Redalyc.DE LA CRÍTICA A LA FILOSOFÍA DE LA CONCIENCIA A

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Eidos: Revista de Filosofía de la Universidad
del Norte
ISSN: 1692-8857
[email protected]
Universidad del Norte
Colombia
Gómez, Carlos
DE LA CRÍTICA A LA FILOSOFÍA DE LA CONCIENCIA A LA REIVINDICACIÓN DE LA CONCIENCIA
MORAL
Eidos: Revista de Filosofía de la Universidad del Norte, núm. 10, julio, 2009, pp. 10-50
Universidad del Norte
Barranquilla, Colombia
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Proyecto académico sin fines de lucro, desarrollado bajo la iniciativa de acceso abierto
de la crítica a la
filosofía de la conciencia
a la reivindicación de la
conciencia moral
Carlos Gómez
resumen
La “filosofía de la conciencia”
constituye el paradigma fundamental
de la filosofía moderna de Descartes
a Kant (1). Dicho paradigma ha sido
sometido a sucesivas críticas, en primer
lugar por parte de la denominada
“filosofía de la sospecha” (2) y, más
tarde, por “el giro lingüístico”, aquí
considerado desde la perspectiva de
la ética discursiva habermasiana (3).
Aunque esas críticas obligan a romper la primacía y el monologismo
de la “filosofía de la conciencia”, no
deberían llevar a olvidar el valor de la
conciencia (moral) misma, por resituada que quede. Así se trata de defender
siguiendo los planteamientos de,
entre otros, Wellmer, Muguerza,
Bilbeny o Renaut, reconsiderando
desde ese horizonte la confrontación
entre Hegel y Kant –retomada en
nuestros días por la existente entre
comunitaristas y liberales–, para, finalmente, esbozar algunas perspectivas
sobre la relación entre individualismo
y cosmopolitismo (4).
palabras clave
Filosofía de la sospecha; giro
lingüístico y ética discursiva; resituación y valor de la conciencia
(moral); Hegel versus Kant; comunitarismo y liberalismo; individualismo y cosmopolitismo.
abstract
The “philosophy of conscience” is
the fundamental paradigm of modern
philosophy from Descartes to Kant.
Such paradigm has been the object
of continuous criticism starting with
the so call “philosophy of suspicion”
and latter on by the “linguistic turn”,
which in this article is considered
from the perspective of the discursive
ethics of Habermas. Although these
criticisms force us to abandon the
primacy and the monologism of
the “philosophy of conscience”, we
should not forget the value of the moral conscience itself in spite of all its
resituations. This is what I try to claim
in this work, following the arguments
of Wellmer, Muguerza, Bilbeny or
Renaut, among other critics, revisiting, from this perspective, the confrontation between Kant and Hegel,
which has been brought up again by
the liberal/communitarian debate,
leading finally my discusion to the
relation between individualism and
cosmopolitanism.
key words
Philosophy of suspicion; linguistic turn and discursive ethic;
resituation and value of the
(moral) conscience; Hegel versus
Kant; communitarism and
liberalism; individualism and
cosmopolitanism.
eidos
issn: 1692-8857
Fecha de recepción: septiembre 2008
Fecha de revisión: noviembre 2008
Fecha de aceptación: enero 2009
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eido s n º 10 (2009) págs. 10-50
de la crítica a la filosofía de la conciencia a la
reivindicación de la conciencia moral
Carlos Gómez*
E
l tema de la conciencia moral que voy a abordar en esta exposición resume en sus líneas básicas un trabajo de investigación
más amplio, por lo que algunos aspectos no podrán desarrollarse
y aparecen sólo apuntados, aunque el texto puede leerse de forma
autónoma. En todo caso, el tema podría enfocarse desde puntos de
vista muy diferentes al que yo mantendré aquí, pues, como trabajo
de investigación abierto, no trato de agotar todas las perspectivas y ni
siquiera en las adoptadas cerrar los temas debatidos, a pesar de que
no falten, como veremos, pronunciamientos al respecto. Por citar sólo
dos de esas perspectivas en las que, aunque ricas, no entraré ahora, se
pueden tener en cuenta, por ejemplo, la de Daniel Dennett en La
conciencia explicada (Dennett, 1995), con la que discute John Searle
en su estudio El misterio de la conciencia (Searle, 2000; cf. también,
Searle, 1992, 266ss.), o la línea de psicología moral, de Piaget a
Kohlberg, a la que me he referido, sin embargo, en alguna ocasión
(Gómez, 1994a) y que, entre nosotros, ha estudiado con detención
José Rubio Carracedo (Rubio Carracedo, 1987, 103-218; 2000, 1763). Con todo, la tarea que tenemos por delante es ya de por sí dilatada
y, pese a sus limitaciones, creo que lo importante a este respecto, no es
la quimérica pretensión de enunciar todos los lados de una cuestión,
sino el que nuestras formulaciones sean lo suficientemente amplias y
flexibles, como para poder luego engarzar con otros aspectos u otros
lados. Según ya advirtiera Ortega, el punto de vista del Absoluto no
sólo es inasequible, sino una pura contradicción, que queriendo ver
más se fuerza a no ver nada o a ser ciego. Sin pretender, pues, verlo
* Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED). cgomezîfsof.uned.es
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de la crítica a la filosofía de la conciencia a la reivindicación de la conciencia moral
todo, sólo trataré de arrojar luz sobre algunos flancos y de articular
una serie de problemas.
La exposición se divide en tres partes fundamentales, precedidas
de una introducción y seguidas por una coda o epílogo. En la primera
de ellas trato de asumir las críticas de la denominada “filosofía de la
sospecha”, que, según se sabe, tiene como principales representantes
a Marx, Nietzsche y Freud. La segunda parte incorpora los planteamientos del denominado “giro lingüístico”, en particular por lo que se
refiere a las éticas discursivas, siguiendo en lo esencial los desarrollos
de J. Habermas, en sus caracteres y problemas, así como las críticas
efectuadas por diversos autores a sus propuestas éticas. La tercera, en
fin, retoma desde esas coordenadas la diatriba –renovada de diversa
forma en nuestros días– de Hegel con Kant, pues, aunque por lo
indicado, no faltará en esta exposición el punto de vista histórico,
mi interés no iba dirigido estrictamente por él, y esta lectura de ida
y vuelta –o, si se quiere, lectura que retoma problemas clásicos desde
nuestro horizonte– me parecía más sugerente y fecunda. Esas tres
partes van precedidas, como digo, por una introducción en la que
articulo algunas de las inflexiones básicas de la moderna filosofía
de la conciencia, para concluir con un epílogo en el que se señalan
perspectivas por las que la investigación podría abrirse a otros debates
y cuestionamientos.
1. la filosofía de la conciencia,
paradigma de la filosofía moderna
La filosofía moderna puede dejarse englobar, en una de sus líneas
fundamentales, bajo el denominado paradigma de la “filosofía de la
conciencia”, aun cuando lo primero, quizá, que se puede destacar es
la pluralidad terminológica con que los diversos autores se refieren
a ese conjunto de desarrollos filosóficos –que, inaugurados por Descartes, alcanzan a Kant y, de alguna manera, a Hegel–, pues tan pronto
se habla de filosofía de la conciencia como de filosofía de la reflexión
o filosofía de la subjetividad, de mentalismo o de monologismo, al
destacar, dentro de un aire de familia común, uno u otro de los rasgos
considerados más relevantes.
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Carlos Gómez
En cualquier caso, y como Habermas, entre otros, ha destacado
(“Caminos hacia la destrancendentalización. De Kant a Hegel y vuelta
atrás”, Habermas, 2002a), el pensamiento moderno supone un giro
subjetivizador, en el que se desconfía de la capacidad de nuestra razón
para alcanzar el mundo y sus estructuras, habiéndonos de contentar
con nuestra idea del mismo. En efecto, en su caracterización del
que ahí Habermas denomina paradigma mentalista, el giro ligado
a Descartes puede sintetizarse en la pregunta acerca de cómo podemos asegurarnos de la certeza de nuestro saber, lo que condujo a
una nueva concepción del mismo, según la cual el sujeto del conocimiento posee representaciones de objetos, siendo el término clave
el de “representación, que media entre el sujeto cognoscente y el
mundo a conocer” (Ib., 184). Por eso, frente a las preocupaciones básicamente ontológicas de la premodernidad, ahora es la cuestión de
la certeza del conocimiento la que cobre la primacía. Y en ella, será
la conciencia la que proporcione el punto de partida y el guía por
excelencia de la elaboración filosófica. Conciencia ante todo en su
sentido epistemológico (Bewusstsein), es decir, en cuanto capacidad
para la percatación o reconocimiento de algo exterior o interior,
a diferencia de su sentido moral, referido al conocimiento de los
valores o del bien y del mal, careciendo el castellano de términos
diferenciadores, pero no así el inglés (consciousness, conscience) o el
alemán, que hablará para el sentido moral de Gewissen o, a veces,
de Moralbewusstsein, como en la obra del propio Habermas Moralbewusstsein und Kommunikatives Handeln. Punto de partida y guía
por excelencia, digo, porque la conciencia se ofrece ante todo con
la inmediatez de la evidencia a sí misma. Y así, en Descartes, el
cogito, no es sólo la certeza de la que no cabe dudar, sino criterio
ulterior de toda certeza, alcanzado por la reflexión sobre sí. En efecto, el segundo rasgo caracterizador de ese paradigma sería, según
Habermas, el que el sujeto del conocimiento es identificado con
el yo, alcanzado por el giro reflexivo sobre mí como alguien capaz
de tener representaciones de objetos y capaz de representarse a sí
mismo en la autoconciencia. De este modo, se da apertura a una
subjetividad denominada interioridad y alcanzada por introspección,
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de la crítica a la filosofía de la conciencia a la reivindicación de la conciencia moral
la cual otorga al sujeto un acceso privilegiado a sus representaciones;
representaciones, que, en lo que se refieren al menos a sí mismo, se
le presentan como vivencias inmediatamente evidentes, siendo la
verdad entendida como tal evidencia subjetiva o certeza.
En ese paradigma habrá, con todo, transformaciones notables. Ya
Descartes (Descartes, 1974 y 1979) se encontró con que no podía salir
tan fácilmente desde el recinto fortificado del cogito al mundo, pues
la claridad y distinción no era –exceptuado el, al parecer, inatacable
cogito– criterio suficiente de certeza, habiendo de lanzarse a la aventura de demostrar nada menos que a Dios, que habrá de actuar de
garante de nuestras demás ideas claras y distintas, y de nuestros juicios
no precipitados; demostración que, como es obvio, no podía partir
de los fenómenos del mundo, a los que no se había llegado, sino
sólo de la idea de Dios, desde la que se pasa a su existencia en una
variante del argumento ontológico. Pero será ese intento de alcanzar
cuestiones de hecho por un simple análisis conceptual el que Kant
considerará dogmático, por cuanto la existencia no puede ser afirmada
por ningún análisis conceptual –aunque fuese infinito–, ya que no es
ningún predicado, sino una “posición absoluta”, algo absolutamente
puesto frente al sujeto (Kant, 1978, A598, B626), de la que sólo cabe
cerciorarse a través de la experiencia, cuyas condiciones de posibilidad
trata de investigar la Crítica de la razón pura. Pero, instancia crítica y
criticada a la vez, como el doble genitivo del título revela, seguimos
estando en una filosofía mentalista y monológica de la conciencia y
de la reflexión, que quiere evitar los escollos anteriores gracias a un
desarrollo trascendental, a un análisis de los elementos y estructuras
que hemos de suponer para que la experiencia sea posible, remitiendo
finalmente a un “yo pienso”, que ha de acompañar necesariamente
todas mis representaciones.
Indudablemente, ese “yo pienso” es una herencia cartesiana,
aun cuando queda transformada, siendo esa transformación la que
permite abrir –como ha subrayado Paul Ricoeur, en De l’interprétation
(Ricoeur, 1970, 41)– una brecha entre la filosofía de la conciencia
y la filosofía de la reflexión. En Descartes, veíamos, la conciencia
de sí pretende ser –pese a la apariencia deductiva de la fórmula
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Cogito, ergo sum– la constatación de una evidencia inmediata,
que es a la vez la posición de un ser y de un acto: existo, pienso;
existir, para mí, es pensar; existo en tanto que pienso, y como esta
verdad no puede verficarse como un hecho ni deducirse como una
conclusión, debe asentarse en la reflexión. Sin embargo, la reflexión
puede ser entendida de forma distinta a la pretendida evidencia de la
conciencia inmediata, pues si es por reflexión como puedo llegar a
captarme, también es cierto que el sí mismo alcanzado se descubre
enseguida como algo abstracto y vacío. El Ego del Ego cogito no se
ofrece inmediatamente dado, sino que ha de captarse en el espejo de
sus objetos, de sus obras y de sus actos, y la reflexión sería entonces
contraria a la inmediatez: el Ego ha de ser mediado para salir de su
vaciedad, con lo que la conciencia de sí se convierte, no en algo
dado, sino en una tarea. Sin perjuicio de volver sobre estas cuestiones
al final de nuestra exposición, señalemos ahora que, ya en Kant, la
apercepción del Yo que acompaña todas mis representaciones no es
una intuición sensible ni una imposible, para el hombre, intuición
intelectual y, por tanto, tal autoafección de un yo real que le permite a
Kant decir “yo existo pensando” no puede convertirse en fundamento
para una demostración de la sustancialidad o la inmortalidad del
alma, según indica la crítica de los paralogismos de toda psicología
racional.
En ese camino, parecería ser Hegel el primero en romper el
monologismo de la conciencia y en efectuar el tránsito “del yo al
nosotros”, pues la Fenomenología del espíritu trata de criticar –según
lo acentuó, entre otras, la lectura de H. Marcuse (Marcuse, 1971,
94ss.)– los análisis particularistas del entendimiento (Verstand)
(según los cuales podemos conocer diversos objetos aisladamente),
merced a la labor de la razón (Vernunft), que descubre las relaciones
entre cualidades y objetos presuntamente aislados, así como la
mediación del objeto por el propio sujeto, de forma que los primeros
capítulos de la Fenomenología suponen el paso de la conciencia a
la autoconciencia hasta llegar –en uno de los pasajes más famosos
de la filosofía occidental– a esa gran parábola de la lucha entre las
autoconciencias contrapuestas (Hegel, 1966, 115-121). Frente a la
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de la crítica a la filosofía de la conciencia a la reivindicación de la conciencia moral
ingenua pretensión de la conciencia aislada, que cree poder afirmarse
a sí misma en su inmediatez, Hegel insiste en la necesaria constitución
intersubjetiva de la identidad, si es que ésta no ha de quedar ilusoria
y vacía, como en la tautología por la que uno pretende captarse a
sí diciendo: “Yo soy yo”, esto es, embarcándose en ese “callejón sin
salida” de “la autoconciencia abstracta inmediata” –por expresarlo
con Jean Hyppolite (Hyppolite, 1994, 155)–, que es el discurso del
amo. Pero, por más que esa constitución intersubjetiva de la identidad
supusiera una importante quiebra en la marcha de la filosofía
monológica de la conciencia, Hegel mismo pertenece al paradigma
que critica y, aunque lo cuestione en alguno de sus momentos esenciales, no logra salir del marco que exalta en el mismo momento en
que lo problematiza, que no en vano la Fenomenología del Espíritu
se ofrece como una historia de la dialéctica de la conciencia.
Y así, aunque el propio Habermas ha tratado de consumar el giro
del yo al nosotros, siguiendo en ello tanto a Hegel como al sociólogo
George Herbert Mead, para hablar, en Pensamiento postmetafísico, de
“individuación a través de la socialización”, (Habermas, 1990) no ha
dejado de reparar en que, si el Hegel del período de Jena parece ir en
ese sentido, al insistir en la importancia de las mediaciones trabajo,
lenguaje e interacción, acabará por no transitarlo al encontrar en la
Conciencia Absoluta un atajo que lo bloquea (Habermas, 2002a,
211-215).
Habría que esperar, pues, a lo que en su día, con expresión que
hizo fortuna, Paul Ricoeur denominó “filosofía de la sospecha”, cuyos principales representantes son, como se sabe, Marx, Nietzsche y
Freud, para que el primer gran asalto a la filosofía de la conciencia
tuviera lugar.
2. la filosofía de la sospecha
En efecto, y para entrar ya en ese asedio, tendríamos que comenzar
preguntando: ¿sospecha de qué? Lo que agavilla la obra de autores
que tematizan campos tan distintos y dan lugar a elaboraciones tan
diferentes es sin duda su intención de cuestionar la validez del discurso
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Carlos Gómez
consciente, al considerar la conciencia en su conjunto como “falsa”
conciencia, que ha de ser remitida a, y desenmascarada por, una
estructura subyacente, bien se trate de relaciones socioeconómicas
(Marx), de la Voluntad de Poder (Nietzsche) o de una infraestrucutra
pulsional (Freud). Si Descartes duda de la apariencia de las cosas,
pero no duda de que la conciencia sea tal como se aparece a sí misma, triunfando, pues, de la duda sobre la cosa por la evidencia de
la conciencia (Ricoeur, 1970, 33), Marx, Nietzsche y Freud introducen la duda en el recinto de la conciencia y tratan de triunfar
sobre la misma a través de una hermenéutica, que no buscará el
sentido deletreando la conciencia del mismo, sino descifrando sus
expresiones.
Puntuaremos brevemente, en los tres autores citados, esa relación
simulado-manifiesto o, si se quiere, oculto-mostrado, con la que la
sospecha trata de desenmascarar al ardid, para acabar apuntando a
una problemática.
En el “Prefacio” a la Crítica de la economía política, que, al decir
de Althusser, vendría a constituir algo así como el Discurso del método
de la nueva filosofía, Marx observaba:
“En el curso de su vida social, los hombres entran en relaciones de
producción, independientes de su voluntad, que corresponden a un
estadio definido de desarrollo de las fuerzas materiales productivas.
La suma total de esas relaciones de producción constituye la estructura económica de la sociedad, la base real sobre la que se elevan
las superestructuras legal y política, y a la que corresponden formas
definidas de conciencia social. El modo de producción en la vida
material determina el carácter general de los procesos sociales,
políticos y espirituales. [Y concluye:] No es la conciencia de los
hombres la que determina su existencia social, sino, al contrario,
su existencia social la que determina su conciencia” (Marx, 1975,
I, 373).
Ese enfoque nos llevaría directamente al problema de la ideología,
pues, como indica Ricoeur en Utopía e ideología (Ricoeur, 1989),
el que, a diferencia de las utopías, que suelen ser asumidas por sus
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de la crítica a la filosofía de la conciencia a la reivindicación de la conciencia moral
autores, las ideologías sean siempre negadas por los suyos (ideológica
es siempre la posición del otro, nunca la de uno mismo), nos
acerca a la cuestión desde el ángulo de la función patológica de la
ideología, tal como el concepto fue elaborado por Marx, que es de
quien procede el uso más generalizado del término en la tradición
filosófica occidental. Función patológica que quizá permita suponer,
a contrario, otra posible función constituyente. En cualquier caso, en
Marx se podrían distinguir, al menos, dos nociones del mismo: en la
Contribución a la crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel, en los
Manuscritos económico-filosóficos y en La ideología alemana prevalece
la noción de ideología como deformación o distorsión opuesta a la
realidad, a la praxis, pues la materialidad de ésta es siempre anterior a
la idealidad de las ideas que la reflejan, deformándola, invirtiéndola,
tal como de manera eminente sucede para Marx con la religión, que
es –con metáfora tomada de la experiencia física o fisiológica de la
visión– una “imagen invertida” de la realidad, “el corazón de un
mundo sin corazón y el espíritu de una situación carente de espíritu”
(Marx, 1984, 94). Pero no es sólo la religión la que procura tales
distorsiones. También la filosofía del idealismo alemán, que cree en
el poder conformador de ideas desenraizadas de las relaciones sociales
en las que se insertan, camina cabeza abajo y es preciso ponerla
sobre sus pies. Más tarde, sin embargo, la ideología se opone ante
todo a la ciencia, con lo que el campo de lo ideológico se extiende,
más allá de la filosofia idealista, a todo enfoque precientífico de la
vida social. Esa línea de continua ampliación del concepto habría
culminado, por el momento, en el marxismo de Althusser (Althusser,
1969), que trata de poner entre paréntesis toda referencia al individuo
y a la subjetividad, simples apelaciones humanistas a desechar en
nombre de la ciencia, apelaciones entre las que habría que incluir
el marxismo “emocional” y las reivindicaciones éticas del Marx que
defiende todavía las aspiraciones del sujeto como persona y trabajador
individual, y se centra en nociones típicamente ideológicas, como
la de alienación. Tal expansión conceptual provoca, sin embargo,
algunas perplejidades, pues si todo discurso representa intereses
ocultos, pero a los que nos encontramos sometidos, se plantea la
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cuestión de cómo elaborar una teoría de la ideología que no sea ella
misma ideológica, habiéndonos de preguntar: ¿cuál es la condición
epistemológica de un discurso no ideológico?
Como sabemos, esos problemas no escaparon a la percepción
crítica de los frankfurtianos (Gómez, 1995), los cuales hubieron
de plantearse, para decirlo con la contraposición del artículo programático de Horkheimer (Horkheimer, 1974), frente a la teoría
tradicional, el estatuto epistemológico de la teoría crítica misma,
lo que acabó finalmente llevándoles a las aporías de la fundamentación normativa, pues si es cierto que en Marx hay un indiscutible
momento kantiano (tal como se expresa ejemplarmente en el dictum
de la Contribución a la crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel,
según el cual la crítica desemboca en “el imperativo categórico de
echar por tierra todas las relaciones en que el hombre sea una esencia
humillada, esclavizada, abandonada y despreciable”; Marx, 1984,
100), no es menos cierto que, junto a ese “marxismo cálido” –por
echar ahora mano de la tipología de Bloch–, que no deja de incitar
a la actitud ética del “héroe rojo” en las encrucijadas no aseguradas
del camino, el “marxismo frío” albergaba también una considerable,
si no mayor, herencia hegeliana por la que la emancipación venía a
concebirse como un proceso ineluctable debido a las contradicciones
internas del sistema (Bloch, 1977).
Sea lo que fuere de esos problemas, algo similar para nuestra
cuestión, aunque desde una perspectiva muy distinta, volvemos a
encontrarlo en Nietzsche. Por referirme sólo a un texto, entre los
muchos que podrían aducirse, podemos recordar aquel pasaje de
Más allá del bien y del mal, en el que Nietzsche decía:
“Lo que nos incita a mirar a todos los filósofos con una mirada a
medias desconfiada y a medias sarcástica no es el hecho de que se
equivocan y extravían con gran facilidad, de que son muy inocentes,
en suma, su infantilismo y su puerilidad, sino el hecho de que no
sean suficientemente honestos: siendo así que todos ellos levantan un
ruido grande y virtuoso tan pronto como se toca, aunque sólo sea de
lejos, el problema de la verdad. Todos ellos simulan haber alcanzado
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de la crítica a la filosofía de la conciencia a la reivindicación de la conciencia moral
sus opiniones propias mediante el autodesarrollo de una dialéctica
fría, pura, divinamente despreocupada, cuando, en el fondo, es una
tesis adoptada de antemano, una ocurrencia, una inspiración, casi
siempre un deseo íntimo vuelto abstracto y pasado por la criba lo que
ellos defienden con razones buscadas posteriormente: de manera que
todos ellos son abogados que no quieren llamarse así, y en la mayoría
de los casos, incluso, pícaros patrocinadores de sus prejuicios, a los
que bautizan con el nombre de ‘verdades’ ” (Nietzsche, 1972, 25).
Pero, de nuevo aquí: ¿cómo elaborar una teoría de la verdad que
no sea ella misma simple racionalización de deseos e intereses no
confesados u ocultos? Y si las aseveraciones de Nietzsche pretenden
tener valor de verdad, ¿no habrá de suponerse un cierto grado de
autonomía de la razón, frente a la trama de intenciones embozadas
y prejuicios en los que habitualmente se ve envuelta, autonomía que
sería precisamente la que le habría permitido escapar de tales enredos
al propio Nietzsche? Como se ha hecho ver en diversas ocasiones –así,
por ejemplo, Olivier Reboul en Nietzsche, crítico de Kant (Reboul,
1993) o Jürgen Habermas en Conocimiento e interés (Habermas,
1982, 286-295)–, el valor de la denuncia nietzscheana no logra, sin
embargo, evitar las aporías a que conduce una reducción psicologista
del problema del conocimiento en general.
Y tal tipo de reducción es el que amenaza sin duda a la estrategia
psicoanalítica, amenaza cumplida algunas veces en el propio Freud,
muchas en varios de sus seguidores y siempre según una concepción
muy difundida del psicoanálisis, que me gustaría combatir tanto por
razones filosóficas como psicoanalíticas (Gómez, 1998a y 2002a). Y es
que, por mucho que Freud insistiera en la importancia de los procesos
inconscientes, como no dejó de hacer, toda su obra es, sin embargo
–por peculiares que fuesen los laberintos transitados–, una propuesta
de discusión racional. Freud persigue, por decirlo con el título de la
obra del año 15, Las pulsiones y sus destinos, no para reducirlo todo
a lo sexual (como querría la vulgarizadora lectura pansexualista),
sino para mostrar la incidencia de lo sexual en todos los registros –de
lo onírico a lo sublime. Es así como se convierte en un auténtico
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Carlos Gómez
“maestro de la sospecha”, al denunciar las ambigüedades de lo ideal
o de los mandatos superyoicos –en buena medida inconscientes, pues
la conciencia moral es sólo una de las funciones del superyó–. Pero
ese tenaz rastreo genético-funcional no puede sustituir a una crítica
sustantiva –de la religión, de la ética, de la estética–, que escapa a la
competencia del psicoanálisis, por cuanto ser primero, desde el punto
de vista cronológico, no es ser primero, desde el punto de vista de la
fundamentación o de la justificación racional.
Y, por lo que a la conciencia se refiere, es preciso insistir en
que, por mediada que se encuentre, sigue siendo para Freud una
instancia decisiva y central, como no tuvo empacho en subrayar,
por ejemplo, en uno de los estudios centrales de su metapsicología,
Lo inconsciente, donde la conciencia (Bewusstsein) es concebida
como un “progreso” y como la “fase más elevada de la organización
psíquica” (Freud, 1973a, II, 2075), conciencia que goza de un cierto
grado de autonomía, gracias al cual, agrega, “se hace posible influir
en el sistema Ics. desde el sistema Cc., pese a la dificultad de la tarea”
(Ib., 2077). Y si la conciencia es, como defenderá más tarde, en El
yo y ello (Freud, 1973c), el “núcleo del yo”, la división del individuo
entre instancias conflictivas y la propia división de la instancia yoica,
en buena medida inconsciente, no anulan esa relativa autonomía
del yo. De ahí que, siempre que hablo de psicoanálisis, como en
general de toda filosofía de la sospecha y del descentramiento de la
conciencia, me enfrento a un doble, pero contrapuesto temor: por
un lado que no se tomen suficientemente en serio sus aportaciones,
como le sucedía al, por otra parte, gran Krafft-Ebing, autor de una
famosa Psicopatología sexual, y que ocupaba la presidencia de la
Sociedad Psiquiátrica y de Neurología, en una sesión de abril de
1896, en la que Freud pronunció, ante una audiencia profesional
selecta, una conferencia sobre la histeria y la seducción, al concluir
la cual el presidente sólo comentó: “Suena como un magnífico
cuento científico”. Pero temo también, y no sé si más, que, cuando
se pretende asumir tales aportaciones, el devoto se deslice por la
pendiente de un desenmascaramiento que sustituye la antigua metafísica por una metafísica aún más oscura, pretendiendo validez para
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de la crítica a la filosofía de la conciencia a la reivindicación de la conciencia moral
sus afirmaciones, mas descalificando toda autonomía del discurso,
contradicción a la cual nada se puede responder.
Y otro tanto ocurre –según tuve ocasión de sostener con más
detalle en Freud y su obra (Gómez, 2002a)– con la conciencia
moral, cuyo papel cardinal el psicoanálisis no tiene por qué tratar
de negar reductivamente, como sucede tan a menudo cuando, por
ejemplo, se trata de reconducir cualquier actitud ética a una forma
encubierta de egoísmo, siquiera sea el de buscar la paz de la propia
conciencia, como se dice, olvidando que, en la voz de la conciencia,
ya se inscriben las demandas sociales a las que es preciso atender. O,
de manera similar, al mantener que el altruísmo moral o el amor al
otro (objeto sexual, hijos, Humanidad) no son más que una forma
de amor a sí o de narcisismo. Pero, dejando aparte las confusas formulaciones al respecto de Erich Fromm, en Ética y psicoanálisis
(Fromm, 1953) y ateniéndonos a Freud, por ineliminable que el
narcisismo primario resulte, según trató de resaltar (Freud, 1973b),
el que no sea posible amar al otro sin amarse a sí, no implica que el
amor propio sea ya amor al otro o que el amor al otro no sea más que
amor a sí. A costa de destacar similitudes y de rebajar, correctamente,
la hinchazón de nuestras idealizaciones (aquéllas por las que se
pretende ser sólo “solidaridad” o “puro altruismo”), se acaba por velar
diferencias relevantes en una homogeneización confundente. Como
confundente es no apreciar u omitir las diferencias entre Francisco de
Asís y Al Capone, pongamos por caso, pues, por incuestionable que
el narcisismo de ambos sea, las diferencias en su elaboración son tan
notables, que supongo que la mayor parte de los humanos preferiría
tener tratos con el primero antes que con el segundo (a no ser que
uno pertenezca a “la familia”, claro).
Si Freud tuvo el mérito de denunciar el simplismo de nuestras
imágenes, ayudándonos a descubrir la argucia y los atajos del deseo,
oculto a menudo bajo el manto del ideal, no menos simplista y cansina
resulta la actitud de quienes, creyendo estar en el rompe y rasga de las
cuestiones, se limitan a plantearlas con una unilateralidad de signo
contrario, pero no menos esquemática, sustituyendo el pensamiento
por consignas. Como Albrecht Wellmer se vio obligado a observar,
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Carlos Gómez
en La dialéctica de modernidad y postmodernidad (Wellmer, 1993,
87-88), la filosofía del desenmascaramiento total se sigue nutriendo
de la misma metafísica racionalista que se propone destruir. Pero, si
no olvidamos las diferencias entre realidad y apariencia, veracidad
y mentira, violencia y diálogo, autonomía y heteronomía, entonces
ya no se puede decir, a no ser en el sentido de una mala metafísica,
que la voluntad de verdad no sea más que voluntad de poder, que el
diálogo sea violencia simbólica, que el discurso que aspira a la verdad
no sea sino terror encubierto, que la conciencia moral no sea sino
violencia interiorizada o que el yo autónomo sea una pura ficción.
Quienes convierten la crítica psicológica en propuesta afirmativa
se contemplan a sí mismos como los propangandistas de una nueva
era en la que la retórica ocuparía el lugar del argumento, el poder
el de la verdad y la economía de la avidez el de la moral. Pero para
todo eso no hacen falta muchos voceros, porque de todo eso tenemos
hace mucho bastante.
3. el giro lingüístico y
la dialogización de la ética kantiana
Quizá se podría pensar que lo que no logró el primer gran asalto
a la filosofía de la conciencia lo consiguiera, sin embargo, el
denominado por Richard Rorty giro lingüístico (Rorty, 1990), que no
incumbe solamente a la filosofía analítica anglosajona, sino que ha
acabado por afectar a todas las grandes corrientes del pensamiento
de nuestro tiempo, y que, por lo que a ética al menos se refiere, se
ha plasmado en el proyecto de una ética comunicativa o discursiva,
tal como lo han formulado en lo esencial Karl-Otto Apel o Jürgen
Habermas. Éticas discursivas que tratan de evitar el irracionalismo
emotivista o existencialista, así como las dificultades del trilema de
Münchhausen del racionalismo crítico o las aporías a las que se
habían visto conducidos los frankfurtianos de primera generación,
a través de una rehabilitación de la razón práctica kantiana, mas
superando su monologismo por una nueva filosofía dialógica, que no
atendiera sólo a las dimensiones sintáctica y semántica del lenguaje,
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[23]
de la crítica a la filosofía de la conciencia a la reivindicación de la conciencia moral
sino especialmente a su dimensión pragmática o comunicativa, sin
tener en cuenta la cual se incurre en lo que el propio Apel denomina
“falacia abstractiva” (Apel, 1985 y 1986).
Mas, para concentrarnos en los desarrollos habermasianos –cuyos
lineamientos principales diseñaré, para considerar más tarde ciertos
aspectos problemáticos y algunas críticas (Gómez, 1995)–, Habermas,
como es sabido, trata de escapar de los límites de la filosofía de la
conciencia, al distinguir –en buena medida, tras los pasos de la diferenciación weberiana entre Zweckrationalität y Wertrationalität–
distintas dimensiones de la racionalidad, entre las que la primacía no
le corresponderá a la racionalidad instrumental o técnico-estratégica
–pese a responder al legítimo interés del ser humano por el control
del mundo objetivado–, sino a la racionalidad comunicativa, que no se
rige tanto por la acción orientada al éxito cuanto por la comprensión
intersubjetiva (Habermas, 1982). Dimensión comunicativa de la
razón que no se reduce a la primera y que incluso tiene la primacía,
pues cada vez que argumentamos en serio estamos presuponiendo
(a través de las pretensiones de validez –inteligibilidad, veracidad,
verdad, corrección– que inevitablemente alzamos) esa posibilidad
de llegarnos a entender. De este modo, en el caso de que en nuestra
interacción comunicativa se planteen conflictos acerca de la verdad
de nuestras creencias o de la corrección de nuestras convicciones
morales, esos conflictos no tienen por qué desembocar en la violencia,
sino que podrían ser resueltos discursivamente, en la medida en que
la racionalidad comunicativa se traslade de la acción al discurso,
donde las pretensiones de validez sobre la verdad y corrección de
unas y otras pueden ser sometidas a argumentación. Tal discusión
habría de desembocar en un consenso, siempre que los participantes
se ajustasen a la situación ideal de habla, esto es, aquella en la que
todos los afectados gozaran de una posición simétrica para defender
argumentativamente sus puntos de vista e intereses, de forma que el
consenso resultante no se debiera a ningún tipo de coacción sino sólo
a la fuerza del mejor argumento (Habermas, 1985).
Obviamente, Habermas sabe que la situación ideal de diálogo
no es la que siempre preside nuestros discursos y, por tanto, que no
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Carlos Gómez
es un fenómeno empírico, mas, por contrafáctico que sea, opera en
el proceso de la comunicación como una suposición inevitable que
podemos críticamente anticipar.
Con esos planteamientos Habermas trata de respetar los dos
pilares sobre los que se alzaba la ética kantiana, la universalidad de
los principios morales y la autonomía de cada uno de los hombres
convertidos en legisladores, a través de la trasposición dialógica
del imperativo categórico, según la cual, y en palabras de Thomas
McCarthy, que el propio Habermas ha asumido, “más que atribuir
como válida a todos los demás cualquier máxima que yo pueda querer
que se convierta en ley universal, tengo que someter mi máxima a
todos los otros con el fin de examinar discursivamente su pretensión
de universalidad. El énfasis se desplaza de lo que cada cual puede
querer sin contradicción que se convierta en una ley universal a lo
que todos pueden acordar que se convierta en una norma universal”
(McCarthy, 1987, 377).
Ética procedimental que nos proporciona una estructura para la
instauración de una normatividad común colegislada, la cual no
tendría por qué impedir el pluralismo de formas de vida, pues sobre
éstas no se pronuncia, por cuanto –como subrayara en su Ética del
discurso– “el postulado de la universalidad funciona como un cuchillo
que hace un corte entre ‘lo bueno’ y ‘lo justo’, entre enunciados
evaluativos y enunciados normativos rigurosos” (Habermas, 1985,
129). Así, como insiste en una de sus últimas publicaciones, La
inclusión del otro (Habermas, 1999, 24), frente a la desconfianza
posmoderna hacia el universalismo, por lo que éste puede tener de
uniformizador, se trata de instaurar un universalismo desde el que
se puedan afrontar problemas comunes, pero sin menoscabo de las
diferencias, a las que sería “altamente sensible”, sin reducirse por eso
a los límites particularistas de una determinada comunidad.
Por otra parte, Habermas renuncia a todo intento de fundamentación
última y metafísica, al partir de la pluralidad de cosmovisiones y dar
por supuesto el hecho sociológico de “la muerte de Dios”, al que, por
lo demás, no le prestó la atención de sus predecesores frankfurtianos,
sin que por eso falten algunos pronunciamientos al respecto. De
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[25]
de la crítica a la filosofía de la conciencia a la reivindicación de la conciencia moral
acuerdo con ello, Habermas diferencia distintos usos de la razón
práctica, tal como lo formula en su estudio “Los usos pragmáticos,
éticos y morales de la razón práctica” (Habermas, 1993). El uso
pragmático viene a identificarse con los imperativos hipotéticos kantianos y expresa tan sólo un deber relativo, en función del fin que
un individuo se proponga, moviéndose por tanto en el marco de
la racionalidad técnico-estratégica. Mas, cuando una persona debe
valorar, no sólo respecto a inclinaciones casuales, sino poniendo en
juego su autocomprensión como persona, el tipo de vida o carácter
que quiere desarrollar para alcanzar una vida lograda (elecciones
profesionales, vida amorosa, etc.), no sólo pregunta por los medios
adecuados a fines dados, sino por el valor de éstos, es decir, por lo
bueno, que sería para Habermas el ámbito de las decisiones éticas,
normalmente envueltas en el contexto de las tradiciones de una determinada comunidad. Y conforme el sentido de sus actos afecten a
otros, no sólo ya en su comunidad, sino a cualquier otro de cualquier
comunidad, los conflictos de intereses deberían ser regulados imparcialmente, bajo un punto de vista moral, no meramente evaluativo,
sino estrictamente universal y normativo, tal como lo proponía la
primera formulación del imperativo categórico kantiano, que Habermas pretende dialogizar.
A la base de todos esos desarrollos se encuentra, por lo demás, la
defensa de una concepción fuertemente cognitivista en ética, lo que
no deja de ser problemático, ya que, por otra parte, Habermas acepta
la ilegitimidad del paso del ser al deber-ser, cuando insiste en que “la
validez normativa de las declaraciones morales no se puede asimilar a
la validez veritativa de las declaraciones descriptivas. Unas dicen cómo
se comporta el mundo, las otras qué debemos hacer” (Habermas,
1999, 67). Pero, a fin de socavar esta posición, en la que pretende
atrincherarse el escéptico negando la posibilidad de fundamentación,
Habermas, en “Una consideración genealógica acerca del contenido
cognitivo de la moral”, no recurre ante todo a las evidencias de
autocontradicción realizativas para identificar los presupuestos universales de la argumentación, como había hecho en Diskursethik,
sino a la estrategia de “conceptuar la verdad como un caso especial
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Carlos Gómez
de validez, en tanto este concepto universal de validez se introduce
con referencia al desempeño discursivo de pretensiones de validez”
(Ib., 69). Con todo, es discutible que esa analogía procedimental
sea suficiente para calificar como fuertemente cognitivista el lenguaje
moral, pues éste sigue sin llevarnos a algo que pueda ser parafraseado
metalingüísticamente en el lenguaje de la “verdad” y la “falsedad”,
sin que, por otra parte, parezca equiparable la capacidad de ofrecer
razones a un cognitivismo fuerte.
Mas, sea de todo ello lo que fuere, y sin negar la fuerza de la
construcción habermasiana, no han dejado de alzarse voces críticas
frente a algunos momentos de esa construcción. Para empezar por
un autor muy cercano a él mismo, Wellmer insistió, en Ética y
diálogo, en que, para escapar a las objeciones escépticas, la ética no
solamente no precisa del asidero de una fundamentación última (a
la que, como hemos visto, Habermas renuncia), sino que tampoco
requiere del presupuesto de alcanzar un consenso último. Por decirlo
con sus propios términos:
“La ética debe sustraerse a la falsa alternativa entre absolutismo y
relativismo. El destino de la moral y de la razón no está inexorablemente ligado al absolutismo de los acuerdos definitivos [...].
Estaremos en mejores condiciones para proseguir en el camino
trazado por la Ilustración y por el humanismo revolucionario, si
prescindimos de algunos de los ideales de la razón; lo cual no significa
alejarnos de ella, sino despojarnos de una falsa concepción de la
misma” (Wellmer, 1994, 40-41).
Aun reconociendo el aliento emancipatorio que alienta en las
éticas discursivas, entre nosotros ha desarrollado detalladamente
su crítica Javier Muguerza, quien no ha dejado de insistir en las
confusiones a que puede dar lugar la anfibología del término
“comprensión” (Verständigung), similar a la que se produce en el
castellano “entendimiento”, que se refiere tanto al acto de entender
como al de llegar a estar de acuerdo, lo que no siempre tiene por
qué suceder, por cuanto es posible entender al otro sin llegar a un
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[27]
de la crítica a la filosofía de la conciencia a la reivindicación de la conciencia moral
entendimiento con él, pudiendo el diálogo desembocar en un pacto
o compromiso, que canalizaría la violencia sin uniformizar puntos
de vista irrecusablemente plurales (Muguerza, 1990, cap. 7).
Pareciendo responder a esa objeción (o tratando de matizar su
propia postura), Habermas ha diferenciado en obras posteriores –así,
en su artículo “Racionalidad del entendimiento”– entre “acuerdo”
(Einverständnis) y “entendimiento” (Verständigung), al indicar que
“un acuerdo (Einverständnis) en sentido estricto sólo se consigue
cuando los participantes pueden aceptar una pretensión de validez por
las mismas razones, mientras que un entendimiento (Verständigung)
también surge cuando uno de ellos ve que el otro, a la luz de sus
preferencias y bajo circunstancias dadas, tiene buenas razones –es
decir, razones que son buenas para él– para sostener la intención
declarada, sin que el otro, a la luz de sus propias preferencias, tenga
que hacer suyas tales razones”. (Habermas, 2002b, 112). Pero la
distinción efectuada por Habermas no se refiere a las proposiciones
en las que se discute la corrección de una presunta norma, sino a
la diferencia entre manifestaciones de voluntad no insertas en contextos normativos, como imperativos simples o declaraciones de
intención, en los que basta con el entendimiento de las razones del
otro, y los actos ilocutivos completos, constatativos o normativos,
esto es, aquellos sobre los que se discuten las pretensiones de verdad
o de corrección, respectivamente, donde el uso del lenguaje sigue
orientándose a la consecución del consenso, debido a lo cual, y por
lo que a nuestro tema se refiere, la cuestión sigue planteándose en
términos similares a los antes recogidos, términos que todavía convendría en algún extremo explicitar.
Pues es debido a ello, en efecto, por lo que, más que en la primera
de las formulaciones del imperativo categórico kantiano –que es la
que han tratado ante todo de trasponer dialógicamente las éticas
discursivas–, Javier Muguerza ha puesto el énfasis en la segunda de
esas formulaciones, la del hombre como fin en sí, a la que prefiere
denominar imperativo de la disidencia, porque, sin necesidad de
rechazar la regla de las mayorías como procedimiento de decisión
política, impediría que cualquier mayoría, por abrumadora que
[28]
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Carlos Gómez
fuere, pudiera alzarse por encima de la conciencia de cada cual.
Ese imperativo, pues, no legitima a un individuo para imponer sus
propios puntos de vista a una colectividad (como hacen los golpistas
o los terroristas), pero sí legitima a los individuos para desobedecer
cualquier acuerdo o decisión colectiva que vaya en contra de sus
principios, los cuales no pueden ser sometidos a referéndum (Muguerza, 1986).
La cuestión de la obediencia al derecho levantó hace unos años
una más o menos acalorada polémica en la que terció buena parte
de los profesores de la entonces denominada área de “filosofía del
Derecho, Moral y Política”, y en la que yo mismo intervine en su
momento, con motivo de la absolución del insumiso Iñaki Arredonda,
por parte del juez Calvo Cabello, en el que, ciñéndome a un punto
de vista ético –y frente a la polvareda de acusaciones levantada por su
sentencia–, yo no veía otra contradicción que la que pudiera derivarse
de sus apellidos (Gómez, 1998b).
Mas, para volver todavía por un momento a las tesis de Javier
Muguerza y reempalmar con nuestra cuestión, cabría decir que, con
una concepción más positiva de la libertad negativa y más negativa
de la libertad positiva que la que Habermas mantiene (Muguerza,
1997), en la tensión entre autonomía y universalidad de la que antes
hablamos, parece que Javier Muguerza rompe, en este punto al
menos, su reivindicada perplejidad –que Elías Díaz califica, no sin
ironía, de “firme perplejidad”–, para, acentuando los componentes
existencialistas de su Ética, decantarse, en Ética, disenso y derechos
humanos (Muguerza, 1998), por el primado de la autonomía, al
considerar que la universalidad, más que un punto de partida que
idealiza nuestra realidad, sería la realización (si es que alguna vez se
realiza) de un ideal.
No seré yo quien recele de ese primado de la autonomía, pues
la universalidad de los principios éticos es, hoy por hoy, más un
deseo que una realidad, de forma que, nos guste o no, tenemos que
partir de lo que, desde un enfoque diferente, en Soi-même comme
un autre, Ricoeur ha denominado, con expresión paradójica, “universales potenciales” o “universales en contexto”, que sólo el largo
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[29]
de la crítica a la filosofía de la conciencia a la reivindicación de la conciencia moral
encuentro entre civilizaciones puede ir cribando (Ricoeur, 1996; cf.
también Ricoeur, 2002, 252-253). Con todo, y como alguna vez se
ha dicho, la posición ética de Javier Muguerza entraña riesgos que
él sortea gracias a los firmes presupuestos ilustrados en los que se
basa –aun cuando tales presupuestos no nos fuercen a ver su obra,
según la ha calificado Fernando Vallespín, como una “terapia de
optimismo ilustrado” (Vallespín, 1991, 150)–, pero bastaría poner
tales presupuestos en cuestión –Nietzsche, por ejemplo, lo hacía–,
para que aquellos riesgos salten a primer plano. Suceda así o no en
el pensamiento de Muguerza, creo que algo de eso ocurre en una
ética como la de J.-P. Sartre, al hacer de la libertad el fundamento
de todos los valores (Gómez, 2002c, 34-41). Kant había hablado, más
matizadamente, en la Crítica de la razón práctica, de la articulación
entre libertad y moral, viendo en aquélla la ratio essendi de la moral,
y en ésta la ratio cognoscendi de la libertad (Kant, 2000, A5, nota).
Pero la libertad, condición de posibilidad de la moral, no fundamenta
todavía los imperativos morales. Para ello es preciso conjugar libertad
y razón, como sucede en la voluntad (Wille), a diferencia del mero
libre albedrío (Willkür). Aunque no explica por qué, Sartre (Sartre,
1999) parece suscribir el momento de universalidad de los principios
morales (el que un hombre, al elegir, “elige por toda la Humanidad”),
pero, como se pone de manifiesto en el famoso ejemplo del alumno
que va a pedirle consejo, no encuentra otro criterio para la elección
moral que la propia inventiva. Y aunque quiere defender su punto
de vista de la acusación de irracionalidad, a través de la analogía con
la obra de arte (en la moral, como en el arte, hay creación sin tener
que inspirarse en reglas establecidas a priori; no por ello es la obra
de arte caprichosa), habría que insistir en que, por lo que al dominio
moral al menos se refiere, no toda invención nos hace igualmente
humanos –que es lo que, para mí, limita a su vez, pese a su interés, la
propuesta de la ética del souci de soi del último Foucault (Foucault,
1987 y 1999)–; de modo que, si tal invención no ha de degenerar en
mero capricho o arbitrariedad, la libertad ha de ir unida, en efecto, a la
razón, esto es, a la capacidad de exponer ante otros razones, que, aun
cuando no fuesen finalmente compartidas, deben ser públicamente
argumentables.
[30]
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Carlos Gómez
Como señaló en su día Apel, éste es un problema característico
del existencialismo moderno, pues “¿cómo puede hablar la filosofía
teórica en general, pretendiendo validez intersubjetiva, sobre lo que es
subjetivo y singular por definición?” (Apel, 1985, II, 351). Desde otro
punto de vista, y más recientemente, Taylor ha insistido en similares
problemas, pues, si hacemos radicar el valor de una elección sólo en
la autenticidad del propio sujeto, aquello entre lo que se elige se torna
por ello mismo insignificante (Taylor, 1994, 67ss.). Por lo cual, para
que el recurso a la conciencia no degenere en conciencialismo, ha de
ir unido –y esto, obviamente, Muguerza no lo objetaría– a ese ejercicio
de dar y recibir razones, lógon didónai, en el que la razón se expresa,
se tenga o no la razón. Tanto por su génesis, diversamente mediada,
como por la interacción social en la que se inserta, la conciencia
viene a ser una especie de célula de consejo (Ricoeur, 2002, 255),
en la que interactúan diversos personajes, aunque lo que sí resulta
en definitiva solitario (pero, no por ello, forzosamente insolidario)
es la decisión final que el individuo acabe tomando, y en la que la
posibilidad de la falta de acuerdo es una posibilidad siempre abierta,
de la que sería peligroso prescindir; por ello, no podemos dejar de
reivindicar un momento inexcusable del pretendidamente superado
“paradigma de la conciencia”, la cual resulta a la postre la instancia
última y decisiva de la vida moral.
En su detallado estudio sobre Kant y el tribunal de la conciencia,
N. Bilbeny ha defendido asimismo, frente a la inevitabilidad con que
Habermas expone el paso de la filosofía de la conciencia al entendimiento comunicativo, la necesidad de defender un tiempo para
la conciencia, sin que ello suponga replegarse a ninguna clase de
monologismo, pues no ve razón para hacer incompatibles una ética
fundada en el diálogo con la modalidad interior del discurso que se
activa con el juicio de sí mismo (Bilbeny, 1994, 153; cf. asimismo,
Bilbeny, 1992, 29-45).
Y, en fin, algo así ha venido a defender también, en discusión precisamente con Jürgen Habermas, Alain Renaut, no sólo para el caso
más problemático del disenso, sino incluso para el del consenso, pues
también en éste el resultado de la discusión requiere la aceptación
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[31]
de la crítica a la filosofía de la conciencia a la reivindicación de la conciencia moral
por parte del individuo, si es que no se quiere caer en la banalidad
del “se” (“se” piensa, “se” dice...) o en alguna de las formas de la
“moral cerrada” de Bergson (Bergson, 1996, 64-78). Y este puesto
irremplazable del individuo, si no en el cosmos, sí en la ética, es el
momento de verdad que a mí me gustaría rescatar del existencialismo
sartreano, pues, a no ser al precio de la mala fe (esto es, trocando
libertad en facticidad, fuese ésta una facticidad natural, cualquier
supuesta legalidad social o incluso el consenso discursivamente
alcanzado), el individuo no puede abdicar de su responsabilidad
personal, si es que no se quiere recaer en una nueva forma de
heteronomía, que, al hacer dejación de la propia libertad, impide
por ello mismo la vida moral. Que es por lo que Renaut reivindica
asimismo un momento insustituible de referencia “al paradigma
kantiano de subjetividad, aun en el contexto de una filosofía de la
comunicación basada en el giro lingüístico” (Renaut, 2003, 16).
Según el propio Renaut lo expresa:
“Incluso cuando ya se ha alcanzado un acuerdo a través de la
argumentación dialógica, ¿acaso el mero reconocimiento del carácter
decisivo de un argumento no presupone que ‘yo’ lo propongo, y no
tiene este compromiso más que ver con mi relación conmigo mismo
que con mi relación con otros [...]. Si no fuera así, pensaría en ellos
[en los principios] como algo que se me ha impuesto. En tanto no
se tomen en consideración las dimensiones de la aceptación y el
reconocimiento (que no se refieren a mi relación con otros, sino a la
relación reflexiva conmigo mismo como parte en la discusión), estaré
en una situación de heteronomía en relación con estos principios”
(Ib.,18-20).
4. hegel versus kant. perspectivas
Reivindicado así el papel de la conciencia moral, quisiera, en el último
tramo de la exposición, replantear desde tal perspectiva la primera
gran polémica frente a la ética kantiana, tal y como fue llevada a cabo
por Hegel. Polémica reanudada en nuestros días en el multiforme
debate entre liberales y comunitaristas (un estudio de conjunto de tal
[32]
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Carlos Gómez
debate y su evolución en Thiebaut, 1992 y 1998; discutí y comenté
esas obras en Gómez, 1994b y 1999, respectivamente), y en la que
el propio Habermas ha participado, no sólo en ese marco, sino
planteando específicamente la cuestión: “¿Afectan las objeciones de
Hegel a Kant también a la ética del discurso?” (Habermas, 1991).
La polémica de Hegel con Kant se desarrolla en diversos momentos de su obra, con sus grandes apariciones en diferentes pasajes
de la Fenomenología del Espíritu, la Enciclopedia y los Principios
de la Filosofía del derecho, que es el texto al que, ante todo, nos
atendremos aquí (Hegel, 1988, 197ss.), aunque también se hace
presente, en forma más resumida, en sus Lecciones sobre la Historia de
la Filosofía, al exponer el pensamiento de Kant (Hegel, 1955, 417ss.),
así como en otros desarrollos, como, por ejemplo, los dedicados a
la figura de Sócrates, el cristianismo o la Reforma, en sus Lecciones
sobre la filosofía de la historia universal (Hegel, 1997, 456ss., 543ss.,
657ss.). Sin pretender hacerme cargo de las múltiples ramificaciones
de esa diatriba, querría referirme ante todo a dos de las acusaciones
más frecuentes a la ética kantiana, finalizando con el esbozo de
unas perspectivas sobre el paso del yo al nosotros y la cuestión del
cosmopolitismo, para concluir con una coda sobre la paz.
Brevemente expuesta, la requisitoria hegeliana insistía en el
formalismo de los principios morales kantianos, su universalismo abstracto, la impotencia del deber y el rigorismo de la convicción, que no
tiene en cuenta las circunstancias y las posibles consecuencias de una
aplicación descontextualizada de dichos principios (cf., además de los
textos de Hegel antes aludidos, Habermas, 1991; Rivera de Rosales,
2004a y 2004b;Valcárcel, 1988). Hegel concede que la reflexión sobre
el deber como principio universal de la voluntad autónoma, tal como
se reveló en Sócrates por primera vez y fue articulado por Kant, puede
trascender la Sittlichkeit o eticidad, las formas de vida encarnadas en
una comunidad, según fueron tematizadas en el mundo antiguo por
Platón y Aristóteles; por eso, su propuesta de superar la Moralität, la
mera moral, en las instituciones del Estado moderno no quería recaer
en la premodernidad ni regresar a la moral convencional del grupo,
en cuanto las instituciones del Estado recogerían las aspiraciones
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[33]
de la crítica a la filosofía de la conciencia a la reivindicación de la conciencia moral
críticas y universalistas de la moral kantiana, evitando, sin embargo, el
repliegue en la pura interioridad, que, privada de contenidos objetivos,
carecería de criterios para rebasar su particularidad y se extraviaría en
lo arbitrario. Sin embargo, aunque él creyera superada la época del
recurso a la conciencia crítica de los disidentes y rebeldes, la historia
más reciente, con su secuela de barbarie públicamente encarnada,
convierte en fundada la sospecha de que tal reconciliación no habría
de lograrse sino al precio de consagrar una forma de vida como utopía
cumplida, lo que no haría sino liquidar el ímpetu crítico del deber ser
frente al ser ya alcanzado. Por lo que, sin olvidar lo positivo de la crítica
hegeliana, en cuanto a la necesaria constitución intersubjetiva de la
conciencia y a la necesidad de que el deber ser aspire a encarnarse
en la objetividad social, tal recurso a la conciencia crítica parece
ineludible, si no se quiere estar a merced de contextos sociales, que la
posibilitan, pero también la atan. Como recientemente ha indicado
Ricoeur, en Soi-même comme un autre:
“Sin dejar de tener en cuenta la impresionante inculpación hegeliana
contra la conciencia moral erigida en tribunal supremo desde la
ignorancia soberbia de la Sittlichkeit, nosotros, que hemos atravesado
los acontecimientos monstruosos del siglo XX, tenemos razones para
escuchar el veredicto mucho más abrumador, pronunciado por las
víctimas. Cuando un pueblo es pervertido hasta el punto de alimentar
una Sittlichkeit mortífera, el espíritu deserta de instituciones
criminales y se refugia en la conciencia moral de un pequeño número
de individuos, inaccesibles al miedo y a la corrupción. ¿Quién se
atrevería a calificarlos de alma bella, cuando son los únicos que
quedan para atestiguar contra los denominados héroes de la acción?”
(Ricoeur, 1996, 278).
Pero uno de los cargos más frecuentes es que la moral kantiana
–como se declara desde la apertura misma de la Fundamentación– es
una moral de la buena voluntad y de la mera intención, que se
desentiende de las consecuencias. Es decir, el punto de vista hoy
recogido en el dicho de que “la intención es lo que cuenta”; aunque
quizá conviniese no hacer mucho caso al refranero, ya que sus
[34]
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Carlos Gómez
máximas son contradictorias y también en él podemos encontrar
aquélla según la cual “de buenas intenciones está empedrado el
infierno”. Fue, en todo caso, Max Weber, quien, en “La política
como vocación” (Weber, 1967), efectuó una famosa contraposición
entre Gesinnungsethik (ética de la intención, de la convicción o de
los principios) y Verantwortungsethik o ética de la responsabilidad. La
primera la asimila a la ética kantiana o a la expresada en el Sermón de
la Montaña, las cuales, según Weber, se moverían sólo por principios
incondicionados, con independencia de las consecuencias derivadas
de su acción, conforme al lema: “Obra bien y deja el resultado en
manos de Dios” o, de un modo más rigorista: Fiat iustitia et pereat
mundus. El político, en cambio, aun cuando no carezca de principios,
ha de estar atento a las consecuencias previsibles e incluso no deseadas
de su acción, conforme a una ética de la responsabilidad. Si la ética de
la convicción resulta “acósmica” y políticamente inoperante, la ética
de la responsabilidad desliza, en cambio, al político por la peligrosa
pendiente de la violencia y el mal, pues, para Weber:
“Ninguna ética del mundo puede eludir el hecho de que para
conseguir fines ‘buenos’ hay que contar en muchos casos con medios
moralmente dudosos y con la posibilidad e incluso la probabilidad
de consecuencias laterales moralmente malas [... Por eso, enfatiza
finalmente:] Quien se mete en política, es decir, quien accede a
utilizar como medios el poder y la violencia, ha sellado un pacto con
el diablo” (Ib., 165-168).
Sin embargo, como ha señalado, entre otros, José María González
(González, 1985), quizá el dilema weberiano sea, en el fondo un
falso dilema. Es cierto, desde luego, que, desde las primeras páginas
de la Fundamentación, Kant insiste en que no hay nada que pueda
considerarse bueno sin restricción a no ser una buena voluntad. Tal
insistencia en la intención, en la incondicionalidad de los principios
o en las propias convicciones no se desentiende, sin embargo, de los
fines moralmente deseables, subrayando, pocas páginas después, que,
para su consecución, se ha de hacer “acopio de todos los recursos al
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de la crítica a la filosofía de la conciencia a la reivindicación de la conciencia moral
alcance”; sólo que, cuando quiere analíticamente destacar en qué
reside la moralidad de la acción, no puede atender al resultado,
pues al valor de una buena voluntad “nada puede añadir ni mermar
la utilidad o el fracaso”(Kant, 2002, A3). El no tener éxito en una
acción que estimamos deseable o debida, puede ser desastroso, ya
se trate de salvar la vida de un indefenso ahogándose o de impedir
el desencadenamiento de la guerra de Irak; pero ese mal desenlace
en nada afecta a la moralidad de nuestra acción. Y que, pese a la
importancia de calcular las consecuencias, un político honrado ha
de regirse asimismo por principios, lo subraya el propio Weber, al
estimar “infinitamente conmovedora la actitud de un hombre maduro
(de pocos o muchos años, que eso no importa), que siente realmente
y con toda su alma esa responsabilidad por las consecuencias, pero
que al llegar a un cierto momento dice: ‘No puedo hacer otra cosa,
aquí me detengo’ ”, (Weber, 1967, 176) aferrándose a sus principios,
como hizo Lutero en las negociaciones de la Dieta de Worms, al
exclamar: Hier stehe ich und kann nicht anders.
De ser ello así, no se trataría tanto, según se ha insistido en diversas
ocasiones, de dos tipos de ética, cuanto de las nunca fáciles relaciones
entre ética y política, las cuales pueden oscilar entre el “alma bella”,
que preserva la limpieza de sus manos a costa del escapismo o que se
convierte en fanática, y la presuntamente eficaz, pero sin escrúpulos,
que sacrifica al dios de la violencia principios y personas. Weber
tendió a concebir esas relaciones de una manera trágica, pues veía
cómo facilmente el político se aliaba con el diablo, pero quizá quepa
concebirlas también, sin diluir por ello las tensiones, de una manera
dramática, según propuso entre nosotros Aranguren en Ética y política
(Aranguren, 1995).
Aunque los ejemplos de Kant no son siempre lo más acertado de
sus exposiciones –como la realizada en Sobre un pretendido derecho
a mentir por filantropía (Kant, 1993)–, creo desafortunado interpretar
el énfasis en la intención como clave de la moralidad de una manera
rigorista, según se hace al insistir en el dicho, acogido por el propio
Kant: Fiat iustitia et pereat mundus, que sería una manera hiperbólica
de expresar que el seguimiento de la ley moral no puede estribar
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en el cálculo de las pérdidas o las ganancias, más que el intento de
establecer una justicia que puede acabar destruyendo el mundo sobre
el que precisamente habría de reinar o que fuese indiferente al propio
curso del mundo. Según ha insistido J. Rivera de Rosales (Rivera de
Rosales, 2004a) y se puede leer en La religión dentro de los límites de
la mera razón, a la razón “no puede serle indiferente la cuestión de
qué saldrá de nuestro obrar bien, y hacia qué podríamos dirigir nuestro
hacer y dejar de hacer para concordar con ello”, puesto que, subraya
poco después, el hombre moral “quiere que un mundo en general
exista y que se haga el bien más alto posible para nosotros”(Kant, 2001,
20-21). Así, no es la justicia ni el apoyar a los seres en sus pretensiones
racionales la que lleva implícita la destrucción del mundo, pues el
mundo que puede o debe perecer con la acción justa es el mundo
del criminal. Esto es, y como el propio Kant interpretará en La paz
perpetua el famoso dicho, calificado por él mismo de “un tanto
rimbombante”, aunque después se le haya tratado de endosar en
sus peores aspectos: “La frase, algo rimbombante y que se ha hecho
proverbial, pero que es verdadera, fiat iustitia, pereat mundus, puede
traducirse al alemán así: ‘Reine la justicia y húndanse todos los
bribones que hay en el mundo’” (Kant, 1985, 57).
Dejando ahí esa cuestión, el segundo de los reproches al que
prometí referirme es el que le acusa de defender una idea abstracta
del hombre, desenraizado de sus nexos sociales, puesto que nunca
nos encontramos con algo así como “el hombre”, sino con “hombres
concretos”, formados en el seno de diversas comunidades y contextos
socioculturales. Pero, en Kant, la idea de Humanidad (Menschheit)
no es tanto un concepto ontológico y distributivo cuanto un concepto moral, y de ahí, como tuvimos ocasión de observar y el propio
Kant subraya en el libro tercero de la Fundamentación, que se
pueda atribuir dignidad incluso al malvado, pues, más allá de su
comportamiento empírico, su dignidad se basa en su autonomía,
en la capacidad de los hombres de autolegislarse –y así, obrar, no
sólo conforme a leyes de la naturaleza, sino también conforme a la
representación de leyes que cada uno de ellos se da a sí mismo–. Y es
esa humanidad común, que alza al hombre por encima de todas las
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de la crítica a la filosofía de la conciencia a la reivindicación de la conciencia moral
cosas, la que exige respetar a cada una de las personas o individuos,
no tanto por sus diversas concreciones sociohistóricas, sino ante todo
y precisamente en cuanto hombre, en cuanto ser humano.
Tal grado de abstracción no tiene por qué impedir el reconocimiento
de las diferencias, como tampoco imposibilitar el denominado paso del
“yo al nosotros”. Como recientemente ha indicado Javier Muguerza en
“Del yo (¿trascendental?) al nosotros (¿intrascendente?)” (Muguerza,
2004), aunque la estirpe de tal lema es ante todo hegeliana, no es del
todo ajena al propio Kant, sólo que en él no se trataría tanto del paso
“de la moralidad individual a la eticidad”, “del individuo ilustrado
a la comunidad romántica” u otras posibles formas de entenderlo,
sino que estribaría sobre todo –según ha señalado ese excelente
conocedor de Kant que es José Gómez Caffarena, al que el propio
Muguerza remite en este punto– en el tránsito “Del yo de la pura
apercepción al nosotros del reino de los fines” (Gómez Caffarena,
1983). Tomando como punto de partida la famosa conclusión de la
Crítica de la razón práctica, Caffarena resalta el carácter radicalmente
antropocéntrico de la misma, puesto que es el ser humano el que se
siente a la vez solicitado por el espectáculo contrapuesto del cielo
estrellado y de la ley moral. Contraposición en la que, por mi parte,
creo no sería difícil encontrar –aunque Kant no lo cite– un eco de
Pascal, para el que, en formulación muy concisa, pero similar, “por
el espacio inmenso el universo me envuelve y me devora como un
punto, pero por el pensamiento le envuelvo yo a él” (Pascal, 1981,
frag. 113), hasta el punto de que no estimo desacertado decir que si
Rousseau puede ser considerado, respecto a Kant, como el Newton
de la moral, Pascal podría ser tenido, a su vez, por el Rousseau de
la filosofía kantiana de la religión, lo que de algún modo vendría a
corroborar la tesis mantenida en su día por Lucien Goldmann en
Le Dieu caché (Goldmann, 1986). Siendo quizá esa genealogía la
responsable, en buena medida, del tono existencial que Caffarena,
por su parte, advierte en la declaración kantiana, al subrayar que, en
efecto, el cielo estrellado y la ley moral se le presentan enlazados,
dice Kant, “con la conciencia de mi existencia”, lo que permitiría
evitar el escollo de una interpretación puramente psicologista del yo
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pienso kantiano, sin necesidad por ello de reducirle a ser una pura
función lógica, recluyéndole en el reino –un tanto inoperante, desde
el punto de vista moral– de la trascendentalidad. No cabe duda de
que, como insiste Caffarena, todos los pasajes en los que Kant se
refiere al tema, son un tanto oscuros: el yo del “yo pienso que ha
de acompañar necesariamente todas mis representaciones” no es
desde luego el “yo” objeto de nuestra experiencia interior, siempre
fenoménico, sino que se nos da como resultado de una misteriosa
autoafección del yo real, aunque de ese aspecto del yo no cobremos
ningún conocimiento determinado –que requeriría la aplicación de
las categorías a los datos de la intuición sensible–. Sin embargo, no
faltan expresiones de realidad, de existencia (Existenz, es el término
habitual de Kant en estos pasajes), pues es preciso presuponer un
yo real en la base del yo fenoménico de la experiencia interna, con
la característica única de hacerse por sí mismo consciente al hacer
unificadamente presentes a la conciencia los datos de la intuición;
de este modo, “no hay (contra la tendencia espiritualista cartesiana)
autoconciencia sin heteroconciencia, pero la autoconciencia es, en
todo caso, el acceso privilegiado que el hombre tiene a la realidad”
(Gómez Caffarena, 1983, 35) . Quizá por ello, Kant, luchando con
la terminología, dice que, aunque se trate de una “percepción indeterminada” (sólo determinable ulteriormente por la experiencia
interna temporal), se trata de “algo real, que está dado y, por cierto,
para el pensamiento en general”, pero no para el sentido, por tanto,
no como fenómeno, aunque tampoco como realidad en sí misma o
noúmeno (ya que no cabe hablar en el hombre de una “intuición
intelectual”, reservada a un posible Entendimento Arquetípico), sino
“tan sólo como algo que de hecho existe” (B422-423, nota). Como él
mismo indica (B 157): “En la originaria unidad sintética de la apercepción soy consciente de mí, no como aparezco, tampoco como soy
en mí mismo, sino que sólo soy consciente de que soy”, realidad que
lleva consigo desde luego la idea de sujeto, de simplicidad e identidad
consigo, pero de la que no cabe afirmar –como hacía la parologística
psicología racional–, que sea sustancial e inmortal, pues no puede
garantizarse que su identidad permanente pueda ir más allá de sus
presentes condiciones de existencia como sujeto.
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de la crítica a la filosofía de la conciencia a la reivindicación de la conciencia moral
Así pues, si el yo de la autoconciencia es un yo real, aunque no
reductible al yo discontinuamente fenoménico de nuestra experiencia
interna, un yo siempre sujeto y nunca objeto, Kant ha subrayado
con ello su carácter individual –no podría ser de otra manera si el
pronombre personal de primera persona ha de conservar un mínimo
de su significación propia–, pero con ello se plantea el problema
de cómo puede ser apto para fundamentar el saber científico, esto
es, la objetividad de nuestro conocimiento o, dicho de otro modo,
cómo pueden sus afirmaciones ser universalmente válidas. Para ello
sería preciso que la objetividad se resolviese en intersubjetividad.
Aunque, según Caffarena, tal resolución nunca llegó a ser adoptada
por Kant –que más bien basaba esa objetividad en las estructuras
trascendentales del conocer humano–, se encaminó mucho más hacia
ese paso del yo al nosotros, cuando el sujeto cognoscente –el sujeto,
como veíamos, del yo pienso– se autoconcibiese como libre, como
auto-nomía, en donde la libertad del autós no es anomia sino que se
refiere esencialmente a la ley, al nómos. En esto, Kant prolonga lo
ya declararado por Rousseau en El contrato social –que la sumisión a
una ley en la que no hubiésemos participado o al impulso del propio
apetito es esclavitud, pero seguir la ley que uno se da a sí mismo
es libertad (Rousseau, 1980, 27-28)–, pero profundizando la idea
rousseauniana de “un gobierno autónomo de los ciudadanos libres de
una república”, hasta dar con su núcleo ético. Y tal sujeto autónomo
es colegislador, asimismo, de un reino de los fines –hacia el que nos
conducen las diversas formulaciones del imperativo categórico–, en
el que, al no tomar ninguno de sus miembros ni a sí mismo ni a otros
simplemente como medio, sino al mismo tiempo también como fin,
“nace una conjunción sistemática de los seres racionales merced a
leyes objetivas comunes” (Kant, 2002, A75).
Kant es consciente de que tal reino es “sólo un ideal”, pero, en
cuanto tal, su misión no es tanto describir lo real o idealizarlo cuanto
alentar a que lo ideal se realice, es decir, una idea “práctica”, si por
práctico entendemos –como dice una muy apurada formulación
del “Canon” de la Crítica de la Razón Pura– “lo que es posible por
libertad” (Kant, 1978, A800, B828). Y cuando esa libertad se orienta,
no a las reglas técnico-prácticas (reglas técnicas propiamente dichas o
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consejos de la habilidad), sino a las leyes práctico-morales (mandatos
de la moralidad), alentar a la construcción del reino moral. En
función de todo ello, en fin, para Javier Muguerza la consideración
de los hombres como seres racionales no haría sino subrayar que es
en su condición de tales como forman parte de un mundo inteligible
puro, aunque todos ellos forman parte también del mundo sensible,
y son por tanto individuos, si bien su carácter de fines en sí no quiere
enraizarlo Kant en las diferencias personales que se puedan dar entre
los miembros de una comunidad o de diversas comunidades, sino en
su capacidad de autolegislarse, que es la que, con independencia de
los fines particulares que cada cual siga, nos declara libres e iguales,
es decir, fines en sí mismos, que han de ser tomados como sujetos y
nunca como simples objetos1.
***
En La modernidad siempre a prueba, Kolakowski observó (Kolakowski,
1990) que si la dignidad o “valor interno” de los hombres, situado
Obviamente, Kant no pudo tener en cuenta las consideraciones críticas de lo que aquí
hemos denominado filosofía de la sospecha o del giro lingüístico, y por eso pensamos es
preciso recogerlas. Pero con ello no se trata de “restaurar” a Kant, sino de estar atento a la
crítica derivada de esos nuevos “paradigmas”, sin verse forzado a perder la “inspiración”
kantiana –como las éticas discursivas, por ejemplo, no la pierden–, mas sin necesidad
de embarcarse en ningún tipo de restauración –y, en cualquier caso, otros tratan de
“volver” a A. Smith o a Aristóteles–. En cuanto a la “filosofía de la sospecha”, dejando
ahora aparte a Marx y a Nietzsche, y por referirme sólo a Freud, es cierto que suele ser
más habitual la lectura que los opone que la que los engarza. No seré yo quien niegue las
diferencias de tareas y de intención que animan la kantiana patología de la inclinación y
la freudiana patología del deber. Pero esas diferencias no deberían llevar –como sucede
en las lecturas apresuradas– a una fácil contraposición. A algunos de esos problemas
me referí en Freud, crítico de la Ilustración (Gómez, 1998) y he tratado de hacerlo, con
la brevedad que esta exposición exigía y siguiendo nuestra trama argumentativa, en las
consideraciones efectuadas a propósito de la crítica psicoanalítica. Baste ahora, como
botón de muestra de lo que insinuo y de una polémica que aquí no se puede desarrollar,
con recordar un texto de Freud que creo que a cualquier lector no avisado de quien lo
firma le hubiese inmediatamente hecho pensar, más que en él, precisamente en Kant.
En Dostoievski y el parricidio, y a pesar del reconocimiento que como “poeta” le brinda,
observa: “Cuando se le quiere ensalzar [a Dostoievski] como hombre moral, alegando que
sólo quien ha atrevesado los estratos más profundos del pecado puede alcanzar el culmen
de la moralidad, se olvida algo muy importante. Moral es quien reacciona ya contra la
1
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de la crítica a la filosofía de la conciencia a la reivindicación de la conciencia moral
a la base de los llamados derechos humanos, se hiciese derivar de
categorías más específicas que la de la condición humana, tales
derechos (que habrá que procurar que no sean simples proclamas,
pero eso no se logra liquidándolos, sino tratando de llevarlos a la
práctica) se volatilizarían y, con toda probabilidad, el mundo sería
mucho más injusto de lo que ahora es, pues ni siquiera habría lugar
para el lenguaje tantas veces hipócrita de tales proclamas, sino que
pasarían a legitimarse las diversas formas de esclavitud y de imposición
de unos hombre sobre otros en función de la pretendida superioridad
de alguna de sus diferencias “concretas” (étnicas, nacionales, sexistas,
religiosas, de clase, etc.). Al cabo, y como advertía La Rochefoucauld,
la hipocresía no es sino el homenaje que el vicio rinde a la virtud (La
Rochefoucauld, 1984, frag. 218). Si ésta desapareciese, incluso en el
orden de los principios, el vicio y la injusticia podrían presentarse sin
ataduras y como el verdadero orden o el orden debido de las cosas.
Ha sido muy costoso en la historia alcanzar esas proclamaciones,
embrión de unos principios éticos universales, para borrarlas en
función de una apología de la diversidad, que, olvidando que es
más lo que nos une que lo que nos separa –por mucho que le duela
a nuestro narcisismo de clase, étnico o nacional– amenaza con
conducir a nuevas e impensables formas de explotación. Y aunque
sea cierto que podemos experimentar la solidaridad de manera más
intensa cuando quienes la necesitan nos son más cercanos –y a veces
deberemos ejercerla prioritariamente con ellos, pues dependen de
nosotros–, tampoco deberíamos dejarnos llevar en exceso por tal
sentimiento (como cuando decimos: “¡Es que es nuestro paisano o
nuestro compatriota!”), pues, arrastrados por él, podemos conculcar
deberes más fríos, pero más imperiosos, que nos conciernen (como
cuando atajamos cualquier forma de maltrato diciendo simplemente:
tentación percibida en su fuero interno y no cede a ella. Aquel que, alternativamente,
peca y se plantea luego, movido por el remordimiento, elevadas exigencias morales, se
expone al reproche de facilitarse demasiado las cosas. Ha eludido el mandato esencial
de la moralidad –la renuncia–, pues la observación de una conducta moral es un interés
práctico de la Humanidad” (Freud, 1973d, III, 3004).
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Carlos Gómez
“¡Es un ser humano!”, si es que no queremos caer en las peores formas
de mafia o patriotismo, solizarizándonos tan sólo con los que son de
“la familia”, “como nosotros” o “uno de los nuestros”.
Así, el maltrecho “hombre abstracto” de Kant permite conjugar,
sin embargo, la defensa de la conciencia individual con el cosmopolitismo o el ideal de una confederación mundial de estados, en
la que las relaciones entre los mismos se ajustasen a derecho y no
simplemente al estado de guerra existente hasta ahora entre ellos. Es
cierto que a tal cosmopolitismo no se arriba sino a través de diversas
mediaciones, pues quien no está arraigado, quien no ha aprendido a
ser humano en un contexto determinado, probablemente no acierta
a serlo en ninguno y, más que cosmopolita, se torna apátrida. Pero
quien toma su contexto por el mundo o hace del mismo una trinchera,
privilegiando a “los suyos” por encima de los derechos humanos
de “los otros”, se torna excluyente y tribal, y yugula la humanidad
común en función de la exaltación fantaseada y fantasiosa de la propia
familia, la ermita local, el terruño o la patria, convertidos entonces
–como denunciaba Stanley Kubrick, citando al doctor Johnson, en
su magnífica película Senderos de gloria–, en refugio de canallas.
Kant no se hacía fáciles ilusiones sobre la condición humana y
buena prueba de ello son las advertencias vertidas en el primer capítulo de La religión dentro de los límites de la mera razón que lleva el
significativo título de “El mal radical en la naturaleza humana”. Pero,
a pesar de esos negros trazos, mantenía un moderado optimismo,
pues, por arraigado que estuviese el mal entre los hombres, pensaba
asimismo que se trataba de una propensión, más débil que una más
firme disposición hacia el bien, la cual le permitió incluso ligar
su admiración por la disposición moral de los hombres con una
esperanza de futuro, que él ampliaba hasta la Trascendencia, a fin
de añadir, para decirlo con su admirado Rousseau, “el peso de la
esperanza al equilibrio de la razón” (Rousseau, 1995, 200).
Mas, poniendo entre paréntesis la cuestión de la Trascendencia,
querría enfocar muy brevemente, y ahora sí para concluir, otra de
las direcciones a las que se encamina la última de sus grandes preguntas, la de qué nos cabe esperar, cuando se refiere ante todo al
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de la crítica a la filosofía de la conciencia a la reivindicación de la conciencia moral
futuro intrahistórico de la humanidad. A diferencia de muchos de
sus contemporáneos, Kant fue muy cauteloso a la hora de afirmar el
progreso moral, así como –según afirma en sus Ideas para una historia
universal desde un punto de vista cosmopolita (Kant, 1941)– cualquier
pronóstico ajeno a la actuación del propio profeta. Mas, con todo,
en esa aproximación asintótica hacia el mundo moral, no desdeñó
la posibilidad de una organización mundial de estados sometidos a
leyes que habrían de civilizar las relaciones entre los hombres, aun
cuando éstos no hubiesen alcanzado un alto grado de moralidad e
incluso cuando tales leyes tuviesen que regir –según observa en La
paz perpetua– sobre un pueblo de demonios. Como he tratado de
hacer ver, tal eticidad encarnada en las instituciones no habría de
suponer, sin embargo, la superación de la “mera moral” kantiana,
pues la conciencia individual es la única que puede alzarse para
exigir una situación mejor o más justa, así como para, llegado el caso,
negarse a colaborar o denunciar situaciones tantas veces mortíferas,
como, para no ir muy lejos, el pasado siglo y lo que llevamos del
presente han mostrado con aterradora amplitud. Resulta, pues,
tergiversadora e injusta –pese a tratarse de un artículo bien escrito– la
interpretación ofrecida por André Glucksmann en su “Kant en
Bagdad” (Glucksmann, 2004), deplorando la realizada por algunos
estudiosos alemanes (presumiblemente, Habermas, entre otros),
frente a la que él nos quería ofrecer un Kant belicoso, cuando no un
legitimador de la invasión de Irak. Pero es sólo retorciendo el sentido
de los textos como se puede hacer de Kant, por decirlo en términos
de Juan de Mairena, un hombre de vocación batallona. Mas bien, sin
edulcorarse su visión de los hombres ni de los conflictos, él apostó por
un camino que nos condujese Hacia la paz perpetua (Zum ewigen
Frieden) y en sus propuestas cabe enraizar gérmenes de instituciones
internacionales (como la ONU o el Tribunal Penal Internacional)
enderezadas en ese sentido. Y, sobre todo, aunque estimemos utópico, fuera de lugar, esa eu-topía, ese tan bello y buen lugar, lo que
kantianamente sí podemos y debemos hacer es esforzarnos por él
sin término, de manera que, aun cuando no fuésemos Hacia la paz
perpetua, nos encamináramos Hacia la paz, perpetuamente, que es
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como el profesor Carlos Pereda (Pereda, 1996) ha propuesto traducir
(variando levemente el sentido literal, pero sin traicionar en absoluto
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Gabriel Acuña Rodríguez
Serie “El hombre nuevo”
Técnica: Diseño digital a
partir de grabados (2009)
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