Nacidos para la vida eterna Gilberto Urrutia „Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos. Ustedes están muy equivocados.” Marcos 12,27 “¿A quien iremos, Señor? Sólo tú tienes palabras de vida eterna” Juan 6,68 Si hay una incógnita que el ser humano es incapaz de saber por sí mismo, esa es el propósito postrero para el cual ha nacido, para qué ha sido creado? Cada quién en el transcurso de su vida, y de llegar si acaso a pensar seriamente en eso alguna vez, trata de imaginarse algo y en su fantasía termina por soñar algo, que le gustaría ser y lo establece como meta deseable. Sin duda, ésas aspiraciones son importantes y muy necesarias para la vida operativa, pero son insuficientes y sobre todo se quedan muy cortas, cuando de repente nos percatamos, que vamos ya avanzando hacia el ocaso de nuestra breve vida en éste mundo. A travéz de los tiempos, Dios le ha estado revelando al ser humano lo que le estaba vedado saber por sus propios medios, de allí la enorme importancia que tarde o temprano, la fe religiosa adquiere en la vida de los hombres y las mujeres. La humanidad en toda su historia no había recibido una revelación de Dios más maravillosa, que la buena nueva que anunció Jesucristo personalmente y por primera vez al mundo: que el ser humano posee un alma inmortal y que después de la muerte, hay una vida eterna en el Reino de los cielos. Debido a ese acontecimiento tan transcendental para la humanidad y que jamás había ocurrido antes, la historia universal fue partida en dos: la historia antes de Cristo y después de Cristo (Anno Domini AD). Ese hecho da inicio a la era cristiana, al establecerse en el calendario, el año del nacimiento de Jesucristo, como año primero de la era cristiana. Con la venida de Cristo Jesús, se inició un nuevo tiempo para la humanidad, el tiempo de la Gracia y del perdón de Dios, el nuevo tiempo del mensaje y de la obra de la buena nueva, es decir, del Evangelio. El mensaje y la enseñanza de Cristo están repletos de la visión de la eternidad. El Señor Jesús siempre tuvo una visión de eternidad que le daba forma a su vida cotidiana. El evangelio de Jesús nos enseña a vivir y a morir con metas eternas. El gran aporte del Cristianismo a la humanidad ha sido el enseñarnos a vivir con esperanza, es decir, a ser seres esperanzados y preparar espiritualmente al creyente a afrontar la muerte con la promesa de vida eterna. El cristianismo es grande, porque es una preparación para la muerte inevitable. El fin último del ser humano es alcanzar un día la eternidad y allí tener la vida en abundancia que nos prometió nuestro Señor Jesucristo: “El ladrón no viene sino para robar, matar y destruir. Pero yo he venido para que las ovejas tengan Vida, y la tengan en abundancia.” Juan 10, 10 Ahora bien, cuando el Señor Jesús afirma que ha venido para que tengamos vida, y vida en abundancia, no se refiere a ésta vida terrenal, simple y llanamente porque vivimos en un cuerpo demasiado frágil y muy limitado; sino que se refiere a la otra vida después de la muerte, a la vida espiritual, nueva y eterna. La conciencia de que en ésta vida temporal somos peregrinos y de que nuestro destino final es eterno, debe acompañar nuestra vida en todo momento. Esto lejos de hacernos desentender de nuestra vida en el aquí y ahora, por el contrario nos lleva a tener muy en serio nuestras responsabilidades personales y sociales. La esperanza de alcanzar un día el Cielo, no es consuelo de débiles ni de tontos, sino todo lo contrario, fortaleza de luchadores de la causa de Dios y del amor a los hermanos. Aspirar a las alegrías y bienes del cielo, no va contra la razón, sino que es algo muy humano, natural y necesario. Uno de los anhelos más profundos y ardientes de todo ser humano es ser inmortal, es el deseo natural de que su existencia no sea liquidada por la muerte, después de de haber vivido una vida tan corta y sufrida, como la que vivimos en éste mundo. En la Enciclica Rerum Novarum, se expresa la trascendencia innata del hombre y su destino eterno de la siguiente manera: “No podemos, indudablemente, comprender y estimar en su valor las cosas caducas si no es fijando el alma sus ojos en la vida inmortal de ultratumba, quitada la cual se vendría inmediatamente abajo toda especie y verdadera noción de lo honesto; más aún, todo este universo de cosas se convertiría en un misterio impenetrable a toda investigación humana. Pues lo que nos enseña de por sí la naturaleza, que sólo habremos de vivir la verdadera vida cuando hayamos salido de este mundo, eso mismo es dogma cristiano y fundamento de la razón y de todo el ser de la religión. Pues que Dios no creó al hombre para estas cosas frágiles y perecederas, sino para las celestiales y eternas, dándonos la tierra como lugar de exilio y no de residencia permanente.” El escritor cubano José Marti refiriendose a un amigo poeta, quien en un poema titulado “el poema del Niágara” expresaba su angustia y desesperación ante la muerte, porque que no tenia una fe firme en la vida eterna, comentó lo siguiente: “El eco en el alma dice cosa más honda que el eco del torrente. Ni hay torrente como nuestra alma. ¡No! ¡ La vida humana no es toda la vida! La tumba es vía y no término. La mente no podría concebir lo que no fuera capaz de realizar; la existencia no puede ser juguete abominable de un loco maligno. Sale el hombre de la vida, como tela plegada, ganosa de lucir sus colores, en busca de marco; como nave gallarda, ansiosa de andar mundos, que al fin se da a los mares. La muerte es júbilo, reanudamiento, tarea nueva. La vida humana sería una invención repugnante y bárbara, si estuviera limitada a la vida en la tierra.” Miguel de Unanmuno (1864-1936) en su conocido libro Del sentimiento trágico de la vida, escribió sobre el deseo innato humano de ser inmortal: "¡Eternidad! ¡eternidad! Éste es el anhelo: la sed de eternidad es lo que se llama amor entre los hombres; y quien a otro ama es que quiere eternizarse en él" Una bella muestra de la expresión popular del amor eterno entre enamorados, se encuentra en las letras de canciones románticas de épocas pasadas. Cómo ejemplo de una sublime inspiración, transcribo a continuación una de las más conocidas, y que tiene como título “Esperame en el cielo, corazón” de Francisco López Vidal: Espérame en el cielo, corazón, si es que te vas primero. Espérame en el cielo, corazón, para empezar de nuevo. Nuestro amor es tan grande y tan grande que nunca termina y esta vida es tan corta y no basta para nuestro idilio. Por eso, yo te pido por favor me esperes en el cielo y allí entre nubes de algodón haremos nuestro nido. Es oportuno destacar en este momento, que en la sociedad moderna de consumo y de afán de lucro en que vivimos, los únicos que no consideran como importante y necesaria ésta natural aspiración humana de la esperanza de vida eterna, son: la banca, la industria, el comercio y sus numerosos representantes en la política y en los medios de comunicación; ya que su interés primordial es el de fomentar el disfrute de la vida terrenal y de inflar exageradamente la alegría de nuestra existencia en éste mundo cruel y sufridor, porque son éllos los que más se benefician, se hacen más poderosos y se lucran más a expensas de nuestro duro trabajo diario y de nuestro consumo. Y porque trabajar y consumir, sólo se puede en ésta vida. Erasmo de Roterdam (1467-1536), en su famosa obra “Elogio de la Locura o el encomio de la estulticia” describe la típica actitud materialista y utilitaria de los banqueros y comerciantes de la siguiente manera: “La clase de los comerciantes es la más estulta y sórdida de todas, porque tratan los asuntos más mezquinos y sórdidos y lo hacen, además, del modo más miserable que cabe imaginarse, a pesar de que van mintiendo a todas horas, perjurando, robando, defraudando, engañando, se creen a la cabeza de la humanidad por el mero hecho de llevar los dedos llenos de sortijas de oro”. San Agustín (354 –430) llamaba gran pensamiento al pensamiento de la eternidad. A la luz de este gran pensamiento, los grandes místicos de la antigüedad consiguieron mirar los tesoros y las grandezas de la tierra como si fueran paja, fango, humo, basura. Mirándonos nosotros mismos y mirando la fe cristiana a la luz de este gran pensamiento, seremos capaces de valorar y comprender mucho mejor, en primer lugar, nuestra propia existencia, el sentido de la vida y nuestro destino final; y en segundo lugar, el significado que para nuestra vida tienen las enseñanzas de la Santas Escrituras en la Biblia, en particular el Evangelio de nuestro Señor Jesucristo. San Pablo al anunciar el evangelio en una plaza pública a los paganos y a sus hermanos de raza, los judíos contradecían con blasfemias cuanto Pablo decía: “Entonces Pablo y Bernabé, con gran firmeza, dijeron: «A ustedes debíamos anunciar en primer lugar la Palabra de Dios, pero ya que la rechazan y no se consideran dignos de la Vida eterna, nos dirigimos ahora a los paganos.” Hechos 13, 46 Jesús le anunció a la humanidad hace más de 2000 años, que todos los seres humanos como hijos de Dios, somos dignos de la vida eterna. Ahora bien, cada quién es libre de creer y de aceptar o no esa promesa, cada quién tiene la potestad de considerarse digno de la vida eterna o no. Por tener el alma, es que el hombre intuye que existe Dios, el Creador y Señor del universo, y por eso siente y experimenta que es un ser inmortal y por lo tanto, digno de vivir eternamente. Es verdad que pensar en la eternidad nos cuesta mucho, porque no estamos acostumbrados hacerlo. Ni siquiera se nos ocurre pensar en períodos de 10 años, mucho menos en algo tan abstracto y tan extraño como la eternidad, para nosotros seres limitados, quienes desde que nacemos aprendemos a vivir sólo en función de las dimensiones del tiempo (ayer, hoy y mañana) y del espacio inmediato que nos rodea. Vivir infinitamente en la eternidad nos parece un sueño, una película de ciencia-ficción. Y aunque nos cueste mucho también aceptarlo, la eternidad es una gran realidad tan verdadera y tan cierta, como lo será algún día nuestra propia muerte. Jesús afirmó y nos prometió que al final de nuestra vida terrenal nos espera la vida eterna en la Casa de su Padre en el reino de los Cielos. Nuestra alma vive en un cuerpo muy frágil y susceptible a enfermedades o accidentes, que pueden en cualquier momento perjudicar sus funciones vitales, pudiéndonos convertir en un instante en enfermos, o dicho de otra manera: en moribundos curables. Después de transcurrido los años y de haber consumido nuestro tiempo de vida, ya una vez viejos, nos convertiremos en moribundos incurables, para algún dia, por causa de muerte, tener que dejar ésta tierra para despertarnos en el reino de los vivos, es decir: el reino de Dios. Sí, esa es la buena nueva que Jesucristo, nos trajo y predicó para toda la humanidad. Una nueva tan buena que nada lo puede igualar, la bendita nueva de que Dios descendió al hombre para que el hombre al morir pueda ascender al reino de Dios. Por eso es que el cristiano que cree firmemente en su Redentor Jesucristo quien resucitó y vive para siempre, concibe la muerte como un amanecer, como el momento en que empieza a cumplirse esa gloriosa esperanza viva, basada en las promesas de vida eterna que fueron pronunciadas por el mismo Hijo de Dios: «En la Casa de mi Padre hay muchas habitaciones; si no fuera así, se lo habría dicho a ustedes. Yo voy a prepararles un lugar. Y cuando haya ido y les haya preparado un lugar, volveré otra vez para llevarlos conmigo, a fin de que donde yo esté, estén también ustedes. » Juan 14, 2-3 «Jesús, acuérdate de mí cuando entres en tu Reino.» Jesús le respondió: «En verdad te digo que hoy mismo estarás conmigo en el paraíso.» Lucas 23, 4243 Los cristianos esperanzados son gente llena de esperanza porque tienen su mirada puesta en la eternidad. El apoderarnos de la promesa de Jesús de la vida eterna y hacer nuestra la eternidad como dimensión real de la vida, significa también poner nuestra existencia temporal sobre una base eterna. Aquellos creyentes que experimentan esto, comprueban la maravilla de sentir el amor de Dios en todo su ser, al despertarse su conciencia divina, y a partir de ese momento, ser capáces de reconocer y sentir su propia alma y de vislumbrar las realidades eternas. Esa experiencia interior aviva enormemente la fe y la esperanza incipientes que ya teníamos desde niños en Jesucristo y su buena nueva; y también hace desaparecer el terrible temor a la muerte que nos angustia tanto. Élla también le da a nuestra vida terrrenal ese sentido trascendental, tan necesario para comprender el evangelio cabalmente y para poder superar las pruebas que nos depare el destino durante nuestro paso por éste mundo temporal, porque ahora tenemos la certeza de cual es nuestro propósito final como hijos de Dios: el haber nacido para la vida eterna. Por su Gracia, recibimos de Dios esa perspectiva eterna en nuestras vidas como un implante divino, la cual nos permite valorarnos nosotros mismos en la justa dimensión, por el hecho de que tenemos a Jesúcristo nuestro Salvador y su Palabra como referencia de nuestro propio valor, y nos ayuda además, a no darle tanta importancia a los criterios materialistas y utilitarios por los que estamos siendo valorados en la actualidad por el sistema socio-económico imperante, según nuestro nivel económico y social, influencia, profesión o la rentabilidad de nuestro trabajo.