CRÍTICA Los puritanosen Bellas Artes Escena de I puritani en Bellas Artes Fotos: Ana Lourdes Herrera L a esperada nueva producción de la Ópera de Bellas Artes I puritani (1835) de Vincenzo Bellini (1801-1835) se estrenó el pasado 22 de mayo con un imán principal en el elenco: el tenor xalapeño Javier Camarena, en su regreso operístico a nuestro país —del que en el fondo no se ha mantenido alejado, pero su conexión había sido a través de recitales y conciertos—, luego de los más contundentes triunfos obtenidos en teatros referenciales como el Metropolitan de Nueva York, para no ir más lejos. Camarena debutó el rol de Lord Arturo Talbot y su primera vez, ésta en el Teatro del Palacio de Bellas Artes, fue una interpretación, ante todo, inteligente, ya que mostró sus cualidades belcantistas, si bien su aproximación fue cauta y bien medida para poner al personaje en voz. Su acostumbrada coloratura y pirotecnia vocal con la que ha destacado en Gioachino Rossini y Gaetano Donizetti dieron paso a un fraseo elegante que privilegia el canto legato, la línea melódica, la dicción transparente y, por supuesto, mantuvieron impecable su registro agudo. La cavatina ‘A te, o cara’ o los dúos ‘Non parlar di lei che adoro’ y ‘Vieni fra queste braccia’, con los personajes de Enrichetta y Elvira, respectivamente, quedaron como un valioso testimonio de ello. Con plenitud y riqueza en sus Re bemol sobreagudos (no dio el tradicional Fa en falsete chillón, pues optó por un Re bemol macizo y dorado), el veracruzano dejó la sensación de que si bien 12 pro ópera Por José Noé Mercado fue lo más destacable de esta producción, como correspondía desde la teoría a uno de los mejores tenores del planeta en la actualidad, tiene un margen y gran potencial para crecer este papel en tanto lo siga abordando. Y lo hará, por lo pronto, en el Met de Nueva York y en el Real de Madrid. Elvira, la protagonista de esta historia en tres actos, que cuenta con libreto de Carlo Pepoli, fue encomendado a la soprano Leticia de Altamirano, quien brindó un canto correcto y digno, aun cuando el punto de gravedad de la obra podría quedarle un poco central a su vocalidad. Ello quedó demostrado con el tejido de agudos bien construidos y brillantes sobre todo en ‘Ah, vieni al tempio’ y ‘Qui la voce sua soave’, sus difíciles pasajes de locura, pero cierta opacidad en su registro medio no permitió que su voz corriera en los números de conjunto hacia el público. Al darle mayor volumen, para hacerse escuchar, la soprano resintió el peso del rol, el cual fue cargado por su natural emisión lírico-ligera y catafixió la etiqueta de sobresaliente por una de cumplida. Ambos cantantes lograron infundir química y credibilidad a la pareja de enamorados víctimas del malentendido y la locura, pese a sus caracterizaciones visuales de dudoso gusto, al vestuario corriente y a un trazo escénico que no pudo cuajar nunca su abigarramiento. El barítono Armando Piña, próximo a debutar en Salzburgo Leticia de Altamirano (Elvira) y Javier Camarena (Arturo) compartiendo créditos con Anna Netrebko o Juan Diego Flórez, ofreció un positivo muestrario de cualidades. Núcleo vocal definido, de homogénea coloración y técnica eficiente. Un administración más adecuada de su energía y emoción se apetecieron, sin embargo, toda vez que a lo largo del aria ‘Ah per sempre io ti perdei’ y más concretamente en la cabaletta ‘Bel sogno beato’ su lamento y resignación por la amada perdida más pareció una cierta graduación del impulso a la fatiga, ahogado también por los tiempos orquestales llevados por el concertador Srba Dinić. En todo caso, la carta débil del elenco fue el bajo Rosendo Flores al interpretar a Sir Giorgio Valton con una voz carente de potencia, de anclaje, con un frágil y fantasmal timbre desdibujado respecto de lo que solía ofrecer en su reconocida trayectoria profesional de varias décadas. Mucho mejor el trabajo ofrecido por su colega de cuerda, José Luis Reynoso, en el rol del gobernador puritano Gualtiero Valton. Para destacar, también, la presencia vocal y escénica de la Enrichetta de Francia de la mezzosoprano de origen alemán Isabel Stüber Malagamba, beneficiaria igual que Enrique Guzmán (Bruno Robertson), del Estudio de la Ópera de Bellas Artes. Luego Isabel Stüber Malagamba (Enrichetta) de su participación en el Hansel y Gretel al aire libre que presentó la OBA, semanas atrás, Stüber liga buenas actuaciones y permite apetecer su desarrollo vocal futuro. En la parte visual pero de repercusión dramática, la puesta en escena de Ragnar Conde quedó a deber en cuanto a detalle y depuración de sus cuadros, que más que proclives a la plástica esta vez lo fueron a la plasta. Lo cual es una lástima, porque las ideas de Conde probablemente eran buenas en la teoría, como suele demostrarlo cuando dirige obras de menor formato, más íntimas; pero en esta ocasión la presencia excesiva y dispersa del coro y el delineado borroso de las actuaciones solistas no lograron crear un foco atractivo y funcional en la escena. En la aventura, menester es subrayarlo, el director del montaje encalló acompañado por la ruinosa escenografía firmada por Luis Manuel Aguilar con base en gigantescas limpiapipas privadas de color simulando los vestigios rocosos de un castillo, aunque más aire tenían de fachada de roca espuma de una discoteca ochentera en la Avenida de los Insurgentes, o un antro parecido; el vestuario de baja factura —tan en la línea chafa y hechiza del maquillaje y peluquería kitsch de Gabriel Ancira— de la diseñadora Brisa Alonso; y una iluminación casi amateur de Carlos Arce, que no sólo alumbró ciertas secciones de manera descuidada, mientras que otras las dejó en penumbras, sin discurso contextual, sino que los solistas eran bañados de oscuridad y debían ellos mismos andar a la caza de una lucecita que les hiciera brillar. El Coro del Teatro de Bellas Artes, preparado esta vez por Christian Gohmer, pese a su reconocida buena sonoridad, dependió en demasía de los apuntadores, quienes entre las piernas del escenario tenían que gritar el texto e indicar las entradas o de lo contrario los coristas no entraban o entraban mal, lo que se captaba incluso hasta la luneta 2. ¿Sus integrantes no tendrían el tiempo suficiente para aprender la obra y ensayarla? Armando Piña (Riccardo) Dinić, al frente de la orquesta del recinto, logró lo que es su principal característica como concertador: un control riguroso del sonido y también lo hubiera sido instrumental del todo de no haber sido por las pifias de una flauta o de un corno que empañó ese apartado. Pero, una vez más, las sumas y restas de la ejecución integral de la música dieron por resultado una transparencia insípida, la reducción emocional —tan distante de la voluptuosidad melódica belliniana— y de hecho un inevitable sopor puritano. o pro ópera 13