II - Universidad Miguel Hernández de Elche

Anuncio
2
Atzavares
Segundo Premio de Relato Corto
Universidad Miguel Hernández
Vicerrectorado de Estudiantes y
Extensión Universitaria
Delegación de Estudiantes de la
Facultad de Ciencias Sociales y Jurídicas de Elche
Dirección: Secretariado de Extensión Universitaria
Coordinación: José Antonio Espinosa Bernal
Convoca: Vicerrectorado de Estudiantes y Extensión Universitaria
© Prefacio: Fernando Borrás
© Textos: sus autores
© Diseño y Maquetación: Silvia Viana. Octubre, 2007
© Impresión: Alfagráfic Impressors - Editors
ISBN:
Depósito legal:
3
4
Prefacio
En la comba de las líneas se mece la sensibilidad. Cada texto que sigue es
una vasta región que acoge el caudal de la imaginación, y que se eleva en
armónica concurrencia de palabras para alcanzar, no sin esfuerzo, las estrellas.
Textos que se rebrincan, se tuercen, agrandan o estiran, con la única pretensión
de generar historias. Y de eso se trata, de contar historias. Hechos todos que se
cobijan en los repliegues de la fábula con una voluntad clara de ampliar el
ámbito de lo conocido. Escudriñar, aquí y allá, con la esperanza de satisfacer
una gota sutil y celebrada.
Este segundo ejemplar de la colección Atzavares, ilusión desde el laberinto disconforme de las grafías, nos regala mundos muy diversos, o el vuelo frágil
de los deseos que se escriben. Canto plural, tan generoso…
Fernando Borrás Rocher
Vicerrector de Estudiantes y Extensión Universitaria
Universidad Miguel Hernández de Elche
5
Jurado
Presidente: José Luis Vicente Ferris, escritor, poeta y ensayista, Profesor de la
Universidad Miguel Hernánde de Elche.
Vocal: María Cristina Pastor Valcárcel, delegada de centro de la Facultad de
Ciencias Sociales y Jurídicas de Elche.
Secretario: Carlos José Navas Alejo, Profesor de la Universidad Miguel
Hernández de Elche.
6
Premiados
Primer premio: Lorena Córcoles Borrás con el relato Una vida de 60 minutos.
Segundo premio: José Alberto García Avilés con el relato Que no falte de nada.
Tercer premio: José María Sola Morena con el relato El cajero.
Seleccionados para su publicación
• José María Amigó García con el relato Amparito.
• Juan Manuel Berná Serna con el relato La mujer del Cha-cha-cha.
• Alejandro Bernabé Lavado con el relato En la pólvora de la noche crecerán
tus flores.
• Jesús Cano Martínez (Nino Rippi) con el relato Quedamos en la Morgue.
• José Antonio Espinosa Bernal con el relato Coração.
• José Antonio Flores Yepes con el relato Las arenas del tiempo perdido.
• Jorge Gutiérrez Gómez con el relato El vagón de caballos.
• Jesús Gutiérrez Lucas con el relato Printemps.
• José Navarro Pedreño con el relato Historia de unas manos.
• José Luis Neira con el relato Ríos de luz.
• Alicia Peral Fernández con el relato Anticuario.
• Alicia Peral Fernández con el relato Nunca Jamás.
7
8
Una vida de 60 minutos
Lorena Córcoles Borrás
Primer premio
9
No le voy a contar una historia de amor, porque esto no es una historia de
amor… ¿pero que haría usted si supiese que tan sólo tiene una hora para respirar por última vez, para sonreír, para llorar, para recordar, para emocionarse,
para escuchar, para saborear, para conversar… es decir, para vivir?
Yo no le voy a contar una historia de amor, porque esto no es una historia
de amor. Voy a intentar recordar toda una vida en una hora de ella, en su última
hora… Recuerdo a mi padre que nunca se sintió orgulloso de mí, sumergido en
la época en la que creció y en la forma en la que le educaron siempre creyó que
el hombre que goza con la poesía o intenta volverse loco como aquel caballero
de La Mancha es un maricón. Nunca sentí aprecio por él, aunque la ignorancia
de la que gozaba era digna y merecedora de toda la lástima que mi mente poseía. Mi madre siempre fue una buena mujer, entregada en cuerpo y alma a su
familia envejeció mucho antes de que los años se lo permitiesen, nunca fue feliz
y en aquellos días de delirio y desesperación que arrastraban a más de uno hacia
su fin, soñaba despierta con José Antonio Rodríguez, un soldado que le prometió matrimonio poco antes de morir en la guerra civil. Puedo decir que gran parte
de mi vida la pasé sólo, como esta última hora en la que escribo.
Nunca he salido de mi ciudad, pero he visto el mar y la montaña. Crecí en
una ciudad destruida por la guerra, en unas calles grises donde el olor a miedo
y muerte seguía penetrando en cada una de mis ropas. Puedo decir que he viajado a miles de países, que he conocido culturas de todas clases, que estuve en
la antigua Roma, en la preciosa Grecia, en la edad media, en medio de todas
las revoluciones que han marcado la historia… porque miles de historias me han
llevado a cada uno de estos lugares, de estas épocas.
Dejé mis estudios primarios para ayudar en el negocio familiar, una vieja ferretería que conseguía darnos al menos un trozo de pan y un vaso de leche cada día.
El ansia de soñar y vivir me llevó a encerrarme días y noches entre los pasillos de la antigua biblioteca, de encerrarme en reuniones clandestinas para traficar verdaderas delicias no permitidas en nuestras tierras.
10
Ni siquiera recuerdo las primeras palabras que compartí con ella, pero no
olvidaré jamás la primera vez que la vi. Luís Méndez era compañero de viajes
imaginarios, confidente de palabras, guardián de secretos. Era un 25 de abril de
un año que ya ni recuerdo y la hermana menor de su madre dejaba la vida de
campo para intentar crear un futuro en la ciudad. Recuerdo perfectamente el
momento en que llegaron a la biblioteca. Una melena oscura con unos rizos
gigantes cubrían su espalda, unos ojos verdes cubrían su mirada y un precioso
vestido blanco escondía ese cuerpo que en sólo unos segundos creí devorar. Ni
siquiera sabía su nombre, ni su edad, pero sentí como ella también sonreía.
Le apasionaba leer pero lo que mejor hacía era escribir, por eso estaba allí,
con nosotros. Sus padres habían muerto hacía años, y su hermana la trajo a la
ciudad con la esperanza de que, al igual que ella, encontrase un hombre rico
con el que casarse y tener tantos hijos como él quisiese. Su mirada radiaba ilusión por esta nueva vida que le esperaba, aunque estuviese cambiando en aquel
mismo instante sin que ella lo supiese.
Don Emeterio, el dueño del bar que cerraba sus puertas dejándonos dentro leyendo, fue el primero en darse cuenta de que algo sucedía.
–¿Te gusta, verdad?
–¿Quién?
–Pues la tía de tu amigo, quien va a ser. Ándate con ojo chaval, que estas
mujeres son las que siempre rompen el corazón.
Me giré desde la barra con el café en la mano y la observé, tenía razón, me
gustaba. Desde el día en que la vi no hubo ni un solo segundo del día en el que
ella no fuese la ladrona y dueña de mis pensamientos.
Pasaron los meses y nuestras miradas se convertían en cómplices por
segundos, pues siempre había un estornudo o el inicio de una conversación
absurda por parte de mi amigo Méndez que las interrumpiesen.
Recuerdo la primera vez en la que ella no vino, como cada anochecer, al
bar de don Emeterio.
–No mires más a la puerta, hoy no va a venir. Hoy cenaba en casa con mis
padres y un amigo suyo que al parecer pretende pedirle matrimonio en pocos días.
Se me paró el corazón, tragué saliva y dije:
–Hay que ver como sois los ricos, que os casáis así como así sólo por conseguir un buen apellido y una vida de lujos. –y solté una carcajada que me quemaba el corazón.
¿Qué tenía que hacer? ¿Cómo podía reaccionar? Sabía que esa mujer, que
casi me doblaba en edad, me tenía locamente enamorado, sabía que apenas
había compartido con ella conversaciones sobre libros, sobre historias que no
nos pertenecían, pero sabía que no la podía dejar escapar.
11
Envié una carta a casa de la familia Méndez, dirigida a Dolores Martínez,
con una nota que contenía solamente una dirección y una firma a modo de
pésimo escritor.
Ella vino. La conduje hasta el interior del pequeño almacén de la ferretería,
y allí sin decir palabra pero con los ojos inundados en un mar de lágrimas la
besé. La desnudé poco a poco, la penetré con delicadeza y la sentí mía.
Ella se casó con aquel rico empresario, pero nuestros encuentros en el
almacén de la vieja ferretería durarían años y años. Tuvo tres hijos varones y créanme que el último tenía mi misma cara, murió cuando tenía cuatro años, de
una gripe que nadie supo curar.
No crea que le estoy contando una historia de amor, porque esto no es una
historia de amor, simplemente trato de recordar en esta última hora el rumbo
que ha llevado mi vida y los pasos que recuerdo haber dado en ella.
Cuando mi padre murió me tuve que hacer cargo de la ferretería. Aunque
odiase aquel trabajo, adoraba aquel lugar que tantas noches inolvidables llenaron mi alma de felicidad.
–¿Cuánto tiempo tengo que esperar para ser el único hombre en tu vida?
–Eres el único hombre en mi vida, pensando en un amor diferente al que
tengo por mis hijos.
–¿Y cuando seré el único hombre ante los ojos de los demás?
Ella suspiraba y se escondía entre mis brazos cada vez que esta pregunta
aparecía en nuestras conversaciones. Seguíamos hablando de libros, ella escribía historias que sólo yo conseguía leer, historias que me regalaba, historias que
de algún modo eran nuestra vida, pero hablábamos de muchas más cosas, yo
la conocía y ella me conocía. Su marido no tenía tiempo para eso, demasiado
ocupado estaba bebiendo whisky y fumando puros con sus amigos.
Sus dos hijos crecieron, se casaron y a ella sólo le quedábamos yo y ese
desconocido con el que compartía cama cada noche.
Créame que nunca he deseado mal a nadie, pero admito rotundamente
que cada mañana al despertar deseaba que me contase que su marido la había
abandonado por alguna de esas muchachitas con las que tanto frecuentaba los
clubes nocturnos o simplemente que había muerto así, de repente, desapareciendo y dejándome el tesoro más preciado que yo soñaba y que él ni si quiera
se daba cuenta que tenía.
Su marido era un viejo cascarrabias que ya no podía casi ni andar cuando ella
estaba postrada en una cama, enferma y sabiendo que la vida se le acababa.
Me vestía de cura para ir a visitarla, para leerle, acariciarla y sonreírle. Para
poder decirle cada día que la amaba con todas mis fuerzas y que era la mujer
más maravillosa y preciosa que en el mundo podía haber.
12
Hace diez años que ella me dejó, que dejó mi mundo solo, que se marchó sin
mí, que se fue sin haberme dejado despertar ni una sola mañana contemplándola.
Hace diez años que no la acaricio, que no escucho su voz, que no escribe
historias nuevas para mí, hace diez años que no siento su aroma, que no acaricio su pelo, y que no la beso en los labios. Hace diez años que mi vida llegó a
su fin, y aún he sobrevivido demasiado.
He pasado diez años sin dormir, sin comer, sin tener ilusión y un camino
por el que seguir, he pasado diez años sin ella.
Creo que sólo han pasado diez días o quizás sólo 10 minutos desde que
ella se fue. No lo sé. Pero siento que me estoy agotando, que mi alma se consume infinitamente cada segundo, siento como me estoy ahogando y como mi
corazón poco a poco está dejando de latir…
No crea que le he contado una historia de amor, porque esto no es una
historia de amor, simplemente es la única historia que recuerdo de mi vida.
13
Que no falte de nada
José Alberto García Avilés
Segundo premio
15
Fue una fiesta salvaje y algo me dijo que no iba a acabar del todo bien. No
sé, quizá fue que Juan llegara manifiestamente tarde, con aquel traje de espantapájaros que parecía sacado de una funeraria. O quizá que aquella noche no
oí cantar al autillo que anida en el jardín del vecino. A ese autillo le tengo
mucho aprecio porque acunaba mis sueños desde que era niño, pero esa noche
no cantó. De aquellas horas tengo vagos recuerdos, diluidos por la ginebra y el
whisky de importación, aunque las imágenes del desenfreno aún perduran, por
desgracia, con la nitidez suficiente. Creo que fue Germán el que primero se
lanzó al agua. Me pareció que era una barbaridad mojar de esa manera un traje
como el suyo, en esa agua no muy limpia y con toneladas de cloro. Después
saltó Luisa, con una mueca divertida que, al entrar en contacto con el agua, se
transformó en un sobresalto helado. Y es que en diciembre, aunque sea climatizada, la piscina no perdona. Luisa llevaba una especie de camisón amarillo,
que flotaba lánguidamente, como un cojín envuelto en una sábana. Me hizo
gracia aquella Luisa tan bromista, con esa sonrisa suya de oreja a oreja. No
recuerdo quién fue el siguiente en caer, si Juan o Tati, pero el caso es que a los
cinco minutos todos estábamos en el agua. Es quizá en este tipo de situaciones
cuando mejor puedes llegar a conocer a las personas. Tati dijo que le parecía la
forma más adecuada de despedir ese año nefasto, ahogando las penas en agua
y alcohol. Eeeeyy, hushh, eeeeyyy, hushh, le cortó Luisa, gritando como si invocara un conjuro. ¡No te me pongas depre, querido, y piensa en lo mucho que
nos vamos a divertir mientras dure esto! Su pelo mojado estaba recogido hacia
atrás, y movía los brazos con una elegancia y finura que le daban cierto aire exótico, de bailarina olímpica. Eso, eso, ¿no tenéis calor?, exclamó Germán, mientras arrojaba la chaqueta a una de las chicas y comenzaba a desabrocharse los
pantalones. Yo, que soy poco dado a bañarme, e incluso en verano enseguida
me siento como un garbanzo en remojo, empecé a pensar que lo mejor era salir
de allí. Pero no quería ser el primero en abandonar la piscina. Y en aquel
momento de euforia colectiva, quise aportar algo de mi cosecha. ¡Habéis visto,
16
pandilla de sinvergüenzas, quién es la auténtica pijita de piso en apuros! Mirad
cómo nada, como una cabra en un pozo. Era mi forma particular de hacerle una
gracia a Sandra, aunque ahora reconozco que la comparación no fue muy
buena. En aquel estado, resultaba fácil ser ocurrente. Estábamos llenos de una
energía poderosa, una fuerza que te electrizaba el cuerpo y te mantenía en continua vibración. Cada uno habíamos invertido una cantidad de dinero, digamos
que espléndida, en aquella fiesta en la que no faltó de nada. Hasta cenamos
caviar ruso, uno de los caprichos de Germán, que según dijo, fue capaz de conseguirlo a buen precio en uno de sus viajes. Luego supimos que era del malo,
de imitación y lo había comprado en el supermercado esa misma tarde. Todos
nos esforzamos para que la diversión estuviera garantizada. Esta vez había que
superar el listón del año pasado, cuando la montamos en el chalet de Jorge. Ya
se sabe, cada vez un poco más de whisky, mejor música y más juerga. Cualquier
novedad capaz de satisfacer a una docena de apetitos insaciables era éxito
seguro. Por eso lo de la piscina de esa noche estaba resultando un espectáculo
fascinante, lleno de excitación, porque varios ya se habían desprendido de
buena parte de sus ropas y algunos vestidos empezaban a volverse muy pesados. Yo venía dispuesto a divertirme con Sandra, por lo que estuve jugando un
rato con ella, chapoteando y echándonos un balón de baloncesto que pesaba
como un muerto. La gente se fue dispersando, algunas luces se apagaron y
alguien subió el volumen de la música pachanguera. Yo nadaba con torpeza, la
verdad, y mi interés se centraba en acercarme a Sandra lo suficiente como para
escamotearle algún beso y buscarle las cosquillas. Llegó un momento en que
cada uno iba a lo suyo, casi obsesivamente, desperdigados por la terraza o dentro del chalet. Por eso el chillido de Germán aún suena a pesadilla, a un mal
sueño del que uno quisiera despertar, pero ya es demasiado tarde, al igual que
resulta demasiado nítida la imagen de aquel cuerpo inerte, balanceándose torpemente con su mortaja amarilla.
17
El cajero
José María Sola Morena
Tercer premio
19
Demasiado tarde. Demasiado inútil. Demasiado rápido y demasiado lento,
pero sobre todo y en definitiva, demasiado tarde.
Para cuando la batalla que se venía librando en mi cuerpo, entre el miedo
por un lado, y la responsabilidad por el otro, proclamó vencedora a esta última,
los jóvenes ya se habían evaporado del lugar, a merced del truco de magia más
viejo de la Historia, correr, correr y correr. De asesinos a puntitos en el horizonte. Y el cadáver yacía en el suelo, con una inmovilidad mortecina, proclamando
el terror a los cuatro vientos con el sonido más potente, el silencio. Ese silencio
que duele, que te señala, que te paraliza por fuera y te sacude por dentro.
Miserable forma de correr. Más que de la justicia, cualquiera diría que huían de
la muerte, del olor a muerte que ellos mismos habían provocado, pero que finalmente les estremecía, como el final más lógico de un guión que no habían sabido o no
habían querido contemplar en el momento de escribirlo. Observándoles correr, en
su cobarde huída, resultaba fácil imaginarse un bocadillo de cómic sobre sus cabezas encapuchadas, mascullando algo del estilo de “mierda, nos hemos pasado”.
Era un 17 de Abril de 2007, yo caminaba hacia mi casa, sumergido en los
muchos y diferentes pensamientos que venían atormentando, desde hacia tiempo, no sólo a mi mente y mi conciencia, sino también y por extensión, a mi
salud. Y buceando entre todo aquello ocupaba minutos, horas y días, desde
hacía tanto tiempo que la introversión permanente se me antojaba el estado
normal del ser humano.
Mi matrimonio resultaba, en principio, de una armonía poco común, quizá
no abundaba el diálogo profundo, y en las sobremesas se veía fútbol, o salsa
rosa, o cualquiera que sea el tipo de cosas que las personas solemos hacer para
ser felices, o más bien para convencernos de que lo somos, como en la película “Matrix”, sin cuestionarnos la realidad y nuestro comportamiento, la medida
en la que podríamos mejorar el mundo como suma de contribuciones individuales, escudándonos en el argumento más utilizado y a la vez más egoísta y dañino de la Historia, el más injusto: “¿En qué mejora el Mundo porque yo me
20
esfuerce en ser honrado, en ser honesto, mejor persona, en ser consciente del
desequilibrio económico del planeta, en madurar diariamente, en esforzarme
por entender al otro, por ser altruista? Si yo sólo soy uno, que lo arreglen los
gobiernos” y así rellenamos el espacio de tiempo en el que deberíamos presumir, discutir y esquivar menos, y valorar, escuchar y dialogar mucho más.
Como decía, pese a caer en los errores o carencias generales, la complicidad con mi mujer resultaba cuanto menos, especial, y a mis dos hijos, a los que
quería por encima de cualquier cosa, y que constituían mi mayor argumento
para levantarme y afrontar cada día, me entregaba cada instante.
No nos damos cuenta de lo que tenemos hasta que lo perdemos. De tanto
oír esta frase, se nos olvida el contenido. La decimos mecánicamente, como
cuando eras pequeño y te aprendías el padrenuestro, o una poesía. Pero no se
me ocurre mayor verdad. Incluso cuando pensamos que hemos perdido lo que
teníamos, con esa actitud estamos perdiendo lo que tenemos en el momento,
lo que nos llevará a lamentarnos en el futuro, mientras de nuevo estaremos torpemente sin valorar lo que tengamos. ¿Era el hombre el único animal que tropezaba dos veces con la misma piedra?
En todo esto, y en otras muchas cuestiones me abstraía mientras observaba el cadáver en el suelo del indigente.
Todo había ocurrido muy rápido. Yo me dirigía a casa, como ya he dicho,
y dentro de un cajero, un grupo de tres hombres, de fisonomía joven, golpeaban un bulto en el suelo. Mi primera reacción resultó ser la parálisis, nunca
pensé en presenciar algo así, el grado de contrariedad que me invadía me inmovilizaba, sentía que no era posible estar presenciando una paliza, como si tuviera que dejar pasar unos cuantos segundos o minutos de observación, para cerciorarme de que no era una broma, o sólo un malentendido. Un margen temporal para dar cabida al miedo que azotaba desde la primera hasta la última de
las neuronas de mi acelerada cabeza.
Puede que mi depresión me influyera, mermando mis sentidos, o quizá
fuera el vino….
Mi vida transcurría felizmente, hasta un punto muy concreto, haría como
año y medio. Resulta difícil de explicar el por qué la mayoría de las desgracias tienen su origen en algo sin importancia, para luego dar paso a una serie de
hechos, que se van desencadenando lenta y trágicamente, casi es posible anticiparse en el tiempo y conocerlos antes de que ocurran, pero en ningún caso se
pueden evitar. Una vez se inicia la catástrofe, sólo queda asistir a ellos como
quien ve su propia muerte en una película. Valoramos a la persona por lo que le
rodea, lo que tiene, desde su apariencia física hasta el número de ceros que componen su cuenta bancaria. Qué gran pecado del hombre: desechar laboral, sen-
21
timental o humanamente a alguien porque está gordo, es feo, o raro. Cuánto
habremos dejado de aprender, en términos de profundidad humana, de toda esa
gente. Y con el dinero otro tanto de lo mismo. No nos referimos a alguien como
“Ése es Pepe, el honrado” o “Esa chica es hija del bueno de Gutiérrez, siempre
está cuando le necesitas”. Decimos “Es el dueño de….” o “Trabaja de…, está
forrado”. Tanto lo oyes, tanto te lo aplican y tanto lo aplicas, que claro, te lo
crees. Eres lo que tienes, si pierdes lo que tienes, no eres nadie.
Ese fue mi caso. A mis 38 años, empresario conocido en la ciudad, con un
patrimonio tan importante como merecido, construido desde la nada, y con
enormes dosis de sudor, de apuestas, de riesgos, muchos aciertos y menos fracasos, jamás pensé que mi vida podría derrumbarse, como una gran torre
gemela, en un cielo de edificios que imponen su ley, y que parecen reírse en el
derrumbe: ¿Y tú eras la torre más alta de Nueva York?
Cuando logré sobreponerme a la parálisis, me fui acercando al cajero muy
lentamente, casi de puntillas, por un lado motivado por el miedo (el verdadero
monarca de la Historia, desde los romanos, hasta nuestros tiempos, pasando
por Inquisiciones, infiernos e Imperios: el dichoso miedo) y por otro lado todavía con residuos de las dudas, de mis ganas de que aquello no fuera una desagradable demostración gratuita de violencia.
Pero sí, lo era. Los jóvenes asestaban puntapiés al mendigo a un ritmo frenético, enfermizo, buscando las partes sensibles (cabeza, genitales y articulaciones). Los gritos de la víctima violaban los principios físicos y químicos que deberían hacer al cajero insonorizado. A cada golpe, un gemido desgarrador. Nunca
en mi vida he sentido esa sensación, el horror en mi vientre, mi corazón y en
mis piernas, que temblaban como jamás lo habían hecho, amenazando mi estabilidad vertebral y la dignidad de mis pantalones, cada golpe a la víctima era un
aumento de presión en mi vejiga.
No había tenido esa sensación ni siquiera en el lento hundimiento de mi
carrera personal y profesional. Una mala decisión, delegar un proyecto de vital
importancia en mi segundo, un auténtico buitre, un genio de lo financiero.
¿Cómo no se me ocurrió valorar que sería capaz de usar sus habilidades contra
mí, pese a que fuera yo su valedor, su amigo, un jefe que le tenía un aprecio gestado en lo profesional y prolongado a lo personal? Me creía demasiado listo,
contando con un demonio en mis filas, y en realidad resulté ser demasiado tonto,
queriendo creer que la mayoría de la gente que es capaz de mostrar codicia, interés y malas artes en su faceta profesional, resultan no serlo en lo personal, como
si fueran supermáquinas con control de valores, sentimientos y actitudes.
El caso es que en apenas dos meses, perdí la jerarquía y el control de lo que
era mío, de todo lo que había construido, no sólo me arrebataron la empresa,
22
sino mi trabajo en ella también. Incapaz de llegar a mi casa, sintiéndome fracasado, y mirar a los ojos a mi mujer, para explicarle cómo lo había perdido todo,
precisamente a manos de la persona de la que ella más había recelado siempre,
y de la que me prevenía constantemente, vendí las pocas pertenencias que me
quedaban, y traté de ser genial, de demostrar que nadie podía conmigo, que
había fracasado pero que podía levantarme yo solo. Reconstruirme como torre
gigante y desde la presión atmosférica mareante de mi azotea reprender con
dureza y vengarme de las torrecillas que habían osado traicionarme, reírse de mí,
darme de lado. Me empeciné en ser tan patético como cualquiera otra persona,
me obcequé más en mi amor propio y mi orgullo que en salir de la situación.
Tras invertir desafortunadamente lo poco que me quedaba, pasé de no
tener nada a deber mucho. Durante casi 4 meses viví en mi casa fingiendo ir a
trabajar por la mañana, con una presión que debe haberme arrebatado unos
cuantos años de vida en salud. Presión que se tradujo en tensión, y ésta en fricción. Peleas y más peleas.
Pues ni en esa situación sufrí jamás el terror que en estos momentos me
sacudía, como una hoja un día de viento huracanado y violento, poniéndome
en evidencia ante mí mismo. Uno de los jóvenes sacó una lata de gasolina. Se
disponían a quemarlo vivo.
Finalmente decidí entrar al cajero. Sujeté temblorosamente la manecilla de
la puerta, mientras me esforzaba en auto-convencerme del papel de seguridad
que debía interpretar, entrando violentamente y diciendo alguna frase idiota
que me sugerían las cientos de películas de ciencia ficción que había visto, algo
como “¡¡que pasa aquí!!”, o “¡¡alto, policía!!”, algo que detuviera lo fatal.
Lo fatal, que me dijeran a mí lo que era fatal. Tras mi hecatombe profesional, vino la personal. Las fricciones se transformaron en peleas, y las peleas en
crisis. Me vi separado de mi mujer, alejado de mis hijos y muy solo. Muy decepcionado con el mundo. Sin lugar donde dormir, cogiéndome grandes borracheras, y despertándome cada mañana con lágrimas, con sabor a alcohol en mi
boca seca mezclado con el sabor del fracaso, del que se da cuenta, demasiado
tarde, de que el dinero era sólo papel, hasta que lo conviertes en algo más, y
hundes tu vida, te hundes tú, aferrado mentalmente a los billetes que ya no son
tuyos, que pueden que nunca lo fueran, que en realidad no son de nadie, sólo
te visitan, circulan por el mundo como una peste, pervirtiendo, engañando,
generando ilusiones y decepciones.
No hizo falta que abriera la puerta. El ruido de una sirena impidió que los jóvenes siguieran golpeando al mendigo. Salieron dándome un empujón, y corrieron
calle abajo, desapareciendo de mi vista. Me fijé en el cajero, no tenía cámara de
televisión, probablemente los valientes encapuchados fueran a quedar impunes.
23
¿Quién tiene la culpa de todo esto? ¿Qué les pasaba por la cabeza mientras le golpeaban? ¿Es cierto eso de que para ciertas personas, no existen los
sentimientos, y son capaces de justificar la violencia, completamente convencidos de que su ideología religiosa o política es un argumento válido? ¿Existe
acaso un solo argumento que justifique la violencia? Cuando un terrorista asesina por la espalda, y presume de brindar champagne, ¿se alegra en realidad?
¿Así es el mundo? ¿Somos nosotros los culpables de todo? ¿Es un terrorista, o
un nazi, incluso el propio mendigo, un producto generado en una larga cadena de producción, en la que todos y cada uno de nosotros, por acción o por
omisión tomamos parte?
Yo mismo me había ido degradando, en la última semana había pasado de
dormir en una pensión miserable, a dormir en la calle, incluso en bancos o entre
contenedores, como el mendigo al que acababan probablemente de matar. El
vino me acompañaba permanentemente, y me había granjeado a pulso la indiferencia a la que todo mi entorno me sometía.
Decidí acercarme al cuerpo inerte. El charco de sangre anunciaba lo trágico,
lo irreversible. Sentí realmente lástima, más de la que nunca había experimentado.
Una lástima que nacía en la tragedia que acababa de presenciar, pero que se prolongaba al mundo entero, a lo que somos. Lástima por él y lástima por mi también.
Y plantado delante, como un imbécil, esperando a la policía, sintiéndome
parte de los hechos, surgió en mí la necesidad de voltear el cuerpo, que yacía
bocabajo, para verle el rostro.
Y al hacerlo me vi a mí.
Amoratado, sangrando por todos lados, y muerto. Muerto. Para siempre.
Y recordé el último tramo de mi miserable existencia, de cómo entré borracho
al cajero, huyendo de los perros que no me dejaban dormir tranquilo en la calle.
De cómo entraron los tres salvajes y comenzaron a golpearme, de cómo cada
impacto del bate de béisbol me sugería una reflexión, estando ya más muerto
que vivo. Y creí sentir un dolor enorme por todo mi cuerpo, de roturas de huesos, derrames internos, y dolor de alma. No entendía nada. Vi a mi mujer y a
mis hijos acercarse al cadáver llorando, y me di cuenta de que no odiaba al que
me había traicionado, no odiaba al mundo, ni a los energúmenos que acababan de asesinarme, sólo sentía un odio irrefrenable hacia mí mismo. Porque yo
era responsable con mi contribución al mundo, de favorecer, o no impedir, en
miles de situaciones, el deterioro del mismo. Porque indistintamente de que me
traicionaran, no supe valorar lo importante, y también porque en definitiva culpar a los demás, más allá de estar o no en posesión de la verdad, es la excusa
primera cuando se tiene miedo de perder lo que es tuyo. Pero cuando estás
muerto ya no tienes ese temor, y asumes tu culpa. Y yo, estaba muerto.
24
Amparito
José María Amigó García
Seleccionado
25
Loli fou el meu amor impossible. Quan la vaig conèixer, tot just li arribava als pits, però la impossibilitat a la qual em referia no era anatòmica sinó,
més aviat, psicològica. I és que Loli no només era més alta que jo, àdhuc
tenint la mateixa edat, sinó que era molt més madura, per a la cual cosa (dit
siga de passada) feia falta molt poc. Va ser veure-la amb la seua cabellera al
vent, amb els seus vaquers foradats, amb els seus dos clotets en les galtes
quan somreia, i caure fulminat pels seus efluvis, com després em va ocórrer
amb Amparito. Aquell va ser el primer estiu que Loli va vindre amb la seua
família al poble a passar les vacances estivals i, va voler la casualitat, que
isquera amb la meua cosina Ana i la seua colla d’amigues. Jo, en canvi, vaig
veure en açò la mà del destí. Així, doncs, vaig començar a seguir-la amb la
bicicleta, a visitar als meus oncles per si ella estava amb la meua cosina, a
posar la meua tovallola en la platja davant de la seua urbanització, sempre
amb la intenció de facilitar al destí la seu noble i justa causa. Però els dies
transcorrien i els meus diàlegs amorosos amb Loli no passaven de “hola!”. El
meu amic Pere reia de la meua desgràcia i em deia que les xiques de la capital no eren per a nosaltres, els xics de l’horta, que eren aus de pas i totes
aqueixes coses que es diuen per a fastiguejar al proïsme. Però jo no li feia cas:
la meua Loli era distinta. Al final, quan ja veia amb angoixa com s’estava acabant Agost i s’acostava inexorablement el retorn de Loli, em vaig armar de
valor i li demaní a la meua cosina el seu número de telèfon.
–Si, diga’m?
–Loli, volia dir-te que estic boig per tu; eres el amor de la meua vida.
–Sóc la seua germana –va contestar una veu burleta–. Espera, que vaig a
cercar-la.
Ací mateix va naufragar la meua imaginada història d’amor amb Loli.
Supose que era una història sense futur des del principi. Amb el temps, Loli es va
comprar un apartament en la platja i ara és ella la que ve a estiuejar amb els seus
26
fills. De tant en tant la veig pel passeig marítim amb el seu marit i els xiquets, i
la mire furtivament des de la distància. Ella retorna la mirada amb complicitat –o
això és el que em sembla a mi. Serà feliç? Qualsevol dia d’aquests la tornaré a
cridar per a preguntar-se’l.
***
Neus va ser el meu amor cinèfil. Estava ja en la universitat i ara eren les
xiques les que m’arribaven a mi pel pit. Neus tenia un aire intel·lectual, amb les
seues ulleres amb muntura de pasta negra i els cabells curosament despentinats. Li agradava el cinema d’autor, aquest que tomba de pur avorriment, si bé,
de tant en tant, posaven una de Woody Allen. Li entusiasmaven els plans impossibles, els travellings interminables, els zooms sense misericòrdia. Encara em dol
el cul quan pense en les hores que passí en la Filmoteca Nacional, esperant que
s’encengueren les llums, per a després haver de passar-me altres tantes hores
d’exègesis sobre les claus críptiques i oníriques del director de torn. Les havia en
blanc i negre, subtitulades i fins i tot mudes. Damunt, no em deixava fer-li
carantoines durant la projecció per si es perdia una mica important –Amparito
si em deixava. Estava doncs clar que la nostra relació no podia tenir un final
feliç, a l’estil de les pel·lícules d’Hollywood, sinó un final dolent à la nouvelle
vague francesa. El The End arribà per telèfon: em deixava pel acomodador de
la Filmoteca, un xicot malfeiner que es passava el dia assegut en l’última fila,
veient una vegada i una altra el mateix rotllo, mai no millor dit. La veritat és que
no em va saber greu, si bé encara em pregunte com va començar aquella relació, si el acomodador es passava la vida en el cinema i jo sempre anava allí amb
Neus, encara que (ho confesse) la majoria de vegades només per a dormir.
Entretant, l’edifici de la Filmoteca va ser derruït i, en el seu lloc, s’alça ara
un bloc de pisos. No obstant això, quan passe per allí, encara m’acorde de Neus
–què haurà estat d’ella?
***
Amb Conchi, el meu amor tel·lúric, la cosa va ser distinta. Si Neus olorava a
tapisseria raguda de sala de cinema, Conchi olorava a camp, a suor i li agradava
la vida a l’aire lliure, com a mi. Tan semblants érem en algunes coses que, al poc
temps d’estar eixint amb ella, em vaig dir que aquella xica anava a ser la definitiva. En altres coses, al contrari, érem molt distints. Em molestava, per exemple, que
deixara sempre el tub de pasta de dents fet una garrofa, en lloc d’estrènyer-lo de
baix cap amunt, com feia Amparito. Va ser una època en la qual vaig perdre tot
27
el greix que havia acumulat en les meues contínues visites a la Filmoteca amb
Neus. Quan no tocava eixir amb la bicicleta, era una excursió a la serra o, simplement, traure al gos. Ah, si!, quasi m’oblide de dir que Conchi tenia un gos de raça
barrejada, que s’anomenava “Grrr”. La de vegades que ho hauré tret a pixar els
cantons del barri! Al final em vaig encapritxar tant amb Grrr, que la seua companyia va ser l’única cosa que vaig trobar a faltar quan ens vam separar.
***
Després de Conchi va arribar a tota velocitat Chon, el meu amor turbo.
Aquella xiqueta era un grapat de nervis. De la classe d’alemany, a l'acadèmia de
matemàtiques. Del gimnàs, a la piscina. Del club de tennis, a la discoteca. I jo
fent sempre de taxista. Chon, filla, tira el fre, li deia, que encara eres molt jove.
Chon, xiqueta, estàs passada de revolucions, li repetia, vas a agafar un batistot
quan no t’ho esperes. Chon, nena, que t’estàs quedant molt flaca, mira que la
vida són quatre dies mal contats. Fins i tot li preparava carmanyoles amb entrepans de butifarra i donuts de xocolata. Em va deixar per paternalista.
–Paternalista?
–Si, paternalista. Et comportes com si fores mon pare.
–Si de cas, com ta mare.
Fins a llavors m’havien deixat per avorrit, fava, borinot, ... però mai per fer
de pare. Si l’única cosa que jo volia era tocar molles en lloc d'ossos! Quan l’hi
vaig contar a Amparito, no l’hi podia creure. Quina gràcia, la Chon!
***
Pili fou el meu amor més fashion. La vaig conèixer quan estava ja en el
quart curs, poc temps abans que ella s’anara com estudianta Erasmus a Milà,
perquè volia estudiar de prop el disseny italià. Jo mateix la vaig dur a l'aeroport
i allí, davant del control de passaports, ens vam prometre amor etern. Mai abans
havia escrit tantes cartes, ni mai després he tornat a escriure tantes, excepte,
clar, per a Amparito. Tots els dies li escrivia religiosament una carteta que després duia, no menys religiosament, a la bústia del cantó. I els dissabtes, la cridava per telèfon –una veritable ruïna! Al principi, ella responia també amb assiduïtat i semblava trista quan la cridava. Després de Nadal les seues cartes van
començar a arribar més espaiades, però la seua veu sonava més alegre al telèfon: “ja falta menys”. Per Pasqua les cartes van deixar d’arribar i mai estava a
casa quan la cridava. Per una amiga argentina seua vaig saber que pensava quedar-se’n un segon any i, segurament, un tercer i fins i tot un quart,...
28
–Comprendés?
I tant! Estava més clar que l’aigua, així que em vaig venjar amb l’amiga,
Graciela Fernanda, abans que aquesta regressara a la seua enyorada Buenos Aires,
quina llàstima!, perquè volia aprendre a ballar el tango. Ja mai no vaig tornar a
saber d’elles, però encara m’acorde de Graciela quan escolte un bandoneón.
***
Michelle va ser el meu amor estiuenc. La vaig conèixer en l’inevitable curs
d’anglès a Irlanda. Era francesa, de París s’entén (d’on si no?), i, al contrari que
amb Amparito, vaig saber des del principi que el nostre romanç tenia data de
caducitat, no perquè el curs només fora a durar un mes, sinó perquè Michelle
tenia un accent insofrible. “Michelle, ma belle”, li vaig dir recordant la cançó
dels Beatles, “I love you, I love you, I love you”, però no em va creure, no sé per
què. Aleshores li vaig ensenyar algunes cançons tradicionals en Valencià, com
ara “La manta al coll i el tabalet” o “Ramonet si vas al hort”, però en la seua
boca sonava tot en francès. Michelle em va ensenyar que totes les llegendes
que es conten de les franceses són certes. Com no podia ser d’altra manera, es
va acomiadar a la francesa, és a dir, sense dir “goodbye” ni tan sols “au revoir”,
però va ser bonic mentre va durar. “… I will say the only words I know that
you’ll understand, my Michelle …”.
***
A Eva li proposí fugir a una illa deserta el mateix dia que la vaig conèixer.
–Jo seré el teu Adán –li vaig dir fent-li l’ullet.
–Ja no queden illes desertes –va replicar ella.
Tal falta de romanticisme no anunciava gens bo, però jo m’agafava a la
il·lusió que Eva era una dona pràctica, no debades treballava en una agència de
viatges. A Eva li agradaven les begudes sense calories, el cafè descafeïnat amb
sacarina i les cançons de Mecano, com a Amparito. El nostre Jardí d’Edén es va
reduir a un paquet turístic per a dues persones a Eivissa, que incloïa avió i hotel
de tres estrelles. Si haguera de posar un qualificatiu a la meua relació amb Eva,
diria que va ser el meu amor light.
***
Puri, la filla del farmacéutic, fou el meu amor platònic. I és que, com ja
haureu notat, tinc un cor que no em cap en el pit. Havien passat ja molts anys,
29
des de fins i tot abans de conèixer a Loli, quan la vaig tornar a veure pels carrers
del poble, feta una bellesa. En aqueixos anys, ella havia acabat el col·legi a
València i estudiat Farmàcia a Madrid amb notes excel·lents. Puri s’acordava
molt bé de mi i em va preguntar pels meus plans de futur. Quins plans?, anava
a respondre-li, però no em vaig atrevir, així que em vaig inventar una història
plena de condicionals i subjuntius. Ella, en canvi, sabia perfectament què volia:
treballar en la farmàcia familiar, guanyar diners, viatjar,... “en fi, tot això”. A
partir de llavors, jo no desaprofitava ocasió per a anar a la farmàcia, però la
majoria de vegades estava només el pare o em despatxava la dependenta que,
per cert, també s’anomenava Amparito.
–I Puri?
–Està a València fent un curs.
Alguna vegada vaig tenir la sort de trobar-la, però el veure-la allí, amb la
bata blanca inmaculada, en aquell ambient estèril amb olor a desinfectant, em
matava el “gusanillo”. M’acordava llavors d’algunes frases cèlebres de Woody
Allen sobre la passió i el morb, que era l’únic pòsit cinematogràfic que encara
em quedava de les meues vesprades amb Neus en la Filmoteca. Mentrestant,
amb tantes anades i vingudes a la farmàcia de Puri, jo anava acumulant tot un
magatzem de pastilles en el fons del meu armari. El final d’aquest amor asèptic, entre cotons i pastilles juanoles, era del tot previsible. Puri es va casar amb
un farmacèutic d’un poble veí i van perpetuar l’espècie.
***
Després van arribar Paqui i Roser i Mari Pepa i Pepa Mari i ... ja no m’acorde de quantes més, però cap va ser com Amparito. I cap ho serà.
30
La mujer del Cha-cha-cha
Juan Manuel Berná Serna
Seleccionado
Por fin es sábado por la noche y voy a salir de fiesta con los colegas. Voy a
ver si encuentro a alguna zorrita que me arregle el cuerpo. Necesito descargar.
Casi una hora en el baño y todavía no he terminado de arreglarme. Que mal si
fuera mujer. La cresta al estilo de El canto del Loco me está quedando de puta
madre. Esta noche cojo seguro.
Me dirijo al centro a empezar la ruta y tomar unas copas. Me detengo en
el garito de siempre. Un tapón de burbon para calentar mientras van llegando
los otros. Me suena el móvil. ¡Mal rollo! Los cabrones estos que han quedado
en otro sitio unas cuantas calles más para allá. Pago y me voy, pero antes saco
un paquete de tabaco de la máquina expendedora y enciendo un pitillo de
camino al otro garito.
Ya en la calle me dirijo a La Salamandra, el nuevo lugar de encuentro. Pienso
en llegar pronto y no tardar, con lo cual mi cabeza está pensado en como atajar
callejeando. De camino paso por un callejón en el que hay un pafeto que llevaba
tiempo sin entrar: desde mi penúltima ó antepenúltima ex, Laura, María, da igual,
alguna golfa… el caso es que me llama la curiosidad, y entro. El bar de copas estaba cambiado. Ahora tenía un aspecto muy ochentero. Tipos con chupas de cuero
y pantalones ajustados. Mujeres con mucha laca y yo, con mi chaquetón fuera de
lugar. Me dirijo a la barra y me pido un Cuatro Rosas, dicen que es lo que bebía
Marilyn, con naranja, lo de siempre para empezar con buen pie la noche.
El local está todo decorado de carteles de conciertos de la época, Del
ochenta y uno, del ochenta y cinco, de muchos conciertos. De Glutamato e
Ilegales, de Seguridad Social, de Gabinete y Danza Invisible, Mama, y no se
cuantos conciertos más. ¡Vaya colección de carteles y fotografías tenía el dueño
expuestas! En alguna de esas fotos está el camarero de la barra, unos años más
joven, con alguno de esos artistas. Aún conservas las patillas de hacha, pero el
tupecillo se perdió inversamente a como se ganó su barriguita cervecera.
Enciendo un cigarrillo y me siento en uno de los taburetes que quedan
vacíos al lado de la barra. En la música de ambiente esta terminando de sonar
32
A quién le importa de Alaska y Los Pegamoides y empieza a sonar La culpa fue
del cha-cha-cha de Gabinete Caligari. Excelentes temas para acompañar a un
burbon aguado. Bien es verdad que parece ser que me encuentro en una catedral de la música española de los ochenta. Esta puta música me suena a mi hermano Toño, que lo encontraron muerto en un portal con una jeringa en la vena,
y me está cortando el rollo. Me estoy poniendo de una mala virgen... hasta el
camarero se parece a mi hermano, le quiero ver las mismas patillas, el tupé con
laca, los ojos enrojecidos…
Con los primeros compases, una morena despampanante sale del final de
la barra, donde estaba bebiendo chupitos de DYC que se servía ella misma de
la botella, y se mueve sensualmente al ritmo de la música verbenera. Su trasero, forrado de cuero negro, alguna talla menos, se mueve a derecha e izquierda marcando el compás del ritmo latino a golpe de cadera.
¡Cómo se mueve la cabrona! Llevaba la música corriendo en la sangre y
ese bamboleo, de generosa carne, me estaba poniendo un poco burro.
Ella se ha dado cuenta de que le estoy mirando el culo (no hay demasiada
gente bailando en el bar y he quedado al descubierto), y me mira ella también
con todo el descaro de unos ojos oscuros pintados de negro, casi provocando, al
tiempo que parece sonreír con unos labios rojos también muy pintados.
Cuando acaba el tema se va al sitio de donde había salido y se bebe otros
dos chupitos de güisqui de un trago, sin dar tregua a la botella. Yo bebo un
largo trago de mi burbon con la idea de que así apague un poco el calor que
me está recorriendo desde el estómago hasta la entrepierna. Por culpa de esa
mirada, de esos ojos.
No había terminado mi segundo trago cuando la morena aparece a mi
lado sentada en un taburete, que curiosamente, hacía unos instantes estaba
ocupado por un tipo con chupa de cuero y barba cana, La cosa pinta bien a
corto plazo. Lleva un chupito en la mano, que bebe de un trago, y me invita a
que tome otro que había dejado justo al lado de mi vaso. Me pregunta si quiero invitarla a otro güisqui. Yo bebo el tapón de un trago también y llamo al
camarero de las patillas para que ponga otros dos más.
La invito a uno, a dos, a tres, a otro y a otro y a no me acuerdo cuantos
más. ¡Cómo aguantaba la culona! Después de no se cuantas copas me dice
que va a contarme una historia, la de una promesa que no le habían cumplido nunca. El caso es que ya no me gusta, no tengo ganas de aguantar brasas
de nadie. Yo lo que quiero era hincar y ya está, y no historietas de colgada.
Como me ve la cara que pongo, me dice si nos tomamos otra copa en su apartamento, para animarme. Y como es de imaginar la cara me vuelve a cambiar.
Creo que soy bastante previsible.
33
La señora estaba muy bien para los años, que en principio, le echo, pero
hasta que no lleguen las distancias cortas no estaré seguro de nada, total a
oscuras todas son más o menos igual, con lo cual me importa un carajo la edad;
¿y su escote? visto desde arriba, impresionaba al más templado. Una hucha perfecta. Yo no se que hacer, si seguirle la corriente y después disponer de un polvo
fácil y en una cama, que eso se agradece (fácil y sencillo es lo justo), o quitarme a esta borracha de encima antes de que me canse demasiado y me arruine
la noche. Aunque… el asiento de mi coche no habría estado nada mal, pero por
culpa de esta mierda de amigos que tengo no hay manera. Todos quieren
ponerse hasta el culo de copas y siempre me toca a mí conducir. A tomar el
coche. Todos a puto pie.
Me vuelve a sonar el móvil. Lo miro. Son los colegas. Seguramente ya están
todos en La Salamandra privando de lo lindo y yo aquí con esta señora aguantando historias de falsas promesas. Ya llego tarde.
“El patillas” del camarero se mueve con destreza detrás de la barra sirviendo copas a los pocos clientes que a esa hora hay. Es temprano todavía para que
llegue el mogollón de la peña.
Dejarme querer es algo que me encanta y el plan promete para triunfar.
Ese escote ha disipado todas mis dudas, por lo que prefíero seguir pagando
copas y asediar a la mujer que tenía delante para que luego no me cueste
demasiado el premio.
Salimos del garito con rumbo definido a su apartamento, que se encontraba unas calles más arriba, dentro del intríngulis de callejas del barrio antiguo.
Vamos los dos muy acaramelados, y envueltos en arrumacos, con un cebollazo
del quince en el cuerpo y entretenidos en nuestras preliminares. Ya veremos
luego por donde sale el tiro.
Sí, el apartamento era como la casa de Gila: hay que quitar la silla para abrir
la puerta, pero dentro era increíble; era un mausoleo en honor a Jaime Urrutia
(el de Gabinete Caligari); fotografías y posters en la pared, los vinilos del grupo
expuestos en estanterías, los cedes del solista. Era increíble que aún existiera ese
fervor por un tío. Mal rollito todo esto. ¿No será una sicópata asesina de esas de
las pelis americanas? La mujer se dirige a una esquina, que parece ser la cocina
del apartamento y trae una botella empezada de DYC y dos vasos de aspecto
lagrimoso. Esta mujer tiene un problema muy gordo con la bebida.
Empieza a contarme una historia de una promesa incumplida que le hizo un
hombre una vez a cambio de una gran noche (un mierda lo llamaba ella). Un
mierda, que antes fue un hombre, le había prometido que le escribiría una canción; pero eso se lo dijo antes de pasar la noche con ella, ya se sabe eso de prometer hasta meter y después de metido nada de lo prometido. Y ella lo creyó,
34
pobrecilla, era muy joven e impulsiva me dice. Parece ser que el fulano, y creo
que es él de las fotos, después de la celada se fue y no volvió ni tampoco cumplió la deuda contraída en su noche de amor. ¿A qué se me jode el negocio?
La mujer se levanta del sofá y se dirige a un mueble donde había un tocadiscos y coge el disco de Al calor del amor en un bar, y lo pone. A la hora de
dejar la aguja no acierta a la primera, y es normal que herrara después de tanto
alcohol. Cric, cric, cric, el vinilo está muy picado por el uso, pero aún suena brillante. Moviéndose al compas de la música vuelve al sofá junto a mi, y me mira
con esa mirada que tanto me había puesto en el bar de antes.
–Me alegro de que Teresa lo dejara. Es un cabrón sin honor–
Resultaba increíble la borrachera que tenía la señora porque un tío le echó
un polvo, una noche hace mil años, valiéndose de una mentirijilla y dice que no
tiene honor; honor fue el que tuvo el tipo este de poseer a una jaca como esta,
porque la señora con veinte años tenía que impresionar. ¿Y qué? ¡Vaya tontería acordarse de él! Por lo menos se llevó algo. Yo he invertido en güisqui y me
temo que es muy posible que no saque nada en claro.
Al poco suena el mismo tema del bar que ella bailó y me dijo que se iba al
váter; yo, por su puesto, le dije que la esperaba y mientras ella desaparecía tras
la puerta del inodoro. Me bebí el contenido de mi vaso de un trago y me hice
a la idea de lo que me venía encima. No me estaba sentando bien, no tengo
costumbre de beber esto.
La mujer no vuelve, está tardando demasiado, y eso me mosquea. Miro
hacia la puerta, pero no se abre. Me echo otro vaso de güisqui y bebo un trago.
Cuando vuelvo a mirar a la puerta del váter ésta estaba entreabierta. La mujer
se encuentra bailando, al lado del tocadiscos, la canción que tanto le gustaba.
La miro y ella me mira. ¡Dios que movimientos! Me levanto del sofá como
puedo y me pongo a bailar a su lado, muy cerca, tan cerca que notaba como
sus pechos rozaban mi torso, ya muy en tensión.
Por desgracia para mí se acaba la cara del disco bailando con el clic, clac y
la mujer me dice que lo ponga de nuevo. Me acerco como puedo hasta el tocadiscos, dejo el vaso en el mueble y con mi mejor pulso coloco la aguja al principio del disco, empezando a sonar de nuevo la canción de Gabinete.
–Este disco, creo que lo tenía mi hermano. Lo dejó en casa de mis padres
cuando se fue a vivir con su novia–
Su recuerdo me está pasando factura. Tan alegre con sus botas zapatones
de doble suela y su inconfundible tupé; tan, tan… vivo, y desde que lo dejó
aquella ya no fue el mismo, cambió y cambió hasta que se acabó ¡Malas todas!
¡La mujer ya no está!. Ha desaparecido. La morena ya no esta bailando a
mi lado la canción, ni sus tetas tampoco. La puerta del apartamento esta abier-
35
ta de par en par. Se ha ido la muy zorra. Salgo corriendo escaleras abajo y tropiezo en el último tramo, bajando los escalones dando vueltas hasta parar en el
rellano, golpeando con la cabeza la pared más próxima.
Me dirijo corriendo hacia el garito de antes. Tengo la corazonada de que
allí está la mujer. Cuando entro en el pub intento relajarme y no parecer muy
alterado; la respiración se me entrecorta y la cabeza me duele más si cabe.
Estaba sonando la misma puta canción que en el apartamento. Miro hacia un
lado, miro hacia otro, pero no la veo. Me dirijo hacía la barra de nuevo, como
la otra vez, y me pido otro burbon con naranja. El camata me mira como diciendo si no tenía bastante con todo lo que llevaba encima.
Miro y miro pero no veo nada, hasta que me fijo en la esquina de la barra
de antes. ¡Joder, no podía ser en otro sitio! La vi. Está bailando como la primera vez. La mujer del cha-cha-cha estaba bailando con otro tipo. Me mira ella a
mi y luego me quedo mirándola a ella. Seguía bebiendo chupitos de DYC. ¿Qué
hace? ¿Le dice lo golfa que era?... no, seguro que no. Me quedo pensando si
le está contando la misma historia que a mí me contó. Está bailando con un tipo
alto que vestía americana clara, y pantalones negros de pitillo. ¡Es el mismo tipo
que había en las fotos que tenía ella en su apartamento!. Es él de la promesa.
¿Habría venido a cumplirla? Es verdad lo que me contó. Me río de mi propia
estupidez. Ha cumplido su sueño. Me quedo mirándolos y ellos, agarrados por
las manos, me miran a mí riendo.
Me vuelvo hacia el camarero y le digo que se cobre la consumición mía y
las de la pareja que está bailando al fondo, junto a la barra.
–¿Qué pareja? No hay nadie bailando –Me contesta, el patillas, con no
muy buenas formas, pensará que estoy cocido.
Al darme la vuelta veo que la mujer me seguía mirando y el cantante también. La cara de felicidad que tenía esa mujer lo decía todo. Me guiña un ojo con
mucha picardía y salen los dos, de la mano, del garito. Cuando me volví hacía el
camarero observe como este le decía al otro clientes que yo estaba borracho. Le
cojo el cambio y salgo de allí en el menor tiempo posible para dirigirme a casa;
se ha acabado la noche para mí. Me encuentro nervioso. Jamás me ha pasado
una cosa así. Será debido al güisqui de garrafa, no sé. Cuando me encuentro en
el quicio de la puerta escucho la frase palabra de honor en la música de ambiente que estaba sonando en el local. Eso es. Ha cumplido su palabra.
36
En la pólvora de la noche
Alejandro Bernabé Lavado
Seleccionado
37
Una fuerte lluvia está limpiando el barro de mi frente. El estruendo del
agua me impide escuchar con claridad los disparos que se presienten a lo lejos.
Una soledad desconocida me está visitando en estos momentos, inoportunamente, sobre la carne rota. Tal vez sea el momento de huir, no veo salida ante
estas cortinas húmedas y ante este cansancio que se apoderan de mí sin pedir
permiso. Quizás hayan muerto todos los demás. Me asusto al comprender con
qué frialdad esta idea me ronda la cabeza, como ese pensamiento me invade
sin reservas y yo no hago nada para destruirlo. Todos los muchachos tal vez
estén atravesados por una bala, desangrados, o lo que es peor, agonizantes
ante un rostro desconocido al que piden compasión. Pero debo hacer un último esfuerzo. Si consigo subir a esos cerros podré orientarme y realizar una retirada segura, llegar al campamento.
La luz refuerza con intensidad la pintura de los toboganes. Son las doce y
media del mediodía y el parque está repleto de niños con sus madres. De
forma más discreta, en los bancos que van a dar al callejón, un grupo de adolescentes fuman y ríen despreocupados del cielo que les cobija. Reina en este
lugar un sereno griterío, como si toda la vida hubiese sido así, como si todas
las mañanas siempre hubiesen tenido ese sonido estridente y claro. En un
columpio de pequeñas dimensiones, un niño pequeño, de ojos castaños y pelo
oscuro, juega distraído. Debe tener cuatro años. Me recuerda a alguien. Es
estúpido pensarlo, debe ser el calor que me está aturdiendo la cabeza. El niño
clava de improvisto sus ojos en mí. Me asusto ante su directa mirada. Parece
que me esté reflejando en un espejo. Qué estupideces tiene la nostalgia –pienso mientras me doy la vuelta– Juraría que se parece a mi hijo, aquél que inexplicablemente hace tiempo que no veo.
En el cielo las estrellas palpitan llenando de sombras la noche. Faltan
algunos minutos para que sean las seis de la madrugada, para que todo el
pelotón despierte y se prepare para los quehaceres cotidianos. Se oye un
pequeño crujido de alguna litera cercana, quizás la de García y Fernández, a
38
tenor de la dirección y la intensidad de ese molesto ruido. Intuyo que no soy
el único despierto en este cuarto húmedo, con su improvisada techumbre en
mitad de la nada. Seguramente haya alguien más incapaz de conciliar el
sueño, de hallar descanso en estos colchones de dura piedra, de poder olvidar la cómoda existencia que se dejó atrás hace unos meses. Mi respiración
se ha vuelto de pronto más profunda, más sincopada; mis manos tocan mi
pecho que se eleva y que desciende, sucesivamente como una moratoria
improvisada al alba, tranquilo. Pronto todo comenzará, terrible y hermoso,
como un insondable misterio, de nuevo a latir.
Como una luminosa cavidad, desde el vientre de tu madre, vienes a conocerme, hijo mío. Ahora sólo estás en estos pensamientos que el verano arrastra
como nubes, como ligeras fortalezas en el aire. Veo el rostro de tu madre extremado por la belleza y la violencia que supone tu presencia. Esa verdad que nos
multiplica, que hace honrosos a los hombres ruines como yo. Esa verdad que
viene con un llanto implacable y que se sacia tras beber la fecundidad de su alimento. Millones de veces sucede cada día y nadie da cuenta de ello en las revistas, en los noticiarios, en las conversaciones. Has salido a tu madre, hijo mío.
Esta foto roída por la arena del desierto lo atestigua.
He matado a un hombre. Hace dos minutos. O quizás unas décimas solamente. Nadie puede juzgar a ciencia cierta cuándo muere un hombre, cuándo
su corazón ni siquiera hace el esfuerzo de latir, cuándo su espíritu ha tomado la
decisión de abandonarse. Le miré a los ojos, a los ojos lluviosos y él comprendió que ése era mi trabajo. Él antes me apuntó con su fusil, pero falló. Dios, el
azar, o simplemente que no supo transferir a la bala la profundidad que requería ese odio asesino. El mismo odio que cuelga de mi cuerpo, de mis ojos también lluviosos, como una culpa serenamente aceptada. Era él o yo. Su muerte
por la mía. Como un intercambio de cromos entre niños asustados.
Suena el himno oficial, de una manera algo distorsionada, por la megafonía. La avenida principal de la ciudad, engalanada para la ocasión, acoge a
miles de personas que enfervorizadas presencian el desfile militar. En el palco,
un grupo de personalidades, en las que se encuentran el presidente y el ministro de defensa, se levantan de sus asientos en un gesto de cortesía ante la
bandera del país extranjero invitado al desfile. En ese instante, cazabombarderos, en una armónica danza, trazan en el cielo los colores de la bandera
nacional. En mitad del desfile, con paso firme, camino, entre tanques y soldados de infantería, entre cornetas y tambores, entre uniformes y condecoraciones, algo abstraído en mis propios pensamientos, pero sin perder nunca la
marcha. De vez en cuando miro al público, tratando de hallar a mi mujer entre
el gentío, embarazada ya de siete meses. Al fin la encuentro, tímidamente me
39
sonríe con una mano mientras la otra acaricia su vientre a punto de vivir. Lleva
un vestido estampado de flores blancas y rojas que remarcan su suavidad y la
imagino desnuda como una certeza.
Refugiado tras las débiles paredes de este granero en ruinas, como un
laberinto sin cielo ni puertas, espero mi porvenir. Escucho gritos en un idioma extraño, intuyo que exigiendo una inmediata rendición por mi parte.
Rendición que supondría la tortura, la cárcel, o en el mejor de los casos, la
delación. Pero no es el momento de renunciar. Tal vez tenga suerte, y ayudado por los escombros, por los amasijos y por el ruido de los morteros, pueda
huir de esta ratonera humana. Los segundos se agotan, líquidos, impenetrables, sobre mis poros. Debo trazar ya un plan de emergencia. Las voces están
cada vez más cercanas, sitiándome, golpeando incesantes los picaportes invisibles de este agujero, de esta morada fúnebre. Voces encolerizadas, dolorosas, inteligibles. En uno de mis bolsillos acaricio, preso del miedo, una granada, primero su rugosa superficie, después su impoluta y terrible anilla. De
pronto una lucidez mortal invade mi sudor y mi fiebre. Afuera hay por lo
menos diez hombres armados. –Diez soldados por uno –pienso– sería un
buen intercambio comercial, diez muertes valdría la mía–. Avergonzado de
mi cinismo, vuelvo a tocar ese curioso objeto metálico, esa granada que en
mis pantalones me ha vaciado el alma de ternura. –Pero en una guerra éstas
son apreciaciones carentes de importancia –concluyo suspirando, decido a
acabar con todo de una vez.
Recuerdo aquellos veranos a la orilla del mar. Cómo todo era posible, cómo
el tiempo fluía con parámetros secretos y mágicos. Imágenes borrosas de aquel
entonces golpean mi memoria: la paz de los pinares, los días de pesca, los circos ambulantes con sus carpas rojas, azules y blancas y aquellas mañanas ventosas en las que se prohibía el baño a los turistas. Y especialmente recuerdo
aquellas tardes anaranjadas de septiembre, que en la antesala del otoño, anticipaban las aventuras escolares, el olor de los pupitres, las manchas de tiza en
la ropa, los partidos de fútbol a las siete, los recreos.
He dejado de ver a mi mujer hace unos minutos. Mi rostro ya no puede disimular el cansancio. Dentro de dos meses se producirá un relevo de las tropas en
el frente. Quizás tenga tiempo de conocer a mi hijo recién nacido. Una mezcla
de felicidad y de tristeza me ha subido de pronto al corazón. La gente, agolpada frente a las vallas de seguridad, sigue aplaudiendo sin cesar. Ciertamente, me
siento orgulloso de estar aquí, embutido en este uniforme azul oscuro, entre tantos oropeles. Amo a mi patria. Cada uno lo hace a su manera.
He abierto los ojos, quizás por el efecto anestésico contra el dolor que
el propio cuerpo maltrecho produce. Algo muy profundo me ha partido el
40
alma, en carne viva, casi abierta, como desgajándome. Ahora sólo siento
fiebre, resignación, y cómo la sangre escapa veloz de mis heridas.
Penosamente percibo cómo mana de mí el aliento, la dureza, la cólera
aprendida. También miro mis manos, destrozadas en una mezcla incesante
de pólvora y de agua. Oigo mi pulso subir cada vez más débil, hacía arriba
con un esfuerzo que nunca había necesitado, entre estertores, agonizante.
Creo que esta lucha ya no tiene sentido. El cielo anaranjado de aquellas tardes de septiembre ha vuelto a mis ojos con más claridad que nunca. Quiero
mirar despacio ese cielo, esa aurora gigante que llenó, entre nieblas y días
claros, de sentido a mi infancia.
Un calor pegajoso rodea los laterales de un ataúd. Hay personas alrededor del féretro. Algunas me resultan familiares, terriblemente familiares. Hay
también amigos que hacía tiempo que no veía. Muchas veces me pregunto
qué razones nos separan de aquellas personas que hemos querido y que, tan
pronto como había venido, desaparecen de nuestras vidas. Y de qué manera,
acontecimientos casuales y trágicos, como éste, nos vuelven a unir, sin saber
muy bien el modo de comportarnos ni qué palabras usar. –¿Cómo te va la
vida? ¿Cuánto tiempo! ¿Te acuerdas….?– Uno no puede asegurar entonces si
aquello que se recuerda fue realmente lo qué ocurrió, o si esas personas que
ante ti de nuevo aparecen, tienen que ver algo con aquellas que tú conservas
en la memoria, cuarenta años más jóvenes. Acabo de ver a Juan, el compañero de pupitre al que siempre dejaba copiar en los exámenes, a cambio de un
suculento ejemplar de las magdalenas caseras que hacía su madre. Iré a saludarlo, a preguntarle qué pasa, quién ha muerto. Además tengo ganas de estrecharle la mano. Estoy nervioso.
Diecisiete nuevos muertos en la jornada de ayer. La lucha se ha recrudecido en los últimos días, sobre todo en la parte interior del país, en las montañas.
Se prevé una ofensiva terrestre a la capital dentro de una semana. Las tropas ya
están aproximadamente a cien kilómetros de la ciudad. El general encargado de
las operaciones pide paciencia a los ciudadanos, el número de bajas no debe
interferir en el ánimo de sus hombres. Seguiremos informando.
Me contemplo a mí mismo, tendido en una lujosa caja de madera acolchada en su interior. Al menos así estaré cómodo, en este, creo, eterno descanso. Después de la parafernalia de mi homenaje, me he quedado solo en
esta habitación, afortunadamente. Me amortajaron con coronas, discursos,
parlamentos. Qué absurda ceremonia es ésta cuando uno es el protagonista,
la estrella principal de show. Observo detenidamente mi cara maquillada, mis
ojos cerrados. Ya no llueve en ellos. Parezco no tener calor, pero tampoco
frío. Me viste un impecable traje adornado de medallas de distintas formas y
41
colores. Parezco hinchado, como si me hubieran rellenado el alma de un gas
inerte. Estoy muerto. Verdaderamente muerto. He pensado en hacer una
reverencia como gesto de educación al marcharme, despedirme de la viuda,
pero bien pensado, la idea suena algo ridícula.
42
Quedamos en la Morgue
Jesús Cano Martínez (Nino Rippi)
Seleccionado
43
Los tanques de formol de la envejecida Sala de Disecciones de la Facultad
de Medicina tenían fugas, con los consiguientes perjuicios de seguridad e higiene. Dado aviso al Servicio de Mantenimiento, el Departamento de Anatomía
creyó llegado el momento de reivindicar antiguas necesidades. Sin embargo, el
Sr. Gerente de la Universidad Pandemónica del Arco Mediterráneo (UPAM) estimó conveniente nombrar una comisión al efecto, en la que me vi involucrado
como secretario a su servicio.
“¿Para qué coño se necesita una comisión, acaso no es evidente su deterioro y obsolescencia?” –dijo con gran enfado el profesor Campos Santos, catedrático de Anatomía y encargado de la llamada familiarmente Morgue–.
El caso es que, en cada uno de los citados tanques de obra, cabían amontonados hasta diez cadáveres, uno encima del otro, del sexo, raza, o condición
que fueran, pues la muerte parece igualar a todos finalmente. Lo cual consideraba indecoroso no sólo el concienzudo profesor Campos, sino, también, su
ayudante Remigio Tormos, llamado Igor (léase Aigor) por los malintencionados
estudiantes y profesores de la facultad; y eso que el citado cuidador ya tenía
costumbre de tratarlos con la misma familiaridad que destreza. Pues como él
mismo decía, fijando su mirada roja en ti, mientras mostraba sus dientes amarillos en una sonrisa siniestra: “Algunos llevan tanto tiempo aquí que ya les he
cogido cariño”. No se sabe cuánto.
A los técnicos de infraestructuras les parecía bien sustituir el obsoleto alicatado por un vaso de acero inoxidable, así como las demás medidas de la
demanda histórica del Departamento. Pero éstas suponían un gasto que la
UPAM necesitaba conocer concretamente antes de asumirlo. “En esta facultad
sobran muertos. Con el almacenamiento y preparación de cadáveres y órganos
se pretende la exportación a otras facultades que es necesario regular debidamente” había confesado el Sr. Gerente, un catalán prudente y austero en el
gasto. Por lo cual, los comisionados percibieron lo delicado e importante de la
función de otorgar su visto bueno a tales peticiones.
44
“En el Departamento nos hemos venido acomodando a la precariedad de
las instalaciones, pero es ya notoria la necesaria y urgente modernización y
ampliación de las mismas” –Seguían diciendo los demandantes–. Y en la visita
ocular que la comisión realizó a la Morgue se pudo constatar que el estado de
dichas instalaciones era, en verdad, precario: Se pudo comprobar el alcance y
magnitud de las fisuras en la fábrica de las balsas, una vez que las vaciaron de
fiambres, entre un mar de llanto. “No lloréis, hace mucho que han muerto”,
nos dijo Igor como una más de sus gracias. Pues las lágrimas que todos vertimos se debían a los vapores del formol que dejaban escapar aquellos cuerpos
amojamados y pálidos que no teníamos el valor de mirar. Ergo, primera comprobación: urgía arreglar los vasos; y, a la vez, sustituir el formol diluido al 2%
por otra solución más adecuada, en cumplimiento de las directrices europeas.
El profesor Campos Santos, creía necesaria, asimismo, la ejecución de una
cámara capaz para treinta cadáveres –entre su recepción y su preparación– y para
las grandes piezas diseccionadas. Y nos mostró un almacenamiento inadecuado
en contenedores frigoríficos de cuartos y vísceras humanas (donde se pudo percibir algún bote de cerveza puesto al frío por el desaprensivo ayudante) como
prueba de su urgente necesidad. “En el Arco Mediterráneo más del 60% de los
cadáveres proceden de donaciones de los extranjeros residentes que, siguiendo
las costumbres de su país de origen, no tienen reparo en donarlos a la Ciencia”
–dijo el catedrático–. “Así, los familiares se ahorran de paso los cada vez más elevados gastos de un entierro o una repatriación del cadáver. Por eso tenemos aquí
tantos, frente a la preocupante escasez de otras facultades españolas, a las que
prestamos” –concluyó–. Segunda comprobación: La cantidad de cadáveres donados voluntariamente por estas personas, cuando vivos, es tan grande en la UPAM
que hacía necesaria la ampliación. En cuanto al pretendido negocio, el profesor
había hablado de préstamo (supongo que siguiendo el adecuado protocolo), sin
que se pudiera pensar que este tráfico fuera realizado con ánimo de lucro.
La permanencia en la sala durante la visita se hacía tan agobiante que no
nos cupo duda de que las necesidades de aireación y de iluminación (al parecer existían quejas del personal de mantenimiento y limpieza y hasta de los
propios estudiantes, al respecto) eran asimismo necesarias. Ello constituyó el
objeto de la tercera comprobación.
Se realizó el informe de la comisión sobre estos tres apartados de necesidades, y se elevó –junto a los informes técnicos y de seguridad pertinentes– al
Sr. Gerente para su decisión. No obstante, y dado el interés de éste en dar el
mejor servicio dentro de la más estricta legalidad, aún pasó mucho tiempo sin
que se hubiera acometido ninguna de las reformas solicitadas. Cabía preguntarse qué era de los cadáveres amontonados indebidamente. Qué se hacía con los
45
sobrantes; si se seguían “prestando” a las facultades deficitarias, o, por el contrario, se daba uno a cada estudiante de nuestra facultad y luego se incineraban. Sí había sido finalmente regulado ese lúgubre –pero necesario– tráfico por
parte del eficiente Sr. Gerente de la UPAM. En mi condición de funcionario interino de la clase C, no tengo acceso a determinados datos.
Porque, tal y como aparecía en la prensa diaria, en los también necesarios
Animalarios, de los que la Universidad Pandemónica cuenta con varios de
reciente y moderna creación, se almacenan y se preparan tal cantidad de ratones y otras especies de laboratorio (peces, monos, gatos, perros…) que existe
un listado de precios tanto para el consumo interno como para el de otras facultades y universidades, así españolas como extranjeras; esto es, se comercia
–legítimamente– con estos animalitos preparados, tan útiles para la ciencia y la
humanidad toda. Es conocida la polémica desatada en todo el mundo con la
utilización de Células Madre procedentes de bancos de óvulos desechados
–entre los que el de nuestro Instituto de Ingeniería Genética era de los más
importantes–, y cómo algún científico ha tenido que emigrar en busca de mejores condiciones para sus investigaciones. Conocido es también el enorme beneficio que para la medicina en general y la cirugía en particular, tiene la donación
de órganos, con el consiguiente tráfico perfectamente regulado. A pesar de que
han surgido voces más o menos autorizadas a favor y en contra de todas estas
prácticas. A pesar de que este tráfico, histórico, ha inspirado los más espeluznantes relatos de ciencia ficción. Y como la realidad siempre supera a la fábula,
se ha sabido recientemente que un matrimonio está dispuesto a cambiar un
riñón (no se sabe de cual de los cónyuges) por la vivienda de la que carecen.
Trueque o comercio: necesidad obliga.
“El aumento de las donaciones crece con el nivel cultural de la gente”,
dijeron los doctores en ocasión de su Congreso Internacional. Y es que yo creo
que todos se preguntan cómo se puede llegar a la prometida reencarnación finisecular si te despedazan de tal guisa y acaban incinerando tus restos (práctica
cada vez más utilizada también con cadáveres enteros y verdaderos dada la
enorme escasez de suelo así para los vivos como para los muertos).
Conocía a Campos desde bachiller, él de ciencias y yo de letras. De pelo
negrísimo e hirsuto, bajito y regordete, se tomaba la vida a cuchufleta, seguramente por ser la suya una posición más que desahogada. Y de auténtico enchufado, ya que los profes del instituto pasaban todos con sus esposas y/o novias,
según, por la consulta del ginecólogo Dr. Campos. Era, como solía decirle uno de
ellos, “un golfante”. Era el vivo retrato de su padre. Éste había sido uno de los
ginecólogos, con clínica propia, más influyentes del Sureste. Así que cuando Desi
se decidió por estudiar medicina pensó que escogería su especialidad y heredaría
46
su clínica. Pero cuando terminó sus estudios y se decidió a quedar en la UPAM
como profesor ayudante de Anatomía al padre por poco le da un soponcio.
Nunca entendió D. Desiderio la opción de su hijo, y lo creyó debido al mal fario
que constituían su nombre y dos apellidos juntos. Por más que llamarse Desiderio,
como él y como su padre y como su abuelo, no lo veía nada mal; menos, que llevara –lógica y legítimamente– su apellido Campos, ya tan famoso en toda España.
Pero añadir a éstos el apellido Santos había resultado nefasto: “Ni hecho ex profeso: Desiderio Campos Santos para un desenterrador de cadáveres”. Se enfriaron las relaciones entre padre e hijo, y ya nunca fueron tan cordiales y cálidas
como cabía presumir del carácter de ambos. Pues Desi, de joven, era un chico
divertido, jovial y risueño; nada comparable al de la lúgubre canción. Y, sin embargo, cuando le vi aquel día no le reconocí; había cambiado algo más que en su simple apariencia. Bajito y un poco rechoncho como siempre, tenía el pelo blanquísimo pero más sedoso que yo se lo recordaba. Sus ademanes, entonces nerviosos
e impulsivos, se habían calmado y refinado, hasta resultar elegantes. Su sonrisa ya
no era la misma, sino menos acusada –simplemente insinuada– y más triste. Pero
fue sobretodo su fija mirada la que me llamó poderosamente la atención. No la
recordaba así, desde luego; sino que recordaba unos ojos chispeantes que sonreían a la par que su ancha boca. Ahora, sus ojos, no sé si por efecto de una superdilatación de la pupila junto a un iris negrísimo –que a mí me había parecido siempre de un pardo más claro–, se parecían a un pozo profundo que contrastaba tremendamente, en su negrura, con la seda blanca de sus cabellos. Realmente parecía mirarte desde el más allá. El día de la visita de la comisión, aunque me saludó
con la cortesía de siempre, no dejó de impresionarme su mirada, profunda y
negra, de ultratumba; su carácter huraño y taciturno; el tétrico entorno contribuía
a ello, sin duda. Quien no le conocía de antes tal vez no lo habría advertido.
La conclusión de los interesados y sesudos congresistas, según el prestigioso semanario ¡¡QUÉ PAIS!!, es que, “por el momento, no se puede prescindir del
comercio de cadáveres entre distintas facultades”. Recordando la sentencia del
Sr. Gerente y aprovechando la antigua amistad con el Dr. Campos, intenté indagar en lo posible en este macabro tráfico, llevado por mi curiosidad. Y ya puedo
adelantar que no fue nada fácil encontrar explicación a todas las preguntas que
me hacía. Que, antes al contrario, recibí toda clase de disculpas y reticencias, de
trabas a mi labor indagadora; el silencio por respuesta en más de una ocasión.
Incluso recibí una carta algo amenazante de mi otrora amigo advirtiéndome de
no proseguir con dichas investigaciones, que suponían poner en peligro cierto
estatus quo y hasta el desmoronamiento del sistema. No entendía nada.
No obstante quedar sin aclaración el turbio asunto del comercio de cadáveres, mi tesón y perseverancia me han llevado a conocer la historia espeluznan-
47
te que ahora cuento, aunque solo sea para descargar mi conciencia del peso
que la oprime desde entonces; “para descargar mi alma pecadora” como diría
un clásico protagonista de novelas de terror.
En realidad, mi primer descubrimiento no pasa –en mi modesta opinión– por
ser pura e inocentemente anecdótico: Remigio había sido descubierto por el vigilante, cierta noche de tormenta, alertado por los gemidos y suspiros que provenían de
la morgue, cabalgando a cierta pelirroja sobre la mesa de disecciones. Y en su palidez aumentada por la luz macilenta de la linterna (y dando pábulo a los rumores
que se extendían sobre ciertas prácticas del siniestro ayudante, todo hay que decirlo) supuso que se trataba de una de las jóvenes, donada aquel mismo día, cuando
en realidad se trataba de una de las limpiadoras de noche, con quien se veía a
escondidas en el lugar que más les acomodaba. Lo que propició el consiguiente desconcierto y alarma del interfecto, que veía peligrar su estatus si el asunto trascendía.
Y acudió a todas las instancias, empezando por su jefe, para que no trascendiera.
El segundo es de más calado, aunque tampoco tiene que ver con ningún
comercio espurio, sino con ¡una verdadera historia de amor!: El maduro Dr.
Campos se había enamorado perdidamente de una joven enferma terminal a la
que se le había pronosticado pocos meses de vida. La visitaba de día y de noche;
permanecía cuidándola más allá de lo que le exigía su juramento hipocrático.
Sentía una gran desazón por la muerte anunciada a su amada, a la vez que un gran
alivio en su vigilancia y atención extraordinarias. Pero, sobretodo, sentía una gran
obsesión por conservar su cadáver para siempre; no para destrozarlo en la disección y exponerlo a los inexpertos ojos de los estudiantes de anatomía, sino para su
propia, íntima (e inconfesable) satisfacción. Tenía que conseguir que firmara el protocolo de donación; ya se lo propondría cuando hubiera adquirido la suficiente
confianza de la chica, extranjera y sin familia que pudiera reclamarla, al parecer.
Supe que, hace unos años, Desiderio empezó a encanecer prematuramente.
A la vez que empezó a tener una ceguera progresiva que le hacía llevar unas lentes cada vez más potentes, que le incomodaban y se le empañaban con los vapores de formol cada vez que operaba, dejándolo totalmente inútil para la disección.
Justo lo contrario que siempre había pretendido con la utilización de esas lentes y
colirios dilatantes de la pupila, a fin de ver con más claridad hasta los mínimos
detalles de una disección minuciosa. Ello le entristecía profundamente, al sentir
por su carrera una gran vocación. Y le retraía ante los demás; se pasaba horas y
horas de estudio en su despacho anejo a la sala de disecciones, dentro de todo
aquel entorno conocido familiarmente como Morgue. Sobretodo, le apartaba de
las mujeres: Si ya era bajito y rechoncho; si su negro y recio pelo se había debilitado y emblanquecido; si ahora añadía esas gruesas lentes que le afeaban; si la
única cualidad que se suponía, junto a su aguda inteligencia, era la simpatía, y
48
ésta ya la iba perdiendo; ¡qué podía hacer! Desiderio se volvió taciturno y lúgubre como el de la macabra canción. Permanecía soltero.
Sin embargo Roxana era una chica juncal y morena, que aparecía larga y
esbelta allí acostada en la cama del Hospital Clínico, bajo cuyas sábanas se percibían los relieves de un cuerpo seductor y bien proporcionado. Y con una sonrisa siempre alegrando su bello rostro: de óvalo perfecto, pómulos prominentes,
labios jugosos y tiernos; y, sobretodo, unos ojos negros, de un mirar profundo
y dulce. Cuando el Dr. Campos visitó la planta de desahuciados en aquella campaña de concienciación en busca de donantes, quedó profundamente conmovido al pensar que en poco tiempo ese cuerpo tan maravillosamente juvenil y
atractivo se descompondría sin remedio. Y un escalofrío estremeció su cuerpecito enfundado en la pulcra bata blanca (jamás usaba la verde de los quirófanos
para las visitas, aun antes de la prohibición a tal descuidada indumentaria); una
sombra de inquietud cruzó su templado cerebro de cirujano avezado.
En un primer momento ella no reparó en él, lo que aumentó más su desasosiego. Generalmente, los enfermos están predispuestos a recibir cualquier tipo
de amabilidad y deferencia de manera “paciente”, de quien sea, encontrándose
como se encuentran desvalidos y temerosos; y más con la deshumanización del
trato en los hospitales que se había instaurado en estos últimos tiempos, por la
masificación y la desidia. Pero suelen poner sus suplicantes ojos en el personal
–clínico o no– que más atractivo les resulta. Esa empatía, consustancial al ser
humano, que parece natural en cualquier momento de nuestras vidas, se hace
más apreciable –más acuciante– en los momentos de debilidad. Él lo sabía, y
entendió perfectamente su indiferencia. Pensó que, si en cualquier caso tenía
que usar sus mayores dotes de persuasión ante el donante y sus familias, en éste,
el fulminante flechazo constituía una gran rémora. Decidió, con la velocidad del
rayo, emplearse a fondo en la conquista de esta donante tan especial.
Por ello se le veía desde entonces a cualquier hora, entre clase y clase, junto
a la enferma. Le llevaba flores, que él mismo colocaba y distribuía por la fría habitación hospitalaria, contribuyendo a darle más calor de hogar. Le llevaba golosinas, a las que era tan acostumbrada pues es de esas personas que pueden comer
dulce sin engordar. “Aunque engordara ¡Total, para lo que le queda!” –pensaba
con tristeza no exenta de ironía–. De aquel trato cortés, pasó al trato más familiar; pidiendo a la enfermera –que no habría de negarse a seguir los deseos del
doctor como unas órdenes para ella– que le dejase a él cuidarla: lavarla, conducirla al aseo, moverla de su penosa postura sedente; hasta permitirle levantar de
vez en cuando. De tal forma que Roxana no pudo sustraerse a trato tan considerado; y si no sentía amor por aquel atento médico con cuerpo de batracio, sí fue
sintiendo por él una gran simpatía. Y, después de dos meses, hasta empezó a
49
parecerle, si no guapo, atractivo. Desiderio se sentía reconfortado, y aunque no le
declaró su obsesivo amor (y menos sus verdaderas intenciones), por no perturbar
sus últimos días, le decía a menudo cuánto le gustaba, qué hermosa y atractiva la
veía. Llegó a confiarle sus complejos e inquietudes. Llegó a confesarle su desasosiego por la ceguera progresiva. Y que admiraba sus hermosos ojos negros. Y le
decía “que al mirarme en ellos es como si me asomara aun pozo profundo, oscuro y misterioso; y siento vértigo” pensando que hablándole así la distraía de sus
propios males. Ella, sin perder su pizca de coquetería, sonreía alagada, diciendo:
“Los ojos con que tú me miras…” De tanto mirarse en ellos, el Dr. Campos llegó
a obsesionarse con aquella penetrante mirada. Y deseó tenerla para sí.
El oftalmólogo Aliaga le había pronosticado que su dolencia se trataba de
leucoma en córnea y unas cataratas en el cristalino de ambos ojos, seguramente debido a quemaduras o úlceras producidas por el formol. Le había aconsejado “más como amigo que como colega” que se hiciera un trasplante de córnea
homóloga, combinado con la colocación de lentes intraoculares; como sabía, la
experiencia acumulada en estos años era enorme, si bien no todos los problemas se habían resuelto satisfactoriamente. El trasplante requiere un donante
con las córneas de curvatura y tamaño adecuados, así como perfectamente
transparentes. La implantación de lentes intraoculares, permitiría colocar cualquier tipo de lente, a su gusto y consideración, pensaba. Sin embargo, el trasplante de ojo completo, por las grandes dificultades que plantea el nervio óptico, pasaba por ser aún una cuestión de ciencia ficción.
Cierto día, el Dr. Campos fue llamado urgentemente al Hospital; Roxana
había fallecido. Desiderio se encerró –casi se enterró en vida– en su despacho
de la morgue, donde mantuvo una actividad frenética y desesperada. El fiel
Remigio le dejaba a diario junto a la puerta algunos bocadillos y una botella de
leche; pero el doctor no habría la puerta ni a él; solamente, después de unos
días, permitió el acceso a su amigo Aliaga, a quien habría llamado a consulta.
Las clases se daban sin su asistencia. De allí salió sólo al cabo de una larga semana, desaliñado y fatigado. Pero sin gafas: Tenía la mirada distinta: negra y penetrante, como un pozo profundo y frío; que daba vértigo.
Cuando Tormos, más conocido por Igor (léase Aigor), entró en el despacho
para poner un poco de orden en aquel maremagnum de libros y utensilios, con
la taxativa orden de no mover de allí bajo ningún concepto y circunstancia el
cadáver preparado por su director, enseguida se prendó de aquella figura escultural y broncínea, de rasgos regulares y proporcionados; aquella belleza que
parecía sonreír mientras dormía plácidamente desnuda sobre la fría losa, sin que
se pudiera apreciar el delicado y sutil pespunte que cosía sus párpados. Y le
tomó cariño. No sabemos cuánto.
50
Coração
José Antonio Espinosa
Seleccionado
Nuestros héroes se han matado o están matándose.
Así, que el héroe no es el tiempo, sino la intemporalidad.
Henry Miller
La castidad es la más antinatural de las perversiones sexuales.
Aldous Huxley
Entre dos curvas redentoras
La más prohibida de todas las frutas
Te espera hasta la aurora
La más señora de todas las putas
La más puta de todas las señoras.
Joaquín Sabina.
Al maestro, por su colérico picotazo
A mi hermano Gatinho, por su vida.
A mi inglesita, por la mía.
I
El sonido de la llave desvirgando la cerradura cercena el sueño del Joky, salta
de la cama desnudo, sudoroso, lívido. Lucy se despereza, tarda un segundo en
comprender la situación, para el Joky ha pasado un ciclo geológico, ¡es Carlo!, le
52
susurra histérica al oído, “joder hasta en la desesperación esta tía me pone burro”.
Ha cruzado la primera puerta, y se dirige a toda velocidad al cuarto en el que minutos antes dos cuerpos jadeantes abofeteaban su orgullo de macho, solo tres centímetros y medio de rechapado en pino y cinco metros de aglomerado que nadie
confundiría con mármol, separan los amantes de la indómita furia del adulterio.
Lucy le señala el armario, pero el Joky mira la cama, felino se lanza y acaba comiendo moqueta. La bota que revienta la desvencijada puerta está en la habitación, el
Joky la ve moverse de forma compulsiva, no ha visto la Hudson TT-33 Silver, que
brilla con un erotismo perverso, mientras le acarician obscenamente el gatillo.
–¿Dónde está? puttana, ¿dónde está?–grita la bota.
Lucy mete con la pierna la ropa del maromo que le ha calentado la cama
las ultimas lunas, está paralizada, y cuando la última gota de sudor le resbala
por el pubis se percata de que su hombre no está solo, dieciséis milímetros le
hacen compañía, “si no me guardas la cara,bang”,sabe que debe pensar rápido o esta es la última cama que deshace.
Él solo huele, ve y respira adulterio y traición, abre el armario, “que original”, piensa el Joky, con sorna y sempiterna arrogancia de adolescente inconsciente. Y cuando se acerca a la cama, Lucy se abalanza, “mi coração”, su desnudez es tan cínica que de una hostia la manda al sucio y sudado catre plegable. Pero el destino parece deberle algo al Joky, pues como buen pagador quiso
que cayera con las piernas abiertas, y entonces el universo, al igual que los ojos
del cornudo, se detiene, tres años y cuatro días en Fontcalent, ya lo tiene.
Se mueve sinuosa como su lengua, “¿cuándo saliste? coração”. Sabe a
mentira pero cuando roza con su pezón el torso huérfano de amor y siente aflojarse el cinturón, la sangre se le incendia, tres años y cuatro meses sin probar
hembra, ella le coge el paquete y le susurra, “coração”, y los pelos de la nuca
se revelan, ella coge su mano peluda y sin preámbulos la guía por su cuerpo
hasta que llega al pecado, al centro del cosmos, el hechizo se saliva y sudor le
atrapa, y un volcán de tres años y cuatro meses explota entre sus piernas. El
Joky siente la presión del colchón sobre su cabeza, y arranca el trozo de moqueta que mordía, el colérico amante lo podría haber escuchado, pero no tiene sangre en la cabeza, cuatro años y tres meses.
Los gemidos son diferentes, el Joky lo sabe, “será puta”, pero no le importa, recuerda mis consejos, recuerda que se lo dije, “esa tía te va a traer problemas”, se caga en mis muertos y aprovecha la vorágine de la pasión para volar
fuera del corral ajeno. Solo ha cogido la camisa, sale a la calle en la tórrida
noche como un gato callejero, camina entre las sombras, mi casa está cerca, se
quita el condón y llama de forma compulsiva al timbre, y cuando abro la puerta sé que tengo una historia.
53
II
El conserje del instituto de educación secundaria Luis de Góngora, viva
Quevedo narigón, no ha olvidado su nombre, no sé si llegó a descubrir quien era,
pero lo tuvo que borrar de los muros y los aseos más que los dibujos de falos
erectos, que a estas edades triunfan entre los rebeldes con o sin causa. Joky, con
la k de “Kabrón” y la Y de “yelo”, en vaso largo y JB. Dos sobresalientes, cuatro
notables, y tres suspensos, me las saco en septiembre. No le costaba pasar los
cursos, y es que alguien medianamente listo que conozca este sistema de mamelucos, puede llegar hasta el doctorado con cierta suficiencia, de mediocres y para
mediocres. Yo terminé junio limpio y me esperaba un verano de barra y cañas,
de ketchup y mostaza, sólo dos meses y sería mía esa Fender Stratocaster, la
misma que toca Knopfler, roja, ardiente y cara, muy cara. Se lo comenté al Joky
en su casa, y sin pensarlo dos veces cogió los apuntes de las cuatro asignaturas
pendientes, me las saco septiembre, y los metió en el armario.
Me acompaño a hablar con el dueño de la hamburguesería. Un tipo
inquieto, frenético, esa era su principal característica. No era capaz de fijar la
mirada, se rascaba la cabeza, buscaba algo en el bolsillo o miraba por la ventana. A mí me ponía de los nervios, de forma compulsiva repetía –sí, síi, claro,
claro– me recordaba a Dean Morirty, heterónimo de Cassidy en la biblia Beat
que escribió Kerouac. No puso inconvenientes en contratarnos a los dos, si su
socio lo aprobaba. La Reina, un hombre elegante y displicente, que jamás venía
por el bar, nunca diría que no a la posibilidad de contratar a un efebo más, pese
a no poner su piel de cocodrilo sobre las colillas del antro, no perdía detalle
desde su balcón, yo me sentía observado constantemente, nunca se dirigió a
nosotros, pero había algo inquietante en su forma de fumar, los anillos de humo
que salían de su ventana me hacían estremecer. En ocasiones, cuando se apoyaba en la barandilla del balcón nos hacía un pequeño gesto con la ceja, no
tenía que hablar, su mirada lo decía todo, no se puede disimular el deseo.
El local estaba cerrado la primera vez que la vió. Cuando se levantó la persiana parecía una diosa, la silueta se clavó en nuestras pupilas, contoneándose
pasó a nuestro lado, no dijo nada, ni falta que hace, una mujer así habla con
las caderas. Cuando el jefe nos dijo que era brasileña los ojos del Joky se inyectaron, ya había contado todos los lunares del escaso vestido que envolvía el
cuerpo del delito, o del pecado, eso no le importaba, si tenía que condenar su
alma por una noche, firmaría con sangre el contrato con el benigno.
A mi también me impresionó, era una mujer preciosa, pequeña pero con
un aroma salvaje. Queríamos empezar esa misma tarde pero Julián, nos dijo que
mañana empezaríamos y que viniésemos meados de casa.
54
III
Era un trabajo fácil, me pasaba la mayor parte de la jornada esperando
alguna llamada. El local nunca se llenaba, solo venían los colegas del jefe,
cuarentones modernos con gafas de sol en la frente, pelo de punta y perilla,
y toda la tarde riendo, reían tanto y tan fuerte que asustaban a los viandantes, de vez en cuando Julián les enseñaba las obras del baño, en los dos meses
que trabajé allí nunca puede confirmar las excelencias de esa maravilla de la
técnica, siempre meaba en el bar de al lado, porque el nuestro estaba fuera
de servicio, era el aseo estropeado más concurrido del mundo, había hasta
lista de espera. Joky tampoco trabajaba demasiado, pero lo merecía, trabajar
al lado de esa fiera, entre risas un roce, una bromita y una palmadita. Ella le
llamaba Gatinho, porque mira tú por donde, el Joky era un amante de los animales, se paraba a hacer carantoñas a todos los gatos de los callejones y de
paso se metía en el bolsillo a mas de una gatita.
Nunca me gustaron los gatos, supongo que por ello el karma decidió
enmendarme, tuve un percance con un perro y falté al trabajo una semana.
El Joky no perdió el tiempo, el humo y las risas, le sirvieron como telón
de acero, tras la última visita guiada por el aseo, nadie se percató del abandono de la barra.
Un día que si ponme bien el tanga, otro que si no llevo sujetador, aderezado por un sin fin de “gatinhos”, que se clavaban en la frente de esa hormona andante. Esa tarde se pusieron las cosas en su sitio, y los dieciséis años
del Joky tomaron la alternativa sobre la cámara frigorífica. Los veintiocho
veranos de la brasileña hubiesen bastado para convertirlo en el héroe de
todos los mascachapas onanistas del triste pueblucho del sur de las Españas.
Pero más tarde conoceríamos que la fiera, era algo especial, que más sabe el
diablo por puta que por brasileña, y que había llegado a la costa de los conejos a golpe de entrepierna. Había sido musa de un traficante de poca monta,
al parecer un amigo de nuestro admirado patrón. Que en viaje a Sao Paolo la
había conocido en uno de esos locales para turistas sexuales, donde cualquier
Alfredo Landa del montón se siente Frank Sinatra. El tío movía pasta, y ella
sabía de sobra lo que un traficante le podía ofrecer, pero la calculadora no le
funcionó, y al cambio no eran tantas las pesetas, y tubo que ejercer también
en la vieja Europa.
El Joky no sabía nada de esto cuando con el tanga entre los dientes y el
cinturón en los tobillos debuta por todo lo alto, tanto porno tendría que servir
para algo y no queda mal del todo, pero esa noche en un cuartucho del centro,
es ella la que le explica un par de cosas, ya lo tenía.
55
IV
Regresé al trabajo y nada había cambiado, el Joky estaba más delgado
pero con este calor todos estábamos perdiendo peso. Esperó al cierre, cuando
bajábamos la persiana se relamía con el relato de las noches que estaba pasando, la versión oficial consistía en que estaba durmiendo en mi casa.
–No me lo creo, eso no es posible.
–Que si joder, que me la estoy tirando, me tienes que cubrir, que no se
entere nadie.
Ya sabía lo del marido, resulta que la inconsciente se había casado y pretendía traer a su hijo, pero pronto comprendió que era mejor que se quedase
en Brasil. Resulta que el tío en cuestión estaba en la cárcel, llevaba más de tres
años en Fontcalent, que le habían pillado kilos de coca en su piso, estaba precintado y desde entonces Lucy compartía habitación con una portuguesa que
pasaba pastillas en las discotecas de Chunda-chunda, Lucy quería dejar los
negocios de esquina y muslo al aire, el antiguo socio de su marido le metió en
la hamburguesería. Joky me contó que el alijo no estaba totalmente en su apartamento, que había más, y que si descubrían donde lo guardaba Julián se irían
los dos a Brasil a vivir como el Dioni.
–Tío, voy a decir una frase que detesto, pero esa tía te va a traer problemas. Te entiendo, estás viviendo de verdad, joder, mientras nos guardamos las
pegajosas página del Private bajo la cama, tu estás con una tía espectacular.
Pero que pasa si ese tío sale de la cárcel, no creo que esté muy de acuerdo con
que su mujer rehaga su vida con un niñato de dieciséis años.
Estaba hablando como un gilipollas, pero por primera vez tuve que la necesidad de decirle a Joky que debería cambiar sus planes, de ejercer de consejero,
pero él no estaba dispuesto a hacer caso a un mañaco, ahora él era un hombre.
V
Este es un pueblucho, no hay nada que hacer, y los rumores son lo único
que entretiene las vidas de esa panda de analfabetos que conforman y se conforman esta ciudad. Nunca los verás con un libro, pero en el comienzo del curso
todo dios sabía lo del Joky.
Era venerado como Luis XIV, el instituto era su corte, y le llamaban el rey
luna. Todo el mundo quería invitarle a su botellón, pero él tenía mejores cosas
que hacer, y todos asentían.
Claro está que no todo eran halagos, las tías no le miraban precisamente con admiración, aunque alguna llegó a plantearse que vería un
56
mujer hecha y derecha en ese niñato que idolatraba a Homer Simpson, era
infantil, no como ellas que eran mayores, porque bien sabido es que las
mujeres maduran antes, por eso en el instituto me hartaba de hablar con
ellas sobre Rimbaud y Borges, y que grandes análisis filosófico-políticos, de
una madurez descollante, ni el libro de Goldstein. Desgranaban los arcanos
de la poesía de Ginsberg entre los anillos del LM Light, por cierto, pretendía ser sarcástico. El caso es que ahora lo niegan, pero más de una mojó
alguna sábana por el niñato.
Todavía hacía calor, por el índice de escotes, yo diría que corría septiembre,
y esa noche el Joky subió al cuartucho a reírse de la madurez.
VI
–Cuenta –le digo mientras le dejo los primeros pantalones que encuentro.
–Joder tío, he tenido que salir con lo puesto –una camisa y un condón–
resulta que ha aparecido Carlo.
–No me jodas, ¿qué ha pasado?
–No hay tiempo –me dice mirándome fijamente– tengo que desaparecer
de aquí, y te necesito. Tienes que esperarme en la calle Laramí con el Vespino,
en veinte minutos, tienes que llevarme a la estación de autobuses de Murcia.
–¿Por qué a Murcia? Puedes coger el último tren desde aquí.
–Por favor tío, te lo explicaré todo, pero ahora tengo que irme, dame 20
minutos, de camino a la estación te lo contaré todo.
Le dejo unas viejas zapatillas y ya puedo verlo por la ventana, corre calle a
bajo, no tiene que decírmelo, se bien a donde se dirige.
Me pongo una camiseta, cojo las llaves y me planto en el lugar convenido, me siento como Corto Maltés o Humphrey Bogart, si tuviese un sombrero de fieltro gris sería el momento de estrenarlo. El Joky ya está en el otro
lado de la ciudad, cuando divisa las luces se le dibuja una sonrisa, todo está
saliendo como esperaba.
Lo que no sospecha es que la mujer le convertirá en el héroe de IES Luis
de Góngora, viva Quevedo cabrón, ya no tiembla por su “gatinho”, que la
humeante pistola que Carlo se mete en el pantalón todavía está caliente y
sedienta, y ha salido en busca del rapaz que según las afiladas lenguas ha
adornado su frente.
Yo espero, me como las uñas y ciño la mirada, soy Humphrey y todos tienen que saberlo. Por la pasarela de la calle Laramí desfila la tórrida noche de
septiembre, han pasado chulos, buscavidas, taxistas, mujerzuelas y poetas. Para
57
hacer tiempo fabulo, me invento una historia de cada rostro macilento que a las
cinco de la madrugada arrastra su huesos delante mi. Espero.
Declarada la guerra a mis párpados el claxon de un cochazo me espabila,
pasa a ciento treinta, no puedo ver a ninguno los ocupantes, no conozco a
nadie con un coche como ese. Espero.
Carlo ha llegado a la hamburguesería de su antiguo socio, ha visto luces y se
acerca en busca de información, pero no está su amigo, no hay nadie. Cuando
está a punto de salir recuerda que la puerta del aseo nunca está abierta.
VII
Cuando el sol me escupió en la cara no pude esperar más, regresé a casa y
me metí en la cama, tarde un rato en dormir, pensaba en el Joky, en que estaría
haciendo y como le iría. No me preocupaba, es un gato, sé que no se dejará
coger, pero tengo una historia, una buena historia y me lo tiene que contar.
Julián llegó a su negocio a la hora de costumbre, las doce del medio día, y
ve la persiana cerrada. Me llamó al móvil y me presenté en cinco minutos. Está
muy nervioso, más de lo habitual, ha derramado tanto sudor que empieza a tambalearse. Necesita que le abra, al parecer sus llaves las tenía le Reina, que tenía
un compromiso y quería ofrecer a sus invitados una cena intima. Levanté el telón
de metal y entró como una exhalación, directamente al aseo, que novedad. Pero
esta vez lo que escuche no fueron risas y euforia, sino maldiciones que no reproduciré porque son conocidas por todos. Por primera vez estuve a punto de entrar
en el aseo mágico, el lugar prohibido, me habría encantado darme el gustazo de
utilizarlo. Pero no era el momento, cuando comenzaron a volar sillas decidí salir
de allí. Antes miré una vez más al edificio de enfrente, no había nadie en la ventana, no salían anillos de Malboro. Y todo encajaba. La madera acordonó el
recinto, me acribillaron a preguntas, pero nunca descubrieron nada.
Los periódicos especularon, los debates televisivos hablaban de mafias y
pedían la dimisión de Zapatero unos y de Bush los otros. Yo sabía que el Joky
engatusó a la Reina, que dio el golpe sin forzar una triste cerradura, se lo
puso en bandeja, solo él sabe cuanto se llevó de esa cueva de los tesoros. No
tardó demasiado en librarse de su estorbo, en su Mercedes 600 le transportó hasta el aeropuerto, y como había aprendido de Lucy le comió la oreja, lo
encharcó de tal manera que no pudo reaccionar cuando le tiró del coche y
salió en dirección Madrid. Me llamó la semana siguiente, para saber como
estaban las cosas. Julián apareció en el río junto a su empleada, tres kilos de
58
coca tenían la culpa. No sé si le afectó la muerte de Lucy, no dijo nada. La
Reina era hombre casado y de renombre, tanto que al año siguiente sería
número cuatro en la lista ganadora de esa tómbola a la que los necios llaman elecciones. Un hombre tan celoso de su intimidad que tuvo que regresar a cerrar, acercándose tanto al famélico filo italiano, que todavía le arde
el nudo de la corbata cada mañana, porque una esquina mentirosa y cómplice, escondió los anillos de Malboro, salvando ese cuello perfumado de
Loewe, y sobretodo el de nuestro amigo.
No volví a verle por el pueblo. Tampoco a Carlo, seguro que en algún lugar
está chuleando a otra infeliz, y sé que todavía se despierta sudando en mitad de
la madrugada, y aprieta tanto el puño que tiñe de sangre las sábanas, porque no
consiguió encontrarse con él, las caras que protagonizan sus pesadillas son diferentes, pero la sonrisa es siempre la misma.
VIII
–No te levantes mi vida, déjame a mí –le dice el respetable Don Joaquín
Hervás de Sáez a su amada y embarazada esposa, mientras le quita la bandeja
con los cafés.
Ella le sonríe tocándose la tripa, fruto de amor y rutina, éste le besa la frente, y me hace un gesto para que le acompañe a la cocina.
–Vas a ser un padrazo –le digo con sorna– tú que eras nuestro héroe, el
ángel redentor, el anticristo Nietzscheriano, ahora felizmente casado.
No dice nada, se acerca sigiloso al lavaplatos y saca una botella de JB, de
esas que ingería con embudo en la universidad, ahora le echa un chorrillo al
baso de coca-cola, furtivo y cauteloso, si se entera Sofi me mata. Y yo intento
recordar quien es ese desconocido.
Volvemos al salón, a seguir escuchando la memeces de un grupo de gilipollas, que si las clases de salsa, que si la ultima peli Almodóvar... miro las
estanterías y no veo demasiado, más bien poco y desechable, ¿dónde está El
Camino del Corazón? ¿qué ha pasado con el Giocondo? Ahora su hueco lo
ocupan los cinco libros más leídos del Fnac, y alguna biblia. Y es que la adorable Sofi, estudió en uno de esos sórdidos antros con capilla frente la cantina.
La dulce Sofi, vacía y sonriente, no quiere que su Juaquinito se junte con la
gente del Lorens, panda de vagos que fantasean con trenes, armónicas y poemas que nadie entiende. A mi no me traga, pero me soporta porque terminé
la carrera con cierto éxito y no me va mal, ya se sabe que esta gente de convivencias y mercadillo de Cáritas, obvia tus aficiones heréticas si el final de mes
es plácido, ¿no se perdonó al hijo pródigo?
59
Miro a ese tipo, me suena, se parece a alguien que olvidé, y cuando el vaso
de JB disfrazado de refresco le roza los labios, aparece la sonrisa de las pesadillas de cierto camello de tres al cuarto. Me habla de adulterio, de aventuras, de
novela negra y trafico se psicotrópicos. Es él, ya lo recuerdo. Me despido a la
francesa y salgo de ese ambiente, que si como ha engordado Maribel, que si el
concierto de Luis Miguel...
Estoy sentado solo en el tercer vagón, contando las manchas del techo.
Quedan al menos diez minutos para que arranque el dragón de hojalata. Y en
eso que aparece una mulata, con falda exigua y piernas infinitas, tiene todo el
vagón pero escoge el asiento de en frente. Sólo un botón ha resistido el fuego
eterno, en el que más de un fulano se consumió por probar el arroyo de leche
y miel que corre furioso entre sus pechos. Y es que los botones taiwaneses se
derriten a ritmo de bachata, que Abraxas les bendiga. Y cuando lentamente
desciende se detiene a mitad de camino, su escote me mira a los ojos, vamos
papito. Por fin se sienta y me sonríe, el tiempo se congela, cruza las piernas y el
escalofrío que recorre mi cuerpo me obliga a levantarme, le beso en la frente
–gracias reina. Ella me mira con recelo, nunca le había fallado la paradinha.
Salgo del vagón con media sonrisa y le veo por la ventana, su ceño fruncido le
afea, y a mi me divierte.
Entré de lleno en la noche y antes de subir al primer taxi miro al cielo –va
por ti hermano.
–¿A dónde jefe?
–A donde quiera, esta noche soy un gato.
60
Las arenas del tiempo
perdido
José Antonio Flores Yepes
Seleccionado
61
Eloisa había muerto, era el día de su entierro y pensaba que no lo soportaría. Pero no fue así. Aunque la pérdida de un ser querido siempre es difícil de
superar, para mí fue como si no hubiese muerto. La sensación más extraña que
nunca había sentido y que a partir de ese día me acompañaría para siempre.
Yo sólo tenía tres años cuando mi padre enviudó, así que me había criado
ella. Tristemente, en aquel día ya sólo quedaba la disputa por repartir la herencia entre sus hijos. Mis dos tíos, o más bien sus respectivas, le recalcaban a mi
padre que si quería la casa tendría que pagarles la parte correspondiente. Sentí
rabia e indignación y me preguntaba por qué en los dos últimos años abatida
por el alzheimer no le habían hecho una sola visita. No podía entender tanta
irreverencia. Eloisa, aunque inerte, todavía estaba presente.
Cuando el asunto de la casa, así como de las cuentas bancarias, quedó
solucionado se habló de la “habitación”.
Eloisa había mantenido siempre una habitación de la casa cerrada con
llave. Nadie, exceptuándola a ella, sabía lo que ocultaban sus paredes. Aquella
manía había provocado el desconcierto de todos, y el interés por lo prohibido.
Como no sabían donde estaba la llave, mi tío Enrique, el mayor, decidió
que no esperaría al cerrajero y dio un fuerte empujón que terminó rompiendo
el pasador de acero.
Una polvareda inundó el pasillo y rápidamente, antes de que se disipase,
los cuatro invadieron la habitación. Mientras, mi padre y yo, les observábamos
sin traspasar la puerta.
Pronto comprendieron que allí no parecía haber nada de valor, sólo recuerdos de una época pasada. Mis tíos se marcharon blasfemando por los inútiles
años de incertidumbre, no sin antes recordarle a mi padre la cantidad que debía
pagarles si se quedaba con la casa.
–Hijo, no hagas caso a tus tíos, no son mala gente –me había dicho con
rostro triste.
La habitación, tal y como ella quería, seguiría cerrada.
62
Pasó el tiempo. Fue cuando cumplí diecisiete, cinco años después. Un día
que estaba solo en la casa, cogí la llave del candado que mi padre guardaba en
su mesilla. No sé por qué lo hice: por aburrimiento, por falta de respeto, por un
deseo de éste que me parecía ridículo, no sé.
El caso es que allí estaba; en la habitación. No podía entender por qué mi
padre no mostraba el más mínimo interés por visitarla. Recuerdo lo que dijo el
día que puso el candado: Ella siempre nos prohibió entrar. Nos lo hizo jurar.
Resulté ser más desobediente que mi padre y pronto me encontré revolviendo en el polvo, buscando, curioseando. Un armario con ropa que debió ser
de mi abuelo, una cama, una mesilla con una lámpara de pantalla, una vieja
radio de válvulas con las partes metálicas oxidadas, cajas llenas de ropa y papeles. Definitivamente allí solo había recuerdos.
Me iba cuando se me ocurrió mirar bajo la cama. Más cajas. Todas parecían iguales. Las arrastré comprobando que en una de ellas había fotos de mis
abuelos en blanco y negro. Incluso había varias con mi padre y sus hermanos.
Cierta nostalgia me inundó interiormente, mi padre debería ver aquellas fotos.
Allí, sentado en el suelo, comprendí que llevaba polvo hasta en el pelo,
¿qué hacía? La puerta del armario estaba abierta, aunque yo creía haberla
cerrado. Una de las cajas de zapatos, justo la situada en la esquina inferior
izquierda, estaba precintada, aunque el polvo y el tiempo habían borrado el
color disimulando y haciendo uniforme la textura del conjunto; La saque del
armario y después de soplar sobre ella, el precinto de tela se deshizo en miles
de finas fibras. Entonces la abrí.
Dentro de la caja de zapatos había otra caja, ésta de madera con numerosos adornos labrados en la superficie. La miré detenidamente buscando la
forma de abrirla, pero no había cerradura, tan solo unas hendiduras longitudinales en uno de los laterales. Recordé la mesilla en la habitación de mi padre,
había un anillo de cobre con seis patas. Me había llamado la atención por eso
lo recordaba ahora, me había parecido, por darle utilidad, una especie de rascador de cabello. Después de buscar el anillo, pasándome por alto su intimidad,
allí estaba de nuevo frente a la caja.
Con cierta animación, me lo puse haciendo coincidir las hendiduras del
peine con las de la caja. Entonces ésta se abrió. Miré con cierta excitación el
interior, había una carta que cubría un antiguo reloj de arena. Tanto la caja
como el reloj llamaban la atención, quizás el tono azulado de la madera, o las
marcas doradas, o tal vez el celo de mi abuela por guardarlo.
La carta estaba escrita en un papel que me parecía normal, aunque esperaba algo más extravagante, quizás un pergamino envejecido. La letra, perfectamente manuscrita no era de mi abuela, ¿quizás de mi abuelo?:
63
El tiempo se esconde entre las nubes del gran espíritu, burlándose de los que
miran. Fue entonces cuando los doce sacerdotes cambiaron su alma por guardar el
preciado secreto, buscaron cada grano de arena en una parte del mundo.
Entonces, cuando se completó el círculo, la oscuridad se tornó a la luz y el
tiempo indicó el sendero para que no volviese a utilizarse.
La puerta no debe abrirse, no debe desvelarse el camino, se debe mantener el secreto.
La bestia será contenida en la oscuridad, si no, las almas sufrirán eternamente.
El reloj nunca debe dar la hora, no debe iniciar el tiempo.
La carta era una pasada mística. Mis abuelos no la habían escrito, seguro.
Una historia para vender relojes de arena, seguro que se lo endosó algún
magrebí en el viaje de novios.
Saqué el reloj de arena de la caja de madera y después de observarlo detenidamente lo coloqué sobre la mesilla desoyendo advertencias versadas.
Justo al dejarlo, justo cuando comenzaron a caer los granos de fina arena,
algo sucedió. La luz de la habitación cambió del color rojizo de la incandescencia de las bombillas a uno más azulado.
En la habitación ya no había polvo, todo parecía limpio, impoluto. Al volverme, vi a alguien en la puerta de la habitación, ¿mi padre? No, no era mí
padre. No se por qué pero no sentí temor. Pensé que era mi abuela. Etérea, pálida, se marchó por el pasillo después de mantener la mirada unos segundos.
Salí de la habitación siguiendo la estela que dejaba tras de sí. Bajaba las escaleras hacia la calle. Podía verla claramente y no estaba soñando, lo sé por el golpe que
me di con el extremo de la baranda mientras veía como atravesaba la puerta cerrada.
En la calle comprendí que algo pasaba, algo había cambiado al poner
aquel reloj sobre la mesilla, la realidad se había transformado cuando comenzó
a caer la arena. Ahora sí había llegado el momento de acojonarse. Respiré compulsivamente hasta que comprendí que debía tranquilizarme, Eloisa estaba conmigo, seguro. ¿Verdad abuela?
No había movimiento, no había coches circulando por la calzada, ni gente. En el
cielo no se observaba ningún pájaro y el silencio absoluto ponía los pelos de punta,
pero las calles no estaban vacías, había otros ocupantes. Mi abuela no estaba sola,
había muchos más espíritus luminosos que me miraban indiferentes al pasar a mi lado.
Distinguía ciertas facciones en los rostros pero no podía identificar a nadie.
Comencé a andar por la calle, podía entrar en el supermercado y coger lo que
quisiese, o incluso en el banco. Aquella situación me hacía mantener un estado
de mezcla entre euforia y miedo.
Entré en el bar, se me había secado algo más que la boca. Era agradable
coger una cerveza fría y no tener que dar explicaciones por la edad.
64
Salí de nuevo a la calle, sin darme cuenta me interpuse en el camino de
un espíritu. Me atravesó haciéndome sentir un dulce calor…, después…, una
sensación de frío.
Comprendí que algo extraño sucedía. Todos iban en una dirección, calle
abajo. Al mirar justo al contrario vi algo que me erizó el vello. Una sombra negra
aparecía al fondo, invadiéndolo todo. En la sombra se observaban formas
moviéndose, pero apenas podía apreciarlas, aun estaban lejos.
¿Qué había hecho?
Justo en el centro de la calle veía como se acercaba la oscuridad. Las sombras atrapaban a las almas que quedaban rezagadas.
Corrí, corrí hacia mi casa. Debía parar el maldito reloj.
Al entrar en la habitación quedé paralizado. No había luz, la oscuridad lo
había invadido todo. La sombra me alcanzó atrapándome. Esta vez no había
calor, no había luz.
No podía ver nada. No querían que viese nada, la oscuridad me había sorprendido y las líneas que aparecían escritas en aquella carta que había ignorado ya no me parecían tan insulsas.
Intenté respirar de nuevo para tranquilizarme pero el aire que entraba
me helaba los pulmones y no lograba bajar las pulsaciones, cada vez me
ponía más nervioso.
Oí como la puerta se cerró con un golpe seco. La oscuridad se aferró como
un velo de pintura a paredes techo y suelo, tan solo podía ver de forma difusa
la colcha blanca que cubría la cama. El reloj estaba en la mesilla, justo al lado
derecho. Aunque no lo veía sabía que estaba allí, podía alcanzarlo y parar aquello que me sobrepasaba.
Comencé a andar hacia la mesilla, pero no llegaría tan lejos. Había alguien
en la habitación.
Tenía forma humana, con rasgos definidos, no sólo el rostro, llevaba una
fina túnica de color negro con reflejos que pasaban del negro al rojo intenso.
La forma me miraba, podía ver sus amorfos ojos de color indefinido, pasaban
del amarillo al negro y finalmente rojo para volver a cambiar.
–¿Quieres parar esto?
La voz era grave y apenas inteligible. Yo sabía como parar aquello, estaba
convencido de que en el reloj estaba la clave.
Avancé hacia la forma, el reloj estaba detrás. Si la atravesaba conseguiría
alcanzar mi objetivo, pero la forma comprendió lo que pretendía. Desplazó la
túnica mostrando su mano derecha. Era una mano corpórea, distinta del resto
del cuerpo. Al levantarla apuntándome sentí como me ahogaba, aumentaba la
presión dentro de mí, incluso me levantó del suelo unos centímetros.
65
Haciendo un gran esfuerzo, y a pesar de que apretaba con fuerza los dientes, logré articular una frase con voz temblorosa.
–Por favor suéltame.
La petición dio resultado y me liberó. Fue entonces cuando pude ver que
había más criaturas como la que me había sujetado, pero no podía saber cuantas, se disimulaban en un ir y venir de mezcla entre la oscuridad y las sombras.
Noté como mojaba mi pantalón. Las pocas fuerzas que me habían mantenido íntegro se habían esfumado. Aquellas formas debían ser la avanzadilla que
quería proteger el reloj de arena, no querían que interfiriese. Sin querer, pronuncié en voz alta palabras de consuelo: por favor que alguien me ayude.
Un espíritu de luz blanca atravesó la habitación, ¿casualidad o respuesta a la
súplica? Por un instante recobré cierta fuerza, la luz, el calor me confortaban sacando algo del valor que se había esfumado. Pero aquel espíritu no llegó lejos, como
depredadores, tres figuras se lanzaron ávidas hacia la presa que fue desapareciendo poco a poco junto con un grito apagado que se incrustó en mis sienes.
La criatura que me había sujetado miraba como sus hermanas devoraban
su presa, incluso había hecho ademán de ir también. Aprovechando el descuido pude llegar hasta la mesilla. Cogí el reloj. Lo había conseguido. La criatura
me miró, sus ojos ya no eran ambarinos y cambiantes, sólo se veía un rojo sangre con luz propia que desplazaba al negro. Rápidamente giré el reloj ciento
ochenta grados, ahora todo debía volver a la normalidad.
La risa ronca de la criatura me indicaba que no era como había pensado.
La arena seguía cayendo, pero hacia arriba, no respetaba la ley de la gravedad,
el tiempo seguía contando y la criatura se acercaba a mí. Creo que me oriné de
nuevo encima cuando la criatura me tocó con su mano, aunque la sensación
fue fugaz, ya que justo cuando me tocó, todo se volvió negro. Perdí el conocimiento aunque no sabría decir. Pensé que la criatura me había arrancado el
alma, podía ver como volábamos atravesando paredes, árboles, incluso los vehículos que nos encontrábamos al paso. Finalmente todo se volvió confuso, no
podía ver nada, pero sentía cómo me abrasaba por fuera, un dolor intenso que
me hacía pensar que estaba ardiendo.
Por fin el dolor desapareció. Estaba acostado sobre un suelo polvoriento.
Al levantar la cabeza, podía verme en medio de una explanada de tierra roja.
¿Dónde estaba?, no había criaturas, no había nada, la vista se perdía al mirar,
sin horizonte, sin referencia alguna.
La tierra cedió bajo mis pies, caí en lo que me parecía una eternidad. Por fin
terminó la sensación de vértigo. Ahora me encontraba en otro lugar. Un círculo
de criaturas me rodeaba, ahora sí podía contar: doce, había doce. Pensé que ya
había perdido la vida, que estaba muerto. Sin duda poco podían arrebatarme ya.
66
El círculo se rompió dejando ver otra forma. Al principio confusa, después
se fue aclarando más, hasta que pude verla completamente. Llevaba el reloj de
arena en la mano, podía verlo claramente, pero la arena había cambiado, su
textura apagada había cambiado a una brillante, con destellos como el diamante. ¿Qué era aquello?
Se acercó caminando, tenía pies y manos, incluso un rostro que por unos breves instantes me pareció familiar. Llegó a mi altura, apenas metro y medio nos
separaba. El rostro contenía una masa interior que cambiaba continuamente de
forma y relieve, aquello no me era conocido. No pensaba que pudiese hablar pero
lo hizo con voz gutural sin apenas pronunciación, pero suficiente para entenderle.
–Alguien esperado. Gracias, por traer a su dueño el reloj.
–¿Me conoces?, ¿quién eres? –dije incrédulo a sus palabras.
–Te conozco, he conocido a toda tu familia. Hace dos mil doscientos años
que uno de tus antepasados robó el reloj, pero hasta ahora nadie había sido
tan… oportuno como para usarlo. Gracias de nuevo por liberarme. Ahora el
tiempo se ha detenido y yo tengo la llave. Por fin mis criaturas se alimentarán
como es debido. Pero no estoy siendo generoso, en cierto modo tengo una
deuda contigo. ¿Qué quieres?: poder…, riqueza…, quizás recrearte en la lujuria…, o en la bebida…. Dime pues qué deseas.
Cada vez que pronunciaba una palabra, involuntariamente en mi mente se
recreaban imágenes de cuanto podía conseguir hasta que recordé a mí abuela
Eloisa. ¡Que había hecho!
–Deseo que todo esto termine. Yo no quiero nada, tan solo volver a mi casa.
La risa inundó el lugar, pero después se clavó en mi mente torturándome.
–Me temo que eso no va a poder ser.
–Pues entonces ya no tenemos nada más que hablar. Lo que he visto no
me gusta, no quiero formar parte de esto.
En un ataque de rabia avancé hacia aquel ser, quería quitarle el reloj, no
sabía muy bien qué podía conseguir pero tenía que intentarlo.
Podía escuchar su risa. La jaula metálica me rodeaba y unas correas de piel se
ajustaban a mi cuerpo pegando los brazos al torso, entonces caí al suelo. Ya no
había criaturas, no había nadie. La jaula comenzó a rodar hasta que el suelo terminó. Caía al vacío, parecía un barranco de paredes escarpadas. Al llegar al fondo, se
deshizo la jaula. Sentí un fuerte dolor en el costado, que me cortaba la respiración.
Una nueva duda me rondo la mente, ¿cómo podía sentir dolor si estaba muerto?
Alguien salía de la oscuridad. Pensaba que llegado aquel punto nada podría
sorprenderme. ¿Alejandro?, era él, no podía ser. Mi abuelo, tal y como yo lo
recordaba, igual que en la foto de la mesilla, igual que en el cuadro del salón.
–Abuelo, te he fallado, lo siento.
67
–No me has fallado, tu abuela era la guardiana, no yo. Te confieso que yo
también intenté hacer lo que tú has hecho. Ella me arrebató la vida antes de
dejarme usar el reloj, ¿no lo sabías verdad? Yo siempre quise explotarlo, no te
imaginas, no sabes cuánto poder encierra.
–He visto como nos invadía la oscuridad, el miedo. Aun recuerdo el grito
del espíritu que devoraron. Yo no veo poder en esto.
–Tienes dudas pero no es lo que piensas, lo que has visto no quiere decir nada.
Sé que tienes novia, ¿la quieres ahora? Ella está aquí. ¿Cómo se llama, Laura?
Laura salió de la oscuridad. Como si estuviese esperando la llamada, iba
completamente desnuda, sonriente. Me miraba complaciente, con dulzura. Llegó
hasta mí, me rodeó con sus brazos dejando caer su cabeza sobre mi hombro.
–¿Qué queréis de mí?, si me ofrecéis todo esto es porque me necesitáis.
–Eres listo, mejor así.
–Creo que la respuesta es no, nunca accederé a esto.
–Tu padre ha muerto, tú eres ahora el guardián del reloj. Tienes dos posibilidades: o colaborar, en cuyo caso tendrás cuanto desees, todo cuanto imagines será tuyo, o negarte, y en ese caso permanecerás en una jaula como la que
has visto toda una eternidad. Es una decisión fácil: o Laura o…
La carcajada sonora, retumbó en aquel espacio cerrado. Sin embargo yo
pensaba en mi padre, no podía ser verdad que hubiese muerto.
Aparté a aquella chica que pretendía ser Laura, ella nunca se comportaría
como una drogata sumisa, ella no.
–Si accedo a colaborar como dices, ¿qué he de hacer realmente?
–Una cosa insignificante, entregarme el reloj, nada más.
Al mirar a la chica lo vi con claridad. Comprendí que el reloj estaba en mi
mano, siempre había estado allí, nunca lo había soltado, la chica se había delatado, no me miraba a mí, miraba mi brazo, mi mano. Aquel ser que me enseñaba el reloj había tratado de confundirme, era una ilusión para desorientarme.
Ahora podía verlo. Lo lancé con fuerza al suelo, ya había probado a darle la
vuelta y no funcionó, solo quedaba romperlo.
La habitación apareció borrando aquel paraje desolado y frío. El reloj había
esparcido la arena por el suelo y las criaturas se consumían bajo mi mirada, la
luz blanca las fragmentaba en miles de trozos. Podía ver como los ojos de la más
cercana se desvanecían perdiendo poco a poco el color rojo.
Caí al suelo agotado, no entendía como me había aguantado el corazón, de
hecho no sabía si lo que había visto era una pesadilla, era real o estaba muerto.
Miré el reloj, estaba destrozado en el suelo. Las arenas habían desaparecido, y vi que el polvo de la habitación tampoco estaba. Me levanté del suelo,
todo estaba limpio.
68
La caja donde se guardaba el reloj estaba cerrada justo encima de la cama.
Tan solo los fragmentos de cristal y madera esparcidos por el suelo.
Me acordé de mi padre, sería cierto lo que me había dicho la imagen
de mi abuelo.
Tuve un irrefrenable impulso de abrir la caja del reloj, no sabía muy bien
por qué, pero debía hacerlo. Al hacerlo comprendí por qué yo era el guardián,
el reloj estaba dentro, nuevo, impecable. Los fragmentos seguían en el suelo,
luego aquello no había sido un sueño, la llave de la puerta permanecía.
Cogí la caja y bajé a la calle. Nadie, todo aparecía desolado, como si una
epidemia hubiese barrido al barrio entero. Comprendí que no había visto los
espíritus de muertos, eran los espíritus de los vivos los que huían, no había sido
mi abuela la que aparecía en la puerta de la habitación, había sido mi padre.
Ahora comprendí que había sido él quien me había salvado en aquel momento
en el que la criatura me tenía atrapado.
Volví a casa, no quería creer que fuese cierto el último pensamiento que
había tenido. Seguro que todo era fruto de mi mente. Sin duda, quería que
fuese así, tenía que ser así.
El espejo de la sala de estar me devolvió el rostro. No podía ser. Había envejecido, ese no era yo, ¿cuántos años tenía?
La imagen del espejo cambió. Apareció un lugar conocido que me erizaba el vello, allí donde había estado hablando con mi abuelo, donde Laura se me
insinuaba sumisa. Él de nuevo me hablaba.
–Sí, has envejecido diez años, pero eso no es lo peor, te culparás lo que te
resta de vida por ser el causante de arrebatarles su existencia terrenal, sólo tendrás
desolación en el alma por lo que has hecho. Intenté avisarte, créeme no pretendía
que te sucediera esto a ti, pero aún estas a tiempo de cambiarlo, aún tienes el reloj.
Piensa que aquí tienes tu hogar, tu chica, tu padre, tus amigos. Estoy yo.
Rompí el cristal del espejo de un puñetazo, sabía que eso no cambiaría
nada, no significaba nada, pero fue lo primero que se me ocurrió para liberar la
rabia, el más básico y primitivo de los instintos.
Salí de la casa, no sabía dónde ir, no sabía qué hacer, pero no podía seguir
allí, la huída era la opción más interesante para pensar en lo que había sucedido y no volverme loco. Las lágrimas brotaron. –Lo siento, perdonadme todos.
Escuché a alguien llorando. La niña de no más de cinco años salía de la
casa. La conocía, era la hija de mi vecina. No pude contener las lágrimas que
me hacían sentir culpable por lo que había provocado.
Me acerque a la niña.
–Ven, aquí ya no tenemos nada que hacer –le dije ofreciendo mi mano.
–Tu padre me dio esto para ti.
69
Era una nota. ¿Cómo pudo hacer eso mi padre?, ¿significaba que sabía lo
que iba a suceder?
Lo siento hijo, te he fallado, debí avisarte, debí contarte aquello que tu
abuela me contó a mí en su momento. Quizás después de todo no creía que
fuese verdad, pero ya es tarde.
Si llegas a leer esta carta, sabré que te he educado bien, habrás hecho lo
correcto y con eso es suficiente.
No te sientas triste por las consecuencias. Ahora eres el dueño del reloj y
tu hijo primogénito será el siguiente y así sucesivamente hasta que inevitablemente vuelva a suceder.
Siempre estaré contigo.
Algo me tocó el pecho, sentí el calor y la posterior sensación de frío. Mi
padre, me había dado la fuerza necesaria. Él no estaba con ellos.
–¿Cómo te llamas? –pregunté a la niña.
–Elvira.
–Como tu madre. Será mejor que nos marchemos de aquí. Conozco un
lugar en el que lo pasaremos bien, no te preocupes.
–¿Estamos solos? –preguntó al tiempo que me daba la mano.
–Estamos tú y yo, no estamos solos.
70
El vagón de caballos
Jorge Gutiérrez Gómez
Seleccionado
71
A MODO DE PRÓLOGO
Fernando Matallana y yo, somos viejos amigos. Hace quince días coincidimos en el Parador del Saler ; yo acompañado de mi familia, en un viaje a Levante
prometido más de dos años atrás, y él asistente a un Congreso de Neurología,
como reconocido investigador que es en este campo, a cuya clausura gentilmente me invitó. Después de enterarme de algunos secretos del sistema nervioso,
conocer la existencia del gen alfa-sinucleina y la actividad neurona! del cortex
cerebral, la intervención del Dr. Matallana, lleno de autoridad en la materia, derivó en comentarios jocosos sobre una fotografía de su infancia publicada en la
prensa nacional. Como desparpajo y donaire no le faltan, deleitó a la concurrencia y a mí, melancólicamente, me trasladó a la tierra de mis antepasados.
Más tarde, en populosa y animada tertulia le brindé la tribuna de los cuadernos culturales y científicos de mi periódico. Quería que escribiera un relato
de lo dicho por él a lo largo de la noche. El ilustre médico consultó su agenda,
y dijo sin ninguna vacilación “en quince días lo tienes”. No es necesario añadir
que así ha sido. Esto es lo que ha escrito:
Sucedió en el 57: ingeniero de minas, mi padre había conseguido la jefatura de la zona Oeste, abundante en yacimientos de uranio, la riqueza de la época,
la fuente de !a energía atómica. Ilusionado por su nuevo puesto, arregló con celeridad los engorrosos asuntos del traslado, dijimos adiós a Madrid y nos instalamos
en una ciudad extremeña, cercana a Portugal. Éramos cuatro: mi padre, Juan, mi
madre, Clara, mi hermano Santiago de catorce años y yo dos años menor.
Ocurrió que aquella primavera se presentó calurosa y como mi madre se
sofoca y pierde los pulsos con el bochorno, mi padre, que a todo encontraba
solución, para evitar males mayores, se hizo con un caserón de un ganadero
serradillano, alquilado por ochocientas pesetas para los meses de verano y un
Chevrolet de veinte años, grande y negro como un miura.
72
El caserón estaba lejos de la ciudad y el viejo automóvil hecho una ruina
por dentro, así que mi padre pasó un mes entretenido en negocios y visitas a
talleres de coches, almacenes de chatarra y tenduchos de quincallería.
Nos fuimos en junio al caserón. El Chevrolet presentaba un aspecto magnífico, limpio y brillante como un candelabro de plata. Dejamos la ciudad cruzando arrabales de casitas blancas y lustrosas hasta que el coche enfiló la
carretera nacional. Un ejército de amapolas con su gallardo penacho rojo orillaba el camino que discurría por inmensos campos de trigo sazonado.
Después de coronar una loma pronunciada, el coche abandonó las grandes
llanadas, tomó un sendero polvoriento, llegó a un valle, cruzó un camino de
huertas, álamos rugosos, cañizos y bancales y se detuvo ante un viejo edificio
de granito de dos plantas y enorme puerta de madera obscurecida con casetones cuarteados, en la que una aldaba de bronce, sorprendentemente bella,
indicaba pretéritos tiempos mejores.
Balbina, la guardesa, nos guió a las habitaciones; nos refrescamos y luego
pedimos la comida.
Cuando estábamos comiendo unos gritos de “Dios mío”, ah! “Dios mío”
alborotaron la estancia. Los gritos aumentaron de intensidad mezclándose con
lloros y quejidos de una persona joven; como el griterío no cesaba, interrumpimos la comida y nos asomamos al zaguán. Allí estaban, Balbina, Juanita, que
había servido la comida, y un muchacho de unos quince años, con la cara blanca como la cera, la pierna ensangrentada y el tajo más limpio que he visto en
mi vida, como si fuese hecho por bisturí. Se había abierto el muslo derecho con
un cepo de raposas. Mi madre se hizo cargo de la situación. Del botiquín que
había traído extrajo tijeras, pinzas, agua oxigenada, polvos sulfamidas, gasas y
vendas. Curó la herida y después ligó y enfajó el muslo. Yo le servía de ayudante. Mi madre dice que allí nació mi vocación.
Al día siguiente mi padre marchó muy temprano por unos derrumbamientos
en la mina de Albalá; ya no volvería hasta el sábado por la tarde. Balbina no cesaba de manifestarle a mi madre su agradecimiento “Gracias señorita, que Dios se
lo pague Doña Clara” le decía cada vez que coincidían. Tenía sesenta años y era
viuda del mediero de la finca, Horacio, el muchacho lloroso era su único hijo.
A media mañana Santiago y yo fuimos a ver aquel mundo. Yo iba sobre una
pequeña bicicleta de color rojo y él jugueteando con la carabina de perdigones
que había comprado mi padre una semana atrás. Estábamos en un pequeño
valle salpicado de caseríos, huertos y prados diminutos. Una vereda con tapiales
y cercas de piedra a los lados nos conducía a un pequeño puente de cantería.
Debajo de sus dos mínimos arcos estaba la explicación de aquel milagro: las limpias aguas de un arroyo bravío desparramaban la vida que nos envolvía. En el
73
remanso de una poza sombreada de sauces y alisos pasamos dos horas bañándonos. Un martín pescador, de alegre y brioso vuelo, nos acompañó.
Esa tarde volvimos con nuestra madre. Se bañó con nosotros. Luego tomamos bocadillos y dulces preparados por Balbina. Al terminar cogió una novela,
leyó siete u ocho páginas y cerró los ojos. Santiago había subido a un paredón
de un molino de aceite abandonado que se encontraba aguas abajo, desde allí
me gritó: ¡Tito ven!, sube aquí.
Tanto insistió que fui y escalé la pared. Había descubierto un paisaje nuevo:
a quinientos metros, ya fuera de nuestro vergel, en terreno liano y estepario,
quemado por e! sol, se alzaba una pequeña estación de tren, parecía una estación del oeste americano.
La tarde del siguiente día fue muy calurosa. A las cuatro fui a la estación,
el calor no me importaba. Un depósito de agua y un pequeño edificio de paredes encaladas se perdían en la llanura. No había nadie. Me acerqué a un vagón
de madera carcomida abandonado en vía muerta. Era el sitio perfecto para
construir una cabaña y jugar a cazador de las praderas. Dos días me llevó la
tarea: con una rama grande de higuera, algunas varas de olivo, ramilletes de
brezo y escoba y un desvencijado portalón corralero levanté la empalizada.
Santiago fue a verlo y comentó “aquí hace mucho calor”.
Llevábamos cinco días cuando Horacio vino con nosotros al río. Estaba
ansioso por ir. Se mostraba enfadado porque Juanita nos había llamado a
Santiago y a mí a la cocina para darmos coquillos y buñuelos. Juanita era prima
de Horacio y poco se llevarían en años. La recogió Balbina cuando una vaca
retinta se volvió loca por la mordedura de una víbora y estrelló a su padre contra la pared del establo.
En el río, un desafiante Horacio fue el campeón, cogió peces y culebras con
las manos, nadó de una a otra orilla sin respirar bajo el agua y buceó diez veces
seguidas hasta el fondo de las aguas con las manos cruzadas en la espalda. Yo
solamente me atreví a manifestar mi alegría porque la herida de la pierna no se
había abierto. La cura de mi madre había sido perfecta.
A la vuelta, Santiago comentó (imprudentemente) la historia del vagón.
Horacio propuso ir hasta allí.
–A la una pasa un tren correo, dijo, y podemos tomar gaseosas, hay un
cantinero a esa hora. Fuimos Horacio y yo. Santiago se excusó por el mucho
calor que hacía. Cuando llegamos el tren ya estaba parado en la estacioncita.
Se oían el silbo de la locomotora y pequeñas y sincopadas explosiones de vapor
que expandían humo entre las ruedas. E! cantinero nos dio una botella de gaseosa y nos acomodamos bajo la visera de la estación. Allí estuvimos hasta que el
tren se alejó. En el tiempo que duró la parada nadie subió ni bajó con celeridad,
74
el jefe de la estación cerró la puerta con llave, nos dijo que nos marcháramos y
montó en el asiento trasero de la Ducati del cantinero. En dos minutos desaparecieron. Yo me dirigí al vagón abandonado y subí a él. Horacio desde el suelo
inspeccionó mi obra y encontrándola sin interés, decidió volver a la casa
–Dile a mi madre que iré enseguida –le grité desde la plataforma– pero no
le digas donde estoy –añadí.
Sin perder tiempo, me dirigí al extremo del carromato, asfixiado de calor y
casi en la oscuridad. Me llevó tiempo encajar el portalón del gallinero en el resto
del fortín. Tras esta tarea corrí y salté en todas direcciones. Cansado, me tumbé
en el refugio y quedé adormecido. Me despertó un golpe seco que me estrelló
contra los tablones; Intenté salir pero el portón no cedió lo que provocó que me
asustase como un cachorro lejos de su madre. Como las cosas cuando se tuercen suelen venir encadenadas, el vagón comenzó a moverse hasta que alcanzó
una velocidad considerable. Estaba enganchado a una ruidosa locomotora con
dos vagones más formando un minúsculo tren mercancía con destino desconocido. El traqueteo terminó al amanecer. Por una rendija ví el cartel con el nombre de la ciudad donde había parado el convoy: Talavera de la Reina.
En pocos minutos oí golpes y exclamaciones abriéndose el portón violentamente. Con asombro contemplé a ocho descomunales caballos , resoplando,
piafando y agitando las patas por todas partes .Dos hombres fornidos, que no
dejaban de gritar, los introdujeron en el vagón, Me entró tal terror que de un
salto me escondí en la guarida. Los mozos no tardaron ni cinco minutos en colocar los caballos, echar forraje por suelo y cerrar el portón. Con voz quebrada
por el pánico pedí auxilio pero nadie me respondió. El convoy volvió a ponerse
en marcha. Estaba en una cárcel ambulante viajando por España.
La reata de garañones pronto se acomodó a los vaivenes y desplazamientos del quejumbroso vehículo. Como los equinos siempre había gozado de mi
simpatía y admiración me atreví a pasar la mano por los ijares y brazuelos del
caballo más próximo que era blanco y ventrón.
Cuando el trenecito paró por fin, en la estación de Delicias de Madrid,
estaba encaramado en su grupa, aferrado a la crin con una mano y con la
otra palmeándole el cuello como había visto que hacían los jinetes en los
concursos hípicos.
Así me encontró un mozo con gorro cuartelero al abrirse de nuevo el
portón, quien entre risas y exclamaciones, me llevó ante su jefe llamado
Cascales contratista de caballos de picadores para las plazas de toros quien
decidió que fuera con ellos a Las Ventas y allí entregarme a la policía. Durante
tres horas me esforcé en ser el mejor aprendiz de mozo de caballerías en el
patio de caballos de la plaza.
75
A la hora de la corrida, a un fotógrafo de El Ruedo a quien le contaron
mis desdichas, le hizo gracia el relato y decidió retratarme. La fotografía la
hizo estando yo montado en el caballo blanco, a mi lado los picadores de
Antonio Bienvenida, Rufete un bravo banderillero valenciano Benito Cáscales.
Al día siguiente se publicó.
Esta es la verdadera historia, ni mi padre era picador (y si así fuere, honrado estaría) como dice el Dr. Henarejos (pienso que maliciosamente) ni me escapé de casa en busca de fortuna como he leído estos días en el periódico El
Mirador de Las Cibeles.
76
Printemps
Jesús Gutiérrez Lucas
Seleccionado
77
Soñaba la primavera con el reverdecer de su floresta. Ansiaba su tupido
mantón de Manila para lucir ante las coquetonas y envidiosas mariposas. Pero
su suspiro era lánguido, pues el sol no se ponía de acuerdo en su corazón.
Ahora llovía, ahora nevada, ahora el frío, ahora la calma.
Posaba sus dedos en la lira, y las notas sonaban destempladas. Vivaldi dejaba de tener sentido, la floresta se pudría, ante el ataque indolente que tan
esquivamente le propinaba su amado.
Corazón de nata tenía Perséfone sobre su tocado, tan linda y esbelta, que
a todos los seres les ofrecía el fruto de su belleza. Beldad inocente que en la
madurez sería fruta clara, sana y pura para el reposo humano. El abrazo trémulo del amante desolado.
La caricia clara, de la ilusión y de la esperanza. Febo Apolo con su carro
alado sobrevolando en su alma. Tibia luz que emana, pero que le da aliento a
su sentimiento herido.
–Démeter, madre, ayúdame te suplico, no permitas que Hades me tenga
en cautiverio constante. Lloro y te imploro te apiades de mi sino, ¡qué será de
mí, desdichada y atrapada en tal horrendo suplicio! ¿Qué fue madre, qué
pasó con la promesa de Zeus tonante? ¿Ya tus lágrimas sólo fueron reflejos
de la Estingia? ¿Es justo ser esclava del indolente? ¿Por qué la fuerza, derrumba lo que no entiende, y apresa sin tacto aquello a lo cual dice más quiere?
Mis pétalos, madre, mis mejillas sonrosadas, ya son lívidas más que la de las
parcas; mis brazos y mis manos, yacen ocultas, marchitas y endurecidas del
daño, que en este mundo padezco; ¡y mi mirada!¡Oh madre, mi mirada! Ya
no tiene luz, ni ve claro por donde pasa, muero en tristeza. Si de mi pecho
hubiera de referirte más cruda verdad, no hallaría más expresión que el ácido
que en ella habita. Ya no sé, no soy dulce como era, ni en la pulpa mis caricias dejan exultante sustancia.
Démeter absorta en las palabras de su afligida criatura, miraba al cielo y en
triste llanto conmovido, así a su hermano de su hija la suplica elevaba. Como
78
ondas de sublime vibración tanta fuerza se clavó en el pecho del tonante, que
lloró compungido como no lo hubiera hecho nunca antes.
–Pobre Perséfone, no cayeron en el olvido las súplicas que tiempo atrás me
realizara tu madre. Pero no está en mí someter al Destino, pues no es tanto mi
poder, ni mi razonamiento llega a tan alto grado. Ve la tierra, no somos los dioses los que estamos dirigiendo el cambio, sino el Hombre, que loco y descontrolado ha aplicado sus artes en despreciar la mano de Physis. Presuntuoso ser,
niño y esclavo de sus actos, cuántas lágrimas no derramaría yo si no fuera por
lo impuro de mi estado.
¡Escuchad, oh vosotras que hacía mí dirigís tan amargo llanto! ¡No olvidéis
que Némesis vigila a dioses y humanos! Y en su justicia residen las leyes del
Cosmos. Si hoy, ingratos, con Hades creen tener el pacto sellado, creed que mi
hermano no tiene más poder que el que a un dios le es dado. ¡Enjugad ya vuestras penas y no dudéis de lo que os hablo! No está en mis manos desbaratar los
designios a los cuales yo también me hallo ceñido, pero sí entrever lo que sucede y cuales son los desastres que se avecinan para los mortales, por tal afrenta
a la Madre Naturaleza.
Quedáronse, madre e hija, sorprendidas ante tan profundas razones.
Nunca antes habían visto al padre de los dioses, tan humilde e impotente. Algo
había sublime en lo que había referido, que ellas como mentoras del cuidado
de los campos, les hacía restañar en su interior una vaga esperanza de remedio.
***
El talle de la anémona se retorcía, se alzaba y volvía sobre el movimiento
indicado, en la recolección de la vid que en su campo había. Ojos cándidos
tenía, luz clara de amanecer, había en su sonrisa el juego coqueto del alma que
sueña con querer. Su padre unos pasos atrás le instaba a no entretenerse que
faltaba mucho por racimar y la noche pronto vendría a finalizar la jornada.
Surcaban por la mente de la niña, pintorescos pensamientos, los cuales la
entretenían mientras inquieta aguardaba que llegara la hora final del día, para
volverse a encontrar con Antonio, su novio. Su pecho latía impaciente cada vez
que en él pensaba .
–“... no te llames Francisco, llámate Antonio. Que Antonio se llamaâaba
mi primer nooovio, mi primer noovio...” –canturreaba feliz y dicharachera.
Para ella, su Antonio, era guapo, alto, bien plantado y decidido.
Trabajaba en un taller mecánico reparando motos, bicis y maquinaria agraria.
A ella le resultaba muy gracioso verlo con su mono azul repleto de grasa, pues
le daba un toque de hombría, que le hacía estar muy sexy. “Este es mi hom-
79
bretón” decía. Y a continuación se apoderaba de su cara, con un pícaro y tierno beso en la boca.
El jefe de Antonio se llamaba Luis, un hombre forjado por la edad, de complexión robusta y mediana estatura, cabellos nevados y cortos, con mirada simpática y rictus irónico en los labios. Era de esas personas que inspiran respeto y
confianza al hablar.
–Antonio, muchacho, ¿ese motocultor cómo lleva las tripas?
–Justo me queda volverle a poner la cubierta, no era nada grave, perdía
líquido por un manguito que estaba mal prensado. Le he puesto uno nuevo, y
parece no dar ya problemas.
–Pues nada Antonio, date prisa en terminar que creo que una linda muchacha te está esperando en la puerta, y no está bien hacerse de rogar –le dijo guiñando un ojo.
–¡Luisa!¡Enseguida termino! –dijo para sí exaltado– Muchas gracias don Luis.
En el taller trabajaban don Luis y tres operarios: Manuel, Pedro y Antonio.
Era un humilde local, pero lo suficiente grande para atender a las necesidades
de un pueblo básicamente agrícola, en el que todos sus vecinos se conocían
bastante bien; tanto para lo bueno, como para lo malo.
Antonio, el tonico, conocido así por mote paterno. Hijo de Juan el
tono, el cual hacía años que no podía trabajar debido a una lesión lumbar
que lo retenía en casa, pese a sus ansias por el trabajo. Siempre le gustó el
campo, adoraba el viñedo, y veía como poesía épica el padecimiento del
frío matutino y del calor del mediodía. Era la lucha del Humano contra los
elementos, en su afán de domeñar y amoldar a la salvaje e indómita naturaleza. Abrir la tierra con los surcos del esfuerzo, sembrar la semilla, vida
que debe morir para renacer y recontinuar el ciclo de acto y potencia. Juan
siempre pensó que los seres humanos estaban faltos de escuchar la voz
íntima de las cosas.
–Hijo, el campo nos habla. Y mi espíritu sufre por no poder hacer nada por
él. Por las noches le oigo llorar, palidece, y eso enturbia mi calma. Algo le pasa
al tiempo, están las cosas muy revueltas. Las flores no nacen lozanas, ni los
mimbres despiertan tanta delicadeza. La uva ya no es tan dulzona y la verdura
no sabe a nada. Por las noches tengo pesadillas, la escucho hijo, la oigo llorar,
es una mujer joven, de piel muy blanca y cabellos color de trigo. De repente se
da cuenta de mi presencia, y me mira con un dolor que me atraviesa, entonces
me levanto sobresaltado, y con esfuerzo consigo arrimarme a la silla y trasladarme hacia el balcón. En donde consigo tranquilizarme un poco, al respirar el aire
frío de la noche mientras miro los viñedos.
–Padre, no diga tonterías. Ha pasado una mala noche, eso es todo.
80
–Tú piensas que tu padre chochea, tú y tu hermana. No comprendéis mis
palabras, pensáis que sueño despierto, que así evito darme cuenta de mi estado, y que me dejáis decir porque teméis contradecirme. Pero el campo está raro,
está sediento y necesitado. Antonio, a ti nunca te ha interesado la tierra, siempre has estado más pendiente de los motores, y si es tu hermana, mejor ni
hablar. Pero no me importa, porque mi afán y el de tu madre, que Dios la tenga
en la Gloria, era ante todo que fuerais personas de bien. Y me siento orgulloso
porque habéis crecido sin torceros. Tú decidiste quedarte conmigo, y Ana vivir
en la ciudad –hizo leve pausa mientras se humedecía los labios, y dijo sentencioso– Sabes que las cosas tienen su razón de ser, y que cuando algo no funciona, se remueven los cimientos y el edificio se cae.
Antonio se quedaba hondamente meditativo ante las palabras de su padre,
sentía que algo profundo quería decirle, pero él era incapaz de comprenderle.
Sabía que sufría, que en su interior padecía de profunda congoja, pero no sabía
si se debía a su impotencia para poder hacer lo que tanto le gustaba: trabajar
en el campo; o era fruto de estar tanto tiempo sólo sin la compañía de madre,
a la que tanto amó y amaba. Pues él sabía que su padre tenía una rara agudeza para captar los sentimientos, poco propia de una persona de educación ruda
y que había dedicado prácticamente toda su vida a la labranza.
En cambio Luisa, empatizaba a la perfección con su futuro suegro. Ella
intuía también la amarga verdad. El tiempo estaba cambiando, y los ciclos de la
fruta confundiéndose entre sí. “¿Tendrían que cultivarlo todo en invernaderos?” El panorama era bastante desalentador.
***
–Buenas noches señor Juan, ¿cómo se encuentra usted?
–Muy bien hija, ¡qué alegría el verte aquí!, siempre le digo a mi hijo que
te traiga más veces a cenar. Y él ni caso.
Ella sonrió y le dio un abrazo afectuoso, porque cuando dos almas son simpáticas necesitan para estar felices bien poco. Antonio estaba trajinando en la
cocina, mientras, Luisa hablaba con su padre.
–Dígame señor Juan, me ha dicho Antonio que últimamente tiene pesadillas. ¿Qué no se encuentra bien?
–¡Ay, Luisa! –dando un suspiro– Soy ya viejo y poco tiempo me queda de
estar entre vosotros –le pone un dedo en la boca ante el eminente gesto de
querer contrariar su afirmación, a la par que esboza una melancólica sonrisa.
–No te esfuerces chiquilla, y déjame terminar lo que quiero decirte.
–Bien, escucho.
81
–Tú como yo, eres labriega y por eso me siento contento, pues contigo
puedo hablar. Porque tú me comprendes y sabes lo que me digo.
–Sí, señor Juan. Eso es cierto entre las personas de un mismo oficio siempre nos entendemos mejor.
–Exacto –dice mientras posa los ojos pensativo a través de la ventana– Mira
esos árboles, ¿a qué son preciosos?
–Sí, me encanta verlos así, todo lleno de flores, parece que vayan vestidos
de boda –dice risueña.
–Pues bien, ¿a qué fecha estamos?
–A 20 de enero –en tono pensativo.
–¿Y cuánto falta para la primavera?
–Ya sé por donde quiere ir señor Juan. El tiempo está loco, y lo mismo dentro de dos semanas vuelve el frío y la flor se pudre y nos quedamos sin cerezas.
–Y ¿es esto normal? –clavando la mirada en Luisa.
–Pues no –mientras pierde la sonrisa– Dicen los entendidos que se trata del
“efecto invernadero”. No tengo muy claro de que se trata, pero se ve que estamos contaminando mucho y eso afecta a la atmósfera.
–Luisa. Sea lo que sea. Creo que hay personas que están jugando a ser dioses. En mis pesadillas, como tú las dices, lo que veo es una mujer llorar. No sé
que diantre puede significar eso, pero me trasmite una pena inmensa. Y a su
alrededor veo que todas las flores y plantas están marchitas, grises. De pronto
la mujer me mira, y siento tanto miedo que me despierto en seguida.
Nada bueno Luisa, nada bueno.
***
Orfeo ya no tañe su lira al son del vergel, para su sorpresa se alzan urbanizaciones como cíclopes. Devastando todo a su alrededor. Ya no hay náyades,
ni nereidas a las que cantar sobre aguas cristalinas, más bien todo es Leteo hacia
la laguna Estingia.
–¡Oh vosotros, seres ciegos e inconsecuentes! Trato de comunicarme de las
maneras más insospechadas, pero volvéis la cabeza de lado, sin prestar la atención que requieren mis ruegos. ¿A qué estáis esperando? ¿Cuál juego macabro
es éste que os entretiene impávidos? ¿Preferís que Némesis juzgue vuestros desmanes? ¿Tan locos e insensatos sois? ¿O acaso es tanto el orgullo que os posee
que no creéis aun ni en las más duras verdades?
–No malgaste fuerzas madre; sus ojos no ven, sus almas no sienten. Sólo
confiemos que al decidirse no sea demasiado tarde.
82
Historia de unas manos
José Navarro Pedreño
Seleccionado
83
Cierro el libro. Con ese dolor agudo, irritante, miro las yemas de mis dedos.
Aparece un tenue hilo de cálida sangre. Acabo de cortarme otra vez con esa
maldita hoja de papel ¡Malditas manos, como duele! Trato de relajarme al tiempo que chupo el corte producido y lamo mis heridas.
***
Eran tiempos en los que no había tiempo. Probablemente no había nada
ni nadie que midiera el paso del tiempo. En la nada estaba el todo. En el todo
estaba la nada. Entonces, comenzó el tiempo a transcurrir sin medida, surgieron las formas, los colores y la vida…
***
Y dijo Dios:
–He dado al hombre unas piernas para que esté erguido. Lo he levantado por encima de todas las cosas, para que pueda ir a donde le plazca
y pasear por el mundo que le he dado. Le he puesto un corazón protegido por un armazón de huesos fuertes, que le sirva para amar y para sentir que es amado, para que fluya la vida y la sangre corra por sus venas.
Le he dado inteligencia y la he situado en su lugar correspondiente, en lo
más alto, para que use el entendimiento y la razón, que ambos guíen
todos sus actos.
***
Otra vez vuelvo a abrir el libro con desgana. Este tema no me entra. No
entiendo porque existen las bibliotecas. Basta con que nos pongan un “ordenata” a cada uno y a correr. Seguro que antes lo pasaban mejor sin tanto que
84
estudiar. Todo el día por ahí, buscándose la vida y usando estas manos. Aun me
escuece el corte ¡Coño!
***
Sentía Dios que faltaba algo en el hombre. Mucho tiempo había consumido en su desarrollo y, sin embargo, seguía faltando algo con lo que pudiera
estar por encima de todas las cosas. Faltaba con qué dominar a los otros seres,
amar, sentir, y hacer realidad su entendimiento, razón y saber.
Así, Dios decidió hacer los brazos, imaginando unas piernas situadas entre
su corazón y su mente pero con nuevas habilidades. Ya que podía andar erguido, estas extremidades se verían libres del peso del cuerpo.
Como sucedió con las partes anteriores, tomó arcilla y la modeló. Pero llegando al final de la extremidad que estaba amasando, no supo bien como terminar. No podía ser como los pies, hechos para aguantar una presión indeseable, aunque… Decidió pensar qué hacer. Miró a los animales que ya había creado y, fijándose en algunos de ellos, dijo:
–Poderosa zarpa tiene el león. Fuerte es y, cuando saca sus uñas, nadie
puede escapar de ellas. Capaz es de derribar una cebra de un fuerte golpe,
pero… no. Creo que no es eso lo que quiero para el hombre.
Mirando al cielo vio volar majestuosamente un águila, cuya silueta cortaba
el azul inmenso de ese sexto día. Entonces reflexionó:
–¡Qué maravillosas garras le he dado! ¡Qué alas y vuelo majestuoso! Tal
vez podría yo al hombre poner esas garras para que cogiera y no soltara aquello que quisiera. Tal vez, alas para remontar bien alto. Pero en verdad, no se si
quiero para el hombre que mantenga firmemente apretado todo y sea incapaz
de soltarlo, o que levante las piernas de la tierra, que es su madre amada y de
la que surge y a la que vuelve.
Insatisfecho con la garra, volvió Dios la cabeza al suelo y vio al elefante.
Este, avanzaba con paso firme y fuerte, y nada se interponía en su avance.
–Esas patas son realmente un alarde de magnificencia y muestra de gran
poder, nada detiene su paso, y lo que se interpone es aplastado sin miramientos. Abre caminos que otros después usan. Pero…, no se, quizás tampoco quiero eso para el hombre.
Pasó casi todo el sexto día pensando qué hacer y qué era aquello que buscaba del hombre. Mirándose a sí mismo, como quien mira un modelo del que
saca una copia, decidió lo que quería para el hombre. Miró a sus propias manos.
***
85
Por fin he podido terminar de leer el tema. Ahora tengo que preparar un
esquema y un resumen. Esta vez no fallaré, del cinco para arriba, seguro. Entre
sus dedos aferraba con fuerza el “boli” y trazaba con cierto nerviosismo sobre
el papel reciclado, con ese sonido que rasga y termina convirtiéndose en una
monótona sintonía de fondo, que aturde, que cansa…
***
En la mano, expresaría todo lo que necesitaba el hombre para ser feliz y lo
que le pedía para que cuidara de la creación. Empezó a modelar:
–El hombre debe ser fuerte y poder agarrar las herramientas que utilice.
Pues fuerte será su primer dedo, el pulgar. Servirá para enfrentarse a los otros
dedos y mantener con firmeza lo que desee en sus manos.
Siguió amasando barro, y:
–Aquel que domine todas las criaturas debe ser justo. Hagamos otro nuevo
dedo que le recuerde la justicia, la rectitud, y muestre el camino a seguir. Así,
Dios creó el índice.
Pero pensó Dios que no hay justicia sin amor, así que en el centro de la
mano situó con barro el siguiente dedo:
–El centro del hombre lo debe ocupar el amor. Debe ser el más grande. Así
se manifestó y, con un poco de barro, hizo el dedo más largo en el centro de
todos, el dedo corazón.
Pero Dios quería algo más del hombre.
–Si el hombre es firme, justo y actúa a la luz del amor, debe ser un hombre comprometido. Hagamos que el compromiso se plasme en su mano. Así, el
dedo anular surgió junto al corazón, para que sirviera de vínculo y relación entre
el hombre y los principios.
No queriendo que el hombre fuera un ser soberbio, y que siempre recordara que, al fin y al cabo, su paso por la tierra era corto y tenía que dar frutos,
dando paso a otros nuevos hombres, creó por fin el último dedo.
–Quiero que recuerde que es un ser débil a pesar de todo lo que le he
dado. Que en su debilidad está su fuerza, que la justicia es la protección de los
débiles, que el amor es el vehículo y el compromiso de la protección.
Así, surgió el meñique. Dedo que aún no sabemos bien qué utilidad tiene,
pero que está ahí, recordando nuestra ternura.
Acabó al hombre y quedó satisfecho.
***
86
Pasó el tiempo y, con él, el hombre decidió usar la mano como le viniera
en gana, sin recordar para qué la tenía en aquellos brazos que, junto a su corazón y cabeza debían regir y ejecutar sus actos.
Así usó la fuerza, no para dominar a las bestias sino para atacar al hombre. Y con la fuerza destrozaba a los de su propia especie. Incluso, llegó a utilizar el pulgar para señalar la muerte de sus semejantes.
Con el índice marcó y humillo a los demás. No servía para indicar el mejor
camino a seguir. De repente se convirtió en el dedo acusador, con el que crear
diferencias entre las personas. De ese modo, de las tribus pasó a los clanes, a
las familias,…, a los grupos exclusivos, para volver a las tribus y así entrar en una
continua vorágine de barreras, diferencias y fronteras, separar a los hombres
como quien separa el ganado.
El corazón, aquel dedo del centro de todo, se perdió en la oscuridad de las
disputas y las guerras. Pronto el hombre descubrió lo bien qué se asían las armas
con ese dedo tan largo, hasta llegar a convertirse en el símbolo de desprecio,
mandando a tomar por culo, solamente con levantarlo hacia arriba con el resto
de dedos cerrados… Y se olvidó del amor.
El anular comenzó a resultar vergonzoso. Ese dedo en el que debía llevar el anillo de su compromiso. Comenzó por taparlo, ocultarlo, y pronto llegó a quitárselo
con cualquier excusa. Resultaba muy duro mantener un principio, o tal vez dos.
El meñique lo quebró. Ese maldito dedo que recibía golpes, que se enganchaba con las manecillas de las puertas y que a la hora de escribir, hasta resultaba molesto. Claro, que aquellos que lo levantaban con cierta gracia eran de
la otra acera ¡Cómo poder distinguirlos! Como si la calle no se pudiera cruzar
de vez en cuando o para siempre.
***
Me duele la palma y el antebrazo. He escrito todo lo que sabía en este
papel blanco. No se si será suficiente. Siempre salgo del examen con euforia.
Tengo que haberlo aprobado ¡seguro! Cuando veo las notas en el tablón me
derrumbo. Me apoyo en la pared con mis manos.
***
Así, la mano, que era una buena idea como tantas otras, con el paso del
tiempo y el mal uso, acabó convertida en lo que no era.
Ya no servía para apretar la mano del otro, para abrazar y acariciar, para cuidar al niño, para sembrar la semilla o para dar alimento, para el saludo, para
87
mostrar las manos blancas de la paz, para ofrecer, para abrir la puerta al que me
acompaña, para ceder el paso, para dar una palmadita en la espalda y mucho
ánimo, para apoyar la cabeza sobre ellas y soñar, para levantar al débil o al que
ha tropezado, como guía y apoyo, para juntarla con la boca y llamar al que está
lejos o mandarle un beso, para recibir y dar, para aplaudir lo bien hecho, para
sentir el barro, la piedra, la madera y crear, para limpiar el asiento del anciano,
para pintar el cielo, para rozar el cabello y hacer caracolillos al tiempo que se
esboza una sonrisa, para dejar un hueco al amigo, para acompañar en la fiesta
y bailar, para descansar el maltrecho cuerpo y rozar el suelo al agacharnos, para
dar calor y amor, para construir un techo y acariciar al perro, … para tanto.
***
Llego al tablón titubeando. Dirijo mi mirada buscando mi número de DNI.
Sigo con el índice la línea trazada y… he aprobado. Por fin. Mis manos suben al
cielo y casi lo puedo tocar. Suelto un pequeño grito, enseguida ahogado. Aplaudo,
abrazo, chocan las palmas, hago viento con más manos… Tomo esa cerveza y la
llevo a mi boca. Saludo a un amigo. Lanzo un beso y un guiño al aire. Llamo a mi
amiga. Nos tumbamos en la hierba y la acaricio. Acaricio la hierba… y sus manos.
Hago surcos en la arena, trazo garabatos. Me apoyo y nos levantamos…
***
La vida acaba haciendo surcos, durezas, asperezas, heridas y cicatrices en las
manos. En las que han vivido y en las que han amado, en las que se han dado.
***
Otra vez, vuelvo a la misma biblioteca. Me acerco al estante, cojo el libro y
lo abro. Aparece un nuevo tema y sin querer me miro las manos. Aun tengo un
pequeño trozo de hierba incrustado en mis uñas. Lo arranco… pero no. Pienso
en lo que hacen mis manos…
***
¿A qué espero para poder volver a rozar la hierba y a la persona a quien amo?
88
Ríos de luz
José Luis Neira
Seleccionado
89
Recordamos lo que nunca sucedió
C. Ruiz-Zafón
Brillaban en la noche como ópalos, y las luces de la bóveda, que formaban
un arco sobre nuestras cabezas, se reflejaban en ellos formando una pequeña
hilera de puntos que se agrupaban en su iris. Era imposible dejar de mirar aquellos ojos. De hecho, es imposible dejar de mirar los ojos de una persona que se
está muriendo. En ellos se agolpan en tropel secretos inconfensables, susurros
nunca pronunciados, pasiones oscuras, deseos insatisfechos, placeres logrados,
besos nunca dados, actos nunca realizados y misterios póstumos. Allí estaba
aquella mujer a mi lado, tumbada, desangrándose a través de aquel enorme
hueco en su pecho, que rompía la simetría de su bello cuerpo. El arma que había
abierto aquel orificio estaba entre sus piernas, ensangrentada y desafiante, brillando con las luces de la bóveda, y empapándose con la lluvia que estaba cayendo. Había cogido su mano, acariciándola, mientras con la otra intentaba tapar
aquel jirón de carne húmeda y caliente, por el que la vida se le escapaba entre
estertores. Su cuerpo se estremecía a cada instante; su boca se entreabría intentando apresar todo el aire que había alrededor, como si en ello empleara sus últimas fuerzas; y los orificios de su nariz dilatados, aleteaban incesantemente. Sus
ojos eran verdes, y se movían incansables, pero lentamente, de un lado a otro.
Su cara ovalada y sus facciones, con dos hoyuelos en cada mejilla, eran suaves y
delicadas. Estaban frías al contrario que su frente, que ardía bajo el pañuelo
húmedo que puse sobre ella. Su pelo rubio y rizado, se extendía sobre el suelo
mojado, formando una suave alfombra alrededor de su cabeza. Intenté calmarla, mientras apretaba con más fuerza el vacío que se abría en su cuerpo.
–He llamado a los servicios de urgencia, vendrán enseguida. No te preocupes.
No es nada, la herida curará; no parece haber afectado ningún órgano importante.
Su mano apretó con más intensidad la mía, mientras sus ojos verdes, que
seguían reflejando incansables aquellos ríos de luz, anhelaban poder asirse con
90
mayor fuerza que lo hacía su mano, a la vida que se le escapaba a borbotones. Su
expresión cambió de repente, sus ojos parecieron pararse aún más, se quedaron
fijos mirándome; ahora ya no había anhelo en ellos, había miedo y horror, mientras sus piernas y su cuerpo se relajaban. Su mano seguía apretando la mía, los
labios permanecían entreabiertos, y su nariz aleteaba con más fuerza, pero los
pequeños ríos de sus ojos, ya no fluían, ya no reverberaban en aquel verde intenso y profundo. Un espasmo sacudió su cuerpo, que se relajó aún más; mi mano
sintió un escalofrío, y aquellos dedos largos y húmedos se escaparon de entre los
míos. La lluvia siguió cayendo, mientras sus ojos, secos de luz, miraban sin ver hacia
la bóveda azul, donde los anillos de Saturno extendían su largo manto por el cielo
de Titán. La gigante roja solar se elevaba dando paso a un nuevo día, y se reflejaba en el pelo de color oscuro de Sara, que posaba su mano sobre mi hombro.
–¿Qué te parece? –preguntó el orondo Leo.
–No lo sé, es muy real, pero no aparece nada de lo que a nosotros nos
interesa. Es simplemente cómo lo ha visto él, y el hecho de que Susana Illera
aparezca muriéndose... Hay otra mujer, esa tal Sara, que aparece al final...
–¿¿¿Quéeeee???, ¿¿No te parece poca información saber que tenemos el
caso de Hellike Hill resuelto??. ¡Decker, llevábamos más de dos meses investigándolo!. Esa famosa actriz, Susana Illera, había aparecido muerta en los alrededores del sector universitario, con polvo hasta en los pezones de sus preciosas tetas, y llena de condones comprados en Venusland. Resulta que además de
actriz, y no sé muy bien cómo, ¡y no digas nada Decker! –Leo movió un dedo
desafiante–, la susodicha Susana era amiga íntima del jefe del sector; y... ¡ya
está!, el caso parecía sencillo: otra joven y guapa actriz, de vuelta de todo y cansada de la fama y de estar metida en esta mierda de luna, decide tener una
noche de sexo y evasión en este jodido sector, y alguien, ¡no sé quien, ni me
importa!, se va de la raya en esa orgía y aparte de follársela, se la carga y la
abandona. ¡Pero no!, el jefe del sector no lo ve tan claro...
–Al contrario, yo diría que lo veía muy oscuro –interrumpió Decker la perorata de Leo, mientras sonriente, apretó contra su paladar aquel nuevo coffeesweet, que acababa de desenvolver.
–¡¡¡Déjame acabar, Decker!!! El jefe del sector pone a trabajar a la mitad del
departamento en el caso; pero no hay nada en claro, ninguna pista, salvo un enorme agujero en el cuerpo de la actriz, por el que se desangró, y un montón de polvo
en su sangre. ¡Sólo eso, y una bonita mujer bajo tierra!, y después de dos meses
de estar haciendo el tonto ... ¡plassss! –Leo dio una fuerte palmada delante de las
narices de Decker–, de repente, uno de los backupdummies de,... ¿cómo coño se
llama?,... –Leo buscó en la mesa, entre un montón de papeles, murmurando y
blasfemando– ¡ahhhh!, ¡¡aquí está!!, ... ¡de la compañía Brainwell! ... muere en
91
un accidente de tráfico con su motspid, se destroza la cabeza, nos lo traen para
hacerle la autopsia, porque los frenos de la motspid estaban cortados... y el forense descubre que es uno de esos vertederos de memoria que ha creado genéticamente esa compañía y que tiene en su memoria la muerte de la actriz. Por cierto,
¿por qué coño querrá alguien que se le haga la autopsia a un individuo que se deja
los sesos en el asfalto de esta puta luna, aunque su moto haya sido saboteada?.
Decker miró a Leo entre complacido y sorprendido.
–Porque podría haberse matado por cualquier otro motivo, Leo. En cualquier caso, no podemos usarlo; el Acta 532, impide que podamos usar la
memorias borradas de un dummy.
–¡¡¡¡Efectivamente, tú mismo lo has dicho!!!, las memorias borradas, pero
este individuo, a pesar de ser uno de esos vertederos de memoria, no tenía nada
borrado como el forense ha comprobado; ¡eso que has visto con tus propios ojos
son sus memorias!., ¡sus memorias reales, intactas!, o mejor lo que queda de
ellas..., pues su cabeza era un montón de carne. O sea que: –Leo extendió la palma
de su mano delante de la cara de Decker, mientras que con el dedo índice de la
otra señalaba los dedos de la primera –(a) no estamos infringiendo el Acta 532; y,
(b) dado que no hay nada borrado en esa cabeza suya, él fue el asesino, porque
no hay nadie con Susana Illera cuando está agonizando, y..., además, ¡a sus pies
está el cuchillo que le hizo ese socavón entre las tetas, como tú mismo has visto!.
Decker se levantó, dio una vuelta alrededor de la mesa donde él y Leo habían visto el volcado de la cabeza del muerto dummy, y miró fijamente al calvo inspector, que se pasaba la mano regordeta por su cabeza sudorosa y brillante.
–Eso no prueba nada, Leo, y ambos lo sabemos: sus memorias, o parte de
ellas pueden haberse perdido en el accidente; lo único que sabemos es que ese
dummy estaba allí en aquel momento, y que al parecer quería ayudarla. ¿Has
oído lo que le dice?.
–¡¡¡Sí!!!, lo he oído perfectamente, pero ya has visto donde estaban, estaban en el extremo sur del sector universitario, al comienzo de la bóveda, la sección más cercana a Venusland. No había teléfonos ni el dummy tenía un móvil,
¡no llama a nadie en sus memorias!. Eso prueba que le estaba mintiendo, y
encima el hijo de puta se regodea en su muerte, ¿has visto como la observa?.
Se diría que encuentra placer en ver como muere.
–Aún así, insisto, eso no prueba nada, Leo. Hay que mirar todas las memorias del dummy.
–¿Y para que crees que te he llamado, Decker?. Ese será tu trabajo de ahora
en adelante. Has de verte todos las memorias de ese individuo, o lo que el forense
haya podido rescatar de ellas. Averigua además quién coño es esa tal Sara, de la que
tan solo vemos su mano; puede haber intervenido también. Pregúntale, a la mujer
92
del dummy, iba con él en su motspid...; está en el hospital, ve con cuidado y tacto,
a lo mejor tenía otro conejo que mantener y la pobre mujer no tenía ni idea –Leo
sonrió burlonamente mientras se tocaba la entrepierna del pantalón. –Ten cuidado
con esas memorias, Decker; las memorias no duran mucho, ya lo sabes, no se pueden guardar en dispositivos digitales durante mucho tiempo, desaparecen y no
queda nada de ellas,... y eso con suerte que era un dummy, si no ni eso. A ti y a mí
nos cosen en cualquier calle de este maldito planeta y no queda de nosotros nada
para el recuerdo. ¡¡¡Jodidos dummies!!! –murmuró Leo entre dientes.
Leo salió de la puerta de la oficina de Decker riendo a carcajadas mientras sus
manos se posaban sobre los bolsillos del pantalón de su enorme trasero. Decker lo
siguió con la mirada; dejó de ver su enorme forma, pero aún así podía seguir oyendo su risa metálica. Miró por la ventana, hacia la bóveda y los anillos del planeta
cercano, que omnipresentes, los vigilaban. Saturno era inmenso, enorme, llenaba
todo el cielo, y llenaba también todas sus vidas, todas las vidas de los humanos que
habitaban Titán. En Titán había muchos gases, pero el oxígeno no era uno de ellos,
aunque había agua; el agua se usaba, en estas primeras fases, fundamentalmente
para colonizar nuevas regiones de la pequeña luna: primero colonización, adecuar
el pedregoso y arisco terreno; y, en segundo lugar, más tarde, descomponer el
agua, para respirar. En unos pocos miles de años, las bóvedas no harían falta, porque la terraformización del planeta habría concluido: el oxígeno creado por las
plantas, llegaría a todos los lugares, y sería retenido por la gravedad de la pequeña luna; pero de momento, esto era lo que había. De momento todo era sucedáneo, no era real, tan sólo sustitutivo, como esas gelatinas de café o de tabaco que
tomaban. Decker, aspiró profundamente lo que quedaba de su coffeesweet, esperando poder aprovechar hasta el último resquicio de cafeína en el pequeño caramelo. Miró a la enorme bola de fuego roja, que al otro lado de Saturno, ocupaba
la bóveda. El Sol ya no era amarillo, se había transformado, después de agotar su
combustible, en aquella bola de fuego rojiza que calentaba más y mejor que antes,
pero que había crecido tanto, que había engullido a la Tierra y los planetas interiores del Sistema Solar, y había hecho que sus habitantes emigraran, colonizando
otros mundos. Titán, había sido el primero, pero ya existían otros, en las lunas alrededor de Júpiter y Saturno. En su migración hacia lugares más seguros, los humanos habían traído con ellos no sólo a las especies animales de la vieja Tierra, sino
también algo más suyo: sus viejas rencillas, sus ancianos deseos, sus pasiones y su
naturaleza, y por tanto, sus leyes. Y para eso estaba él allí.
Decker se dejó caer en el sillón. Aquel caso de la actriz no le gustaba, había
todavía muchas cosas inconexas y no estaba seguro de lo que podría encontrar;
es más, le atemorizaba que Leo tuviera razón. Sería demasiado fácil, pero si el
dummy era el asesino ¿por qué no se había deshecho de esos recuerdos?, y si la
93
había asesinado, ¿por qué lo había hecho?, ¿por qué no aparecía el asesinato en
sus memorias?. No, no tenía sentido; los dummies eran totalmente inofensivos,
estaban diseñados genéticamente para ser pozos sin fondo de memorias ajenas,
pero no de las suyas propias, no eran más que cubos de basura de desechos perdidos, sin deseos de herir a nadie. No encajaba nada, por mucho que Leo se
empeñara en arreglarlo. Se arrellanó en el sillón, y se dispuso a ver las otras
memorias que el forense había podido rescatar del dummy, antes de que desaparecieran del registro digital. Encendió nuevamente el monitor, mientras la vida
de aquel dummy, o lo que quedaba de ella, se desplegaba ante sus ojos.
***
El edificio de Brainwell era enorme, alcanzaba los quinientos metros de
altura y se rumoreaba que la antena en lo alto de la azotea permitía tocar con
la punta de los dedos la bóveda. El edificio estaba completamente acristalado,
y aunque no dejaba ver su interior desde afuera, sus ocupantes podían disfrutar de una espectacular vista del sector y prácticamente de toda la bóveda. Los
ascensores adosados a las paredes externas del edificio, se convertían en uno de
los mejores miradores de la misma.
Decker había pasado toda la mañana mirando las memorias del dummy
muerto antes de que desaparecieran para siempre. Lo que el forense había podido rescatar no era mucho: la noche en que Susana Illera fue asesinada, el dummy
había estado en una fiesta en Venusland. La fiesta había sido pródiga en bebida
y drogas y había terminado en un tugurio de mala muerte muy cerca del sector
universitario, llamado Prickbar. Las memorias de aquel sitio dejaban paso a la
escena que Decker y Leo habían visto, pero en ninguna de ellas, ni en las anteriores, había indicio alguno de Susana Illera: la actriz sólo aparecía en aquella escena. El resto de memorias eran de la vida privada del dummy: un individuo tranquilo, con un trabajo en las minas de wolframio en el sur del planeta; con una
bonita mujer, morena y de ojos azules, con la que estaba casado desde hacía
nueve años, y la cual desconocía que su marido era un dummy. La mujer se llamaba Sara, y era la que había apoyado su mano sobre su hombro, aquella noche.
La mujer trabajaba como enfermera en el hospital del sector, a pocos metros de
Brainwell. Lo que quedaba de las memorias del dummy estaba perfectamente
ordenado. Uno pensaría que estaban dispuestas a propósito en ese orden determinado: la vida de aquel dummy había sido inmaculada hasta aquella noche.
Decker suspiró mientras el rápido ascensor, adosado a la pared inclinada, se
elevaba más. La enorme velocidad proporcionaba la gravedad extra para mantenerle en posición vertical, mientras el elevador ascendía por el tronco de cono que
94
formaban las paredes del edificio. Los edificios recortados, informes, hechos a
retazos, se destacaban sobre un cielo plomizo que desdibujaba sus contornos:
amenazaba lluvia, pero el sol rojo de detrás de la bóveda seguía dando calor.
Detrás de la bóveda, sobre el suelo de la luna, se veían los otros sectores, pequeñas verrugas, pequeñas cúpulas que se extendían a lo largo del planeta, y que se
comunicaban, a través de los trenes subterráneos, que las alimentaban. Seguro
que desde las naves que aterrizaban, aquella sucesión de bóvedas alineadas y perfectamente iluminadas, formando surcos, parecerían ríos luminosos. ¿Llovería
también en esas otras bóvedas? –pensó Decker. La lluvia había sido una de mejores ideas para conseguir terraformar Titán y variaba la, en otro caso, monótona
sucesión de días iguales encerrados dentro de una gran “pajarera”. Decker miró
a la enorme bóveda, mientras desenvolvía el enésimo nicotinesweet del día. Había
solicitado, antes de comer, una reunión con Nick Ros el ingeniero genético jefe de
Brainwell. Necesitaba saber más detalles de cómo funcionaban los dummies.
–Buenas tardes, detective Alan Decker. El Doctor Ros le espera, sígame,
por favor –una amplia sonrisa devolvió a Decker a la realidad cuando las puertas del ascensor se abrieron. La joven que estaba delante de él, era preciosa. Sus
ojos y labios, ligeramente ovalados, eran los imanes de una cara enmarcada por
una enorme cabellera negra. Su cuerpo estaba perfectamente moldeado, y un
vestido ajustado de color azul oscuro, la ceñía al milímetro. Aquella mujer no
andaba, flotaba sobre el suelo enmoquetado, delante de la mirada absorta de
Decker, que la siguió sin pestañear y sin poder separar sus ojos de aquel bello
cuerpo que se movía delante de él.
–Es una de nuestras mejores creaciones, es Laura Right, el prototipo 8
–dijo Ros una vez aquella mujer hubo salido del despacho y los hubo dejado
solos–. Está diseñada para que los visitantes se sientan cómodos, y esa –Ros
sonrió a Decker– es la mejor arma cuando uno viene a negociar algo a este edificio. Tendría que ver el prototipo 9, está diseñado para el placer y me imagino
que será todo un éxito en los diferentes Venuslands de cada bóveda. ¡¡¡Y el
10!!!!!, el 10 es mi obra maestra, es algo así como una encantador de serpientes, es capaz de convencer a cualquiera de hacer lo que ella (o él) desea, unido
a unas formas espectaculares. ¡¡¡¡Son las sirenas de Ulises, en versión masculina o femenina, mi querido amigo, pero con piernas!!!!
Ros era un hombre menudo, de apariencia afable, con unos ojos aviesos,
y una barba corta, rala, canosa y perfectamente rasurada. Su pelo, ya canoso
también, dejaba entrever una bien disimulada calvicie en su perfecta cabeza. A
veces se encogía sobre sí mismo, entrecerrando sus pequeños ojos y frotándose las manos, como un felino que estuviera a punto de saltar sobre su presa y
se relamiera de gusto por lo que va a venir después. Vestía una bata blanca,
95
impecable, para ser un bioquímico que pasara muchas horas trabajando en un
laboratorio, debajo de la cual se veía una corbata a rayas.
–Venía a que me hablara de otro de sus grandes diseños –Decker extendió su mano hacia Ros, que la estrechó rápidamente– o de su compañía: los llamados backupdummies.
–¡¡¡¡Ahhhhh!!!, pensé que le interesaban más otros aspectos de nuestra
empresa más, digamos, terrenales..., señor Decker. Los dummies son la solución
para vivir en Titán, desde los primeros tiempos de la colonización. Vivir en Titán era
en aquellos días muy duro: había que empezar a construir las bóvedas antes de que
el Sol engullera la Tierra; había que empezar a obtener minerales y los primeros
terraformadores necesitaban olvidarse de que estaban lejos de casa. Se nos ocurrió
que lo mejor era diseñar genéticamente personas que pasaran largas temporadas
en la Tierra, que acumularan sus experiencias, y que se las transmitieran a otros
seres humanos. Estaban diseñados para que sus experiencias no se olvidaran, y lo
que era más importante, fueran capaces de transmitírselas a otros humanos de
igual a igual. Eran películas vivientes, pero también eran humanos como los demás;
en cambio, sus neuronas alcanzaban hasta el último rincón de sus cuerpos, y era
eso lo que les permitía pasar y compartir sus memorias. Como todo ser vivo, algunos de ellos mutaron, conseguimos aislar esas nuevas mutaciones, y descubrimos
que estas nuevas variantes eran capaces no sólo de hacer pasar sus memorias, sino
de recibirlas por parte de seres humanos. Lo divertido –Ros soltó una carcajada descomunal y sonora– , ¡¡ja, ja, ja!!!, lo bueno,...¡¡ja, ja, ja!!..., discúlpeme..., era que
estas nuevas variantes eran más longevas que las anteriores, y para nosotros eran
mejores desde el punto de vista económico, con lo que aislamos el gen causante
de esa nueva habilidad, y diseñamos los nuevos prototipos con esa mutación.
Mayor cantidad de dinero para nosotros, porque los gobiernos de las colonias planetarias pagaban más por estas variantes. ¡¡¡¡¡Ahhhh, pero los humanos somos
increíbles!!!!! –Ros movió un dedo hacia un lado y otro, y empezó a cerrar sus
pequeños ojos– y pronto nuestra perversión acabó usando estos nuevos dummies
como un sitio donde guardar nuestras memorias..., sobre todo las que no deseábamos, ... las buenas eran para nosotros y las malas para los demás. Los dummies
ya no eran películas vivientes de otros mundos, eran cajas de memorias volcadas
de alguien que no las quería. Hubo que desarrollar el Acta 532, para que nadie
pudiera ser inculpado por sus propios vómitos memoriales sobre un dummy y hubo
que limpiar a los pobres dummies de vez en cuando de las memorias no deseadas,
si no –la figura de Ros hizo un gesto despreciativo con su brazo– acababan con
paranoias esquizoides. Tantos malos deseos, tantos malos actos,.. eran demasiado
para los pobres seres, les creaban conflictos,... eran –Ros miró al enorme techo de
su despacho– ¿como decirlo?, ¡demasiado humanos!. De tal forma que cada cier-
96
to tiempo aquí en Brainwell, les hacemos un limpiado, y extraemos esas memorias
con otros viejos dummies , viejos prototipos, que ya nadie quiere y que al rato –Ros
se encogió de hombros– liquidamos. Es una especie de revisión periódica para
ellos, por su seguridad y por la nuestra..., ¡no es conveniente tener encerrado en
una bóveda un paranoico!. Las memorias de los dummies..., quiero decir, las
memorias deshecho, las que les han sido pasadas por otro humano porque no las
deseaba,no pueden ser volcadas de vuelta, o de nuevo, hacia un ser humano, sólo
pueden volcarse sobre otro dummy, que posee un sistema neuronal idéntico al
suyo; únicamente en caso de paralización instantánea de las constantes vitales, de
una muerte súbita, a fin de cuentas, dichas memorias pueden acumularse en un
dispositivo digital, pero aún así no por mucho tiempo...., pero no sabemos muy
bien el porqué –Ros acarició su barbuda barbilla pensativo–, quizás la memoria es
nuestra alma... –Ros miró a Decker mientras se frotaba las manos–. Como tampoco sabemos por qué se forman esos puntos luminosos en los iris de los dummies y
de los humanos con los que se produce el volcado cuando éste está ocurriendo.
Debe ser una información eléctrica..., ¡el alma en forma eléctrica, en forma de bits
iluminosos de información!... –Ros se volvió a encoger de hombros.
Decker no dijo nada de que los forenses policiales con los que trabajaba
ya sabían eso. Simplemente se limitó a asentir con la cabeza y a preguntar.
–¿Guarda registros de qué dummies han sido limpiados?.
–¡Por supuesto!, todos los que vienen aquí a deshacerse del volcado, de
los deshechos que otros humanos les han pasado, de esas acciones que no
deseamos, son registrados. Es más están diseñados para que en cuanto se produzca un volcado acudan, tan pronto como sea posible, a Brainwell. El volcado
desde un humano es siempre voluntario, si no los sistemas neuronales no son
activados, pero,... je, je, je, –nuevamente la risa de Ros llenó el enorme despacho–, esa voluntariedad pude ser económica o de otro tipo. Nunca hemos
intentado averiguar los motivos particulares detrás de cada volcado. A fin de
cuentas son humanos como nosotros –exclamó, en un media sonrisa, Ros.
La menuda figura de Nick Ros se abalanzó sobre un ordenador y tecleó
algo, que al rato apareció impreso y que pasó a Decker.
–Aquí tiene una lista de las limpiezas de los dos últimos años, por meses,
de todas las bóvedas de Titán.
Decker escudriñó con atención la hoja y vio que entre aquellos nombres no
estaba el del dummy que había muerto. Guardó para sí aquella observación y
decidió inmediatamente lo que tenía que hacer. Se despidió del doctor Ros, que
le acompañó hasta la puerta de la oficina. Nick Ros se despidió de él de forma
extraña, no quiso darle la mano, le golpeó suavemente la mejilla con la palma de
la mano, en un gesto amistoso, y sonrió, murmurando algo inaudible. En la puer-
97
ta estaba otra vez Laura Right, que nuevamente le llevó hasta el ascensor donde
se despidió con un suave beso en su hirsuta mejilla. El ascensor iniciaba ahora su
vertiginoso descenso desde las alturas del despacho de Ros. ¡Ese cabrón debía
de tener el despacho en la última planta! –pensó Decker, mientras se pasaba la
mano por la áspera mejilla. Desde el ascensor podía contemplar el otro edificio
alto del sector hacia donde, había decidido, se encaminaría ahora: el hospital
Saint Judith. En aquel hospital, el único de la bóveda, era donde Sara trabajaba
y donde había sido ingresada después del accidente.
***
El hospital estaba impoluto, y un tenue olor a desinfectante impregnaba
los vacíos pasillos. Decker entró en la habitación; estaba desierta salvo por la
alta y ancha cama colocada en el centro, de la que colgaban multitud de diferentes monitores. Había una silla en la cabecera de la cama. El suelo estaba frío
y la ventana entreabierta, próxima a uno de los extremos de la bóveda, dejaba
pasar la luz de la calle filtrada a través de las cortinas. Decker se extrañó de no
ver a nadie y de aquel despliegue de tecnología. En el centro de la cama estaba Sara, que parecía desasistida, aún a pesar de tener todos esos instrumentos
alrededor. Estaba despierta y sus enormes ojos azules, delimitaban una cara
angulosa. El pelo, delicadamente peinado, caía sobre sus hombros en forma de
ondas. Decker no la recordaba así de las borrosas imágenes que había visto de
la memoria del dummy, es más, su cara le recordaba vagamente a la voluptuosa Laura Right, si no fuera por aquellos insondables ojos azules. Todo era demasiado perfecto en las memorias del dummy, incluso su mujer –pensó Decker.
Sara, según averiguó Decker, durante el rato que estuvieron hablando,
conocía la muerte de su marido, y que la motspid había sido saboteada, aunque no se sorprendió por ello.
–Su trabajo en las minas de wolframio, le llevaba a tratar con mucha gente,
entre ellos traficantes sin escrúpulos. Yo temía que esto ocurriera, pero a él no parecía importarle. Le encantaba ese trabajo y el poder sacar adelante esta luna. Él amaba
este mundo, había nacido aquí y su niñez en Apophisis planitia, en una de las bóvedas en la otra cara, había sido muy feliz. Su padre también había sido minero.
Su voz era cálida, envolvente, y sus labios se movían como en un sueño.
Las palabras, las frases salían de su boca sin esfuerzo, como si hubieran estado
ahí desde siempre, esperando a ser oídas por Decker. Le preguntó sobre cómo
era el dummy y cuándo se conocieron, pero no pudo obtener información valiosa alguna, que pudiera aclarar su relación con Susana Illera. No podía desviar la
conversación hacia ese lado, ni podía hacer referencia al hecho de que el mari-
98
do de Sara era un dummy. Llegaba el momento de despedirse, y Decker sentía
que se le escapaba una oportunidad.
–Muchas gracias, por su atención, Sara. Si se me ocurre algo más, ¿puedo
volver a molestarla?.
–Por supuesto, detective Decker, cuando usted quiera –su boca se abrió
en una maravillosa sonrisa–. Me temo que estaré aquí algunas semanas.
Sara extendió su mano, y al cogerla, Decker sintió que estaba fría y húmeda, levantó su cabeza, y al mirar a los enormes ojos azules de la mujer vio en
ellos una infinidad de puntos, luminosos, brillantes, formando pequeños ríos de
luz, que convergían en el interior de su iris.
Hacía frío y llovía. Habíamos salido del Prickbar con Diana, Asia, Richard, José
y los demás chicos, pero nos habíamos despedido al llegar a la esquina de Venusland.
–Está volcándose en mí –pensó Decker– Es una dummy, como su marido.
¡Ella sabía que su marido era un dummy!. Pero los dummies no pueden volcar
memorias deshecho en otros humanos.
Entrábamos en el distrito universitario y nos paramos. Al fondo, un hombre y una mujer al lado de un enorme mobilspid discutían.
–Susana, dame esos informes que conseguiste de Jordan; tienen mucho
valor para mí.
–Claro que tienen valor, porque comprometen tu candidatura y tu elección a jefe del sector, pero eso te va a costar mucho más –la voz de la mujer
sonaba ebria, mientras agitaba un sobre enfrente del hombre que la sujetaba
con fuerza por un brazo con una mano enguantada.
La mujer se tropezó con el bordillo de la acera, y perdió uno de los zapatos,
mientras riéndose se agachaba a cogerlo. Su pelo rubio y mojado cubrió sus mejillas mientras se levantaba con el zapato. Súbitamente, algo brillo en uno de los bolsillos de la chaqueta del hombre y despareció entre los pliegues del vestido de la
mujer. El zapato cayó al suelo, junto con el sobre húmedo. La mujer se tambaleó y
se desplomó de espaldas sobre la acera. El hombre, nervioso, miró a todos lados,
soltó el cuchillo, y cogió el sobre mojado. Subió al mobilspid y desapareció en
Venusland, pasando a nuestro lado. El conductor miró hacia nosotros al girar.
–Los vio –pensó Decker, encajando las piezas, mientras sentía aquella mano
fría alrededor de la suya y veía aquellos innumerables puntos de luz agolpándose en los iris de Sara. No podía separar sus ojos de aquellas diminutas luces.
Nos acercamos a la mujer que estaba en el suelo, cuando nos aseguramos
que el mobilspid había desaparecido. La observamos, y entonces, David decidió
que aquellos recuerdos, aquella noche, para evitar males mayores, debían desaparecer y empezó a volcarse sobre la mujer.
–Pero los dummies no pueden volcarse en otros humanos –pensó Decker.
99
David hizo que yo me volcara sobre ella, cuando le toque. David fue capaz
de modelar nuestras memorias, las de ambos, en aquel gesto, de construir
nuestro pasado, ..., pero sin éxito. Hemos mutado, detective Decker, podemos
construir nuestro pasado y podemos construir el pasado de toda la especie
humana, porque podemos construir nuestras memorias...
***
–Pero sin éxito... : Si cambian el pasado, ¿qué es lo que he visto de aquella noche?, o ¿fueron incapaces de volcarse sobre la actriz a pesar de que lo deseaban porque se estaba muriendo?, ¿qué es lo que ocurrió? –pensó Decker mientras desenvolvía un nicotinesweet a la entrada del hospital. Lo paladeó mientras
pensaba en todo lo que había visto. El jefe del sector los vio, y anduvo buscándolos hasta que al final sus largos dedos dieron con aquella pobre pareja. Lo que
no sabía era que sería inútil, porque curiosamente el Acta 532 le protegería,
¡aquellos individuos eran unos dummies!. ¿O no le preotegería?, porque el Acta
532 hablaba de volcados, pero no de hechos acontecidos. Tendría que leerse de
nuevo esa dichosa Acta. Decker no pudo reprimir una sonrisa: el asesinato de la
pareja podría no haber servido de nada. Seguía probablemente sin haber caso,
porque estaba el Acta, pero habría de contárselo a Leo, de cualquier forma.
En el exterior llovía de nuevo. Hacía frío, y todavía podía sentir aquella
mano húmeda en la suya. La extendió delante de su cara y la miró con curiosidad por varios lados, volteándola de un lado a otro. Era normal como antes,
pero aquella mano nunca sería ya la suya. La agitó, como queriendo sacudirse
algo invisible, pegajoso, y recordó aquellos enormes ojos azules con esos arroyos de luz en su interior. Son incapaces de pasárselas a otros humanos ... Hemos
cambiado, detective Decker, ... Algo se agitó dentro de él, mientras un escalofrío le hizo temblar. y una certeza en su interior se apoderó de él.
–No, no..., ¿Y Susana Illera también? –murmuró.
Hemos cambiado, detective Decker.
Se subió el cuello de la gabardina, y se secó las lágrimas que comenzaban a anegar sus ojos. Empezó a andar hacia Brainwell, donde había dejado su
mobilspid, no sin antes mirar hacia la ventana de aquella habitación fría, donde
se encontraba la dummy.
Arriba en esa habitación, un nuevo enfermero entró a ponerle la última
inyección de morfina del día a la hermosa mujer. El enfermero se quedó con ella
hasta que, mansamente, cerró los enormes ojos azules, ya sin brillos en su iris,
mientras su mano, en un último espasmo, intentaba asir desesperadamente las
de aquel joven y desconocido enfermero.
100
Anticuario
Alicia Peral Fernández
Seleccionado
101
Tú tenías mucha razón,
Le hago caso al corazón
Y me muero por volver...
Y volver, volver, volver...
A tus brazos otra vez,
Llegaré hasta donde estés,
No se perder, no se perder,
Quiero volver, volver, volver.
[...]
Chavela Vargas
“Volver, volver”
Con la cabeza escondida tras nubes de polvo y pliegos amarillentos,
Tomás el librero oculta sus opacas lentes de esos ojos como dos esmeraldas,
de gata callejera, mirada furibunda que le come las entrañas, sus afiladas
manos le arrebatan un ejemplar antiguo de Shakespeare, “La fierecilla domada” corrompida por las dentelladas de ávidas polillas, su mirada atraviesa las
columnas de arenosos libros, esperando una respuesta a una pregunta que
no tiene que formular “tre-tree-tree-tressss..euros” con la cabeza agachada,
mirándose las puntas decoloradas de sus tristes zapatos comprados en el rastro. Ella, altiva, deja caer una moneda de dos euros, si le hubiera dicho cuatro, le hubiera pagado lo mismo, si le hubiera dicho dos, le hubiera dado
uno, girándose, haciendo volar su cabello imitando el movimiento de las llamas escarlata del infierno “esa mujer quema”. La mira salir, detrás de sus
lentes opacas, girando esas pecadoras caderas al tic-tac de los relojes del
anticuario con quien comparte ese mohoso local al que llama hogar, haciendo sonar las campanas furiosamente al abrir la puerta de salida, sin importarle que se caigan a su paso y que aún cuelgue de la puerta el cartón de
cerrado. Después, aliviado y triste por su ausencia, se acerca para recoger las
102
dos campanitas de latón plateado, y las coloca delicadamente, atando el
extremo del hilo de pescar que las sujetas al oxidado clavo. Antes de girarse
para regresar tras sus libros gira el cartón, definiendo su negocio como activo, dos horas después llega Genaro.
–¿Alguna venta en mi ausencia? –mientras cuelga su abrigo del perchero
ennegrecido por la descuidada limpieza desde hace lustros. Tomás levanta la
vista de sus doctos libros para mostrar el inventario actualizado desde la última
venta, mostrando un único y ruinoso movimiento– No puede ser, es que ha
vuelto esa jodida loca, te he dicho mil veces que no le vendas nada, ¿eres consciente del valor real que puede tener ese libro? Es antiquísimo...seguramente
una de las primeras ediciones en castellano...
–¿No...no...no cree usted que exagera? So-solo es un libro viejo, no..no
podemos pedir mucho por él.
–Eres tonto, da igual las veces que te lo diga, le vendes nuestras mejores
reliquias a esa perra, siempre te lía. –suspirando enérgicamente– La próxima vez
abriré yo –evidentemente era consciente de que no cumpliría esa orden, puesto que dependía de su única voluntad matinal, y como de costumbre, volvería
a abrir Tomás, bajo la atenta mirada de esa mujer sobrehumana, que le penetraba las entrañas, le hacía arder solo con mover sus labios púrpura, resoplando impaciente, siempre furiosa, siempre dolorosamente arrebatadora, robándole el aliento y la vida.
Continuó con su triste labor, limpieza, clasificación, mientras Genaro dedicaba su tiempo a observar sus relojes, colocarlos en hora y darles cuerda “si no
lo hago se estropean, solo el uso les da la vida” generando a las horas puntas
un estruendo horrible de cucos y ding-dones metálicos que en alguna ocasión
había generado la ira vecinal, sobre todo a horas intempestivas, provocando la
continúa aparición de pintadas en sus paredes y escaparates quebrados, y obligando a contratar seguros con distintas compañías año tras año “llegará el
momento que no existan compañías para asegurarnos” reía Genaro cada vez
que cerraba un seguro a todo riesgo.
De nueve a nueve, solo seis visitas y solo una compradora estafadora que
se llevo su biografía, generando un beneficio de menos setenta euros y un corazón vivo, “bien los vale” sentía Tomás. Los negocios del librero y el anticuario
subsistían con los productos que compraba y vendía su buen Genaro, visitando
viejas casas, convenciendo a ancianas de que se deshicieran de esos trastos viejos, por cuatro duros, que tras dos días de restauración multiplicaba por treinta
su valor. El anticuario era bueno para los negocios, pero no para la vida, solo
disfrutaba de sus amados relojes y dedicaba su tiempo a la venta de las antiguallas que había estafado a ancianos y familias desoladas y herederas, divorciado
103
hacía más de diez años y con una hija que nunca iba a verlo, a quien enviaba
un viejo reloj cada día de su cumpleaños, “le regalo mi mejor tiempo”. Sin
embargo Tomás no tenía más vida que sus libros, puesto que nunca había tenido hijos, y mucho menos esposa, quizá nunca tuvo novia, solo tenía sueño de
tenerla, tras la mirada de cada mujer que le muestra una sonrisa compasiva, y
una pasión que le aturdía, cuando cierta mujer le miraba la entraña y se la cortaba con sus pestañas de porcelana.
Antes de cerrar el anticuario ya había puesto en hora todos los relojes, para
infortunio de los vecinos de los derredores y procedía a girar el cartón, apagando las luces, y pasando la persiana de acordeón metálico, oxidada como el tornillo que sujetaba las campanas de latón, que soportaban el paso de los años
como sus tristes propietarios. “Mañana será un día como hoy”, “ojala vuelva”
sueña Tomás, Genaro no se lo tiene en cuenta, desea su felicidad, aunque sabe
que esa mujer no es la mujer que él necesita, pero ¿quién es él para opinar?.
El librero tomó su ruta acostumbrada, calle arriba, mirando sus desgastados zapatos, arrastrando sus pantalones, tres tallas más grandes, observando
las muescas del suelo, ese suelo antiguo, esa vieja farola, que se apaga y que se
enciende, “¿qué diferencia existe entre lo viejo y lo antiguo? A lo antiguo le
damos un valor, lo viejo es algo que ya no sirve para nada, me he vuelto viejo,
ojalá me restaurase Genaro como él sabe..” Qué triste se siente, qué se hicieron de esos años de juventud, quizá nunca fue joven...frente a sus zapatos más
marrones que negros, se estira una sombra vaporosa que roza sus punteras, el
librero alza su vista tras esos cristales opacos que pretenden facilitarle la visión,
y allí esta su imagen, fumando un cigarro que acaricia ese cabello de flemáticos
movimientos, que se arrastra desde sus labios hasta sus dedos, cuando su mirada de gata callejera vuelve a navajearle el intestino, en silencio, sólo mira, enfadada, impaciente, espera una respuesta “Bu-bu-buenas noches” intenta eludirla, ella no responde, aguijonea con sus pestañas sus pulmones, mantiene la
mirada carbonizándole. El silencio se condensa en el aire, es ella quien se aleja
de la farola sobre la que se apoyaba en su dirección, sin tregua, manteniendo
fija su mirada, sin parpadeos que le permitan suspirar.
–Llévame a casa –él duda a qué casa se refiere, a la suya, a la de ella...su
mirada es su única respuesta, “a la nuestra” le exige en silencio.
Bajan por la acera, en un mutismo doloroso, insoportable y excitante, sin
percatarse habían pasado casi dos horas desde el cierre, desde que se había
encontrado con ella, en silencio, eran las once de la noche, y estaban de nuevo
frete a la reja acordeón del mohoso local, y allí, transpirando más que de costumbre, empieza abrir la puerta, cuando un estruendo que hiere sus tímpanos
confirma la hora de su llegada, ella, mientras, inmutable le ha retirado la mira-
104
da esperando que abra las compuertas y acceda al interior, el librero enciende
las luces y la deja pasar tras de sí, intentando buscar un lugar donde ofrecerle
un asiento, pero todos están cubiertos por libros mugrientos y delicados. A ella
no le hace falta sentarse, mira y remira todos los rincones de la tienda, observa
los libros, los toca, los huele... Tomás se siente incapaz de soportar la tensión y
es incapaz de reprimir una pregunta, a pesar de conocer su respuesta:
–¿Có-Cóoomo te llamas? –tartamudea como de costumbre, ella no alza
la vista del libro que ojea, se mantiene en silencio, hasta que de repente, alza
esos ojos esmeralda y le arranca un quejido lastimero, con esa mirada furiosa
de gata callejera.
–No necesitas mi nombre para definirme, ya me conoces, yo tampoco necesito el tuyo. –y sin más vuelve la vista a su lectura, le ha vuelto a romper el alma.
Tomás no se rinde, quiere saber, quiere entenderse a sí mismo, y para ello
tiene que entenderla a ella:
–¿Por qué compras tanto aquí?
–¿Además de por los precios?–responde sin regalarle una mirada. Cierra
súbitamente el libro– Porque sólo tú tienes lo que yo busco –mirada perdida
sobre el libro cerrado. El librero no requiere más explicaciones, es la misma
razón que le hace buscar y rebuscar libros para colocarlos todos los días sobre
el mostrador, sobre todos aquellos otros tras los que oculta su mirada indecente de esos ojos acusadores, conocedores de la lujuria que provocan, y es esa
misma razón la que justifica que ella pague menos de lo marcado siempre, es
el relojero que da cuerda a su corazón “sólo el uso le da la vida”.
Una vez pareció haber saciado su hambre de conocimiento, dejó todos los
libros tal cual, se dirigió a la puerta, y la cerró bruscamente haciendo sonar las
campanillas de latón, sin importarle que se cayeran a su paso y que aún colgase de la puerta el cartón de cerrado.
Ese mismo día, Tomás sabía que libros debía colocar sobre las mugrientas
montañas de papel tras las que se ocultaba. Y año tras año, fue contratando
nuevos seguros, y año tras año fue comprando viejos libros.
105
Nunca jamás
Alicia Peral Fernández
Seleccionado
El tiempo que la barba me platea,
cavó mis ojos y agrandó mi frente,
va siendo en mi recuerdo transparente,
y mientras más el fondo, más clarea.
Miedo infantil, amor adolescente,
¡cuánto esta luz de otoño os hermosea!,
¡agrio caminos de la vida fea,
que también os doráis al sol poniente!.
¡Cómo en la fuente donde el agua mora
resalta en piedra una leyenda escrita:
el ábaco del tiempo falta una hora!.
¡Y cómo aquella ausencia en una cita,
bajo las olmas que noviembre dora,
del fondo de mi historia resucita!.
Antonio Machado
“Guerra de Amor”
Abriendo bocas que enmudecían, observada por pupilas de cocodrilas
plañideras, avanzó hasta altar, vestida de negro como el mal gusto exigía en
estas situaciones, desorientada, lentamente, dejando tras de sí sus pasos y
su sangre inocente, que caía desde su brazo derecho, llevaba ese vestido, el
que tantas veces había dicho el profesor que tanto le gustaba. Cuando
alcanzó su objetivo, se dejó caer junto al humilde féretro de pino, “el seguro no cubriría otro más caro” decían maliciosos los vecinos, alzó su brazo
izquierdo para acariciar el rostro macilento de su profesor, y murmuró acusadora a todos los presentes “yo...le quería” mientras de sus ajados ojos
brotaban lágrimas puras como el rocío. El sacerdote se quedó inmóvil,
observando la escena, desde el pulpito donde otrora criticara a ese hombre
108
al que hoy abría las puertas del paraíso. Carolina, ahogando sus sollozos,
avanzó hasta nuestra amiga, se arrodilló a su lado, dejando que cayera el
peso de la enlutada adolescente sobre sus trémulos muslos, abrazándola, y
escuchando de nuevo esa frase que hervía en su lengua, “yo...le quería”
parecía maldecir a todos los hipócritas aglutinados en la parroquia, que se
sentían amenazados por la mirada de los arcángeles pintados en el retablo
tras el sacerdote, que miraban amenazadores a todos esos corazones
embusteros, y frente a ellos, dos adolescentes emulando a la famosa Pietá
de Miguel Ángel, iluminadas por un haz de luz provinente de aquel ventanal roto por los gamberros del pueblo, inmaculadas bajo la mirada de Dios.
A los pocos segundos, Carolina alzó la vista, visiblemente cansada, y pidió
que llamasen a una ambulancia. Un año y medio después la despedíamos
con un beso de cicuta en los labios.
***
Pocos días tras el funeral nos reunimos Carolina y yo, inconscientemente,
seguramente movidas por la nostalgia, en nuestro oasis particular, un fragmento de playa de no más de 5 metros cuadrados, su costa se me antojó el primer
día con forma de almeja, cubierta por un pegote de algas arrastradas desde el
fondo del mar, cuyas dunas estaban amarradas por malas hierbas, coronada con
una enorme roca negra y plana donde reposábamos al sol y soñábamos despiertas que nuestra costa era invadida por legiones de piratas huérfanos, yo siempre la llamé nuestro pequeño país de Nunca Jamás.
–Saltó por la ventana, ¿sabes?,estaba encerrada en casa, sus padres no la
dejaban ir....dos plantas –movía la cabeza hacia los lados– ha tenido suerte, solo
se ha fracturado el brazo, podía haber sido mucho peor. –Carolina me traía el
parte, esa misma mañana, haciendo de tripas corazón, había ido a verla al hospital– se resiste a comer, a este paso no saldrá nunca, es una cabezona –sonrío
mirándose los zapatos, sin poder contener dos lágrimas que mojaron sus cordones –seguro que la animaría que fueses a verla.
–Prefiero que sepa que le guardo el sitio caliente, vigilo que no se mueva
ni un solo granito de arena llevado por los suspiros de este dolorido mar, que
tanto la echa de menos–El mar nos susurraba algo que no alcanzábamos a comprender pero si a sentir. Carolina ojeó rápidamente nuestra costa, agotando las
lágrimas que le quedaban, y con media sonrisa me dijo:
–¿Le vigilas estas malas hierbas?¿Le cuidas esta piedra?
–La roca del gnomo –corregí levantando el índice inquisitiva.
–La roca del beso –me corrigió.
109
–Yo nunca he besado un gnomo –le arranqué una carcajada, pero volvió al
ataque, sabía de mi incapacidad para afrontar los problemas, e intentó hacerme madurar contra mi voluntad.
–Les acusaste desde el principio ¿eh? ¿Por qué no quisiste que se quisieran?
–Parece un trabalenguas... –no sirvió mi estrategia de despiste– No me
gustaba, pero nunca les acusé, así que no me acuses de nada.
–No te acuso, solo te digo que quizá debimos haberla apoyado nosotras,
somos sus amigas, o al menos lo éramos, ¿no? –me sorprendió que se incluyera, nunca escuché de sus labios ninguna crítica, a diferencia de mí, que no me
cansaba de advertirla de las funestas consecuencias que podía tener esa relación, de la que fuimos testigos impertinentes– Nosotras hubiéramos hecho lo
mismo, hubiéramos querido...
–Permanecer siempre juntas...
–Hubiéramos querido sentirnos queridas como ella. Yo hubiera querido
enamorarme y ser amada.
–Eres una cursi –intenté reír, pero sabía que era verdad, cuando todo
ocurrió intenté culparle a él, como hicieron todos, pero en el fondo sabía que
no tenía razón, sabía que mi amiga era feliz a su lado, que había intentado
seducirlo con sus armas adolescentes, trece años es la edad mínima para
casarse, así que tampoco parecía justificado juzgar a un hombre que saliera
con una niña de doce, debíamos darles como mínimo unos meses de noviazgo decía ella, y llegaba siempre a la conclusión de que no podía castigar ni
juzgar a nadie por enamorarse.
Permanecimos calladas frente al mar, no necesitábamos decirnos nada,
sabíamos las respuestas a aquellas preguntas que no merecía la pena formular, mirando un horizonte sin fin, hasta donde se rozaba con la línea del
cielo, dirección hacia la que estirábamos nuestros dedos en un intento
desesperado de tocarlo, “el cielo es todo lo que está por encima del mar,
vivimos en el cielo entonces” recordé que nos dijo una vez Nuria, pero el
cielo no era como habíamos imaginado, “espero que el cielo del profesor
no sea como este” deseé.
***
Eran las diez y media pasadas cuando llegué a casa, nadie salió a recibirme, no había cena esperándome en la cocina, acogí los sollozos de mi madre
con resignación, se había encerrado tras las funestas noticias y permanecía
allí, en esa lúgubre habitación, sin consuelo y sin consolarme, entre los brazos de mi padre, quién me culpó desde el principio, quizás desde mi naci-
110
miento, qué difícil es competir con un padre por el amor de una madre, cuando salió de la habitación con los ojos enrojecidos me dirigió una mirada fulminante, y me ordenó secamente “cena”, cogió un vaso de agua entre sus
temblorosas manos y llevó dos píldoras a la habitación. Las pastillas de los
sueños perdidos las llamaba, en una ocasión que no podía dormir, a escondidas cogí una y la tragué rápidamente, tapándome la nariz y cerrando los ojos,
al cabo de unos minutos sentí que mi corazón se ralentizaba, que mi mente
se embrutecía, incapaz de pensar, perdí prácticamente la voluntad, el mundo
no existía en ese momento, ni fuera ni dentro, yo no existía y caí en una oscuridad sin nombre, sin que me importara nada, cuando desperté no recordaba
ningún sueño y sentía un horrible dolor de cabeza, en ese momento imaginé
que renunciaba a mis sueños por dormir, mi madre necesitaba dos pastillas
para dejar de soñar.
–Entra a dar las buenas noches a tu madre, haz el favor –mi padre salió
para dejarnos a solas, suspirando, dirigiéndose por el estrecho pasillo al cuarto
de baño, orden que obedecí sin mucho ánimo, bastante peso llevaba sobre mí
misma para cargar con una madre depresiva. La habitación estaba en una oscuridad que solo rompía el haz luminoso que despedía la bombilla del pasillo, que
traspasaba la rendija que dejaban las bisagras de la puerta, dejándome entrever
su pálida piel y aquellas ojeras que se extendían hasta unos pómulos demasiado marcados.
–Cariño, ¿has cenado ya? –asentí, evidentemente mentía, su voz era un
hilillo de pescar– túmbate un ratito conmigo –levantó la sábana que la cubría
y me introduje delicadamente, tenía miedo de tocarla, no quería romperla, era
una muñeca de cristal. Cogió delicadamente mi cabeza para apoyarla en su
pecho, escuché su débil respiración y sus apagados latidos, frágiles, como su
espíritu, mientras acariciaba mi pelo y lo olía profundamente, sonrió abriendo
las puertas del cielo solo para mí– Te quiero mucho cariño –permanecí callada,
quería decirle que yo también, pero un nudo en mi garganta no me permitía
articular palabra– Perdóname por no apoyarte vida, perdóname por ser tan
débil... –sus lágrimas caían sobre mí como la lluvia de verano, cálida y cristalina, pero tristemente breve, como la vida que se le escapaba de los dedos.
Rápidamente cayó en un profundo sueño, me deshice de su tierno abrazo, y
salí silenciosamente de la habitación, puede ver a mi padre mirándose en el
espejo, afeitándose antes de dormir, siempre tuvo esa manía, y puede observar su envejecido semblante, su cuerpo cedía a la gravedad, aquel elevado
pecho de las fotos de los 80 eran hoy carnes flácidas, su cuerpo se estaba
muriendo, su cara estaba surcada por arrugas, tenía que estirarse un poco la
piel para afeitarse mejor, había envejecido a la misma rapidez que mi madre
111
había perdido la sonrisa, desde el mismo día en que luchó por la inocencia de
una hija que no era de su sangre.
***
Esa noche soñé con ellas, mi madre sonreía, me llevaba de la mano al parque junto al jardín de las rosas de terciopelo, rosas rojas que acariciaba con mis
pequeños dedos, y me sonreía, y llevaba en la otra mano a Nuria, y también sonreía, todo pasaba tan lentamente y con una luminosidad tal que parecía el cielo,
entre vaporosas nubes, con nuestros vestiditos blancos de margaritas naranjas,
teníamos 8 años. Cuando desperté me alegré de no haber tomado las pastillas
de los sueños, “ojalá mamá no las tomará, volvería a sonreír” pensé. Recordé sus
labios granate, sus pendientes, colgantes, y sus besos. Recordé a mi padre sonreír, y sonreírme, recordé sus besos en la frente y sus abrazos, supe que mi padre
dependía de ella para ser feliz, y entendí que me culpara por hacer cargar a su
mujer del peso de decidir qué era el Bien y qué era el Mal, cuando la línea es
demasiado fina, sobretodo para un adulto, era yo quien debía pedir perdón.
***
Transcurrió el tiempo y mi madre pareció recuperarse bastante, sin
embargo el estado de Nuria no varió un ápice, aunque ya estaba en casa, pero
seguía igualmente recluida, ahora sus padres no permitían las visitas de Carol,
decían que la excitaba, que estúpidos, nunca tuvieron trece años. El psiquiatra de mamá recomendó que nos marchásemos del pueblo, un cambió de
ambiente podría ayudar a mamá no a olvidar, algo que no se buscaba, sino a
superar y asumir mejor lo sucedido, de tal modo que todas las imágenes de
esos lugares que sacudían continuamente su memoria y su sistema nervioso.
La noticia pasaría desapercibida en el pueblo, las lenguas estaban ocupadas
con leyendas trágicas de adolescentes moribundas, el funeral era objeto de
comentarios más por lo ocurrido que por la historia del finado, que incapaz
de soportar la presión, y sintiéndose culpable por no entender ese sentimiento por una menor, cogió un coche tras ingerir licores para olvidar, que le llevaron por un camino del que nunca volvió.
Anduve horas mirando al suelo, sin darme cuenta ante mis ojos aparecieron los ladrillos descoloridos de mi parque de las rosas de terciopelo, levanté la
vista y entre una circunferencia de palmeras quedaba un vallado blanco, ya oxidado, en cuyo interior hacía algunos años desaparecieron nuestras rosas,
cubierto por piedras blancas, que requieren menos cuidados. Después de con-
112
templar unos minutos las rocas que cubrían la imagen de mi sueño, vi frente a
mi a Carolina, no nos habíamos percatado de nuestra mutua presencia, y sin
palabras nos acercamos la una a la otra y nos sentamos sobre el respaldo de un
viejo banco de madera, “el mundo se ve mejor desde arriba” recordé que nos
decía Nuria cuando le preguntábamos por qué era tan alta.
–Me voy, no se cuando volveré –Carolina me miró atónita, no me dijo nada,
pero sabía que se sentía traicionada y abandonada, y tenía razón– Lo siento.
–¿Por qué?
–Se lo ha recomendado el psiquiatra a mis padres.
–Digo que por qué lo sientes, no te culpo de nada...¿lo echarás de
menos? –me reí.
–Bueno, me voy a otro pueblucho, pero sin playa...sí que lo echaré de
menos... –Fue lo último que nos dijimos, no teníamos nada mas que decir.
***
La costa no había cambiado mucho, apenas se percibía la almeja que
formaba, enterrada por las algas, pero se notaba que había sido limpiada de
matojos, quedaban las huellas de raíces arrancadas, y sus bultos permanecían en los costados. El olor a algas podridas no era muy intenso, el otoño nos
había ganado esta vez, y nuestra roca permanecía limpia, sola, plana, a la
espera de que volviésemos allí, me quedé mirando fijamente el mar, estaba
revuelto y sus olas traían la arena y algas removidas del fondo, con violencia, casi golpeaba nuestra roca, salpicándome en la cara sus gotas de sal que
se mezclaba con las mías. Recordé a Nuria y Carolina, cuando de excursión
aventurera nos metimos por un sendero perdido de la mano de Dios, teníamos 10 años, cuando llegamos allí, nuestras caras resplandecieron por el
hallazgo, en aquel entonces nos pareció mucho más grande, era nuestra isla
secreta, bautizamos la roca del Gnomo con coca-cola y juramos mantener
nuestro lugar en secreto, aceptando la maldición del Gnomo como castigo.
Recordé el día en que Nuria trajo al profesor, hacía tiempo que se quedaba
después de clase para estudiar con él, se arreglaba mucho, se perfumaba, y
le amaba, hasta que él, falto de un corazón tan puro, no pudo evitar sentir
algo por ese ángel adolescente, y guiado por sus pequeñas manos vino a
conocer nuestro país de Nunca Jamás, a soñar que era un niño, a enamorarse y a romper nuestro pacto...recordé el beso, cuando cerró los ojos para oír
el mar mientras jugábamos con las olas, y Nuria nos dejó atrás para probar
sus labios...en ese instante sentí envidia y rencor, solo mucho después me
avergoncé por ello.
113
Noté la presencia de Carolina en mi nuca, pero no me inmuté, sentía
como si no hubieran pasado más de unos días desde que nos separamos en
el parque de las rosas de terciopelo, solo me giré cuando me susurró “he vigilado que ningún grano se lo lleve los suspiros de este dolorido mar” –La miré
a los ojos, sus anillos dorados brillaban aguantando dos lagrimones que
luchaban por no desprenderse.
–Has crecido mucho –me dijo, me giré a mirar de nuevo el mar.
–Eso nunca... –nuestro mar se había calmado una vez que nos volvimos a
reunir en su orilla de almeja, dejó de patalear como un niño mal criado, por fin
dejó de llorar él también.
114
Índice
Prefacio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .5
Jurado . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .6
Premiados y seleccionados . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .7
Una vida de 60 minutos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .9
Que no falte de nada . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .15
El cajero . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .19
Amparito . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .25
La mujer del Cha-cha-cha . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .31
En la pólvora de la noche crecerán tus flores . . . . . . . .39
Quedamos en la Morgue . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .43
Coração . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .51
Las arenas del tiempo perdido . . . . . . . . . . . . . . . . . . .61
El vagón de caballos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .71
Printemps . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .77
Historia de unas manos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .83
Ríos de luz . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .89
Anticuario . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .101
Nunca Jamás . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .107
Se acaba de imprimir este libro:
“Atzavares”
en los talleres de Alfagràfic
el día 25 de octubre de 2007
Descargar