El griego en México de la Colonia al porfiriato

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El griego en México de la Colonia al Porfiriato
El breve panorama sobre los orígenes del estudio del griego en México que
presento ahora —apoyado en los estudios que sobre el tema elaboraron años atrás
dos insignes clasicistas de la UNAM, ahora desaparecidos—,1 se propone ilustrar las
razones del actual estado de cosas en este campo, en el marco de la transferencia a
América de la llamada tradición clásica.
Conforme a la tradición medieval y humanística predominante en Europa en
los albores del siglo XVI, tras el momento del contacto inicial y consumada la
conquista española de México, junto a los dialectos españoles hablados por los
propios conquistadores, las lenguas clásicas formaron parte del bagaje cultural de los
primeros religiosos que llegaron a tierras americanas con la misión de evangelizar a
los ‘naturales’. Sin embargo, mientras el latín fue lengua de uso extendido y se
convirtió en materia de enseñanza sobre todo en los Colegios jesuitas que se fueron
instalando en diferentes regiones del país, por su empleo en la liturgia eclesiástica y
por ser el vehículo lingüístico de los textos sagrados —me refiero principalmente a
la Vulgata Latina—, el estudio y el conocimiento del griego estuvieron limitados a
nociones gramaticales adquiridas por contados miembros de las comunidades
religiosas, para quienes esta lengua tenía si acaso una función ancilar, pues su uso
estaba restringido, si acaso, a la lectura de textos patrísticos y bíblicos, en particular
neotestamentarios.
Las premisas para esto se dieron cuando, en 1521, México-Tenochtitlán, la
capital del imperio azteca, cayó bajo el dominio de la corona española por manos de
los conquistadores capitaneados por Hernán Cortés. Al someter así de modo
simbólico y efectivo por los siguientes tres siglos el territorio que habría de
1
Me refiero, en primer lugar, al extenso artículo “El helenismo en México: de Trento a los ‘filólogos
sensualistas’”, escrito por Ignacio Osorio y recogido en su libro Conquistar el eco. La paradoja de la
conciencia criolla (México, UNAM, 1989), pp. 73-133; en segundo lugar, a la ponencia “Classics in
Mexico” leída por Paola Vianello en 1999 en Dallas, durante el 131º encuentro anual de la American
Philological Association y publicada póstumamente en Quaderni di storia 69 (gennaio-giugno 2009),
pp. 9-20 y 30-33, que contiene abundantes referencias al estudio y la enseñanza del griego en nuestro
país.
convertirse en México, España misma estaba en un estado de desarrollo cultural
bastante restringido. Esto era consecuencia tanto de las condiciones imperantes
durante la Edad Media europea, dado que la península ibérica no sólo no conoció
beneficios comparables a los que trajo el Humanismo en toda Europa y el
Renacimiento en Italia, sino que fueron agravadas aún más por la conquista y
dominación árabes. En efecto, cuando a principios del siglo VIII estaba ya
comenzando en Francia la época benedictina y el renacimiento carolingio estaba a
punto de iniciar, en España se daba una interrupción violenta de la tradición clásica a
causa de la invasión de los musulmanes, quienes arrasaron las grandes bibliotecas
cristianas que contenían los manuscritos literarios latinos y griegos que pudo
consultar todavía Isidoro de Sevilla un siglo antes. Así pues, la intervención
musulmana hizo desaparecer uno de los motores principales del humanismo en el
Quattrocento italiano,2 caracterizado por la búsqueda y hallazgo de códices antiguos,
con lo que se imposibilitó también el florecimiento de una labor de crítica textual y
edición de clásicos griegos y latinos como la de Aldo Manuzio en Venecia o la de
Erasmo de Rotterdam, con la sola y magnífica excepción de la Biblia Políglota
Complutense, impresa en hebreo, arameo, latín y griego en Alcalá de Henares entre
1515 y 1517, bajo el reinado de Carlos V.3 Por otro lado, la sociedad ibérica de los
siglos XV y XVI, compuesta por los tres estamentos medievales de los bellatores,
oratores y laboratores además de las castas de cristianos, musulmanes, judíos y
conversos, estaba dominada por monarcas surgidos de una nobleza totalmente
inculta, frente a la cual la burguesía naciente en las ciudades prósperas de Castilla,
reprimida y afectada de “impregnación caballeresca”, no logró crear una escala de
valores propia que socavara la hegemonía de la nobleza y el monopolio cultural del
clero.4
2
L. Gil, “El humanismo español en la época de los Reyes Católicos”, en Omar D. Álvarez Salas (ed.),
Cultura clásica y su tradición. Balance y perspectivas actuales, México, UNAM, 2008, pp. 115-138
(véase p. 116).
3
L. Gil, “El humanismo español”, cit. p. 121.
4
L. Gil, “El humanismo español”, cit. pp. 116 s.
En el México de entonces, la Nueva España, los frailes franciscanos y
dominicos iniciaron su labor de evangelización y educación de los indígenas tanto en
sus comunidades de origen como en los colegios que los admitían, como el de Santa
Cruz de Tlatelolco, donde además de religión cristiana les enseñaban español y latín,
pero no griego, que según parece era conocido sólo por pocos de los misioneros. Con
la fundación de la Universidad de México en 1551, se implantó aquí el modelo de la
Universidad de Salamanca, con una oferta de cursos de Leyes, Gramática y Retórica
dictados en latín, además de Filosofía y Teología, salvo que no se creó la cátedra de
griego que poseía aquélla y que conservó pese a su supresión en las demás
universidades españolas durante los siglos XVI y XVII, debido al clima de
Contrarreforma que prevalecía y a la asociación negativa del conocimiento del
griego con las tendencias protestantes, al grado de que la Inquisición, que procesó a
muchos helenistas, sentenciaba perentoriamente: qui graecizant, lutheranizant. Una
evidencia del veto impuesto por el Santo Oficio sobre la difusión del conocimiento
del griego se encuentra en la presencia de varios títulos relativos a esa lengua y a su
literatura en las listas de libros prohibidos, sobre todo aquellos producidos por sabios
del ámbito protestante. De ahí se puede extraer la conclusión de que había una cierta
demanda de dichos textos en la Nueva España, así fuera escasa, y de que, por lo
tanto, había potenciales lectores para ellos, quizá formados en el extranjero, de
forma privada o autodidacta.
Un testimonio del conocimiento del griego en el siglo XVI derivado o de
estudios realizados en Europa o del empeño autónomo lo encontramos en la
traducción que Cristóbal de Cabrera hizo en México, entre 1539 y 1540, de los
argumentos que resumen las epístolas de Pablo, Santiago, Pedro, Juan y Judas.
Dicho trabajo estuvo basado en la entonces reciente edición de la Biblia Políglota
Complutense a la que nos referimos arriba, que fue cotejada con la edición que
Erasmo de Rotterdam, acicateado por el proyecto complutense del que estaba
enterado por su promotor, el cardenal Cisneros, se apresuró a hacer del Nuevo
Testamento. Es interesante notar que éste último, uno de los libros proscritos por la
Inquisición, fue facilitado al traductor por el propio arzobispo de México, fray Juan
de Zumárraga, quien fue así el promotor de dicho trabajo, si no es que del mismo
cultivo del griego por parte de Cabrera.5
Pocos años después de esto, en 1554, fray Alonso de la Vera Cruz publicó su
obra Dialectica resolutio, parte de la cual consistía de dos obras de Aristóteles,
incluidas en la traducción latina del Argyropoulo: Liber praedicamentorum (las
Κατηγορίαι) y Liber posteriorum analethicorum (los Ἀναλυτικὰ ὕστερα).
Asimismo, en 1557, en el interior de su Physica speculatio, en función de la
exposición que plantea acoge en su propia versión latina vastas secciones de las
varias obras de Aristóteles que trataban de los temas ahí propuestos (Physica, De
coelo, De anima, etc.). Todo ello da prueba de una dedicación importante por parte
de fray Alonso de la Vera Cruz al estudio del griego y, en particular, un amplio
interés por la obra filosófica y científica de Aristóteles en el ámbito intelectual
novohispano. Esto concuerda con el hecho de que otro clérigo español de la misma
época, fray Tomás de Mercado, que en 1553 se ordenó como dominico en la Nueva
España, publicó en 1571 una traducción bastante fiel y precisa del Órganon
aristotélico titulada In logicam magnam Aristotelis commentarii cum nova
translatione textus, destinada a servir de base para los cursos de lógica en los
conventos novohispanos.
Algunas noticias transmitidas por cronistas o en archivos hablan de un
cultivo ocasional del griego durante el resto del siglo XVI, sobre todo por parte de
frailes que aprendieron el griego de manera autodidacta o en universidades
europeas,6 sin que se conserve hasta nuestros días ningún testimonio fehaciente, a no
ser por el proceso inquisitorial en contra de fray Alonso Cabello, encontrado
culpable de simpatizar con las ideas reformistas. En efecto, el expediente conservado
en el Archivo General de la Nación contiene cuatro hojas tamaño folio con el
alfabeto, los diptongos, el artículo y las declinaciones regulares de los nombres
griegos, no se sabe si copiadas de alguna gramática o redactadas por el propio
5
6
I. Osorio, “El helenismo”, cit., pp. 80-83.
I. Osorio, “El helenismo”, cit., p. 86.
Cabello,7 que para desgracia suya se reveló también en esto un buen seguidor del
ejemplo de Erasmo de Rotterdam.
La situación del conocimiento del griego en México durante el siglo XVI no
experimenta cambio alguno con la llegada en 1572 de la orden jesuita, dado que no
hay indicios de la enseñanza de dicha lengua en el Colegio Máximo de San Pedro y
San Pablo, por más que sepamos que por lo menos Pedro de Hortigosa (1547-1626)
la dominaba, acorde con la idea jesuita de considerar el conocimiento del griego
como un recurso útil en contra de los protestantes. En todo caso, la orden jesuita
mantuvo firmemente en sus manos en lo sucesivo el monopolio de la enseñanza
‘oficial’ de los clásicos, que ejerció en nombre de su misión de difundir el espíritu de
la religión católica romana hasta su expulsión de los dominios españoles en 1767,
incluido México, por parte del rey ilustrado Carlos III. Durante los casi dos siglos de
su presencia en el territorio novohispano, se puede afirmar con certeza que los
jesuitas fueron los principales promotores y diseminadores del latín en México como
vehículo de la comunicación erudita en el campo de la religión, del derecho y de la
ciencia —sobre todo en la medicina—, pero sin ninguna atención por cuestiones
filológicas en sentido estricto (como lo delata la ausencia total de crítica textual), así
como los principales responsables de la escasa o nula difusión institucional del
griego, como por lo demás era el caso también en la península ibérica misma.
Dado el contexto arriba evocado, no resulta extraño que, ya en el siglo XVII,
a pesar de las noticias sobre varios jesuitas conocedores de griego en aquella época,
casi todos ellos profesores de “Sagrada Escritura”, haya sido un franciscano el autor
del primer instrumento didáctico para el aprendizaje de dicha lengua, con la finalidad
de dar acceso a las Escrituras escritas en griego. Me refiero a fray Martín del
Castillo, cuya Gramática de la lengua griega en idioma español (primera edición en
1678), provista de “todo lo necessario, para poder y por sí solo qualquier
afficionado, leer, escrebir, pronunciar, y saver la general y muy noble lengua griega”,
conoció una amplia difusión y numerosas reimpresiones en la Nueva España. Como
7
AGN, Ramo Inquisición, vol. 88, folios 164-165v (véase I. Osorio, “El helenismo”, cit., p. 85 n.)
el propio autor asienta en el prefacio a dicha obra, no existía entonces una cátedra
institucional de griego, pues su Gramática está concebida como una herramienta
apta para el aprendizaje autónomo del griego: “considerando no haber en lo remoto
de estos payses, maestro que en Academia alguna, enseñe griegos rudimentos”, por
lo que el autor se esforzó en “escussar generales reglas, ser breve, y claro por lo
cuydado, que llevo, de suplir al principiante en mi escrito, la falta, que tendrá de viva
voz de Maestro.” La presencia de dicho título en las listas de libros de varios
conventos franciscanos a lo largo del siglo XVIII y el homenaje expreso rendido a
Martín del Castillo por parte de un jesuita, Juan Luis Maneiro,8 que la utilizó en la
segunda mitad de ese siglo, dan testimonio del perdurable éxito alcanzado por su
libro en la Nueva España.
Un continuo interés y un cultivo restringido pero consistente de la lengua
griega, por lo menos en el ámbito eclesiástico, está confirmado por los títulos de
obras escritas en griego incluidas en el catálogo del Colegio Máximo de San Pedro y
San Pablo, que, además de los textos de los Padres de la Iglesia y las obras de
Aristóteles en edición bilingüe griego-latín, contenía léxicos, compendios de
expresiones, gramáticas (la de Castillo, entre otras) y otros prontuarios para el
estudio del griego y la lectura de textos en esa lengua. Esta situación da cuenta
igualmente del hecho de que, también entre los laicos, las fuentes mencionen varios
conocedores aventajados de griego en el siglo XVIII, incluso autores de gramáticas,
como Francisco Gálves y Escalona y Cayetano de Cabrera y Quintero, calificado
como “el mayor helenista que hayamos tenido” por Manuel de San Juan Crisóstomo
(en 1842), aunque nada de su producción nos haya llegado.
Diferente es el caso de José de Villerías y Roel, también activo en la primera
mitad del siglo XVIII, de quien se han conservado hasta nosotros traducciones al
latín bastante elegantes de epigramas griegos de diferentes autores y épocas —desde
los clásicos Teognis y Simónides, pasando por los helenísticos Calímaco, Paladas y
Teócrito, hasta un epigrama de época renacentista— que reunió bajo el título
8
J. Luis Maneiro, De vitis aliquot mexicanorum, Bolonia, 1792, t. III, p. 196.
Graecorum poetarum poëmatia aliquot latina facta, junto con una versión también
latina de un tratado de época helenística sobre dialectos griegos titulada Corinthi
Grammatici de dialectis linguae Graecae libellus (entre cuyas hojas se encontraron
también unas notas didácticas Vocalium graecarum contractione carmine
comprehensae quo facilius memoriae mandetur). Más aún, Villerías y Roel no sólo
nos es conocido como traductor competente del griego al latín, sino que es el único
autor novohispano de quien nos hayan llegado composiciones griegas originales
(nueve en total), para las que adoptó el dístico elegíaco tomado del epigrama
antiguo. Independientemente de la calidad artística de sus composiciones originales
en griego y de la técnica empleada en sus traducciones, la figura de Villerías y Roel
constituye sin lugar a dudas un hito en la historia de los estudios helénicos en
México.
Por aquella misma época, a mediados del siglo XVIII, tenemos también
noticias de un importante interés por la lengua y la cultura griegas incluso en algunas
provincias novohispanas, como atestigua la correspondencia intercambiada entre
1750 y 1754 entre José Antonio Bermúdez, de Lagos de Moreno (Jalisco) y el
canónigo de Guadalajara, José Antonio Flores. De ésta se desprende que Flores era
un conocedor bastante experto del griego, lengua en la que decía poseer una
biblioteca no despreciable con obras de Homero, Museo [sic], Calímaco, los líricos,
los trágicos, los cómicos y los epigramatistas, así como de los oradores Demóstenes
y Esquines. Así pues, el hecho de que en el siglo XVIII, por lo menos en la Ciudad
de México y en Guadalajara, hubiera cultivadores de la lengua y las letras griegas
profanas, tanto que Agustín Castro, uno de los jesuitas exiliados de la Nueva España
en 1767 de quien se sabe que tradujo al español poemas de Anacreonte, Safo y
Hesíodo, pudo escribir una historia del cultivo de la lengua griega en dicho
virreinato, es un indicio claro de una sostenida difusión de los estudios helénicos en
esta parte del mundo, aunque este proceso se haya dado por vías externas a los
ámbitos universitarios.
Sin embargo, los más grandes logros en el conocimiento de la lengua griega
en el siglo XVIII habrían de ser mérito de un religioso jesuita, Francisco Xavier
Alegre, quien se inició en el convento de Tepotzotlán en 1747, un año antes que
Francisco Xavier Clavigero, donde ambos adquirieron el conocimiento del griego
por iniciativa autónoma, para consolidar después dicho aprendizaje bajo la guía de
compañeros de orden más expertos: Clavigero con un jesuita alemán y Alegre con el
siciliano José Alaña, al que conoció en La Habana.
Sobre la base de su gran afición y talento natural para el aprendizaje del
griego, Alegre emprendió hacia 1750 su traducción de la Batracomiomaquia
atribuida tradicionalmente a Homero, de la que completó el libro primero en
elegantes hexámetros latinos que hacen eco de la solemnidad épica propia del poema
burlesco griego. En 1773, ya en el exilio italiano, publicó las 10 primeras rapsodias
de la Ilíada, también en hexámetros latinos, mientras que en 1776 dio a la imprenta
en Bolonia la totalidad de las 24 rapsodias, aunque siguió trabajando en perfeccionar
su traducción hasta 1788, año de su muerte, el mismo año en que fue publicada
póstumamente en Roma la versión corregida. Bajo cualquier óptica, Alegre fue sin
duda el más grande helenista del siglo XVIII, en un momento en que el aprendizaje
del griego, todavía a expensas de la iniciativa individual, buscaba ya, aunque algo
trabajosamente, un camino para convertirse en una enseñanza formal, ya fuera en el
ámbito eclesiástico o académico.
Esto sucedió en el Seminario Palafoxiano de Puebla, donde el obispo
Francisco Fabián y Fuero, eclesiástico español de tendencias ilustradas y modernas
que era conocedor y entusiasta del griego, logró crear ahí la primera cátedra de
griego en la Nueva España, casi inmediatamente después de la expulsión de los
jesuitas en 1767, quienes así se vieron privados de realizar el proyecto que venían
madurando justo en esos años. Con la instauración de esta cátedra, dicha institución
se puso a la vanguardia en la enseñanza del griego en todo el imperio español, pues
en la península ibérica la cátedra de esta lengua en las universidades sólo se empieza
a restituir a partir de 1770. Este espíritu progresista, sin embargo, no se contagió con
tanta facilidad en el resto de la Nueva España, en cuya capital los intentos por
fundarla fracasaron debido al prejuicio reaccionario fundado en la tendencia a la
herejía que se achacaba a los helenistas, así como debido a la creencia de que todo lo
importante de la producción antigua escrita en griego había sido ya traducido al
francés. Aun así, puede decirse que la Nueva España de finales del siglo XVIII
estaba ya abriéndose a la influencia de la literatura y la ciencia griegas de carácter
profano, en particular Homero, los poetas líricos, los dramaturgos e Hipócrates.
Con todo, el latín seguía siendo utilizado para fines de edificación religiosa y
moral entre los eclesiásticos, para quienes servía de distractor útil para alejar no sólo
del potencial subversivo del griego, sino también de las lenguas extranjeras
modernas y de las ideas que en ellas circulaban. Así pues, no es sorprendente que,
entre los próceres de la Independencia mexicana, iniciada en 1810 y consumada en
1821, hubiera clérigos como el padre Miguel Hidalgo que, capaces de leer en francés
libros que contenían las ideas revolucionarias surgidas en el siglo XVIII, se
inspiraron en los héroes de las Vidas Paralelas de Plutarco que leían en traducción a
esa lengua.
El siglo XIX marcó un hito en el desarrollo cultural de México que, ahora
como nación independiente, comenzó a buscar lenta y penosamente su propio
camino. Por lo que se refiere al estudio del griego en ese periodo, encontramos un
abanico amplio de posturas, que van desde su promoción como herramienta
poderosa para revitalizar las ciencias, la literatura y la filosofía, hasta su uso como
instrumento de defensa de la Vulgata latina, es decir, de la posición conservadora del
Vaticano, pasando por su empleo como arma en contra del Romanticismo. Se puede
decir que, parte de la batalla social entre conservadores y liberales sobre el tipo de
país que se buscaba construir se libraba en el campo ideológico de las lenguas
clásicas, donde el griego representaba siempre un importante (y algo peligroso)
fermento de novedad frente a la inercia inmovilizante del latín eclesiástico.
Fue así que, entre los años 1833 y 1834, se implantó en el Seminario
Tridentino de Morelia la segunda cátedra de griego en México, bajo el patronazgo de
Mariano Rivas, quien tenía la convicción de que el acercamiento a los modelos
escritos en esta lengua habría de tener un efecto muy productivo sobre el desarrollo
de la literatura y la elocuencia, así como de las ciencias y las artes. Para 1852, la
cátedra subsistía, como refiere Clemente de Jesús Munguía, quien habla del empleo
en ella de la gramática de Vergnés de las Casas y de una metodología didáctica
basada en ejercicios prácticos. El ejemplo de Morelia tuvo un efecto multiplicador
positivo, pues hacia 1843 se fundó en el Seminario de Guadalajara la cátedra de
griego; en 1844 se instituyó en León dicha cátedra en el Colegio de San Francisco de
Sales, auxiliar del Seminario de Morelia, mientras que, en 1846, ésta se abrió en el
Seminario Conciliar de la Ciudad de México y, en 1852, en el Colegio de San
Nicolás, en la propia Morelia. Para 1870, el griego se volvía obligatorio en todos los
seminarios, al par del latín.
La promulgación de las leyes de Reforma, en 1859, trajo consecuencias
enormes para la educación, en general, y, en particular, para el estudio y la enseñanza
del griego. Por un lado, cuando la Iglesia perdió gran parte de su inmenso poder, los
fondos bibliotecarios de los conventos y seminarios fueron transformados en acervos
públicos, lo que dio acceso a mucho material antes restringido o, incluso, prohibido,
con las consecuencias negativas que esto trajo para la conservación de piezas
valiosas.
Por otro lado, el debate entre conservadores y liberales al que nos referimos
arriba, sobre la oportunidad de incorporar el griego a la enseñanza pública, concluyó
en 1867 con la creación en la Preparatoria, por iniciativa de Gabino Barreda,9 no de
una cátedra formal de esa lengua (que ya había decretado Valentín Gómez Farías
desde 1833, aunque sin efecto) frente al curso bianual de latín que ya existía, sino de
un curso anual en la Preparatoria, que sería obligatorio para los abogados, médicos,
farmacéuticos e ingenieros de minas. Sin embargo, ante la oposición de muchos que
consideraban superfluo o poco práctico el estudio de las lenguas antiguas, Barreda
redujo dicha propuesta de curso a uno de “Raíces griegas” —puesto en vigor como
obligatorio en 1869—, destinado a dar a “conocer con exactitud la etimología de
todas las palabras técnicas de las ciencias”10, el cual es el antecedente directo del
9
I. Osorio, “El helenismo”, cit., p. 119: “En el año 1867 Gabino Barreda introdujo el estudio del
griego en la Ley orgánica de Instrucción Pública en el Distrito Federal”.
10
“Dictamen sobre la Ley orgánica de Instrucción Pública del Distrito Federal del 2 de diciembre de
1867”, en G. Barreda, op. cit.
curso de “Etimologías grecolatinas del español” todavía vigente en el plan de
estudios de la Escuela Nacional Preparatoria.
En cualquier caso, el curso de griego propuesto por Barreda en 1867 ingresó
finalmente al plan de estudios de la Preparatoria en 1869 con carácter de “estudio
libre”, para pasar en 1891 a curso optativo bianual. El primer catedrático de dicha
lengua, Oloardo Hassey, quien inicialmente utilizó la Gramática teórico-práctica de
la lengua griega de Canuto Alonso Ortega (reimpresa en México por J. M. Lara en
1867), preparó luego un Enquiridion de raíces griegas, calificado como “la primera
obra de su especie que aparece en México”. Hassey fue sucedido poco antes de 1880
por Francisco Rivas, a quien Alfonso Reyes recuerda como “cordialísimo … rabino
florido”,11 que para remplazar el Enquiridion de su predecesor hizo redactar por
Rafael Romero y León Malpica Soler un Ollendor griego, bajo la supervisión del
propio Rivas.
Paralelamente al redescubrimiento de la lengua griega atestiguado por la
difusión de cátedras en instituciones educativas clericales y laicas, se verifica en los
círculos intelectuales del México decimonónico un primer ‘descubrimiento’ profano
de la cultura y la historia griegas. El entusiasmo que esto despertó en aquel entonces
queda ilustrado por una serie de iniciativas y producciones culturales relativas al
mundo griego antiguo, entre las que destacan en particular una imponente serie de
traducciones de textos literarios.
El interés despertado en la segunda mitad del siglo XIX por la historia de
Grecia permaneció sobre todo concentrado entre los intelectuales positivistas, con
Justo Sierra como su principal animador. En efecto, quien habría de convertirse en
Ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes bajo el régimen de Porfirio Díaz
escribió un Compendio de Historia de la antigüedad (México, 1879-80), en cuyas
notas figuran las obras de Mommsen, Grote, Zeller, Müller, Burnouf, Fustel de
Coulanges y Constantin Paparrigopoulos, entre otros importantes estudiosos del
momento, lo que constituye la primera vez que se usó en México bibliografía erudita
11
A. Reyes, “Pasado inmediato”, en Obras completas, México, FCE, 1960, t. XII, pp. 190-191.
actualizada.12 Del grupo de Sierra surgió también la iniciativa de impartir atractivas
conferencias sobre temas históricos, como sobre Leónidas en las Termópilas,
Licurgo y su constitución o Grecia y sus colonias. Otro intelectual positivista,
Manuel Torres Torija hizo publicar por la Imprenta del Gobierno Federal su obra La
evolución de la cultura helénica (1894), en tanto que Ignacio Ramírez, el famoso
Nigromante, quien en La religión de los griegos hizo una glorificación polémica del
politeísmo griego, escribió también en 1872 un Discurso sobre la poesía erotica de
los griegos —al que llamativamente hubo una respuesta crítica de Francisco
Pimentel ese mismo año—, abundantemente ilustrado con citas de poemas griegos al
parecer traducidos por él (quizá del francés), donde al lado del inmortal Φαίνεταί
μοι κῆνος de Safo, insuperable maestra del erotismo griego, figuran no sólo
Homero, Simónides y Eurípides, sino también los helenísticos Teócrito, Mosco y
Bión, además de la destacada presencia de los epigramatistas Dioscórides, Filodemo,
Paladas, Antípates [sic], Diófanes y Rufino.
Y es precisamente en la traducción al español de obras literarias griegas
donde se manifiesta el impacto evocador, provocativo y estimulante causado en los
intelectuales mexicanos del siglo XIX por el redescubrimiento del espíritu griego, a
través de su literatura e instituciones culturales. Tras la labor pionera de los
integrantes de la Arcadia de México —Fray Manuel Martínez de Navarrete
“Nemoroso” o “Silvio” y otros como “Flagrasto Cicné”—, que publicaron en El
Diario de México sus traducciones, por lo general indirectas a partir del latín o el
francés, sobre todo de poemas de Safo y Anacreonte, predilectos de los neoclásicos,
vino en 1837 la Odisea de Homero o sean los trabajos de Ulises en versión española
en octavas reales de Mariano Esparza. A esta misma época se remontaría la
traducción de la Ilíada publicada en México por José Moreno Jove, conocida
solamente por referencias, con la cual se habría completado en el México
decimonónico la traducción de las dos más grandes epopeyas griegas. Por su parte,
José Joaquín Pesado tradujo de Teócrito el Idilio XI, El Cíclope, mientras que
12
Por ejemplo, el libro de C. Paparrigopoulos (Histoire de la civilization héllénique, Paris, Hachette,
1878) apareció sólo un año antes que el de Sierra, quien lo cita.
Manuel M. Flores publicó en 1874 una traducción libre de la oda primera de Safo,
casi una recreación bajo el título “Junto a ti”.
Con esto llegamos al más importante de los traductores mexicanos del siglo
XIX, Ignacio Montes de Oca y Obregón, quien se formó como helenista en
Inglaterra y en Italia y que en la Arcadia Romana recibió el sobrenombre de Ipandro
Acaico. Su exordio fue con los Idilios de Bión, que publicó en 1868 con “notas
críticas y filológicas” y que, junto con sus traducciones de Teócrito y Mosco,
incorporó en 1877 a Poetas bucólicos griegos; tradujo también 17 anacreónticas en
Ocios poéticos (1878) y las Odas de Píndaro en 1882, para culminar con La
Argonáutica de Apolonio de Rodas entre 1919-1920. Las versiones de Montes de
Oca tuvieron un amplio eco en todo el mundo hispánico, como demuestran sus
numerosas reimpresiones en España, a tal grado que se volvieron canónicas y
recibieron juicios elogiosos de personalidades como Menéndez y Pelayo, para quien
sus “leves infidelidades” no impiden que permanezca siempre “fiel al pensamiento”,
por más que su ocasional separación del texto original esté dictada por
consideraciones morales cristianas, más que fundada en decisiones filológicas o
estéticas. Con todo y el prejuicio confesional que pesa sobre su labor de traductor,
sus versiones revelan siempre a un conocedor experto de la lengua y la cultura
griegas y la competencia de un humanista profesional que ningún otro antes que él
alcanzó. En la misma línea crítica que Montes de Oca, aunque de mucho menor
relevancia, estuvo Atenógenes Segale, que en 1901 incluyó en el primer tomo de sus
Obras completas la traducción de nueve anacreónticas, un fragmento de Teócrito y
otro de Bión, así como la Olímpica VII de Píndaro, todo ello con bastante fidelidad
pero sin que sus versos castellanos resultaran de calidad suficiente.
Con este panorama se abre el siglo XX, en un momento en que el
conocimiento de los productos literarios griegos se abre considerablemente a
sectores más amplios gracias a las traducciones que en creciente número fueron
apareciendo, como señalamos arriba. Con ello y con la difusión de las cátedras laicas
de griego, sobre todo en la Preparatoria, se resquebraja cada vez más el monopolio
ejercido por la Iglesia sobre el estudio del griego, lengua que deja de ser objeto de
interés meramente religioso y adquiere cada vez más una dimensión humanística
como clave reveladora de una forma de pensamiento y de una cultura capaces de
ensanchar los horizontes intelectuales de todo individuo, así como instrumento
formativo de una mentalidad progresista y abierta a mensajes de carácter duradero y
universal.
Fue en el ambiente de la Escuela Nacional Preparatoria donde la semilla del
helenismo dejada por Justo Sierra dio sus frutos más prometedores, el primero de los
cuales fue Jesús Urueta, catedrático de Lecturas literarias que, en 1903 , pronuncia
una serie de conferencias sobre temas de literatura griega: sobre la Ilíada, sobre la
tragedia griega, sobre la Antígona de Sófocles y, el 20 de enero de 1904, sobre la
Orestíada de Esquilo, ocasión en que recitó trozos del Agamenón secundado por
Luis G. Urbina y Amado Nervo. Ese mismo año vino a México el Dr. Garnault,
profesor en la Universidad de Burdeos, miembro de la Sociedad de Antropología de
París y de la Sociedad Francesa para el avance los estudios griegos, quien entre
febrero y mayo dictó en español una serie de conferencias semanales sobre historia
del arte universal, al menos seis de las cuales versaron sobre arte griego, desde sus
antecedentes egeos, pasando por la época micénica, hasta los grandes escultores del
siglo V (Mirón, Policleto y Fidias) y del periodo helenístico (Praxíteles, Escopas y
Lisipo).
La culminación de dicho proceso acelerado de ‘helenización’ de la
intelectualidad mexicana durante el Porfiriato estuvo dada por la constitución, en
1909, del llamado Ateneo de la Juventud, grupo integrado por jóvenes estudiantes —
provenientes de la Escuela Nacional Preparatoria y pasados luego, en su mayoría, a
la Escuela Nacional de Jurisprudencia— que se agruparon alrededor de Pedro
Henríquez Ureña, el “Sócrates” de dicho cenáculo. Identificada la Grecia antigua
como el patrón cultural que encarnaba los ideales de espíritu agonístico y crítico a
que aspiraban, se lanzaron con Henríquez Ureña a la lectura asidua y apasionada de
los autores griegos, con particular predilección por Platón, acordes con el espíritu
socrático que los animaba y con la “afición de Grecia” que tenían en común. El
máximo representante de dicha corriente intelectual helenizante fue Alfonso Reyes,
quien llevó a cabo una empresa cultural sin precedentes en México en el campo de
los estudios clásicos en general y de los helénicos en particular, pues a lo largo de su
prolífica carrera como escritor fue autor de no menos de diez libros sobre temas
griegos, así como de una memorable traducción en verso alejandrino de la Ilíada, de
la que sólo alcanzó a completar las primeras nueve rapsodias. Entre sus obras de
asunto helénico podemos citar La Crítica en la Edad Ateniense, La Antigua Retórica,
Junta de Sombras: Estudios Helénicos, La filosofía helenística, Religión Griega,
Mitología Griega. Nunca antes Grecia había resplandecido tanto en México, ni el
estudio de su lengua y cultura se había ejecutado no sólo de una manera tan
profesional sino también tan íntima, tanto que Reyes consiguió recrear
magistralmente el puente que conecta el pasado distante helénico con el tiempo
presente mexicano. Así pues, la masa de estudios helénicos legada a la posteridad
por Alfonso Reyes quedó para todas las generaciones futuras de helenistas
mexicanos como un inmenso κτῆμα εἰς αἰεί, cuya valoración y adecuado
aprovechamiento distan mucho de estar concluidos hoy en día.
La otra gran figura surgida del Ateneo de la Juventud fue José Vasconcelos,
autor de un trabajo sobre Pitágoras —Pitágoras. Una teoría del ritmo, La Habana
1916 (reimpreso con correcciones en México, 1921)— y figura clave en la lucha de
la intelectualidad mexicana por mejorar la instrucción pública en la era posrevolucionaria. Vasconcelos tuvo la ambición de introducir a México en la corriente
principal de la cultura universal, para conseguir lo cual, además de muchas otras
iniciativas y reformas impulsadas desde sus varias gestiones administrativas —como
Ministro de Instrucción Pública (1915), como rector de la Universidad Nacional de
México (1920-1921) y como Secretario de Educación Pública (1921-1924)—,
dedicó enormes esfuerzos a una campaña destinada a producir ediciones económicas
de obras de los grandes autores del mundo, en las que los clásicos griegos ocupaban
un lugar preponderante. Al fomentar en los estudiantes mexicanos y en sus familias
el contacto con la literatura, la filosofía y el arte mundiales, Vasconcelos y sus
correligionarios ideológicos buscaron con frecuencia analizar la realidad
contemporánea local a través de paralelismos culturales con la antigüedad, sobre
todo griega y romana (a veces echando mano de un procedimiento alegórico).
Finalmente, la culminación de los esfuerzos de la intelectualidad ateneísta a favor de
introducir la cultura helénica en la educación pública de México se dio en 1924,
cuando bajo el impulso de Vasconcelos se decidió introducir en el plan de estudios
de Letras un curso bianual de lengua y literatura latinas y otro similar de lengua y
literatura griegas (de 190 horas cada una), destinados a formar a los futuros maestros
de “Raíces griegas” de la Escuela Nacional Preparatoria.
Me detengo en este punto, que puede funcionar como demarcación
convencional entre el desarrollo de los estudios helénicos en la generación
perteneciente al Porfiriato, concluido con el estallido de la Revolución Mexicana de
1910, y la evolución posterior de los mismos que conduce a su estado actual en el
México moderno, de lo que se ocupará otro de mis colegas en la sesión vespertina.
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