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Rufino Tamayo: Mi único lenguaje es la pintura
A las cinco de la tarde cae la lluvia en San Ángel y en la casa de Rufino Tamayo hay un
combate de colores. El jardín trata de imponer al instante la gama de sus verdes; siete
“azulejos” embalsamados en una caja de cristal pretenden que se imponga el tono eléctrico
de su plumaje. Triunfa la vitalidad de lo verde.
“Son los árboles de Tamayo”, me dice Olga, esposa e incansable colaboradora del
gran pintor. “El jardín y los perros, ‘Pili’ y ‘Pepa’, son lo único que le interesa de la casa.
Tamayo no sabe nada de cosas prácticas. Ah, sí: pintó las sillas del comedor. Le digo que las
firme.” Olga ríe y me mira inquisitiva.
Trasponemos los muros de cristal. Recomienza la lluvia. Olga vuelve a señalar hacia
los árboles: “Aquel alto del fondo es un aguacate; los otros, sabrá Dios. Lo que más tengo
son azaleas. Muchas, de todos colores, siempre. No es porque tengan un significado
especial. Si lo tienen, no me lo digas porque soy muy supersticiosa.”
Entre filas de helechos y flores avanzamos hacia el muro lateral. Altos bambúes
forman un techo protector e invitan al paseo. Entramos en la sala llena de maravillas: “Todo
es mexicano, excepto aquella máscara y este pedazo de puerta, que son africanas.” La
calavera guerrerense recubierta de turquesas, la escena dieciochesca poblana, la colección
de cocos tallados “seguramente con un clavo por los presos de San Juan de Ulúa”, las
mujeres de barro que guardan las cadencias del Istmo: cada objeto advierte que Rufino
Tamayo vive y trabaja en esta casa. Se halla en sus cuadros, en el objeto más preciado para
Olga —un niñito que sonríe desde hace cuatro mil años— y sobre todo en el gigantesco
cuadro de sandías que preside el comedor y parece contener todos los rojos y todas las
sensualidades de la tierra.
Vamos hacia el estudio. En un nicho está un busto de Olga: “Lo hizo una muchacha
norteamericana, magnífica, Lorraine Pinto. Dicen que como la escultura se quedó en
plastilina no durará, pero no importa: no quise que lo vaciaran en bronce porque no soy
Benito Juárez.”
En el descanso de la escalera una pequeña exposición de obras prehispánicas. Entre
todas hay una notable por su belleza insólita: “Es de la zona veracruzana, tan rica, y
realmente rara pues se trata de un figura erótica.” Olga señala al “animal de dos espaldas” de
que hablaron Shakespeare y Rabelais: el ser mitológico que forman los amantes
entrelazados.
A continuación me muestra una estantería donde tiene “mi arte popular”: una Virgen y
un Cristo, un Santo Niño, un retrato de Tamayo, “que le tomaron para el Vogue ya no me
acuerdo en qué año”, y junto a él su primera acuarela enmarcada con una modestia y una
sencillez conmovedoras: se trata de un niño indígena y descalzo que está junto a un
fonógrafo, aunque por su gesto de abstracción no parece escucharlo: “No, claro que no es un
autorretrato. Era un chiquillo entonces. ¿Cómo iba a estar pensando en esas cosas?” Olga,
siempre ávida de belleza, me explica el valor de un formación de calcita y otra, blanca y
naranja, que conserva en sus resplandores el crepúsculo de los desiertos: “Sí, claro que la
puedes tocar. ¿No es maravillosa?”
Bajamos escalones de ladrillo. Huele a pintura y a madera. Tamayo aparece en el
umbral, medio cuerpo y toda sonrisa. Con los pinceles en la mano izquierda, me tiende la
derecha. Viste camisa de algodón a rayas, huaraches y un mandil de pintor. A los 80 años
cumplidos en agosto del año pasado (1979), Tamayo aparece luminoso, erguido, fuerte, sin
edad. De inmediato me informa que en el estudio pasa ocho horas diarias.
CRISTINA PACHECO: ¿Nunca le dan ganas de huir de ese horario tan estricto?, ¿no se le
antoja salir corriendo?
RUFINO TAMAYO: ¿Salir corriendo?... No —me dice con una sonrisa que marca los puntos
suspensivos—. Salir sí, a veces.
¿Jamás deja nada inconcluso? Cuando algún cuadro se le resiste, ¿lo abandona?,
¿cambia su proyecto por otro?
—Jamas deja nada inconcluso y cuando algo le cuesta trabajo, en vez de abandonarlo sigue
y se empeña. Es muy terco. Nunca se da por vencido —dice Olga.
Calidez, armonía y recogimiento
Tamayo sugiere que vayamos a conversar a un sitio más cómodo. Elige la salita que es de
Olga y preside un Tápies.
¿Por qué no seguimos hablando de su método de trabajo?
Entro en el estudio a las diez de la mañana, salgo a la hora de comer y regreso por la tarde,
hasta que ajusto mis ocho horas.
El arte es constancia, oficio; ¿no es inspiración?
Hay artistas que esperan a que lleguen las musas; yo no: no creo en ellas. Si además de la
constancia y el oficio llegan a auxiliar al pintor, qué bueno; pero aquel que vive esperándolas,
está amolado... —Tamayo sonríe, enlaza sus manos, se toca la cabellera espléndida, y
aguarda—.
Tiene usted fama de hombre silencioso
En general lo soy. Las palabras me molestan. Mi lenguaje es la pintura. Si aparte de este
lenguaje plástico uso el fonético, siento que estoy haciendo algo innecesario. Lo que tengo
que decir lo expreso en mi pintura.
Cada persona habla de una manera diferente, prefiere ciertos términos. Si para usted
los colores son palabras, ¿cuál es su predilecto?
Si usara una sola palabra —en ese caso un solo color— mi expresión sería muy limitada. Los
uso todos, pero me inclino más por los colores cálidos. Desde luego, en una obra tiene que
haber armonía. Todos los elementos que se usan en la pintura deben jugar el mismo papel
para que no haya discordancias, lo cual es una cosa muy difícil.
Usted ha dicho que le interesa llegar al pueblo; sin embargo, no creo que la pintura
sea actualmente la más democrática de las artes, no creo que llegue a todo el mundo.
Ni tiene por qué llegar. Hay muchas formas de comunicarse con la gente en el terreno
artístico. Además, no a todo el mundo le gustan todas las formas de arte. Esta especie de
discriminación no me parece mal. Aquella persona a quien le gustan todas las artes, que es
capaz de disfrutarlas todas, posee indudablemente un don extraordinario.
Además de la pintura, ¿cuál de las artes es su predilecta?
La música, de la que disfruto grandemente.
¿La pintura está hecha de luz y rodeada de silencio?
La pintura implica cierto recogimiento porque uno está meditando en lo que hace. A veces
pongo música mientras trabajo. Las notas me ayudan, me acompañan... La pintura, la
música, la literatura, son manifestaciones diversas del arte y también son lo mismo, aunque
el lenguaje y los métodos sean distintos.
Arte y mundo
Su arte es armonía: ¿cabe en la discordancia del mundo?
Naturalmente que sí. El artista en general tiene que estar pendiente de la vida en torno a él.
Es decir, tiene que ser actual, expresar lo que está aconteciendo en su momento. Por eso
cometen un error los artistas que pretenden ser renacentistas en una época que no lo es. El
artista debe reflejar su momento. Hacerlo significa que su trabajo es tan vivo y novedoso, tan
insólito y cambiante como el mundo mismo.
Muchas personas lo suponen un artista al margen de la política
Pues es un error —Tamayo me mira con severidad, disgusto, desconfianza—. Todo tiene
que ver con la política. Somos animales políticos, de derecha o de izquierda o del centro. Lo
que pasa conmigo lo he declarado siempre: el arte es algo tan extraordinario y tiene un
lenguaje tan propio, que ponerlo al servicio de todo lo que no sea él mismo lo degrada. Los
artistas que profesan una ideología y ponen su arte al servicio de ella están haciendo
periodismo o ilustraciones, pero no arte. El artista puede ser un político como hombre, no
como artista.
La persona y el artista, ¿no son lo mismo?
Es fácil afirmarlo, pero no es cierto. Los pintores políticos reflejan su sentido político en la
superficie de la pintura, como para exhibir, para demostrar, pero no en el fondo de ella.
Si todos nuestros actos son políticos, con mayor razón debería serlo el arte.
Naturalmente; pero la política respecto de la pintura debe estar detrás de ella y no encima.
La política también es un arte.
Claro, para algunos —entre los cuales me cuento—; para otros es ciencia, pero desde luego
no es pintura.
Con los pueblos, contra las dictaduras
Sin embargo usted, como el gran pintor Rufino Tamayo, acaba de realizar un acto
político de inmensa significación: ha rechazado la Orden del Quetzal, la máxima
condecoración guatemalteca para un extranjero, que le ofreció el gobierno de ese país.
Mucha gente piensa, por el hecho de que no hago pintura política en el sentido en que
hablábamos antes, que soy una gente de derecha. Al rechazar la Orden del Quetzal aclaro
mi posición. Individual, particularmente, hago muchas cosas que los demagogos que
pretenden ser de izquierda jamás llegarían a hacer. Esas gentes hablan mucho, pero
realmente no hacen nada por el pueblo.
A otro admirable pintor, Carlos Mérida, le ha sido otorgada el Águila Azteca.
Mérida está recibiendo una condecoración de un gobierno democrático y es lógico que la
reciba. El gobierno guatemalteco quiso corresponder haciendo lo mismo conmigo, es decir
condecorándome, sin darse cuenta de que se trata de un gobierno distinto.
La misma recompensa le fue otorgada a un amigo a quien usted y yo queremos y
admiramos entrañablemente: Luis Cardoza y Aragón.
Cardoza indudablemente la merece. Siempre ha sido un rebelde; Mérida, que yo sepa, no lo
ha sido.
¿Rechazo usted la Orden del Quetzal por la matanza de la embajada española en
Guatemala?
Debo aclarar que la condecoración se me ofreció mucho antes de eso, así que mi gesto no
es oportunista. No la acepté porque no me lo permiten mis ideas políticas; estoy en contra de
regímenes como los que desgraciadamente prevalecen en casi todos los países
latinoamericanos. Me manifiesto en contra de cualquier dictadura y me solidarizo con los
pueblos que luchas por conquistar su libertad ya que su lucha es la más justa de todas.
Habría rechazado esa condecoración si hubiera venido de cualquier gobierno semejante al
que desdichadamente impera en Guatemala. Insisto en que hay que solidarizarse con los
pueblos que luchas por ser libres y dignos. Lo mismo me duele lo ocurrido en Vietnam que
me afectan los sucesos más recientes de El Salvador. Mire usted, desde que vino a verme a
mi casa el embajador Jorge Palmieri le hice sentir, con un ambiente hostil, que había ido a
tocar a la casa equivocada. De mi absoluto rechazo es testigo Luis Suárez, que estaba de
visita allá en ese momento, y cuya filiación de izquierda todos conocemos.
¿Cree usted que su acto es comparable a la célebre afirmación de García Márquez?
(“No publicaré otra novela mientras no caiga Pinochet.”)
No. En primer lugar, yo no haría una declaración semejante. El arte es tan importante que
nada justifica sacrificarlo. Mi gesto es el de un hombre que, por su trabajo o por lo que usted
guste, tiene cierta significación. Supongo que represento algo en el mundo del arte, por ello
cuanto diga en contra de un gobierno represor puede repercutir en su contra e incluso
provocar que reflexionen gentes que no habían pensado en ello. No es la primera vez que
me solidarizo con un pueblo hermano: en los treinta, cuando estaba en Nueva York, di todo
mi apoyo y mi más sincera ayuda a la república española.
De modo que un artista sí puede influir en la política.
Desde luego. Voy a citarle un caso importante: Picasso. Él nunca pintó temas políticos,
aunque se ha pretendido ver en Guernica una demostración de la eficacia del arte político.
Ese magnífico cuadro sobrevive porque es un obra de arte, pero no por su contenido, que
está tratado en forma tan abstracta que no es ilustrativo. Cundo el tema político es muy claro
eso se debe, casi siempre, a que se sacrifica el arte. Eso es fácil de comprobar en el
muralismo. Allí el ardor es más grande que el ardor artístico. Un caso concreto es el de
Siqueiros. David tenía una indudable madera de pintor, pero sacrificó esas cualidades en
aras de la representación política. Otro caso curioso: no sé si aún siga exhibiéndose en la
URSS la exposición de Orozco, pero he sabido que allí el pueblo no entendió el mensaje
político. En el caso de Orozco hay cierta ambigüedad: lo mismo pinta un Cristo revolucionario
que a un burgués corrupto y otras cosas. Orozco era, más que nada, un anarquista.
Contra los demagogos
Como en los treinta, la crisis económica hace que todo el mundo —en particular, y
como es natural los más afectados— hoy se interese apasionadamente por la política.
¿Cree usted que esto abre la oportunidad de un neomuralismo mexicano como el que
propone, por ejemplo, Arnold Belkin?
Podría ocurrir porque el muralismo, al fin y al cabo, es una forma pictórica como tantas otras.
Sin embargo, me parece mucho más importante la pintura de caballete porque el muralismo
impone muchas limitaciones al pintor: la arquitectura, por ejemplo. En el caballete el artista
es más libre: la tela es un laboratorio y representa, por lo tanto, la maravillosa posibilidad del
experimento. El muralismo en su concepto, en su concepción, en el recurso mismo del
fresco, corresponde a una forma artística del siglo XVI. El verdadero sentido, la idea del arte,
no está en las dimensiones o en la forma externa sino en el contenido.
Se dice que los muros son del pueblo y constituyen el mejor medio para llegar a él.
Eso es pura demagogia. La cantidad de pueblo que asiste a un museo es mínima en
comparación al número de visitantes extranjeros que acuden a él. El pueblo está en el
trabajo, fuera de los edificios públicos, no adentro. El pueblo está en la calle, en los
mercados, en el campo, y no viendo los murales.
¿De qué manera lo atrae, le atañe la vida popular?
De todas: por los colores, las formas, los sonidos. Mis cuadros, mis temas siguen siendo
populares. En este momento las artes están en crisis debido a que a partir de la última guerra
la tecnología se puso a la cabeza en el mundo. Hoy los hombres pueden desplazarse, ir a la
luna, gracias a los adelantos científicos y tecnológicos que, precisamente por ser tan
grandes, han venido a desplazar a las artes, que antes eran la expresión suprema de la
inteligencia y el espíritu. Las artes quedaron a la zaga. A eso se debe que a partir de la
posguerra el arte haya dado lugar a tantas modificaciones. Muchos de esos movimientos
fracasaron; otros no, por ejemplo el arte cinético, que ya no corresponde a ninguna de las
artes tradicionales sino que es una mezcla que incluye la electrónica. Son objetos en
movimiento donde, gracias a la electrónica, los colores cambian. Esto abre nuevos caminos
al arte, que debe ir al ritmo de los tiempos.
¿El artista debe testimoniar su época?
No sólo eso, porque entonces se vuelve otra cosa. El artista es una antena que absorbe lo
que ocurre en torno suyo a fin de producir algo nuevo. Los muralistas, por ejemplo, reflejaron
fielmente y de allí que su función sea, sobre todo, la de cronistas.
Si Rufino Tamayo encabezara en este momento una rebelión, ¿quiénes estarían a su
lado?
El pueblo, en el que abundan los artistas; la gente sana que piensa que es necesario
solucionar las injusticias que ensombrecen el mundo con actos y no nada más con palabras.
Trataría de que estuvieran junto a mí seres que entienden la política como una serie de
hechos congruentes. Pero me mantendría lejos, lo más lejos, lo más lejos posible, de los
exhibicionistas que hacen demagogia del arte, de la política y de la vida.
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