ese era el motivo por el que no podía tolerarlo.
—Te odio, Noel. Te amé en su momento, pero ahora te odio. —Se zafó
de su agarre. Abrió la puerta, le lanzó una fiera mirada y luego, tapándose
el escote con las manos, corrió a su habitación.
—Tranquila, cariño. Todo irá bien. Ya sé que puede ser un bruto a veces,
pero sólo tú puedes amansarlo. Estoy segura de ello —la tranquilizó Betsy
mientras le acariciaba el pelo.
La anciana había entrado en silencio en el dormitorio y se la había
encontrado tirada en la cama abrazada a una almohada llorando.
—No, no puedo hacerlo. Y lo que es más importante, no lo haré —
afirmó Rachel entre sollozos—. Gracias a Dios que mañana me habré ido
de este lugar. —Cogió la mano a la mujer y se la llevó a los labios—.
Muchas gracias por ayudarme con el dinero. No sé qué haría ahora si no
pudiera contar contigo.
Lentamente, Betsy retiró la mano y volvió a apoyarla sobre los largos
mechones rubios que le caían a Rachel por la espalda.
—Pequeña —empezó el ama de llaves vacilante—. No puedo prometerte
que te ayude mañana. Necesito más tiempo.
Rachel dejó de llorar y alzó la mirada.
—No lo entiendo. Necesito irme de aquí. —Le enseñó el ópalo en su
cuello—. Le di la joya de mi padre y sé que vale una pequeña fortuna. No
le debo nada, y a ti te devolveré el dinero. Te lo prometo.
—Te creo. De verdad, te creo. Pero no puedo darte el dinero tan pronto.
Eso es todo. —El rostro de Betsy reflejaba la preocupación que sentía.
Rachel se incorporó y miró fijamente al ama de llaves con los ojos
encendidos y llenos de lágrimas.
—Pero si espero, será demasiado tarde. —No podía dejar de pensar en
Noel. Aquel maldito hombre sabía demasiado sobre seducción, demasiado
sobre el cuerpo de una mujer y demasiado sobre sus necesidades y
debilidades. Se la llevaría a la cama y entonces no habría retorno. No lo
dejaría nunca y él habría ganado.
—Dame más tiempo, Rachel. Sólo un poco más.
Llena de pánico, la joven negó con la cabeza.
—No puedo. No puedo. —Miró fijamente a los amables ojos de Betsy—.
Si tú no me das el dinero, tendré que conseguirlo de Edmund.
—¿Te lo ha ofrecido? Qué propio de él —replicó la mujer con una voz
llena de desdén—. El muy canalla.
—Es Noel quien me hace sufrir. Noel. —Rachel se incorporó—. Yo no
deseo traicionarlo, Betsy, pero no me quedará otra opción.
—Sospechaba que reaccionarías así. —Lentamente, el ama de llaves
sacó un fino montón de viejas cartas del bolsillo de su delantal. Las
misivas, de un tono ya amarillento, estaban atadas con un trozo de cordel
desgastado, como si no tuvieran gran importancia—. Te dejaré con esto
para que reconsideres tu necesidad de marcharte. También debo pedirte
que no acudas a Edmund en busca de ayuda. Noel te odiaría si te aliaras
con su enemigo.
Rachel cogió las cartas con el ceño fruncido.
—¿Qué hay escrito aquí? ¿Y por qué Edmund Hoar odia tanto a Noel?
Una cosa es una rivalidad profesional, pero ellos la llevan demasiado lejos.
Betsy se levantó y se limitó a hacer un gesto con la cabeza.
—Creo que si lees las cartas esta noche, encontrarás explicación a
muchas cosas. Entonces, quizá podamos lograr que tengas más paciencia.
Sin más, el ama de llaves salió por la puerta de servicio.
Rachel bajó la mirada hacia las cartas en su mano, poco dispuesta a creer
que pudieran cambiar algo. Desató el cordel sucio y deshilachado, y las
esparció sobre la colcha de la cama. Todas estaban escritas con la misma
letra, todas con matasellos de Nueva York, todas dirigidas al señor
Magnus.
Sacó una y empezó a leer:
Navidad, 1830
Señor Magnus:
Me gustaría mucho regresar a casa. Hace un año que me envió a esta
escuela y anhelo volver a ver mi hogar. Es Navidad y también mi
cumpleaños. Me gustaría volver a ver Northwyck. Por favor, señor, si me
permite abusar de su buena voluntad, ¿podría coger el tren para hacerle
una visita? Sólo me quedaría un día. Me gustaría mucho ir a casa. Por
favor.
Su hijo,
Noel
Rachel sintió un nudo en el pecho. Volvió a mirar de nuevo el matasellos
y la fecha de la carta. Noel no podía ser mucho mayor que Tommy cuando
la escribió.
Cogió otra y leyó:
21 de junio de 1932
Señor Magnus:
Hoy es el primer día del verano. Me sentiría muy agradecido de ver los
campos de Northwyck en flor. Ha pasado tanto tiempo desde que estuve en
casa por última vez que apenas puedo recordar cómo es. Si se me permite
exponer mis razones, señor, me gustaría mucho ir a casa para felicitarle en
persona por comprar The Nueva York Morning Globe. El director me lo
explicó. Me contó que usted había arruinado a Hoar. Si pudiera ir a casa
sólo por ese motivo, no me quedaría mucho tiempo. No sería una molestia.
Aunque no he tenido noticias de ustedes estos años, aún tengo muchas
ganas de volver a casa y ver sus familiares rostros. Por favor, señor.
Su hijo,
Noel
Lágrimas no deseadas le ardieron en los ojos. Cogió otra carta y luego
otra. Y otra. Leyó casi las mismas frases en cada una de ellas.
Por favor, señor, me gustaría ir a casa. Señor Magnus, permítame volver
a casa. Llega de nuevo la Navidad y me gustaría pasarla en casa.
No pudo leer más por el dolor que le hacían sentir. El padre de Magnus
había maltratado y desatendido a su hijo, para luego enviarlo lejos. El
hecho de que le hubiera arrebatado el periódico al viejo Hoar explicaba el
origen de las hostilidades entre Edmund y Noel, pero ninguna de las cartas
explicaba cómo un hombre podía tratar a su único hijo con semejante
frialdad.
Tiró las amarillentas cartas sobre la alfombra. Ahora no serviría de nada
acudir a Edmund. No podría conseguir dinero de él después de haber leído
esas cartas. No podía traicionar a Noel de esa forma por muy cruelmente
que la tratara. Su odio hacia Northwyck cobraba sentido ahora. Durante
años, había suplicado que le dejaran volver a casa y le habían ignorado.
Cuando su padre murió y pudo regresar, aquel lugar sólo le había
recordado a su padre y todo el dolor que aquello conllevaba.
Dejó escapar un profundo suspiro. Al otro lado de la habitación, a través
de las puertas dobles que daban al dormitorio de Noel, pudo oírle gritar
órdenes a su sirviente para que lo dejara en paz.
De hecho, quería que todo el mundo lo dejara en paz. Sobre todo ella.
Pero nadie lo amaba como ella. Ni Charmian Harris, ni Judith Amberly. Su
amor por él era absoluto. Era una maldición para ella, y seguramente su
camino a la ruina, pero estaba ahí, en su interior, incapaz de ser negado. Y
no podía traicionar a su único amor con su enemigo.
—¿Puedo entrar, señora? —preguntó Mazie entonces desde la puerta de
servicio.
Rachel asintió.
—La señora Willem ha pedido que le suban esto. Dijo que debía
bebérselo todo. Le ayudará a dormir. Mañana le espera un día muy largo
con el modisto.
—Yo no... —Rachel se detuvo. Iba a decir que no necesitaría un
modisto, pero ahora ya no lo sabía. Sin la ayuda de Betsy y la de Edmund
Hoar, no iría a ninguna parte en breve. Cuando bajó la vista hacia el
vestido de moaré destrozado por las propias manos de Noel, supo que no
podría ponérselo de nuevo. El resto de sus vestidos eran una comedia,
negros y color lavanda para una viuda, y ese no era su caso. Ella no era ni
esposa ni viuda.
—Gracias, Mazie —respondió, haciendo un gesto para que la doncella le
preparase la cama.
Cuando se lo bebió todo y Mazie la dejó para que durmiera, Rachel
apagó la lámpara de gas y se acurrucó bajo la colcha. Su mente estaba
totalmente despierta a pesar de la leche caliente. El cuerpo le dolía a causa
del esfuerzo de mantenerse erguida durante todo el día en un tren que no
dejaba de balancearse y le ardían los músculos de los brazos después del
esfuerzo de empujar a Magnus para alejarlo de ella, pero la oscuridad de su
habitación no la reconfortaba. Delante de ella estaban los dos finos
rectángulos de luz, el perfil de las puertas dobles que daban a la habitación
de Noel. Él estaba levantado. La joven pudo oír cómo caían los gemelos de
la camisa en un platito de porcelana. Uno, después el otro.
Se quedó mirando las puertas mientras se preguntaba qué estaría
pensando y haciendo. Se lo imaginó quitándose la camisa con cuidado para
no irritarse la espalda.
Luego, le tocó el turno a los zapatos.
Uno, dos, oyó los golpes apagados cuando cayeron sobre la alfombra.
A continuación, los pantalones. Tendría que encorvarse un poco para
poder ver los botones del pantalón. Los desabrocharía uno a uno y se
quedaría en ropa interior.
Sus pasos se oían seguros y claros al moverse por la habitación. Rachel
aguardó a que apagara las luces; y así lo hizo. Finalmente, contuvo la
respiración como si anticipara el claro sonido que escucharía cuando se
metiera en la cama, el gruñido de la caoba de la cama bajo su sólido peso.
Pero esos sonidos no llegaron. Sólo se encontró con silencio al otro lado
de las puertas dobles. Silencio y unos funestos pensamientos.
De repente, se oyeron unos pasos que atravesaron la habitación y que se
acercaban más y más a las puertas dobles. El corazón casi se le paró
cuando vio que el perfil de la puerta se oscurecía al detenerse Noel al otro
lado.
Si existía un ruido más fuerte que el de la mano de un hombre al
apoyarse en el pomo de una puerta, Rachel no lo había oído todavía. En la
tenue luz de su habitación, no pudo ver cómo giraba, pero se lo imaginó
haciéndolo. Sólo sería cuestión de segundos que viera su silueta desnuda
llenando el rectángulo de luz cuando se quedara observándola desde el
umbral.
El corazón le latió con fuerza y se incorporó. Clavó la mirada en las
puertas dobles cerradas mientras aguardaba a que entrara el hombre que
amaba.
Se sintió vencida por sus sentimientos. No se resistiría a él. No tenía
sentido. No porque fuera más fuerte o porque se hubiera encargado de que
no pudiera huir, sino porque lo deseaba. La única diferencia entre que él
entrara en su dormitorio y se la encontrara con los brazos abiertos o
cerrados para rechazarlo sólo era cuestión de un juramento de amor y un
pequeño anillo de oro. Por muy pequeñas que esas cosas parecieran, en su
mundo eran enormes, y en ese momento le parecían demasiado grandes
para que pudiera seguir aspirando a ellas.
Una lágrima agridulce se deslizó por su mejilla. No lo rechazaría. La
había vencido. Lo deseaba a su lado, abrazándola, convirtiéndola en mujer.
Lo amaba, y esa noche se sentía, repentinamente, demasiado débil para
seguir ocultándolo.
El pomo de la puerta giró. Rachel aguardó, pero no sucedió nada. La
puerta no se abrió. En el mejor de los casos, pensó que él ni siquiera tenía
la mano apoyada ya en el pomo. Se había quedado allí de pie al otro lado y
las sombras que interrumpían los finos rectángulos de luz lo delataban.
Entonces, se alejó y los sonidos de las pisadas sobre la alfombra de lana
la dejaron desconsolada.
—Te odio, Noel —susurró al frío perfil de las puertas-—. Te odio —
repitió mientras se hacía un ovillo y deslizaba una mano entre sus muslos
como si así pudiera aliviar la soledad.
17
—¿Le gustaría esto a madame, ici? O esto, ¿ici? —El modisto, Auguste
Valin, ya estaba colocando las sedas en su vestidor antes de que Rachel
hubiera acabado el café de la mañana.
Mazie le dijo que aquel hombre había venido desde la ciudad. Como no
había tren nocturno, Rachel supuso que habría viajado con ellos el día
anterior en el mismo tren y que se había quedado a pasar la noche en
Northwyck. Magnus, con su habitual previsión, se había encargado de todo.
—Creo que a madame le sentaría mejor el tul rosa y el azul celeste. ¿No
es así? Y este quedaría maravilloso sobre su hermosa piel y sus rizos
rubios. —El diminuto hombre elegantemente vestido extendió ante ella el
más brillante satén rosa.
—También necesitará varios vestidos más oscuros para que hagan juego
con esto —terció Noel desde la puerta al tiempo que lanzaba algo a
Auguste.
El modisto cogió el objeto y contempló el magnífico ópalo negro. Sus
ojos brillaron con admiración.
—Por supuesto. Tengo un tafetán azul oscuro y malva, monsieur. Es el
tejido más novedoso de Francia. ¿Le gusta? —Sostuvo el ópalo ante la seda
iridiscente.
—Excelente. Pero quiero otros. Todo un armario lleno. —Magnus
saludó a la joven con un gesto de la cabeza y se sentó en el gran sofá para
disponer de un lugar privilegiado.
Lo único que Rachel pudo hacer fue aguantar estoicamente. Fueron dos
horas infernales en las que Auguste la midió, le ajustó el corsé y la cubrió
de telas, experimentando con toda la gama de colores en seda y fino
algodón. Magnus dio su opinión sobre cada detalle: si el color le quedaba
bien, si el escote propuesto la favorecía o no le hacía justicia.
A Rachel le desconcertó su arrogancia, pero durante toda aquella terrible
y embarazosa experiencia, pensó que Noel tenía derecho a opinar porque
era él quien pagaría los costosos vestidos. Y, probablemente, haría bien en
ponerse él mismo la mitad de ellos, porque ella estaba decidida a no
quedarse demasiado tiempo allí.
El único respiro en la extenuante tarea de satisfacer a Noel Magnus fue
cuando Clare irrumpió en el vestidor y se quedó paralizada ante aquel mar
de telas. Soltó una risita al ver a Rachel casi nadando entre ellas, abrumada
por las opciones y el pequeño francés que revoloteaba a su alrededor como
una mosca.
—La niña tiene buen gusto. A bon gout. —Auguste asintió con simpatía
cuando Clare acarició una pieza de brocado del color de las grosellas.
—Sin duda lo ha aprendido de su madre —intervino Magnus desde su
asiento con un tono sarcástico.
Clare se dio la vuelta con los ojos abiertos de par en par. Era evidente
que no había sabido que Noel estaba en la habitación. Incluso con su
encantador vestido de organdí azul estampado, la niña adoptó de nuevo esa
expresión callejera, salvaje y preparada para salir corriendo. Aún la
aterraba el señor de la casa.
Rachel se acercó a la niña e hizo que volviera a centrarse en los finos
tejidos. Mientras la pequeña acariciaba nerviosa un rollo de peau de soie
dorado, la joven le lanzó una mirada a Noel, desafiándolo a que volviera a
asustar a Clare con otro comentario mordaz.
—Debe de estar orgulloso, monsieur, por tener una mujer y una hija tan
bellas —se entusiasmó Auguste. Luego, suspiró con placer—. En realidad,
nunca había visto a dos como ellas. Mírelas. Son como dos ángeles de
cabellos dorados caídos de la bóveda de la Capilla Sixtina.
Clare se acercó más a Rachel, no por vanidad, sino por inquietud. No
sabía exactamente de qué estaba hablando Auguste, pero sí que la atención
estaba centrada en ellas.
Para aliviar su miedo, Rachel la abrazó y le sonrió con ternura. La
complacía inmensamente que pudieran tomar a Clare por su hija, porque
amaba a esa niña como una madre lo haría.
—Sí... ángeles caídos... —murmuró Magnus desde su asiento.
Rachel lo miró a los ojos con todos sus instintos preparados para
defenderse.
Pero no lo necesitó. Magnus se limitó a mirarlas a ella y a Clare con los
ojos llenos de una extraña emoción.
—Monsieur, ¿podría hacerle a su hija un vestido? —le preguntó
Auguste.
Noel se volvió hacia el francés con una irónica sonrisa en los labios.
—¿Tengo al modisto más escandalosamente caro de este lado del
Atlántico y desea hacerle un vestido a una niña de seis años? — Se rió.
Rachel sintió que Clare temblaba a su lado.
—Por supuesto, Auguste. Hazle también a Clare algunos vestidos. Que
madre e hija disfruten al máximo del lujo. —Magnus se inclinó hacia Clare
—. Elige lo que quieras. No puedo prometerte que el vestido te favorezca...
—Lanzó una sutil mirada a Rachel—... porque como tu madre demuestra,
alguien como vosotras sólo puede favorecer al vestido.
Atónita, Clare se acercó con Mazie para examinar las telas y que le
tomaran medidas. Al instante, Auguste empezó a hacer algunos bosquejos.
Como si de pronto se hubiera cansado de todo aquello, Magnus se
levantó entonces para marcharse.
—Si me permites... —le dijo Rachel cuando lo siguió al pasillo.
—¿Sí? —Se detuvo para mirarla.
La joven se echó hacia atrás un rizo de pelo rubio que se le había
escapado de las horquillas durante las pruebas.
—Sólo quería darte las gracias. Clare todavía te tiene miedo, pero nos
has sorprendido a las dos con tu amabilidad.
—A pesar de la miseria de su pasado, la niña hará creer al mundo que es
una princesa con las creaciones de Auguste. Así que, ¿por qué no? Dejemos
que continúe la farsa, ahora que está empezando a divertirme. —Esbozó
una sonrisa.
—No puedo pagarte sus vestidos. —Lo miró fijamente—. Pero intentaré
hacerlo cuando regrese al Ice Maiden.
Noel se rió.
—Sus vestidos no son más que una bagatela en comparación con lo que
costarán los tuyos.
Rachel se mordió el labio inferior.
—Nunca tendré el valor para pedirle que los devuelva.
El entrecerró los ojos.
—¿Como tú devolverás los tuyos algún día?
—No sería prudente vestir así para un baile en Herschel. Me temo que lo
único que conseguiría sería que me violaran y congelarme.
Noel la miró fijamente.
—Si debes pagar por sus vestidos, entonces, hazlo ahora, no cuando
regreses a esa maldita taberna.
—¿Cómo podría hacerlo? Sabes que no tengo dinero...
—Aceptaré el pago en la forma de un paseo a caballo conmigo le ofreció
—. Esta tarde a las cuatro.
Rachel abrió los ojos de par en par al tiempo que el rebelde mechón de
pelo volvía a caerle sobre el rostro.
—Eso es poco para compensarte por los bonitos vestidos de Clare, pero
me temo que no podré acompañarte. No hay caballos a bordo de un
ballenero y tampoco en la tundra. No sé montar.
Noel le sujetó el rizo en una horquilla de concha de tortuga y dejó que su
mano se demorara más de lo que Rachel creyó necesario en la suave
mejilla.
—Con el tiempo, necesitarás saber cómo hacerlo. Ve a los establos a las
cuatro. Yo te enseñaré. —Retrocedió y la estudió. La calidez que había
habido en sus ojos cuando las había mirado a ella y a Clare volvía a estar
en ellos.
—De nuevo, me asombras con tu generosidad. —Lo miró con el ceño
fruncido, como si estuviera viendo un fantasma.
Él se limitó a reírse y luego se marchó.
Allí está el prado del que te he hablado. —Magnus lanzó una carcajada
—. Y también puedes ver El corro de brujas. —Detuvo al pura sangre gris
llamado Mars y señaló en la distancia.
Rachel hizo pararse a la yegua con un leve tirón de las riendas. Le
parecía como si llevara años montando a caballo, y no sólo una hora. Su
montura, una fogosa yegua negra llamada Plutonia, la había intimidado al
principio, pero el animal había sido entrenado con precisión y se mostraba
muy sensible a todas sus indicaciones, así que la joven pronto aprendió a
relajarse y a disfrutar del paisaje.
—Tienes razón. Es un círculo. —Hizo que Plutonia se acercara más al
prado en la ladera. El suelo estaba cubierto por violetas silvestres y en
medio de ellas había un gran círculo blanco de setas de seis metros de
diámetro.
—Se forma todos los veranos. —Noel esbozó una media sonrisa—. En
estas colinas, cuentan que Rip Van Winkle se durmió en el interior del
corro de brujas y que esa es la verdadera razón por la que despertó años
después.
1
—Casi no puedo creerlo. Nunca había visto una imagen tan extraña. —
Hizo que su yegua entrara y saliera del círculo con cautela.
—¿Tú? ¿Una mujer que ha pasado la mayor parte de su vida bajo la
aurora boreal, dirigiendo una taberna en el fin del mundo? Lo has visto
todo. Deberías estar harta de ver imágenes extrañas. — La contemplaba
como si su inocencia lo sorprendiera.
—No tenemos corros de brujas allá arriba —comentó aún analizando el
extraño círculo desde su montura—. El único lugar místico que hay en
Herschel es el antiguo cementerio de esquimales. Y sólo se cuentan
historias de ese lugar porque siempre hay alguien que se emborracha,
tropieza y se encuentra cara a cara con los difuntos que salen a la
superficie debido al deshielo. —Se rió y luego se estremeció.
—Hay otro lugar que me gustaría enseñarte. ¿Podrás continuar? —le
preguntó. De repente, perdió la alegría.
—Creo que sí. Tu caballo me está tratando bien, tanto que puede que
decida disfrutar de un paseo diario a caballo por Northwyck.
—Bien. Entonces, vamos. —Hizo girar a su montura y atravesó el prado.
Llegaron hasta un camino que se adentraba en el bosque. Se ampliaba y
estrechaba, y Rachel al final se dio cuenta de que era un antiguo sendero en
desuso y que se había llenado de maleza.
—¿Y qué es ese misterioso lugar? ¿Está lleno de gnomos y duendes? —
murmuró medio para sí misma.
—No. Sólo de fantasmas —respondió él haciendo que Mars se detuviera
en un claro.
El sol penetraba entre los árboles reflejándose sobre el claro con rayos
dorados y rosados. Plutonia avanzó poco a poco y pasó por debajo de un
arco de piedra cubierto de hiedra. Rachel alzó la mirada hacia el cielo del
atardecer veteado de nubes. A su alrededor se veían los ruinosos muros de
una iglesia de piedra cubiertos por enredaderas.
—Esto lo construyeron mis antepasados. Data de hace ciento cincuenta
años —le explicó Noel a su espalda.
Rachel alzó la mirada hacia la piedra cuadrifolia llena de musgo y los
trozos de cristales de colores que parecían piedras preciosas aún titilando
bajo la luz. Ahora que sabía qué era aquella estructura, pudo localizar
incluso los arbotantes exteriores del edificio entre los árboles caídos.
—La riqueza de tu familia debía ser enorme para construir una iglesia
así sólo para su uso personal.
Se volvió para mirarlo y vio que Noel la observaba con atención desde la
entrada.
—El nombre de Magnus viene de los conquistadores romanos. Mis
antepasados ostentaron puestos de poder durante décadas en Inglaterra, y
luego, cuando ellos mismos ya eran ingleses, decidieron viajar a un nuevo
territorio. América.
Rachel le dirigió una tierna sonrisa.
—Y ahora a ti América no te parece suficiente. Tienes que gobernar todo
el Ártico también.
—Supongo que no puedo negar quién soy. —Su expresión se tornó dura.
La mirada de Rachel vagó hasta un húmedo rincón de piedra donde se
había construido un banco. Los podofolios alfombraban el suelo como si
fueran nenúfares en un estanque. Los tréboles florecían de las grietas en la
piedra y cubrían un muro con un delicado tono lavanda.
Noel desmontó y ató a Mars a una viga caída. Ayudó a bajar a Rachel y
la joven casi tropezó con la larga falda de montar cuando intentó caminar.
—¿Y qué ocurrió? ¿Cómo se destruyó este hermoso lugar? — preguntó
intrigada.
—Un incendio. Lo provocó mi padre.
Rachel lo miró y él le devolvió la mirada.
—Lo siento —susurró estremecida.
—Mis padres se casaron allí. —Señaló con la cabeza la parte delantera
de la iglesia—. Ese fue el origen de su ira. Después de que mi madre se
fuera, no quiso que existiera ningún monumento que le recordara su unión.
Cuando Rachel se acercó a un montículo cubierto de enredaderas, se dio
cuenta de que la piedra blanca que sobresalía en él representaba un cordero
de mármol tumbado sobre un gran cuenco.
—Esa es la pila en la que fui bautizado. Otro recordatorio del poco
juicio de mi madre y de su traición.
Rachel apartó las enredaderas con las manos enguantadas. Con el mayor
cuidado, acarició al olvidado cordero y alzó la mirada hacia el cielo
cubierto por las vetas doradas y moradas de la puesta de sol.
—En lugar de destruir este lugar, lo único que consiguió fue hacerlo más
hermoso. —Una irónica sonrisa le rozó los labios—. Si yo me casara, lo
haría aquí, bajo la mirada del mismo Dios y su cielo. Estas ruinas sólo
sirven para demostrar lo débiles que somos los mortales.
Noel se quedó mirándola. La emoción en sus ojos era intensa pero
inescrutable.
—Y sin embargo, al regresar aquí, probarías lo fuerte que es el espíritu.
Rachel asintió.
—Exacto.
Él alargó la mano y le acarició la curva de los labios con el pulgar.
—Me temo que a veces no soy tan fuerte —dijo en un susurro ronco.
Su contacto la quemó. Rachel volvió la cabeza y el pulgar se movió
hacia la mejilla, luego bajó al sensible hueco de la garganta donde le latía
el pulso.
—Tú eres mucho más fuerte que yo, Noel. A mí Herschel me destruyó
—le confesó. Pronunció las palabras despacio y con dificultad.
—Y ahora que has huido de Herschel, ¿te has recompuesto? — La cogió
de la barbilla y la obligó a alzar la cabeza.
—No —musitó mirándolo fijamente—. Simplemente he aprendido a
vivir así.
Noel la estudió. La luz del sol se redujo a un rayo dorado que caía sobre
el banco cubierto de líquenes. Le agarró la mano y se la colocó allí, como
si fuera un pintor que buscara el escenario perfecto para su tema.
—¿Qué le ocurre a este lugar que me atormenta tanto? ¿Es por el
cementerio olvidado de mis antepasados o por la belleza de lo que fue y ya
no es? —Su voz era como ardiente ácido.
—Ninguna de las dos cosas —respondió ella—. Más bien, es el dolor de
lo que podría haber sido. Tus hijos y los hijos de tus hijos podrían haber
sido bautizados en esa pila y en esta iglesia, pero tu padre intentó
destruirlo. —Rachel lo miró—. Y tú le dejaste.
—No tenía ni cuatro años cuando prendió fuego a este lugar— se
defendió.
—No hablo de cuando quemó la iglesia. Hablo de ahora. ¿Por qué
lamentar su pérdida si no necesitas nada de esto? Necesitas una iglesia
familiar para casarte cuando lo haces por amor, pero te casarás con Judith
Amberly en una catedral en Nueva York y toda la ciudad os aclamará
aunque luego pases tus noches con la señorita Harris. —La amargura se
desbordó de su interior y no pudo detenerla.
Hizo una pausa y después añadió:
— Olvida este lugar. No vuelvas a pensar en él. —Apartó la mirada. —
Y no te tortures regresando aquí.
Una incontenible oleada de amargura, negra y profunda, cayó sobre ella.
Las ruinas de esa iglesia eran una metáfora de su propia existencia. Aunque
volviera a Herschel, Magnus regresaría a ella de nuevo. Ni la gran señorita
Judith Amberly ni Charmian Harris podrían retenerlo en Nueva York
durante mucho tiempo. Iría al norte con otra expedición en busca de
Franklin, aparecería en la taberna y le recordaría a Rachel lo que no podría
tener. La visitaría del mismo modo que visitaba las ruinas de la iglesia y se
lamentaría por todo lo que podría haber cambiado si hubiera tenido la
voluntad de hacerlo.
—Creo que tenemos que irnos. Se hace tarde. Prometí a los niños que les
leería otro capítulo de Swift. —La joven se levantó.
—¿Qué es el amor? —inquirió entonces Noel—. ¿Hiere o reconforta?
Rachel giró la cabeza hacia él. Tenía la mirada fija en ella.
—Yo amaba a mi padre con todas las fuerzas de mi ser. Y cuando murió,
se llevó una parte de mi alma con él. Así que supongo que hiere y
reconforta a la vez. Pero, aun así, es peor no tenerlo. Entonces, tu vida se
convierte en un desierto y mueres de anhelo.
Sin mirarlo, se dirigió hacia Plutonia sin prestar atención a las
enredaderas ni a las vigas caídas por el camino, pero se detuvo
bruscamente al sentir un tirón en el pelo. Con un grito de dolor y sorpresa,
se volvió y descubrió a Noel tras ella.
—Se te ha enganchado el pelo en los espinos. Espera. —Le quitó el
sombrero y le deshizo el moño que le sujetaba el pelo a la nuca, luego
rompió la rama del espino y le desenganchó lentamente el pelo.
Noel se cernía con todo el poder de su masculinidad sobre ella, un
espécimen de hombre grande y musculoso, pero sus manos habían sido tan
delicadas como las de un padre al quitarle la rama de espino del pelo.
—Gracias —susurró aguardando a que dejara de mirarla y la ayudara a
subir al caballo.
Él no se movió.
—Crees que te engañé por mi compromiso con Judith y por mantener a
Charmian, pero le equivocas, Rachel dijo en voz baja.
Las palabras salían de su boca como si fueran una catarsis—. Desde que
te conocí, no hubo ni un solo momento en el que no pensara en ti, o te
imaginara, o te deseara.
Su confesión le sacudió el alma. No podía pensar, ni siquiera respirar.
Lo único que pudo hacer fue quedarse mirándolo con todo el amor que
sentía.
—Este no es tu lugar, Rachel —le aseguró con la voz endurecida por la
convicción—. Y yo tengo demasiadas responsabilidades para dejarlo atrás.
Así que hice lo mejor que podía hacerse. Apacigüé a mi padre con mi
compromiso con Judith para así poder tener un heredero «aceptable» y
mantuve a mi amante feliz para tener algún lugar al que ir donde mitigar
mis deseos por una mujer. Pero nunca hubo un lugar al que pudiera ir para
aliviar mi deseo por ti.
La joven contuvo las lágrimas. No deseaba darle más satisfacciones.
—Entonces, la respuesta a tu problema era simple: casarte conmigo,
traerme aquí. —Soltó una amarga risa—. Me pregunto por qué no pensaste
en eso.
—Odio verte en este lugar. —Sus ojos destellaban violencia—. Este no
es tu sitio. Tú eres pura e intachable. No eres una prostituta que se abre de
piernas por otra baratija de diamantes, ni eres una heredera de tres al
cuarto que trama con su madre aumentar los fondos familiares. Eres
sencilla y bondadosa, y deseo que te vayas de aquí si no es demasiado
tarde. Antes de que Northwyck te mancille también.
—¿Por qué obligarme a alejarme de tu lado? No tiene sentido. —Las
lágrimas eran fuego y hielo cuando se derramaron por sus mejillas.
Noel apretó la mandíbula.
—Me atrapaste, Rachel, lo sepas o no. Hubiera ido andando hasta el fin
del mundo por una de tus sonrisas y hubiera muerto feliz en el intento de
llegar hasta allí. Siempre habría velado por tu protección a riesgo de la
mía. Habría hecho cualquier cosa por ti... — Sus palabras se apagaron,
como si le doliera cada una de ellas—. Excepto mancillarte con este lugar
y esta vida.
—Este lugar y la vida que llevas aquí pueden cambiar. Con amor,
pueden cambiar. Mira a Tommy y a Clare —le suplicó.
La cogió por los brazos y la atrajo hacia él.
—¿Qué es el amor? ¿Qué es? ¿Cómo pretendes que un indigente
entienda lo que es un festín?
—El amor es esto. —Lanzó un suspiro tembloroso antes de besarlo—. Y
esto —susurró acariciándole la nuca mientras con la otra mano le rozaba la
dura mejilla.
Noel la estrechó con fuerza contra sí. Atrapó su boca y se negó a
soltarla. La besó más y más profundamente hasta que ella gimió por el
placer de que su ardiente lengua la llenara.
—Haz el amor conmigo aquí, Rachel. En este lugar sagrado. Aunque
sólo sea por una vez. —Se quedó mirándola con una expresión dura y triste
en los ojos.
Por encima de sus cabezas, la luna había surgido en un cielo azul oscuro.
Rachel esperó demasiado tiempo a tomar su decisión. Noel bajó la cabeza
y la joven observó cómo le abría la chaqueta y tomaba posesión de los
erguidos senos cubiertos por la batista.
Como si estuviera fuera de sí, se maravilló de la negrura de su pelo y lo
pálidos que se veían sus propios dedos recorriéndolo. Noel alzó la mano y
entrelazó los dedos con los de Rachel, mucho más pequeños. Parecían
encajar a la perfección; tanto, que la joven se preguntó si sus cuerpos
encajarían tan bien. Los caballos golpearon el suelo con las pezuñas y las
arrastraron en la creciente oscuridad, pero ella apenas los oyó cuando él la
hizo descender a la alfombra de flores.
La falda se extendió a su alrededor como si los tentara a hacer una cama
con ella.
—Limpia este lugar —le susurró Noel mientras sus manos se
encargaban de los botones de perlas del corsé. Le desabrochó la prenda de
satén rosa y sus pechos surgieron libres. Parecían de alabastro a la luz de la
luna.
Sus fuertes manos se llenaron de ella. Rachel echó la cabeza hacia atrás,
incapaz de detenerlo.
La boca masculina se movió sobre el pezón hasta que se endureció bajo
la lengua, luego se movió hasta el otro, ignorando los jadeos y el martilleo
del corazón que sentía bajo la palma. Cuando la joven ya no pudo soportar
más la tortura de su lengua, Noel le quitó la falda y la enagua, e hizo que
apoyara la espalda sobre las exquisitas prendas mientras la adoraba con las
manos como lo haría un pagano con su dios.
—Noel. —Pronunció su nombre en un gesto de aceptación. Su cuerpo y
su alma necesitaban, temían y aceptaban cuando debería haber huido.
Él se quitó las botas, la camisa y los pantalones, y finalmente se
arrodilló entre sus piernas desnudo. El corazón de Rachel latió aún más
fuerte ante la temible visión de su miembro erecto. La recorrió un
escalofrío por el dolor que imaginó que se avecinaba, pero Noel le deslizó
la mano entre los muslos y descubrió que estaba lista para él, deseosa.
La besó en la boca, se colocó con cuidado sobre ella y acomodó las
piernas entre las suyas.
—Rachel, mi amada Rachel —susurró contra uno de sus pezones y
sujetándola debajo de él con las manos—. Límpiame —le pidió antes de
besarla en la boca por última vez y sumergirse en su interior.
El gemido de la joven quedó ahogado por su beso, por su lengua, que la
llenó arriba al igual que su duro miembro lo hizo abajo.
Se meció contra ella en un movimiento lento y calculado, hasta que
Rachel se dio cuenta de que no era dolor lo que sentía sino algo más, algo
maravilloso y apremiante.
—Estoy soñando. Esto sólo puede ser un sueño —murmuró él al tiempo
que le apartaba el pelo de la cara y aumentaba el ritmo de sus embestidas,
hundiéndose en el interior del cuerpo de la joven cada vez con más fuerza.
—No, amor mío. Estamos despiertos —le aseguró ella, haciéndole
jadear al acariciarle la espalda y las tiernas heridas que aún estaban
cicatrizando.
Noel no apartó la mirada de Rachel ni un segundo, no titubeó en ningún
momento cuando sus movimientos se hicieron más lentos y sus envites
más rápidos y profundos.
Dos balanceos más sumieron a la joven en un placer devastador. Se
aferró a él con las piernas hasta que Noel se sumergió en lo más hondo de
su ser y se convulsionó con su propio olvido torturado.
18
Rachel se durmió en los brazos de Noel. Habían hecho el amor dos veces
más a la luz de la luna bajo las ruinas de la iglesia. Finalmente,
sucumbieron al agotamiento y la saciedad mientras los grillos cantaban a
su alrededor y las luciérnagas iluminaban el bosque con un mágico
resplandor.
Cuando la joven despertó, la luna brillaba alta en el cielo de terciopelo
negro. Se mantenía caliente por el abrazo de Noel, pero él se había
incorporado sobresaltado.
—¿Qué ocurre? —susurró, aferrándose a él en busca de calor y algo
más.
—Hay un farol. ¿Lo ves? —Señaló al norte. Un débil resplandor surgía
de la distancia, probablemente del valle—. Han salido a buscarnos, no hay
duda. Vamos. Es hora de que salgamos de este lugar.
La ayudó a levantarse y, con un gesto solemne, le entregó el corsé y la
camisola.
Temblando, Rachel se vistió avergonzada de nuevo por su desnudez. Se
preguntó si alguna vez llegaría un momento en el que no se sintiera así
delante de Noel.
—Toma, recógete el pelo. —Ya vestido, él le entregó el sombrero.
—¿Crees que podrás encontrar el camino de vuelta a Northwyck? —le
preguntó mientras la ayudaba a montar sobre Plutonia.
—Encontraba el camino hasta el Ice Maiden cada primavera, así que
creo que podré encontrar mi casa desde el camino de herradura. —Saltó
sobre el pura sangre y alargó la mano para sujetar las riendas de Rachel.
—Puedo manejarla —le aseguró la joven—. Lo he estado haciendo toda
la tarde.
Noel gruñó.
—Lo has hecho muy bien, pero no me arriesgaré a que se asuste por un
mapache. Si tu yegua sale al galope en medio de la noche, tardaría mucho
tiempo en encontrarte.
Rachel no dijo nada. Su falta de fe en sus habilidades como jinete no la
ofendieron. En todo caso, sintió gratitud por el hecho de que se preocupara
por ella. La idea de que lo hiciera le provocó un extraño sentimiento de
seguridad que nunca antes había experimentado.
Cabalgaron en silencio. Las luces de Northwyck les hacían señales
titilantes a través de los árboles. Antes de que Rachel estuviera preparada
para enfrentarse a ello, estaban entregando los caballos a los mozos del
establo y caminando hacia la mansión.
—¡Estaba segura de que los duendes os habían atrapado! ¿Estáis bien?
—inquirió Betsy, saliendo corriendo de la casa junto a Nathan.
—Tuvimos que parar, pero estamos bien. Uno de los caballos empezó a
cojear. —Noel les indicó con un gesto que entraran—. Haz que le sirvan un
té a Rachel y que le preparen un baño. Estoy seguro de que está helada.
La joven siguió al ama de llaves al interior del vestíbulo con los ojos
fijos en Noel. La verdad es que tenía frío y estaba cansada, pero no deseaba
ir a su habitación y separarse de él, ni siquiera por el lujo de un baño.
Había demasiadas cosas que discutir. Todo su mundo se había
desmoronado. Necesitaba saber demasiadas cosas como para limitarse a
darse un baño y acostarse.
—Si me lo permites, me quedaré contigo... —empezó a decir.
—No —la interrumpió él—. Estás a punto de sufrir hipotermia. Ve con
Betsy y haz lo que te digo.
Como si le hubieran echado un cubo de agua fría, se quedó mirándolo
fijamente sin comprender su repentino alejamiento.
—¿Me has oído? He dicho que vayas con Betsy.
—Pero a mí me gustaría quedarme con...
Noel volvió a interrumpirla.
—Eres mi esposa. Haz lo que te digo. —Un músculo en su mandíbula se
endureció. Le dirigió una breve mirada y luego apartó la vista como si
estuviera haciendo algo que no le gustara.
Herida, Rachel lo miró hasta que Betsy la cogió del brazo y la ayudó a
subir las escaleras.
—Cielo santo, mi niña, mira las ramitas en tu pelo. Qué experiencia tan
terrible has debido vivir esta noche —le susurró el ama de llaves mientras
la alejaba de Noel.
Rachel no apartó ni un segundo los ojos de él hasta que se encontraron
en el piso de arriba y quedó fuera de su vista.
Amaneció antes de que Rachel volviera a dormirse de nuevo. Dio vueltas
y más vueltas en la cama; se paseó de un lado a otro y miró con atención la
luz que surgía por debajo de la puerta de la habitación de Noel.
No había esperado su frialdad. Había albergado la infantil esperanza de
que, al entregarse a él, estuviera más unido a ella. De hecho, así se lo había
parecido cuando le cogió las riendas de Plutonia para velar por su
seguridad. De algún modo, había esperado regresar a Northwyck y dormir a
su lado esa noche.
Pero Noel no había tenido la necesidad de verla, de abrazarla, de sentir
su calidez mientras se dormía. Se había empeñado en hacerla suya y sus
deseos se habían cumplido. Le había demostrado que en su corazón sólo
había lujuria por ella y ahora que su curiosidad y su deseo estaban
satisfechos, no tenía más necesidad de verla.
Hasta la próxima vez que ardiera por ella, por supuesto.
Se dio la vuelta en la cama y luchó contra las lágrimas. Su alma estaba
llena de angustia. Encontró un refugio en el frío y solitario sueño, y soñó
con caballeros caídos. Sus armaduras abolladas y oxidadas, sus monturas
atravesadas por las justas de sus oponentes.
19
—E1 señor Edmund Hoar, señor —anunció Betsy en voz baja—. Dice
que ha venido esta mañana para interesarse por su salud. Ha oído que usted
y la señora Magnus se perdieron anoche.
Noel entrecerró los ojos, se levantó del asiento en la biblioteca y se
acercó al fuego.
—Hazle pasar.
Edmund entró en la estancia con una expresión de satisfacción en el
rostro y la vieja animosidad en los ojos.
—¿Estás aquí para felicitarme por no haberme caído del caballo ni
haberme roto el pescuezo? —le espetó Noel sin ofrecerle asiento.
—Si hubiera sido así, entonces el periódico sería mío, ¿no? Se lo
compraría a tu viuda tal y como planeaba hacer antes de tu inoportuna
llegada.
—Otro intento frustrado. —Noel esbozó una sonrisa sardónica.
—Ahora que he recuperado la fortuna familiar, planeo arrebatarte el
periódico algún día. —Edmund permanecía de pie junto al escritorio de la
biblioteca, pero dispuesto a acercarse más—. Ya sabes que soy un hombre
paciente. Pero si quieres ahorrarte cualquier tipo de enfrentamiento entre
nosotros, estaría dispuesto a entregarte un cheque hoy mismo.
—Si te vendiera el Morning Globe, sería la sentencia de muerte del
periodismo en Nueva York. Ahórratelo, Hoar. Sácate esa idea de la cabeza.
No te venderé el periódico ni ahora ni nunca. Aprecio a la gente que trabaja
bien para mí y tú lo convertirías en una máquina de explotación de
trabajadores de nuevo.
—Entonces, ¿qué te parece si me vendes a tu esposa? Abrió la cartera y
dejó caer varias monedas de oro sobre el escritorio de caoba—. Dile que
creo que esto supera lo que ella me pidió.
—¿De qué diablos estás hablando? —La voz de Noel fue un gruñido
grave y feroz.
—Bueno, acudió a mí en el hotel y deseaba que le hiciera un préstamo.
—Hoar se llevó la palma de la mano a la frente en un fingido gesto de
horror—. ¿Quieres decir que no te lo dijo? Qué embarazoso.
—Ella no aceptaría ningún dinero de ti —le cortó Noel.
—Oh, créeme, lo quería. Para huir de vuelta a casa, si no me equivoco.
El precio era un poco más de lo que ella deseaba pagar, pero parece ser que
no es feliz con su marido aquí. Toda esta paz doméstica no es suficiente
para ella, supongo. Echa de menos las bulliciosas peleas de las tabernas.
Noel le sujetó con fiereza por la garganta y lo aplastó contra la mesa.
—¿Para qué has venido? Mi esposa nunca aceptará tu dinero — rugió.
Hoar apenas pudo pronunciar sus siguientes palabras.
—Creo que deberías preguntárselo a ella.
—No necesito hacerlo. —Noel lo empujó contra la mesa—. Será mejor
que tengas cuidado, Edmund. No planeo entregarte el periódico ni a mi
esposa.
—Sólo quiero el periódico. A tu esposa ya la tengo.
Estupefacto, Noel se quedó mirándolo.
Edmund se arregló el cuello de la camisa. El odio ardía en sus ojos.
—¿Quién crees que alivió su soledad en estos meses en los que estuviste
ausente? No fue el viejo Nathan.
—No te creo —afirmó Noel tajante, recordando la inocencia de Rachel
la noche anterior—. Debes apreciar poco tu vida al aparecer aquí y decir
semejantes cosas.
—Bien, pregúntaselo a ella entonces. Pregúntale si deseaba pedirme
dinero prestado. Pregúntale si se ha encontrado a solas conmigo. —Una
desagradable sonrisa le curvó los labios—. Adelante. Hazla llamar.
Noel negó con la cabeza.
—No te creo. Nunca te creeré.
—¿Realmente podrías seguir casado con una mujer que te ha
traicionado, Magnus? ¿Tanto la quieres? —Edmund lo miró como si
estuviera desesperado por leer cada matiz, cada emoción que sobrevolaba
el rostro de su enemigo.
—Si lo que dices fuera verdad, me sentiría decepcionado, pero ella tenía
motivos para hacerlo. La escucharía y la perdonaría. — Noel le devolvió la
mirada sin dudar.
—¿Tanto significa para ti? —Una expresión de frustración e ira cruzó
brevemente el rostro de Edmund, pero se ocupó de ocultarla rápidamente
—. Claro, es tu esposa. Te casaste con ella. Viniste del Ártico para estar a
su lado.
—Sal de aquí y no vuelvas nunca o te pegaré un tiro. He tolerado tu
presencia porque eras un idiota que no servía para nada, Hoar. Pensaste en
acabar conmigo en el Ártico y, sin embargo, he triunfado donde tú sólo
fracasaste: he traído de vuelta el ópalo de Franklin. —Magnus hizo una
pausa para darle énfasis a cada palabra—. Pero ahora que estás dispuesto a
batirte en duelo, te lo advertiré sólo esta vez: acércate a mí y a los míos, y
te mataré.
Betsy apareció de pie en la puerta con el rostro tenso por la
preocupación. Era evidente que el tono alto de Magnus la había atraído
hasta allí.
—¿Necesita algo, señor? —preguntó mirando alternativamente a ambos
hombres.
—Sí —siseó Noel—. Acompaña a este idiota a la puerta. Y ten en cuenta
que ya no es bienvenido aquí.
—Muy bien, señor —respondió Betsy con evidente alivio.
—No hace falta que me eches a patadas. Puedo marcharme por mi
propia voluntad. —Hoar le hizo un gesto con la cabeza a Noel—. Pero ten
cuidado con la maldición del ópalo. Ten cuidado —repitió en un tono
inquietante.
Betsy regresó después de acompañar a Edmund a la puerta.
—Ya se ha ido—anunció, asomando la cabeza por la puerta- . Y si me
permites, te diré que has manejado la situación de un modo admirable.
Pensé que necesitaríamos llamar a las sirvientas para que limpiaran la
sangre de las alfombras.
—Trama algo. Tengo un mal presentimiento. —Noel miraba fijamente
el fuego—. Llama a mi esposa, por favor.
Betsy se quedó mirando su apuesto perfil mientras él observaba las
llamas del fuego.
—Por supuesto. Enseguida.
—¿Necesitabas verme? —preguntó Rachel en un tono glacial mientras
tomaba asiento en la suntuosa biblioteca donde Noel la esperaba.
Había pasado la mañana en su habitación, abatida. Pero ante la llamada
urgente e inexplicable de Betsy, su furia resurgió.
—Sí. —Noel volvió la cabeza y miró al ama de llaves—. Déjanos,
Betsy.
La señora Willem cerró las puertas dobles de caoba sin hacer ruido.
—Edmund Hoar ha estado aquí. Dijo que habías estado viéndote con él a
solas. —La expresión masculina no admitía evasivas.
—Siempre está intentando hablar conmigo —reconoció Rachel—. A
veces creo que me sigue para poder estar a solas conmigo.
Él hizo una pausa mientras procesaba la información.
—¿Alguna vez le has pedido dinero? —inquirió.
Rachel se quedó paralizada. De repente, supo a dónde quería llegar con
sus preguntas.
—Nunca le he pedido nada —respondió cautelosa.
—¿Te ofreció dinero? ¿Te tentó con darte dinero para poder hacerse con
el Corazón negro? Eso es lo único que quiere, lo sabes.
La joven respiró profundamente y guardó silencio. Aun sabiendo que era
un error, dejó que sus pensamientos vagaran por la dulce sinceridad de la
noche anterior; por la simplicidad de estar acurrucada en los brazos del
hombre que amaba contemplando las estrellas. Durante un doloroso
momento, había estado convencida de que podría amarla como ella lo
amaba, pero ahora, parecía que ese momento había pasado en un abrir y
cerrar de ojos. Noel volvía a calcular su valor en comparación con el de
una fría y dura piedra. Y de nuevo, ella perdía.
—No acepté su dinero —le dijo finalmente.
—Pero te lo ofreció, ¿verdad? E intentaste que Betsy te prestara lo
necesario para escapar, ¿no es cierto?
Temiendo echarse a llorar, Rachel se negó a hacer algún comentario.
Noel se rió amargamente.
—¿En quién voy a confiar si tú conspiras con el servicio doméstico y
mis enemigos?
La joven apartó la vista.
—Después de lo de anoche y todo lo que he hecho para ganarme tu
amor, pensaba que creerías que soy digna de tu confianza.
—Yo, más que nadie, sé de lo que eres capaz de hacer para conseguir lo
que quieres —masculló él.
—Entonces, échame. Dame los medios para marcharme y no conspiraré
más. —Contuvo la respiración a la espera de la inevitable respuesta.
—No seas absurda. Después de lo de anoche, tengo más razones que
nunca para asegurarme de que te quedes aquí.
—No me quedaré si entre nosotros no hay ni confianza ni amor —le
aseguró sin alterar la voz—. Ni siquiera tú puedes obligarme.
—Por supuesto que puedo.
—Si fuera tu esposa podrías hacerlo, pero ambos sabemos que no es así.
No tienes ningún documento legal para demostrar tu autoridad sobre mí.
Soy una mujer libre que puede hacer lo que le plazca.
La dura e implacable mirada masculina la inmovilizó en su asiento.
—Entonces te desafío. Déjame. —Su boca se torció en una desagradable
sonrisa—. Más aún, te desafío a dejar todo el lujo en el que has vivido
estos meses y a regresar al crudo infierno de Herschel.
—He valorado todo lo que eres, Noel. —Le devolvió la mirada sin
titubear—. He visto esta gran mansión, he leído tu bonito periódico, he
vivido bajo tu sombra, tu imponente sombra. Pero a pesar de todo eso, debe
haber más en tu carácter o, realmente, serás pobre. Debe haber amor,
respeto y confianza, los vínculos inquebrantables que protegen un
matrimonio. Si no eres capaz de sentir esas emociones, lo comprendo. Pero
no me quedaré por tus lujos, porque son irrisorios comparados con lo que
da la verdadera felicidad.
—Es ridículo que hables de marcharte. No tienes modo de hacerlo. —Se
enfureció—. No permitiré que continúes con esa amenaza vacía.
—No es una amenaza vacía —susurró al tiempo que se volvía para
marcharse.
—Lo es. ¡Ni cuentas con los medios para irte ni deseas dejarme! —Se
levantó de la silla para resultar más intimidante.
Rachel se volvió para mirarlo. El dolor paralizó su expresión.
—He dicho que no puedes marcharte —le ordenó. Sus ojos se veían de
un aterrador negro a causa de la ira.
Rachel se giró y se acercó a la puerta.
Detrás de ella, oyó cómo la botella de fino whisky se hacía añicos contra
la pared.
20
—Despertad, pequeños. Despertad. Tenemos que irnos. Vestíos. —
Rachel estaba de pie en la habitación de los niños con un candelabro en la
mano mientras despertaba con delicadeza a Tommy y a Clare.
—Pero, ¿adónde vamos? —preguntó Clare frotándose los ojos.
—Si Rachel dice que debemos irnos, nos vamos —respondió Tommy,
que se despertó al instante. Sus instintos superaban la necesidad por dormir
de su joven cuerpo.
—No queremos tener problemas aquí, ¿verdad? —La joven esbozó una
suave sonrisa—. Pues, entonces, marchémonos antes de que amanezca.
Sacó a la niña del cálido refugio bajo la colcha de satén y la ayudó a
ponerse el vestido que había elegido. Era una prenda de lana demasiado
gruesa para el verano, pero Rachel sabía que necesitarían ropa de abrigo en
el mar y no planeaba quedarse en Nueva York durante mucho tiempo.
En cuestión de minutos, Tommy estaba vestido con ropas de abrigo
también y cada uno de los niños llevaba una muda de recambio envuelta en
uno de los finos chales de cachemira de la joven.
—Ahora ni una palabra —susurró mientras abría la puerta y se deslizaba
por el pasillo.
Guió a los niños por las escaleras del servicio, muy lejos de los
aposentos de Magnus y de su propia habitación, donde había dejado la nota
manchada de lágrimas en la que le explicaba cómo le enviaría el dinero por
las ropas que se llevaban.
—Saldremos por la puerta de la cocina. Luego, iremos andando al
pueblo y cogeremos el primer tren que nos lleve a nuestro nuevo hogar. —
Cogió la fría manita de Clare y se la apretó—. Os dije a los dos que no me
iría sin vosotros y he mantenido mi promesa. ¿Sabéis por qué?
Clare negó con la cabeza somnolienta.
—Porque os quiero. —Respondió con las palabras que tan a menudo
decía a los niños.
—Yo también te quiero, Rachel —dijo Clare como si la frase le saliera
con toda naturalidad.
—Te quiero, Rachel —susurró Tommy demasiado bajo para que la joven
pudiera oírlo.
Pero ella lo oyó de todos modos y sonrió.
—Prepara mi caballo —gritó Noel a Nathan cuando el anciano se
presentó en la puerta del dormitorio del señor.
Todo el servicio estaba alterado con la noticia de que la señora de la casa
había desaparecido. Betsy paseaba por la habitación retorciendo las manos
nerviosa como una partera.
—El jefe de estación dijo que habían subido al tren de la mañana. No
saldrá otro hasta las cuatro —informó Nathan. Su curtido rostro mostraba
una mirada de preocupación.
—El carruaje es demasiado lento. Cabalgaré solo hasta Martindale
Depot. Allí hay otra línea. El tren que sale desde allí me llevará a la
ciudad. —Noel se puso unas botas de montar negras.
Nathan desapareció para dar órdenes en el establo y Betsy ayudó a su
señor a ponerse la chaqueta.
—Sé que los encontrarás. —La anciana frunció el ceño casi hablando
para sí misma—. Si hubiera acudido a mí. Oh, si les pasa algo a esos tres...
—Los encontraré. —Noel se dirigió decidido a la puerta.
—Y no podemos permitir que piense que puede volver a marcharse
nunca —exclamó Betsy con lágrimas en los ojos.
Noel se detuvo en la puerta por un instante. Luego, sin una palabra más,
salió corno alma que lleva el diablo a Martindale Depot.
Rachel se aferraba a las manos de Tommy y de Clare. Temblaba de
miedo, pero no dejó que esa emoción se reflejara en su rostro. Hasta el
momento, habían sido capaces de conseguir transporte canjeando un
elegante chal estampado de cachemir por tres billetes en cuarta clase.
Ahora, al bajar en la estación de Nueva York, vio que la ciudad era de
nuevo un lugar desconocido. No contaba con el exquisito alojamiento en el
Fifth Avenue Hotel, ni con un carruaje que la esperara y el consiguiente
ejército de sirvientes y baúles. Ahora sólo estaba ella, los dos niños, tres
hatillos y una pesada bolsa a punto de reventar con la ropa que les aportaría
el dinero necesario para su viaje.
—Tenemos que encontrar Broadway otra vez. Allí tendremos suerte con
los modistos, imagino —comentó con ligereza.
—Está por allí —le indicó Tommy mientras él y Clare corrían delante
de ella. Los niños volvían a encontrarse en un terreno familiar.
—Vaya, gracias, señor. Este debería ser un viaje agradable después de
todo —dijo Rachel cogiendo a Clare de la mano y siguiendo a su fiable
guía.
Era tarde. El sol ya se había escondido detrás de los edificios de ladrillos
de cinco plantas que bordeaban Broadway. Pero como un faro en la noche,
dos lámparas de gas ardían dentro de una ventana al otro lado de la calle.
Un cartel pintado en el cristal decía: JONATHAN STOUD - FABRICANTE
DE CORSÉS.
—Nuestra salvación. —Rachel agarraba la bolsa con fuerza.
—¿Clare y yo tenemos que buscar un lugar para dormir esta noche? —
preguntó Tommy.
Rachel sonrió ante su refinado acento. El chico sonaba como uno de esos
niños ricos formados por un tutor personal, pero toda la educación en
Northwyck no le serviría de nada en las callejuelas de la ciudad.
—Nada de camas de lodo para nosotros. Conseguiremos el dinero para
nuestros pasajes y algo más. Tengo algo muy especial. Muy, muy especial.
Estoy segura de que nos darán un precio justo por ello. —Les indicó a los
niños con la cabeza que la acompañaran. Entró en la tienda y abrió la bolsa
para que el fabricante de corsés viera lo que había en su interior.
Desde la distancia, un reloj tocó las campanadas de la medianoche.
Broadway estaba desierto a excepción de un carruaje negro que pasó a toda
prisa hacia los muelles. Giró apresuradamente hacia el sur, hacia South
Street, y entonces, de repente, un hombre gritó desde el interior. El cochero
tiró de las riendas. Las ruedas del carruaje dejaron de girar tan
bruscamente que hicieron un sonido similar al del acero cuando roza la
piedra de amolar.
El hombre saltó del carruaje y corrió por Broadway hacia el lugar en el
que había gritado que el coche se detuviera.
Allí, en una ventana del fabricante de corsés, como si la fortuna lo
atrajera hacia ella, pegó el rostro al cristal y pudo confirmar con sus
propios ojos lo que le había parecido ver desde el carruaje.
Sí, allí estaba el raro corsé de satén negro adornado con lazos lilas que él
conocía tan bien, recatadamente colocado en la parte delantera de la tienda
y ceñido a un maniquí forrado de lino.
A Jonathan Stoud nunca lo habían despertado en mitad de la noche. Se
usaba a los sastres para esas inconveniencias. En caso de que se produjera
una muerte, sin importar qué hora fuera, se llamaba a un sastre para que
empezara a confeccionar la ropa negra apropiada para la viuda y los hijos.
Incluso cuando la familia del difunto se quedaba sin un penique y
desorientada, la costumbre mandaba que se hicieran un nuevo armario en
negro, aunque eso supusiera a veces tener que escarbar los últimos ahorros
para mostrar respeto por el difunto.
Sin embargo, un fabricante de corsés era otro cantar. Nunca había una
necesidad urgente de un corsé. Las medidas debían ser exactas. Las horas
se invertían en coser las ballenas para que formaran largas y sensuales
hileras, y en procurar que la prenda ofreciera la mayor comodidad. Así que
el hecho de que un hombre enloquecido le despertara en mitad de la noche
golpeando la puerta principal de su tienda era un acontecimiento notable
que incluso atrajo a los vecinos a las ventanas.
—¿En qué puedo ayudarle? —preguntó el señor Stoud cuando abrió la
puerta y le permitió entrar.
El hombre se lo quedó mirando con los ojos más asombrosos que
hubiera visto nunca. Eran oscuros y no tolerarían desobediencia alguna.
Irradiaba poder. Era alto, musculoso y estaba vestido con las ropas caras de
un hombre rico acostumbrado a salirse con la suya.
—He venido por el corsé. Ese corsé. —Señaló la prenda negra que el
modisto había colocado en el maniquí antes de retirarse a sus habitaciones
para pasar la noche.
—¿Ese? —Stoud estudió nervioso la exquisita creación. Cuando la chica
llegó con él, había quedado asombrado por semejante trabajo. Sin duda era
el corsé más hermoso que hubiera visto nunca. Supuso que tenía que ser
obra del modisto parisino que cosía para gente como la propia señora
Astor. Era extraño que la chica quisiera vender una prenda tan personal,
pero supuso que probablemente era la amante abandonada de algún hombre
adinerado que, desgraciadamente, se había quedado en estado.
Supo desde el principio que no podría venderlo; estaba hecho a medida
para su propietaria y su precio era demasiado alto, pero se lo había
comprado de todos modos porque pensó que seguramente impresionaría a
la clientela. Sin embargo, ahora se sentía avergonzado. No había previsto
decirles que no lo había hecho él.
—¿Qué quiere saber de él, señor? Confieso que no lo he hecho yo —
añadió apresuradamente al ver que su esposa entraba en la tienda
adormilada mientras se ataba la bata de lana.
—¿Dónde lo consiguió? —preguntó Magnus.
—¿Dónde? Bueno, una joven lo trajo cuando estaba a punto de cerrar
esta tarde. Deseaba venderlo y no pude evitar admirar semejante obra.
¿Conoce a la joven dama, señor? —inquirió Stoud, deseando preguntarle si
su esposa conocía la existencia de aquella muchacha.
—Debo encontrarla. ¿Le dijo adónde iba? —Un músculo se tensó en su
mandíbula.
Stoud no se atrevió a negarlo.
—Dijo que iba a South Street para comprar un pasaje y marcharse de la
ciudad por la mañana. Los niños parecían tan cansados que le hablé de una
pequeña pensión cerca del muelle. Un lugar limpio y respetable para los
pequeños. Se mostró muy agradecida. Le pagué y luego se marcharon a pie.
—Stoud se preguntó si estaría perjudicando a la chica al darle esa
información a aquel hombre. Esperó fervientemente que no fuera así, pero
no le quedaba otra opción.
—Gracias. Ahora descuelgue el corsé —exigió Magnus—. Lo quiero.
—Pagué un alto precio por él, señor. Espero que comprenda que
necesitaré que se me reembolse el dinero —comentó Stoud mientras su
esposa desenganchaba nerviosa el corsé del maniquí forrado de lino.
—Esto debería cubrirlo. Es más de lo que pagué por él nuevo. —Magnus
dejó un billete sobre el mostrador, cogió el corsé de las manos de la mujer
y subió al coche.
El carruaje salió hacia la pensión, desapareciendo entre la bruma que se
había levantado sobre la ciudad.
—¿Quién era ese hombre? —le preguntó a Stoud su mujer mientras se
ajustaba el gorro de noche sobre la cabeza gris.
—No lo sé. Alguien importante, sin duda. —Bajó la mirada hacia el
billete que el hombre había dejado, convencido de que lo habían estafado.
Pero, entonces, levantó el dinero y lo miró con cuidado a la luz de la vela
que aún ardía en su mano—. ¡Somos ricos! —gritó sin poder evitarlo.
21
Había un largo paseo hasta el Dovecote Inn desde la tienda de Stoud.
Rachel estaba cansada y los niños se arrastraban detrás de ella como
soldados agotados recién llegados de la guerra.
—No quedan muchas manzanas ya. Luego disfrutaremos de un rico
guiso caliente y una cama limpia —les animó—. Pero si queréis descansar
un poco, podemos hacerlo. Sé que ha sido un día terriblemente largo.
—Podemos seguir —afirmó Tommy animosamente—. Además, este es
nuestro antiguo barrio. Si nos paramos, puedes estar segura de que nos
robarán.
—Por gente como vosotros, ¿eh? —comentó Rachel con una sonrisa de
cariño—. Bueno, eso es mal asunto.
—¡Tenemos que cruzar la calle! —gritó Clare, repentinamente alerta.
—¿Qué ocurre? —preguntó Rachel cuando Tommy cogió a Clare de la
mano y cruzaron a toda prisa.
—Es el orfanato —le susurró Tommy cuando la niña se adelantó—. A
ella no le gusta. No quiere ni pasar junto a él.
Rachel miró al otro lado de la calle, hacia el enorme edificio. Recordó
que Clare lo había mencionado en alguna ocasión, pero el horror en la voz
de la niña no parecía encajar con la mole de piedra rojiza que se levantaba
ante ellos. Tenía cuatro pisos de altura y probablemente lo habrían
construido treinta años atrás, pero ahora las instalaciones estaban
abandonadas. Había tablas clavadas en todas las ventanas y el cartel donde
ponía «VINCENT ORFANATO» colgaba medio roto de una cadena. Otro
descuidado cartel pintado a mano decía «EN VENTA» sobre las tablas que
cubrían la puerta principal.
—¿Fue muy terrible vivir en ese lugar? —le preguntó a Tommy en un
susurro para que Clare no pudiera oírla.
—Tuvimos que escaparnos. El dueño nos pegaba todo el tiempo. Nos
moríamos de hambre y trabajábamos dieciocho horas al día en su taller,
donde nos dejábamos la vista trabajando con aguja e hilo para hacer
sábanas. —Tommy estaba pálido y su boca era una fina y sombría línea—.
Así que un día le dije a Clare que viviríamos mejor en las calles. Nos
moriríamos de hambre igual, pero no nos golpearían en la cara ni nos
harían sangrar si nuestra cesta no estaba llena de sábanas con el dobladillo
hecho. —Señaló el fantasmal edificio con la cabeza—. Oí decir que aquel
hombre cogió todo el dinero donado para nuestro sustento y huyó. Después
de eso, el orfanato cerró y los niños se esparcieron por las calles. Ahora
está en venta.
A Rachel le entraron ganas de llorar al escuchar su historia. Se volvió
para dirigir una última mirada al desolado edificio deseando poder
imaginarlo limpio y cuidado, con niños felices en las escaleras, bien
aseados y sonrientes.
—Vayamos a por ese guiso caliente —le dijo a Tommy al tiempo que le
acariciaba la mejilla.
Clare volvió la vista y su mirada recorrió el edificio del orfanato. La
enorme estructura se alzaba como una sombra siniestra bajo la parpadeante
luz de gas.
—Es sólo un edificio, cariño —la tranquilizó Rachel—. Ya no puede
hacerte daño. El mal en su interior ha desaparecido. —Cogió a la niña de la
mano y aceleró el paso.
Apenada, pensó que si Magnus hubiera estado allí, habría podido usar
las mismas palabras con él. Northwyck era sólo una casa. El mal había
desaparecido y la bondad podría haber regresado si él lo hubiera permitido.
—Quiero que la llamen de inmediato —exigió Magnus al somnoliento
dueño del Dovecote Inn.
El hombre se apartó la borla del gorro de dormir de la cara, pero el
adorno volvió a caerle en los ojos de forma insistente.
—Estaban exhaustos cuando llegaron, señor. No sé si podré despertarlos.
—Deje a los niños en la cama. Pero la quiero a ella aquí abajo de
inmediato. —Noel dejó caer varias brillantes monedas de oro sobre el
mostrador— ¿Le sirve esto de incentivo?
El hombre abrió los ojos de par en par. Miró a Magnus, asintió y subió
las escaleras que había al fondo del bar con su descolorido camisón.
—¿Señorita? ¿Señorita? —susurró después de llamar suavemente a la
puerta.
—¿Sí? ¿Qué ocurre? —Rachel respondió a la puerta sólo con la
camisola y un chal. Ni siquiera llevaba el pelo trenzado. Se había sentido
demasiado cansada para hacerlo. Detrás de ella, en la diminuta buhardilla,
los niños estaban tumbados en la única cama profundamente dormidos.
—Un caballero desea verla, señorita. Quiere que baje enseguida.
Rachel se apoyó en el marco de la puerta con una mirada de pánico. Noel
les había encontrado, pero él no poseía la fuerza para detenerla. Su
voluntad era tan fuerte como la de él.
Miró a su espalda, hacia las pequeñas siluetas que respiraban
profundamente bajo la fina manta.
—De acuerdo.
—Gracias, señorita. Me daba miedo mentirle, y usted no me dijo que
esperaba visita. —El dueño del establecimiento le sonrió cansado.
Rachel decidió que era un hombre agradable. No se merecía estar en
aquella incómoda posición. Por su expresión, parecía más asustado que
contrariado y supuso que Noel lo habría aterrorizado con una de sus
feroces miradas.
Agarrando con fuerza los extremos del chal, bajó las escaleras detrás del
hombre y entró con él en el bar vacío.
Como esperaba, se encontró con Magnus sentado en una mesa y la
mirada llena de ira.
—¿Desea que me quede, señorita? —se ofreció el tabernero mientras
estudiaba nervioso a Magnus.
—Oh, por favor, regrese a la cama. Siento mucho que le hayan
interrumpido el sueño —respondió. Sonriendo, hizo un gesto con la cabeza
hacia Magnus—. Lo crea o no, el caballero y yo nos conocemos muy bien.
Puedo manejarlo sola. Por favor, no se tome más molestias. Estaré bien.
El hombre le sonrió aliviado. Lanzó una última mirada ansiosa a
Magnus y luego se marchó.
Cansada, Rachel se acercó a Magnus. No tenía ganas de pelearse con él.
El día había sido agotador y aún tenían que conseguir pasajes para un barco
por la mañana.
—Noel —le saludó al tiempo que se sentaba frente a él.
Magnus la estudió con detenimiento. A su mirada no escaparon los
pequeños hombros envueltos en el fino cachemir, ni el pelo rubio enredado
que le caía por la espalda.
—Si has venido para obligarnos a regresar, me temo que has recorrido
todo este camino en vano...
Magnus la interrumpió con brusquedad.
—He venido para hacer un trato contigo. Para hacerte rica.
Rachel casi se cayó del gastado banco de roble. Estaba mentalizada para
su ira, sus manipulaciones, sus demandas. Pero, desde luego, no estaba
preparada para encontrárselo intentando controlar su genio.
—No te entiendo. ¿Has venido hasta aquí para disculparte? ¿Has
cambiado realmente, Noel?
—Quiero empezar con este juego desde el principio...
—No era ningún juego —le corrigió con gravedad.
Noel asintió.
—Ahora lo veo. La ira me cegó cuando llegué aquí y me di cuenta que te
habías hecho pasar por mi esposa, pero, aun así, Betsy os ha cogido cariño
a ti y a los niños. Creo que hay buenos motivos para intentar llegar a un
acuerdo contigo y hacer que regreses.
—¿Nos has cogido cariño tú también? —Su voz sonó lastimera y
trémula.
—Yo no nos veo llevando la vida feliz que tú imaginas en Northwyck.
Lo sabes.
Rachel no dijo nada.
—No obstante —continuó Noel—, me gustaría intentarlo de nuevo.
Vuelve y vive conmigo como mi esposa en Northwyck durante un mes. A
medianoche del día treinta, si no puedo aguantar la vida de casado contigo,
te dejaré libre. Te enviaré a donde quieras con una buena dote. De hecho, te
convertiré en una mujer rica sólo si lo intentas durante treinta días más.
Rachel meditó la oferta durante un largo instante.
—¿Y si descubres que no puedes vivir sin mí? —dijo finalmente.
Noel la miró intensamente a los ojos.
—Entonces, te pediré que te cases conmigo, y si decides aceptar,
celebraremos una discreta ceremonia en las ruinas de la iglesia de mi
familia.
A Rachel le pareció que el corazón se le paraba en el pecho. Él le estaba
ofreciendo otra oportunidad, y ella deseaba desesperadamente aprovecharla
aunque no estuviera segura de si su alma podría soportar otro fracaso.
—Por supuesto, entiendo que necesites tiempo para pensarlo. —Los
labios masculinos estaban apretados en una fina línea—. No me importa
esperar, pero te pido que mientras consideras tu decisión, me permitas
instalaros a ti y a los niños en un alojamiento más adecuado.
—Sólo te pido que mantengas tu palabra —susurró ella—. Es lo único
que siempre te he pedido.
Las arrugas desaparecieron del rostro de Noel. En lugar de furioso,
parecía aliviado, igual que la noche que la había encontrado en el baile de
los Steadman.
—Entonces, vayamos a un hotel mejor donde podamos negociar las
condiciones por la mañana.
—No necesito tu dinero, Noel. Nunca lo he deseado.
El se rió.
—Eso es toda una novedad, teniendo en cuenta lo que me exigieron los
abogados de Judith Amberly.
—¿De qué estás hablando? —preguntó ingenuamente.
—Estoy hablando del millón de dólares que tuve que pagar a la señorita
Amberly por la demanda que sus padres presentaron ante el
incumplimiento del compromiso por mi parte.
—¿Un millón de dólares? ¡No puede ser! —La sangre le abandonó las
mejillas.
—Le pagué hasta el último centavo. Espero que Judith sea mucho más
cordial la próxima vez que la vea, ahora que cuenta con una dote cinco
veces mayor y será mucho mejor partido.
—Nunca había oído una cosa así. ¿El dinero la hizo feliz?
—Mucho, créeme. Y espero hacerte a ti incluso más feliz, ya que el
precio que estableceré contigo será mucho más alto.
Rachel negó con la cabeza incrédula.
—Yo nunca quise dinero. Lo sabes. Esto nunca ha sido una cuestión de
dinero. Se trataba... se trataba... —Le falló la voz—. Se trataba de amor.
—Sí —asintió Noel en voz baja. Sus ojos estaban llenos de un anhelo
indefinible—. Y supongo que es por esa razón por la que, si te dejo ir, te
haré mucho más rica. —Se levantó—. Ahora ve a por los niños. Pueden
dormir todo el día de mañana en tu suite del hotel. Yo hablaré con el dueño
de la pensión y os esperaré en la calle con el carruaje listo.
Rachel se levantó y se ajustó el chal al pecho.
—No traje ropas para quedarnos en Nueva York. Sólo cogí lo esencial.
Me temo que te avergonzaremos.
Noel le sonrió. Alargó el brazo y le acarició la mejilla donde aún podían
verse las marcas de las sábanas.
—Conseguiré todo lo necesario en Valin’s y pediré que lo envíen al
hotel por la mañana. Aunque lo cierto es que, aun vestida con harapos, eres
hermosa, Rachel. Muy hermosa.
Se la quedó mirando durante un largo momento.
Sin querer alejarse de él, la joven se dirigió reticente a las escaleras que
había al fondo del local para despertar a los niños. En cuestión de minutos,
tenía a los dos somnolientos pilluelos acomodados en el asiento de
terciopelo del carruaje. Partieron en medio de la noche después de que
Noel hubiera convertido al dueño del Dovecote Inn en un hombre muy
feliz.
Pero antes de llegar a su destino, Rachel vio que pasaban de nuevo junto
al edificio abandonado que había sido el orfanato donde vivieron Tommy y
Clare. Como por instinto, le pidió a Noel que detuvieran el carruaje. Se
acercó más a la ventanilla y pasó varios segundos estudiando la negra
estructura del edificio.
—¿Qué ocurre? —preguntó Noel.
Rachel se mordió el labio mientras reflexionaba.
—Si vivo como tu esposa estos próximos treinta días, tendré algún tipo
de asignación para mis gastos, ¿verdad?
—Sí, para lo que sea que creas que necesitas. Pero ¿qué tiene eso que ver
con este edificio en ruinas?
La joven sonrió.
—Me gustaría gastar mi asignación alquilándolo. Tommy, Clare y yo
podríamos limpiarlo y encargarnos de que sea un lugar mejor para niños
abandonados.
—¿Antes era un orfanato? ¿Vivían ellos en este lugar? —Señaló a
Tommy y a Clare, acurrucados como querubines de mejillas rosadas bajo
el chal de castor.
—Se escaparon de aquí —asintió ella—. Clare ni siquiera quería pasar
por el mismo lado de la calle en el que estaba el edificio. Me gustaría
arreglarlo. El hecho de que Tommy y Clare lo vean de nuevo como un
orfanato, uno agradable y en el que se impartan valores morales, les
ayudaría mucho.
—Supongo que este será el nuevo y caro proyecto que tendré que
emprender. —Noel se recostó en el asiento y dio unos golpes para que el
cochero volviera a ponerse en marcha.
—Puedo hacer mucho sólo con mi asignación —insistió Rachel—. De
verdad, no espero que te involucres en absoluto.
—Tendremos que comprar el edificio, contratar personal, limpiar el
lugar... Va a costar una fortuna.
Rachel se encogió.
—Supongo que tienes razón. Me supera. Pero cuando oí lo abusivo que
era el lugar y lo corrompido que estaba, hasta el punto que se permitió que
los niños se desperdigaran por la calle, quise hacer algo al respecto. Nueva
York no debería tener niños abandonados vagando solos. En el norte, donde
la vida es dura, se cuida de los huérfanos, ¿por qué echan a la calle a los
niños aquí, cuando hay tanta riqueza?
—Porque algunos hacen todo lo que pueden por rechazar la vida. —Noel
no la miró.
Tras esas palabras, los dos se quedaron inmersos en sus propios
pensamientos hasta que llegaron al hotel.
22
Noel se quedó sentado en el salón de la suite del hotel después de que
Rachel y los niños se hubieran retirado a sus habitaciones. Bebía despacio
un whisky mientras contemplaba el corsé de satén negro.
La prenda no era más que una frivolidad en sus grandes manos Sin
embargo, sus dedos se veían atraídos una y otra vez por los diminutos lazos
lilas en la parte superior. Las cintas eran muy similares a Rachel, pálidas,
suaves, llenas de curvas, pero el acero en el interior de aquel envoltorio de
satén negro también era como ella. Nada la doblegaría. Ni siquiera él.
Pasó el pulgar por las prietas ondulaciones de acero y satén. De repente,
metió la mano en el bolsillo de su chaleco, sacó el Corazón negro y
envolvió el ópalo con el corsé negro.
Había tenido la intención de donar la pieza a un museo, pero, por algún
motivo, siempre vacilaba. Le estaba gustando demasiado verlo en el cuello
de Rachel. Nunca olvidaría la imagen de la joven en el baile de los
Steadman con la piedra atormentándolo desde las sombras de su escote.
Fue como una visión después de todos esos meses de infierno helado
para llegar hasta ella. Ahora que su ira empezaba a ceder, y estaba siendo
sustituida por un miedo demasiado real a perderla de verdad, casi podía
contemplar la situación con humor. Qué imagen tan deliciosa, ataviada con
su pudoroso vestido morado. Estaba arreglada y bien cuidada, muy lejos de
la imagen que él había tenido en su mente en la que la veía sucia y vagando
por las calles de la ciudad intentando encontrar una moneda para comer
algo.
Lo había puesto en ridículo.
Y ahora podía reconocer que era perfecta para él.
Si al menos pudiera lograr que su pasado no se interpusiera y estropeara
aquella tregua provisional... No sería fácil. Su visión de la vida, de
Northwyck, de la verdadera felicidad, era casi imposible de cambiar.
Aun así, deseaba con todas sus fuerzas que funcionara. Incluso cuando la
había ayudado a meter en la cama a Clare y a Tommy, se había descubierto
preguntándose cómo sería ser su padre, aceptarlos como propios, mimarlos
y educarlos para que pudieran lograr sus metas.
Aquellos sentimientos le eran desconocidos. Tan desconocidos como la
jungla lo era a los esquimales. Pero estaba empezando a pensar, a sentir, y
a elegir opciones diferentes.
Quizá su destino no fuera quedarse solo en ese mundo de riqueza y
aventura. Podría haberse casado con Judith. Ella le habría dado hijos y le
hubiera dado carta blanca para que se fuera al norte tanto tiempo como
quisiera.
Rachel era diferente. Hacía que pusiera los pies en la tierra incluso
cuando la aterraba, cuando la ira que habitaba en su interior salía a la
superficie, una ira que era el legado de su padre.
Cerró los ojos y apoyó la cabeza en el respaldo del asiento. Quizá la vida
no estuviera a su entera disposición. Quizá era una fuerza aún mayor que el
gran Noel Magnus, una fuerza mayor y más poderosa de lo que lo había
sido su padre.
Y quizá, sólo quizá, si confiaba en la expresión de los bellos ojos azules
de Rachel y en la sinceridad de sus palabras, la vida también fuera mucho
más clemente.
—Después de desayunar, ¿quieres que vayamos a ver si compramos ese
edificio? —le preguntó Noel desde el otro lado de la mesa a la mañana
siguiente.
Rachel alzó la vista del plato. Los niños ya habían desayunado y estaban
jugando tranquilamente en el salón, demasiado lejos para oír la
conversación.
—Podría pedir a mis abogados que busquen al propietario y cerrar el
trato hoy mismo.
—¿Realmente harías eso por mí? —Había cierta vacilación en sus ojos
—. ¿Hablas en serio? Sé que será muy costoso...
—Soy el dueño del mayor periódico en todo Nueva York. ¿Poi qué no
debería invertir mi dinero en buenas obras? —razonó él.
—Las buenas obras tienen un precio... —Hizo una significativa pausa—.
Y las buenas obras deberían continuarse aunque sus benefactores regresen
a su hogar. —Lo miró fijamente preguntándose si la habría entendido.
—Crearé un fondo de inversiones. El orfanato continuará en
perpetuidad. Mis abogados lo arreglarán todo.
Rachel esbozó una gran sonrisa.
—Entonces, empecemos cuanto antes. Nunca será demasiado pronto
para los niños que necesiten cobijo.
Noel la miraba como si hubiera caído preso de su hechizo.
—Enviaré una nota en cuanto acabemos de desayunar.
—¡Dejaremos que los niños le pongan nombre! ¡Oh, no puedo creerlo!
Al fin siento que tenía una razón para venir aquí. Algo bueno está a punto
de pasar, lo sé.
—Yo también lo sé —asintió Noel en voz baja sin dejar de mirarla.
Rachel apartó el plato y cogió un lápiz, papel y sobres del escritorio.
—Tendremos que montar una habitación con cunas para los bebés.
Habitaciones para los mayores y mucho espacio para jugar. Un aula,
habitaciones para el ama de llaves y los profesores... —reflexionó,
mordiendo el extremo del lápiz.
Noel se rió.
—Pareces una colegiala preocupada por sus exámenes.
—Tuve la suerte de ir a la escuela durante un tiempo —le explicó ella—.
Cuando mi madre vivía, tenía dinero para pagarlo. Asistí durante dos años
antes de que muriera y me fuera a vivir al ballenero con mi padre. —
Esbozó una sonrisa irónica—. Después de eso, mi padre se convirtió en mi
tutor. Él no creía en la educación para las mujeres, pero había poco que
hacer en una travesía oceánica aparte de leer y no le quedó otra elección
que continuar con mi educación para que así no le estorbara.
Noel arqueó una ceja.
—Siempre me pregunté cómo podía ser que supieras leer, sumar y restar
mejor que cualquier capitán de ballenero.
—Todo lo que puedas necesitar saber alguna vez está en un libro en
algún lugar. Una vez comprendí eso, el mundo se abrió ante mí. —Se sacó
el extremo del lápiz de la boca—. Así que debo insistir en que las niñas de
nuestro orfanato reciban la misma educación que los niños.
—No tengo ninguna objeción, pero ya sabes que eso creará controversia.
—Bien. Quizá otros creen otro orfanato para demostrar que nos
equivocamos. Lo más importante es que no haya ningún niño abandonado
en las calles pasando hambre.
—Nunca había visto ese lado tuyo tan compasivo, Rachel.
La joven lo miró con una tierna sonrisa.
—Nunca te quedaste el tiempo suficiente a mi lado para verlo.
—Touché —le dijo tranquilamente sin apartar la vista de ella ni un
segundo.
Edmund sacó los valiosos papeles de las fundas de terciopelo y lana
hechas por encargo. Los papeles de Franklin eran su posesión más
preciada. Cada uno de ellos había sido encontrado en la tundra, oculto bajo
una pila de rocas que a todo el mundo le parecía que era un monumento
druida o funerario. Y, además, cada hoja había costado una vida, ya que
Edmund había estado dispuesto a pagar una fortuna a cualquier loco capaz
de hacer el viaje al norte y seguir el rastro a los últimos días documentados
de Franklin hasta que, muertos todos sus hombres, el explorador había
salido por su cuenta y había fallecido en algún lugar desconocido que aún
estaba por descubrir.
La expresión de Edmund se endureció. Estaba convencido de que el
padre de Rachel sabía dónde se encontraba el cuerpo de Franklin. El
explorador no se habría separado del Corazón negro, aun estando
congelado y delirante. Habría muerto con aquella cosa colgada al cuello
aunque sólo fuera por el detalle sentimental de que se lo hubiera regalado
su esposa justo antes de partir.
Y ahora el ópalo era de Magnus. Rachel también era suya y, con ella,
también lo era la información.
Una oleada de celos lo sacudió. Era raro que él se encaprichara de una
mujer. Sólo tenía dos intereses: Franklin y superar a Magnus. La lujuria la
aplacaba con unas cuantas amantes que satisfacían sus fantasías. Nunca
antes había sentido ese fuego interior que lo consumía cada vez que veía el
rostro de Rachel Howland o pensaba en su expresión cuando la obligó a
reconocer que su esposo no la amaba.
Su enemigo no la merecía, como tampoco merecía The New York
Morning Globe; el mejor periódico de todo el país. Su propio padre lo
había fundado y luego lo había perdido en manos de Magnus. Su hijo,
Noel, ni siquiera lo apreciaba. El Globe era simplemente un medio para
lograr su locura: explorar el norte.
Para lograrlo antes que él, Edmund se había encargado de conseguir la
mayor parte de los papeles de Franklin. Algunos, sobre todo los últimos, no
eran nada más que fragmentos garabateados de pensamientos inconexos: él
amaba a su esposa, echaba de menos a su perro, se preguntaba si la reina lo
honraría tras su muerte... Pensamientos sin sentido que hacían más
llevadera la terrible situación del explorador.
Pero lo importante era que él poseía la mayor parte de los diarios. Y
cuando Magnus decidió que debía ponerse en marcha para equilibrar la
balanza, Edmund había disfrutado frustrando sus planes con la Compañía
del norte, la empresa con la que había conseguido manipular la vida de
todo hombre blanco que se encontrara por encima del paralelo cincuenta y
tres.
Pero ahora, justo cuando su venganza parecía próxima, se preguntaba si
a Magnus le importaba siquiera que fuera él quien encontrara primero a
Franklin. Cada día que había pasado tras el regreso de ese desgraciado a
Northwyck, Edmund había esperado inútilmente el anuncio de los planes
de Magnus de regresar al norte y continuar con la búsqueda; sin embargo,
parecía que estaba demasiado absorto en su última pasión, su hermosa
Rachel.
Rachel...
Incluso su nombre le hacía arder en su interior. Si descubría que Magnus
la deseaba realmente, se volvería loco. Era demasiado para él. Poseía
demasiada belleza, demasiada información como para que pudiera pensar
sin apasionamiento en ella.
Pero si Magnus la amaba, él se encargaría de que la perdiera.
Si no podía vencer en la carrera por encontrar a Franklin, se quedaría
con la mujer de su enemigo.
La vida de Rachel pendía de un hilo muy fino... Y estaba escrito que el
perdedor sería Magnus.
Edmund colocó los estropeados trozos de papel en fila sobre el escritorio
y los ordenó cronológicamente lo mejor que pudo. Encima, en la pared,
había un mapa del Ártico. Era inexacto en el mejor de los casos, incluso
con la información más reciente, pero, así y todo, era un mapa. Brillando
sobre su superficie había clavados alfileres con un rubí en la cabeza que
marcaban los puntos en los que se habían encontrado las diferentes partes
del diario de Franklin. Un hilo de seda color rubí señalaba las tortuosas
andanzas del explorador a medida que el cerco se iba haciendo cada vez
más estrecho.
Como si marcara el lugar con una X imaginaria, Edmund recorrió con el
dedo los puntos entre York Factory y Fort Nelson. Las últimas entradas del
diario se encontraron allí. Si pudiera confirmar que el viejo Howland había
encontrado el ópalo en ese lugar, sin duda encontraría el cuerpo de
Franklin. Estaba seguro de que se hallaba en algún lugar en el interior de
ese círculo.
Y la única guía que podía llevarlo hasta allí era Rachel.
23
Rachel se ató el amplio lazo de tafetán por debajo de la barbilla. Se miró
al espejo y quedó asombrada por la transformación.
Los lazos del sofisticado sombrero Fanchon eran verdes, pero, en el
interior del ala, Auguste había ribeteado la pieza con rosas granates para
enmarcar su rostro, y un botón de satén verde sujetaba un abanico de
encaje de Alençon a un lado para rematar la obra de arte.
Ella, Rachel Howland, la dueña del Ice Maiden, no era digna de aquello.
No obstante, sonrió a su reflejo. Aquel maravilloso sombrero aportaba
color a sus pálidas mejillas y un encantador destello que refulgía en sus
ojos. Verdaderamente, el sombrero favorecería a cualquiera que lo luciera.
Al fin podía comprender por qué monsieur Valin era un hombre tan
buscado. Cuando la mayoría de modistos permitían que los accesorios de
sus vestidos los diseñaran otros, Valin insistía en que todo el atuendo fuera
diseñado por él. No toleraba que un vestido de organdí color melocotón se
rematara con un sombrero de terciopelo granate de la temporada pasada.
Era un artista en su totalidad; tan bueno escogiendo el sombrero adecuado
como lo era haciendo un bosquejo de un vestido de baile.
Cogió los guantes de encaje, el bolso bordado con cuentas violetas y
entró en el salón para reunirse con Noel.
Él alzó la mirada, pero, si se fijó en el sombrero, no pareció demostrarlo.
No apartó los ojos ni un segundo de su rostro. Durante todo ese día, Rachel
se había sentido como si fuera un arroyo de agua cristalina y él un hombre
que muriera de sed.
—¿Estás lista? —le preguntó solícito.
La joven sonrió.
—Tan lista como podré estarlo nunca para reunirme con media docena
de abogados.
Noel lanzó una carcajada y abrió la puerta.
—Adiós —les dijo Clare furtivamente desde la puerta del salón.
Rachel se acercó a la niña y la abrazó.
—No tardaremos.
—Están en buenas manos, señora Magnus. —La señora Avery, la oronda
esposa del maître, se aproximó a la puerta con Tommy, que miraba en
silencio y con una expresión de desamparo a Rachel.
—Ya hemos llamado a Betsy. Llegará esta noche, os lo prometo. —
Rachel sonrió para infundirles confianza—. Hasta entonces, os prometo
que estaréis bien. La señora Avery ha tenido doce hijos. Sabrá qué hacer
con vosotros en el breve tiempo que yo esté fuera.
—Vuelve pronto —le pidió Tommy entre dientes como si no quisiera
que Noel lo oyera.
Pero Magnus lo oyó y miró al chico con cierta irritación. Finalmente,
apoyó una mano en la parte baja de la espalda de Rachel y la acompañó
hasta la puerta de la suite con un duro gesto en la mandíbula, como si se
esforzara por resolver un problema que no tuviera solución.
El alto y apuesto abogado de pelo gris entregó a Rachel una carpeta
desde el otro lado de la enorme mesa de caoba. Alrededor de la mesa había
una buena cantidad de abogados a cada cual más ansioso por complacer.
—Señora Magnus —anunció el hombre—. Además del título de
propiedad y de la firma de privilegios para las cuentas, puede estar segura
de que cada centavo del fondo de inversión será supervisado por esta firma
y que no se producirá ninguna irregularidad. Gestionamos todos los fondos
del Globe, y el señor Magnus no nos da ni un minuto de descanso hasta que
se rinden cuentas de hasta el último penique. Esperamos la misma
diligencia por su parte. De hecho, nos sentiríamos ofendidos si no nos
visitara trimestralmente para que podamos tener el honor de acompañarla a
almorzar aquí en la ciudad. —El distinguido abogado le hizo una
reverencia y luego volvió a sentarse.
Rachel confió en aquel hombre de manera innata. Él y sus hermanos
parecían realmente eficientes.
—Por favor, tómese un momento para repasarlo todo. Les dejaremos
solos hasta que tengan alguna pregunta.
Los abogados salieron de forma ordenada y Rachel se quedó sola frente
a Magnus, que estaba sentado en el otro extremo de aquella brillante mesa
de caoba.
—No sé nada de finanzas. Nada. —Se sentía perdida ante aquella carpeta
de piel llena de documentos inexplicables que, en su mayoría, estaban
escritos con largas frases en latín.
—Deja que lo repase contigo. —Magnus se sentó a su lado.
La joven se preguntó si era tan consciente como ella de que tenía la
pierna íntimamente pegada a su muslo bajo la mesa.
Noel repasó los documentos y los leyó con facilidad pasmosa.
—Esto es el título de propiedad del edificio. —Le mostró una hoja de
papel de pergamino con grabados—. Contrataremos una caja de seguridad
en el banco. Podrás guardarlo allí.
Señaló otros papeles, la mayoría muy parecidos.
—Esto establece el fondo de inversión. Te da privilegios exclusivos en
las cuentas. Hay una para la construcción, restauración y mantenimiento,
otra para gestionar el servicio doméstico, y la última es para necesidades
especiales, algo en lo que no hayamos pensado, como atención hospitalaria
para los pequeños. —Hizo ademán de cerrar la carpeta, pero Rachel alargó
la mano antes de que lo hiciera y lo detuvo.
—Hay otro papel ahí dentro —comentó al tiempo que sacaba el
documento.
Noel respiró lenta y profundamente. Como si se preparara para una dura
batalla.
—Sí, hay otro. Había esperado poder explicártelo más tarde.
—¿De qué trata? —susurró mientras recorría con la mirada la abundante
letra pequeña.
—Es tu acuerdo.
—¿Mi acuerdo?—inquirió mirándolo fijamente.
—Estemos o no casados, este documento te proporciona fondos para tu
uso personal. Si cumples nuestro acuerdo, a medianoche del día treinta,
después de haber interpretado el papel de mi esposa, te convertirás en una
mujer muy rica. —Le cogió el documento de las manos y lo metió en la
carpeta.
—No tenías que hacer eso, Noel. Yo no soy como los padres de Judith
Amberly. Nadie habría ido nunca a llamar a tu puerta en mi nombre. —Le
sostuvo la mirada.
Noel desvió la vista, repentinamente enfurecido.
—A medianoche del día treinta, tanto si nos casamos o seguimos
caminos separados, serás muy rica y verdaderamente independiente. Si el
destino decide que deberías quedarte aquí y casarte conmigo, que así sea.
Pero si decides que no deseas seguir a mi lado, tendrás los medios para ir
adonde desees. Nunca volverá a faltarte el dinero. —Ató la carpeta y la
deslizó al otro lado de la mesa.
—Gracias —le dijo en voz baja—. Pero no entiendo por qué haces esto.
Soy yo la que te ha perjudicado.
—Sí. Y me diste el ópalo. —Sacó el Corazón negro del bolsillo del reloj
y se lo entregó—. Quiero devolvértelo. Fue el legado de tu padre para ti.
Probablemente no supiera lo que había encontrado, pero, aun así, él te lo
dio a ti y tienes derechos sobre él. —Soltó una larga exhalación, como si
hubiera estado conteniendo la respiración todo ese tiempo—. No hay nada
más que decir.
—Pero esto fue el pago por...
—Las cuentas están saldadas. Por otra parte... —Le dedicó una larga
mirada—. Por otra parte, me gusta cómo te queda.
La joven estudió la piedra que descansaba en su palma.
—Pero, ¿qué hay de la maldición? No quiero que les pase nada terrible a
Tommy y a Clare, ni a... —Se detuvo—. Ni a nadie — acabó con cautela.
Noel soltó un resoplido.
—Las maldiciones son para idiotas. Quieren explicar con una pequeña
piedra las tragedias de la vida. —La tomó de la barbilla y se la levantó para
que le mirara a los ojos—. ¿Crees que esos pequeños infelices que sacaste
de las cloacas estaban allí por una maldición? No. Fue sólo el lado oscuro
de la condición humana lo que les hizo acabar allí afuera; y fue la bondad
en tu alma lo que les sacó de allí.
Cogió el collar y se lo puso al cuello.
—El Corazón negro no está maldito. Miles de hombres blancos han
muerto vagando por la tundra. Sólo Franklin era rico y poseía los
suficientes títulos como para que su desaparición fuera digna de mención.
Su final no tuvo nada que ver con esta hermosa piedra. Además, de igual
forma que el ópalo puede cargar con una maldición, también puede
albergar una bendición. Para mí, es portador de la misma bondad que tú
posees en tu interior. La misma que salvó a Tommy y a Clare de las garras
del infierno.
Rachel bajó la mirada hacia el ópalo que descansaba con delicadeza
junto a la hilera vertical de botones de seda verde que le cubrían el corpiño.
El fuego iridiscente verde azulado parecía arder de nuevo en contraste con
el color del vestido.
—Ahora no parece maldita —dijo él con suavidad—. ¿Me honrarás
llevándola?
Rachel lo miró durante un largo momento.
—Sí —respondió finalmente. Por alguna razón sentía como si el
fantasma de su padre se hubiera acercado a ella y la hubiera abrazado con
fuerza.
—Entonces, vámonos de aquí y demos un paseo. Te enseñaré cuánto ha
cambiado ya tu orfanato. —La ayudó a levantarse.
La joven le dirigió una mirada de curiosidad, convencida de que él no se
explicaría hasta que no llegaran al lugar donde deseaba llevarla.
Rachel se quedó asombrada ante el edificio que en su momento fue el
Vincent Orphanage. En sólo cuestión de unas horas, la estructura en ruinas
se había llenado de trabajadores que daban martillazos y pintaban sin
descanso.
—Rachel, quiero que conozcas a Stokes. Fia trabajado en la sombra en
todos los proyectos en los que he estado involucrado. Le dije que quería
este lugar en pie y funcionando en cuestión de unos días y es el único
hombre capaz de hacerlo.
Un hombrecillo lleno de arrugas y con serrín en el chaleco de seda negro
que llevaba, se acercó a ellos con rapidez. La sonrisa en su rostro mostraba
unos dientes extraordinariamente bien cuidados.
—Señora, permítame decirle que es un placer conocerla finalmente. Es
usted una leyenda en Nueva York. Conozco a Magnus muy bien. Me gusta
considerarme como el cerebro, si bien no la fuerza física, tras sus exitosas
expediciones al Ártico. Sin embargo, nunca pensé que encontraría la mujer
perfecta para él hasta que me hablaron de su... su... bueno, su
extraordinaria llegada. —Tomó la mano que Rachel le ofrecía, inclinó
brevemente la cabeza y su sonrisa se amplió.
La joven se quedó sin habla, esperando que el ajetreo y ruido a su
alrededor disculpara su silencio.
—Si me permite —añadió Stokes—. Los hombres y yo hemos reunido
una modesta cantidad de fondos para ayudar a los pequeños golfillos
callejeros. —Metió la mano en el chaleco y sacó una bolsa de piel llena de
monedas—. Me gustaría entregárselo, señora Magnus, en nombre de todos
los que trabajamos aquí, y sobre todo, en nombre de los huérfanos. —
Guiñó un ojo—. Si sacamos a esos vándalos de las calles, sin duda esta
ciudad volverá a ser un lugar más seguro.
Noel la miró con una ceja arqueada en un gesto de burla y susurró sólo
para sus oídos:
—Creo que puedo asegurar que las calles aquí son ya más seguras con
dos menos.
Rachel casi soltó una carcajada, pero se recompuso y cogió la bolsa de
monedas que Stokes le ofrecía.
—Apreciamos mucho su generosidad, señor —le agradeció—. Puedo
asegurarle que me encargaré de que se haga un buen uso de su dinero.
—Gracias, señora. —Stokes sonrió.
—Hablando de vándalos, creo que sería mejor que nos marcháramos.
¿No estás de acuerdo, esposa? —inquirió Noel al tiempo que le apoyaba la
mano en la espalda.
La joven deseó estrangularlo, pero, después de todo, tema razón. Tommy
y Clare eran unos pequeños vándalos. Sabía que la necesitaban y no quería
estar alejada de ellos mucho tiempo hasta que Betsy llegara.
—Es cierto, debemos marcharnos. Muchas gracias, señor Stokes. Espero
que cuando acabe su trabajo aquí, se reúna con nosotros en Northwyck para
cenar. —Le sonrió gentilmente.
El hombrecillo inclinó de nuevo la cabeza ante ella.
—Sería un honor, señora Magnus.
Tras despedirse, Noel la guió por las escaleras principales y la llevó
hasta el carruaje que les aguardaba. Cuando estuvieron acomodados,
Rachel se dio cuenta de que la miraba fijamente.
—¿Qué ocurre? ¿Hay algún problema? —le preguntó.
Noel estaba sentado a su lado con la rodilla chocando contra la suya
cubierta por la pesada falda.
—Sólo que me deja atónito la facilidad con que la que asumes el papel
de esposa.
Rachel sintió que el rubor le ardía en las mejillas.
—Espero que no haya hecho algo incorrecto al invitar a Stokes a
Northwyck.
—No, ha sido un toque de brillantez. Todo el mundo pensará que me he
casado con una mujer gentil y encantadora. No podría pedir más, ni
siquiera si me hubiera casado realmente contigo.
La joven guardó silencio. Las palabras de Noel, por muy halagadoras
que le resultaran en algunos aspectos, hicieron que se sintiera
repentinamente triste. Sólo estaba interpretando el papel de esposa y
tendría que recordarlo. Quizá después de treinta días la situación se
volvería real, pero hasta ese instante, debería recordar que lo único que
estaban haciendo era llevar a cabo un experimento.
—Esta noche, cenaremos en el hotel con la señora Astor. Al parecer, está
planeando algún tipo de fabuloso baile en octubre y quiere asegurarse de
que estemos en la ciudad para la ocasión.
Rachel abrió los ojos de par en par.
—Tras la debacle en el baile de la señora Steadman, nunca pensé que
volvería a dirigirme la palabra.
Noel lanzó una carcajada.
—No tienes que preocuparte por nada. Caroline Astor adora el altar del
dinero viejo, y el mío es tan antiguo como el de Petrus Stuyvesant.
Rachel se recostó, pensativa. Le parecía extraño que la invitaran a una
cena para hablar de un baile al que lo más probablemente no asistiría.
Faltaban semanas para que llegara octubre.
—¿Por qué te has quedado tan callada de repente? ¿Qué estás pensando?
¿No te agrada la señora Astor? —Sus labios dibujaron una sonrisa—. En
ese caso, estoy totalmente de acuerdo.
—¿Sabes cuándo será el baile?
Noel se encogió de hombros.
—El veinte de octubre en la Academia de la música, creo.
—Justo lo que pensaba —comentó en voz baja.
El la miró con el ceño fruncido.
—¿Qué pensabas?
Rachel desvió la vista hacia la ventana con la esperanza de animarse con
los escaparates de las tiendas.
—El día veinte de octubre a medianoche se acaba el plazo. El baile de la
señora Astor marca el final de nuestro acuerdo.
Él no hizo ningún comentario, y la joven no supo si se sintió
inexplicablemente aliviada o entristecida por su silencio.
24
Rachel miró incómoda a los fríos ojos de la señorita Judith Amberly.
Como era la costumbre para las parejas casadas, Rachel estaba colocada
en el extremo opuesto de la mesa que Noel y tenía que dar conversación a
los desconocidos a su alrededor. Podría haberlo logrado si no fuera por el
gélido silencio de la mujer a la que todo el mundo sabía que habían
plantado.
En el otro extremo de la mesa, la señora Astor gobernaba la escena con
su soberbia habitual. Noel estaba sentado a su derecha. Willy B., el marido
de la señora Astor, estaba ausente y había enviado sus disculpas desde el
yate en el que se decía que se encerraba con sus amantes.
Para asombro de Rachel, la madre de Judith estaba sentada en el otro
extremo y se reía alegremente con la señora Astor. Fue la primera vez que
sintió pena por la chica. El dinero de Magnus debía de haber sido el precio
de la vergüenza de Judith.
—Las damas nos retiramos —anunció entonces la señora Astor al
tiempo que se levantaba—. Si nos disculpan, caballeros...
Era el momento que Rachel temía. Ahora que la interminable cena había
concluido, se vería forzada a confinarse con las mujeres en una sala y
soportar sus insultos apenas disimulados.
Los hombres se levantaron mientras las damas cogían sus chales. La
cena, según las normas de Nueva York, tal como Rachel descubrió, era una
reunión íntima de cincuenta personas y se había celebrado en la misma sala
de baile donde Edmund la atrapó. Como si estuviera allí para atormentarla,
el mirador permanecía vacío a excepción del par de sirvientes del hotel que
custodiaban la puerta.
Un doble salón anexo a la sala de baile estaba iluminado con dos
candelabros de gas. Las damas se reunieron en la lujosa sala de damasco
rosa y se sentaron sobre los asientos rococó como si estuvieran exhaustas.
Vacilante, Rachel se acercó a Caroline Astor.
—Me gustaría ir a ver cómo están los niños. ¿Me disculpan?
La señora Astor la miró con un estudiado gesto inexpresivo.
—Por supuesto —concedió mientras daba unas palmaditas a su moño de
lustroso pelo castaño.
—Gracias —susurró Rachel llena de alivio, consciente de que los ojos
de Judith la siguieron hasta la puerta.
Tommy y Clare se acercaron corriendo a ella cuando entró en el salón de
la suite.
—¿Aún estáis levantados? ¡Deberíais estar en la cama! —La joven se rió
cuando casi la tiraron al suelo.
—Acabo de llegar. Qué alegría verte tan bien, querida —intervino Betsy,
acercándose a ella.
La anciana la abrazó y Rachel descubrió que se le habían llenado los
ojos de lágrimas.
—Vamos, vamos, no volveremos a hacer esto —le dijo Betsy mientras
le enjugaba los ojos con el pañuelo veneciano que guardaba en la manga.
—Lo siento. Me preguntaba si volvería a verte algún día —se disculpó
Rachel riéndose de sí misma.
—Yo también, querida. No tienes ni idea de lo preocupados que
estábamos todos. —Betsy frunció el ceño—. Siento no haberte dado el
dinero que necesitabas. Albergaba la esperanza de que el tiempo ayudaría.
Si hubiera sabido lo que ibas a hacer, yo misma te habría dado el dinero
para asegurarme de que tuvieras algo. ¡Por favor, te lo ruego, la próxima
vez antes de huir y dejarnos a todos angustiados, dímelo!
—Ya no habrá necesidad de ello —le aseguró mientras acariciaba el
pelo trenzado de Clare.
—Entonces, ¿no volveréis a marcharos? —Betsy bajó la voz—. ¿Él lo ha
hecho oficial?
—Por desgracia, nada ha cambiado. —Levantó la comisura del labio en
una triste sonrisa—. Seguiremos con la farsa del matrimonio hasta el
veinte de octubre a medianoche. Si parece que funciona, lo haremos
formal. Si no, me iré a Herschel con los niños y los fondos necesarios.
Noel se ha encargado de ello.
—Oh, no. —Betsy se sentó. Parecía como si la hubieran golpeado—. El
muy tonto. No sabe lo que es bueno para él.
—Quizá no —repuso Rachel con ligereza—. Pero eso también me da la
posibilidad de rechazarlo. Puede que no desee atarme a él, ¿sabes? No se
puede decir que sea el hombre perfecto —añadió con un nudo en la
garganta.
La anciana la miró y negó con la cabeza.
—No, no es perfecto. Pero te ama. Y yo sé que tú lo amas a él. Debería
estar agradecido a su suerte e ir en busca de una licencia de matrimonio lo
antes posible. Te necesita, Rachel —le dijo con gravedad—. Estoy segura
de que tú sobrevivirías sin él, pero me temo que, por muy fuerte que sea, a
él no le iría bien.
Un opresivo silencio llenó la habitación. Luego, Betsy miró a los niños.
Los ojos se les cerraban de sueño.
—¡Pero qué estoy haciendo aquí de cháchara cuando vosotros dos
parecéis estar a punto de caer desplomados al suelo! Es hora de ir a la
cama. Por la mañana nos iremos a dar un bonito paseo por Washington
Square y compraremos algunas naranjas. —Se levantó y siguió a los niños
hasta su habitación, pero, antes de marcharse, añadió—: Rachel, si
necesitas algo, dímelo. Por mucho que adore a Magnus, confieso que en
esta batalla estoy de tu parte.
Las lágrimas volvieron a anegar los ojos de la joven.
—Gracias. Muchas gracias. Pero no se puede hacer nada más. Todo está
en manos del destino ahora.
—Que así sea —convino la anciana estoicamente.
Sin más, se dio la vuelta y acompañó a los niños hasta sus camas.
Rachel salió de la suite sin hacer ruido y regresó al salón de las damas
justo cuando ya estaban recogiendo sus cosas para reunirse con los
hombres. En silencio, aguardó en la puerta para seguirlas hasta la sala de
baile.
—Ella lo atrapó. Eso es todo. ¿Cómo puede una mujer así conseguir a
alguien como Magnus si no es en la cama? —comentó la madre de Judith
Amberly en un aparte a Caroline Astor.
Rachel retrocedió y se apoyó en la puerta al escuchar las risitas
ahogadas. Parecía que nadie se había percatado de su llegada. Ahora, con lo
poco que había deseado regresar, aún lo deseaba menos al ver lo
abiertamente que la menospreciaban.
—Los Amberly y los Magnus estaban destinados a unirse — afirmó la
señora Astor con una voz tan imperiosa como siempre—. Nunca dejaré de
sentirme decepcionada por la llegada de esa criatura. Si estuviera vivo, el
padre de Noel le habría obligado a mantenerse fiel a los de su clase.
—Esa mujer no está a la altura de mi hija —masculló la madre de Judith
—. Si el príncipe de Gales viene al baile, tal y como está planeado, y llega
acompañado por varios duques, Judith conseguirá un compromiso mejor
del que tenía con Magnus.
—Por supuesto, querida mía. Tendríamos que habernos encargado de
ello hace mucho tiempo —convino Caroline.
—Aún no sé qué hizo esperar a Judith cuando se le creyó muerto.
—Aguardaba lo que Charmian Harris consigue cada noche — susurró
una de las damas a otra.
—¿Decías, Catherine? —espetó la señora Astor a la mujer.
—Nada, querida. ¿Regresamos junto a nuestros esposos?
Rachel retrocedió para que ninguna de las mujeres la viera allí de pie,
escuchando sus conversaciones.
Rápidamente escribió una nota disculpándose porque se sentía
indispuesta y se la entregó a un sirviente que pasaba por allí. Luego,
llevándose con ella sus sentimientos heridos, se retiró a sus habitaciones.
Una vez allí, sin embargo, descubrió que no tenía sueño. Betsy se había
retirado con los niños; no había nada ni nadie que le diera la bienvenida en
el salón, a excepción de un hogar frío y la botella de whisky de Magnus.
Empezó a pasear nerviosa mientras repasaba mentalmente las palabras de
las mujeres una y otra vez hasta que estuvo dispuesta a correr a por una
copa.
—Me han dicho que no te sentías bien —comentó entonces Magnus
desde la puerta. Su alta silueta llenaba la entrada a la suite.
Ella se quedó mirándolo, aún conmovida por su atractivo con aquel
chaqué negro y el chaleco de seda verde.
—Pensé que no tenía mucho sentido que me quedara. No le gusto a la
señora Astor y ella a mí tampoco.
Noel sonrió.
—A ella sólo le gusta la gente que puede ampliar sus aspiraciones
sociales. Aplaudo tu buen gusto.
Rachel asintió y luego se volvió para mirar la fría chimenea.
—Están enfadadas por lo de Judith, como es lógico.
—Consideraban que era la pareja perfecta para mí. Supongo que a
algunos les molestará hasta que ella rescate a algún conde inglés
empobrecido de sus problemas con el juego y presuma de su título ante
ellos.
Rachel no hizo ningún comentario.
Noel la observó detenidamente.
—¿Te sientes mal? Estás demasiado callada esta noche.
La joven se encogió de hombros antes de responder.
—Supongo que estoy más cansada de lo que pensaba. Creo que me
retiraré a mi habitación.
—Hice que trasladaran tus cosas a la mía. Ya que vamos a vivir como
marido y mujer estas semanas, pensé que no era lógico que tuvieras una
habitación separada.
—No puedo compartir tu cama. No estamos casados verdaderamente y
tú... tú... —No me quieres, deseó decir.
—Si esto va a ser una prueba, debemos vivir como lo haríamos si
estuviéramos verdaderamente casados y yo tuviera a mi esposa a mi lado.
—Su voz dejó ver su disgusto.
—Entonces, deberías pedirle a Judith Amberly que traslade sus cosas
aquí.
—¿Qué tiene ella que ver? —inquirió, confuso.
Rachel se mantuvo firme.
—Fue a Judith a quien cortejaste en tus viajes a Nueva York mientras yo
te esperaba cada otoño en Herschel. Dejemos que ella asuma los riesgos de
un matrimonio de prueba.
—Lo mío con Judith no fue un noviazgo convencional —le aseguró
furioso—. Mi padre la obligó a aceptarme como si se tratara de un
compromiso propio de la Edad Media antes de que yo te conociera. Creo
que el nuestro ha sido el compromiso más largo de la historia. De hecho,
ninguna mujer normal habría esperado tanto a no ser que fuera para
hacerse con una gran fortuna.
Era posible que Noel estuviera mintiendo, pero Rachel se inclinaba a
creer sus palabras. Sabía que su padre aprobaba a Judith, pero él había
muerto antes de que Noel llegara a Herschel por primera vez. Sin embargo,
ella, cegada por los celos, nunca había relacionado esos dos hechos hasta
ese momento.
Una repentina oleada de alivio la inundó. La traición que había estado
suspendida sobre su cabeza durante meses ahora desaparecía.
—¿Qué está pasando ahora por tu mente? —preguntó Noel—. ¿Sientes
acaso envidia por Judith?
—No, no siento envidia —respondió sin ser del todo sincera.
Judith había tenido todo lo que ella no había tenido: protección, dinero,
y por último, un compromiso auténtico con Noel. Rachel cambiaría todos
los tratos y la hipocresía en su relación con el hombre que amaba por un
compromiso, siempre que tuviera un final más feliz y rápido que el de
Judith.
—Hay veces en las que realmente siento lástima por tu antigua
prometida —reconoció de mala gana—. Pero, entonces, recuerdo todo el
dinero y toda la gente que está pendiente de ella y sé que estará bien.
—Tú también estarás bien, Rachel.
Le miró a los ojos y le dedicó una amarga sonrisa.
—Por supuesto que sí.
Frustrado, Noel añadió:
—¿Qué crees que me impedía tomar su mano en matrimonio? Dímelo
—exigió, frustrado.
Rachel negó con la cabeza.
—No tengo ni idea.
—Era el recuerdo de ti esperándome en el Ice Maiden.
—Pero ese recuerdo no te obligó a pedir mi mano en matrimonio, ¿no es
cierto? — La tensión de esas últimas semanas y de la velada le ganó la
batalla de repente. No pudo evitar que la invadiera un profundo dolor
cuando pensó en sí misma esperándolo mientras él se tomaba su tiempo en
Nueva York y continuaba el fingido noviazgo con la mujer que todos
consideraban la más adecuada.
Suspiró y se dirigió a toda prisa a su antiguo dormitorio, decidida a
dormir allí aunque tuviera que hacerlo en camisola.
Noel le bloqueó el paso.
—Esta prueba no es una farsa. He dicho que eres mi esposa, Rachel, y
tendré a mi esposa calentándome la cama.
—No lo haré —lo desafió.
La ira convirtió en una máscara de piedra el rostro de Noel.
—Entonces, quizá debería hacerte saborear lo que es la vida de una
verdadera esposa de la sociedad y satisfacer mis deseos en otro lugar.
—¿Con Charmian Harris? —Los ojos femeninos reflejaron la furia que
sentía.
—¿Con quién si no? —le replicó—. ¿No es por eso por lo que un
hombre mantiene a una amante? ¿Para tener a alguien con quien
desahogarse cuando su esposa se pone difícil?
—Si piensas tener un matrimonio así, entonces, estaré encantada de
rechazar la oferta de un compromiso. ¡Y felicitaré a Judith Amberly por
haber escapado de ti!
Noel se quedó mirándola con ojos llameantes.
—Te quiero a mi lado cuando duerma.
—Si quieres a una mujer a tu lado, será mejor que vayas a casa de
Charmian Harris y pases allí toda la noche —le espetó.
El la observó en silencio durante un largo instante con expresión pétrea.
—Que así sea —masculló finalmente antes de coger el sombrero y salir
de la suite con un portazo.
Rachel corrió hasta la ventana y miró por una rendija entre las cortinas.
Al cabo de unos minutos, vio que se detenía un carruaje de alquiler y que
Noel se subía a él con rapidez. El oscuro capó del vehículo se balanceó en
su premura por alejarse del hotel y de ella.
Dejó caer las cortinas de nuevo.
Creyendo que se sentiría mejor, se dirigió a la oscura habitación con la
idea de acostarse. Sin llamar a su doncella, se desabrochó el vestido y el
corsé, y se deslizó bajo las frías sábanas. Pero sus pensamientos se dirigían
obsesivamente hacia Charmian Harris y la imagen de Noel besándola,
abrazándola, desabrochándole el corsé. Cuando el sonido de la imaginada
risita de ramera finalmente superó al ruido del tráfico de carruajes en la
Quinta Avenida, la única opción que le quedó fue sumergir el rostro en la
almohada para silenciar sus lágrimas.
25
La falsa modestia es mejor que nada.
—Vilhjalmur Stefansson,
explorador del Ártico
Edmund acarició la capucha de arpillera. Observó la pesada corbata de
satén que había al lado y decidió que sería una buena mordaza. Sobre la
mesa también había un rollo de cáñamo con fibras lo bastante suaves para
no dañar la piel, pero lo bastante fuertes para sujetar a una mujer que se
resistiera.
Su plan cada vez estaba más claro. Tenía el barco preparado para zarpar
y el carruaje listo para llevar a su presa hasta el muelle. A bordo ya había
un trineo y perros preparados para llevarlo hasta Franklin. Las duras
condiciones del norte no le darían tregua. No había estado nunca allí, era
cierto, pero era el dueño de toda una compañía que prosperaba
abasteciendo a esa parte del mundo. Si un comerciante de pieles analfabeto
podía vencer las dificultades de un viaje al Ártico, entonces, Edmund
podría hacerlo con elegancia y confort. Después de todo, era un hombre
educado y de buena cuna.
Sólo necesitaba que la noche lo encubriera. La planificación lo era todo.
No podía llamar a la puerta de Magnus en Northwyck y pedir que le
permitieran llevarse de paseo a la señora de la casa. Rachel no iría con él.
Y, además, por mucho que ella cuestionara la devoción que su esposo
sentía por ella, Edmund sabía muy bien que debía dejar en paz las
posesiones de Magnus.
El hecho de que acosara a la esposa de su enemigo podría significar su
propia muerte y no estaba dispuesto a arriesgarse.
No, tenía que pensar, y sería mejor que lo hiciera mientras el
matrimonio Magnus se encontrara en la ciudad de Nueva York. De ese
modo podría llevarse a Rachel a bordo del barco y zarpar de inmediato sin
que Noel se enterara.
Pero el problema era que no conocía sus planes. Los pocos sirvientes de
Northwyck dispuestos a que les llenara los bolsillos con monedas le
informaban rápidamente sobre el paradero del señor y la señora, pero ni
siquiera ellos sabían lo que vendría a continuación. En ese momento, Noel
y su esposa se encontraban en la ciudad, y a Edmund le habían informado
de aquel hecho esa misma noche. Se había enterado tarde y mal.
De pronto un golpe en la puerta le distrajo de sus pensamientos. Un
sirviente se adentró en la estancia y se dirigió a él con una bandeja de
plata.
—Acaba de llegar esto, señor. —El mayordomo inglés se inclinó y le
entregó una tarjeta de papel de vitela.
Edmund la leyó, luego echó la cabeza hacia atrás y empezó a reír. Se
había obrado el milagro gracias a la señora Astor.
Tiró a un lado la invitación a la Academia de Música y se dirigió a su
escritorio para escribir la respuesta. Por supuesto que iría al ilustre baile
celebrado en honor del Príncipe de Gales. Era el acontecimiento social del
siglo y cualquiera que tuviera aspiraciones de contarse entre la élite social
asistiría. Nadie que fuera invitado se atrevería a perdérselo.
Ni siquiera el rebelde Noel Magnus y su hermosa y nueva mujer.
Noel abrió la puerta del carruaje y se quedó de pie en la acera. Conocía
bien aquella casa. La había comprado él mismo cuando Charmian se había
cansado de su casa de campo y de las habitaciones de hotel en la ciudad. Le
había convencido de que los dos estarían más cómodos en su propio
dormitorio, y Magnus le había concedido ese deseo porque ella siempre le
había satisfecho los suyos.
La puerta era la misma, pintada con un oscuro y brillante verde en
aquella fachada de arenisca color café. La aldaba era tal y como la
recordaba, la cabeza del león de bronce con el pesado aro en la boca.
Subió los escalones de dos en dos, sintiendo de inmediato la
precipitación, pero, aun así, algo le retuvo. Hacía mucho tiempo que no la
veía. La última expedición a Nueva York se la había pasado reuniendo
provisiones y preparando el barco que finalmente regresaría a Herschel.
Esa última vez no había tenido la paciencia de demorarse en los brazos de
su amante. Había deseado continuar. Regresar...
Cerró los ojos. Había deseado regresar al Ice Maiden. Quedar atrapado
de nuevo por la abrumadora belleza y el deseo de Rachel Howland.
Siempre había sabido que ella no encajaría en su mundo y aquella
prueba se lo estaba demostrando. No quería que estuviera con Charmian y
sentía celos de Judith. Se rió de sí mismo con sarcasmo. Celosa de ambas
mujeres y sin ningún motivo. Su alianza con Judith la había planeado su
padre con el obsesivo detalle de un Niccolo Machiavelli. Noel apenas había
tenido dieciocho años cuando se le había informado que su destino era la
escuálida chica de la ciudad de Nueva York cuyo nombre era lo bastante
correcto como para enmascarar las aberraciones de los Magnus.
Había habido tiempo suficiente para un compromiso adecuado. Noel
debía formarse en los negocios familiares. El viejo Magnus finalmente
murió y lo dejó en paz, pero no sin un lastre; y la carga más pesada era
Judith Amberly. Entonces ya una soltera de la que se hablaba entre
susurros y que le presionaba para se fijara una fecha de boda, fecha con la
que podría deleitarse en sus lujos y mirar diligentemente de soslayo las
indiscreciones de su esposo.
El Ártico le atraía tanto como le repelía Nueva York. La abierta tundra
significaba la libertad para su alma atormentada. Los viajes de vuelta a la
ciudad en busca de provisiones se volvieron cada vez más escasos y, al
final, cuando supo que se le daba por muerto, no sintió necesidad de
regresar a casa y corregir el error. Todo seguía funcionando sin él. Las
imprentas sacaban los periódicos y su patrimonio crecía sin parar.
Todo esperaría sin él... Quizá para siempre.
Pero no había sido para siempre porque Rachel se le había adelantado.
Abrió los ojos y se quedó mirando la aldaba que le hacía señas para que
disfrutara con otra.
Maldijo entre dientes, bajó de nuevo los escalones y se subió al carruaje
que aún seguía allí.
—Llévame al hotel —ordenó cuando cerró la puerta.
A su espalda, la casa se fue haciendo más pequeña y finalmente
desapareció entre las otras en la uniformidad del bloque. Pero Noel no
miró atrás. No le importaba. No volvería a verla nunca aunque le
perteneciera.
Rachel había logrado que no pudiera estar con ninguna otra mujer.
Cuando cerraba los ojos, estaba siempre ahí, mirándolo con esos ojos
infinitamente azules llenos de esperanza, de anhelo y miedo. No podía
apartar la mirada. No le quedaba otra elección, tendría que rendirse a ella,
o enfrentarse a pasar el resto de su vida como lo había hecho su padre,
odiado, enfadado, sin más compañía que su propia mente enferma que lo
llevaba hasta las puertas del infierno.
—Rachel —susurró. Necesitaba sentir su nombre en los labios.
Dio unos golpes en el techo para que el carruaje acelerara, luego se
recostó en el asiento y volvió a imaginarla tal y como la vio en las ruinas
de la capilla, con el pelo revuelto, los labios abiertos en un suave jadeo.
Dándole un placer que era cinco veces mayor que el peso de todo el oro del
mundo, porque surgía del amor y no de la lujuria.
Noel tenía miedo. El fantasma de su padre vagaba en su interior
tornándolo frío cuando debería llorar, tornándolo fiero cuando debería
doblegarse. Tuvo miedo de no poder amar nunca a Rachel como ella lo
merecía, y seguramente la joven no entendería nunca el porqué. Judith y
Charmian eran más apropiadas para él. Su padre le había modelado para
que no amara nunca y a ellas les daba igual si las amaban.
Pero a Rachel no. Rachel exigía sentimientos. Merecía todo lo que un
buen hombre le pudiera dar.
Y de repente, deseó desesperadamente ser ese hombre.
Rachel sintió la mano en la cadera y el peso de Noel cuando se sentó en
el borde de la cama.
Adormilada, se incorporó de un salto anhelando rodearlo con los brazos
y decirle lo feliz que se sentía por que hubiera vuelto, pero algo la detuvo.
Quizá el terror de descubrir el perfume de otra mujer en sus labios y en sus
ropas.
En lugar de eso, se apoyó en el cabecero y se quedó mirándolo con una
expresión acusadora bajo la tenue luz de una vela.
—¿A qué has venido? —le preguntó. Detestó el tono de su voz, detestó
la desconfianza que había en él.
—Yo... —Noel se detuvo sin saber cómo explicarse.
—Por favor, vete —le pidió al tiempo que se pegaba las sábanas al
pecho ocultando la ligera camisola de batista que llevaba.
Noel no dijo nada. Tampoco se movió.
Una desoladora angustia la atenazó. Seguramente nunca lo tendría por
completo. Estaba destinado por la vida que llevaba a dividir sus afectos
entre su esposa y su amante. Para él no era nada alejarse de las gratas
piernas de su amante y luego esperar que su esposa lo acogiera con la
misma calidez. Pero ella no deseaba esa vida. De hecho, ahora entendía
cuando le decía que ese no era su lugar. Quizá nunca lo fuera.
—¿Se reduce a esto? —susurró en un tono trémulo en el que se reflejaba
su tristeza—. ¿Debes venir a por mí aunque ya hayas obtenido satisfacción
con otra?
—Rachel...
—Déjame, Magnus.
—No, Rachel...
—Sí. Déjame o cogeré mi dinero y me iré esta misma noche.
Como si sus palabras lo hubieran atravesado, Noel se puso rígido. Luego
se levantó. Su alta silueta se cernió sobre la cama en la que ella se aferraba
al cabezal.
Sin previo aviso, alargó la mano y le rozó la mejilla como si la anhelara.
Rachel no se movió cuando su mano la acarició, tranquilizadora en su
dulce fuerza.
—No he estado con Charmian. No he podido.
—No te creo. Ella es tu amante. Siempre has tenido otras mujeres...
Incluso cuando me decías que sólo estaba yo. Mientes, Magnus. Mientes, y
yo siempre te creo. —Le apartó la mano y se enjugó las lágrimas.
—Créeme ahora. No he estado con Charmian. Mira la hora. No he tenido
tiempo.
Lentamente, Rachel volvió la cabeza hacia la puerta del salón. Más allá,
el alto reloj de pie estaba a punto de dar las dos. Había estado fuera menos
de una hora.
—Esta vez quizá no pudieras —repuso—, pero habrá otra ocasión, y
luego otra. Mi pasado contigo siempre estará arruinado por Judith; y mi
futuro, por Charmian o por cualquier otra que la sustituya. —Hundió los
hombros—. Me dijiste que no encajaba en esta maldita vida de sociedad.
Ahora te creo. Así que vete, Magnus. Déjame sola. No te quiero aquí.
—El trato fue que vivirías conmigo como mi esposa. Pagué mucho por
estos treinta días. No voy a dejar que se me estafe negándomelos.
Rachel alzó la cabeza para intentar distinguir su expresión en la
parpadeante luz de la vela. El rostro masculino reflejaba una dureza
inquebrantable.
—No quiero dormir en tu cama —insistió desafiante.
—¿Por qué? —Noel se inclinó más hacia ella—. ¿Por qué tienes miedo
de ser mancillada por el recuerdo de otra mujer? Te juro por todo aquello
en lo que he creído alguna vez que no he estado con Charmian esta noche.
He vuelto porque te deseaba a ti a mi lado. A ti y sólo a ti.
—No me abriré de piernas cada vez que chasquees los dedos. Eso no era
parte del trato.
Noel hundió el rostro en su delicado hombro.
—Nunca esperaría que lo hicieras. Si me entregas tu cuerpo, deberás
hacerlo de buen grado, con generosidad, con amor, como siempre lo has
hecho. No te forzaré. Nunca lo haría. —Le levantó la barbilla y atrapó su
mirada con la de él—. Pero exigiré que tu lugar esté a mi lado durante
estos treinta días. Día y noche. No transigiré en esto.
Se irguió y la cogió en brazos sin darle tiempo a reaccionar.
—Bájame, Noel —balbuceó la joven.
—Te bajaré, esposa, en nuestra habitación, que es el lugar que te
corresponde.
Su brazo se convirtió en un torno de acero. Rachel se resistió, se
revolvió y forcejeó durante todo el camino a través del salón hasta que la
dejó caer en la cama sin ninguna ceremonia.
—El viejo Magnus del norte ha vuelto. El bárbaro. El bruto — le espetó.
Noel se rió y tiró del nudo de la corbata.
—No quiero dormir contigo —insistió Rachel mientras intentaba
alcanzar la puerta.
Él se interpuso en su camino impidiéndole avanzar. Deslizó la mirada
hasta su rostro y luego bajó lentamente hacia el pecho. Bajo la transparente
tela de la camisola, se distinguían claramente los pezones.
—Te sugiero que regreses a la cama, Rachel. Estoy convencido de que
tienes frío —se mofó desabrochándose el chaleco y tirándolo sobre una
silla próxima.
Rachel se abrazó a sí misma sin dejar de buscar desesperadamente una
bata.
—Baja las luces, ¿quieres? —le pidió.
—No... —Rachel no pudo acabar la frase.
Noel ya se había bajado los pantalones y la sobresaltó con su desnudez.
Desnudo, con la espalda irritada por las recientes cicatrices y el torso
cruzado por aquellos músculos de acero, parecía un magnífico dios de la
guerra. Se dirigió decidido a los apliques de gas y giró la llave hasta que
apenas quedó una llama.
—Métete en la cama, esposa.
—No —insistió con los brazos sobre el pecho, negándose a mirar su
largo y bamboleante miembro.
—Ven. —La cogió y la estrechó contra él.
Rachel soltó un largo y frustrado gemido e intentó golpearlo, pero
Magnus se mostró insensible a los insultos y forcejeos. Sin detenerse, se
deslizó bajo las mantas arrastrándola con él.
—Buenas noches, esposa —le susurró contra el pelo.
A la joven le entraron ganas de morderlo, pero le fue imposible. Tenía la
frente apoyada en su espalda y la sujetaba con el brazo contra él como si se
tratara de una cadena de acero.
Noel la besó en la parte superior de la cabeza.
Rachel se mantuvo firme aguardando su ataque. Estaba excitado, quizá
por su cercanía, quizá por su calidez. Sentía la presión de su erección en el
trasero, pero él no se mostró amenazante en absoluto. En lugar de eso, la
besó en la nuca y se movió como si se estuviese poniendo cómodo. En
cuestión de segundos, su respiración se tornó profunda y regular. Estaba
dormido.
La furia hizo hervir la sangre de la joven. Era un bruto por tirarla en su
cama como si fuera un saco de paja y luego acurrucarse a su lado y tomar
su calidez sin darle nada a cambio.
Decidida a marcharse, intentó levantarse, pero el brazo la sujetaba con
fuerza. Además, le preocupaba despertar al gigante que había quedado
relajado contra su trasero.
Y ella estaba caliente. Tan caliente. Tan deliciosa y seductoramente
caliente.
El cansancio se cernió sobre ella como una nube de morfina. Deseaba
mantenerse despierta pero le resultaba imposible. Durante treinta días, su
destino era interpretar el papel de esposa para el hombre que estaba
acostado a su lado. El precio sería un magnífico orfanato que se haría cargo
de niños como Tommy y Clare, y una cuenta en el banco con la que podría
librarse de Noel Magnus, de la isla de Herschel y de cualquier otra cosa
que pudiera ser una decepción.
Rodeada por aquellos cálidos, duros y masculinos músculos, se preguntó
si, realmente, no le había tocado la mejor parte del trato. Podría aguantar
treinta días. Entretanto, se haría cargo de su orfanato y demostraría a Noel
que ella no era su marioneta. Por la mañana, prepararía un viaje a París.
Había leído sobre la Ciudad de la luz. O quizá viajara a San Petersburgo o a
Roma. Había todo un mundo fuera del Ice Maiden, y ahora era consciente
de que podría verlo todo.
—Duérmete, Rachel, y deja de maquinar—le ordenó él con aspereza a su
espalda.
La joven cerró los ojos con fuerza.
—Te odio, Noel.
Él le besó el hombro, luego se recostó y volvió a dormirse.
—Y te quiero —susurró una vez estuvo segura de que no podía oírla.
26
Las semanas pasaron lentamente en Northwyck. Semanas imposibles y
de ensueño que hicieron sentir a Rachel como si estuviera viviendo la vida
de otra mujer.
Stokes llegó en tren y se quedó varios días repasando los cambios para el
edificio. Todas las tardes, Rachel y Magnus pasaban horas en el solárium
gótico bordeado por palmeras discutiendo hasta el más mínimo detalle de
lo que se necesitaría para los niños. Ya se había abierto una parte del
orfanato y los pequeños acudían a él con la esperanza de una comida y un
lugar seguro donde dormir. También se había contratado personal. Desde
una cocinera hasta un médico interno para atender a los niños callejeros
que llegaban. Rachel estaba encantada porque tres huérfanos habían
encontrado hogares adoptivos gracias a la publicidad de las buenas obras
de la señora de Noel Magnus.
Las veladas las pasaban con Tommy y Clare junto al fuego. El otoño
llegó pronto, así que la mayoría de las noches cenaban en la biblioteca,
donde los cuatro se sentían más cómodos que en el enorme comedor.
Después de cenar, Magnus había decidido que los niños tenían que
aprender a jugar al ajedrez. Tommy vaciló y prefirió observar
prudentemente cómo Clare aprendía. Pero tras varias partidas, también
quiso intentarlo y a Rachel le complació ver cómo las estrategias callejeras
del niño funcionaban con los alfiles, reyes y peones.
Cuando se hacía tarde, la joven les leía un cuento, normalmente de Scott
o de Dickens, hasta que les pesaban tanto los párpados que no podían
mantenerlos abiertos. Una noche, Clare tomó la iniciativa y se acurrucó en
el regazo de Magnus para escuchar el cuento. Rachel casi se echó a reír al
ver la expresión en el rostro de Noel. Parecía como si una de las muñecas
de porcelana de la niña hubiera cobrado vida y hubiera hecho lo mismo.
Claramente incómodo, dejó que se quedara allí hasta que se le cayó la
cabeza sobre su pecho y se quedó profundamente dormida. Entonces, la
levantó con aquellos brazos fuertes y seguros, la llevó al piso de arriba y él
mismo la metió en la cama. Rachel lo observó regresar a la biblioteca y
coger a Tommy, que se había quedado dormido en un sillón. Llevó al niño
con la misma delicadeza y también lo acostó.
—Creo que serías un muy buen padre —le había susurrado mientras él
cerraba la puerta de la habitación de los niños.
Noel se quedó mirándola fijamente y una extraña emoción le sobrevoló
el rostro, una emoción que ella habría jurado que era de indescriptible
alivio.
Las noches deberían haber sido lo más difícil, pero Magnus mantuvo su
palabra. Se trasladaron las cosas de Rachel al dormitorio de Noel. Todas
las noches, Mazie la ayudaba a desvestirse en su vestidor y a ponerse un
recatado camisón blanco para dormir.
Noel era un maestro de la circunspección. Lo único que le exigía era que
estuviera a su lado en la enorme cama cuando estaba preparado para apagar
la luz. Acurrucada a su lado dormía más plácidamente que nunca. A salvo
y segura. Esperando y rezando por que el día treinta a medianoche el sueño
se hiciera realidad.
Lo único que empañaba su existencia estaba en la biblioteca. Con casi
dos metros de altura, colgado sobre la chimenea, demasiado grande para la
elaborada repisa, estaba el serio retrato al óleo de Grisholm Magnus. A
menudo, Rachel se asomaba y se encontraba con Noel allí, mirando
fijamente el retrato como si lo atrajera con algún extraño hechizo. Padre e
hijo se parecían mucho. El mismo rostro, la misma constitución grande y
musculosa, el mismo ceño fruncido. Pero los ojos eran muy diferentes.
Grisholm tenía unos ojos azules impactantes por lo claros que eran en
contraste con su pelo negro. Noel debía de haber heredado el color de ojos
de su madre, porque los suyos eran diez veces más cálidos que los de su
padre, que eran del color del hielo.
Rachel deseaba con todas sus fuerzas deshacerse de aquel retrato. Era
evidente que no quedaba bien sobre aquella repisa. Los bordes del enorme
marco sobresalían por los cantos del cuerpo de la chimenea. Anhelaba
subirlo al ático y olvidarse de él. Que las generaciones venideras que no
conocían al viejo Grisholm ni podían sentirse afectadas por sus crueldades
lo encontraran. Le quitarían el polvo y se reirían de su simplista
antigüedad, afortunados por no tener que sentir jamás el peso de su
presencia.
Pero por mucho que deseara quitar esa cosa de su vista, no sabía cómo
abordar el tema con Noel. Grisholm era su padre. A pesar de todas las
emociones que Noel sentía, la potente emoción del amor estaba mezclada
en todas ellas y lo torturaría eternamente con la idea de lo que debería
haber sido, lo que podría haber sido.
Finalmente, con cautela y prudencia, sacó el tema con Betsy. Las dos
mujeres estaban en la cocina llenando jarrones con crisantemos para
animar los pasillos. Fuera, los niños jugaban en los jardines de la cocina. A
Noel no se le veía por ninguna parte.
—¿Tenemos alguna obra de arte más en la casa, Betsy? He estado
pensando en algún modo de alegrar el salón —comentó mientras llenaba
una larga regadera de cobre.
—No lo sé. Hace mucho tiempo que no miro en la buhardilla. Ni
siquiera sé qué hay allí —respondió el ama de llaves.
—Llevemos esto al piso de arriba y echemos un vistazo, ¿quieres? —
Rachel contuvo la respiración.
Betsy le lanzó una mirada de advertencia.
—Puede que encuentres algunos secretos desagradables. ¿Estás
preparada para eso? Este no ha sido el lugar maravilloso en el que lo habéis
convertido tú y los niños.
—Lo sé —le respondió la joven en voz baja—. Exorcicemos unos
cuantos demonios más, ¿quieres?
Las dos mujeres llevaron los jarrones al descansillo del piso superior.
Luego, Betsy encendió una vela y se aventuraron dos plantas más arriba
hasta que llegaron a la buhardilla.
Las ventanas estaban cubiertas de hollín a causa de las numerosas
chimeneas de la mansión. Probablemente no las hubieran limpiado en
veinte años. La vela les fue muy bien para iluminar los oscuros rincones de
las diversas habitaciones.
—¿Por dónde empezamos? —preguntó Rachel mientras contemplaba
una fila de viejos baúles y mobiliario tapados con telas de lino.
—Ven conmigo —dijo Betsy avanzando con cuidado por el estrecho
pasillo de baúles.
Rachel la siguió. Sentía curiosidad por saber qué tramaba.
La anciana se acercó a un pequeño baúl de nogal envuelto por unas
cadenas que dañaban la fina madera. En una pequeña placa atornillada en
la parte superior del baúl estaba grabado el nombre de la madre de Noel:
CATHERINE.
—Este era el baúl de su dote. Cuando se marchó, el viejo Magnus hizo
que lo envolvieran con cadenas y ordenó que lo tiraran al río. —Betsy la
miró, su rostro estaba pálido y parecía bailar con la luz de la
chisporroteante vela—. Por algún motivo, el viejo debió de cambiar de
opinión, o los sirvientes lo desobedecieron y les pareció más fácil
esconderlo aquí arriba. Así que, después de todo este tiempo, aquí está, sin
abrir desde que Catherine se marchó para no regresar jamás.
—¿Podemos abrirlo? La cerradura parece oxidada —comentó Rachel
mientras acariciaba la pesada cadena.
—Aunque no lo sabe, Noel tiene la llave. Está dentro del cajón de su
escritorio, sujeta a la cadena del reloj de bolsillo de su padre. Creo que
Nathan y yo somos los únicos en esta casa que lo sabemos.
—Aquí debe de haber cosas maravillosas que Noel podría tener y ni
siquiera sabe que el baúl existe. —Miró a la anciana—. Conseguiré la
llave. Veremos qué tesoros contiene y se los entregaremos a Noel. Será una
sorpresa. Estoy segura de que cree, al igual que el resto del mundo, que
todas las pertenencias de su madre acabaron en el río.
—Sin duda, pero...
Rachel la interrumpió.
—¿Qué hay en aquel rincón? Parece un balancín en forma de caballo.
Se acercó al objeto y lo destapó. En realidad, era un balancín de caballo
de piel con una crin de ñame muy gastada y unas largas patas en forma de
arco. Lo tocó y comprobó que aún se balanceaba.
—Era de Noel. Le encantaba. Se pasaba el tiempo jugando con él. —
Betsy frunció el ceño.
—¿Por qué te muestras tan abatida? Es precioso. —Rachel se volvió
para admirarlo una vez más.
—Ya te lo he dicho, cariño, estás sacando a la luz malos recuerdos. A
Noel le encantaba, pero cuando su padre decidió que era demasiado mayor
para montarse en él, hizo que lo subieran aquí y obligó al pequeño a
montar un pony de verdad en su lugar.
—Todos los niños quieren tener un pony. Noel incluso prometió enseñar
a montar a Tommy —repuso Rachel.
—Sí, pero Noel apenas tenía cuatro años cuando el viejo se presentó con
el animal. Se esperaba que el chico fuera un jinete experto, según
Grisholm. Nunca olvidaré cómo lo ridiculizaba por cabalgar sobre su
pequeño caballo de madera.
Rachel miró a Betsy. El ama de llaves tenía los ojos llenos de lágrimas.
La pregunta le salió despacio y con dificultad.
—¿Y qué le hizo su padre?
—Cada vez que el niño se caía del pony, el viejo Magnus cogía su fusta
y lo golpeaba, a veces en la cara, mientras Noel aún estaba tirado en el
suelo intentando recuperar el resuello. Ese maldito hombre lo azotaba sin
piedad hasta que volvía a montar en el animal y lo intentaba de nuevo. Las
lágrimas y los gritos no lo conmovían, te lo aseguro. Grisholm Magnus
dijo que era el único modo de aprender. Quería que el miedo de no lograr
montarse de nuevo sobre la silla fuera mucho peor para Noel que el miedo
de caerse. —Betsy hizo una larga pausa intentando reprimir las lágrimas
—. Ni qué decir tiene que mi querido niño aprendió en un tiempo record.
Incluso ahora creo que ese es el origen de su audacia. El helado Ártico no
puede intimidarlo siempre que Grisholm Magnus no esté allí.
De repente Rachel se sintió derrotada. Toda la alegría y el placer que
había experimentado explorando la buhardilla habían desaparecido. Se
sentó sobre un baúl y se tapó la cara con las manos.
La anciana la abrazó. El olor de su esencia de lilas era reconfortante.
—No debería contarte estas historias. Dudo que Noel quiera que las
conozcas.
—Oh, Dios, Betsy, le amo tanto... Deseo todo lo que sea bueno para él y
para todos nosotros. Pero no sé cómo borrar horrores de tanto tiempo atrás.
No sé cómo.
El ama de llaves le palmeó la espalda.
—Las heridas cicatrizan. La mente puede olvidar aunque no perdone.
Dale a Noel algo bueno en lo que centrarse y no mirará atrás. Estoy
convencida de que tú, Tommy y Clare sois lo que necesita para
conseguirlo.
Rachel se levantó y su mirada recayó sobre el inocente balancín.
—Salgamos de aquí. Quizá si encuentro la llave, el baúl de Catherine
contenga recuerdos más felices.
—Es difícil que sea peor de lo que ya tenemos —confirmó Betsy antes
de apagar la vela.
Rachel asomó la cabeza en la biblioteca. Le había costado días encontrar
la oportunidad de estar sola, pero esa tarde, Noel había anunciado que él y
Tommy estarían ocupados. En lugar de dejar que los mozos de los establos
trabajaran con el niño en sus clases de equitación, Noel decidió que debería
participar él también.
Tras una comida ligera, Clare se fue al salón con Betsy para practicar
con su labor, y Noel y Tommy salieron a montar. Fue entonces cuando
Rachel aprovechó la oportunidad que le brindaban de estar sola. No quería
que la sorprendieran revolviendo el escritorio de Noel. Su objetivo era la
llave del baúl de Catherine aún sujeta a la cadena del reloj de Grisholm.
Se acercó al gran escritorio, abrió el cajón superior y vio el reloj de
inmediato. Estaba en un rincón, como si no se le otorgara más valor que a
las botellas de tinta vacías que repiquetearon junto a él.
Cogió el reloj de oro, abrió la tapa y, con tristeza, leyó la recargada
inscripción debajo de la tapa:
G Amor para siempre C
Volvió a cerrar el reloj como si ocultara la inscripción sobre una tumba.
Una diminuta llave dorada colgaba de la cadena. No pudo sacarla, así que
se llevó todo el conjunto a la buhardilla.
Los goznes de la puerta crujieron en la oscura estancia. Rachel encendió
una vela y la colocó sobre una cómoda próxima. Estaba oscureciendo.
Desde allá arriba, apenas podía ver a Magnus y Tommy cabalgando en el
campo.
La llave entró en la cerradura pero no giró. Décadas de abandono habían
hecho que la cerradura se oxidara. Quizá fuera un mal presagio.
Nerviosa, Rachel se tomó unos segundos para calmarse. Luego,
insistiendo con la llave, abrió el baúl finalmente sin saber qué contendría.
No había esperado encontrar un retrato. El baúl no era excesivamente
grande, pero en su interior había una pintura de una hermosa mujer.
Llevaba un vestido de satén morado con unas amplias mangas guateadas
que ridiculizaban la actual moda de llevarlo todo ajustado. Su cabello
castaño estaba recogido en la nuca para luego caer en una cascada de rizos
hasta la espalda. Lo más impactante eran sus ojos, del mismo color del
jerez que los de Magnus, que miraban a la distancia como si estuvieran
atrapados por una fascinación lejana en el horizonte.
Sacó el retrato metido a presión y le sorprendió encontrarse debajo con
el vestido de satén morado doblado. Un par de brazaletes de oro a juego
adornados con una docena de piedras color azul lavanda cayeron de los
pliegues de la falda. Al examinar con más atención el retrato, Rachel
descubrió que los brazaletes adornaban las muñecas de la mujer en el
extremo inferior de la imagen.
Catherine era la joven en el retrato. No parecía tener más de veinte años.
Rachel sospechaba que ese era su retrato de compromiso, pintado antes de
la boda y del nacimiento de Noel. El marco era un misterio. Era de un
estilo más moderno, hecho de la misma caoba adornada que la mayor parte
de la madera en Northwyck.
De repente Rachel se dio cuenta de algo. El retrato de Catherine estaba
enmarcado con los mismos motivos góticos tallados en la repisa de la
chimenea de la biblioteca. La pieza seguramente se había vuelto a trabajar
para colgarla especialmente allí y adornar los dominios privados del señor
con la belleza de su joven esposa. Cuando lo descolgaron, el viejo Magnus
debió de haber colocado su propia imagen aterradora y poco adecuada para
que ocupara su lugar.
La vela chisporroteó y menguó. El tiempo había pasado sin que la joven
fuera consciente de ello. Noel y Tommy estarían volviendo a los establos y
no deseaba que la buscaran. Se le había ocurrido una idea para darle una
sorpresa a Noel.
Desplegó el vestido, se lo pegó al cuerpo e intentó calcular la talla de su
dueña original. Catherine era más alta que ella y tenía unos pechos menos
generosos, pero dado el estilo amplio propio de más de tres décadas atrás,
Rachel sabía que Auguste Valin tendría satén más que de sobra para
retocar el vestido y hacer que se amoldara a su figura.
Cogió los brazaletes y el vestido, y salió de la buhardilla para dirigirse a
su vestidor. Noel no vería aquellos objetos. Al día siguiente haría que se
enviara la prenda a Nueva York y que estuviera acabada antes del baile en
la Academia de Música.
Apenas podía contener los nervios. Una y otra vez se imaginaba la
expresión en los ojos de Noel cuando la viera con el vestido de su madre;
el cálido brillo de apreciación fundiéndose en un mar de ternura y
nostalgia. Al resucitar la imagen de Catherine, expulsaría el terrible
fantasma de Grisholm y Noel enfrentaría el futuro con esperanza y
optimismo.
Haría que uno de los sirvientes cambiara los retratos la mañana del
baile, cuando fueran a dirigirse a la estación de tren. De ese modo, la
anticipación de su transformación en Cenicienta esa noche sería mucho
más memorable.
Sólo esperaba poder mantener el secreto de la sorpresa el tiempo
suficiente para que Magnus no sospechara nada.
27
El caballo llegó con unas campanillas colgando de su crin gris y
brincando en el prado con su grupa moteada y cepillada hasta resplandecer.
El animal parecía el corcel de un príncipe que, de algún modo, hubiera
salido de las páginas de un cuento de hadas.
Los ojos de Tommy se iluminaron cuando caminó alrededor del animal.
Un mozo de cuadra sujetaba las riendas de aquel caballo tan vivaz.
—Noel, es precioso. Simplemente precioso —exclamó Rachel casi tan
atemorizada como Tommy.
—Viene del mejor establo de todo el Estado. Stokes me aseguró que su
pedigrí era impecable. —Noel se mantenía a un lado sin apartar ni un
segundo la mirada de Tommy.
—¿Puedo montarlo ahora? —preguntó el chiquillo.
Rachel observó cómo miraba a Magnus. Por primera vez, vio la alegría
de un niño en su rostro y, de repente, deseó rodear a ambos con los brazos
y aferrarse a la felicidad que surgía de su interior.
—Creo que Noel debería montarlo antes. El caballo parece tener mucho
temperamento.
—Pero yo puedo hacerlo solo. No necesito tu ayuda, Magnus, de verdad
que no —aseveró Tommy con un rastro de aquella vieja dureza en la voz.
Noel se rió en voz baja. Bajo el brillante sol de la mañana, sus dientes
resplandecían blancos. Deslumbrantes.
La joven se quedó sin respiración cuando lo miró.
—Tranquilo. Rachel tiene razón. Tendrás que esperar algo de tiempo.
Puedes encargarte de su cuidado, pero vosotros dos tenéis que conoceros
mutuamente y llegar a un entendimiento antes de salir a galopar al bosque.
—Eso es cierto. Debes tener cuidado, Tommy —intervino Clare. Estaba
de pie casi detrás de Rachel.
Aún no habían pensado en nada para convencer a la niña de que perdiera
su miedo por los caballos. Una vez, durante una pesadilla, Rachel
recordaba haberla abrazado mientras gritaba porque a su madre la había
atropellado un carromato. Parecía probable que fuera así como Clare
hubiera acabado en las calles. Sin embargo, cuando se despertó, la niña no
quiso hablar de ello y Rachel no supo nada más, excepto que Clare se
preocupaba sin cesar cuando Tommy cabalgaba, incluso bajo las
instrucciones de Magnus.
Inesperadamente, Noel cogió a Clare en brazos y la levantó. Con
paciencia y suavidad, logró que extendiera la mano y tocara el
aterciopelado hocico del animal. Pero cuando el caballo levantó la cabeza,
la niña volvió a sentir miedo y Noel le permitió que le rodeara el cuello
con los brazos mientras se la llevaba a una distancia más segura.
—Vamos. El señor Harkness os espera en la sala de clases y no
deberíamos hacerle esperar. —Rachel le tendió la mano y Clare la cogió
sin dudarlo.
Tommy se mostró mucho más reacio. Se giraba a mirar tanto al animal
que a la joven le costó el doble de tiempo llevarlos del establo a la casa.
—Aplícate en tus lecciones y nos encargaremos de ensillarlo antes de la
cena —comentó Noel cuando los niños empezaron a subir las escaleras.
—Quizá el señor Harkness pueda ayudarte a encontrar un nombre
apropiado, Tommy —añadió Rachel.
—Ya he pensado en uno.
—¿Es digno del mejor caballo de todo Nueva York? —le desafió Noel
afablemente.
—Por supuesto que sí —le respondió Tommy con gravedad—. Voy a
llamarle Magnus.
Rachel sintió que el corazón se le henchía y se quedó estupefacta
observando cómo Tommy seguía a Clare por las escaleras. Tardó un largo
momento en mirar a Noel. Como esperaba, encontró en su expresión
sorpresa mezclada con una extraña clase de tristeza.
—Creo que Tommy ha encontrado un ídolo —comentó en voz baja sin
saber cuál era su estado de ánimo.
Noel se negó a mirarla a los ojos.
—Por supuesto —añadió Rachel—. Los chicos hacen ese tipo de cosas
cuando pasan mucho tiempo en compañía de un hombre al que admiran.
Alguien que les trata con amabilidad.
Los ojos masculinos se volvieron hacia ella.
—Mi padre no era amable.
—Lo sé —susurró.
—Yo lo idolatraba.
Las palabras le salieron con toda la frialdad de una confesión.
Rachel le sostuvo la miraba y recordó las cartas que Betsy le había
entregado. El tono rígidamente educado empleado en ellas siempre le había
inquietado. Noel era demasiado joven para dirigirse a su padre como
«señor Magnus». En ese momento se dio cuenta de que había más en
aquellas cartas de lo que había parecido evidente. Sus sentimientos, incluso
entonces, habían sido mucho más que de simple odio y desesperación.
También habían estado teñidos de amor y adoración.
—No pasa nada, Noel. —Las palabras se le escaparon antes de que
pudiera contenerlas.
El le dirigió una larga e inescrutable mirada y luego se marchó para
enclaustrarse en la biblioteca.
Rachel le vio marcharse con los ojos anegados de lágrimas. Le dolía
hasta el alma por la necesidad de cuidar de él.
Pero supo instintivamente que Noel necesitaba pasar tiempo solo.
Necesitaba organizar sus emociones. Se curaría cuando finalmente
consiguiera desenmarañarlas, como si se tratara de un ovillo de hilos
multicolores.
—¿Dónde está ese chico? No ha venido a cenar y se supone que seguía
con el señor Harkness estudiando aritmética. —Betsy estaba de pie en la
entrada del invernadero—. ¿Está Tommy contigo?
Rachel alzó la vista de la costura ron el ceño fruncido.
—¿Lo ha visto Magnus?
—Sigue encerrado en la biblioteca. Rechazó la bandeja de comida que
pedí que le enviaran a las cinco. No creo que el chico esté ahí dentro.
Al otro lado de las lejanas ventanas, Rachel pudo ver que el sol se ponía.
Los campos de un dorado otoñal se estaban llenando de largas sombras
púrpuras.
Dejó a un lado el bordado y se puso de pie cuando le asaltó una terrible
premonición.
—Iré a buscar a Noel. Tengo miedo de que Tommy haya salido y haya
hecho alguna locura con su nuevo caballo.
Betsy tenía mala cara.
—Yo estaba pensando lo mismo. Sí, ve a por Magnus.
Rachel se dirigió a la biblioteca a toda prisa, casi corriendo. Sin apenas
molestarse en llamar, abrió la puerta y se encontró a Noel sentado en su
sillón de piel con los ojos fijos en el retrato de Grisholm.
—Creo que Tommy ha ido a los establos. Lo siento, Noel, pero Betsy y
yo estamos preocupadas por que haya podido escabullirse para montar al
nuevo caballo. Yo... yo tengo un terrible presentimiento...
Noel se levantó de un salto. Dedicó a Rachel un gesto de furia con la
cabeza y se dirigió a los establos con la joven cogiéndose las faldas para
seguirle.
Rachel llegó a los establos a tiempo para encontrarse con Noel
galopando a toda velocidad sobre Mars hacia el prado este. En lo alto de
una colina pudo ver a Tommy claramente. Se esforzaba por controlar a su
nueva montura, pero, aun así, se dirigía a toda velocidad hacia una valla
que era imposible que pudiera sortear.
—¡Tommy! —gritó Rachel sin aliento.
Magnus alcanzó al caballo y a su jinete. Alargó el brazo y tiró
violentamente de las riendas. El caballo se rebeló ante el duro tirón,
corcoveó y Tommy salió despedido de la silla. Rachel corrió hacia ellos,
pero estaban tan lejos que temió no llegar nunca.
Noel saltó del lomo de Mars y se apresuró a llegar donde estaba el niño
caído.
Tommy se levantó como pudo y se quedó de pie como un bebé de un año
paralizado por el terror. Furioso, Noel se cernía sobre Tommy con la fusta
levantada. La imagen hizo que a Rachel se le erizara el vello de la nuca.
La joven corrió más deprisa, pero esa vez no para cuidar de Tommy,
sino para protegerlo.
Casi había llegado hasta Noel cuando este se dio cuenta de que estaba
con la fusta levantada. Era la imagen de su padre años atrás. Como si
saliera de un trance, se quedó mirando su propia mano, la que sujetaba el
látigo, y ni la llegada de Rachel ni el hecho de que Tommy corriera hacia
ella le afectaron. Entonces, como si le quemara, tiró la fusta hacia un
lejano trozo de hierba.
—Oh, Dios, ¿estáis bien los dos? —preguntó la joven con gruesas
lágrimas surcándole las mejillas, tanto por Tommy como por el hombre
que amaba.
—Creo que se le ha cortado la respiración —respondió Noel despacio
mientras miraba a Tommy, que tenía los ojos abiertos de par en par y
respiraba con dificultad. Parte de la rebeldía propia del chico había
desaparecido.
Rachel lo abrazó fuerte y, en su inquietud por Tommy, no se dio cuenta
de que Noel montaba a Mars y se marchaba como si el mismo diablo
hubiera clavado las espuelas en los costados a su semental.
—¿Adonde ha ido? —inquirió Tommy.
La joven se quedó mirando la silueta del caballo y del jinete cada vez
más pequeña, sin darse cuenta de que aún estaba llorando.
—No lo sé —susurró—. No lo sé.
Noel no regresó a la casa hasta bien pasada la medianoche.
Rachel oyó sus autoritarios andares por el pasillo. No había podido
dormir. En lugar de eso, se acurrucó en un sillón de piel en la antesala de la
habitación leyendo junto a la luz del hogar. Sin embargo, la preocupación
por Magnus no le permitía mantener la mente centrada en la página que
tenía delante.
Él no la vio cuando entró en la habitación. Con el rostro sombrío y
cansado, se fue directo a su vestidor. Las botas cayeron al suelo con un
ensordecedor golpe cuando se las quitó.
Rachel se levantó del sillón y se aferró a los dos extremos de la bata de
seda violeta. Caminando suavemente por la moqueta, se dirigió a la entrada
del vestidor sin que Noel se hubiera percatado aún de su presencia.
Estaba de pie ante el lavabo de mármol y caoba, vestido únicamente con
los polvorientos pantalones. A través del espejo, la vio detrás de él.
—Creo que te iría bien un baño caliente. ¿Quieres que llame para que te
lo preparen? —le preguntó como cualquier buena esposa preguntaría a su
cansado marido.
—No. —Se lavó el torso desnudo con agua fría. Las gotas brillaron en el
vello del pecho bajo la tenue y parpadeante luz de gas antes de que cogiera
una toalla de lino y se las secara.
—¿Has disfrutado del paseo a caballo? La luna ha salido de nuevo. Casi
está llena —comentó ella con tono despreocupado.
—No me he fijado en la luna. —Tiró la toalla usada a un cubo de caoba.
—Lo siento.
Las palabras cayeron entre ellos como un muro. Él no deseaba
compasión; Rachel lo sabía bien. Pero lo sentía. Sentía lo de su padre, el
susto que se había llevado esa tarde, sentía que incluso no se hubiera
tomado el tiempo de alzar la mirada y contemplar la bonita luna de octubre
que jugaba al escondite con las nubes.
Noel la miró y se fijó en el modo en que se aferraba con las manos a los
bordes de la bata. Se le escapó una risa amarga.
—¿Qué te parece tan divertido? —inquirió ella al tiempo que la
esperanza renacía en su interior.
—Lo ridículo que es todo esto. Tú aquí, en Northwyck. Debería haber
resuelto este asunto hace semanas. Ahora ya podría haber iniciado de
nuevo mi búsqueda de Franklin. En cambio, estoy aquí perdiendo el
tiempo.
—Si quieres encontrar a Franklin, puedes hacerlo. Yo te ayudaré.
—¿Ayudarme? — se mofó con desdén—.¿Tú? ¿Ahí de pie, tan
temblorosa y vulnerable? —Su mirada recorrió el cuerpo femenino—.
Mírate, cerrándote la bata como si eso pudiera evitar que cualquier hombre
que verdaderamente te deseara te tomara.
—Puede que físicamente no esté a tu altura, pero lucharía, Noel. Lo
haría —dijo con suavidad y firmeza a la vez.
Él la miró a los ojos. Durante un largo momento no dijo nada.
—Tú encajas más en este lugar que yo, Rachel. —Apartó la mirada—.
Yo no puedo quedarme aquí por más tiempo. No puedo soportarlo.
La joven se acercó a él con el corazón palpitando en su pecho lleno de
miedo. No podía ver cómo Noel acababa con todas sus posibilidades
huyendo.
—Mi lugar es a tu lado. Ahí es donde encajo.
—He decidido irme al norte de nuevo. De inmediato. Helará pronto. Con
perros y un trineo, podría estar en Fort Nelson en primavera.
—Dime cuándo partimos —le presionó.
Noel volvió a reírse de un modo inquietante y la hizo echarse a un lado.
—¿De qué me podrías servir?
El miedo a perderlo la había mantenido callada, pero ahora lucharía si
tenía que hacerlo. No podía verlo marchar sin llevarla con él. Todavía le
quedaba una última carta.
—Creo que sé dónde está Franklin.
Magnus volvió la cabeza bruscamente y le clavó la mirada.
—¿Qué? ¿Lo sabes?
—Creo que lo sé. Tiene que estar cerca del lugar en el que mi padre
encontró el ópalo.
—Entonces, ¿durante todo este tiempo sabías dónde lo había
encontrado?
Rachel asintió.
—Y durante todo este tiempo me lo has ocultado —masculló él.
—Planeaba decírtelo en nuestra noche de bodas, pero como eso aún está
por llegar, quizá te lo diga ahora.
—Debes hacerlo para que sepa adonde debo ir.
—Te llevaré allí... Después de la medianoche del día treinta.
Noel la observó con los ojos entrecerrados.
—Si estás usando esto para obligarme a proponerte matrimonio,
deberías haberlo hecho antes. Pero incluso entonces, podrían acusarme de
que me casaba contigo a cambio de la información sobre Franklin.
—No quería decírtelo hasta que no supiera si había una posibilidad de
que pudieras amarme. Pero ahora ya lo sé. Que así sea. Lo que tenga que
ser será —afirmó solemnemente.
—Confías demasiado en el destino, Rachel, y el destino puede ser cruel
—le advirtió.
La joven sonrió con dulzura. Se acercó a él, se puso de puntillas y le dio
un beso en la dura línea que formaban sus labios.
—En el fondo de mi alma sabía que estabas hecho para mí. Tiraste el
látigo y entonces supe que no estabas destinado a ser como tu padre.
Nunca.
Noel guardó silencio. Un abanico de emociones le sobrevoló el rostro,
desde el dolor y la ira, hasta algo más. Algo intangible e inidentificable, y
aun así maravilloso.
—Puede que lamentes el día que anhelaste ser mi esposa, Rachel —
murmuró al tiempo que le apoyaba una mano en la nuca e inclinaba la
cabeza para besarla.
—Nunca —gimió antes de aceptar su beso como si fuera una mujer
hambrienta.
Despacio, la otra mano de Magnus abrió la fortaleza de la bata, deslizó
la cálida palma por uno de los generosos senos y le acarició el pezón. Sus
dedos juguetearon con él hasta que se endureció y clamó por más.
—Es más de medianoche —le susurró contra el pulso en la garganta—
Tenemos menos de veinticuatro horas para vivir el resto de este trato
infernal. ¿Por qué no nos olvidamos de él?
Rachel sintió cómo le deslizaba las manos por los hombros y le quitaba
la liviana bata de seda. La prenda aterrizó a los pies de la joven formando
un estanque violeta. Si había en su interior alguna otra protesta, habría
desaparecido para cuando le rozó los pezones con los dientes y capturó uno
con la boca haciendo que la sensación la atravesara por entero.
Noel se irguió y volvió a besarla en la boca mientras le presionaba el
resbaladizo pezón con los dedos. Le tomó las manos entre las suyas y la
obligó a desabrocharle los botones del pantalón antes de deslizado por las
caderas. Desnudo, duro y deseoso, la cogió de la mano, la llevó al
dormitorio y la acostó de espaldas. Allí se cernió sobre ella y contempló su
desnudez como si hubiera sido forjada por los ángeles.
—Sueños de ti así me mantuvieron con vida, Rachel. Podría haberme
rendido cientos de veces y haber muerto congelado en la tundra, pero
siempre seguía adelante por la promesa de verte así, como estás ahora. —
Apoyó una mano en la unión entre las piernas y con la otra le acarició la
mejilla—. Ámame —susurró mientras trazaba ardientes senderos con los
labios por el vulnerable cuello femenino.
Aquel tormento fue más de lo que Rachel podía soportar. Su mano la
hizo abrirse bruscamente y después, en algún lugar en la bruma del placer
que la invadía, lo sintió acomodándose entre sus piernas.
—Cuando nos casemos, Rachel, se te exigirá que seas una dama.
Muéstrate como tal con todo el mundo, pero aquí, en esta cama... —La
miró a los ojos; su mirada era oscura y ardiente—. Aquí, exijo que te
liberes de esas cadenas. Quiero oírte gemir de placer. Deseo poseerte por
entero y, para hacer eso, exijo que te entregues de buen grado, totalmente,
como yo lo haré. —La penetró ferozmente y sin previo aviso.
Rachel echó la cabeza hacia atrás, preguntándose si su pequeño cuerpo
podría albergar al de él, pero entonces, sintió cómo le acariciaba los
húmedos pezones con la mano, cómo le invadía y embestía la boca con la
lengua, y dejó de pensar para dejarse llevar por las ardientes sensaciones
que él la hacía experimentar.
La necesidad en su interior aumentó hasta que se descubrió deslizando
las manos por su trasero y aferrándose a él para que la tomara más fuerte y
rápido. Sus envites la tentaron hasta que las entrañas le ardieron con el
deseo mientras sentía que le rozaba los grandes y sensibles pechos con el
vello del torso.
De repente, en su mente y en su cuerpo, se sintió como si se deslizara
por una pendiente y gritó consciente de que había llegado al límite.
Si Noel la hubiera dejado en ese momento, se hubiera sentido como si
chocara contra un muro. En cambio, su posesión fue total y absoluta. Con
dos potentes embestidas, la lanzó a una caída libre de placer. Se sintió
sacudida por una oleada tras otra de sensaciones hasta que apenas pudo
oírle gemir su nombre.
Después, débil y jadeante, alzó la mirada hacia él, que seguía
moviéndose sobre ella. Sus ojos estaban vidriosos por el deseo
insatisfecho. Su expresión se veía rígida por la intensidad.
Noel le devolvió la mirada antes de besarla con violencia y se sumergió
una vez más en su interior mientras susurraba las palabras que la lanzaron
de nuevo al éxtasis.
—Tómame, Rachel. Tómame para siempre.
Rachel se despertó a la mañana siguiente todavía envuelta por los brazos
de Noel. El olor de su unión se pegaba a las sábanas como un oscuro
perfume. Casi había amanecido cuando pareció que él logró calmar su
deseo. La había tomado tantas veces que la dejó con un agradable y erótico
dolor entre las piernas.
Se liberó de su abrazo, se levantó y se dirigió al vestidor de Noel para
coger la bata. Seguía en el suelo como un charco de un brillante violeta.
Los sirvientes aún no habían subido con el café de la mañana para arreglar
las habitaciones.
Se ató la bata a la cintura con el elaborado cinturón de flecos y, sin hacer
ruido, abrió la puerta y desapareció por las escaleras que subían a la
buhardilla.
La pintura de Catherine se encontraba torcida en el baúl abierto. Nadie la
había tocado desde la última vez que Rachel había estado allí. La pieza no
era fácil de trasportar por su tamaño, pero la joven bajó con ella un tramo
de escaleras tras otro hasta que llegó al primer piso.
Iba a sentarle bien liberar a aquel lugar de Grisholm. Tocó la campana
de servicio y, enseguida, llegó Betsy a la biblioteca con el tocado de
volantes en su sitio a pesar de la temprana hora.
—¡Dios santo! Qué susto me has dado. Con Noel habiendo llegado tan
tarde anoche, esperaba que los dos durmierais hasta tarde —comentó la
mujer cuando vio a Rachel.
—Tengo una sorpresa para él. —Señaló el retrato de Catherine—.
¿Podrías llamar a unos cuantos sirvientes? Quiero subir a Grisholm a la
buhardilla. Ese es su lugar.
Betsy se quedó en silencio unos segundos antes de hablar.
—¿Estás segura de esto, cariño? Me pregunto si no estaremos jugando
con un tema que sería mejor no tocar.
—Es imposible que Noel le tenga cariño al retrato de su padre. Me
atrevo a decir que no le molestará que lo retire —repuso Rachel.
El ama de llaves pensó en ello durante un momento. Al no encontrar un
modo de refutar su razonamiento, se marchó y regresó con dos fornidos
sirvientes que se llevaron el horrible retrato como si no fuera más
importante que una gamuza para los muebles.
—Ahora, veamos el retrato de Catherine en su verdadero lugar. —
Rachel se subió a una silla. Cogió el cuadro y lo colgó sobre la repisa de la
chimenea. Quedaba perfecto. Los adornos de caoba alrededor de la repisa
también enmarcaban la pared de la chimenea, pero el retrato de Grisholm
los había tapado. El adorno de madera encajaba a la perfección con el
elaborado marco del retrato de la madre de Noel. El arquitecto de
Northwyck había hecho que ambas piezas encajaran y ahora volvían a estar
juntas.
—Cuántos recuerdos... —susurró Betsy desde la entrada con una
expresión de tristeza.
—Antes estaba aquí, ¿verdad? —Rachel alzó la mirada hacia Catherine.
Estaba sentada y parecía muy joven y tranquila. Pero algo empañaba su
expresión. La juventud e inexperiencia la condenarían a ser aplastada por
un tirano, y su rostro, con la palidez de las mejillas y la leve inclinación
hacia abajo de las comisuras de los labios, parecía vaticinar su destrucción
—, A pesar de todo, era realmente hermosa, ¿verdad?
—Lo era. Creo que eso hizo que su hijo la amara aún más. — Betsy
chasqueó la lengua contrariada . La echaba tanto de menos...
—Ahora podrá verla siempre que quiera. —
Rachel se giró hacia la
anciana—. Pero no debes decirle ni una palabra de esto. Quiero
sorprenderlo.
—Pero, ¿cuándo planeas hacerlo? Los dos viajáis hoy a la ciudad en
tren. El baile de la Academia de Música es esta noche.
—Había pensado dejar que Noel viera el retrato cuando estuviéramos a
punto de partir. De esa forma sabrá que un Northwyck más acogedor
aguardará su regreso.
Betsy le dedicó una sonrisa irónica.
—Espero que funcione, cariño. De verdad lo espero.
Rachel se acercó a ella y la abrazó.
—Si hubiera justicia, el retrato que hay sobre la repisa sería el tuyo. Tú
fuiste más una madre para él que Catherine. Lo sé. Nadie mejor que tú para
ese lugar de honor, aunque fuera ella quien le dio esos aterradores y
maravillosos ojos que tiene.
El ama de llaves sonrió.
—Me honras, cariño, pero ahora tengo que irme volando. Nathan me ha
dicho que se encargaría de supervisar cómo colocan vuestros baúles en el
carruaje y yo tengo que controlar los cotorreos en la cocina para que os
suban con tiempo las bandejas del desayuno.
—Entonces, deja que regrese al dormitorio. Dame cinco minutos y luego
haz que suban nuestras bandejas.
Betsy le apretó la mano a Rachel cuando esta ya se iba.
—Buena suerte —fue todo lo que dijo.
Rachel se quitó la bata y regresó a la cama. Noel se estaba despertando.
Como por instinto, rodó hacia ella, la cubrió con su pesado y musculoso
brazo, y la atrajo hacia él.
El desayuno llegó unos minutos más tarde. Llamaron a la puerta y Mazie
anunció que les traían las bandejas. Noel gruñó y dos doncellas entraron y
dejaron las bandejas de plata sobre una mesa redonda en el centro de la
habitación.
Se marcharon tan rápido como llegaron.
La joven miró por encima del hombro al hombre que amaba. Noel estaba
pegado a su cuerpo con la mirada fija en ella.
—Buenos días, mi hermosa Rachel —la saludó antes de mordisquearle
la nuca.
—¿Cómo ha dormido el señor? —le preguntó con un tono
despreocupado, intentando ocultar la vergüenza que sentía por su desnudez.
Él se recostó sobre las almohadas y se frotó el musculoso torso como un
oso saciado.
—No puedo recordar haber dormido mejor.
—Bien. Porque nuestro desayuno está listo. Es hora de que nos
preparemos para coger el tren.
Noel volvió a rodar hacia ella. Le apoyó la mano en la espalda y empezó
a acariciarle la suave y desnuda piel con los dedos.
—Creo que el desayuno puede esperar. —Le acarició el cuello con los
labios.
—El tren a Nueva York, no, me temo —repuso ella en tono práctico.
—Entonces, tendremos que hacer un buen uso del tiempo del que
disponemos —susurró él al tiempo que le deslizaba una mano por el
costado y abarcaba codiciosamente ambos pechos con ella.
—¿Tenemos tiempo? —jadeó, asombrada por su rápida erección.
—Dímelo tú —gruñó Noel diabólicamente mientras le deslizaba la
mano hacia el dulce triángulo entre las piernas.
—No estoy segura —gimió, dejando caer la cabeza hacia delante en su
debilidad.
—En ese caso, déjame que te demuestre lo diligente que puede ser un
hombre cuando se despierta al lado de una hermosa mujer desnuda —le
dijo con suavidad contra su pelo.
Y así lo hizo.
Los sirvientes bajaron los baúles por las escaleras de atrás mientras
Mazie ayudaba a Rachel a ponerse un vestido de viaje azul oscuro con
adornos de pasamanería en seda negra en las mangas y el corpiño.
Noel la esperó en la antesala vestido elegantemente con unos pantalones
y una chaqueta negra.
Rachel esperó a que se encontraran en el vestíbulo de la planta baja para
cogerle de la mano y guiarlo hasta la biblioteca.
Noel se rió y la miró alegre.
—¿Qué es esto? —le preguntó mientras deslizaba un dedo por la trenza
apoyada sobre el pecho de la joven—. ¿Quieres jugar un poco antes de que
cojamos el tren?
Ella le hizo bajar la cabeza y lo besó. Le parecía absolutamente natural
estar con él, reír con él... acostarse con él... Tenían que estar hechos el uno
para el otro, porque ningún otro hombre sería suficiente después de él. Lo
era todo para ella y rezaba para que a medianoche viera que merecía la
pena haber mantenido su trato, y también a ella.
—Tengo una sorpresa para ti, mi amor —le susurró en el oído.
Noel sonrió y la besó. Sus ojos del color del jerez brillaban divertidos.
—¿Y qué es? —le preguntó.
—Mira ahí arriba. Sobre la chimenea. —Rachel contuvo la respiración.
Noel alzó la cabeza y la sonrisa se congeló en su rostro. Entonces, se
hizo añicos como si fuera de cristal y hubiera caído desde una gran altura.
—¿Qué es esto? —inquirió. Su voz fue un susurro de incredulidad.
—Es Catherine. Tu madre.
—¿Por qué está aquí?
—Betsy y yo la encontramos en un baúl en la buhardilla. Deseaba con
todas mis fuerzas deshacerme del retrato de tu padre, así que imagina mi
sorpresa cuando me di cuenta de que este retrato no sólo quedaba bien
aquí, sino que había sido diseñado para estar colgado sobre la chimenea.
Noel se quedó mirando el retrato durante tanto tiempo que Rachel se
preguntó si volvería a hablar. Finalmente, le dio la espalda a la chimenea y
se dirigió decidido hacia la campana del servicio.
—Ve al carruaje, Rachel. Espérame allí.
La joven escuchó las palabras, pero apenas las registró. Repentinamente
insegura, le preguntó:
—¿Qué opinas de mi sorpresa, mi amor?
Noel la miró antes de fijar su atención en los dos sirvientes que se
presentaron en la puerta.
—Bajad ese retrato y quemadlo —les ordenó con frialdad.
Rachel soltó un gritó ahogado.
—No puedes hablar en serio. Ella había desaparecido para ti durante
todos estos años...
Él se giró bruscamente y le lanzó una furibunda mirada.
—¿Qué pretendes removiendo el pasado de este modo? Esa mujer me
dejó aquí para que me las arreglara solo. Era débil y egoísta, y no merece
ser llamada madre. No necesito mirarle la cara más de lo que necesito
hacerlo con mi padre.
—Oh, Noel. Lo siento, lo siento mucho —susurró las palabras con un
nudo en la garganta—. Había esperado sorprenderte.
La furia sacudió sus rasgos como un relámpago.
—¿Sorprenderme? Sí, sí que me has sorprendido. Maldita sea. Me has
recordado por qué me fui de este lugar y por qué no quería casarme con
Judith ni con nadie. Con nadie —le espetó con la mirada clavada en ella.
—No puedes hablar en serio —sollozó desesperada mientras los
sirvientes obedecían sus órdenes inexpresivos y quitaban el retrato de
encima de la chimenea.
—¿Cuestionas mi sinceridad? —Su boca se curvó en una fría sonrisa—.
Esto es lo que pienso de ella, de tu idea y de casarse con una ramera como
ella en general. —Cogió el abrecartas del escritorio, se acercó a los
sirvientes e hizo jirones el retrato con una fuerza brutal.
Durante toda aquella manifestación de violencia, Rachel no dejó de
protestar y llorar suplicándole que no fuera tan duro.
—Vamos. No quiero decepcionar a la señora Astor —masculló
finalmente Noel cuando los sirvientes se retiraron con el destrozo que una
vez había sido un hermoso retrato.
Desplomada en un sofá, Rachel alzó la cabeza con el rostro manchado de
lágrimas e hizo un gesto negativo.
—¿De qué servirá que vayamos? No merece la pena.
—Debo mantener mi posición en la comunidad. Tengo una
responsabilidad con el gran periódico que es The New York Morning Globe.
Pareces no comprender la dualidad de mi existencia, Rachel. Anhelo verme
libre de esta vida, de este lugar, y cuando estoy en el norte, logro las dos
cosas. Viviendo aquí intenté no decepcionar al señor Magnus y a mi madre,
pero ambos me abandonaron. Lo único que nunca me abandonó fue mi
riqueza y mi posición. Por eso, mientras estoy aquí, me mantengo fiel a
ellas.
Rachel apoyó la cabeza en las manos. Todo había ido mal. Era como si
hubiera encendido unas bengalas y hubiera visto cómo todo por lo que
había trabajado ardía en llamas.
—Por favor, Noel —le rogó—. No pretendía traerte malos recuerdos.
Sólo deseaba sustituir a Grisholm y pensé que te gustaría el cambio.
—Prefiero mirar a Grisholm Magnus. —Un músculo palpitó en su
mandíbula—. Se mantuvo fiel a su carácter. Por muy abusivo que fuera,
nunca me mintió. Nunca me arropó, me besó en la frente ni me dijo que me
protegería del monstruo que acechaba abajo para luego abandonarme en
medio de la noche. No, el señor Magnus nunca me hizo eso. Nunca fue tan
cruel.
Rachel había oído demasiado. Se tapó los oídos con las manos, hundió el
rostro en el respaldo del sofá y durante todo el tiempo deseó flagelarse por
su error de juicio.
—Levanta —le ordenó Noel con frialdad—. Nos vamos a Nueva York.
La joven respiró profundamente y con dificultad.
—No puedo.
—Ellos creen que eres mi esposa. No tienes otra elección. Debes ir.
—No puedo, de verdad. No puedo —balbuceó.
Sin previo aviso, Noel la levantó brutalmente del sofá. Con su férreo
brazo alrededor de la cintura, la arrastró fuera de la biblioteca y la sacó de
la casa para dirigirse al carruaje que los aguardaba.
Si Nathan o Betsy vieron la debacle, Rachel nunca lo supo. Se vio
empujada al interior del carruaje, Noel subió a su lado y salieron al galope
hacia la estación de tren.
—Noel, este momento pasará. Comprenderás que no pretendía sacar a la
luz esos horribles recuerdos —susurró con las manos extendidas en un
gesto de súplica mientras el vehículo se balanceaba violentamente—. Un
día me perdonarás y, entonces, seguiremos adelante como teníamos
decidido esta mañana.
—Me voy al Ártico, Rachel. Quiero marcharme de este lugar.
—Entonces iré contigo.
Noel la observó con dureza.
—Tu posición está afianzada aquí ahora. No te quiero conmigo
recordándome cosas que quedaron olvidadas hace tiempo como has hecho
esta mañana.
—No... —musitó Rachel incapaz siquiera de llorar.
—Quédate con Northwyck, quédate con toda mi maldita fortuna. —
Lanzó las palabras con amargura—. Sólo quiero ser libre. Quiero alejarme
de este lugar y vivir como un hombre debería vivir. Libre. ¡Libre, maldita
seas!
—No me quedaré aquí sin ti —le aseguró entre sollozos.
—Finge que eres viuda como ya lo hiciste. Encontrarás a algún patán por
el camino que te meta en su cama y te dé calor por la noche. Ya no me
necesitas. Ni yo a ti. —Miró fijamente por la ventana.
Rachel se quedó mirándolo en medio de un silencio opresivo con los
ojos llenos de amargas lágrimas sin derramar.
Aquel horrible momento pasaría. Llegarían a Nueva York y en aquel
nuevo ambiente, Noel olvidaría su rencor. Sus palabras no la ahuyentarían,
sólo podría hacerlo él. Y si quería que lo dejara, tendría que meterla él
mismo en un barco y decirle que se alejara de él, porque, de lo contrario,
no lo haría.
Se dejó caer en el asiento del carruaje e intentó pensar en todas las cosas
buenas que podrían alejar su mente de aquel horrible error. El baile sería
hermoso, un placer para los sentidos. Beberían el mejor champán y el más
rico caviar. Pronto, esos terribles momentos desaparecían para dejar paso a
otros más agradables y Noel vería que aún la necesitaba, que sus palabras
habían sido producto del momento, que no eran verdad.
Entonces, de repente, le sobrevino otro pensamiento horrible y se sintió
embargada por la desolación.
El vestido para el baile.
Había enviado el vestido de Catherine para que se lo arreglaran para la
ocasión. No tenía nada apropiado que ponerse aparte del vestido de satén
morado, remodelado pero reconocible.
No podría asistir con ese vestido, así que no iría a aquel maldito baile.
—Noel —susurró con una voz rota por las lágrimas—. Me temo que esta
noche no me encontraré bien. Creo que tendrás que presentar mis excusas
por mucho que desees que asista.
Él se quedó mirándola. La ira aún ardía con fuerza en sus ojos.
—Asistirás o sufrirás la mayor humillación de tu vida.
—¿Qué humillación? —preguntó sin desear saberlo, pero consciente de
que era imposible evitarlo.
—Que yo asista con Charmian Harris en tu lugar. Eso debería causar un
buen revuelo.
Rachel sintió que algo moría en su interior. Le dio la espalda y
contempló el paisaje.
Había perdido. No podía negarlo. Había perdido el control de la
situación y lo había perdido a él. Si Noel la había llegado a amar, el
sentimiento estaba ahora enterrado bajo su odio por todo lo que le
recordaba a su pasado. Finalmente, había llegado el momento de retirarse.
28
—Señora Magnus, es hora de que la vista para el baile. — Mazie estaba
de pie en el vestidor de la suite del hotel, consternada.
Rachel no dejaba de pasear por la recargada alfombra de lana hasta que
pudo jurar que la había empezado a desgastar. Habían llegado al Fifth
Avenue Hotel a la hora prevista y Noel las había dejado enseguida con la
excusa de que necesitaba hacer algunas compras antes de la fiesta.
Por mucho que Rachel no deseara pensarlo, sabía que iba a ver a
Charmian. Quizá iría allí para encontrar refugio en sus brazos, para
encontrar la paz que ella no le ofrecía. Puede que incluso abrigara la
esperanza de que su «esposa» no estuviera dispuesta a asistir y pudiera
montar un escándalo al llevar a su amante en su lugar.
Se quedó mirando el vestido destinado a marcar su perdición. El satén
morado había sido exquisitamente remodelado con una nueva crinolina y
un delicado encaje de seda morada por encima de la falda. Se habían
cortado las largas y anticuadas mangas hasta transformarlas en la mínima
expresión y las habían adornado con lazos de satén del mismo gris rosado.
Representaba un triunfo de la pericia y el diseño. Auguste se había
mostrado eufórico cuando llegó al hotel para mostrarle el vestido que había
adaptado a la moda actual con tanta maestría y al modisto casi le había
dado un síncope cuando le dijo que no podía ponérselo, que debía
encontrarle un vestido adecuado para el acontecimiento social de la
década, y que debía hacerlo en menos de una hora.
Por supuesto, era imposible. Auguste se sintió muy mal al tener que
negárselo, pero no tan mal como ella al pensar que tenía que aceptar sus
disculpas y dejar que se marchara para poder vestirse finalmente para el
baile.
—¿Está lista, señora Magnus? —preguntó Mazie en voz baja. La
preocupación en los ojos de la doncella reflejaba la de Rachel—. Las
instrucciones del señor fueron claras. Debía estar preparada a las ocho.
—Lo sé. —Rachel se mordió el labio inferior.
—Antes de marcharse, me dio esta caja. Dijo que usted debía llevar las
cosas que hay en su interior para el baile.
Rachel cogió la caja, levantó la tapa y vio su viejo corsé de satén negro
con los lazos de color lila. Guardado entre las profundas crestas de acero
envueltas en satén se encontraba el Corazón negro.
Se quedó mirando los dos objetos, sintiendo que la ira y la resignación
batallaban en su interior. Por mucho que deseara rendirse no podía permitir
que Charmian Harris se quedara con todo lo que ella había deseado
siempre. No tenía otra opción, debía estar lista a las ocho y probar suerte
con la esperanza de que Noel pudiera olvidar aquello tan horrible que había
hecho.
Le entregó a Mazie el corsé negro y le dio la espalda.
Rápida y eficazmente, la doncella le ajustó la prenda hasta que sintió
que el mundo se movía y se desdibujaba borroso.
Noel regresó y se puso el esmoquin antes de que Rachel saliera del
vestidor. A las ocho en punto, cuando las campanas del reloj en la repisa de
la chimenea aún estaban sonando, la joven entró en el salón procurando
esconderse entre las sombras, avergonzada y asustada.
—Déjame verte —masculló él.
Mostraba el mismo mal humor con el que la había fustigado durante
todo el viaje en tren. Sentado como estaba en un sillón con una copa de
brandy en la mano, su imperiosa pose le ordenaba que le obedeciera.
Rachel se colocó delante de él sin ninguna sonrisa o cordialidad. Siguió
la mirada masculina cuando los ojos de Noel abandonaron su rostro y
contuvo la respiración cuando se posaron en el inconfundible corpiño.
—Dios, ¿qué me estás haciendo? ¿Es que quieres volverme loco? —le
espetó girando la cabeza a un lado para no verla.
La joven contuvo las lágrimas.
—Lo siento tanto... No tengo nada más que ponerme.
Noel se levantó enfurecido y lanzó la copa de brandy al fuego.
—Por favor, tranquilízate —le suplicó desolada, acercándose a él.
El negó con la cabeza y la empujó a un lado.
—Coge tu chal. No quiero que lleguemos tarde —gruñó.
Rachel soltó un silencioso sollozo y cogió la capa de terciopelo y armiño
que Mazie le ofrecía. La doncella se encontraba encogida por el miedo en
la puerta del dormitorio.
—Y trae la maldita piedra —rugió Noel.
Mazie entró corriendo al vestidor, le entregó el ópalo a Rachel y luego
retrocedió para ocultarse entre las sombras.
Rachel intentó abrocharlo, pero le temblaban tanto las manos que fue
incapaz. Impaciente, Noel se lo arrebató y se lo colocó en el cuello. Sin
embargo, su contacto fue más delicado de lo que la joven había esperado.
La miró con atención. El ópalo resplandecía entre las dos ondulaciones
de sus pechos, que el corsé sujetaba con fuerza. Durante un breve momento
imposible, Noel alargó la mano y rozó la piedra con el pulgar, acariciando
también su escote.
—Vámonos —masculló aún negándose a mirarla.
Rachel se tragó la desesperación y salió por la puerta que él abrió
educadamente para que ella pasara.
La Academia de Música parecía un lugar en el que habitasen las hadas.
Había pétalos de rosa esparcidos por todas las mesas del banquete y
mujeres que caminaban meciendo las faldas como si fueran campanas
fuera y dentro del salón principal. Los palcos estaban adornados con
banderas del Reino Unido y se había ampliado el escenario para que
sirviera como pista de baile. Desde arriba, los asistentes se fundían en un
mar de tafetán y diamantes, y cada mujer iba acompañada de un hombre
ataviado de un formal negro.
En cualquier otro momento, Rachel no habría creído su suerte por
encontrarse entre la élite del país que hacía reverencias al Príncipe de
Gales en la fila de recepción. La Academia de la Música hubiera sido
inimaginable para ella mientras vivía en Herschel. Los deslumbrantes
vestidos que veía en ese momento habrían hecho que las damas de Godies
salieran corriendo avergonzadas por su aspecto lastimoso.
La mejor vestida era la joven dama que había organizado el baile: la
señora Astor. Lucía un adecuado vestido marrón a juego con su pelo
castaño oscuro. Alrededor del cuello llevaba un resplandeciente collar de
diamantes que se decía que había pertenecido a María Antonieta. Con su
imperioso porte, la señora Astor parecía la propia reina en la fila de
recepción de pie junto al famoso y poco atractivo Príncipe de Gales, de
apenas veinte años.
—¡Vaya, así que has venido, Magnus! ¿Cómo va la famosa búsqueda de
Franklin? —Un corpulento hombre con unos impresionantes bigotes se
reunió con ellos al final de la fila de recepción.
—Astor, ¿cómo estás? —preguntó Noel mientras aceptaba una copa de
champán para él y otra para Rachel de un camarero.
—Bien. Bien. Mi esposa ha estado ocupada, como puedes ver. —Puso
los ojos en blanco—. Gracias a Dios por el Roustabout, mi nuevo yate. Por
cierto, ¿por qué no vienes a Newport en primavera y damos un paseo por la
bahía?
Noel sonrió y Rachel se sintió desconsolada al ser consciente del poder y
atractivo que rezumaba por cada poro de su piel; poderoso, atractivo e
inalcanzable.
—Tendré que posponerlo, Astor. Me iré al norte en uno o dos días.
—¿Qué? ¿Estás loco? ¿Planeas dejar a esta seductora esposa tuya para
que se las arregle sola de nuevo? —William Astor le cogió la mano a
Rachel y se la besó—. ¿Cómo estás, querida?
La joven intentó sonreír, pero no pudo vencer la tristeza en su alma.
—Muy bien —respondió con un tono alegre forzado—. Gracias por
preguntar, señor Astor.
—Sería mejor que te quedaras en casa y protegieras a tu esposa,
Magnus. Más de un hombre ha comentado lo encantadora que es. El propio
Edmund ha hecho saber por toda la ciudad lo deseable que la encuentra.
Rachel miró a Noel con la esperanza de ver celos en su rostro. Posesión,
cualquier cosa que pudiera indicar que la pasión que sentía por ella no se
había apagado.
Pero su expresión resultaba inescrutable.
—Edmund apenas puede manejar su compañía y sus expediciones. Así
que dudo que pueda manejar a mi mujer.
Astor soltó una escandalosa carcajada, y su esposa lo fulminó con la
mirada desde su puesto junto al príncipe en la fila de recepción.
—Contaré con que seas el próximo capitán del Roustabout en abril,
Magnus —comentó Astor jovialmente antes de irse.
Sola con Noel, Rachel bajó la mirada y se dio cuenta desolada de que se
había acabado la copa de champán.
Pasó otro camarero y cogió otra copa.
Intentando saborear el champán esa vez, miró a su alrededor y descubrió
a un hombre que la miraba fijamente desde la puerta que daba a las
escaleras. Era Edmund Hoar con un aspecto de lo más elegante, tal y como
era habitual en él.
Magnus también lo había visto. Ambos se miraron mutuamente durante
una eternidad antes de que Edmund cediera y desapareciera entre la
multitud.
—¡Aquí estás! Dios mío, estás asombrosa con ese vestido, Rachel. ¿De
dónde lo has sacado? Es recatado y fastuoso al mismo tiempo. ¡Caroline
está fuera de sí por los celos! —La señora Steadman sonrió a Rachel como
si fuera una vieja tía. Su vestido era de un encaje amarillo claro que la
hacía parecer una valquiria. El broche en dos tonos de esmeraldas y zafiros
en forma de una gran pluma de pavo real encajaba a la perfección con su
corpiño y su estilo.
—¡Y tú, tú, patán! —dijo afablemente a Magnus- . ¿Por qué no has
traído a tu esposa y a tus adorables niños a casa de visita? Estoy bastante
molesta contigo. Regresas de entre los muertos y te encierras en esa
magnífica casa tuya como si tú y tu esposa estuvierais de luna de miel.
Tienes muy malos modales. ¡Realmente muy malos!
Noel volvió a sonreír como si se tratara de un lobo con unos ojos
hermosos y unas seductoras fauces.
—Gloria, aún no has conseguido enseñarme modales y me atrevo a decir
que no lo harás jamás.
La señora Steadman soltó una risita ahogada.
—Si no fueras tan ridículamente apuesto, te habríamos hecho el vacío
hace años y ¡te lo habrías merecido!
Noel echó la cabeza hacia atrás y se rió.
La señora Steadman cogió a Rachel por el brazo.
—Sólo por eso, me voy a llevar a tu esposa. Tengo a varios caballeros a
los que les gustaría pedirle un baile. Tú puedes verla siempre que quieres,
así que no deberías ser tan egoísta.
Rachel permitió que la señora Steadman la arrastrara y volvió la cabeza
una sola vez.
Noel la miraba fijamente.
Sus miradas se encontraron y durante un dulce segundo, la joven casi
pensó que estaba enfadado por el hecho de que Gloria Steadman se la
llevara.
Rachel bailó hasta que le dolieron los pies. Si no hubiera sido por las
cuidadosas instrucciones de Betsy, no habría sabido bailar el schotis o el
más escandaloso vals. Pero, aunque el mismo Príncipe de Gales había
bailado con ella dos veces y todos los hombres que la habían acompañado
en la pista de baile habían sido escrupulosamente educados y considerados,
anhelaba que Noel la rodeara con sus brazos. Sin embargo, no se le veía
por ninguna parte. Ni manteniendo conversaciones mundanas con las
grandes damas en los palcos que daban a la pista de baile, ni en los pasillos
riendo por una broma subida de tono con otros potentados de la industria.
Entonces, como Cenicienta, fue repentina y dolorosamente consciente de
la hora. Oyó las once campanadas del enorme reloj francés que resonaron
desde el vestíbulo principal y supo que se acercaba la hora.
Medianoche del día treinta.
Le daba igual la adoración de todos los caballeros que le solicitaron un
baile después de eso, tenía que negarse. Lo único que deseaba hacer era
buscar a Noel entre la multitud. Pero todos los caballeros altos y apuestos
en los que estaba segura que lo reconocía se giraban para decepcionarla.
No eran él. Casi parecía como si hubiera abandonado el baile sin ella.
—Querida, ¿qué ha sucedido? De repente, estás tan callada y solemne
que diría que has recibido la noticia de que alguien ha muerto. —La señora
Steadman detuvo a un camarero y le ofreció otra copa de champán—.
Bébete esto. Es evidente que estás demasiado sobria.
Rachel tomó la copa, pero sin duda no estaba demasiado sobria. La
tristeza y el licor eran demasiado compatibles. En ese momento, aunque se
mantenía erguida y no arrastraba las palabras, supo que iba a necesitar un
brazo fuerte que le ayudara a subir al carruaje para regresar a casa. Y sólo
esperaba que ese brazo fuera el de Noel.
—¿Qué hora es? —preguntó incapaz de ver el reloj por encima de las
cabezas de los asistentes al baile.
—Vaya, es casi medianoche. ¡Cómo ha volado el tiempo! —se
sorprendió la señora Steadman.
Rachel se apoyó en una columna junto a la entrada al salón principal.
—¡Dios santo! ¿Te encuentras mal? —preguntó la señora Steadman.
La joven negó con la cabeza. Físicamente, aunque había bebido un poco
más de la cuenta, estaba bien. Internamente, estaba destrozada.
—¿Debo avisar a una doncella para que te atienda? —insistió la dama.
—No. Por favor, sólo necesito encontrar a Magnus. Pronto será
medianoche. Es muy importante que lo encuentre. Si no lo encuentro a
medianoche, tendré que irme sola. No puedo quedarme por más tiempo.
Con mano temblorosa, se sujetó a la barandilla decidida a subir y buscar
en todos los palcos hasta encontrarlo. Al infierno con su trato. Si decidía
rechazarla ahora que había llegado la hora mágica, tendría que decírselo a
la cara y no abandonarla con el champán en medio de aquel maldito baile,
que eran cosas de las que podía prescindir.
—¿Adónde va esa chica? —preguntó la señora Astor a Gloria Steadman
cuando Rachel subió la escalera que había frente a ellas.
—Oh, tenemos que encontrar a Magnus por ella. La pobre está
angustiada. Dijo que tenía que encontrarlo antes de la medianoche o se iría
sola. —La señora Steadman bajó la voz—. Por su modo de actuar, creo que
tenemos otro heredero en camino.
La señora Astor alzó la barbilla.
—No quiero ningún escándalo aquí, Gloria. No mientras el Príncipe de
Gales esté presente.
—¡Entonces, ve a buscar a Willy B. y dile que lo encuentre!
Caroline Astor frunció los labios pero hizo lo que se le ordenó.
Rachel fue de palco en palco mientras los asistentes se volvían para
quedarse mirando su rostro desolado que recorría la multitud. Sabía que les
parecía extraño que la señora de Noel Magnus vagara por el baile buscando
desesperadamente a su marido. Eso no se hacía entre los de su clase, ya que
podía producirse el peor tipo de escándalo si lo encontraba.
Pero a ella no le importaba. Había tomado demasiado champán y eso le
daba un coraje que normalmente no tenía. Si se encontraba con Noel
abrazando a Charmian en un oscuro rincón de uno de los palcos, se tragaría
su horror y desesperación, y lo aceptaría. Sería libre de buscar un modo de
olvidar su condenado amor por él.
Pero él debía decirle a la cara que no la deseaba, que no la amaba y que
nunca la amaría. Entonces recuperaría su vida y buscaría un modo de
sentirse completa donde pudiera, con Tommy y Clare, y con el orfanato.
Nunca habría nadie más para ella. No podría amar a otro hombre tan
completamente como amaba a Noel, pero aceptaría lo que la vida le
ofreciera y lo aprovecharía al máximo. Porque así era ella. Era Rachel
Ophelia Howland, y le diría su decisión a la cara. No dejaría que huyera
como un cobarde. Giró una esquina en un pasillo y vio una escalera trasera
en la que no había ningún sirviente subiendo o bajando a toda velocidad.
Se dio la vuelta para marcharse, pero de repente una sombra se proyectó
sobre ella. La silueta de un hombre alto y delgado le bloqueó el paso.
—¿Lo has perdido, Rachel? —Era la voz de Edmund Hoar, suave y
seductora.
La joven intentó calmarse desesperadamente, dio un paso hacia atrás y
se apoyó en la baranda de madera barata de la escalera de servicio.
—Déjame pasar, Edmund.
—Mi hermosa Rachel, seguro que ahora ya has acabado con él. Después
de todo, ¿dónde está? Se ha marchado con otra...
Rachel intentó pasar corriendo junto a él, pero Edmund la agarró y la
empujó hacia atrás.
—... otra a la que probablemente esté dándole un delicioso revolcón
mientras nosotros hablamos...
—No.
Edmund la miró casi con ternura.
—Rachel, querida, deja que te sujete. Creo que has bebido demasiado.
—Se llevó la mano a la chaqueta.
A causa del miedo y la embriaguez, la joven no pudo discernir qué
estaba haciendo. Intentó llamar a alguien, a cualquiera que estuviera cerca,
pero no tuvo oportunidad de pronunciar las palabras.
Edmund le pasó las manos por la cabeza y Rachel, aterrorizada, se
percató de que la había amordazado.
Lo empujó, lo arañó, pero no pudo emitir ningún sonido. La aplastó sin
problemas contra la baranda de la escalera y le ató la mordaza con fuerza.
Rachel respiraba rápido y superficialmente, como si fuera un conejillo
atrapado, pero Edmund parecía disfrutar. Le acarició el rostro casi con
cariño antes de que su mano descendiera hasta la cadena que llevaba
alrededor del cuello, le arrancara el ópalo con brutalidad y se lo guardara
en el bolsillo.
—Metámosla en un carruaje —le dijo a un hombre que apareció detrás
de él y que iba vestido como un sirviente. Rachel abrió los ojos de par en
par cuando vio que el recién llegado sacaba una capa de mujer con una
gran capucha.
Edmund volvió a meterse la mano en el bolsillo. Con un brillo en los
ojos que le indicó que no se engañaba a sí mismo con la idea de que
estuviera confortándola, la besó, quizá en beneficio de su esbirro, quizá en
beneficio propio. Le lamió la mejilla, la garganta y el escote.
Finalmente, volvió a alzar las manos sobre su cabeza y esa vez sujetaba
una bolsa de arpillera. Todo se volvió negro.
Magnus observaba inmóvil cómo la lluvia salpicaba los cristales de la
ventana. Al principio llovía poco, luego arreció. Bajo la ventana abierta, se
produjo un pequeño revuelo en la calle atestada de carruajes cuando los
sirvientes y los cocheros buscaron cobijo en las capotas delanteras de los
cabriolés.
Detrás de él, el baile continuaba en todo su resplandeciente esplendor.
Aquella sala de ensayos era muy conocida entre los asiduos a la Academia
de Música. Arriba, en el tercer piso, se sabía que los vividores se
encontraban con sus amantes, normalmente bailarinas de la ópera, mientras
sus esposas seguían sentadas en el palco del piso de abajo, irritadas por la
misteriosa desaparición de sus acompañantes.
Él mismo había disfrutado de uno o dos momentos con alguna bailarina
de gira con la compañía de ópera. Pero, en ese momento, se sentía
agradecido de que el Príncipe de Gales fuera una atracción demasiado
importante incluso para los más licenciosos. De ese modo, la sala estaba
vacía y era un oscuro refugio donde podía pensar.
Esa noche Rachel estaba preciosa. Incluso con el viejo vestido de su
madre, brillaba con un resplandor que no había visto nunca. El ópalo que
refulgía entre sus pechos le daba a su piel un tono rosa porcelana y el pelo
rubio recogido en la nuca le aportaba sensualidad, hacía que anhelara
liberarlo y acariciarlo como había hecho en otras ocasiones.
Noel cerró los ojos. La culpa hacía que se preparara para lo que venía.
Había sido demasiado duro con ella, pero lo del retrato le había sacudido
hasta los cimientos. Pensó que nunca volvería a ver la cara de su madre,
que nunca tendría que revivir las emociones que ella había dejado grabadas
en él. Por eso, cuando vio el retrato, su conmoción había sido absoluta.
Y luego estaba el vestido. Otro error de juicio, pero, aún así, sólo un
error. En realidad, si la veía como los demás lo hacían, tenía que reconocer
que estaba encantadora con él. El color otorgaba un sutil telón de fondo a
su pálida belleza. El corte era impecable, aunque quizá un poco ajustado en
el pecho. Auguste Valin debía de haber sabido que aquello volvería loco a
un hombre.
Gloria Steadman también debía recibir su merecido. No tenía derecho a
apartar a Rachel de su lado. Le resultaba catártico tenerla con él incluso
cuando estaba contrariado. Verla alejarse y observar a todos aquellos
jóvenes petimetres haciendo cola para bailar con ella, le había puesto aún
más furioso. Ningún hombre tenía derechos sobre ella. Era suya. Sólo suya.
La lluvia, fría e implacable, le salpicaba en el rostro. Abrió los ojos y se
secó la humedad.
No podía evitarlo; no podría dejarla ir. Aunque se hubiera engañado a sí
mismo pensando que podría lograrlo sin ella, aunque se hubiera hecho
creer a sí mismo que podría aplacar su conciencia culpable convirtiéndola
en una mujer rica, la verdad era que la necesitaba. Era un hombre grande y
fuerte que había conquistado el temible norte, pero cuyo pasado lo había
dejado tan herido y frágil como una copa de cristal. Sin embargo, ella
conseguía aliviar las heridas de su niñez y su mal genio. Le prometía
curación sólo si se permitía curarse a sí mismo. Y ahora sabía que debía
permitírselo. Por su bien. Por el bien de todos.
Oyó la campanada de un reloj abajo. Luego otra y otra en una larga
sucesión.
Noel contuvo la respiración. Era medianoche.
Los juegos y tratos habían acabado oficialmente. Las manipulaciones
habían quedado atrás. Tendría que decirle cuánto significaba para él y
suplicarle que se quedara a su lado, o debería enfrentarse al hecho de
perderla por no haber sabido controlar su propio genio.
En realidad, no se la merecía. Rachel había sido paciente cuando él se
había mostrado insoportable; había sido cariñosa cuando él había sido
incapaz de corresponder a su amor. Le había desafiado, consolado,
confortado, y ahora le había hecho caer de rodillas. Había insistido durante
todo el tiempo que estaba a su altura, pero estaba muy equivocada. Rachel
no estaba a su altura. Él nunca podría llegar a ser digno de ella, pero, justo
cuando oyó la última campanada de la medianoche, supo sin ninguna duda
que deseaba pasar el resto de su vida intentándolo.
—¡Magnus! ¡Estás aquí! ¡Todo el mundo te busca! —El señor Astor
proyectó una larga sombra desde la puerta de la sala.
—¿Qué ocurre? —inquirió Noel al tiempo que caminaba hacia el pasillo.
—Al parecer tu esposa se ha marchado sin ti.
Noel se detuvo en seco. Se quedó mirando a Astor como si hubiera
levantado una pistola y le hubiera disparado al pecho.
—¿De qué estás hablando? —exigió saber.
William Astor empezó a farfullar.
—Ha sido de lo más extraño. Le dijo a Gloria y a mi esposa que tenía
que encontrarte antes de la medianoche o no podría quedarse por más
tiempo. Y ahora no se la ve por ninguna parte. ¿Qué crees que se le está
pasando por la cabeza?
Noel se apoyó en la pared y se tomó un momento para despejar la bruma
de pánico que le envolvió la mente. Sabía muy bien lo que Rachel había
querido decir. El trato había acabado y había decidido seguir sin él.
Y se lo merecía. Pero era un bastardo persistente y conseguiría otra
oportunidad en cuanto llegara al hotel y le confesara sus sentimientos. En
cuanto pudiera arrodillarse ante ella y rogarle que no lo dejara con su
yerma existencia. En cuanto pudiera llegar a un juzgado esa misma noche y
la hiciera suya legal y definitivamente.
—¡Dios santo, hombre, no tan rápido! —exclamó Astor cuando Noel
empezó a bajar las escaleras a toda velocidad.
29
—Sí, señor. Se acaba de ir. Parecía indispuesta, creo. Se apoyaba en el
hombre que la acompañaba como si temiese caer al suelo. Llevaba el rostro
cubierto por la capucha de la capa. No supe qué más podía hacer por ella
aparte de conseguirle un carruaje de alquiler, y se marcharon.
Magnus miraba al portero como si deseara estrangularlo.
—Traiga mi carruaje de inmediato.
El anciano hombrecillo asintió e inmediatamente chasqueó los dedos a
un chico que corrió hacia la fila de carruajes.
—Estará bien, Magnus —le tranquilizó Astor, aún jadeante por intentar
seguirle el ritmo—. Mi esposa dice que seguramente se sintiera confusa
porque está esperando un hijo. Ya sabes cómo se ponen las mujeres cuando
se encuentran en estado. Al fin y al cabo, tienes dos hijos con ella.
El rostro de Noel se tensó violentamente. Sin decir una palabra más,
subió al carruaje y ordenó que lo llevaran de vuelta al hotel.
—No es posible que no esté aquí. No es posible —repetía Betsy una y
otra vez.
Magnus la miraba fijamente con los músculos de la mandíbula
apretados.
La expresión de la anciana era un reflejo del creciente miedo en la de él.
—Estoy de acuerdo en que es una mujer con sus propias ideas, eso es
cierto. Pero aunque tuvierais ese acuerdo y acabara esta noche, incluso si
todo fuera mal y ella te dejara como debería haber hecho hace meses, te
digo que no es posible que no esté aquí.
Betsy se acercó a una puerta, la abrió y alumbró la estancia con la
lámpara de aceite que llevaba en la mano.
Tommy y Clare estaban profundamente dormidos en sus camas,
inocentes y ajenos al drama que se desarrollaba a su alrededor.
—Quizá ella te dejara si la empujaras a hacerlo, pero no los abandonaría
a ellos. Me iré a la tumba convencida de ello.
Noel se dio la vuelta incapaz de mostrar su rostro a Betsy.
—Mi propia madre me dejó. ¿Por qué no debería ella coger el dinero que
le he donado y dejar atrás a dos niños que ni siquiera son de su propia
sangre?
Betsy apoyó una delicada mano en su hombro.
—El defecto estaba en tu madre, cariño, no en ti. Te lo he repetido
durante todos estos años y ahora debes creerme. Catherine era superficial y
débil. No pudo soportar a tu padre, y para dejarlo estuvo dispuesta a
separarse de ti. Pero Rachel no es superficial ni débil. Ella no ha
abandonado a estos niños por su propia voluntad, Magnus. No lo ha hecho.
—Entonces, ¿dónde está? —preguntó con una extraña luz cristalina en
los ojos que casi parecía producto de las lágrimas—. ¿Habrá encontrado un
amante?
—¿Cuándo podría haberlo hecho? ¿Y dónde sin que los sirvientes o yo
lo supiéramos? —se mofó Betsy.
—Estuvo sola durante seis meses antes de que yo llegara. Por lo que a
mí concierne, podría haberse fijado en cualquiera en mi ausencia. —Se
sentó en una silla y apoyó la cabeza en las manos—. Debes decirme la
verdad, Betsy, ¿mostró interés por algún hombre cuando yo no estaba?
—¡Imposible! Si así hubiera sido, yo lo habría sabido. Te aseguro que
ella te amaba. Nunca miró a otro hombre. Ni siquiera cuando Edmund Hoar
apareció e hizo evidente que deseaba cortejarla, le dirigió una mirada. Lo
rechazó y le dijo en términos muy claros que aún estaba de luto por su
esposo.
Magnus se irguió y se quedó mirando a Betsy. Durante varios segundos,
se quedó allí sentado totalmente inmóvil. Su expresión incrédula se tornó
reflexiva.
Luego, sin previo aviso, se levantó y se dirigió a la puerta.
—¿En qué estás pensando, cariño? ¿Qué se te está pasando por la
cabeza? Oh, por favor, dime que no es lo mismo que se me está ocurriendo
a mí. Por favor, dímelo para que pueda tener algo que decirles a los niños
cuando despierten.
—Franklin —masculló Noel con los ojos oscurecidos por la
preocupación y el tormento.
Volvió la cabeza hacia Betsy y luego salió como alma que lleva el diablo
hacia los muelles, hacia el barco de Hoar, el Arctos, rezando para que aún
estuviera amarrado allí.
—Ha zarpado, señor. Levaron anclas poco antes de las doce y media. —
El solitario estibador señaló los muelles—. Nunca había visto navegar a un
barco tan rápido. Han estado preparándolo toda la noche.
Magnus se agachó y recogió una bolsa de arpillera que habían tirado en
los muelles donde había estado la pasarela para embarcar. Sacó un largo
pelo rubio de su interior y miró hacia el Este en el horizonte nocturno. No
se veía ningún barco bajo la luz de la luna. El Arctos se había ido.
Justo entonces, un carruaje llegó a los muelles. Stokes bajó de un salto,
sin aliento.
—Magnus, he recibido un mensaje que decía que me reuniera contigo
aquí. ¿Qué ocurre? —preguntó. Su rostro se veía viejo y arrugado bajo la
única luz de una lámpara de gas que parpadeaba por encima de su cabeza.
—Rachel ha desaparecido —le explicó Noel con la mirada fija en el
horizonte, como si el barco fuera a aparecer si él lo deseaba con suficiente
fuerza—. Me temo que Hoar la ha secuestrado. —Se volvió hacia su
empleado—. Eres el único en el que puedo confiar. Carga todas las
provisiones necesarias en mi barco lo más pronto que puedas. Tengo que
tenerlo preparado para navegar hacia el Norte ahora.
—¿Cómo sabes que se la ha llevado al Norte?
—Creo que Hoar piensa que ella puede llevarlo hasta Franklin. El único
modo de llegar a Herschel en esta época del año es en trineo. Hoar no lo ha
hecho nunca, pero su equipo sabrá que tienen que desembarcar en Halifax y
dirigirse hacia la Tierra de Rupert con perros.
—Conseguiré todo lo que necesitas. Yo te ayudé a organizar las otras
expediciones, ¿recuerdas?
Magnus se volvió hacia el anciano.
—Esta es mucho más importante —confesó con voz grave.
Stokes asintió.
—Removeré cielo y tierra. Zarparás en menos de una hora, amigo mío.
30
Rachel estaba sentada en las entrañas del barco. Las aguas del pantoque
le salpicaban desde el timón. Se estremeció envuelta en su capa empapada
y forcejeó inútilmente contra la cuerda que le rodeaba las muñecas. La
había atado un marinero. El barco se elevaba y caía una y otra vez,
sorteando las olas del mar del Norte. Su padre había sido un ballenero, así
que ella llevaba el mundo de los barcos en la sangre y se sintió agradecida
de que, como mínimo, los violentos balanceos de la embarcación no
hicieran que se mareara en su avance por el litoral atlántico.
Sin embargo, una desesperación más densa y negra que la impenetrable
oscuridad atenazaba su alma. La noche que la secuestraron se había
resistido durante todo el camino hacia el barco mientras Edmund bramaba
órdenes a su sirviente. Una vez zarparon, Hoar le había informado que la
instalarían en el camarote del capitán y que tendría que compartir lecho
con él.
Afortunadamente, cuando por fin le quitaron la mordaza y Rachel le
escupió directamente en la cara, Edmund la abofeteó y ordenó que la
llevaran al pantoque hasta que cediera.
No había cedido. Ni siquiera entonces, días después, cuando estaba débil
por el hambre y el frío. Prefería la muerte a convertirse en el juguete de un
monstruo. Prefería la muerte ahora que la habían alejado de Noel en la
horrible hora exacta en la que él pensaría que ella habría decidido dejarlo.
Había aceptado que él no iría a buscarla. Noel no sabía que Hoar la había
secuestrado. Estaba segura de que creía que había dejado el baile por su
propia voluntad. Sin duda, podía hacerlo ahora que tenía su propio dinero,
y Noel pensaría que había desaparecido para buscar una vida mejor con
alguien menos difícil.
Había llorado por su desesperada situación durante días. No volvería a
ver nunca a Noel, ni a Tommy y Clare. Llorarían su desaparición durante
un tiempo, pero, al final, los niños crecerían sin acordarse de ella; Noel
encontraría una esposa que encajara en su mundo y en sus cambios de
humor, y dejaría de pensar en ella. Estarían bien, pero ella... Ella estaba
destinada a morir sola luchando contra su captor y susurrando con su
último aliento el nombre del amor de su vida.
Se dejó caer sobre las tablas del pantoque empapadas por el hielo y echó
la cabeza hacia atrás desolada. Sus instintos hacían que continuara
luchando por vivir, pero con cada hora que pasaba le resultaba más y más
difícil. Espantosos delirios empezaron a apoderarse de su mente. Pesadillas
de Noel casándose con otra la lanzaban en un torbellino al infierno. Él
nunca le había dicho que la amaba. Su más profundo pesar sería no haber
vivido lo suficiente para oírselo decir, y ahora ya era demasiado tarde.
Todo indicaba que no sobreviviría a la pesadilla a la que la estaba
sometiendo Hoar. Estaba destinada a morir, y cada vez parecía más
imperativo que lo hiciera antes de que pudieran infringirle más dolor.
Sin previo aviso, la puerta del almacén se abrió con violencia y la joven
vio a un viejo marinero entrecano de pie en el umbral con una cruel sonrisa
en el rostro.
—Vamos, el señor Hoar quiere hablar contigo. —El hombre se agachó
para desatarla, la cogió por el brazo y la empujó delante de él por el
pasillo.
Subieron por dos escalerillas. La capa mojada le pesaba y la hacía
tropezarse, pero el viejo marinero la empujaba implacable hacia delante
cada vez que se caía.
Finalmente llegaron a una brillante puerta de nogal en la proa del barco.
Se abrió y la lanzaron al interior.
Aterrizó sobre una suave alfombra persa. Cuando alzó la mirada, vio los
revestimientos de madera que cubrían el techo y una gran cama. Todos los
armarios estaban hechos de la misma madera brillante de nogal. Las
portillas estaban cubiertas por unas cortinas rojas que evitaban las
corrientes de aire. Junto a la ventana, había un banco cubierto por la misma
lana roja. Edmund Hoar estaba sentado allí, observándola.
—Me han dicho que no has probado apenas bocado desde que
embarcamos —comentó sin dejar de pelar una brillante y fragrante naranja
con un cuchillo. Cuando acabó, tiró las pieles y el cuchillo a un escritorio
de nogal sujeto a la pared.
—¿Cuánto tiempo llevo aquí? —preguntó ella. Su voz sonó grave y
áspera por la falta de uso. Sin nada de luz entrando en el pantoque no podía
saber cuánto tiempo duraba ya su cautiverio. Incluso en ese momento, le
resultaba difícil saber qué hora era. Las cortinas cubrían las portillas y las
lámparas de aceite sujetas a la pared ardían con fuerza, pero podía deberse
a que Hoar quería mantener el calor en la estancia, no porque el sol no
brillara fuera.
—Llevamos navegando una semana. Nos dirigimos a Halifax. —Abrió
la naranja y Rachel casi se desmayó al oler el jugo cítrico y la dulce pulpa.
Habían pasado días desde la última vez que había comido algo decente.
Hoar le ofreció un buen trozo de la fruta.
—Come. Si cooperas, te mantendré bien alimentada.
Rachel se levantó con altivez.
—Si tu plan es hacerme pasar hambre hasta que me doblegue, no valdrá
de nada. Antes de ayudarte prefiero morir. —Alzó la cabeza desafiante, a
pesar de que se sentía mareada y no sabía si podría mantenerse en pie.
Edmund se rió.
—Mírate. —La estudió mientras aplastaba la naranja entre sus pequeños
dientes—Estás calada hasta los huesos, hambrienta, tu elegante vestido se
ha convertido en harapos y, aún así, todavía crees que puedes ganar.
—Nunca te diré dónde está Franklin —le aseguró—. Nunca.
Edmund tragó el trozo de naranja, se levantó del banco y se cernió sobre
ella.
—Mis hombres en la Compañía del norte han descubierto que tu padre
sólo hizo un viaje en los últimos diez años que pasó en Herschel. Fue a
York Factory por gentileza de la Hudson Bay Company para ver si podía
comerciar con pieles de castor traídas de los bosques de Yukon. Así que
tuvo que encontrar el ópalo cerca de York Factory o en Herschel.
—No te diré nada.
Edmund la ignoró.
—York Factory es nuestra primera parada en esta maravillosa gira.
Luego, si no encontramos nada allí, continuaremos hasta Herschel.
—¿Planeas hacer eso en pleno invierno? —se mofó Rachel.
—Tengo suficientes hombres para conseguir llegar sin problemas.
—Morirás.
—Controlo todo el territorio —le espetó Edmund, furioso—. ¿Quién
eres tú para decirme qué puedo y qué no puedo conseguir?
—Necesitarás perros y un guía nativo para que te lleve a cualquier sitio
en ese viaje en diciembre.
—Tengo perros en la bodega del barco y conseguiré más en Halifax.
—¿Y cómo planeas encontrar a Franklin bajo toda la nieve y el hielo? —
Rachel se rió. Disfrutaba ridiculizándolo. Iba a morir en el hielo y, quizá,
eso sería lo justo después de todo.
Edmund se levantó y la agarró por los brazos.
Rachel gimió por la brutalidad con que la trataba, pero se negó a darle la
satisfacción de apartar la mirada.
—Tengo páginas y páginas de los escritos de Franklin que quedaron
abandonados en la tundra —gruñó—. He descubierto cuáles fueron todos
sus movimientos, excepto el último. Los nativos sabrán decirme dónde
hallar los huesos, si es que están ahí fuera, y podrán encontrarlos con o sin
nieve. Me llevarán donde yo quiera en cuanto sepan lo miserable que puede
llegar a ser su existencia si mi Compañía del norte decidiera no hacer su
parada de abastecimiento estival en Fort Nelson.
—¿Por qué quieres encontrarlo? Ya tienes el ópalo... —Lo miró con
astucia—... y la maldición que alberga.
—Lo quiero todo, ¿me entiendes? —La miró con furia mientras recorría
violentamente el contorno de su rostro con la mano—. Grisholm Magnus le
arrebató todo a mi familia, todo lo que ahora sería mío. Veré a su hijo
muerto antes de permitir que salga victorioso con Franklin... o contigo.
Rachel cerró los ojos. No iba a poder aguantar mucho más, pero aún se
mantenía en pie.
—Qué gran ironía. Grisholm Magnus os arrebató cosas a los dos. Me
atrevo a decir que le resultaría divertida tu rivalidad con su hijo y,
francamente, conociendo lo maquiavélico que era, no sé de parte de quién
estaría.
—No importa —masculló Edmund—. El arrebató y yo recibiré. Te tengo
a ti y la fama internacional que me llegará cuando encuentre a Franklin. Y
Magnus... Magnus no tendrá nada.
—Te equivocas, Noel cuenta con una gran ventaja sobre ti —le desafió
Rachel.
—¿Cuál? —Le apretó los brazos con más fuerza.
—Él sabe dónde está Franklin. Tú no.
Su repentina inspiración le indicó que lo había sorprendido.
Sonriendo sin ganas, Rachel se zafó de él y se sentó en el banco. Era
mentira, por supuesto. No le había dicho nada a Noel, pero Hoar no lo sabía
y esa sería su venganza.
—Me lo dirás o... —Edmund apretó los labios.
La joven sonrió.
—¿O qué? ¿Me matarás? Adelante, mátame. Me estás matando de
hambre, de frío. Me maltratas... ¿Por qué no matarme? De esa forma, esta
agonía acabará y tú habrás perdido.
Hoar se quedó mirándola con los ojos llenos de furia durante un largo
momento.
—¿No quieres volver a ver a tu amado Magnus? —inquirió finalmente.
Rachel pensó en ello largo y tendido. Su vida no era nada sin Noel, pero
regresar junto a él no cambiaría mucho. No ahora, cuando le costaría
demostrarle que no lo había dejado por su propia voluntad. Si pudiera
regresar a Northwyck, seguramente la echaría, le diría que se había casado
en su ausencia y que ya no tenían ningún futuro juntos. Todo estaría
perdido entonces, y la lucha por sobrevivir y regresar junto a él habría sido
en vano.
—No te diré dónde está Franklin —repitió.
Edmund sacó el ópalo del bolsillo de su chaleco y se lo lanzó.
—Si no me lo dices, entonces la maldición caerá sobre ti. Verás morir a
tu amante ante tus ojos y por tus pecados.
El ópalo le cayó sobre la falda. Rachel lo miró y se quedó maravillada de
lo brillante que parecía a pesar de su color oscuro y la tenue luz de las
lámparas de aceite.
—¿Estás dispuesta a ver morir a Noel, Rachel? —le susurró Hoar al
oído.
A la joven le entraron ganas de reír, pero ya no le quedaban fuerzas.
—¿Qué podrás hacer en su contra, Edmund, si estás lejos, en el Atlántico
norte, y él en Nueva York?
—Magnus no está en Nueva York. Nos está siguiendo en este mismo
instante.
Rachel alzó la mirada de repente, temerosa de que estuviera bromeando
y que la oleada de esperanza que la recorrió no fuera más que una farsa.
—¿Qué quieres decir? ¿Cómo lo sabes?
Edmund la observó con los ojos entrecerrados.
—Mis hombres han estado avistando un barco durante días. Nos sigue.
Estas aguas son un infierno en esta época del año y ningún otro hombre se
atrevería a seguirnos.
—Noel —susurró Rachel corriendo hacia la portilla.
Levantó las pesadas cortinas de lana para asomarse, pero la noche sólo le
permitió ver las negras aguas que les rodeaban.
—Necesitarías unos prismáticos para ver el barco —se mofó Hoar
mientras bajaba la cortina para bloquear la repentina corriente de aire.
Rachel digirió la nueva información. Por mucho que odiara albergar
falsas esperanzas, la idea de que Magnus acudiera en su rescate le devolvió
la fuerza y la voluntad para luchar. Si no estaba todo perdido, y ella sí le
importaba hasta el punto de haber acudido para salvarla, entonces se
aseguraría de estar aún allí cuando llegara.
—¿Es eso lo único que quieres de mí, las indicaciones para llegar hasta
los restos de Franklin? —le preguntó a su captor.
Hoar gruñó.
—Qué sencillo sería si eso fuera todo. —La atrajo hacia sí y le quitó la
capa empapada.
El vestido de baile de Catherine estaba hecho jirones. El encaje sobre la
falda de satén se había desgarrado y los bordes estaban sucios y rotos. Las
pequeñas mangas abombadas ahora caían deslucidas y el corsé de satén
negro que se le ajustaba hasta el punto de la obscenidad ahora le iba grande
debido a todo el tiempo que lo había llevado y a la falta de comida.
Pero Hoar no parecía reparar en ello. La mirada se le iluminó al
contemplar el corpiño en forma de V y parecía que sus manos se morían
por tocar la carne que aún llenaba generosamente el amplio escote.
Actuando con una rapidez sorprendente, Rachel se giró y cogió el
pequeño cuchillo que su captor había usado para pelar la naranja. La
pequeña arma brilló en su mano cuando retrocedió para alejarse del
escritorio.
Edmund se quedó mirando el arma y luego sonrió.
—¿Crees que un cuchillo evitará que te tome?
—Al menos te retrasará —replicó—. Además, planeo salvarme a través
de un trato. ¿Te gustaría hacer un trato, Edmund?
Él no dijo nada, como si estuviera calculando hasta qué punto debería
confiar en ella.
—Te diré dónde creo que está Franklin... Pero sólo cuando lleguemos a
Halifax, no antes. Allí te daré la información y tú me liberarás para que
pueda regresar con Noel.
Hoar bajó la mirada hacia el cuchillo y luego la alzó hacia el rostro de la
joven.
—¿Por qué debería conformarme con la mitad del botín cuando puedo
tenerlo todo?
—Nunca me tendrás. —Su propia mirada descendió brevemente hasta el
cuchillo—. Si debo matarme para mantenerte alejado de mí, lo haré.
Edmund la observó fijamente antes de hablar.
—Suelta el cuchillo, estúpida niña. Tengo todas las riquezas que él tiene.
Incluso más, si puedo aumentar la producción de barbas de ballenas este
año. No te iría mejor con Magnus, te lo aseguro. Dirige tus esfuerzos a
complacerme y a salvar la vida.
—Si tanto te gustan las riquezas, quédate con esto también. — Le tiró el
ópalo—. Ahora lo único que puedes perder es tu dinero.
Hoar frotó la piedra con el pulgar y volvió a guardarla en el chaleco.
—Como desees.
—Entonces, ¿tenemos un trato?
—Ven y nosotros...
Dio un paso hacia ella, pero Rachel alargó el brazo con el cuchillo para
hacerlo retroceder.
—¿Planeas matar a todo el mundo en este barco con ese diminuto
cuchillo, estúpida? Me temo que tu plan es demasiado ambicioso.
—Planeo protegerme y conseguir mi libertad una vez atraquemos en
Halifax.
Rachel miró el escritorio y vio que había una llave sobre la bruñida
superficie. La cogió y avanzó lentamente hacia la puerta para probarla en
la cerradura.
—Nuestra conversación ha llegado a su fin. Piensa en mi propuesta —
dijo cuando comprobó que la llave encajaba—. Pasaré el resto del viaje
sola. —Se apartó de la puerta para que saliera—. Ahora vete. Estoy
cansada.
—¿Me estás echando de mis aposentos? —siseó Hoar.
Rachel se echó a reír.
—Estos son los aposentos del capitán y tú nunca has llegado más allá de
Halifax aunque seas el dueño de este barco. —Señaló la puerta—. Vete y
piensa bien en nuestro trato. En cuanto Noel te alcance, acabará contigo sin
piedad.
—Tienes demasiada fe en tu amante. Estoy deseando ver cómo sus
debilidades finalmente acaban con él —espetó.
—Él no tiene debilidades —repuso ella con total seguridad.
—Ya veremos. ¡Porque ahora él teme por ti! —masculló Hoar antes de
salir.
Una vez estuvo sola, Rachel cerró rápidamente la puerta y guardó la
llave dentro del corpiño para mantenerla a salvo.
Cuando miró a su alrededor, descubrió la gran bandeja de fruta y queso
depositada en el extremo del escritorio. Cogió una naranja, se acurrucó en
la cama y empezó a pelarla. Aquella fruta tema un sabor increíblemente
dulce y maravilloso. Adoraría el olor de las naranjas durante el resto de su
vida.
Se recostó sobre las almohadas y cerró los ojos para dormir un poco. Lo
necesitaba. Si volvía a haber esperanza en su interior, quizá podría
resucitar a la Rachel luchadora que dirigía el Ice Maiden con fiereza y una
voluntad de hierro. Ahora que sabía que Noel iba en su busca, podría
manejar aquella horrible situación.
Sobreviviría sólo para que el hombre que amaba la estrechara entre sus
brazos una vez más.
Agotada, se sumergió en un profundo sueño, ajena al ajetreo en la
cubierta o al hecho de que el barco echara el ancla.
La hora de la verdad había llegado, pero Rachel estaba profundamente
dormida, sin saber que el barco ya había llegado a Halifax ni que Edmund
se quedó de pie junto a su cama durante mucho tiempo, después de haber
entrado en el camarote con una segunda llave.
31
Rachel no sabía cuántas semanas llevaban con los trineos, pero la luz del
sol estaba disminuyendo rápidamente con cada día que pasaba y el
interminable bosque de oscuras piceas se estaba volviendo menos denso;
los propios árboles eran más pequeños y retorcidos, apenas capaces de
sobrevivir al intenso frío que destrozaba la savia en su interior.
De igual modo que ella estaba destrozada en su interior.
Envuelta en pieles de caribú como el resto del grupo, viajaba sobre el
trineo algunas horas, y entonces, cuando ya no podía soportar el frío y las
interminables sacudidas sobre la gruesa tabla de madera, suplicaba que le
permitieran caminar junto a los perros aunque sólo fuera durante un rato.
Los días pasaban y Rachel se sentía cada vez más desesperanzada.
No había esperado encontrarse con Edmund observándola cuando se
despertó en Halifax. Pensó que la violaría y el terror de esa idea le subió
por la garganta como la bilis, pero el ataque no llegó. Edmund le explicó
que tenía prisa. El barco que los perseguía estaba a pocas horas de
distancia y tendrían que salir hacia la Tierra de Rupert de inmediato.
En los muelles les aguardaba una hilera de carromatos llenos de perros y
provisiones. Viajarían con los carromatos y las mulas tan al norte como les
fuera posible hasta que el hielo cubriera el suelo y pudieran continuar
mucho más rápido sobre los trineos.
Desde entonces, Edmund no la había molestado. El viaje lo agotaba. No
parecía estar de humor para lidiar con ella cuando tenía los pies fríos y sus
ropas estaban cubiertas de nieve. Los días pasaban repletos de agotamiento
y necesidad. Su único paso estaba marcado por el inestimable bulto de
víveres y utensilios que se habían visto obligados a dejar en la tundra un
día para mantener el ritmo.
Probablemente acabarían todos muertos y Rachel lo sabía. Edmund Hoar
era un hombre consentido e inexperto. El viaje a través de La Tierra de
Rupert era un desastre en todos los aspectos y aún tenían que soportar lo
peor del trayecto hasta York Factory, donde se encontrarían con vientos
superiores a ciento cincuenta kilómetros por hora y temperaturas que
bajaban fácilmente de los cuarenta grados bajo cero.
En su melancolía, se decía a sí misma que los pocos y breves momentos
de esperanza que sintió en el barco habían sido prematuros. No tenía
motivos reales para creer las palabras de su captor de que Magnus los
seguía. Su premura era evidente, pero Edmund podría estar dándose prisa
por un sinfín de motivos que no eran un amante con instintos asesinos
pisándoles los talones. El hecho de que el viaje fuera diez veces más duro
de lo que él hubiera imaginado y que se quejara de su malestar
constantemente era suficiente para hacer que cualquiera se apresurara.
Puede que le hubiera mentido sobre Magnus y ella se lo tenía bien
merecido. De todos modos, Noel había sido sólo un sueño. Ahora que
regresaba a la tierra que odiaba, comprendió que quizás ese fuera su lugar.
Había intentado forjar su destino en Northwyck, pero la naturaleza había
tomado el control y parecía adecuado que muriera en la maldita tundra.
Debería morir de frío, de hambre y de una soledad que jamás había creído
posible hasta que se obligó a aceptar el hecho de que Magnus no había
sentido ningún amor por ella y que nunca lo haría.
De pronto, una mano la empujó hacia delante y la sacó de sus
ensoñaciones. Detrás de ella caminaba el mismo marinero de rostro cruel
que la había sacado del pantoque. Había resultado ser muy estricto y
exigente. Cada vez que el frío la hacía sentirse caliente y somnolienta,
como una muerta andante, la despertaba de un empujón y la obligaba a
caminar. Por qué motivo, eso ya no lo sabía. Caminaban sólo para poder
encontrar una tardía muerte en otro lugar. Solos. Como Franklin había
encontrado la suya.
Polvo eran y en polvo se convertirían, o quizá en hielo.
Y después, todos desaparecerían.
Magnus hacía avanzar a los perros con dureza, libre de la necesidad de
compañeros. Tenía experiencia en el hielo del norte. Al igual que los
nativos, que habían sido sus maestros, lo único que necesitaba era a sus
perros y un cuchillo para sobrevivir en el infierno en el que la mayoría
morían.
Nada lo detenía. Estaba decidido a llegar a York Factory antes que Hoar,
ya que era imposible saber dónde se encontraba la expedición que había
salido antes que él. En las vastas extensiones de bosque que lentamente
cedía paso al desierto de la tundra, la expedición de Hoar podía estar a
ochenta kilómetros al este o al oeste del lugar donde él se encontraba.
Pero el recuerdo de Rachel era suficiente para impulsarlo más y más
rápido de lo que hubiera ido nunca. Varios proveedores habían visto salir al
grupo del Arctos y le dijeron que se dirigía a York Factory. También le
hablaron de la mujer que los acompañaba. Era bella, con el pelo rubio y un
hermoso rostro. Pero lo que más recordaban era que, bajo las pieles,
llevaba un andrajoso vestido de baile de color morado, roto y sucio, sin
crinolina.
A Magnus se le paró el corazón al escuchar las noticias. Seguía la pista
correcta, sin embargo, las descripciones de Rachel, delgada y pálida, no le
gustaron. Era un duro viaje hasta York Factory. Una vez allí, sabía que
seguramente quedarían atrapados durante meses. Pero conocía bien al
factor de Hudson Bay y a su encantadora esposa. Cuidarían de ellos todo el
tiempo que Rachel y él necesitaran quedarse para pasar el invierno.
Hoar, en cambio, quedaría enterrado bajo el hielo en breve. Él se
encargaría de ello. Si Grisholm Magnus se encontraba en algún lugar en el
interior de su hijo, estaba allí, en el brillo asesino de los ojos de Noel.
Edmund moriría por lo que había hecho. Había secuestrado a la única
mujer que Noel había amado nunca, a la única a la que había sido capaz de
amar.
Y pagaría por ello el precio más alto.
—¡Pararemos aquí! —gritó Hoar en medio de un viento de ochenta
kilómetros por hora.
El cielo estaba oscuro a pesar de que apenas era la hora del té. Los
hombres y los perros formaron un círculo. Se cavaron zanjas y se
levantaron las tiendas de caribú, pero la nieve no era profunda. Contaban
con muy poca protección contra el constante viento y el intenso frío.
Agotada, Rachel ayudó a cavar el agujero donde dormiría. Anhelaba
acurrucarse junto al hornillo de petróleo que el cocinero ya había
encendido, pero no lo haría, porque, para protegerse, se mantenía lo más
lejos posible de los hombres desde que una noche, uno de ellos había
intentado meterse en su improvisada tienda.
Edmund oyó la refriega cuando Rachel luchó contra el violador e hizo
que sacaran al agresor de la tienda y lo mataran de un disparo delante de
todos.
Ahora, los hombres la miraban con miedo. Esa era su salvación.
—Ve a por leña —le ordenó Edmund con el rostro iluminado por la
brillante luz del hornillo del campamento.
Rachel abandonó el campamento consolándose con el hecho de que Hoar
no parecía ya el consentido caballero que era. En lugar de parecer
descuidado y masculino con la barba y la piel quemada, parecía enfermo.
Le habían aparecido unas oscuras y profundas ojeras bajo los ojos. Tenía la
punta de la nariz cortada por su inexperiencia con el frío, y la piel en carne
viva y negra alrededor de los bordes, donde se había congelado y
descongelado, le producía un dolor espantoso.
Se estaban quedando sin comida y combustible. De nuevo, en su
inexperiencia, los hombres habían encendido el hornillo de petróleo para
hacer la comida rápido cuando se encontraban en el interior de los negros
bosques de piceas. Pero ahora la tundra se aproximaba. Allí prácticamente
no dispondrían de leña y sufrirían por ello antes de llegar a York Factory.
Rachel intentó hacérselo entender, pero Edmund la despreciaba a ella y a
todos los años que había pasado en Herschel. Era sólo una mujer, una
estúpida mujer. Y él contaba con los hombres más duros de Nueva York en
la expedición, por lo que viajarían confortablemente.
Sin embargo, el confort era escaso y el frío intenso en ese clima, y
Rachel creía que, en cuanto se acabara el combustible para cocinar la
comida, no durarían mucho tiempo. Ella podría sobrevivir a base de
muktuk y grasa de ballena, lo había comido antes, pero, tal y como
revelaban las cartas de Franklin encontradas en la tundra, estaba segura de
que los hombres de la expedición pondrían a prueba los elementos y
morirían de hambre antes de comer carne cruda.
El viento dejó de soplar por un momento y aprovechó la oportunidad
para adentrarse en el bosque de piceas y recoger la leña que pudiera haber
por encima de la nieve. Si le hubieran permitido llevar un cuchillo podría
haber cortado ramas de sauce, ya que esos árboles aún eran lo bastante
exuberantes para crecer al nivel de los ojos. Pero no le permitían llevar
ningún cuchillo, otro obstáculo más para su supervivencia.
En la distancia, escuchó el aullido de un lobo ártico. Detrás de ella, la
luz del hornillo de campaña centelleaba como una estrella que hubiera
caído sobre un campo de hielo. Podía verse a kilómetros de distancia en
aquella tierra baja y llana.
Deseando fervientemente escaparse, pero consciente de que si dejaba al
grupo, sería su perdición, continuó con su tarea, alejándose más y más del
campamento. Si hubiera sido una cobarde, se hubiera mantenido más cerca
de la luz. Aún estaban demasiado al sur para que hubiera osos polares, pero
los osos pardos sí solían vagar por esa parte de Hudson Bay. De hecho, se
les había visto buscando comida en medio de la noche y acostumbraban a
matar en cualquier momento. Pero Rachel se negó a sentirse asustada.
Aquel respiro lejos de Hoar y del resto del repulsivo grupo que le
acompañaba era suficiente para que le mereciera la pena aventurarse más
lejos y para que se arriesgara a encontrarse con un oso.
Se detuvo y volvió a escuchar el lejano aullido y los chillidos. Por
alguna razón, el sonido la preocupó. Los lobos árticos generalmente no
hacían tanto ruido en ese momento tan próximo al anochecer. El sonido era
más similar al de los perros de un hombre que estuvieran acomodándose
para pasar la noche.
Miró en dirección al ruido y dio varios pasos antes de que la atraparan y
de que una mano le tapara la boca.
—Shhh... —le susurraron al oído—. Tranquila.
La joven no pudo evitar temblar violentamente. Sabía a quién pertenecía
aquella voz, pero en la oscuridad no pudo distinguir ese rostro que tan bien
conocía.
—¿Has venido a por mí? ¿De verdad? —preguntó, conteniendo ardientes
lágrimas que se congelarían en el intenso frío y le dañarían los ojos.
—He estado buscándote toda mi vida —susurró Magnus, abrazándola
con fuerza.
Rachel sintió un indescriptible alivio y se dejó caer sobre él segura de
que nunca sería capaz de volverse a apartar de sus brazos. Se quedaron allí
de pie durante varios minutos en silencio. Cada uno abrazaba el cuerpo
cubierto por el pesado y rígido caribú del otro.
—Vamos. Te daré de comer en mi campamento. Estaremos en York
Factory en menos de una semana y la esposa del factor se encargará de que
estés bien cuidada. —Magnus la cogió de la mano y la guió lejos del
campamento de Hoar—. Los volveremos a ver en York Factory —le
explicó—. No quedarán sin castigo, pero primero me encargaré de que
estés a salvo.
En silencio, Rachel le permitió que la llevara hasta el trineo y los perros.
Desde el campamento de Noel, pudo ver el fuego del hornillo de Hoar a
varios kilómetros de distancia. Así era como la había encontrado al fin.
—No podemos arriesgarnos a encender un fuego aquí. Acamparemos
más cómodamente en la colina que se alza a un kilómetro o dos más
adelante. —Hizo que se acomodara sobre el trineo, la tapó con varias
pieles de oso polar y volvió a enganchar a los perros.
—Temí morir durante mi cautiverio. —La voz de la joven sonó débil por
el frío y la indescriptible felicidad. Noel se acercó a ella, se inclinó y le dio
un cálido y profundo beso en la boca—. Pero luché con todas mis fueras
para sobrevivir y recé para que me encontraras.
Aturdida, intentó reírse a pesar de que apenas tenía fuerzas. Noel la
estudió claramente preocupado por su frágil salud, pero Rachel se sentía
plena y feliz. Él había ido a por ella. Ahora todo iría bien. Nada podría
hacer que se rindiera, a excepción de un cuchillo en la garganta.
—¿Me quieres, Noel? —le susurró tan bajo que estuvo segura de que no
la había oído. Hizo una pausa y, al no obtener respuesta, siguió hablando
medio delirante—. Porque yo te quiero. El día del baile iba a reunirme
contigo a medianoche y rogarte que continuáramos...
Deseaba dormir. Repentinamente caliente bajo las exuberantes pieles
blancas, se quedó dormida, pero no antes de escuchar las palabras que
resonaron en el viento del norte.
—Te quiero, Rachel. Te quiero.
32
Oh, entonces, detente sobre las pisadas de los heroicos hombres
que convirtieron el amplio desierto en un jardín. Donde Parry
conquistó la muerte y Franklin cedió a ella.
—CHARLES DICKENS
Rachel estaba sentada junto a la estufa en la biblioteca de York Factory
con una taza de estofado de caribú en las manos. Aún se sentía lánguida y
débil después de haber pasado allí varios días, pero estaba recuperando
fuerzas rápidamente.
—¿Te apetece algo más de té? ¿O algunos bollos? —La señora
MacTavish, una anciana escocesa acostumbrada a los rigores del norte, la
estudió con una mirada amable—. El bebé necesita alimento —la
reprendió al tiempo que colocaba otro bollo caliente sobre un plato que
había a su lado.
Rachel le sonrió agradecida. Si no fuera por los tiernos cuidados de
aquella mujer y los del propio factor, seguramente habría muerto. Magnus
y ella llegaron a York en un tiempo record. Recordaba a la perfección el
momento en que atisbaron la estación cerniéndose en la distancia. Su alta
cúpula fue una grata vista después de tantas penurias.
Pero, en cuanto llegaron, empezaron los dolores. Una agonía de horribles
contracciones que obligaban a su estómago a ponerse rígido como el
hierro. Fue entonces cuando comprendió que estaba embarazada y el dolor
de perder el bebé de Magnus le pareció imposible de soportar.
Sin embargo, bajo los cuidados de la señora MacTavish, con reposo,
calor y buena comida, consiguió recuperar la salud. Rachel apoyaba la
mano en su vientre todas las noches como si fuera un talismán, como si el
hecho de desear que su bebé estuviera sano, pudiera lograr que se hiciera
realidad. Pero las supersticiones y el miedo la empezaron a dominar.
Estaba una vez más en el norte. La vida era frágil; el camino peligroso. Lo
único que tenía a su favor es que allí el coste social de un bebé bastardo no
era el mismo que en Northwyck. Se encontraba entre amigos que no la
lapidarían y que le ayudarían a mantener esa nueva vida tan
desesperadamente deseada en su interior.
—¿Oigo perros? —murmuró al tiempo que se levantaba para acercarse a
la diminuta ventana en la casa del factor.
La señora MacTavish negó tristemente con la cabeza y la hizo sentarse
de nuevo.
—No debes preocuparte. Magnus estará de vuelta lo antes que pueda.
Rachel deseaba llorar, pero no podía gastar energía en ello. En cuanto
Noel vio que empezaba a recuperarse y que no corría peligro de perder al
bebé, se marchó para encontrar a Hoar. La joven le había rogado y
suplicado que esperara a que la expedición llegara a York, pero Magnus
estaba impaciente por hacer justicia. Hoar casi le había hecho perder todo
lo que le importaba, le había explicado, y ahora lo pagaría.
—No debes preocuparte. ¿Quieres leer algo para entretenerte? —le
preguntó la mujer.
Rachel recorrió con la mirada las increíbles estanterías cubiertas de
libros que la rodeaban. Era una biblioteca impresionante de primeras
ediciones, desde Dickens hasta Sir Walter Scott. Todos los libros que
habían sido traídos al asentamiento se habían guardado en la biblioteca de
York, remontándose al siglo XVIII.
Sin embargo, no sentía ningún deseo de leer hasta que Magnus regresara.
Parecía que nada podía alejar su mente de ese tema, hasta que la señora
MacTavish empezó a darle conversación.
—¿Sabías que yo conocía a tu padre? —empezó la anciana mientras se
acomodaba frente a ella en la otra silla Windsor—. De hecho, cuando
visitó por última vez York, hace muchos años, se habló de un compromiso.
Bueno, no pretendo decir que las cosas fueran tan lejos. El regresó a
Herschel y yo me marche a Red River para ejercer de maestra, pero
siempre mantuve la esperanza de que él regresara. — Sonrió a Rachel—.
Perdóname. No es mi intención faltar al respeto a tu madre. Es que siempre
le tuve cariño a tu padre y ahora que está muerto y enterrado, creo que no
soy irrespetuosa al contártelo.
—No sabía nada —dijo Rachel con una sonrisa. Siempre le guardaría
cariño a la señora MacTavish después de lo amable que había sido con ella
—. Pero creo que hubiera sido buena para él. En cualquier caso, puede que
haya salvado a su nieto, así que quizá debería considerarla familia aunque
no se casara con mi padre.
—Oh, qué amable de tu parte, querida. —Pareció que los ojos se le
llenaban de lágrimas—. No conservo ningún verdadero recuerdo de tu
padre. Sólo la carta de Franklin que guardamos aquí en la biblioteca. De
hecho, la he leído entera, cada línea, sólo por saber que él hizo lo mismo.
—¿Una carta de Franklin? —inquirió Rachel asombrada.
—Sí. Tu padre dijo que no la necesitaba para nada, y el factor Hargrave,
que estaba de servicio aquí, pensó en guardarla en la biblioteca.
—¿Puedo verla? —casi balbuceó Rachel.
—Por supuesto. —La señora MacTavish se levantó y se acercó a una
estantería atestada de gruesos volúmenes. Del interior del Inferno de
Dante, sacó un trozo de papel amarillento—. Dijo que la había encontrado
mientras cazaba renos. Estaba debajo de unas rocas. — Le entregó el papel
a Rachel.
El corazón de la joven empezó a latir con violencia. Inclinó la cabeza y
leyó la breve página del diario, escrita con letras largas y débiles.
Marzo 1847
Me dirijo al norte, hacia nuestro barco, el HMS Terror. Dejo el Corazón
negro para que su maldición no recaiga más en mí...
Sir John Franklin
Satisfecha, Rachel alzó la cabeza. Su padre había encontrado el ópalo y
la carta bajo un grupo de rocas en las tierras bajas, pero nunca encontrarían
a Franklin cerca de York. El explorador se había dirigido al norte y sus
huesos probablemente descansaran en algún lugar de la vasta tundra. Puede
incluso que su última morada no fuera descubierta nunca.
—Es asombroso, ¿no crees? Ese hombre recorrió un largo camino. —La
señora MacTavish sirvió una taza de té para cada una de un samovar.
Rachel bebió de la taza que le entregó, contenta de que parte del misterio
se hubiera resuelto. Sus pensamientos vagaron hasta Noel, y anheló tenerlo
de vuelta. La tierra se había llevado a Franklin, y el hombre que amaba
también era mortal.
Magnus se adentró en el campamento sin titubear. No se veía ningún
movimiento a pesar de que el sol brillaba bajo en el horizonte y las tiendas
de caribú estaban aún sujetas a la nieve. El hedor a excrementos quemados
impregnaba el aire.
Bajó del trineo y el viento se calmó como si lo hiciera en señal de
respeto por los muertos. Los perros de la expedición, cubiertos por
completo de nieve, usaron sus últimas fuerzas para ver quién era el recién
llegado. Magnus los ató a su trineo y les dio de comer trucha ártica
congelada. La mayoría de los perros no llegarían hasta York, pero su
grueso pelaje les había ayudado mucho en los días de frío y hambre.
Exploró las tiendas de campaña y fue encontrando cuerpo tras cuerpo,
acurrucados en el interior, congelados con los rostros pálidos y los ojos
cerrados. Los hombres habían formado un círculo alrededor de un hornillo
que hacía tiempo que se había quedado sin combustible. Sin leña que
quemar, habían usado los excrementos secos que también se habían
agotado. El viento había minado rápidamente el resto de vida que les
quedaba sin más energía para mantenerlos calientes.
Encontró a Hoar en la última tienda.
Magnus se agachó y le sorprendió descubrir que aún estaba vivo y que lo
miraba fijamente con la piel de la cara levantada por la congelación.
—Has venido a por mí —masculló Edmund arrastrando las palabras.
Magnus se quedó mirándolo y, poco a poco, el odio en su expresión se
transformó en compasión.
—Tu obsesión por Franklin al final ha hecho que acabes igual que él.
—Llévame contigo —imploró—. Todavía estoy vivo.
Magnus apretó la mandíbula.
—Tú no habrías mostrado compasión conmigo ni con mi esposa.
—Llévame... llévame... —le suplicó Hoar.
Sus manos, congeladas y convertidas en muñones de dedos negros,
intentaron aferrarse a su enemigo, pero el esfuerzo se llevó con él el último
resquicio de vida. Murió aún aferrado a Magnus con los ojos abiertos de
par en par por el terror de encontrarse con la muerte.
Epílogo
Rachel sostuvo a su inquieto hijo en brazos mientras se celebraba la
ceremonia. El conservador jefe del Museo de Nueva York colocó el ópalo
en una caja de terciopelo negro que estaría iluminada constantemente por
una lámpara de gas. Debajo de ésta, había una placa que decía
simplemente:
EL CORAZÓN NEGRO.
Una donación del señor Noel Magnus y su esposa.
El capitán Leopold M’Clintock le ofreció a Magnus la llave de la caja.
Éste procedió a cerrarla y luego, a su vez, entregó la llave al pequeño Noel,
solo para que el niño la tirara al suelo al cabo de unos segundos.
El grupo se rió y Clare la recogió para dársela de nuevo a su hermanito.
—¡Vaya día! —comentó Rachel a Noel cuando la rodeó con el brazo
para contemplar su donación.
Llevaban en casa menos de un mes. Por el bien de la salud de Rachel y
de su hijo, la joven había dado a luz en York Factory. Ahora el bebé tenía
seis meses e intentaba agarrarlo todo, sobre todo a su hermano Tommy y a
su hermana Clare.
Cuando regresaron a Northwyck, Noel mandó llamar a un sacerdote. Se
dirigieron a las ruinas de la vieja capilla familiar y allí se comprometió por
completo con Rachel. Habían asistido pocos invitados a su matrimonio.
Sólo Betsy y Nathan, Tommy y Clare habían actuado como testigos. El
sacerdote vio sus manos tan rebosantes de oro que incluso consintió en
cambiar la fecha de la boda para que coincidiera con la llegada de los hijos
más mayores.
Ahora, por muy milagroso que pareciera, eran una familia.
Magnus se había negado a hablar mucho sobre Hoar o sobre el estado en
el que lo había encontrado, pero a algunos fantasmas era mejor enterrarlos
y Rachel había dejado de preguntar al respecto.
En el museo, aunque el edificio estaba repleto de espectadores y
dignatarios, Rachel se sintió como si no hubiera nadie más a su alrededor.
La calidez en la mirada de su esposo hacía que todo lo demás
desapareciese para ella, a excepción del amor que sentían el uno por el
otro. Habían pasado por muchas cosas juntos y ahora su unión era para toda
la eternidad.
—Te quiero —le susurró Noel sonriente.
Balbuceando, el bebé alargó una mano hacia su padre y él lo cogió en
brazos.
Tommy y Clare se quedaron en un rincón del museo, entretenidos con el
relato del famoso capitán M’Clintock acerca de cómo había descubierto la
expedición perdida de Franklin en la isla King William mientras Rachel y
Magnus estaban atrapados en York Factory.
Rachel se volvió hacia su esposo, que miraba con atención al capitán y a
los dos niños.
—¿Sientes no haber sido tú quien encontró finalmente a Franklin? —le
preguntó en voz baja, acariciándole el brazo—. Dime la verdad.
Noel la besó en los labios durante largos segundos delante de la
distinguida multitud de visitantes antes de responder.
—En lugar de los huesos de un hombre muerto, he encontrado la vida.
—Ignorando el decoro, estrechó contra sí con cuidado a su esposa y al bebé
—. ¿Qué más puedo pedir?
Notas
[←1]
Rip Van Vinkle es el protagonista de un cuento corto de Washington Irving.
Table of Contents
(Sin título)
Primera Parte
Demasiado frío para dormir solo
1
Segunda Parte
La viuda alegre
2
3
4
5
6
7
Tercera Parte
Una guerra sin cuartel
8
9
10
11
12
13
14
15
16
17
18
19
20
21
22
23
24
25
26
27
28
29
30
31
32
Epílogo
Notas
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