Bases ideológicas de la independencia del Poder Judicial

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Bases ideológicas de la independencia del Poder Judicial
Jorge Chaires Zaragoza
Asesor jurídico
Sumario: 1. Introducción. 2. El Estado Liberal. 3. La administración
de justicia en el Antiguo Régimen y la transición al Estado Liberal.
4. La división de poderes de John Locke. 5. El concepto de poder judicial de Montesquieu. 6. La independencia del Poder Judicial en el Estado Liberal. Conclusiones. Bibliografía
1. INTRODUCCIÓN
Al poder judicial como tercer poder dentro del Estado no lo concebi-
mos sino hasta la aparición del Estado liberal de Derecho. Sin embargo, hoy en día esa función no sólo no termina por consolidarse, sino
que sigue siendo tema central del debate jurídico-político del Estado.
En efecto, pues como afirma Mosquera, “aparte de la evidente trascendencia política de su función, es menester compatibilizar su democratización con su independencia y separación, cuyas exigencias son, en
general, diferentes y, en ocasiones, contradictorias, provocando entre
ellas una permanente tensión” (Mosquera, 1981: 721).
La conceptualización del poder judicial que surge en las postrimerías del Antiguo Régimen ha sido objeto de diversos análisis de acuerdo al momento histórico y al país determinado, de ahí que no exista
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una concepción unívoca sobre su papel dentro del Estado liberal de
Derecho. No obstante, se puede afirmar que desde su aparición ha sido
una constante la obcecación de no darle el mismo status constitucional
que el de los otros dos poderes del Estado.
Así, por ejemplo, al poder judicial en Estados Unidos se le concibió
como el control judicial sobre la propia eficacia del Estado constitucional. Es decir, de acuerdo a una particular interpretación de la idea de la
división de poderes de Montesquieu y sobre la base de una supremacía
constitucional, el poder judicial en Estados Unidos aparece como el
máximo protector de la ley fundamental y, en consecuencia, de los derechos de los ciudadanos frente al Estado. En tanto que, por otro lado,
sobre la base de otra forma de interpretar la división de poderes y, principalmente, a causa del concepto de Estado configurado por Napoleón,
gracias en gran parte a las ideas de Sièyes (Máiz, 1990: XIX-XL), aquella
idea no prosperó de igual forma en Europa continental;1 el revolucionario francés si bien concibió al poder judicial como un tercer poder
dentro del Estado, lo hizo sobre la base de que éste sólo se encargaría de
aplicar las leyes “civiles”.2
En Francia y en los países que recibieron su influencia jurídica, al poder judicial se le vio como una delegación del ejecutivo, en donde el
juez era concebido como un autómata del Derecho, un mediador entre
Así lo hace saber Duguit, y afirma que la Asamblea Nacional tomó prestada de
la Constitución americana de 1787 la idea de un tercer poder del Estado, distinto
e independiente al igual que los otros dos: el Poder Judicial. Pero este sistema, dice
Duguit, que respondía en América a las necesidades especiales nacidas del régimen
federal, no tenía razón de ser en un país unitario y centralizado como Francia. (Duguit,
1996: 86).
2
Para Duguit, los hombres de 1789-91 se equivocaron haciendo del orden judicial un poder independiente, pues según Duguit, no es más que una rama del poder
ejecutivo. No obstante, precisa el autor, comprendieron y utilizaron claramente su
verdadero objeto. “Captaron la distinción entre interés colectivo e interés individual.
Afirmaron muy justamente que el orden judicial es siempre el encargado de aplicar las
leyes, en tanto que afecten más directamente al interés individual”. Y concluye diciendo Duguit, “Comprendieron que, al contrario, la autoridad administrativa, subordinada al poder ejecutivo, estará encargada de aplicar las leyes en la medida en que
afecten directa y principalmente al interés colectivo.” De esta forma, los jueces están
creados para aplicar las leyes civiles y las leyes civiles son las que afecten a la libertad, a
la seguridad, a la propiedad de los ciudadanos (Ibídem: 82-85).
1
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la norma y la realidad (García, 1996: 15). El poder judicial estaba sometido al dictado de la ley y no podía, por lo tanto, rebasar los preceptos del legislador; el juez era un mero aplicador de la norma sin poder
hacer ningún pronunciamiento sobre ella. Para Cappelletti, en Europa,
principalmente en Francia e Inglaterra, la supremacía parlamentaria ha
sido durante mucho tiempo su credo político. “El Parlamento nacional,
como personificación de la voluntad democrática, se pensaba inmune
al control judicial. Esta ha sido la tradición y también el mito de Inglaterra desde la gloriosa revolución de 1688, y de Francia desde la revolución un siglo después, mito no compartido por la revolución americana”
(Cappelletti, 1986: 15). Por otro lado, al poder judicial se le prohibió
hacer pronunciamientos sobre las actuaciones del gobierno, además de
que su estructura organizativa fue controlada por el mismo ejecutivo.3
No fue sino hasta mediados del siglo XIX cuando en Europa el problema de la posición del poder judicial en el Estado de Derecho como
un poder independiente comienza a adquirir nuevas perspectivas. El
primer paso fue la necesidad de una interpretación normativa por parte
del poder judicial, que sucedió con la desaparición del référé legislativo
en 1837,4 situándolo, en cierta medida, en una posición de igualdad entre el legislativo y el ejecutivo. Para finales del siglo XIX la doctrina
alemana comienza a hablar del control judicial de la actividad discrecional de la administración pública (Sánchez, 1994: 52 y ss.). Posteriormente, Kelsen replanteó el problema del juez como creador de
derecho y no sólo como aplicador de las normas establecidas. Finalmente, y a mediados del presente siglo, surge la idea de sustraerle al
poder ejecutivo la función de gobierno sobre el poder judicial, para
atribuirla a un órgano especial: órgano de gobierno del Poder Judicial
(Mosquera, 1981: 722; Fraile, 1986: 90-92; Terol, 1990: 14), limitando
3
Fraile Clivillés nos explica que el resultado de la combinación de la teoría de la
división de poderes, que está presente en la mente de los revolucionarios hasta el punto
de considerarla básica en la Declaración de Derechos del Hombre y el Ciudadano,
junto con la teoría de la voluntad general de Rousseau, va a producir modificaciones en
la aplicación práctica de la teoría y, ante todo, una cierta devaluación de uno de los
poderes, el Poder Judicial, en beneficio del Poder Legislativo. (Clivillés, 1986: 86).
4
La institución del référé législatif fue creada para resolver el problema de una ley
que ya no sea adecuada o cuando sea imposible determinar la relación de los hechos
con la ley; entonces, interviene el poder legislativo (García, 1996: 105).
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así la acción de control por parte del ejecutivo sobre el poder judicial,
concediéndole mayor autonomía y, por consiguiente, mayor posición
dentro del Estado de Derecho.
La reivindicación del poder judicial en el Estado constitucional va
acompañada de su concepción como un poder individual o difuso. En
efecto, la doctrina ha diferenciado al poder judicial de los demás poderes
del Estado, entre otras características, por ser un órgano difuso y
orgánicamente múltiple en tanto que radica en todos los jueces y magistrados que ejercen funciones jurisdiccionales. El poder judicial lo componen, por lo tanto, cada uno de los jueces y magistrados integrados en
un cuerpo único, por lo que se puede hablar de una unidad estructural del
poder judicial, pero difuso en cuanto a su función jurisdiccional que se
desintegra en un conjunto de órganos que actúan separadamente. De
esta forma, la función jurisdiccional se ejerce del mismo modo por cualquier juez, ya sea del tribunal superior o por un juez menor, pues sólo
están sujetos a las disposiciones de la ley. Por lo tanto, afirma Pizzorusso,
cualquier titular de una función jurisdiccional es igualmente independiente de todo otro sujeto, pertenezca al poder judicial o a cualquier otro
poder (Pizzorusso, 1995: 65; Mosquera, 1981: 734; Díez-Picazo, 1991;
Álvarez, 1993, t. II: 236; De Esteban, 1994, t. III: 689; Pérez, 1994: 555).
Ahora bien, en la reivindicación constitucional del poder judicial
su elemento esencial será su independencia frente a los demás poderes
del Estado, en donde, según señalan Andrés Ibáñez y Movilla Álvarez, dentro de la función del poder judicial como tercer poder del Estado, la situación de independencia sería su forma específica de ser
soberano (Andrés, 1986: 29). De tal forma, la independencia del poder judicial entendida como independencia frente a los otros poderes del Estado y a los centros de decisión de la propia organización
judicial, pero no como cuerpo aislado del control democrático, se convirtió en la obsesión de la doctrina jurídica liberal para conseguir su
reivindicación constitucional (Mosquera, 1981: 725).
Bajo esta perspectiva, en la que el problema de la división de poderes, la independencia del poder judicial y la autonomía de los jueces y
magistrados sigue levantando fuertes debates y, más aún con la aparición de los órganos de gobierno del Poder Judicial que pone en evidencia el dogma de la división de poderes, es donde se presenta la
importancia de ubicar las bases doctrinales del Poder Judicial.
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Para realizar un estudio aproximado del papel que le ha tocado jugar
al poder judicial dentro de la configuración del Estado constitucional
democrático y, en consecuencia, la independencia judicial como reivindicación política, es necesario ubicarnos dentro del contexto histórico de la
transformación del Estado absolutista al Estado liberal. Para esto, haremos un breve recuento de la función de la administración de justicia en el
Antiguo Régimen, así como de las principales conceptualizaciones que
de dicha función se realizaron durante ese tiempo.
2. EL ESTADO LIBERAL
Hablar del Estado liberal, es hablar de una doctrina práctica resultante
de tradiciones europeas no sólo políticas, jurídicas, económicas o de
tendencias religiosas, sino también, de conductas, usos y costumbres;
más que un sistema político se le ha considerado una actitud. El liberalismo, resultado de un proceso histórico sin fecha de nacimiento determinado, representó la postura de una clase media en ascenso que renegó
de los abusos del poder despótico del monarca. Será finalmente el problema del control y el límite del poder la cuestión nuclear de la teoría
del Estado liberal.
El pensamiento liberal de John Locke, Montesquieu, Rousseau, la
obra literaria de Voltaire, la participación de los enciclopedistas como
Diderot entre otros, constituyeron la antítesis de la doctrina absolutista
del Antiguo Régimen, de una doctrina cristiana representante de un derecho teológico pasando por la escolástica de Santo Tomás de Aquino
y de los absolutistas como Maquiavelo, Bodino y Hobbes partidarios
del poder soberano del Estado. Serán aquéllos, los teóricos liberales,
los que se enfrenten a una doble realidad histórico-política: la puesta
en evidencia de la decadencia del sistema anterior y la construcción de
un nuevo Estado político social.5
5
El movimiento político liberal va a exigir hacer frente a una doble realidad
histórica-política: por las resistencias del pasado, la necesidad de derribar la monarquía absoluta y disolver la constitución social sobre la que aquélla se asentaba, como
de los retos del futuro, la paralela necesidad de construir sobre las ruinas de la misma
un Estado liberal y constitucional que habría de estructurarse y funcionar sobre los
principios del todo diferentes (Blanco, 1994: 24).
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Uno de los principios fundamentales en los que descansa la doctrina del liberalismo fue su identificación con el individuo (Lucas, 1984
[Vol. I ]: 224), en donde es revalorado como tal, que decide su destino
sin ninguna fuerza externa, de tal forma que el respeto al ciudadano individual significó la igualdad civil de todos ante la ley. El liberalismo reconoció la idea de unos derechos naturales e imprescriptibles anteriores al
Estado (Rousseau, 1993: 19-20). De esta manera el Estado debía garantizar a todos por igual, de forma que ninguno resultara privilegiado pues el Estado, decía Locke, nace para asegurar la libertad y la
igualdad para todos (Locke, 1991: 295-297). Dentro de este contexto
de ideas, y respetando estrictamente la división de poderes, el Estado
por medio del poder judicial sería el llamado a garantizar los derechos
del individuo.
El liberalismo parte de unos principios que se han constituido en
una afirmación pacífica generalizada, y que están constituidos sobre
la necesidad de controlar, frenar y dividir el poder (Blanco, 1994: 23).
La división de poderes aparece, pues, como un elemento indispensable
para la teoría política liberal, en donde el poder judicial ha jugado, en
menor o mayor medida según el país concreto, un papel importante
para su consagración. Por lo que, en definitiva, no se puede entender el
concepto de poder judicial sin antes entender el contexto político y
jurídico, además del económico y social de donde se afianza el Estado
liberal. De igual forma no se puede entender al Estado liberal sin la
participación del poder judicial.
En el campo político, la idea del Estado liberal parte de la garantía
de los derechos del individuo y del control del poder por parte de otro
poder, pero sobre la base de las leyes previamente establecidas; leyes
fundamentales, leyes constitucionales. Así se consagraría en el artículo
16 de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 26
de agosto de 1789, “Toda sociedad donde la garantía de los derechos
no está asegurada ni determinada la separación de poderes no tiene
Constitución”. Será esta idea la que lleve al constitucionalismo liberal a
controlar al monarca absoluto de acuerdo a una división de poderes
obra de Locke y Montesquieu, con el fin de garantizar la libertad del
ciudadano. Aunque la obra de Locke no le otorgue la calidad de poder
del Estado a la administración de justicia y el libro De l‘ Esprit des Lois de
Montesquieu, tan discutido dentro del ámbito jurídico, le confiera al
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poder judicial sólo un control entre particulares, es decir, la no intervención del poder judicial en las decisiones del gobierno, las bases para
que el poder judicial tomara un papel preponderante dentro del Estado
estaban dadas. Así lo entendió el constitucionalista norteamericano y
constituyó al poder judicial, como lo haría saber Tocqueville, como la
base de su funcionamiento político y constitucional.6
En el ámbito estrictamente jurídico-estructural, que es el que nos
interesa, el Estado liberal pretendió darle al poder judicial mayor fuerza y autonomía a través de una serie de garantías jurídicas que permitirán contar con jueces probos y capaces, a quienes el ciudadano confíe
sus libertades y sus derechos. Así se empieza a hablar de jueces elegidos
con bases democráticas, inamovilidad de jueces y magistrados, de jurados populares, responsabilidades de los jueces, etc.
Estas ideas, que surgen como reivindicaciones frente al monarca,
han tenido la oportunidad de demostrar su eficacia dentro de una realidad jurídico-política. En tanto que unas han fracasado otras se han
afianzado por diversos medios. Así, para garantizar la independencia
de los jueces se han tenido que estructurar diversos mecanismos jurídicos, como la profesionalización de la carrera judicial y la creación de
órganos de gobierno del Poder Judicial.
3. LA ADMINISTRACIÓN DE JUSTICIA EN EL ANTIGUO RÉGIMEN
Y LA TRANSICIÓN AL ESTADO LIBERAL
El Antiguo Régimen se caracterizó por el poder individual y absoluto
del rey trasmitido de forma exclusiva por la voluntad divina. El origen
divino del poder fue una constante del pensamiento medieval, ya que
se consideraba que el poder radicaba último y mediatamente ante Dios
por cuanto creó la naturaleza humana, de manera que no resultaba posible una convivencia racional sin una autoridad común.
El rey asumía en su persona todas las funciones del Estado; reylegislador, responsable de todas las leyes que se aplicaban en el reino;
rey-ejecutivo, pues está al frente de la administración del Estado, repreDiría Tocqueville a mediados del siglo XIX: “No hay, por así decir, acontecimiento
político en el que no oiga invocar la autoridad del juez” (Tocqueville, 1985: 66).
6
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senta el reino, concierta la guerra o la paz y es el jefe militar; rey-juez, la
administración de justicia era ejercida personalmente por él rey o delegada a oficiales nombrados por éste, pero siempre como juez de máxima instancia. Era obligación del rey como representante del poder divino
en la tierra el que se haga justicia, preservar la paz y el orden en su
reino con la sola responsabilidad ante Dios.7 El monarca era la principal fuente de creación de Derecho y jefe supremo de la administración
de justicia; el Derecho real consistía en leyes, era Derecho legal. En definitiva, nos dice Tomás y Valiente, en el rey se personificaba el Estado,
“El príncipe es columna y cabeza del Estado, corazón y alma de la
república” (Tomás, 1986: 263-264).
De esta forma, la administración de justicia era distribuida de manera jerárquica a través de organizaciones e instituciones subordinadas
a la jurisdicción real. Le correspondía al monarca como tal, conocer de
todos los asuntos de justicia apoyado por su Corte. Posteriormente, y
debido a la imposibilidad del monarca y de su Corte de atender personalmente todos los asuntos, se crean los tribunales reales que conocían
de los asuntos de menor importancia. Junto a estos tribunales reales
aparecen los tribunales de los territorios presididos por un representante de la corona o por los señoríos: jurisdicción de los señores o señorial, que
impartían justicia “por la gracia de Dios y del respectivo rey”. Era una
facultad que les otorgaba el monarca a los señores para administrar justicia en sus territorios constituyendo sus propios tribunales, pero siempre conservando el rey los asuntos de mayor importancia como última
instancia con el poder de decisión. En resumen, la justicia emanaba de
7
Un ejemplo claro del pensamiento absolutista lo encontramos en los escritos de
Bodino de 1575 y Hobbes de 1651. El primero escribiría: “Pves no ay mayor cosa en
la tierra después de Dios que los príncipes supremos, que son establecidos por su
diuina prouidencia como sus lugartenientes para mandar a los otros, couine tener en
mucho su calidad y respetar con grande obediencia la magestad dellos, sentir y hablar
de sus cosas honrradamente, porque el que menosprecia a su príncipe supremo, menosprecia Dios, cuya ymagen es en la tierra.” (Bodin, 1992: 347). Por su lado, Thomas
Hobbes y siguiendo la misma línea opinaba: “La misión del Soberano (sea un monarca o una asamblea) consiste en el fin para el que fue investido con el soberano poder,
que no es otro sino que procurar la seguridad del pueblo, a ello está obligado por la ley
de la naturaleza, así como a rendir cuentas a Dios de esta ley y a nadie sino a El.”
(Hobbes, 1991: 181).
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Dios, se administraba en nombre de Dios por el rey, delegada a su
Corte, señoríos y demás tribunales dependientes siempre del monarca.
El Antiguo Régimen finalmente sucumbió por diversas causas relacionadas todas entre sí (Sánchez, 1993: 88). Un factor tan importante como la crisis de la Iglesia católica consecuencia de la intolerancia
religiosa y causa de la ruptura de la unidad de la fe cristiana,8 ocasionó
que el concepto de Estado absoluto perdiera una de sus razones de ser.
Otro factor determinante fue la tendencia moderna de buscar una explicación material del mundo y del origen de la humanidad, cuestionando así el origen Divino del poder. Estas ideas despertaron el interés
de filósofos y científicos quienes separaron de sus antecedentes teológicos
sus nuevas teorías.
Frente a la suprema autoridad que era el poder absoluto y perpetuo
de una República, como lo describiría Bodino (1992: 267), y al relacionarse al poder absoluto del monarca con poder arbitrario y al Estado
como una entidad abstracta de poderes ilimitados, nace la idea de buscar una explicación racional de la superioridad de los gobernantes; se
concluye que la soberanía reside en el pueblo, que a su vez la delega en
otros poderes pero prescindiendo de su carácter teocrático. Nadie puede ejercer su autoridad sobre cualquiera sino es mediante la fuerza o la
voluntad del ciudadano, por lo tanto y sólo mediante un pacto entre
gobernantes y gobernados se transfiere la autoridad a los gobernantes,
y sólo como mandatarios que representan la voluntad del pueblo, que
en definitiva, se le reconoce su soberanía. Así lo entendió Rousseau al
decir que, “el poder soberano no esta formado más que de los particulares que lo componen” (Rousseau, 1993: 18), y afirma, “que no es más
que el ejercicio de la voluntad general, por lo tanto no puede enajenarse
nunca” (Ibid: 25).
De esta conceptualización de la soberanía popular, se conducirá
irremediablemente a replantear la función del poder del Estado, para
dar paso a la idea democrática que encontrara su proyección en las dos
grandes revoluciones de finales del siglo XVIII, la americana y la france-
8
Influencia predominante tuvieron las doctrinas del alemán Martín Lutero y del
francés Juan Calvino para la ruptura de la doctrina cristiana medieval (Fassó, 1982,
vol. II: 36 y ss.).
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sa (García de Enterría, 1997: 24). Así, el concepto de poder judicial
derivado de las ideas liberales de la separación de las funciones del Estado que surgen como un intento para contrarrestar el poder absoluto
del Antiguo Régimen, lo encontramos en su forma embriónica primero con John Locke (1632-1704), que no nos habla de un poder judicial
concreto, y posteriormente lo hallamos ya debidamente conceptualizado
como un poder del Estado en la obra de Montesquieu (1689-1755).9
4. LA DIVISIÓN DE PODERES DE JOHN LOCKE
Considerado como el filósofo político por excelencia de la Revolución
inglesa en 1688, John Locke incorporó, según nos dice Blanco Valdés,
una doble contribución fundamental en la teoría política del Estado
constitucional. “En primer lugar, la explicitación de la incompatibilidad entre la concentración absoluta del poder y la constitución de la
sociedad política” (Blanco, 1994: 37). La filosofía política de Locke supuso una verdadera revolución en el pensamiento europeo continental.
Sus ideas se encuentran inmersas en las convulsiones políticas de Inglaterra, pues su vida transcurre en los momentos en que finaliza en
Inglaterra la dinastía de los Estuardos y se entroniza la casa de Orange.
La doctrina política de Locke se basa en el análisis de la naturaleza
humana y está expuesta en los Dos Tratados o Ensayos Sobre el Gobierno
Civil que escribiría en 1689 y 1690, cuando los efectos de la gloriosa
revolución todavía estaban presentes. En el primer ensayo, Locke critica las teorías sobre la libertad y el poder hereditarios de los reyes. En el
segundo, Locke trata de demostrar la imposibilidad de que el poder
político proceda de la herencia y expone lo que él considera que es el
verdadero origen de la autoridad. Locke considera al pacto social como
origen del Estado y éste como protector de los intereses y libertades de
los ciudadanos (García Sánchez, 1995: 26, 43).
9
Para Fraile Clivillés, la razón de que sea fundamentalmente a través de la obra
de Montesquieu como se recibe la clasificación de funciones del Estado, es por la
agresividad que tiene como proyecto al servicio de una finalidad claramente política: la defensa de la libertad (Fraile, 1986: 85).
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La idea de Locke de encontrar un poder legítimo en el Estado,
parte de la necesidad que tiene el hombre de constituirse en sociedad,
sometiéndose voluntariamente a un gobierno para la salvación de su
libertad y sus propiedades. De esta manera, el pacto social será el medio
para que el Estado establezca las leyes y salvaguarde los derechos de los
individuos (Locke, 1991: 273 y ss.). Por su parte, el poder del Estado
no es ilimitado, ni absoluto, ni arbitrario y los gobiernos no deben actuar sino como mandatarios del pueblo, de quienes proviene el poder.
Los que ejercen dicho poder político tienen un mandato popular y, por
lo tanto, son responsables ante el pueblo del desempeño de su misión
(García Sánchez, 1995: 46). Para que esto se cumpla, Locke considera
necesario separar los poderes con la finalidad de limitar el poder absoluto. Esto sobre la base de la fragilidad de los hombres que, según Locke,
“tienden a acumular poder”. La separación del poder absoluto es, por lo
tanto, la garantía de la conservación de la libertad y de la propiedad.
En su segundo ensayo sobre el Gobierno Civil (1690), Locke nos demuestra los limites del poder soberano, por lo que distingue tres funciones en la república: el poder legislativo, “que es aquel que tiene el
derecho de dirigir la fuerza de la república”; el poder ejecutivo, “necesario
que exista un poder permanente que mire por la ejecución de las leyes
vigentes” y, por último, Locke reconoce la existencia de otro poder dentro de la república el cual lo considera como neutral y que lo denomina
federativo, “que contenga el poder de declarar la guerra y firmar la paz,
de constituir ligas y alianzas y el de llevar a cabo cualquier tipo de negociaciones con las personas y comunidades ajenas a la república” (Locke,
1991: 310-312).
Si bien distingue ya una necesaria separación entre el poder legislativo y el ejecutivo que sirva de contrapeso para el abuso del poder, no lo
hace con respecto al ejecutivo y el federativo pese a que éstos son distintos, pues el primero se ocupa de la ejecución de las leyes municipales
de la sociedad, mientras que el otro, se ocupa de la gestión de la seguridad e interés del ámbito externo de la vida pública. Ambos poderes
requieren de la fuerza de la sociedad para su ejercicio, siendo prácticamente imposible, dice Locke, “colocar la fuerza de la república en manos distintas y no subordinadas la una de la otra así se evitaría que se
llegue a que alguien pudiera traer el desorden y la ruina a la sociedad”
(Ibid.: 312).
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Definitivamente para Locke el poder legislativo es el más importante de los poderes del Estado, pues no hay poder más alto que el de
dictar leyes. El poder legislativo debe ser supremo y elegido y renovado
en el tiempo por el voto popular. El poder legislativo será el regulador
de la conducta social, el encargado de formular y dictar leyes que obligarán a todos los miembros de la sociedad sin excepción. Inclusive,
Locke considera que mientras el gobierno subsista, el poder supremo
será el legislativo, y todos los demás poderes que residan en cualquier
parte de la sociedad, son derivación de él y están subordinados a él
(Ibídem, 314; Blanco, 1994: 44).
Sin embargo, Locke también considera de gran importancia al
poder ejecutivo para la estructura del Estado y en el mantenimiento de
la libertad, por lo que justifica la existencia de un poder ejecutivo fuerte, funcionalmente definido y separado del poder legislativo. De esta
forma, y considerando que no es conveniente que el poder legislativo
esté siempre en activo, Locke estima que es necesario que el ejecutivo si
lo esté y que vigile la puesta en práctica de esas leyes y la aplicación de
las mismas. De ahí que los poderes legislativo y ejecutivo suelan estar
separados (Locke, 1991: 316).
El gran ausente dentro de la obra de John Locke es el poder judicial. No obstante, el autor reconoce la necesidad de contar con jueces
rectos e imparciales. Locke nos habla de una sana separación entre los
encargados de hacer las leyes y los encargados de resolver los litigios
que de ellas se produzcan. “Aquel que detente el poder legislativo o
supremo de cualquier república ha de gobernar según las leyes vigentes
establecidas, promulgadas y conocidas por el pueblo, y no por decretos
extemporáneos; mediante jueces imparciales y rectos que decidan las controversias a la luz de dichas leyes; y empleando la fuerza de la comunidad en el ámbito interno únicamente para ejecutar esas leyes, y en el exterior
para prevenir o rechazar cualquier daño foráneo, así como ofrecer la
seguridad necesaria a la comunidad frente a las incursiones e invasiones
enemigas. Todo lo cual ha de ser encaminado al único fin de obtener la
paz, seguridad y bien público del pueblo.” (Locke, 1991: 296-97; García
Pascual, 1997: 44 y ss.). Pero en definitiva, Locke no considera todavía al poder judicial como órgano dentro del Estado y menos como
órgano de contrapeso de los otros dos poderes. De esta forma, John
Locke, en su segundo ensayo sobre el gobierno civil, no establece clara-
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mente una diferenciación entre la función del legislativo para hacer
leyes e interpretarlas y aplicarlas al caso concreto (Blanco Valdés, 1994:
48, 49 y 61; Cappelletti, 1986: 31).
5. EL CONCEPTO DE PODER JUDICIAL DE MONTESQUIEU
Poco más de cincuenta años después de que John Locke publicara sus
Dos ensayos sobre el gobierno civil, Carl L. de Secundat, Barón de Montesquieu, retomaría sus ideas y junto a la teoría de Aristóteles sobre las tres
partes del Estado,10 pero sobre todo, en su particular forma de entender
el sistema de gobierno inglés, formulará su muy conocida y polémica
división tripartita de los poderes del Estado.
Frente a una constante, como lo considera el autor Del espíritu de
las leyes, “que es una eterna experiencia que todo hombre que tiene
poder propende al abuso, pues no se detiene sino cuando encuentra
límites; es necesario que el poder frene al poder”, es donde Montesquieu
basará su teoría de división de poderes. Para éste, el control de los poderes será el medio para garantizar la libertad de los ciudadanos; porque si un Estado quiere lograr esa finalidad es necesario que los poderes
legislativo, ejecutivo y judicial no queden reunidos en una sola mano.
La muy discutida obra de Montesquieu, Del espíritu de las leyes, publicada en 1748 y convertida en dogma para el constitucionalismo liberal,11
Se ha dicho que la teoría de la división de poderes ya la encontramos en el
mundo griego de la polis, y para confirmar la aseveración se cita al Estagirita en un
párrafo de La Política “En todo Estado hay tres partes de cuyos intereses debe el
legislador, si es entendido, ocuparse ante todo, arreglándolos debidamente”. Y más
adelante se señala que, “El primero de estos tres elementos es la asamblea general, que
delibera sobre los negocios públicos; el segundo, el cuerpo de magistrados, cuya naturaleza, atribuciones y modo de nombramiento es preciso fijar; y el tercero, el cuerpo
judicial. (Aristóteles, 1989: 182). Lo que Aristóteles se propuso, nos dice Jorge Carpizo,
no fue otra cosa que una descripción de la Atenas clásica (Carpizo, 1969: 183; Vallet
de Goytisolo, 1986: 358).
11
Más aún, la doctrina de la división de poderes, como señala García Pelayo, pasaría a ser parte integrante del Derecho constitucional liberal. A juzgar por el anunciado
del art. 16 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano: “toda sociedad en que no está asegurada la garantía de los derechos ni determinada la separación de
poderes, no tiene Constitución” (García Pelayo, 1983: 7-11; Fraile, 1986: 84, quien
considera a la división de poderes como la clave del arco de todos los sistemas).
10
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no sólo abrió fuertes debates dentro de las sesiones de la Asamblea
Nacional de 1790 (Duguit, 1996: 12-17; Blanco Valdés, 1994: 61), sino
que sigue siendo de las obras más polémicas en el campo de la teoría
jurídico-política.12 En efecto, la teoría de la división de poderes de
Montesquieu se ha convertido en obsesión por parte de los juristas
contemporáneos para demostrar su ineficacia en la realidad política del
Estado. Algunos autores, consideran la imposibilidad de ejercer con la
debida separación las funciones asignadas a cada uno de los poderes;
para otros, se trata de la improcedencia de limitar la división a sólo tres
poderes; finalmente, para otros se trata de una cuestión meramente
operativa o de eficacia. Es por eso que la obra de Montesquieu es ahora, sobre todo, considerada como utópica y fuera del problema práctico
jurídico-político (Díez Moreno, 1986: 28).
La teoría política de Montesquieu está basada, al parecer, en una
mala interpretación del sistema constitucional de Inglaterra (Duguit,
1996: 15-17; Blanco, 1994: 61 y ss.). La preocupación de Montesquieu
por la protección de libertad política, la cree haber encontrado en la
Constitución inglesa (Hariou, 1980: 37). Para Duguit, se limita a reproducir las reglas de la Constitución inglesa, que no admite la separación de poderes más que en la medida en que se practica en Inglaterra,
que estima que una división absoluta desemboca fatalmente en la concentración de todos los poderes en uno solo (Duguit, 1996: 14).
Si bien la obra El espíritu de la leyes ha sido fuertemente criticada, el
mérito de Montesquieu, y que es lo que ha nosotros nos interesa en este
momento, consiste en haber reconocido al poder judicial o, mejor dicho, a la actividad judicial, ya no como parte del poder ejecutivo sino
como un poder independiente de los otros dos. Así lo considera
Montesquieu pues afirma que, “Tampoco hay libertad si el poder judicial no está separado del legislativo ni del ejecutivo. Si va unido al poder legislativo, el poder sobre la vida y la libertad de los ciudadanos será
arbitrario, pues el juez sería al mismo tiempo legislador; si va unido al
ejecutivo, el juez podría tener fuerza de opresor” (Montesquieu, 1993:
12
Al respecto Blanco Valdés, considera que nunca tan pocas páginas de un libro
han tenido tan decisiva influencia en el devenir histórico que las dedicadas por el
barón de Montesquieu a la “Constitución de Inglaterra” (Blanco, 1994: 60; García
Pascual, 1996: 34; García Pelayo, 1993: 11).
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107). Sin embargo, su idea del poder judicial se aparta del concepto que
hoy tenemos de él, sobre todo, en su papel dentro del poder público. En
efecto, si Montesquieu hablaba de un poder que se encargue de aplicar
las leyes, éste sólo debería actuar entre los particulares: “De los tres
poderes de que hemos hablado, el de juzgar es, en cierto modo, nulo.
No quedan más que dos que necesiten de un poder regular para atemperarlos. La parte del cuerpo legislativo compuesta por los nobles es
muy propicia para ello” (Ibid.: 110). De aquí, que se interprete que la
división de los poderes no es triple sino dual y que el poder judicial de
Montesquieu no se considere como órgano regulador de las funciones
de los otros poderes (Vallet, 1986: 415 y ss.; García Pascual, 1997: 53).
Será éste el fundamento jurídico para que la Ley francesa de 16-24
de Agosto de 1790 prohibiera a los tribunales tomar parte directa o
indirectamente en el ejercicio del poder ejecutivo, así como el de impedir o suspender la ejecución de los decretos del cuerpo legislativo sancionados por el rey bajo pena de prevaricación. Del mismo modo, en el
artículo 13 de la citada ley, se dispuso que las funciones judiciales eran
distintas y permanecerían siempre separadas de las funciones administrativas, prohibiendo a los jueces, bajo pena de prevaricación, perturbar
de cualquier manera las operaciones de los cuerpos administrativos,
negándoles en consecuencia, la posibilidad de citar para su comparecencia a los administradores por cuestiones relacionadas con sus funciones. A consecuencia de esta disposición, el poder judicial se vio
convertido en un poder nulo; en un instrumento limitado a ser la boca
que pronunciaba las palabras de la ley (Tero, 1990: 14).
Tratando de resumir el Capítulo VI del Libro XI Del espíritu de las
leyes, Montesquieu preconiza la existencia de una necesaria división de
los poderes dentro del Estado, pero, a diferencia de Locke, divididos
sobre bases de igualdad entre ellos para así asegurar la libertad del ciudadano. El poder legislativo, “el príncipe, o el magistrado, promulgan las
leyes por cierto tiempo o para siempre, y enmienda o deroga las existentes”; El poder ejecutivo, “dispone de la guerra y de la paz, envía o
recibe embajadores, establece la seguridad, previene las invasiones”; El
poder judicial “castiga los delitos o juzga las diferencias entre particulares” (Montesquieu, 1993: 107).
Para garantizar la libertad que es un derecho natural y, por lo tanto,
el objeto del Estado, es indispensable una división de los tres poderes
72
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estatuidos para que se cumpla la máxima de frenos y contrapesos.
Montesquieu considera que no hay libertad si se reúnen en la misma
persona o mismo cuerpo el poder legislativo y el ejecutivo, y que no hay
libertad tampoco si el poder de juzgar no está bien deslindado del poder legislativo y del poder ejecutivo (Montesquieu, 1993: 107-08).
Considerado como terrible el poder de juzgar entre los hombres, no
debe ser exclusiva de una clase o una profesión, por lo que Montesquieu,
y siguiendo a Aristóteles (Terol, 1990: 11), afirma que no debe darse a un
senado permanente sino ejercido por personas salidas de la masa popular,
periódica y alternativamente designadas de la manera que la ley disponga, formando un tribunal que dure poco tiempo no más del que exija la
necesidad, convirtiendo al poder judicial, por decirlo así, en un poder
invisible y nulo (Montesquieu, 1993: 108). Montesquieu rechaza, en definitiva, la profesionalización de la justicia que acabaría por consagrarse
en Europa continental (García Pascual, 1997: 61).
Sin embargo, Montesquieu consideraba que si los tribunales no
deben ser fijos, sí deben de serlo las sentencias, hasta el punto que deben corresponder al texto expreso de la ley. “Si fueran una opinión particular del juez, se viviría en la sociedad sin saber con exactitud los
compromisos contraídos con ella” (Montesquieu, 1993: 109). El juez,
para el autor, no podía hacer ninguna interpretación de la ley, pues la
aplicación exacta de las leyes es la garantía única y suficiente de justicia.
De aquí la expresión: “los jueces de la nación no son más que el instrumento que pronuncien las palabras de las leyes, seres inanimados que
no puedan moderar ni la fuerza ni el rigor de las leyes.13
Finalmente, Montesquieu no habla de una separación de los poderes del Estado en el estricto sentido de la palabra, es más, como nos lo
hace saber García Pascual, la expresión separación de poderes no se
encuentra en la obra Del espíritu de las leyes; el término expresado por el
autor es siempre el de división de poderes, en donde existe una estrecha
13
Para la solución de problema práctico de una interpretación legislativa,
Montesquieu propone al mismo legislativo, en especial, a la aristocracia que forma
parte de cuerpo legislativo. “La parte del cuerpo legislativo que consideramos como
tribunal necesario [...], lo es también en esta ocasión: a su autoridad suprema le corresponde moderar la ley en favor de la propia ley, fallando con menos rigor que ella”
(Montesquieu, 1993: 112).
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colaboración de los mismos. Lo que nos permite sostener que Montesquieu no defendía una teoría de separación estricta de los poderes como
muchas veces se le ha atribuido y que se ha convertido en un mito
dentro de las obras de teoría política.14 Si realmente los poderes estuvieran separados, el Estado se debilitaría y propiciaría su desintegración, como sostenía Hobbes,15 o como asegura Duguit, “una división
absoluta desemboca fatalmente en la concentración de todos los poderes en uno solo”;16 pues el significado histórico del principio llamado
separación de poderes, afirma Kelsen, radica precisamente en que tal
principio va contra la concentración de los poderes, más que contra la
separación de los mismos (Kelsen, 1988: 334). Este será el punto de referencia para nuestro estudio ya que el órgano que pretendemos estudiar
rompe con toda la idea de una separación de los poderes del Estado.
6. LA INDEPENDENCIA DEL PODER JUDICIAL EN EL ESTADO LIBERAL
La idea de la independencia del poder judicial nace con el concepto
mismo del poder judicial y aparece, como ya vimos, como antítesis del
poder absolutista en el Antiguo Régimen e incorporada al constitucionalismo liberal como un elemento fundamental en la idea democrática de todo Estado de Derecho,17 La independencia del juez fue un
Se sugiere la lectura de García Pascual (1997: 47); y de Blanco (1994:70); el
primero nos dice que la separación orgánico-funcional que preconiza Montesquieu
no opera sino en su construcción como una condición previa para el equilibrio de
poderes que habrá de conseguirse a través de su recíproco control, mediante la disposición de toda una serie de mecanismos de coordinación, o, lo que es lo mismo, de
frenos y contrapesos.
15
Dividir el poder del Estado, sostenía el autor, no es otra cosa que disolverlo,
porque los poderes divididos se destruyen mutuamente unos a otros. Este será otro de
los fundamentos para el Estado absolutista que defendía Hobbes (Hobbes, 1987: 178).
16
Duguit critica la Asamblea Nacional francesa de 1791, pues considera que
confiada en su omnipoder, no leen en el Espíritu de las leyes más que las formas generales y sintéticas; que no ven la continuación del capítulo VI en donde Montesquieu
muestra con claridad meridiana que una intima solidaridad, que una colaboración
constante debe unir a los diferentes poderes del Estado (Duguit, 1996: 14)
17
La idea de la independencia del juez, nos dice Simon, va indisolublemente
unida a la concepción del Estado constitucional. “Entre todas las instituciones de
nuestra vida jurídica la idea del Estado de Derecho celebra su máximo triunfo en la
14
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elemento indispensable para asegurar el problema político-práctico de
la separación de poderes.18
Para llegar a identificar la función independiente del juez, fue necesaria la conceptualización del poder judicial como tercer poder del Estado basado en una división tripartita de poderes; el poder judicial como
parte integral del Estado y consecuentemente de la soberanía nacional
que debería ser una emanación del pueblo y no de una sola persona
(Duguit, 1996: 89-100). De la misma forma, fue necesario el reconocimiento de un juez sometido únicamente al imperio de la ley conforme a
la expresión de la ley nacida de la voluntad general (Rubio, 1990: 103).
Así, en el constitucionalismo liberal los jueces y magistrados reclamaron la independencia para garantizar que la actuación interpretativa
de sus leyes, aplicándolas al caso concreto fuera libre y no sometida a
ninguna otra autoridad que la representada objetivamente por el respeto y acatamiento de dicha ley (Almagro, 1993: 67). En otras palabras, si
el juez era jurídicamente independiente es porque se le quería totalmente dependiente de la ley.19
independencia de la decisión del juez”; Al respecto véase Loewenstein (1976: 294),
para quien “la independencia de los jueces en el ejercicio de las funciones que les han
sido asignadas y su libertad a todo tipo de interferencias de cualquier otro detentador
del poder constituye la piedra final en el edificio del Estado democrático constitucional de derecho.” También García de Enterría, (1995: 120). No hay Derecho sin juez,
afirma García de Enterría. “El juez es una pieza absolutamente esencial en toda organización del Derecho.” Véase también Duverger (1980: 51), quien nos dice que el
sentido político del modelo liberal (democracia liberal), significa que las instituciones
políticas descansan, entre otras, en la independencia de los jueces. Finalmente a Sáinz
Moreno (1976: 65), el autor nos dice que la justicia es democrática, entre otras cosas,
porque responde a la creencia hondamente sentida por el pueblo, mantenida a lo largo
de los siglos, de que la justicia debe ponerse en manos de jueces rectos, independientes, imparciales y conocedores del Derecho, porque con todos su posibles defectos, no
se conoce mejor método para resolver “en justicia” los conflictos singulares que se
producen en la comunidad (Simon, 1985: 11).
18
Blanco Valdés nos dice, citando a Gaetano Silvestri, que el problema de la
separación de poderes no se iba a plantear como un problema lógico-jurídico sino
como un problema político-jurídico (Blanco Valdés, 1996: 11).
19
Para Ferrajoli en el modelo paleoliberal y paloepositivista de la jurisdicción, el
fundamento de la independencia de los jueces residía en la legitimidad de las decisiones judiciales, asegurada a su vez por la verdad jurídica y fáctica, si bien en sentido
necesariamente relativo y aproximativo, de sus presupuestos (Requejo, 1989: 170;
Ferrajoli, 1995: 6).
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En efecto, el constitucionalismo liberal estructuró una serie de garantías jurídicas de carácter fundamental con la finalidad de asegurar la
función independiente del juez. Así, por ejemplo, el constituyente de
los Estados Unidos de 1787, basándose en la división de poderes, estableció la inamovilidad de los jueces y la remuneración estable y permanente para los jueces. Por su parte, el constituyente francés de 1791
dispuso como medidas de garantías la inamovilidad y el nombramiento
de los jueces por medio de elecciones.20
Mas en Francia el poder de juzgar, que Montesquieu consideraba
terrible por lo que no debería recaer en una clase o profesión y mucho
menos en un jurado permanente (Montesquieu, 1993: 108), pronto
quedó sometido al ejecutivo, convirtiéndose de nuevo la justicia en pura
administración alejada de un verdadero poder (Tomás, 1990: 20). No
obstante, la idea de la independencia del poder judicial no fue formalmente negada sino que permaneció pero como mero valor ideológico
(Senese, 1996: 51), sin proyección real en la articulación de la justicia.
Tanto el nombramiento de los jueces por medio de elecciones, como
la institución del jurado popular, se vieron con gran escepticismo por el
pueblo francés. El constituyente francés de 1799 suprimió esta forma
de nombramiento de los jueces al considerar que el juez no debería de
tener ninguna participación política, por lo que se optó por aislar al
juez de la sociedad, presentándolo como una instancia neutra de solución de conflictos individuales sin trascendencia general (Montero, 1990:
57). Se decidió el nombramiento de los jueces por el jefe del gobierno,
se reorganizó la estructura de los tribunales de acuerdo con el modelo
de los funcionarios de la administración, concentrando en el ejecutivo
los mecanismos de selección, ascensos y régimen disciplinario (Andrés,
1986: 41). De esta forma, el juez funcionario es más el fruto de un Estado profundamente burocrático que auténticamente liberal (García
Pascual, 1997: 112). Por otro lado, la institución del jurado popular de
20
Después de la permanencia en el cargo, decía Hamilton, nada puede contribuir
más eficazmente a la independencia de los Jueces que el proveer en forma estable a su
remuneración; Duguit, 1996: 89; Constant, 1989, 192, quien consideraba que un juez
amovible o revocable es más peligroso que un juez que ha comprado su cargo. “Haber
comprado una plaza es menos corrupto que estar siempre temiendo perderla”
(Hamilton. 1994: 336).
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tradición anglosajona que se desarrolló perfectamente en Norteamérica
por causas históricas, no arraigó en Francia donde no existía esta práctica.21 En definitiva, el instrumento fundamental para mantener al poder
judicial en situación de independencia real frente a los detentadores del
poder político ha sido la pretendida apoliticidad de la función de juzgar y
el carácter neutral del juez en la vida de la sociedad (Montero, 1990: 56).
De todo lo anterior podemos deducir que en el aspecto práctico el
constitucionalismo liberal hizo dogma de la independencia del poder
judicial, sin incluir dentro de ella el status del juez en su dimensión
individual, incorporándola a un cuerpo estructurado burocráticamente
y con un elevado índice de jerarquización (Andrés, 1986: 119). Sin
embargo, en el aspecto teórico se quería un respeto absoluto a las sentencias del juez sobre la base de su sometimiento estricto a la ley, “hasta
el punto que debe corresponder siempre al texto expreso de la ley”, en
palabras de Montesquieu, que consideraba a los jueces seres inanimados, “el instrumento que pronuncia las palabras de la ley”. 22 Se pretendía, en consecuencia, la relativa independencia “personal del juez”,23
Decía Constant respecto al jurado “Ya sé que entre nosotros se ataca a la institución del jurado con argumentos basados en la falta de interés, en la ignorancia, en la
despreocupación, en la frivolidad francesa. Pero no es a la institución, es a la nación a
la que se acusa. Mas, ¿quién no comprende que una institución pueda parecer, en los
primeros momentos, poco conveniente para una nación, a causa de la falta de costumbre, y convertirse en conveniente y saludable, si es buena intrínsecamente, porque la
nación adquiere a través de la propia institución la capacidad que antes no tenía?”
(Constant, 1989: 193).
22
Conocidas son las premisas de Montesquieu quien consideraba que los juicios
no deben ser más que el texto preciso de la ley, no debiendo representar el punto de
vista particular del juez, por lo que el juez no es más que “la boca que pronuncia las
palabras de la ley”. (Montesquieu, 1993: 108) al respecto véase a Duguit (1996: 83),
quien, sobre esta base y citando a los parlamentarios de la Asamblea Nacional de
1789, nos cita a Bergasse que expone: “puesto que una sociedad no puede subsistir sin
leyes, para el mantenimiento de la sociedad son necesarios los tribunales y jueces, es
decir, una clase de hombres encargados de aplicar las leyes a las distintas circunstancias para las cuales son hechas” (Duguit, 1996).
23
Para quien la independencia interna y externa están interrelacionadas cuando
los titulares de las funciones gubernativas dentro del poder judicial eran nombrados
desde fuera del mismo, esto es, por alguno de los otros poderes. Es así evidente, asevera, que si los presidentes de las Audiencias, el del Tribunal Supremo y los integrantes del Consejo Judicial, u organismo similar, eran nombrados por el Poder Ejecutivo
21
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ya que éste no debería moderar ni el rigor ni la fuerza de la ley sujetándolos, de esta forma, al dictado del legislador.24
7. CONCLUSIONES
La aparición del Estado constitucional liberal supuso la desaparición
de las instituciones del Antiguo Régimen y la entrada de las ideas de la
Ilustración, que encontraron eco en las Constituciones de Estados
Unidos y Francia. Para la administración de justicia la aparición del
Estado liberal significó su reivindicación institucional y, por consiguiente,
su consolidación constitucional como un poder, en el nivel de los poderes legislativo y ejecutivo. Junto a esta valoración constitucional del poder
judicial, surge también la conceptualización de su necesaria independencia para su eficaz funcionamiento. De tal manera que poder judicial
e independencia son dos conceptos inseparables consecuencia del Estado constitucional liberal, hasta el punto que no puede entenderse la
función judicial sin una conveniente independencia.
El Estado constitucional liberal consagró la independencia del poder
judicial a través de diversos mecanismos jurídicos, como la legitimación popular de la justicia mediante la elección de los jueces por el
mismo pueblo, el establecimiento de jurados populares, la inamovilidad
de los jueces y magistrados, las garantías económicas, así como de la
de modo discrecional existiría una mezcla de dependencias, que a la postre se resolvería en la debilidad, si no en la supresión, de la independencia personal de juez (Montero,
1990: 74).
24
Montesquieu consideraba que si en general el poder judicial no debe estar
sujeto a ninguna parte del legislativo, hay tres excepciones basadas en el interés particular del que ha de ser juzgado: 1. Los nobles deben ser citados ante la parte del
legislativo compuesta por nobles y no ante los tribunales ordinarios de la nación; 2.
En el caso de que la ley sea demasiado rigurosa, a la parte del legislativo le corresponde moderar la ley en favor de la propia ley, fallando con menos rigor que ella; 3. En el
caso de que un ciudadano viole los derechos del pueblo y que los magistrados no
pudieran o no quisieran castigar, el legislativo, como representante de pueblo lo pude
castigar pues representa a la parte interesada, que es el pueblo. Es necesario, dice
Montesquieu, que la parte del legislativo del pueblo acuse ante la parte del legislativo
de los nobles, la cual no tiene los mismos intereses ni las mismas presiones que aquélla
(Montesquieu, 1993: 112).
78
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consecuente responsabilidad, entre otras. Sin embargo, las circunstancias históricas, ideológicas y sociales de cada país en concreto han determinado que dichos mecanismos se hayan interpretado y aplicado de
manera diferente y con resultados muy diversos; por ello se hace con
frecuencia necesario encontrar nuevas fórmulas para lograr la efectividad del principio de la independencia judicial.
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