el dominio como coercin sobre la libertad individual en john stuart mill

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EL DOMINIO COMO COERCIÓN SOBRE LA
LIBERTAD INDIVIDUAL EN JOHN STUART MILL
por Ricardo Etchegaray 1
C. B. McPherson afirma que con John Stuart Mill i la democracia se convierte en
un modelo moral 2 ; es decir, ya no se trata de definir y analizar la libertad tal como se da
en los hechos sino de construir un concepto de la libertad deseable. Aceptando la
realidad existente y las condiciones dadas, ¿cómo podría alcanzarse la libertad que
deseamos? El problema que se le presenta a Mill es que la exigencia de la libertad
deseable es incompatible con las desigualdades existentes en su tiempo, aunque las
creía accidentales y remediables 3 . Sostenía que la sociedad podía y debía ser (aunque
no lo era todavía, y por eso no aceptaba la sociedad capitalista existente) una
comunidad de personas que ejercitaran y desarrollaran plenamente sus capacidades
humanas.
En 1859, publicó el ensayo titulado Sobre
la libertad, compuesto de cinco capítulos. El
primer capítulo es una introducción en la que se
trata de determinar el objeto de estudio y
aproximarse a una definición del concepto
entendido como “libertad individual” 4 . El capítulo
siguiente encara el tema de la libertad de
pensamiento y de discusión, desarrollando cuatro
argumentos por los cuales se trata de probar que
una amplia libertad sería más útil y beneficiosa en
cualquier situación posible ii . El capítulo tercero
argumenta en favor del desarrollo de la
individualidad como útil al bienestar común. Se
examina si es beneficioso que “los hombres sean
libres de conducirse en la vida según sus
opiniones, sin que los demás se lo impidan física o
moralmente, y siempre que sea a costa de su
exclusivo riesgo y peligro” 5 . En este capítulo trata
de argumentar no sólo sobre la utilidad de la
variación de las opiniones, sino también sobre la de la diversidad de los modos de vida.
El capítulo cuarto busca determinar los límites que diferencian el ámbito propio de la
libertad individual del ámbito propio de los derechos y los deberes sociales. Como
resultado de ello se encuentran las dos máximas siguientes:
“Primera, que el individuo no debe dar cuenta de sus actos a la sociedad, si no
interfieren para nada los intereses de ninguna persona más que la suya. El
consejo, la instrucción, la persuasión y el aislamiento, si los demás lo juzgan
necesario a su propio bien, son los únicos medios de que la sociedad puede
Etchegaray, R., Dominación y política, La Plata, Ediciones Al Margen, 2000.
Cf. Macpherson, C.: La democracia liberal y su época, Buenos Aires, Alianza Editorial, 1991, pp.
58-86.
3 Mill no eludió el problema de las condiciones económicas de la libertad, sino que lo afrontó y
trató de resolverlo en su obra sobre economía política.
4 A diferencia de Locke, Mill busca una definición positiva de la libertad, en la que se determine el
contenido de ésta, el bien o el fin que se persigue. “El fin del hombre... tal como lo prescriben los
decretos eternos de la razón, consiste en el desarrollo amplio y armonioso de todas sus facultades
en su conjunto completo y coherente” (G. de Humboldt: Esfera y deberes del gobierno, citado por
Mill, J. S.: Sobre la libertad, traducción de Josefa Sainz Pulido, Madrid, Hyspamérica, 1980, p.
73).
5 Mill, J. S.: 1980, p. 71.
1
2
valerse legítimamente para testimoniar su desagrado o su desaprobación al
individuo; segunda, que, de los actos perjudiciales a los intereses de los demás,
el individuo es responsable y puede ser sometido a castigos legales o sociales, si
la sociedad los juzga necesarios para protegerse” 6 .
El capítulo quinto, por último, trata de desarrollar las aplicaciones de estas máximas en
la práctica concreta y cómo ello sería beneficioso.
El ámbito propio de la libertad individual
En las primeras líneas del capítulo introductorio se define el objeto de estudio
como “la libertad social o civil, es decir, la naturaleza y los límites del poder que puede
ser ejercido legítimamente por la sociedad sobre el individuo” 7 . No se trata de la
dialéctica metafísica entre el libre albedrío y la necesidad sino de la lucha entre libertad
y autoridad.
En la historia anterior a la época moderna el concepto de libertad fue entendido
como “la protección contra la tiranía de los gobernantes políticos”, pues la autoridad,
peligrosa aunque necesaria, era ejercida sin el consentimiento de los gobernados. En la
modernidad, Hobbes había fundamentado conceptualmente la soberanía como única
garantía de seguridad para la autoconservación de los individuos y Locke había
mostrado la necesidad de poner límites al absolutismo por medio del derecho iii . Al
concebirse que el poder emanaba de la voluntad del pueblo, que los gobernantes debían
representar los intereses y la voluntad de la nación y que podían ser revocables, se
creyó encontrar un fundamento seguro para la libertad individual, pues como el poder
de los gobernantes no es sino el poder delegado de la nación, ésta “no tenía necesidad
alguna de ser protegida contra su propia voluntad”. Sin embargo, pronto se llegó a ver
que “el «pueblo» que ejerce el poder no es siempre el mismo pueblo sobre el que se
ejerce, y el gobierno de sí mismo de que se habla no es el gobierno de cada uno por sí
mismo, sino de cada uno por los demás”. A partir de estas consideraciones, Mill
delimita el problema de la dominación que desea considerar:
“La voluntad del pueblo significa, en realidad, la voluntad de la porción más
numerosa y activa del pueblo, de la mayoría, o de aquellos que consiguieron
hacerse aceptar como tal mayoría. Por consiguiente, el pueblo puede desear
oprimir a una parte de sí mismo, y contra él son tan útiles las precauciones como
contra cualquier otro abuso del poder” 8 .
John Stuart Mill alerta contra la dominación de “la tiranía de la mayoría”, cuyos
efectos nocivos son mucho mayores que los de la opresión legal, al punto de llegar a
“encadenar el alma” 9 . La tiranía de la mayoría no es de orden legal sino moral y si bien
sus sanciones son menos fuertes que las penales, es más difícil de evadir 10 .
“No basta, pues, con una simple protección contra la tiranía del magistrado. Se
requiere, además, protección contra la tiranía de las opiniones y pasiones
dominantes; contra la tendencia de la sociedad a imponer como reglas de
conducta sus ideas y costumbres a los que difieren de ellas [...]; contra su
tendencia a obstruir el desarrollo e impedir, en lo posible, la formación de
individualidades diferentes, y a modelar, en fin, los caracteres con el troquel
del suyo propio”.
No se trata de un problema metafísico ni teórico, sino de una cuestión práctica: cuál es
el límite para la acción legítima de la opinión colectiva (sin la cual no existe cohesión
Mill, J. S.: 1980, p. 106.
Mill, J. S.: 1980, p. 23.
8 Mill, J. S.: 1980, p. 25.
9 Mill, J. S.: 1980, p. 26.
10 Con John Stuart Mill el problema de la dominación se desplaza nuevamente hacia el ámbito
moral de la eticidad, de las costumbres en relación con la interioridad de los sujetos.
6
7
social) sobre la independencia individual; en otras palabras: “cómo coordinar
adecuadamente la independencia individual y el control social” 11 .
Cada sociedad y cada época tiene por evidentes y justificadas en sí mismas las
propias reglas de conducta determinadas por la costumbre, pero si no es posible fundar
en razones una opinión no podrá encontrarse un basamento que no sea caprichoso y
arbitrario, pues las costumbres y la moral pública se derivan de los intereses de la clase
dominante (sea una minoría o la mayoría).
El único caso histórico que ofrece un ejemplo de defensa del derecho a la
disidencia individual frente a la aspiración de la sociedad a ejercer su autoridad
proviene curiosamente del ámbito religioso: el principio de tolerancia (que, sin
embargo, no ha sido efectivo sino allí donde arraigó la indiferencia religiosa).
John Stuart Mill propone el siguiente principio para determinar el límite de la
acción legítima de la opinión colectiva:
“El único objeto que autoriza a los hombres, individual o colectivamente, a
turbar la libertad de acción de cualquiera de sus semejantes, es la propia
defensa; la única razón legítima para usar de la fuerza contra un miembro de la
comunidad civilizada es la de impedirle perjudicar iv a los otros; pero el bien de
este individuo, sea físico, sea moral, no es razón suficiente. Ningún hombre
puede, en buena lid, ser obligado a actuar o a abstenerse de hacerlo, porque de
esa actuación o abstención haya de derivarse un bien para él, porque ello le ha
de hacer más dichoso, o porque, en opinión de los demás, hacerlo sea prudente
o justo. Estas son buenas razones para discutir con él, para convencerle o para
suplicarle, pero no para obligarle a causarle daño alguno si obra de modo
diferente a nuestros deseos. Para que esta coacción fuese justificable, sería
necesario que la conducta de este hombre tuviese por objeto el perjuicio de
otro. Para aquello que no le atañe más que a él, su independencia es, de hecho,
absoluta. Sobre sí mismo, sobre su cuerpo y su espíritu, el individuo es
soberano” 12 .
Si se pudiera establecer con certeza el verdadero fin o bien del hombre,
entonces, sería lícito regular su conducta para que se adecue a ese bien; pero como los
humanos son seres falibles, lo que se considera verdad para una época puede revelarse
como error para otra y, consecuentemente, hay que considerar que toda verdad es
provisional. El hombre –dice Mill- es un “ente progresivo” 13 . Por lo tanto, lo que se
considere como el fin o el bien del hombre para una época o cultura determinada puede
no serlo verdaderamente. De estas consideraciones se deriva la caracterización
provisoria e imprecisa de los contenidos de la libertad, pero que debe incluir la
potencialidad, capacidad o virtualidad de cada individuo, las cuales no pueden ser
impedidas o coartadas sin perjudicar su libertad.
Mill advierte que esta doctrina es válida sólo para los seres humanos que se
hallen en la plenitud de sus facultades y no para los niños, los adolescentes o los que
pertenecen a las sociedades atrasadas, los que deben ser cuidados tanto de los demás
como de ellos mismos, por lo que es legítimo valerse hasta del dominio despótico para
“civilizarlos” 14 . Se podría decir que el liberalismo de Mill se extiende exactamente hasta
Mill, J. S.: 1980, p. 26. Énfasis nuestro.
Mill, J. S.: 1980, p. 30. Énfasis nuestro. Otra formulación del mismo principio es la siguiente:
“La imposición, ya sea en forma directa, ya bajo la de penalidad por la no observancia, no es ya
admisible como medio de hacer el bien a los hombres; esta imposición sólo es justificable si
atendemos a la seguridad de unos individuos respecto de otros” (Ibídem, p. 31).
13 Como Hegel y Marx, J. S. Mill concibe al hombre como un ser que se hace en la historia, pero a
diferencia del primero, no considera que la historia haya llegado a su fin y que la esencia
humana ya se haya cerrado o concluido, a diferencia del segundo, no cree que el ser humano se
constituya a través de las relaciones sociales objetivas sino a partir de la creatividad subjetiva y
de las diferencias individuales.
14 J. S. Mill retoma en este lugar la argumentación aristotélica del libro I de la Política relativa a la
relación padre-hijo y la extiende a la relación sociedades civilizadas-sociedades atrasadas o
11
12
el límite de su etnocentrismo, pero yendo más allá de esta descalificación, ¿podría
aceptarse el principio sin las exclusiones? El desarrollo del principio de la libertad
supone cierto grado de madurez individual o cierto estadio de desarrollo de la
civilización, sin los cuales aquél “no tiene aplicación” 15 . Sólo los individuos maduros y
los pueblos civilizados pueden y merecen ser libres. Ello es así porque el hombre es un
“ente progresivo” cuyos intereses permanentes son los determinados por el valor de la
utilidad, el cual es relativo a cierto grado de desarrollo.
¿Cómo se define –desde esta perspectiva- la esfera propia de la libertad? Escribe
Mill:
“[La región propia de la libertad humana] comprende, en primer lugar, el
dominio interno de la conciencia, exigiendo la libertad de conciencia en el
sentido más amplio de la palabra, la libertad de pensar y de sentir, la libertad
absoluta de opiniones y sentimientos, sobre cualquier asunto práctico,
especulativo, científico, moral o teológico.
La libertad de expresar y de publicar las opiniones puede parecer sometida a un
principio diferente [del que rige la libertad de conciencia], ya que pertenece a
aquella parte de la conducta de un individuo que afecta a sus semejantes 16 ;
pero dado que es de casi tanta importancia como la libertad de pensamiento y
reposa en gran parte sobre las mismas razones, estas dos libertades son
inseparables en la práctica. En segundo lugar, el principio de la libertad
humana requiere la libertad de gustos y de inclinaciones, la libertad de
organizar nuestra vida siguiendo nuestro modo de ser, de hacer lo que nos
plazca, sujetos a las consecuencias de nuestros actos, sin que nuestros
semejantes nos lo impidan, en tanto que no les perjudiquemos, e incluso,
aunque ellos pudieran encontrar nuestra conducta disparatada, perversa o
errónea. En tercer lugar, de esta libertad de cada individuo resulta, dentro de
los mismos límites, la libertad de asociación entre los individuos; la libertad de
unirse para la consecución de un fin cualquiera, siempre que sea inofensivo
para los demás y con tal que las personas asociadas sean mayores de edad y no
se encuentren coaccionadas ni engañadas. [...] La única libertad que merece
este nombre es la de buscar nuestro propio bien a nuestra propia manera, en
tanto que no intentamos privar de sus bienes a otros o frenar sus esfuerzos
para obtenerla 17 . Cada cual es el mejor guardián de su propia salud, sea física,
mental o espiritual. La especie humana ganará más en dejar a cada uno que
viva como le guste más, que no obligarle a vivir como guste al resto de sus
semejantes” 18 .
En síntesis: el principio de la libertad se determina como (1) libertad de
conciencia y de expresión, (2) libertad en el modo de vida, y (3) libertad de asociación;
y la justificación de este principio se sostiene en la utilidad.
El dominio como tiranía de la opinión pública y como despotismo de las
costumbres
Aun cuando en la modernidad se ha avanzado mucho en la aceptación del
principio de la libertad, porque la extensión cada vez mayor de las comunidades
políticas debilitó el control social sobre la esfera privada y porque la separación de la
autoridad del Estado de la autoridad religiosa impidió la intervención de la ley en los
inmaduras.
“La libertad, como principio, no tiene aplicación a ningún estado de cosas anterior al momento
en que la especie humana es capaz de mejorar sus propias condiciones por medio de una libre y
equitativa discusión” (Mill, J.S.: 1980, p. 31).
16 Cf. nota final sobre la distinción entre «producir efectos» y «perjudicar».
17 La definición de libertad que aquí se nos ofrece es, a diferencia de la de Locke, positiva porque
está en relación a un bien; pero se distingue de las definiciones de los antiguos en las que la
libertad estaba ligada al bien común y no a «nuestro propio bien».
18 Mill, J. S.: 1980, pp. 32-3. Énfasis y corchetes nuestros.
15
detalles de la vida privada, los mecanismos de represión moral se han fortalecido y
avivado ante el peligro de disolución social, de modo tal que el poder social sobre los
individuos se extiende cada vez más.
El principio de la libertad de conciencia supone que ningún individuo, grupo o
pueblo puede legítimamente ejercer coerción sobre el pensamiento o la opinión (ni
sobre sus expresiones) de cualquier individuo. Prohibir una opinión por considerarla
falsa es suponer que la propia es verdadera, pero esto no es lícito porque los seres
humanos son seres falibles. La falibilidad es reconocida por todos “en teoría” (es decir,
de palabra), pero “en la práctica” (es decir, en los hechos) se acepta el criterio de la
propia comunidad a la que se identifica con “el mundo”. Es decir, los hombres se
declaran finitos, imperfectos y falibles, pero actúan como si no lo fueran, pues de
hecho suponen que los valores y criterios de su cultura o comunidad son verdaderos. Se
podría argumentar que como de todos modos hay que obrar, se lo hará de acuerdo a las
convicciones propias cuando hayan sido cuidadosamente puestas a prueba. Pero
“existe una gran diferencia entre presumir que una opinión es verdadera,
porque a pesar de todas las tentativas hechas para refutarla no se consiguió, y
afirmar la verdad de ella a fin de no permitir que se la refute. La libertad
completa de contradecir y desaprobar nuestra opinión es la única condición
que nos permite suponer su verdad en relación a fines prácticos; y un ser
humano no conseguirá de ningún otro modo la seguridad racional de estar en
lo cierto” 19 .
En contra de los supuestos de los filósofos de la Ilustración, J. S. Mill sostiene
que no es posible establecer principios prácticos o morales universales infalibles. Si la
conducta de los hombres se ha hecho progresivamente más racional es debido a su
capacidad de “rectificar sus errores por la discusión y la experiencia. No solamente por
la experiencia, ya que es necesaria la discusión para mostrar cómo debe ser
interpretada la experiencia” 20 . El hombre sabio es el que más ha puesto a prueba sus
opiniones 21 .
Otra objeción contra la libertad de opinión consistiría en afirmar que es
necesario proteger una opinión no porque se esté seguro de su verdad sino por su
utilidad social, pero lo útil como lo verdadero sólo puede conocerse de modo falible 22 .
Se podría contraargumentar que la persecución es una prueba que debe sufrir la
verdad, pues si es realmente verdad se sobrepondrá y si no lo es nos libraremos de un
error perjudicial; pero la verdad –dice Mill- no posee “un poder esencial para
prevalecer contra mazmorras y persecuciones”, su única ventaja sobre el error es que
siempre encontrará a alguien para descubrirla en el transcurso de los siglos.
Pero –para J. S. Mill- lo característico de su época es que ya no es necesario
reprimir a los disidentes. A diferencia de la época de Sócrates o de los primeros
cristianos, nadie es ya condenado a muerte por sus opiniones, pero éstas tampoco
logran salir de los círculos académicos reducidos, sosteniendo de ese modo “cierto
estado de cosas muy deseable para ciertos espíritus, ya que mantiene las opiniones
preponderantes en una calma aparente” 23 . El costo de esta tolerancia es el
mantenimiento del status quo.
“Ésta es la especie de hombres que se puede esperar, bajo semejante régimen: o
puros esclavos del lugar común, o servidores circunspectos de la verdad
[establecida], cuyos argumentos sobre las grandes cuestiones serán los que
Mill, J. S.: 1980, p. 39.
Mill, J. S.: 1980, p. 40. Énfasis nuestro.
21 J. S. Mill anticipa aquí el criterio de objetividad popperiano, consistente en la publicidad y la
libertad de crítica de la comunidad científica.
22 “Entiendo por infalibilidad el tratar de decidir por los demás una cuestión, sin que se les
permita escuchar lo que se puede decir en contra” (Mill, J. S.: 1980, p. 43).
23 Mill, J. S.: 1980, p. 50.
19
20
convengan a las características de su auditorio, sin que sean precisamente los
que llevan grabados en su pensamiento” 24 .
Al no poder estar seguros de la verdad, la falta de discusión es un síntoma de
debilitamiento y pérdida de vitalidad de una doctrina. Por ello es saludable la
proliferación de opiniones diversas y la afirmación de la individualidad 25 . Sin embargo,
¿es también deseable la diversidad de formas de vida? Mill advierte, siguiendo a
Humboldt, que el desarrollo de la individualidad supone dos requisitos: “libertad y
variedad de situaciones”, porque, como toda otra habilidad, no puede incrementarse
sin ejercicio. Los impulsos y los deseos no son en sí mismos malos, sino la fuerza que
conduce tanto al mal como al bien. Si se reprimen, no sólo se incapacita para el mal
sino también para el bien. Como “la sociedad se ha apropiado ahora de lo mejor de la
individualidad, (...) el peligro que amenaza a la naturaleza humana no es ya el exceso,
sino la falta de impulsos y de preferencias personales”. Las conductas y las
preferencias individuales terminan así siendo moldeadas por la fuerza de la costumbre.
El dominio de la opinión pública es el dominio de la masa, que se identifica con el
dominio de la mediocridad.
En nuestros días –dice J. S. Mill-, todos los hombres, desde el primero hasta el
último de la sociedad, viven bajo la mirada de una censura hostil y temible. No
sólo en lo que concierne a otros, sino también en lo que concierne a sí mismos, el
individuo o la familia no se preguntan: ¿qué prefiero yo?, ¿qué convendría a mi
carácter y a mis disposiciones?, ¿qué es lo que serviría mejor y daría más
oportunidades a que se desarrollasen mis facultades más elevadas?; pero sí se
preguntan: ¿qué es lo que conviene a mi situación, o ¿qué hacen generalmente
las personas de mi posición y de mi fortuna?, y lo que es peor, ¿qué suelen hacer
personas de una posición y fortunas superiores a las mías? No pretendo decir con
esto que prefieran la costumbre a lo que va de acuerdo con su inclinación
personal: lo que ocurre, en realidad, es que no conciben gusto por otra cosa que
no sea lo acostumbrado.
De esta forma el espíritu humano se curva bajo el peso del yugo; incluso en las
cosas que los hombres hacen por puro placer, la conformidad con la costumbre
es su primer pensamiento... 26
Mill encuentra (como lo hará Foucault en sus últimos trabajos), que la doctrina
cristiana en general y la calvinista en particular, alienta la negación de sí, a diferencia
de las concepciones de los paganos griegos y romanos, que propiciaban la afirmación de
sí. Así como Adam Smith había mostrado que liberar a la nación del dominio colonial
era beneficioso no sólo para el colonizado sino también para la metrópoli, así liberar a
los individuos del yugo de las costumbres no sólo es útil para los individuos sino para la
sociedad en su conjunto. El único correctivo que podría servir de contrapeso al dominio
de la opinión pública y de la mediocridad es el desarrollo de la individualidad y ello sólo
es posible sobre la base de la “libertad y variedad de situaciones”, porque “personas
diferentes requieren condiciones diferentes para su desarrollo espiritual” 27 .
El dominio contra el que lucha John Stuart Mill es el de la “tiranía de la opinión
pública” y el del “despotismo de la costumbre”, en cuanto se muestran como “un
obstáculo que se opone al avance humano”; es decir, al “espíritu de libertad” o al
“espíritu de progreso”.
Mill, J. S.: 1980, pp. 50 y 51. Corchetes nuestros.
Cf. Mill, J. S.: 1980, pp. 71-2. Siguiendo a Mill, P. Feyerabend sostendrá que el “principio de
proliferación” es el único que podría preservar la capacidad creativa e investigativa de la ciencia
contemporánea (cf. Feyerabend, P.: Contra el método, traducción de Francisco Hernán, Editorial
Planeta-Agostini, Barcelona, 1994).
26 Mill, J. S.: 1980, p. 76.
27 Mill, J. S.: 1980, p. 82.
24
25
A lo más que debiera aspirar un hombre así [los héroes o grandes hombres] es a
la libertad de mostrar el camino. El poder de forzar a los demás a seguirle, no
sólo es incompatible con la libertad y el desenvolvimiento de todos los demás,
sino que corrompe al mismo hombre fuerte. Parece, sin embargo, que cuando las
opiniones de masas compuestas únicamente de hombres de tipo medio llegan a
ser dominantes, el contrapeso y el correctivo de su tendencia habrá de ser la
individualidad más acentuada de los pensadores más eminentes. (...) Ahora, el
simple ejemplo de no conformidad, la simple negación a arrodillarse ante la
costumbre, constituye en sí un servicio. Precisamente porque la tiranía de la
opinión considera como un crimen toda excentricidad, es deseable que, para
derribar esta tiranía, haya hombres que sean excéntricos 28 .
Como A. de Tocqueville, J. S. Mill advierte la tendencia histórica hacia la igualación y la
nivelación. Ve en este movimiento un síntoma de la lucha que “constituye el interés
principal en la historia de la humanidad” 29 y la principal amenaza para la libertad. Su
respuesta a la tendencia a la nivelación y al dominio de la mediocridad es moral y
cultural: incentivar la proliferación de las diferencias, creando condiciones más
favorables al desarrollo de la libertad.
NOTAS FINALES
John Stuart Mill (1806-1873) fue un filósofo, lógico, moralista y economista británico. Nació en
Londres el 20 de mayo de 1806 y murió en Aviñón el 8 de mayo de 1873. Su padre, James Mill,
lo sometió a una formación inusual que se inició a los tres años con estudios de la lengua griega.
A los 17 años, John Stuart había adquirido conocimientos avanzados en ciencias naturales,
lenguas clásicas, psicología, derecho y filosofía. Trabajó como empleado de la oficina de
inspección de la Compañía de las Indias, ocupando distintos cargos hasta que se retiró en 1858,
cuando la compañía se disolvió. Se trasladó Saint Véran en Francia, donde residió el resto de su
vida (salvo un breve período entre 1865 y 1868 en que cumplió funciones de diputado en el
Parlamento). En su actividad parlamentaria defendió la educación obligatoria, la igualdad de las
mujeres y el sufragio femenino (en 1869 publicó un ensayo Sobre la esclavitud de las mujeres),
el control de la natalidad y otras propuestas consideradas radicales para la época. La obra
científica de John Stuart Mill es muy amplia. En 1836 publicó una sistematización de las
doctrinas utilitaristas de su padre y de Jeremy Bentham titulada El Utilitarismo. Estudió
economía política y luchó por la mejora de las condiciones de los trabajadores, publicando
Principios de economía política en 1848. Al año siguiente publicó el ensayo Sobre la libertad, en
el que basaremos nuestras tesis sobre el concepto de dominación.
ii Los cuatro argumentos desarrollados por John Stuart Mill son los siguientes:
“Primero, aunque una opinión sea reducida al silencio, puede muy bien ser verdadera; negarlo
equivaldría a afirmar nuestra propia infalibilidad.”
“En segundo lugar, aun cuando la opinión reducida al silencio fuera un error, puede contener, lo
que sucede la mayor parte de las veces, una porción de verdad; y puesto que la opinión general o
dominante sobre cualquier asunto raramente o nunca constituye toda la verdad, no hay otra
oportunidad de conocerla por completo más que por medio de la colisión de opiniones adversas.”
“En tercer lugar, incluso en el caso en que la opinión recibida de otras generaciones contuviera la
verdad y toda la verdad, si no puede ser discutida vigorosa y lealmente, se la profesará como una
especie de prejuicio, sin comprender o sentir sus fundamentos racionales. Y no sólo esto, sino que,
en cuarto lugar, el sentido mismo de la doctrina estará en peligro de perderse, o de debilitarse, o
de ser privado de su efecto vital sobre el carácter y la conducta; ya que el dogma llegará a ser una
simple fórmula, ineficaz para el bien, que llenará de obstáculos el terreno e impedirá el nacimiento
de toda convicción verdadera, fundamentada en la razón o en la experiencia personal” (Mill, J.S.:
1980, p. 68).
iii “Para impedir que los miembros más débiles de la comunidad fuesen devorados por
innumerables buitres, era indispensable que un ave de presa más fuerte que las demás se
encargara de contener la voracidad de las otras [Hobbes]. Pero como el rey de los buitres no estaba
menos dispuesto a la voracidad que sus congéneres, resultaba necesario precaverse, de modo
i
28
29
Mill, J. S.: 1980, pp. 81-2. Corchetes nuestros.
Mill, J. S.: 1980, p. 85.
constante, contra su pico y sus garras. Así que los patriotas tendían a señalar límites al poder de
los gobernantes: a esto se reducía lo que ellos entendían por libertad. Y lo conseguían de dos
maneras: en primer lugar, por medio del reconocimiento de ciertas inmunidades llamadas
libertades o derechos políticos; su infracción por parte del gobernante suponía un
quebrantamiento de su deber y tal vez el riesgo de suscitar una resistencia particular o una
rebelión general. Otro recurso, de fecha más reciente, consistió en el establecimiento de frenos
constitucionales, mediante los cuales el consentimiento de la comunidad o de determinada
corporación, supuesta representante de sus intereses, llegaba a ser condición necesaria para los
actos más importantes del poder [Locke]” (Mill, J. S.: 1980, p. 24. Corchetes nuestros).
iv Es necesario distinguir “perjudicar” de “producir un efecto”. Teniendo en cuenta que se está
analizando la libertad social, la que supone relaciones sociales, es inevitable que las acciones
individuales no “causen efectos” en los otros o que no los afecten de alguna manera. Sin
embargo, los efectos pueden ser beneficiosos o perjudiciales. Son beneficiosos cuando producen
un bien en el otro y perjudiciales cuando producen un mal. En este sentido, tanto el producir un
bien como producir un mal podrían impedir un desarrollo potencial del otro y, en consecuencia,
serían una coerción de su libertad. Para Mill, el significado de “perjudicar” no hace referencia a
“producir un efecto bueno o malo” (perjudicar en el significado usual y general del término) sino
que significa “una coerción ilegítima contra la libertad del otro”, “impedir que una capacidad o
potencialidad en el otro se desarrolle”. De acuerdo a este significado, la sociedad no tiene
derecho a impedir que un individuo se drogue o se embriague, porque el individuo es soberano
sobre estas acciones que le competen sólo a sí mismo, aunque de ellas se deriven efectos que
podamos considerar nocivos para otros (por ejemplo, para los que le aman). Sin embargo, estos
efectos no son “perjuicios”, en el significado que Mill le da al término, porque no coartan la
libertad de los otros.
TEXTO FUENTE (lectura obligatoria):
Mill, J. S., Sobre la libertad, Madrid, Hyspamérica, 1980, capítulos 1 y 4.
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