Trabajando con pacientes en los que falla la capacidad de

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Trabajando con pacientes en los que falla la capacidad de mentalizar
Gustavo Lanza Castelli
La experiencia compartida de gran número de psicoanalista y terapeutas de las más
diversas latitudes y orientaciones, muestra con elocuencia que hoy en día es poco
habitual encontrar en nuestros consultorios a pacientes neuróticos. El trabajo clínico de
las últimas décadas nos ha vuelto sensibles a las ansiedades arcaicas, las defensas
primitivas, las formas rudimentarias o perturbadas de la experiencia de sí, los trastornos
del pensamiento y de la capacidad de simbolizar, etc., que encontramos en muchos de los
pacientes que nos consultan. Los denominamos pacientes no neuróticos (Green, 2002);
nuevas enfermedades del alma (Kristeva, 1993); personalidades primitivas (Robbins,
1996); trastornos graves de la personalidad (Ingelmo Fernández et al., 2012, Kernberg,
1984), desórdenes borderline de la personalidad (Bateman, Fonagy, 2003), y entre ellos
encontramos sujetos narcisistas, borderline, anoréxicos, psicosomáticos, adictos,
actuadores, etc.
Sin embargo, la mejor comprensión que tenemos de estas organizaciones no se ha
traducido siempre en la puesta en práctica de medios específicos y pertinentes para su
abordaje clínico. “Es todavía una creencia generalizada que, aún con pacientes
severamente perturbados, la principal herramienta para promover el cambio es la
interpretación” (Lecours, 2007, p. 895). No obstante, según la experiencia de otros
colegas (Bateman, Fonagy, 2006; Bruch, 1973; Green, 1990; Lecours, 2007; Robbins,
1996), y la mía propia, las perturbaciones en el funcionamiento mental de los mismos
hacen que la interpretación no tenga la efectividad que posee en el tratamiento con
pacientes neuróticos, al menos hasta que se hayan resuelto suficientemente dichas
perturbaciones.
Entre los distintos enfoques teóricos que han tratado de conceptualizar estas
configuraciones clínicas, como así también de proponer abordajes terapéuticos eficaces
(cuestionando el uso de la interpretación como herramienta princeps), considero que
sobresale por su interés y su creciente difusión el enfoque basado en la mentalización,
que muestra coherencia teórica, basamento empírico y resultados clínicos corroborados
en estudios de seguimiento rigurosos (Bateman, Fonagy, 2004; Fonagy et al., 1998).
Este enfoque postula que una de las raíces importantes de los problemas que aquejan a
estos pacientes se encuentra en las fallas en su capacidad de mentalizar, por lo que el
tratamiento ha de centrarse, en gran medida, en el intento de favorecer la reactivación de
las funciones mentalizadoras deficitarias, optimizando, de este modo, su funcionamiento
mental (Bateman, Fonagy, 2004; 2006).
Desde marcos teóricos diversos, coinciden en este objetivo psicoanalistas como Busch
(2009), Gray (1994) y Sugarman (2006), y terapeutas cognitivos como Semerari y
Dimaggio (2003) y el grupo del Tercer Centro de Psicoterapia Cognitiva de Roma
(Semerari et al., 1999).
En lo que sigue llevo a cabo algunas breves puntuaciones sobre la teoría de la
mentalización, posteriormente indico la forma en que se aplica en la comprensión de la
psicopatología y, por último, mediante dos viñetas clínicas ilustro un modo de trabajar con
pacientes que presentan fallas en el mentalizar, al que contrapongo con la forma de
trabajar con pacientes neuróticos.
A) La mentalización:
Este constructo hace referencia a la capacidad que poseemos para entender el
comportamiento propio y ajeno en términos de estados mentales, regular las emociones y
el comportamiento interpersonal. Para caracterizarlo con mayor detalle, será de utilidad
poner el acento en nueve núcleos teóricos que, sin pretensión de exhaustividad, dan
cuenta del nivel de complejidad de la teoría, como así también de los temas que abarca.
1) La dimensión representacional de la mente: la teoría desarrollada por Fonagy, Target y
otros, postula que este territorio en el que tiene vigencia la realidad psíquica (Freud), no
se encuentra presente desde el comienzo, sino que se adquiere como fruto del desarrollo
(Baron-Cohen, Leslie, Frith 1985; Baron-Cohen, 1995; Gopnik, 2003; Perner, 1991),
siempre y cuando las condiciones interpersonales en las que crece el niño sean
benevolentes y acordes a sus necesidades (Cassidy, Shaver, 2008; Steele, 2003), y éste
pueda encontrarse representado en la mente parental, como un ser con estados
mentales, desde el inicio de la vida (Fonagy et al. 2002; Slade, 2002; Winnicott, 1967).
La constitución de este espacio tiene como uno de sus requisitos la capacidad para
diferenciar los propios pensamientos de la realidad efectiva, de modo tal que el sujeto
aprehende (aunque sea de manera implícita) el carácter meramente representacional de
aquéllos (Allen, Fonagy, Bateman, 2008; Bouchard et al., 2008; Lanza Castelli, 2013).
2) Las funciones: en esta región opera un conjunto variado y complejo de funciones,
algunas relacionadas con el self y otras con los demás.
Entre las primeras podemos mencionar: la capacidad para registrar e identificar los
propios deseos, la habilidad para detectar eventuales conflictos entre dichos deseos, o
entre éstos y otros componentes de la mente, así como la destreza para identificar y
denominar los afectos y la posibilidad de establecer un enlace con los motivos que los
activaron. De igual forma encontramos la capacidad para focalizar la atención sobre la
propia mente y reflexionar sobre ésta, tomando como objeto sus procesos y contenidos,
permitiendo de este modo una distancia psicológica respecto de los mismos, etc.
Estas funciones fueron también destacadas por teóricos de la psicología del Yo, como
Gray (1994) y Busch (2009), entre otros. No obstante, el enfoque de Fonagy pone
también el acento en otras funciones -que no fueron consideradas por estos autores-,
cuyo objetivo es la comprensión de la mente ajena. Entre ellas cabe referir: la capacidad
para atribuir estados mentales al otro (sentimientos, intenciones, creencias y deseos),
como determinantes de su accionar, la aptitud para aprehender los estados mentales que
subyacen al comportamiento ajeno de un modo diferenciado, descentrado y no
egocéntrico, la habilidad para realizar anticipaciones respecto de cómo la manifestación
de los propios deseos y las actitudes que se adopten impactarán en los demás y serán
respondidas por éstos, etc. (Fonagy et al., 2002; Lanza Castelli, Bilbao Bilbao, 2011).
3) Las polaridades: en tanto constituye un constructo multidimensional, la mentalización
incluye cuatro polaridades: procesos automáticos/procesos controlados; procesos
cognitivos/procesos afectivos; procesos centrados en el self/centrados en el otro;
procesos basados en lo externo/basados en lo interno, que se combinan de distintas
formas (Bateman, Fonagy, 2012; Lanza Castelli, 2011b).
Para ilustrar una de las combinaciones posibles, podríamos decir que en las interacciones
habituales el mentalizar se despliega como una actividad no consciente ni controlada,
básicamente intuitiva y emocional, que funciona de manera automática en el interior de
los intercambios interpersonales cotidianos. Vemos en este caso el predominio y
articulación de los siguientes polos: procesos automáticos, procesos afectivos, centrados
en el otro, basados en lo externo e interno.
4) Los modos prementalizados: son tres modos de funcionamiento que anteceden en el
desarrollo al establecimiento del mentalizar.
4.a) El modo de equivalencia psíquica: hasta los tres años de edad, aproximadamente, el
pensamiento del niño es muy diferente de lo que es para el adulto promedio, ya que no ha
adquirido todavía una teoría representacional de la mente y, por tanto, no considera que
sus ideas sean representaciones de la realidad, sino más bien réplicas directas de la
misma, copias de ésta que son siempre verdaderas y compartidas por todos, y que tienen
una realidad equivalente a la de los objetos del mundo físico; de ahí que se llame a este
modo prementalizado, “equivalencia psíquica”.
En los pacientes con trastorno borderline de la personalidad, en quienes ha tenido lugar
una reactivación de este modo de experimentar el mundo interno, la vivencia de las ideas
y sentimientos como equivalentes a la realidad física, inhibe la capacidad para poner entre
paréntesis la inmediatez de la experiencia, a los efectos de facilitar la apertura de un
espacio interior en el que sea posible interrogarse y reflexionar acerca de los estados
mentales y las situaciones interpersonales presentes. Dicha equivalencia hace que las
ideas sean demasiado aterrorizantes como para poder “jugar” con ellas -ya que son
vividas como “reales”- (Fonagy, Target, 1996) y los sentimientos demasiado intensos
como para poder ser experimentados de un modo modulado, por lo que se transforman
en tormentas emocionales o en acción.
Por lo demás, la equivalencia psíquica hace que tanto las representaciones internas,
como la experiencia del self y de las relaciones con los demás posean una marcada
rigidez. Encontramos, por ejemplo, procesos de pensamiento rígidos e inflexibles, la
convicción inquebrantable e inapropiada de tener razón y la total imposibilidad de ver las
cosas desde un punto de vista diferente al propio.
4.b) El modo hacer de cuenta (pretend mode): Alison Gopnik contrapone de la siguiente
forma las dos clases de estados psicológicos que tienen vigencia en la infancia: “Para los
niños de 3 años de edad, hay dos clases de estados psicológicos. En el espíritu de dichos
niños, podríamos denominarlos “estados tontos” y “estados serios”. Los primeros incluyen
imágenes, sueños y “hacer de cuenta” (pretenses), mientras que los estados serios son
similares a los que los adultos llamarían percepciones, deseos y creencias. Para los niños
de 3 años, los estados tontos no tienen relación referencial o causal con la realidad; no
son ni verdaderos ni falsos. Están completamente divorciados de consideraciones acerca
del mundo real” (Gopnik, 1993, p. 323).
Este modo “tonto” de experimentar la realidad psíquica se observa comúnmente en el
juego del niño pequeño. En el desarrollo de dicha actividad el niño “hace de cuenta” que,
por ejemplo, un palo de la escoba es un caballo, sin esperar por ello que galope de
verdad.
Por lo demás, durante dicho juego el niño es capaz de representar ideas, sentimientos y
deseos como tales (ya no como equivalentes a los hechos, tal como sucede en el modo
de “equivalencia psíquica”).
No obstante, hay una condición esencial para que dicho funcionamiento pueda tener
lugar: que exista una rígida separación entre este “mundo ficticio” (pretend world) y la
realidad exterior.
En el desarrollo normal, en el cuarto y quinto año, se produce gradualmente la integración
de ambos modos prementalizados de experimentar la realidad psíquica, para acceder a
un modo mentalizado. En él los sentimientos y pensamientos tienen un grado de
consistencia y realidad “psíquicos”, pero no equivalen a la realidad exterior (equivalencia
psíquica) ni están despojados de toda conexión con la misma (hacer de cuenta).
En dicho modo el niño logra reconocer sus pensamientos como representaciones que
pueden ser falibles y modificarse, en la medida en que están basadas en una de las
muchas perspectivas que son posibles en relación al mismo hecho.
Cuando debido a situaciones traumáticas padecidas se ha reactivado este modo
prementalizado de experimentar la realidad psicológica (como sucede en muchos de los
pacientes mencionados al comienzo), es habitual que en los consultantes se produzca un
ámbito mental similar al que menciona Freud en su trabajo sobre neurosis y psicosis
“Hun dominio que se separa del mundo exterior realHque se mantiene libre de las
demandas de las exigencias de la vida, como una especie de “reserva”; no es accesible al
ego sino que está ligado a él sólo de un modo laxo” (Freud, 1924, p. 187). O también
equivalente a lo que describe Ron Britton: “un área de pensamiento protegida de la
realidad y preservada como un área de sueños diurnos o de fantasías de
masturbaciónHun lugar en el que alguna gente pasa la mayor parte de sus vidas” (Britton,
1992, p. 4).
En el comportamiento en sesión, los pacientes en los que predomina este modo de
experimentar la realidad subjetiva, suelen relatar sucesos “psicológicamente significativos”
o narrar diversas fantasías, sin que ni aquéllos ni éstas posean contacto con su núcleo
emocional.
Esta desconexión suele producir un sentimiento de vacío, que busca ser neutralizado de
diversas formas. Entre otras, encontramos a veces una hiperactividad mental (que
algunos pacientes denominan “autoanálisis”) que establece eventualmente múltiples
nexos entre situaciones actuales, episodios de la infancia o de la historia de los
progenitores, que se revela como totalmente estéril en lo que hace a su eficacia subjetiva,
debido a que este pensamiento funciona de modo disociado con la experiencia vivida y no
se relaciona con ningún referente real, ya que la fantasía está separada de la realidad
(Allen, Fonagy, Bateman, 2008; Bateman, Fonagy, 2004).
4.c) El modo teleológico: según Gyorgy Gergely “Hal año de edad, los niños pueden
ciertamente aplicar activa y generativamente el principio de la acción racional, extrayendo
inferencias para predecir diferentes aspectos específicos de las acciones de otros agentes
dirigidas a un fin, basándose en el contexto situacional en el que directamente perciben el
desarrollo de la acción del agente (H) este temprano sistema interpretativo de la acción,
aún no mentalístico, la “posición teleológica” o la “teoría ingenua de la acción racional” del
año de edad” (2003, p. 117).
Este sistema interpretativo de la acción, basado en el principio de la acción racional y en
la percepción del despliegue físico de la acción y de sus restricciones igualmente físicas,
se constituye antes de que el niño sea capaz de atribuir estados mentales al agente que
la realiza. Mediante este sistema se producen interpretaciones teleológicas, que explican
las acciones haciendo referencia a los resultados visibles que la acción perceptible de un
otro produce, sin hacer referencia a las razones mentales (no visibles) de dicha acción.
En los pacientes borderline (y en otros trastornos de la personalidad) en los que ha habido
una reactivación del modo teleológico, la prevalencia del mismo es fuente de múltiples
conflictos y limitaciones en el campo interpersonal, e implica jerarquizar la acción como
criterio mayor en los intercambios con los demás.
Así, por ejemplo, muchos actos auto-lesivos en pacientes borderline tienen como objetivo
producir una movilización en el medio circundante, de modo tal que los otros realicen
acciones que valgan como pruebas de interés. Sin estas acciones concretas, el sujeto no
puede creer en la veracidad de las manifestaciones de afecto de las que es,
eventualmente, objeto (Allen, Fonagy, Bateman, 2008; Bateman, Fonagy, 2004; 2006;
Fonagy, Target, 2008).
5) La simbolización de la vida emocional: en los primeros tiempos de la vida los afectos
consisten para el bebé en una activación fisiológica y visceral que no puede controlar ni
significar. Para ello hace falta la respuesta de la figura de apego a la exteriorización de
dichos afectos. Esta respuesta, cuando es adecuada, consiste en un reflejo del afecto en
cuestión: la madre manifiesta su captación y empatía con expresiones faciales y verbales
acordes al afecto experimentado por el niño, de forma exagerada o parcial y con el
agregado de algún otro afecto combinado simultánea o secuencialmente (por ej. el reflejo
de la frustración del niño, combinada con preocupación por él) y con claves conductuales,
como las cejas levantadas que encuadran la expresión ofrecida a la atención del infans.
La observación de este reflejo parental ayuda al niño a diferenciar los patrones de
estimulación fisiológica y visceral que acompañan los distintos afectos y a desarrollar un
sistema representacional de segundo orden (simbólico) para sus estados mentales,
mediante la internalización de dicho reflejo (Bateman, Fonagy, 2004; Fonagy et al., 2002;
Gergely, Watson, 1996).
6) La regulación emocional: un aspecto fundamental del mentalizar tiene que ver con la
regulación emocional, cuya forma más elaborada la encontramos en la mentalización de
la afectividad. En ella los afectos son experimentados a través de la lente de la auto-
reflexión. Tiene tres momentos: identificación, regulación, expresión de los afectos (Allen,
Fonagy, Bateman, 2008; Fonagy et al., 2002; Jurist, 2005, 2008).
7) La teoría del self: la mentalización es una pieza clave en la constitución y el desarrollo
del self. De un modo sumamente esquemático podríamos decir que cuando la figura de
apego se representa al niño como un ser con estados mentales intencionales, y
manifiesta de algún modo (en forma verbal o preverbal) que se lo representa de esta
forma, el niño percibe este reflejo de sí mismo como un ser intencional, e internaliza esta
visión de sí que tiene su figura de apego. Con ello va poniendo los primeros mojones para
la construcción del self psicológico y para el desarrollo de la capacidad de mentalizar
(esto es, para comprenderse a sí mismo y al otro como seres intencionales) (Fonagy,
Gergely, Target, 2007; Fonagy, Target, 1997; Fonagy et al., 2002; Winnicott, 1967).
8) La teoría del apego: la necesidad de formar vínculos estrechos con los cuidadores
(madre, padre) no es una necesidad derivada de una pulsión más primaria, sino que se
encuentra presente desde el comienzo de la vida como una necesidad autónoma.
En el curso de su desarrollo se establecen patrones de apego (desde el seguro al
desorganizado), que suelen mantenerse relativamente constantes a lo largo de la vida
(Cassidy, Shaver, 2008; Marrone, 2001; Steele, 2003).
Por lo demás, diversos estudios han mostrado que la capacidad mentalizadora elevada de
la madre (o de los padres) favorece que el niño establezca un apego seguro, el cual, a su
vez, estimula el desarrollo de su capacidad de mentalizar (Fonagy, 2001; Fonagy et al.,
1998).
9) Las defensas: en tanto en este enfoque se pone el acento no tanto en los contenidos
mentales (representaciones, impulsos, creencias) sino en las funciones y procesos (que
conforman la mentalización), las defensas que se toman principalmente en consideración
son aquellas que afectan a una función o capacidad, como, por ejemplo, la habilidad para
identificar y denominar la propia vida emocional.
De todos modos, se enfatiza también la importancia que tienen en los pacientes
borderline defensas como la identificación proyectiva y la escisión (Fonagy et al., 2002),
siguiendo en este punto la propuesta de Kernberg (1975).
B) Aplicación a la psicopatología:
Estos núcleos teóricos pueden utilizarse como parámetros para caracterizar las patologías
no neuróticas y diferenciarlas de las neurosis. En estas últimas, se mantiene en lo
esencial la dimensión representacional de la mente, cuyos contenidos (representaciones,
impulsos, fantasías) poseen un alto grado de simbolización y sufren los efectos de la
represión y de otras defensas. El problema en estos casos no tiene que ver con las
funciones mencionadas anteriormente, sino con los contenidos.
De igual forma, no suelen reactivarse los modos prementalizados, el self conserva
básicamente su integridad, el apego no llega a la desorganización y las defensas no
recaen sobre funciones enteras sino sobre contenidos específicos. Encontramos, sí,
desbalance en las polaridades e inhibición en algunas funciones, debidas a la acción de
las defensas (dificultad para la identificación de tal o cual afecto, debido a la sofocación
del mismo).
En la patología no neurótica, por el contrario, se pierde la dimensión representacional de
la mente (al menos en algunos sectores y situaciones), lo que constituye un colapso en el
mentalizar (que incluye la inhibición de diversas funciones) (Green, 1990, 2002; Lanza
Castelli, 2013; Lecours, 2007; Robbins, 1996).
Como contrapartida, se reactivan los modos prementalizados de experimentar el mundo
interno y suele haber fallas en la simbolización de los afectos, lo que dificulta su
identificación y regulación. Son fundamentales las perturbaciones en el self, su
inestabilidad básica y el intento de remediarla por medio de diversas acciones. El apego
suele ser desorganizado y, como fue dicho, las defensas recaen no sólo sobre contenidos
sino también sobre funciones.
Entre otros desenlaces que encontramos a raíz de estas fallas podemos citar: el
pensamiento concreto, la dificultad para construir un modelo complejo de la mente propia
y ajena, el carácter de “realidad” que adquieren determinados pensamientos o creencias
por lo que desencadenan afectos intensos y difíciles de procesar, el carácter de
“irrealidad” que tienen ciertos pensamientos y fantasías al estar disociados de la
experiencia vivida, la prevalencia de esquemas de atribución rígidos y estereotipados en
las relaciones interpersonales, la desregulación emocional, la impulsividad, etc.
(Bateman, Fonagy, 2004, 2006; Fonagy, Target, 2008).
Las diferencias mencionadas hacen necesario (en los pacientes no neuróticos) un tipo de
abordaje específico, que no se centre (como en las neurosis) en la interpretación, sino
que haga uso de otros recursos (Bleichmar, 2001; Eissler, 1953; Lecours, 2007; Robbins,
1996; Stone, 1954; Waldinger, 1987; Yeomans, Selzer, Clarkin, 1992). En efecto, la
interpretación sólo tiene sentido cuando se mantiene la dimensión representacional de la
mente y algunos contenidos de la misma son reprimidos. En ese caso, mediante este
procedimiento se busca la recuperación de dichos contenidos.
Pero cuando esta dimensión se pierde, colapsa el mentalizar, se reactivan los modos
prementalizados, se desregula la emoción, etc., la interpretación se vuelve inefectiva, ya
que los objetivos clínicos que se plantean difieren de los propios de las neurosis.
Consisten, en lo esencial, en favorecer la reactivación de las funciones mentales
inhibidas, desactivar los modos de funcionamiento prementalizados, construir puentes
entre las experiencias afectivas primarias y su representación simbólica, favorecer la
formación de un sentido coherente del self, propiciar la regulación emocional, etc
(Bateman, Fonagy, 2004, 2006).
C) Abordaje clínico:
Para ilustrar de algún modo estas ideas, presento dos viñetas clínicas en las que vemos
las fallas de algunas de las funciones mencionadas en el punto 2) y el modo de trabajar
sobre dichas fallas.
La primera de ellas fue consignada suscintamente por Bateman y Fonagy en su libro
sobre terapia basada en la mentalización con pacientes borderline (Bateman, Fonagy,
2006, p. 108).
Se trata de un tramo de una entrevista con un paciente que posee un trastorno límite de la
personalidad. Durante la misma, el terapeuta le manifiesta que supone que ahora que
está terminando su tratamiento, podrá desempeñarse adecuadamente en su vida laboral y
familiar.
El paciente asiente sin ser demasiado explícito al respecto, pero a medida que el diálogo
prosigue se lo ve cada vez más inquieto y agitado.
Promediando la sesión, el consultante -súbitamente- golpea con fuerza un mueble y
rompe la maceta de una planta.
El terapeuta, entonces, no le pregunta por las razones de su acto, ya que conjetura que el
paciente no podría darlas, puesto que si pudiera hacerlo no habría pasado a la acción. El
hecho mismo del acto que acaba de tener lugar, testimonia que ha habido un colapso en
la mentalización.
El profesional entonces, intenta reconstruir en qué momento advirtió que el paciente
comenzaba a inquietarse. Logra recordar que fue justamente cuando comenzó a decirle
que tenía expectativas en él para cuando retomase su vida laboral.
Propone, entonces, esta conjetura: “Creo que empezaste a ponerte inquieto cuando te
hablé de las esperanzas que tenía respecto a tu desempeño de ahora en más”.
El paciente no sabe decir, en un primer momento, si fue así, o no, pero se distiende y
luego dice que ahora puede recordar que cuando empezaron a hablar de ese tema
comenzó a sentir inquietud y tensión corporal, comenzó a mover su pierna y a estar
incómodo.
Este feedback le permite al terapeuta conjeturar que va por la buena senda y avanza un
paso más: “Tal vez te sentiste presionado y sentiste que no serías capaz de hacerlo” [El
terapeuta construye esta hipótesis utilizando el conocimiento previo que tiene del
paciente, mediante el cual sabe que el déficit en el sentimiento de sí y en el sentimiento
de autoeficacia son claves en la vida del mismo. La unión de ese conocimiento con la
identificación que ha logrado llevar a cabo del momento en que el consultante comenzó a
sentirse mal, le permiten forjar la conjetura que le propone].
El paciente se distiende aún más y dice que a medida que el terapeuta hablaba
aumentaba su inquietud y que llegó un punto en que se encontró golpeando el mueble.
El terapeuta le pide disculpas y le dice que ahora se da cuenta que no entendió lo que
estaba sintiendo y que lo cargó con un pesado fardo sin darse cuenta.
El paciente, notablemente aliviado, dice que tal vez necesite más sesiones antes de
terminar el tratamiento.
Tratemos ahora de ver cuáles son los procesos que han tenido lugar en este tramo de la
sesión.
Si consideramos la situación en primer término desde el punto de vista del paciente,
vemos (como fue señalado) la presencia de un déficit en el sentimiento de sí, tan habitual
en estos casos. Este déficit es una de las perturbaciones en el self que caracterizan a los
TLP y que se relacionan, a su vez, con tres factores: la falla en el reflejo parental, el déficit
en la capacidad para mentalizar y el apego desorganizado (los cuales se encuentran, a su
vez, íntimamente relacionados) (Fonagy, Gergely, Target, 2007; Fonagy, Target, 2006).
A partir de este déficit y de este sentimiento de insuficiencia, el paciente experimentó los
comentarios del terapeuta como una presión en relación a un desempeño que no estaba
en condiciones de llevar a cabo, lo que produjo un incremento de su sentimiento de
indefensión y de su ansiedad respecto al futuro.
Pero los déficits en su capacidad de mentalizar le impidieron identificar con claridad los
sentimientos que experimentaba y las razones de su surgimiento (los comentarios del
profesional).
Un paciente neurótico, que hubiera experimentado una vivencia similar en esa situación,
habría podido identificar posiblemente lo que sentía, se habría angustiado (y habría
reconocido su angustia) y se habría dado cuenta (al menos en parte) que la angustia que
sentía tenía que ver con no sentirse capaz de hacer lo que se esperaba de él.
Vale decir, habría identificado la cualidad del sentimiento en cuestión y el origen del
mismo en las palabras del terapeuta.
Si otros factores no se lo impedían, podría haberle dicho esto al profesional y el trabajo
hubiera continuado centrado, probablemente, en su sentimiento de incapacidad (o en la
forma en que vivía al terapeuta, etc.).
Pero todo esto es lo que un paciente con un TLP no puede hacer, debido a los déficits en
su capacidad de mentalizar.
En él, debido a la falla en el reflejo parental ya mencionado, no han podido constituirse
adecuadamente las representaciones que permiten simbolizar los afectos y etiquetarlos
verbalmente, lo que es condición para que puedan ser identificados y regulados
(Bateman, Fonagy, 2004; Fonagy et al., 2002).
De este modo, los afectos no están cualitativamente diferenciados y consisten más bien
en sentimientos globales, difusos e intensos (inquietud, angustia, desesperación), difíciles
de regular, cuyo componente motriz se traslada fácilmente a la acción, sin que ésta pueda
inhibirse debido al colapso ocurrido en la capacidad de mentalizar. Como dicen Bateman
y Fonagy: “El hiato entre la experiencia interior y su representación, engendra
impulsividad” (2004, p. 205).
En este desenlace confluye también la dificultad que tienen estos pacientes para darse
cuenta del efecto que sus actos producen en el otro. Como no pueden construir un
modelo adecuado de la mente ajena, no pueden anticipar cómo se sentirá el otro ante una
acción que lleven a cabo, por lo que les falta un elemento clave para la regulación de su
comportamiento social.
Vemos entonces que ante “contenidos” eventualmente similares (sentimiento de
insuficiencia ante las expectativas de un otro significativo), el modo de funcionamiento
mental de ambos pacientes es muy diferente, motivo por el cual lo es también la forma en
que se expresan (golpeando uno, hablando el otro).
Si intentamos ahora enfocar la situación desde el punto de vista del terapeuta y de la
forma en que éste se condujo, vemos que ante el acto del paciente intentó reconstruir
mentalmente el diálogo mantenido con él, con el objetivo de identificar aquello que se
hallaba en su génesis. Este rastreo de los antecedentes de las acciones -en el trabajo con
este tipo de pacientes- posee la mayor importancia, ya que se trata de identificar las
razones que hicieron que colapsara su capacidad mentalizadora, la cual es altamente
sensible a la activación emocional y claudica fácilmente cuando este arousal se
incrementa.
Una vez identificado el momento en que tal cosa ocurrió, el terapeuta le propone su
comprensión al paciente “Creo que empezaste a ponerte inquieto cuando te hablé de las
esperanzas que tenía respecto a tu desempeño de ahora en más”.
Esta intervención no consiste en una interpretación que revele un contenido oculto, sino
que intenta ayudar al paciente a que pueda conectar el surgimiento de su malestar con
aquello que le dio origen en el vínculo interpersonal, ya que no puede hacerlo por sí
mismo, según fue señalado ya (debido a sus déficits en el mentalizar).
Gracias a la ayuda que el terapeuta le proporciona para establecer este nexo, el paciente
puede recordar, recién entonces, que fue justamente cuando empezaron a hablar de ese
tema que comenzó su inquietud.
¿Qué ha logrado el paciente? No ha hecho consciente lo inconsciente, sino que pudo
establecer un nexo, gracias a que el terapeuta se lo señaló.
Vemos entonces que con su intervención el terapeuta proporciona al paciente un enlace
que éste no había podido realizar. Mentaliza por él, por así decir, y le ofrece el fruto de su
capacidad de establecer nexos. Le brinda un elemento faltante, y éste es su aporte
principal. El paciente hace suyo este nexo, lo que le sirve para recordar una concordancia
que no tenía presente (o de la que no se había dado cuenta), entre las palabras del
profesional y el surgimiento de su inquietud.
Por lo demás, el recuerdo del paciente constituye para el terapeuta un valioso feedback
que le permite continuar.
Le dice entonces: “Tal vez te sentiste presionado y sentiste que no serías capaz de
hacerlo”.
Tampoco en este caso el terapeuta focaliza en lo reprimido, sino que trata de poner
palabras que ayuden a articular e identificar de un modo más claro sentimientos
que supone difusos y no identificados por el paciente (sentirse presionado; sentirse
incapaz de hacerlo).
Este tipo de intervenciones (en el contexto de una relación en la que el terapeuta funciona
como una base segura, donde le propone al consultante una constante focalización de la
atención de ambos en los estados mentales de este último y donde le manifiesta
continuamente -de diversas formas- que tiene su mente en mente) (Lanza Castelli,
2011a) favorece la construcción de representaciones secundarias que permitan dar forma
a los afectos y etiquetarlos, para volverlos más identificables y regulables.
Vale decir, la intervención intenta favorecer el incremento de la mentalización, en este
caso mediante el estímulo para la construcción de dichas representaciones.
El paciente parece confirmar esta conjetura del terapeuta en la medida en que se
distiende más y refiere que fue después de eso que se encontró golpeando el mueble.
La siguiente intervención del terapeuta (le pide disculpas y le dice que ahora se da cuenta
que no entendió lo que estaba viviendo, y que lo cargó con un pesado fardo sin darse
cuenta) es interesante en más de un sentido:
Mediante esta intervención el profesional muestra que es capaz de reflexionar acerca de
sus propios estados mentales (“no entendió”) y de modificar su punto de vista, como así
también de advertir -aunque sea en diferido- el efecto que sus palabras tuvieron en el
consultante.
Estas habilidades son claves en la capacidad de mentalizar, y su puesta en acto de
manera explícita por parte del terapeuta suele obrar como un modelado para la mente del
paciente.
Por otro lado, cabe aclarar que mediante esta intervención el profesional manifiesta que
entiende cómo se sintió el paciente y le ofrece esta representación de su mente (del
paciente) a este último.
Podríamos agregar que el sentirse entendidos es fundamental para estos consultantes, ya
que la falla en el reflejo parental mencionado más arriba, implica una falta efectiva de
comprensión por parte de los padres, lo que dificultó que siendo niños pudieran
conectarse con su vida mental, representarla y entenderla. Ser entendido por el terapeuta,
entonces, favorece que el paciente pueda sentirse como alguien con estados mentales
aprehensibles y representables, y genera una experiencia de seguridad. Estas vivencias,
a su vez, favorecen la exploración mental y activan la capacidad de mentalizar.
Por último, al pedir disculpas y hablar de la forma en que lo hace, el profesional está
validando la experiencia del consultante, en el sentido de sugerir que es entendible que se
haya sentido de esa forma, habida cuenta de lo que le fue dicho (Killingmo, 1989).
El comentario final del paciente, diciendo que tal vez necesite más sesiones, parece
indicar la recuperación de su capacidad para mentalizar, que se expresa en una
identificación más refinada de su sentimiento de no estar preparado aún para la
finalización del tratamiento.
En el trabajo con este tipo de pacientes resulta de mucha utilidad -como fue dicho- poder
identificar aquellos momentos en que colapsa la capacidad de mentalizar. A partir de esta
identificación que realiza el terapeuta, se le hace posible tener intervenciones cuyo
objetivo sea favorecer el restablecimiento de dicha capacidad (tal como hemos visto en
este ejemplo).
Podríamos agregar que muchas veces las intervenciones del tipo de las consignadas,
parecen “superficiales” comparadas con las interpretaciones de lo inconsciente que tienen
lugar en el tratamiento de pacientes neuróticos.
Pero desde el punto de vista de la teoría de la mentalización, las interpretaciones
“profundas” realizadas desde el comienzo del tratamiento, no pueden habitualmente ser
metabolizadas por este tipo de consultantes, y suelen resultar ineficaces o iatrogénicas en
la medida en que al proferirlas no se tiene en cuenta que lo importante es, en todos los
casos, intervenir en función de cuál sea el problema de que se trata.
Si este problema tiene que ver con la represión de determinados contenidos, la tarea
pertinente será ayudar a que los mismos sean recuperados (y esto se hará, en gran parte,
a través de la interpretación).
Pero si el problema del paciente tiene que ver con déficits en el funcionamiento de
determinadas capacidades o procesos mentales, el objetivo habrá de ser favorecer el
restablecimiento de los mismos, por lo que las intervenciones deberán ser acordes con
dicha meta.
Como segundo ejemplo tomaremos el caso de Clara, mujer de 50 años, que relata en la
primera entrevista múltiples peleas con su marido y sus hijos. Habla también de la
depresión que la aqueja porque se encuentra aislada, ya que se lleva mal con toda su
familia. La relación con su marido se ha enfriado conforme pasaron los años, y los hijos la
evitan para no desencadenar discusiones y peleas.
Para colmo, en la semana previa a consultar se había peleado con una amiga de toda la
vida, debido a una discusión en la que ella actuó “impulsivamente”, de forma muy
agresiva.
A raíz de esta situación, agrega:
“No soy una persona introspectiva ni reflexiva. Soy absolutamente impulsiva, que puedo
lastimar al decir las cosas; no por maldad, sino porque no pienso lo que el otro está
recibiendo cuando tiro mis lanzas. No soy de esas personas que están pensando: “esto lo
tengo que decir, esto no”. Tengo una amiga que me dice que tengo que controlarme y
pensar antes de hablar. Pero no puedo”
Es elocuente, en lo que dice, la presencia de una falla en la posibilidad de anticipar cómo
sus verbalizaciones y actitudes impactarán en los demás (cf. ítem 2) en A).
De igual forma, vemos que la paciente no puede ponerse en el punto de vista del otro ni
empatizar con el efecto que sus dichos producen.
De ahí que no pueda inhibir (o suavizar) la expresión de su agresividad y ésta se traduzca
directamente en acción, con los conflictos en las relaciones interpersonales resultantes de
ello.
Por lo demás, su discurso en la sesión tenía al principio un carácter netamente catártico e
impulsivo: hablaba sin parar y sin prestar mayor atención a lo que se le pudiera decir. Por
esta razón, todo intento de interpretar, por ejemplo, los motivos de su hostilidad dirigida
hacia su marido y sus hijos, no habría sido de utilidad, ya que no estaba en condiciones
de escucharlo.
La estrategia inicial del tratamiento se basó en el conocimiento de que la inhibición
precede a la mentalización y la posibilita (aunque también sucede a la inversa), por lo cual
se puso el acento en este punto y se le propuso que cuando estuviese a punto de tener
lugar un desborde agresivo como los que había relatado, apretara el “botón de pausa” y
tratara de pensar qué era lo que la había enojado de esa forma (Allen, 2005).
La forma de apretar dicho botón consistía en implementar un monólogo interior, en el que
Clara se dijera a sí misma “pará”, “controlate”, “te estás por descontrolar, pará” y otras
verbalizaciones equivalentes, que fueron establecidas de común acuerdo con ella.
La paciente se interesó con la propuesta, ya que veía que constituía algo “práctico” que le
podía servir para no seguir llevándose tan mal con los demás. En ese momento de la
sesión agregó que en un tratamiento anterior las intervenciones interpretativas de la
terapeuta le parecían algo remoto, que no le daban herramientas para vivir mejor en su
vida cotidiana. Por esa razón, después de un breve tiempo, lo había abandonado.
Otras propuestas consistieron en:
a) sugerirle que prestara atención a los indicadores de que estaba comenzando a irritarse,
e intentara en primer término inhibir el crescendo de la irritación. Si lo conseguía, el
segundo paso consistía en tratar de identificar -en ese momento- a qué se debía dicha
irritación, qué actitud, comentario, etc. la había alterado.
b) proponerle que, si le era posible, pusiera por escrito en ese momento todo lo que
pudiera observar de sí (sensaciones, impulsos, pensamientos), así como del otro de la
interacción (cuya actitud la había irritado). Conjeturamos que esta práctica le serviría para
tomar distancia de lo concreto de la experiencia y habilitar un espacio para pensar
(mentalizar). Por otra parte, permitiría la recolección de material para ser trabajado en
sesión que, de otra forma, era olvidado sistemáticamente (Lanza Castelli, 2010).
Al comienzo, sus escritos tenían poco de autoobservación o reflexión y mucho de catarsis
(o sea, el exabrupto que había logrado inhibir en la relación con el otro, se volcaba en el
papel). La utilidad de los mismos consistió entonces -en la primera época- en que
descargaba en ellos la hostilidad que antes expresaba en la interacción. De esta forma,
tuvieron inicialmente una función de morigerar los conflictos interpersonales.
No obstante, poco a poco, dichos escritos comenzaron a incluir más y más elementos de
monitoreo y reflexión sobre lo que le estaba ocurriendo y se constituyeron
progresivamente en una especie de área transicional (ni puramente interna, ni implicada
en la interacción) en la que le era posible interrogarse y mentalizar (Lanza Castelli, 2009).
Algunas veces llevaba a cabo el acto de escribir horas después de que hubiera tenido
lugar el episodio problemático, lo que le permitía una reflexión retrospectiva sobre lo
sucedido, que le era de utilidad para entender un poco más lo que había estado en juego
allí.
Por otra parte, como ha sido demostrado en diversas investigaciones, el poner por escrito
en el momento mismo de la activación de sus emociones funcionaba como un regulador
emocional indirecto, debido a razones neurobiológicas (Lieberman et al., 2007), lo que era
de la mayor utilidad en este caso.
c) estimular que la paciente intentara ponerse imaginariamente en el lugar del otro sobre
el cual había “descargado sus lanzas”, para que fuera pudiendo, progresiva y
paulatinamente, tomar en cuenta la mente del otro, e inferir el efecto que en ella
producían sus actitudes.
d) a medida que la paciente podía prestar atención al estado mental conjeturado del otro e
iba pudiendo imaginarlo, se trabajó para que pudiera conectar dichos estados con las
actitudes de los demás hacia ella. De este modo, dichas actitudes pudieron ser
progresivamente vistas por Clara como motivadas en gran parte por sus acciones para
con los demás, y no como expresión de una incomprensible mala intención de los otros
para con ella.
Cabe consignar que este modo de enfocar las cosas significó todo un descubrimiento
para la paciente, ya que siempre había culpado a los demás por las actitudes de evitación
o de hostilidad que manifestaban (lo que incrementaba su propia hostilidad en una
especie de círculo vicioso), y ahora comenzaba a caer en la cuenta de hasta qué punto
ella misma, sin proponérselo, tendía a inducir dichas actitudes.
e) el trabajo en sesión se focalizó en los aspectos mencionados, pero con una
particularidad. Dado el carácter catártico y disperso del discurso de la paciente, que
saltaba de un tema a otro sin pormenorizar en ninguno de ellos, se hacía muy difícil
profundizar en los asuntos de los que hablaba, o inclusive intentar que ella pensara en lo
que decía. Por esa razón, fue de utilidad instrumentar tres estrategias al respecto:
e.1) una de ellas consistió en señalarle que estaba cambiando de tema, cada vez que tal
cosa tenía lugar, a la vez que se la invitaba a proseguir con el tema anterior, para poder
profundizar en el mismo;
e.2) otra estrategia consistió en establecer lazos entre los distintos temas (cuando esto
era factible de ser hecho), logrando con ello una articulación entre los mismos, que no era
en modo alguno evidente para la paciente. No se buscaba en este caso “interpretar” algún
contenido en particular, sino simplemente establecer nexos que parecían ausentes o
destruidos por mecanismos disociativos (Green, 1974);
e.3) en una serie de ocasiones la paciente no podía pensar sobre los temas cuando se le
señalaba que había pasado sin transición de uno a otro, ya que decía que necesitaba
contar las últimas peleas habidas en su casa, cosa que hacía de un modo catártico. La
propuesta en este caso consistió en dedicar la mitad de la sesión a que ella pudiera
“descargarse”, y la segunda mitad a retomar alguno de esos temas para profundizar en él.
Por otra parte, el trabajo sobre su funcionamiento mental incluyó otros aspectos que dejo
sin referir aquí, dada su extensión (como el trabajo sobre el modo de equivalencia
psíquica, en el que entraba con mucha frecuencia, etc.)
Como puede verse, el trabajo desarrollado focalizaba en los procesos mentales de Clara,
en su funcionamiento mental, con el objetivo de propiciar una modificación del mismo, en
el sentido de que la paciente fuera logrando inhibir las conductas impulsivas y habilitando
la posibilidad de pensar, tanto en sus propios estados mentales y en las consecuencias
de sus actos, como en los estados mentales y actitudes de los demás.
A medida que la paciente iba pudiendo controlar mejor sus estallidos y habilitando un
espacio mental para interrogarse respecto a lo que la había hecho enojar, fue posible
desarrollar un trabajo en colaboración en el que, ahora sí, se hacía posible profundizar en
las motivaciones que determinaban ese enojo casi constante con su familia.
Entre otros conflictos que aparecieron entonces, podríamos citar la transferencia que
había hecho sobre su marido e hijos del vínculo altamente problemático que tenía con un
hermano menor, varón, que era -al decir de la paciente- el favorito indiscutido de la
madre, lo que había hecho que ella se sintiera -desde el nacimiento del mismo- excluida,
relegada, deprimida y llena de odio hacia dicho hermano y hacia su progenitora. Esta
situación se mantuvo a lo largo de muchos años y aún tenía vigencia en la época del
tratamiento, con otros agregados y complejidades.
Este tramo del trabajo se enmarcó en el contexto de conceptos teóricos freudianos
(complejo fraterno, fijación amorosa a la madre, narcisismo, etc.) y se tradujo en una
estrategia en gran parte interpretativa, que -como fue dicho- debió ser precedida y
acompañada por el proceder mencionado con anterioridad, para que tuviera posibilidades
de rendir frutos.
De no haber obrado de esta forma, y haber pretendido implementar un abordaje en base
a interpretaciones desde el comienzo mismo del análisis, dicho abordaje se habría
demostrado tan ineficaz como el de su análisis anterior, ya que se hubiera dirigido a una
paciente cuyo funcionamiento mental le impedía todo aprovechamiento del mismo.
Por otra parte, el material consignado nos permite algunos comentarios sobre la
articulación realizada en la práctica entre la teoría de la mentalización y otro enfoque (el
freudiano), que otorga mayor importancia a la temática de los contenidos.
Podríamos decir entonces que desde el primero de ellos (el del constructo mentalización)
se puso el acento en ciertos aspectos del funcionamiento mental (dificultad para interpolar
el mentalizar entre el estímulo y la acción; falta de inhibición y de elección de conductas
alternativas a la respuesta que se le imponía; déficits en la comprensión de la mente
ajena, etc.), mientras que desde el segundo (el freudiano) se jerarquizó el trabajo con los
contenidos y sus raíces en la vida de la paciente (la hostilidad y su origen en la relación
con la madre y el hermano), así como en la vigencia de dichos contenidos y en la
transferencia de los mismos sobre figuras del presente (marido e hijos).
Por esta razón, el tipo de intervenciones fue muy diferente según el foco que se
privilegiaba. En un caso, se trabajó para favorecer la emergencia de un modo de
funcionamiento mental diferente al habitual, que pudiera inhibir la acción y dar lugar al
pensamiento, lo cual implicaba la reactivación de las capacidades de la mentalización
inhibidas y la instalación progresiva de una actitud mentalizadora por parte de Clara.
Desde otro punto de vista y trabajando sobre los contenidos, el objetivo fue que la
paciente pudiera hacer conscientes las transferencias que estaban en juego, así como las
raíces de los impulsos hostiles en su vida familiar temprana. La técnica utilizada (la
interpretación) buscaba poner de manifiesto esas relaciones y traer a la conciencia los
nexos inconscientes entre las figuras del pasado y las del presente.
Espero haber podido mostrar con las consideraciones precedentes, la utilidad que posee
la teoría de la mentalización para trabajar con los déficits que encontramos en el
funcionamiento mental de los pacientes no neuróticos. En los ejemplos utilizados en este
escrito sólo fueron tomadas en consideración las fallas que se presentaban en algunas de
las funciones del mentalizar (según fue mencionado). Pero en los hechos clínicos
concretos es habitual encontrar fallas en los 9 ítems enumerados en el punto A), o en
varios de ellos, lo que da una idea de la complejidad de las variables que se ponen en
juego, así como de la riqueza de este enfoque.
Por otra parte, el ejemplo de Clara ilustra la utilidad de articular dicha teoría con otra que
ponga mayor énfasis en el abordaje de ciertos contenidos, que poseen la mayor
importancia en los desenlaces clínicos propios de estos pacientes.
Es mi opinión que hay todo un trabajo para desarrollar en este punto, mediante el cual se
busque lograr una articulación teórica consistente, que sustente una amplia gama de
intervenciones eficaces para enfrentar los desafíos que estas complejas realidades
clínicas nos plantean.
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