¿El fin de la comunidad campesina? Reproducción

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¿El fin de la comunidad campesina?
Reproducción campesina, migración
y desarrollo capitalista
en el occidente de Michoacán1
John Gledhill
University College London
Departamento de Antropología
Este artículo ofrece al lector un bosquejo histórico de las
transformaciones socioeconómicas experimentadas por las
comunidades rurales de la Bolsa de Guaracha, ubicada en la
Ciénega de Chapala, Michoacán, con el propósito de ofrecer
algunas bases para la discusión de la situación actual en el
agro frente a la posibilidad de cambios aún más profundos en
la política agraria estatal.
En años recientes, ha surgido una marcada tendencia de
criticar el llamado proceso de “estatización” de la agricultura
campesina (véase, por ejemplo, las importantes contribucio­
nes de Relio 1986 y Gordillo 1988). Se habla de Banrural
como un instrumento para quitar su excedente al campesino,
eliminando la posibilidad de un fondo de acumulación propia
ejidal;2 además, las prácticas del sistema oficial muchas veces
disminuyen la posibilidad de una realización de la capacidad
potencial campesina de producir excedentes. En 1989, vivi­
mos en una época en la cual hay un creciente interés en la
lucha campesina para lograr la “autonomía” en el sentido de
un control directo sobre su propio proceso de producción
desde una diversidad de puntos de vista ideológicos y sin duda
por fines igualmente diversos. Sin embargo parece que, hasta
cierto punto, el ciclo que empezó con la “refuncionalización”
del ejido durante la administración echeverrista ya está lle­
gando a su fin, no solamente por razones negativas —la crisis
y la respuesta neoliberal— sino también por razones mucho
más positivas, es decir, la resistencia campesina activa, ma­
nifestada en su forma más organizada en el desarrollo de
movimientos de productores ligados a la Unión Nacional de
Organizaciones Campesinas Autónomas (UNORCA) y otras
agrupaciones operando dentro de las filas de las centrales
oficialistas (Gordillo 1988: 264-8). Aun en comunidades
menos organizadas, como el ejido de Emiliano Zapata, ubi­
cado en los terrenos de la ex hacienda de Guaracha en la
Ciénega de Chapala, y el objeto principal de mis investiga­
ciones personales, empezó a desarrollarse un movimiento
para renegociar algunas de las condiciones del dominio de las
organizaciones estatales a fines de los años setenta, el cual
logró un triunfo limitado y transitorio pero todavía significa­
tivo en 1982 (Gledhill, en prensa).
Es cierto que la lucha para “la apropiación campesina” en
lugar de “la expropiación estatal” constituye solamente una
parte del panorama agrario del país, por la sencilla razón que,
por un lado, no todos los ejidos están en condiciones, aun en
teoría, de producir excedentes, mientras que por otro la cues­
tión de la tierra sigue vigente. También hay que señalar que
la existencia de luchas de productores tiene que ver con las
condiciones locales e históricas de la organización campesi­
na: la situación de un ejido colectivo creado por medio de una
lucha agraria reciente no es comparable a la situación de un
ejido individual, creado durante una época mucho más tem­
prana en ausencia de una lucha activa por parte de la mayoría
de los campesinos, el cual ha sufrido cuarenta años de despojo
y desarticulación por parte de fuerzas políticas, capitalistas y
burócratas ajenas. En todo caso, se puede y se debe preguntar
qué posibilidades existen en la realidad para que se logre
hacer efectiva la autogestión dentro de una estructura econó­
mica global sujeta a las fuerzas de la transnacionalización, y
sobre todo qué posibilidades existen para que el proceso de
desarrollo de ejido “autónomo” sea compatible con la repro­
ducción de la igualdad dentro de la comunidad agraria. Mu­
cho más debemos cuestionar sobre dichas posibilidades de
existencia en los casos donde es más difícil hablar de una
“comunidad” aun relativamente integrada. Aquí no estamos
hablando solamente de la comunidad ejidal, generalmente, el
ejido no es la totalidad de la comunidad rural, aunque hay que
destacar que la pobreza se encuentra dentro de las familias
ejidales a la vez que se encuentra entre un gran porcentaje de
las familias sin tierra. No es cierto que las demandas de los
productores agrícolas no sean contradictorias con las necesi­
dades del resto de la población, ni que una situación de tal
índole no se preste a la manipulación política por parte de
intereses diversos. Además, si en muchos casos pesan sobre
el mismo ejido la diferenciación socioeconómica aguda y los
efectos desarticuladores de las formas modernas del caciquis­
mo ligadas al capital externo y al mismo proceso de estatización, individuación y dominación burocrática,3 el retiro del
Estado del campo podría tener consecuencias negativas im­
portantes.
A causa de las diferencias entre las economías regionales,
es difícil llegar a un balance de tendencias nacionales por
medio de un estudio de caso local, y aunque he intentado
hacer análisis más generales en otro trabajos, aquí me limitaré
a una discusión enfocada sobre el panorama regional. Aun a
nivel regional se ve un panorama agrario bastante complejo,
tanto por las diferentes situaciones agrarias encontradas en el
paisaje michoacano, como por las diferentes articulaciones
entre la economía campesina y la comunidad rural, (que no
son la misma cosa en un contexto donde no todas las comu­
nidades rurales viven de actividades agropecuarias) con las
estructuras, agentes y organizaciones4 del capitalismo local,
regional, nacional y transnacional. Existen diferencias impor­
tantes con respecto a la historia agraria y agrícola aun dentro
de la Ciénega de Chapala, aunque destaca que la “moder­
nización” del régimen rural en esta zona ha producido una
convergencia impresionante con respecto al actual patrón de
cultivos, técnicas y sistemas de intermediación comercial
(Boehm 1989). Existe una similitud también con respecto a
las consecuencias económicas y sociales de dichos sistemas,
a pesar del impacto de otros factores de variabilidad interco­
munal, tales como diferencias interesantes con respecto a las
pautas específicas de la migración internacional. No obstante,
el grado de variabilidad socioeconómica aumenta mucho más
si ascendemos al nivel de análisis del estado de Michoacán,
principalmente por el auge del movimiento neocardenista
tanto en la Ciénega de Chapala como en la Meseta Tarasca.
En términos socioeconómicos, por cualquier lado no es el
mismo agro hoy que ayer ni que anteayer. A raíz de los
procesos de urbanización, industrialización e internacionalización, acompañados por emigraciones rurales masivas, el
problema socioeconómico del agro mexicano de hoy es tam­
bién el problema de la ciudad en un doble sentido: una parte
importante de los ingresos de familias rurales, y de producto­
res campesinos rurales proviene, directa o indirectamente, de
fuentes urbanas (y de la migración internacional, la cual
también en muchos casos es una migración rural-urbana); a
la vez, los sesgos del modelo de desarrollo urbano mexicano
tienen su propio impacto sobre las posibilidades rurales. La
situación se ha vuelto profundamente contradictoria. Resol­
ver el problema del productor campesino en términos de
precios tiene consecuencias importantes para las clases “po­
pulares” de las ciudades —además para mucha gente que
compra sus alimentos en el campo— y aún podría redundar
sobre el mismo productor si su bienestar depende también de
las remesas urbanas. Sería verdad decir que el problema se
agudiza a causa de la incapacidad de la economía capitalista
para absorber la fuerza de trabajo que expulsa una existencia
económica autosuficiente o semiproletaria rural, y del hecho
de que la integración de todos los mercados de fuerza de
trabajo —rurales, urbanos, internacionales— se presta a la
lógica de una economía general de sueldos bajos y a un
sistema de reproducción de fuerza de trabajo basado en la
diversificación laboral de la unidad doméstica, creando cir­
cuitos de acumulación capitalista y reproducción de fuerza de
trabajo sumamente polarizados y auto reforzantes. Sin em­
bargo, no es fácil prever una resolución de estas contradiccio­
nes: ya ha pasado la época de la revolución agraria, no porque
ya no haya tierras que repartir —al contrario—, sino porque
no es tan fácil desmantelar un sistema social ya plenamente
urbanizado. A la vez, hay que poner en duda —aun en la
abstracción de las posibles consecuencias de la política neo­
liberal—el sentido o las posibilidades de la alternativa del
“desarrollo rural integral” en sus formas vigentes, dadas las
contradicciones ya señaladas, sin hablar más de las múltiples
implicaciones de la transnacionalización (Barkin y Suárez
1985).
Desde el punto de vista del espectáculo de la masiva
manifestación campesina organizada por la CNPA (Coordina­
dora Nacional Plan de Ayala) y sus aliados (la UGOCM Roja
y la CIOAC) en México en 1984, Armando Bartra concluyó:
El 10 de abril de 1984 un movimiento campesino poderoso y
saludablemente unitario ocupó el Zócalo. Pese a la represión y
la intransigencia, pese a las voces que proclaman su extinción,
los herederos de Zapata demostraron que seguían ahí y que, una
vez más, venían a contradecir (Bartra 1985:154).
Sin embargo, poco tiempo después de este triunfo, empezaron
las diferencias dentro de la misma CNPA, diferencias ligadas
a propuestas partidarias por parte de algunas de sus organiza­
ciones integrantes, rechazadas por otro elemento importante
encabezado por la Unión de Comuneros Emiliano Zapata
(UCEZ) de Michoacán (Gordillo 1988: 276-7). Pese a sus
esfuerzos para aumentar su base más allá de su mayoría
indígena y del énfasis sobre reivindicaciones agrarias para
atender más los problemas de productores y de jornaleros
agrícolas (Bartra 1985: 152), la CNPA se encontró cada vez
más en una posición defensiva, igual a la misma UCEZ (Zepeda 1986: 366-7). Aparte de sugerir algunas limitaciones
importantes con respecto al papel de los llamados “nuevos
movimientos sociales” (Gledhill 1988a), desde el punto de
vista socioeconómico no es exactamente claro en qué sentido
se puede hablar de los herederos de Zapata. Es cierto que hoy
encontramos una organización de lucha campesina más regionalizada que durante la crisis echeverrista —en parte como
consecuencia del largo plazo de sus cambios— y más diver­
sificada, no solamente a raíz del desgaste parcial de las
centrales oficiales, pues los movimientos independientes ya
rechazan la forma centralista de organización.
Eso no quiere decir que no va a seguir la lucha por la tierra,
ni otras formas de lucha campesina: al contrario, será muy
difícil acabar con estas formas de conflicto social solamente
a razón de las contradicciones socioeconómicas del país, sin
tomar en cuenta cambios en la situación política. De hecho,
a mí me parece que el intento cada vez más claro del partido
oficial por cambiar la forma de hegemonía posrevolucionaria,
ha llevado la crisis política a otro nivel, produciendo el
neocardenismo como una verdadera fuerza aglutinadora de
movimientos sociales heterogéneos. A raíz de abrirse la posi­
bilidad histórica que otra fuerza política pudiera apropiarse
de un mito central de la sociedad posrevolucionaria: la posi­
bilidad de otro resultado de la revolución —en términos de
poder popular y justicia social— la cual no fue la realidad
histórica de los hechos del régimen cardenista, sino su idea­
lización, paulatinamente recreada por sus bases populares.
En esta discusión no quiero especular mucho más sobre
el futuro del neocardenismo, aun en Michoacán,5 y si tengo
razón de pensar que se trata de una crisis hegemónica, sería
absurdo tratar de discutir el asunto solamente al nivel regio­
nal. Sin embargo, creo que aun en este contexto es bastante
relevante revisar la cuestión de la naturaleza socioeconómica
de la llamada “comunidad” rural actual y sus contradicciones
sociales. Por un lado debido a que un proyecto de hegemonía
alternativo tendría que enfrentar estas cuestiones en serio, y
por otro porque aunque las condiciones socioeconómicas no
son determinantes de la acción (y reacción) política en una
forma directa, constituyen parámetros claves de dichos pro­
cesos. Además creo que es sumamente importante que con­
servemos un sentido del largo plazo histórico al considerar
las posibilidades de situaciones actuales. Por un lado, la crisis
es una condición permanente del campesinado, y sus propias
actitudes actuales se forman en una matriz de experiencias de
largo plazo. Por otro, hay que tener una base para distinguir
los fenómenos cíclicos de los fenómenos de cambio secular.
Y por otro, al contemplar el posible futuro rural que ofrece la
política neoliberal, conviene acordarnos una vez más de la
historia de la época anterior al periodo echeverrista y al
proceso de estatización, no porque la historia pueda repetirse,
sino porque el futuro puede ser aún peor.
Antecendentes históricos de la situación actual
Con este propósito, empezamos con el bosquejo de algunos
elementos imprescindibles para un análisis histórico de la
formación del ambiente agrario michoacano.
Nos ubicamos al final del siglo pasado, en una región
generalmente pobre, pero muy compleja en términos sociales.
La llanura de la Bolsa de Guaracha estaba dominada por una
hacienda porfirista de 35 mil hectáreas de extensión. Se
dedicaba al cultivo comercial de caña, maíz y trigo, y a la vez
a la producción comercial ganadera, dotada de un moderno
ingenio de azúcar. En la periferia occidente de la hacienda se
encontraban dos asentamientos urbanos, Jiquilpan, pueblo
administrativo y tierra natal de Lázaro Cárdenas, y Sahuayo,
pueblo comercial y religioso, centro de actividad “contrarre­
volucionaria” durante la rebelión cristera. En esta oposición
entre dos pueblos urbanos, muy cercanos en términos espa­
ciales, pero muy distantes en términos ideológicos, se puede
ver en una forma microcósmica la contradicción encontrada
en todo el estado de Michoacán, es decir, su capacidad de
expresar las tendencias aparentemente más radicales y más
conservadoras del país (Nava 1987). Los pueblos de Jiquilpan
y Sahuayo conservaban sus propios terrenos; Sahuayo au­
mentó sus tierras laborales por medio de compras cuando la
dueña de la hacienda de Guaracha vendió las 50 mil hectáreas
de su hacienda subalterna de Cojumatlán en 1862 (Moreno
1980: 111). Cada centro urbano tenía su pequeña élite de
familias terratenientes, cuyos terrenos se cultivaban por me­
dio de la mediería, es decir, de aparceros. Sin embargo, la élite
local no estaba en un plano de igualdad con los dueños de
Guaracha, empresarios y banqueros de Guadalajara. Además
la economía urbana regional fue casi marginada por la cons­
trucción de ferrocarriles, orientada solamente según los inte­
reses de la hacienda.
Dentro de los linderos de la hacienda de Guaracha había
“pueblos indígenas”, los cuales habían perdido todos sus
terrenos patrimoniales a manos del amo del latifundio hacia
el final del siglo diecinueve. La mayoría de los habitantes de
los pueblos indígenas se transformó en peones y medieros,
pero también existía una forma de estratificación social den­
tro de estas comunidades. Algunas familias más acomodadas
rentaban tierras cerriles de la hacienda, contrataban a sus
vecinos más pobres como peones y trataban de vender sus
cosechas de maíz y frijol en los mercados del estado de
Jalisco. Debido a que la administración de la hacienda inten­
taba acaparar toda la producción comercial de la región, estos
pequeños productores independientes tenían que llevar sus
cosechas al mercado como contrabando en la noche, escon­
diéndose de la “guardia blanca” de la hacienda. No sorprende,
entonces, saber que en muchas ocasiones este elemento del
campesinado local encabezó las luchas agrarias de sus pue­
blos en contra de la hacienda, en compañía de otro elemento
ligado al mercado, pero más liminal en términos sociales, los
arrieros (Hamnett 1986). Hay que destacar que estas “co­
munidades indígenas” de la llanura habían perdido casi todos
sus rasgos culturales indígenas antes de la época porfirista, y
aunque se podría decir que conservaban una memoria histó­
rica de su identidad independiente frente a la hacienda, eran
comunidades bastante desarticuladas en el sentido social.
En la sierra tarasca, fuera de los linderos de la gran
propiedad, había comunidades indígenas que conservaban
más de la cara cultural de la época colonial, pero la mayoría
de ellas también había sufrido una desarticulación social a
causa de la promulgación de las leyes liberales en contra de
la posesión de bienes inmuebles y de la parcelización de sus
terrenos en propiedades privadas llevada a cabo durante la
época porfirista. En el caso de las comunidades de la Meseta
Tarasca, los acaparadores de las tierras no eran en muchos
casos los grandes propietarios latifundistas, sino comercian­
tes y rancheros mestizos, y los indios acomodados de las
mismas comunidades: muchas veces, los líderes comunales
se apoderaron de tierras y crearon cacicazgos en virtud de su
papel jurídico como representantes comunales encargados de
supervisar los repartos de tierras (García 1981; Knight 1986:
113).
Es claro que había una desigualdad entre familias con
respecto a la posesión de derechos de usufructo heredables
en la comunidad tarasca durante la época colonial. Sin em­
bargo, antes del reparto liberal no se vendían los terrenos de
la comunidad a fuereños, y la comunidad pudo sobrevivir
como tal, a pesar de un grado de desigualdad interna. Con la
nueva legislación liberal, la situación cambió en una forma
radical, ya que los campesinos pobres no podían reclamar sus
derechos por medio de la comunidad como entidad legal: fue
tanto más fácil el despojo del indio ciudadano, aislado, indi­
vidualizado. No fue posible realizar el proyecto liberal en una
forma amplia al principio, dado las condiciones de intranqui­
lidad política, aunque hubo varios levantamientos de comu­
neros provocados por cambios en el sistema de la tenencia de
la tierra en Michoacán durante los años 50 y 60. Pero hubo
un cambio general en la época del “orden y progreso” porfi­
rista, con un Estado mucho más fuerte. En 1889, repre­
sentantes de la comunidad de Charapan pidieron al goberna­
dor del estado de Michoacán que les excluyera del impuesto
catastral “en virtud de no existir ya tal comunidad, y que la
mayor parte de los indígenas vendieron a personas par­
ticulares las fracciones que se señaló el reparto y no se
presentaron como antes para juntar y cooperar para el pago
de contribuciones...” (García 1981: 55). Esa fue la situación
típica de la comunidad indígena michoacana.
Hay que señalar un elemento más en el panorama social
rural michoacano durante la época prerrevolucionaria: los
rancheros y las pequeñas comunidades de raza española
ubicadas en la sierra. Dichas comunidades participaron en la
historia social de la región en forma muy diversa: apoyaron
al movimiento liberal durante la guerra de la Reforma, parti­
ciparon en movimientos serranos en contra del estado porfirista; en la Cristiada en contra del estado posrevolucionario,
y se integraron en grupos de bandidos de varios tipos, incluso
las fuerzas del infame guerrillero José Inés Chávez García
—un fenómeno bastante interesante, ya que su forma de
organización suena al zapatismo, pero sin ningún programa
social aparte de la violencia— (Olivera 1981; Gledhill
1988b). Otra vez tengo que subrayar que no estamos tratando
aquí de un fenómeno social homogéneo: la palabra “ranche­
ro”, por ejemplo, puede significar pequeños propietarios aco­
modados, verdaderos elementos de una clase media rural, y
a la vez gente bastante pobre y marginada por el desarrollo
capitalista porfirista.6 También es de suma importancia seña­
lar que la época porfirista tuvo efectos muy complejos sobre
la sociedad rural, incluso el efecto de fomentar la diferencia­
ción social a niveles más bajos de la estructura de clases; es
decir que creó un proceso de polarización y diferenciación no
solamente dentro de comunidades particulares sino también
entre comunidades diferentes, en parte a raíz de la transfor­
mación de la infraestructura de comunicaciones y de los
canales de la comercialización. Sin embargo, en el papel
histórico de los rancheros de Michoacán se ve otro elemento
importante de las contradicciones revolucionarias de esta
región: aunque en momentos dados encontramos a los ran­
cheros como elementos de oposición en contra de los latifun­
dios y de las instituciones coloniales, también se opusieron a
las pretensiones del estado central revolucionario. Como
resultado de largo plazo, las rancherías de la sierra michoacana han quedado mal integradas en el sistema nacional
moderno.
Pasamos ya a los cambios en este escenario social produ­
cidos por la revolución mexicana —o quizá mejor dicho
aquellas épocas del ciclo revolucionario de largo plazo que
tuvieron lugar en este siglo— (Semo 1978; Gledhill, en
prensa). En primer lugar, es imprescindible subrayar que el
proceso revolucionario provocó un alto grado de resistencia
popular en el agro michoacano. A pesar de su larga tradición
de levantamientos populares durante el siglo diecinueve, la
región quedó relativamente tranquila durante el primer dece­
nio de la revolución armada, salvo la violencia ocasionada
por las incursiones de fuerzas armadas llegadas desde otras
partes. La clase terrateniente y la Iglesia conservó no sola­
mente su poder social, sino también su poder político local.
En Michoacán la época porfirista siguió hasta los años veinte,
sin necesidad de ninguna reforma con respecto a sus sistemas
de explotación laboral. En esos años surgieron nuevos movi­
mientos populares agrarios, pero de índole muy diferente a
los movimientos de las épocas anteriores. Primero Francisco
Múgica y después, Lázaro Cárdenas, patrocinaron movimien­
tos agraristas regionales con programas radicales, sobre todo,
ofreciendo la tierra a los peones y entonces planteando la
destrucción total del sistema latifundista. Quiero destacar
algunos puntos generales sobre la naturaleza de estos movi­
mientos.
En primer lugar, a fin de cuentas los movimientos popu­
lares de esta época perdieron la autonomía a raíz de su
dependencia de caudillos modernistas con perspectivas na­
cionales (Zepeda 1985). Quizás se pueda decir que ésta es la
época del fin de la revolución agraria auténtica, de levanta­
mientos de abajo, espontáneos e intransigentes. Para ese
entonces los líderes populares buscan alianzas con otras
fuerzas sociales a la vez que se identifican con ideologías más
modernistas. La mayoría de los líderes y partidarios agraristas
de Michoacán de los años veinte y treinta eran “norteños”, ex
migrantes regresados de los Estados Unidos, y en este sentido,
los movimientos nuevos no fueron ligados en una forma
orgánica a los movimientos agrarios tradicionales de la región
(Gledhill 1988b). Si el liderazgo de los movimientos nuevos
tenía perspectivas ideológicas más “avanzadas” en el sentido
ideológico, no es tan claro si estas perspectivas fueron venta­
josas desde el punto de vista político. Cuando Lázaro Cárde ­
nas era gobernador del estado de Michoacán, le convenía
patrocinar un movimiento radical regional, llamado la Con­
federación Regional Michoacana del Trabajo (CRMDT), fuera
del control de Calles y del centro político (Hernández 1982;
Zepeda 1985). De hecho, como señala Zepeda, fue el modo
de establecer su prestigio como caudillo de importancia na­
cional. Pero cuando llegó a la presidencia de la república
mexicana, ya no le convinieron los movimientos populares
independientes; impuso la incorporación de las filas obreras
del movimiento michoacano a la CTM y de las filas campesi­
nas a la CNC, es decir al sistema oficial de control político, a
pesar de las protestas del liderazgo local del CRMDT en
Michoacán. En términos generales, se puede aceptar la apre­
ciación de Armando Bartra sobre el cardenismo: “Cárdenas
cumplió todas las demandas del agrarismo radical, todas
menos una: la organización independiente del campesinado”
(1985: 65). Pero todavía hay que preguntar por qué a los
militantes agraristas michoacanos les faltó el poder de resistir
a la incorporación.
En parte, su problema fue el compromiso con Cárdenas y
su dependencia del poder estatal, pero por otra, hubo el
problema de resistencia popular, producto de la violencia
revolucionaria del decenio anterior (Gledhill 1988a y 1988b).
El Cardenismo en Michoacán había patrocinado el caciquis­
mo violento como medida necesaria en su lucha en contra de
una clase dominante regional todavía intransigente y podero­
sa. En muchas comunidades la llamada “reforma agraria” fue
nada más que una repetición de los hechos abusivos de la
época de los repartos liberales. Por ejemplo, en la Cañada de
los Once Pueblos, terreno del cacicazgo del famoso Ernesto
Prado, “líder extremista y violento” y “diputado federal por
voluntad de Don Lázaro Cárdenas”:
Las tierras repartidas no fueron siempre de “terratenientes” ni
propietarios, muchas tierras comunales se distribuyeron y los
minifundistas indígenas fueron afectados. La distribución de
las tierras no fue exactamente equitativa. Quienes más partici­
paron en el movimiento armado, más recibieron, generando
con ello disgustos y odio entre los que recibieron poco o nada.
Pero después de algunos años, quedó en evidencia que el
argumento agrario no era más que un pretexto para mantener
el control político y el acceso a los cargos institucionales...
(Ramírez 1986:128)
Además, las numerosas acciones del estado nacional y del
cardenismo local en contra de la Iglesia habían redundado a
fin de cuentas en beneficio del poder social de la religión
católica. Se podría decir, en términos generales, que el pro­
blema de la relación entre el Estado y la Iglesia fue la raíz de
la violencia y las vicisitudes del largo y difícil proceso de la
formación de un estado nacional en México. Además es cierto
que las medidas tomadas por el cardenismo en la lucha para
conquistar el poder local redundaron en perjuicio de sus
proyectos sociales, aunque no es claro si habría sido posible
seguir adelante de otra forma en estas circunstancias históri­
cas imperantes. Para la gente cansada de la violencia constan­
te de más de veinte años, y cada año más desconfiada de las
promesas de políticos de clases sociales ajenas, la religión
resultó más importante que nunca como sistema de identidad
social y de sentido trascendental. Varios ex líderes agraristas
se identificaron con la causa cristera, la lucha cristera se
produjo una segunda vez en Michoacán durante el sexenio
del presidente Cárdenas (Meyer 1981), y el sinarquismo se
fortaleció en el campo michoacano: estos movimientos reac­
cionarios buscaban provocar una reacción que diera término
al proyecto rural más importante de la revolución en su forma
cardenista, la reforma agraria.
Reforma agraria y la primera crisis de los campesinos
Como han señalado los autores norteamericanos Cross y
Sandos (1981), la zona centro-norte del país sufrió graves
daños económicos a raíz de las guerras revolucionarias, y la
reconstrucción cardenista del agro mexicano produjo más
problemas para los campesinos. Las políticas cardenistas
favorecieron la forma colectiva del ejido, con el fin de con­
servar la supuesta racionalidad de la producción a gran escala,
y también de conservar fuentes de trabajo para la gente que
quedó sin tierra —en muchos casos una mayoría del campe­
sinado local—. La experiencia del occidente de Michoacán
demuestra los límites de esta política.
En primer lugar, la mayoría de los ex peones no quiso
recibir la tierra,7 y fue necesario imponer la reforma agraria
desde arriba. A la vez, el régimen cardenista impuso la forma
colectiva del ejido a la nueva comunidad agraria creada de la
comunidad matriz de la ex hacienda de Guaracha, cuyos
integrantes eran peones acasi liados —muchos de ellos “nor­
teños”— arrieros, unos pocos medieros y varias viudas y
hombres solteros, ya que la mayoría de los peones siguieron
rechazando la reforma. En realidad, parece que incluso la
minoría comprometida con la lucha agraria no quiso trabajar
la tierra colectivamente, y tampoco hubo ninguna preparación
política para poner a la gente de acuerdo con el plan antes del
hecho de la expropiación del terreno del latifundio. Al con­
trario, hasta el último momento Cárdenas había seguido
hablando a su gente de confianza local de parcelas y de
derechos individuales. Muy poco después de la expropiación
de la tierra en 1936, llegó un oficial del nuevo Banco Nacional
de Crédito Ejidal y convocó a una asamblea para informar
que el gobierno había comprado el ingenio de la ex hacienda,
el cual sería administrado en adelante como una sociedad
industrial ejidal, por los mismos ejidatarios. Ya que nada más
existen dos casos en que los campesinos recibieron la parte
industrial de una empresa azucarera en el periodo de Cárde­
nas, el caso de Guaracha fue de importancia nacional. La
empresa fracasó totalmente a los tres años, el ejido se dividió
en parcelas individuales en 1940 y se vendió la maquinaria
del ingenio cuatro años después, quedando el ejido con una
deuda igual a todas las pérdidas supuestamente sufridas por
el Banco Ejidal durante los tres años de operación de la
empresa colectiva.
Las raíces específicas de este desastre —tan rápido en
comparación con otro famoso fracaso colectivo en Michoacán, el de Nueva Italia (Glantz 1974)— fueron múltiples; la
ausencia de un movimiento popular auténtico y orgánico, la
ausencia de movilización política de estos campesinos no
revolucionarios durante la época cardenista, y la dependencia
cardenista del caciquismo para mantener el control político
de regiones de este tipo. En regiones con organizaciones
populares más fuertes, como La Laguna, la forma colectiva
del ejido mexicano tuvo mucho más éxito, al menos durante
la época cardenista. En regiones donde el estado central
dispuso de más poder efectivo, como la regiones cañeras de
Morelos y Puebla, fue posible reprimir demandas campesinas
en favor de un sistema de cultivo individual y conservar la
empresa colectiva como una forma de empresa efectivamente
estatal-capitalista. Pero en la Bolsa de Guaracha, el cardenismo solamente contaba con el caciquismo del hermano del
presidente, Don Dámaso Cárdenas, apoyado por elementos
de la antigua burocracia porfirista y varios “amigos conoci­
dos” del caudillo.
Muy pronto después del triunfo de Don Lázaro, Don
Dámaso y sus cuates habían hecho compromisos con las
familias acomodadas de Jiquilpan, poco antes sus enemigos
políticos. Esta alianza entre la vieja élite terrateniente de
Jiquilpan y la nueva élite política encontró un interés común
en la destrucción de la industria azucarera ejidal, pues mien­
tras existiera dicha industria, los terrenos de la ex hacienda
conservaban el monopolio de los recursos hidráulicos de la
región, las aguas de las presas construidas por la hacienda.
Los burócratas estatales que administraban el ingenio reci­
bían sus órdenes directamente de Don Dámaso Cárdenas, y a
los campesinos les faltó la organización y la confianza para
defenderse. Después de la parcelización del ejido colectivo,
Don Dámaso estableció un molino de trigo moderno en
Jiquilpan e invitó al ex administrador de la hacienda de
Guaracha para servirle como administrador de esta empresa
nueva. Con crédito en efectivo y vigilando el haber de sus
clientes campesinos por medio de administradores locales
dentro de las comunidades agrarias, este acaparador revolu­
cionario se puso a trabajar comprando las cosechas de trigo
al tiempo.
Sin embargo, no obstante la venalidad de Don Dámaso
Cárdenas y de sus amigos políticos, esta forma de capitalismo
rural no duró mucho tiempo, y nunca fue el sistema dominan­
te. Entraron otras personas, en general sin previas conexiones
políticas, quienes a largo plazo formaron una nueva burguesía
rural regional, operando como intermediarios entre los ejidos
y las esferas capitalistas más elevadas. Los orígenes sociales
de esta capa empresarial regional eran variables, pero muchos
eran personas que habían juntado algo de capital como mi­
grantes en los Estados Unidos, en particular en su sector
industrial en los años anteriores a la crisis de 1929. Casi todos
eran de familias rurales medias, cuyos miembros trabajaban
como rancheros, pequeños comerciantes y dueños de tiendas,
y a veces como administradores de haciendas. Entre los
nuevos acaparadores se encontraban algunos líderes agraristas, lo cual no debe sorprender debido a que la hacienda era
un bloque en contra de su ascenso económico.
El nuevo sistema de explotación agraria necesitaba inter­
mediarios de este tipo en las nuevas condiciones sociales. La
antigua hacienda de Guaracha había dispuesto de un poder de
coacción física sobre sus peones y medieros, apoyado por el
Estado, y además gozaba de un control monopolista de la
tierra. En los años cuarenta fue necesario explotar al campe­
sinado en una forma menos directa, por medio de relaciones
mercantiles, y sin mucha protección ante clientes enojados e
inconformes, ya casi todos llevando pistolas traídas desde los
Estados Unidos. Dado que a los campesinos libres les faltaron
créditos y reservas monetarias, eran muy favorables las con­
diciones para su explotación mercantil. Pero fue necesario
manejar a esta gente en una forma sutil, culturalmente ade­
cuada, estableciendo una relación social entre patrón y clien­
te, una relación que siempre guardaba un elemento latente de
tensión, de envidia, y de peligro. Los burócratas del centro no
tenían la menor idea de cómo manejar a esta gente “bruta”. Y
no todos los acaparadores locales de esta región llegaron a
hacerse millonarios.
En el curso de los años cuarenta, la mayoría del cam­
pesinado de la llanura se endeudó con “particulares”, es decir
con acaparadores. Empezó la contrarreforma agraria y la
plena subordinación de la agricultura campesina al proyecto
urbano-industrial. El Banjidal se retiró paulatinamente y, al
principio, entraron varios particulares a los ejidos para refac­
cionar a los ejidatarios. Pero al fin del decenio nada más quedó
un solo acaparador importante en la Bolsa de Guaracha, a
quien voy a nombrar “Don Gabriel”. Don Gabriel era joven
pero muy sagaz. Los otros particulares refaccionaban la pro­
ducción campesina, pero Don Gabriel prestaba dinero para el
consumo y para todos los otros gastos familiares. A los ex
peones les faltaban casas: las viviendas de la hacienda eran
chozas de carrizo. Estaban construidas así para que fuera fácil
desahuciar a aquellos trabajadores que ofendieran a la admi­
nistración en una forma u otra —la guardia tumbaba las
chozas con las culatas de sus rifles—. Construir una casa,
comprar ropa, tener fiestas bonitas: todas estas cosas repre­
sentaban símbolos muy importantes, símbolos de la eman­
cipación social8 para la gente que se veía como humillada
socialmente por el latifundio. Los ex peones estuvieron,
entonces, especialmente dispuestos a aceptar los préstamos
que ofrecía este acaparador, un hombre que tenía —como dice
la gente hoy en día— un estilo personal “muy bonito”, como
un sacerdote. Los resultados de esta disposición fueron gra­
ves: en efecto, Don Gabriel estableció un sistema de peonaje
por medio de deudas. Cada año aumentó más la deuda del
individuo, hasta que llegó el momento en que Don Gabriel
hizo la pregunta: “¿Por qué no resolvemos el problema en esta
forma —me pasas la parcela para liquidar tu cuenta?” De esta
manera Don Gabriel empezó construir un neolatifundio, cul­
tivando las parcelas ej¡dales por medio de mano de obra
asalariada con la ayuda de administradores escogidos de las
filas de los ejidatarios. Más adelante los administradores del
neolatifundista pudieron independizarse de su patrón, sem­
brando tierras ajenas por su propia cuenta, comprando maqui­
naria agrícola y dominando la política de sus comunidades.
Sin embargo hay que destacar que esta capa de ejidatariosburgueses quedó todavía a niveles relativamente bajos en la
estructura del poder nacional desde el punto de vista econó­
mico y político.
El auge del neolatifundismo
En la época del apogeo de esta empresa, es decir al principio
de los años sesenta, Don Gabriel controlaba unas cinco mil
hectáreas de las mejores tierras laborales de la llanura de la
Bolsa de Guaracha. La gráfica 1 muestra el patrón de desa­
rrollo de la empresa a largo plazo, utilizando los datos del
ejido de Guaracha solamente: el neolatifundista controlaba
tierras en todos los ejidos cercanos a Jiquilpan y a Sahuayo.
Don Gabriel prefería rentar las parcelas a largo plazo, y
siempre pagaba una renta en efectivo: además la magnitud de
la renta y del jornal pagado a los peones no cambiaron durante
dos decenios, hasta mediados de los años sesenta, cuando
entraron en competencia con el acaparador local algunos
agentes del capital más poderoso del Bajío, cultivando legum­
bres para el mercado metropolitano y para la exportación.
Antes de este cambio, el neolatifundista pagaba doscientos
cincuenta pesos cada ciclo. Para dar un índice del valor real
G ráfica 1
D esarrollo
acu m ulativo de la renta d e la tierra ,
1940-1980
Número de parcelas
140 t ------------------------------------ -
1945
1950
-----------------------
1955
1960
1965
1970
1975
1980
Año
de la renta, cabe señalar que el pago era igual al veinte por
ciento del ingreso recibido por un jornalero durante los seis
meses de la temporada. Al principio, en el neolatifundio se
sembraban los cultivos tradicionales campesinos —maíz,
frijol y garbanzo— y es cierto que esta situación de rentas y
jornales bajos fue una condición esencial para la rentabilidad
de una empresa de tipo neolatifundista-capitalista, dadas las
políticas agrarias del Estado mexicano de la época de substi­
tución de importaciones, políticas que favorecen a la indus­
trialización y control de salarios urbanos por medio de la
reducción de los precios de los granos básicos.
Durante los años sesenta, el neolatifundio se destinó más
al cultivo del sorgo forrajero, producto con costos de produc­
ción más bajos ya que se presta para la mecanización. Este
cambio en el sistema local tiene que ver con cambios en la
economía global de suma importancia: el sorgo es elemento
clave en el complejo agroindustrial ligado a la producción de
carne y constituye, entonces, otra cara de la “ganaderización”
de la agricultura; necesita ser elaborado en alimentos balan­
ceados por medio de empresas industriales establecidas por
el gran capital transnacional; y además su cultivo depende de
la utilización de maquinaria y fertilizantes químicos, también
productos de sectores dominados por grandes empresas trans­
nacionales. La historia del neolatifundismo en los distritos de
riego del occidente y centro-norte de México demuestra,
entonces, el proceso de la incorporación del sector productivo
de la agricultura mexicana dentro del nuevo sistema agroin­
dustrial global dominado por el gran capital norteamericano.
Es decir, se trata de una extensión internacional del principio
de la “concentración vertical” de Chayanov, este autor predijo
que sería la forma más característica del desarrollo capitalista
en la agricultura.9 A la vez, demuestra la importancia del nivel
de sueldos y de otros costos para la existencia de una produc­
ción directamente capitalista de los cultivos menos rentables.
Y finalmente, es imprescindible destacar que la forma neolatifundista del capitalismo rural acaparó la mayoría de las
mejores tierras ejidales del occidente de México durante esta
época. A Don Gabriel no le interesaban las tierras cerriles, ni
las parcelas ubicadas en zonas sin comunicaciones. Pero si se
hace un análisis de lo que pasó con las mejores tierras, los
resultados son bien impresionantes. Por ejemplo, en dos
potreros de parcelas de ocho hectáreas en Guaracha, favore­
cidos por sus comunicaciones excelentes, Don Gabriel alcan­
zó a rentar el setenta y cinco por ciento de las tierras y, en su
mayoría logró controlarlas por más de diez años.
La cara secundaria del neolatifundismo fue la migración,
pero en una forma compleja. Cuando se acabó la industria
azucarera, también se acabó la fuente de empleo más impor­
tante de la región, y se fueron muchas familias sin tierras a la
ciudad de México. Pero también se fueron muchos de los
nuevos ejidatarios, abandonando sus parcelas. Más de diez
por ciento de los ejidatarios masculinos del ejido de Guaracha
abandonaron sus derechos en una forma definitiva en los años
cuarenta, y de ellos la mitad se fueron a las ciudades. Otro
catorce por ciento rentó sus parcelas a largo plazo, y de ellos
el veinticuatro por ciento se fue a trabajar a la ciudad de
México, mientras que el veinte por ciento se fueron de brace­
ros a los Estados Unidos. Un porcentaje de los que abando­
naron sus derechos permaneció en el pueblo, sembrando
pedazos de tierra en el cerro y trabajando como jornaleros,
pero la migración fue el factor principal durante los años
cincuenta. En esta década otro diez por ciento abandonó sus
tierras, quedándose en la región solamente el once por ciento
de ellos y saliendo hacia la ciudad de México el sesenta y ocho
por ciento. También hubo un gran número de traspasos de
derechos ejidales por parte de viudas, muchas de ellas vícti­
mas de la violencia social. Una parte de la violencia de esta
época tiene que ver con envidias y disgustos espontáneos
entre los ex agraristas y la mayoría antiagrarista de la comu­
nidad, pero también estaban instigando la violencia fuerzas
aún más siniestras, en efecto los herederos de la cristiada y
del sinarquismo.
En el curso de los años cuarenta, entonces, se ve el sistema
ejidal cayendo hacia una cierta decadencia, aun en los distri­
tos donde el campesinado contaba con condiciones de pro­
ducción relativamente favorables. La tierra casi no valía nada.
Había menos fuentes de empleo en las zonas rurales que en
la época de la gran propiedad latifundista, los ejidatarios se
habían desanimado a raíz de sus dificultades económicas y
sociales, y la derecha estaba aprovechándose de los descon­
tentos campesinos en una forma amenazadora desde el punto
de vista del régimen. En esta situación la migración ofreció
una salida, en dos sentidos. En primer lugar, el sector indus­
trial tuvo una época de desarrollo rápido, pudo absorber un
gran porcentaje del excedente de mano de obra rural. Sin
embargo, hubo una relación entre los problemas del campo y
el proyecto oficial de industrialización, ya que el empobreci­
miento campesino fue una consecuencia, cada año más grave,
de la política oficial en favor de la industria. En segundo lugar,
en este contexto, la migración internacional ofreció la prome­
sa de mediar las contradicciones de este modelo de desarrollo
y, además, las contradicciones políticas que surgieron de las
políticas económicas del régimen.
La salida migratoria
Cuando firmó los acuerdos con los Estados Unidos que
establecieron el programa bracero, el gobierno mexicano
acabó más o menos con el problema sinarquista, y a la vez
aseguró la reproducción del sistema ejidal a largo plazo. En
teoría, se estableció el programa de contrataciones con el fin
de resolver los problemas de la gente sin tierra y sin empleo
en el campo mexicano. En la práctica, y a pesar de las normas
jurídicas del programa, la mayoría de los que se fueron de
braceros durante los años cuarenta y cincuenta era más bien
ejidatarios o hijos de ejidatarios que campesinos sin tierra,
como muestra la gráfica 2.10
Aunque no valiera la pena sembrar la parcela, los ejida­
tarios podían prestar el dinero que se necesitaba para satisfa­
cer la venalidad de la burocracia mexicana y para ser apuntado
en la lista en los centros de contratación. Sin la ventaja de
tener una parcela, muchos campesinos sin tierra no tuvieron
otro remedio que irse como indocumentados. En realidad,
mucha gente, incluso ejidatarios pobres, se iban como ilega­
les, o se quedaban en el norte después de terminar su contrato,
M igración
G ráfica 2
Esta do s U nidos
hacia
FAMILIAS EJIDATARIAS Y FAMILIAS SIN TIERRA
nno/
Porcentaje de migrantes
1'
20-29
|
i
l
i
I
I
30-39
40-49
50-59
60-69
70+
Muertos
Grupos de Edad (1983)
m
Ejidatarios
Sin Tierra
pero se ve muy claramente una diferencia de las tasas de
migración internacional durante el programa bracero entre las
familias ejidatarias y no ejidatarias en el cuadro, el cual
muestra las proporciones de migrantes dentro de la población
actual del pueblo.
Es muy importante subrayar el papel conservador de la
migración internacional desde el punto de vista del sistema
ejidal, al menos durante la época de las contrataciones. Entre
los años 1940 y 1960, solamente siete por ciento de los
traspasos definitivos de derechos ejidales se relacionó con la
migración internacional, a diferencia del setenta y ocho por
ciento de traspasos relacionados con la migración interna.
Nada más una persona que vendió su parcela durante este
periodo salió del país en una forma permanente. Con los
ingresos obtenidos por medio de la migración internacional,
varios hijos de ejidatarios sin tierra y algunos hijos de familias
no ejidatarias lograron comprar sus propias parcelas. No se
debe exagerar la importancia de este fenómeno: de los tres­
cientos veintiún ejidatarios con parcelas que tienen títulos11
en el ejido de Emiliano Zapata, solamente veintinueve habían
comprado sus derechos en esta manera. Varias personas que
tuvieron el modo de comprar derechos ejidales después de
trabajar en los Estados Unidos me dijeron que no lo habían
hecho “por falta de interés”. No existe ninguna evidencia en
esta región en favor del argumento que la demanda de los
braceros regresados desde el norte aumentó el valor de la
tierra. Además, el hecho de que poca gente hizo inversiones
en la producción agrícola en esta época no señala la ausencia
de previsión: parece que los que invirtieron en la producción
casi siempre perdieron toda su inversión dentro de dos o tres
ciclos. Era mejor comprar algunas vaquitas o chivas, es decir,
ahorrar el capital en una forma líquida en el estilo campesino.
Sin embargo, hay que destacar otro aspecto conservador
del proceso migratorio internacional. Por medio de la migra­
ción, la familia campesina semiproletaria podía aumentar sus
ingresos globales hacia un nivel que le permitiera sobrevivir
como una familia rural, y fue por eso que la mayoría de los
ejidatarios braceros rentaba sus parcelas en lugar de vender­
las.
Poca gente se hizo rica en los Estados Unidos durante la
época de las contrataciones. Es verdad que se ganaba más en
los Estados Unidos en términos monetarios, pero también se
pagaba más en términos de los gastos de mantenimiento.
Había variaciones significativas entre regiones diferentes: los
sueldos eran más bajos en Arizona que en California, pero la
vida era más barata en Arizona. Se obtenían ingresos diferen­
tes en diversas ramas de la agricultura, y según las tareas y el
patrón. En cierto modo, el nivel de ingresos de un individuo
dependía de la suerte, a la vez que de factores de la persona­
lidad. Sin embargo, los sueldos continuaron absolutamente
bajos y no aumentaron durante toda la época del programa de
contrataciones. Paradójicamente, a largo plazo los sueldos
bajos de mano de obra migratoria financiaron una creciente
mecanización de la agricultura comercial norteamericana,
empezando con el algodón, aunque se ve un aumento dramá­
tico en la mecanización general del agro californiano después
de 1964 (Solkoff 1985: 151), cuando el gobierno de los
Estados Unidos terminó el convenio del programa de brace­
ros. Después de 1964 los sueldos empezaron a aumentar
paulatinamente, y se ganaba más en términos reales, a pesar
de los costos más elevados de la migración indocumentada.
En los siguientes años continuó más rápidamente la mecani­
zación, la cual ha desplazado a mucha gente de la agricultura
hacia otros sectores, incluso los servicios y sectores de la
pequeña y mediana industria basados en la mano de obra
indocumentada. En años recientes, se ha vuelto mucho más
difícil encontrar trabajos eventuales, y es cierto que los mis­
mos patrones prefieren trabajadores de confianza, estables.
Es difícil, también, hacer una distinción entre los trabajadores
“legales”, emigrados, portadores de “tarjetas verdes”, y los
trabajadores “ilegales”. Porque un gran porcentaje de los
migrantes que tienen empleos casi permanentes y estables en
el norte no tienen papeles, o traen papeles “chuecos”. Igual­
mente, muchos de los “emigrados” todavía se dedican a
trabajos eventuales, y cada año se vuelve más penoso para los
más viejos de este grupo encontrar trabajo en competencia
con los jóvenes indocumentados.
Desde el punto de vista estructural, el de la economía
política, se puede ver el proceso migratorio a largo plazo
como un proceso de incorporación del agro mexicano dentro
del sistema agroindustrial de los Estados Unidos. En la pri­
mera fase, desde 1943 hasta los años sesenta, México ofrece
su mano de obra barata a los empresarios de los Estados
Unidos, y a la vez da un subsidio para la transformación
técnica de la agricultura norteamericana. Durante los años
sesenta, se traslada un porcentaje creciente de la producción
agrícola desde los Estados Unidos al interior de México, por
medio de nuevos sistemas de contratación de productores
mexicanos desarrollados por grandes empresas transnaciona­
les, la transformación técnica de la agricultura mexicana por
medio de las nuevas técnicas de la “revolución verde”, y el
proceso de “concentración vertical” antes mencionado. Como
resultado del último proceso, el gran capital transnacional
domina la reproducción del proceso técnico de la producción,
suministrando los insumos químicos y mecánicos, domina la
comercialización del producto a nivel internacional e impone
no solamente la lógica de la demanda metropolitana sobre la
estructura productiva de la periferia sino también la lógica del
sistema de elaboración industrial sobre el producto natural,
creando un complejo agroindustrial con consecuencias noci­
vas desde el punto de vista de las necesidades nacionales de
la nutrición y con respecto a la parte de la ganancia total que
queda con el productor básico. Además el desarrollo del
sistema agroindustrial ha tenido efectos muy complejos sobre
las estructuras de clases periféricas.
Por un lado ha creado nuevas fracciones dentro de la
burguesía agraria regional, dueños de maquinaria agrícola,
intermediarios comerciales ligados directamente a la expor­
tación y a las operaciones locales de empresas transnacio­
nales, dueños de fábricas para la elaboración de productos
naturales y nuevos empresarios de tipo neolatifundista dentro
del sector ejidal. He mencionado antes el papel de los jitomateros del Bajío y de las ciudades de Zamora y de Jacona en
Michoacán, quienes entraron a la región de Guaracha durante
los años sesenta. Hoy en día, en condiciones de crisis, los
ejidatarios de los distritos de riego están otra vez rentando sus
parcelas en números muy elevados. Actualmente (1988), el
jitomatero más importante que siembra en Guaracha es un
empresario Sahuayense que tiene el modo de surtir el merca­
do internacional de legumbres en una forma directa. Tiene
bodegas en la frontera y controla la producción de tierras
ejidales ubicadas en varias zonas diferentes del occidente,
trayendo a gente de otros pueblos para trabajar en las parcelas.
Se ve, entonces, que de otro lado, hay un desarrollo bastante
fuerte de la agricultura capitalista y de la proletarización.
Pero lo que es imprescindible destacar es el carácter de
dicha proletarización. Los ejidatarios pasan sus parcelas a los
empresarios capitalistas, mientras que sus hijos, y a veces sus
hijas también, trabajan, la mayoría de indocumentados, en los
Estados Unidos.12 A la vez, el neolatifundismo capitalista se
G ráfica 3
U bicación
de huos que h abían term inado
su educación
ANTES DE MARZO DE 1983
Porcentaje de hijos
60%-,--------------------- ----
México
Guadalajara
Otros lugares
E.U.
j
Residentes
Lugar de domicilio
H
Ejidatarios
iSrli Hijos de Ejidatarios
Familias sin Tierra
aprovecha de los excesos de mano de obra femenina e infantil
que se encuentran en estas regiones rurales, en compañía de
empresarios urbanos quienes están más y más interesados en
la explotación de mano de obra rural dentro del contexto
doméstico para elaborar productos industriales. A fin de
cuentas, toda la estructura compleja de los mercados de
trabajo mexicano se hace eco del hecho de que tratamos de
una economía donde todos los sueldos están relativamente
bajos: en realidad, es igual si hablamos del sector industrial
de fábricas grandes, del campo o de los Estados Unidos. Es
notable, por ejemplo, el proceso de la “informalización” de
la economía doméstica a través del ciclo doméstico encontra­
do por investigadores en las ciudades metropolitanas de Mé­
xico y Guadalajara. Los hombres pasan a trabajos “informa­
les” después de trabajar en las fábricas, mientras que sus hijas
no casadas van a trabajar en las plantas industriales, las cuales
no quieren trabajadoras femeninas maduras (González 1986).
Ningún salario es suficiente para satisfacer las necesidades
familiares. Como muestran las gráficas 3 y 4, son pocas las
unidades domésticas “rurales” que no tienen miembros ubi­
cados en el sector urbano, pero a la vez hay reflujos de gente
hacia el campo y un grado constante de salidas hacia los
Estados Unidos. Se trata, entonces, de un sistema integrado.
Sin embargo, todavía estamos lejos de dar un análisis
adecuado de la dinámica a largo plazo y de las contradicciones
sociales de este sistema. Con respecto a lo que determina su
dinámica, en primer lugar, nos falta un análisis del papel del
estado mexicano. En segundo lugar, nos falta un estudio de
la organización social de los flujos migratorios, un problema
de suma importancia dado que en cierto modo tratamos de la
organización del sistema de movimientos migratorios por
parte de los mismos migrantes (Massey, et al. 1987). Con
respecto a las contradicciones sociales, quiero enfatizar los
G r á fic a 4
P a r ie n te s en M é x ic o y G u a d a la ja r a
fa m ilia s e j id a ta r ia s y f a m ilia s sin t ie r r a
Porcentaje de Familias
Familias ejidatarias
2 3 C asas con Migrantes
Familias sin tierra
□
C asas con Migrantes
costos enormes del modelo de desarrollo mexicano, para la
comunidad campesina y para la vida doméstica de los cam­
pesinos. También hay que tomar en cuenta que la integración
a nivel económico no implica una ausencia total de contra­
dicciones latentes con respecto a la situación de la burguesía
mexicana, sobre todo a los niveles más bajos de la jerarquía
socioeconómica. Aparte del control del capital norteamerica­
no, hay que destacar la existencia de un grado de monopolio
muy fuerte dentro del sector comercial de la economía interna
mexicana, el cual impone límites muy estrechos a las posibi­
lidades de empresarios menos poderosos. Hay que dudar
sobre la probabilidad de que, a fin de cuentas, elementos de
la pequeña burguesía regional se adhieran a una política
radica! nacionalista, pero sus reacciones podrían ser un ele­
mento clave en la crisis política del PRI.
El estado y la “refuncionalización ” del sector ejidal
Al final de los años sesenta, la agricultura campesina entró a
una crisis sin precedentes. Por el lado económico, los campe­
sinos ya no pudieron, o no quisieron, surtir el mercado
doméstico con granos básicos en cantidades adecuadas. Se
podría decir que la política de explotar la agricultura campe­
sina en beneficio del sector industrial había llegado a sus
límites, ya que el campesinado no pudo mantener su produc­
ción de un excedente comercial por medio de la intensifica­
ción y devaluación del trabajo familiar no asalariado. El
sector capitalista tampoco quiso sembrar los granos básicos
en esta época, y hay que destacar que las mismas políticas
agrícolas del estado mexicano habían favorecido el desarrollo
de la agricultura privada durante toda la época poscardenista.
Mientras que estaba retirando los créditos y la asistencia
técnica del sector campesino, el Estado estaba haciendo in­
versiones muy fuertes en la infraestructura de los distritos de
riego, las cuales redundaron casi exclusivamente en beneficio
de un sector de las llamadas “pequeñas propiedades priva­
das”, es decir, el sector capitalista que quedó fuera de la
reforma agraria, un sector bastante amplio en la realidad
(Durán 1988). Durante los años cincuenta y sesenta los pre­
dios privados aumentaron su superficie cultivada o explotada
como pastos, y la tasa de concentración de la propiedad de la
tierra aumentó también —sin tomar en cuenta el aumento del
control neolatifundista de las tierras ejidales—. La agricultura
capitalista no iba a dedicarse a actividades cada año menos
rentables, y se aprovechó de las inversiones públicas para
desarrollar estos sectores de producción dedicados a los mer­
cados de altos ingresos urbanos y a la exportación.
Así cambió el sistema agrícola mexicano hacia el sistema
moderno que Alain De Janvry (1981) llama el “dualismo
funcional”: un campesinado semiproletario se dedica a los
granos básicos, y a la vez ofrece mano de obra barata a un
sector capitalista dedicado a otros tipos de producción. A
largo plazo, según De Janvry, el campesinado no puede
sostener su papel productivo dentro de esta división de traba­
jo, y el país tiene que importar un porcentaje creciente de
productos básicos, mientras que la cara secundaria de este
modelo del desarrollo agrícola es el hambre de la familia
campesina.
Es claro que, de hecho, la producción de granos básicos
ofrecida al mercado urbano por parte del campesinado mexi­
cano bajó durante los años sesenta, pero hay que investigar
diligentemente el porqué. En primer lugar, hay que tomar en
cuenta el papel importante de la producción neolatifundista
de granos básicos durante el decenio de los cincuenta. Como
hemos visto, la producción neolatifundista cambió, durante
el decenio siguiente, hacia el cultivo de sorgo, y eso fue, a fin
de cuentas, un efecto de la extensión de la hegemonía de los
Estados Unidos sobre la agricultura global. Otro aspecto de
la hegemonía estadounidense es su producción de excedentes
masivos de granos básicos. Se podría plantear como hipótesis
que el fin de la autosuficiencia alimentaria del Tercer Mundo
es, en parte, el reflejo del hecho de que los gobiernos podían
salir adelante de las contradicciones de sus políticas agrícolas
aceptando la oferta de estos excedentes a precios relativamen­
te bajos y con las facilidades crediticias ofrecidas por el
gobierno norteamericano. No obstante, no se debe negar el
problema de la producción doméstica campesina. Quiero
destacar dos fenómenos importantes en este contexto.
El primero, hay que notar la decadencia creciente de la
infraestructura social de la producción campesina. En tiem­
pos atrás, la gente había trabajado con base en el sistema de
“días prestados”, es decir, un sistema de intercambios de
trabajo recíproco y no en base a relaciones mercantiles entre
parientes, vecinos y amigos. Estas prácticas se acabaron casi
totalmente en la Bolsa de Guaracha en el curso de los años
cincuenta, a raíz del papel de la migración y el desarrollo de
la agricultura neolatifundista, con su demanda constante de
mano de obra. Hoy en día en esta región los campesinos
miden el valor de su trabajo personal en la parcela en términos
monetarios, es decir, que lo miden en términos del jornal
regional, y a veces en términos del sueldo posible en los
Estados Unidos. Dado que existen en realidad otras posibili­
dades de ganarse la vida para el individuo, esta forma de
cálculo económico quiere decir más que un cambio de men­
talidades: mide un costo real de oportunidades sacrificadas en
favor de la producción campesina y, en el caso de trabajo no
asalariado con familiares u otros miembros de la comunidad,
mide el costo personal instantáneo de relaciones sociales no
mercantiles. Para la mayoría de los campesinos pobres, este
último costo fue demasiado alto antes del fin de los años
cincuenta.
En segundo, hay que apuntar el efecto directo del trabajo
asalariado con personas ajenas y de la migración sobre la
unidad productiva familiar. En la ausencia de un control
absolutamente patriarcal sobre los integrantes de la unidad
doméstica, los hijos varones empezaron a buscar trabajo con
los empresarios locales, o se iban a los Estados Unidos, sin
preocuparse de las necesidades de la empresa campesina.
Muchas veces, por supuesto, el padre de familia quedó total­
mente conforme con la salida de sus hijos, a pesar del hecho
que perjudicó la viabilidad de la actividad productiva de ésta.
Pero en el transcurso de los años, la situación se ha vuelto más
difícil, ya que los hijos quieren guardar para sí lo que ganan,
aun antes de casarse. Es más, muchas veces, el ejidatario de
hoy no dispone del trabajo no asalariado de sus hijos menores
de edad, porque se van a trabajar a otro lado con otras
personas. Ya no existen, entonces, las condiciones señaladas
por Chayanov para la sobrevivencia de la unidad de produc­
ción campesina en condiciones difíciles.
También hay que destacar las contradicciones graves que
han entrado al centro de la unidad doméstica. Por un lado,
conviene a la familia que sus hijos busquen ganarse la vida
en los Estados Unidos y que sus hijas también trabajen,
muchas veces fuera del pueblo. Pero la dependencia de la
unidad doméstica de los ingresos acumulados por sus dife­
rentes integrantes introduce conflictos sobre la distribución
de dichos ingresos y sobre las normas de responsabilidad de
los hijos con respecto a sus padres. Es cierto que estos
conflictos aumentan cada vez más de una manera preocupante
con el consumo personal de mercancías, pero también se
multiplican a raíz de problemas de la estabilidad de empleo y
las posibilidades individuales en el proceso migratorio. Ade­
más, hay el problema de las actitudes culturales con respecto
al éxito económico de los jóvenes. Se sabe que los braceros
que tuvieron más éxito en los Estados Unidos muchas veces
encontraron una envidia sofocante cuando regresaron a sus
pueblos, pero hoy en día las contradicciones han aumentado
mucho. Las mujeres solteras que se van a los Estados Unidos
o las zonas fronterizas para trabajar en la industria maquila­
dora, muchas veces tienen que sufrir el rechazo y la hostilidad
no solamente de elementos de sus comunidades sino también
de sus propios padres cuando regresan bien vestidas y como
representantes de otro estilo de vida (Bustamante 1983). Y lo
triste es que en la mayoría de los casos, este momento de
bienestar es ya pura ilusión, ya que estos sectores maquiladores no solamente se deshacen de sus excedentes de mano de
obra según el ciclo económico, sino que además funcionan
como verdaderos consumidores de trabajadoras jóvenes, de­
sechando a “la mercancía usada” después de unos pocos años.
Hacia fines de los años sesenta, frente a la movilización
campesina más importante de la época poscardenista, y pese
a haber declarado el reparto agrario terminado a principios de
su sexenio, el gobierno de Luis Echeverría trató de “refuncionalizar” el sector ejidal. Empezó un decenio de programas
basados en la noción del “desarrollo rural integrado”, es decir,
en la estrategia reformista característica de tantos otros Esta­
dos latinoamericanos durante los años setenta. A la vez se
desarrolló un proceso de dominación burocrática. Los nuevos
ejidos colectivos de esta época (la mayoría creados en zonas
de colonización) eran organismos económicos estrechamente
supeditados al poder de Banrural y de los otros instrumentos
de la estatización del agro, cuya gestación iba a ser eficiencista y tecnocrática —hasta que empezó la resistencia masiva
de los campesinos en algunos casos—. En el occidente de
Michoacán, por contraste, se emprendió la refuncionalización
del sistema individual, por medio de los créditos más amplios.
En los distritos de riego, esta política tuvo un cierto éxito: una
mayoría de los ejidatarios volvieron a sembrar sus parcelas
con la ayuda del Banrural.
No voy a tratar el tema importante de la mala admi­
nistración del sistema oficial: cabe decir que los mismos
campesinos nombraban al banco paraestatal el “bandidal”, y
que tienen razón. Nada más quiero destacar las consecuencias
del nuevo sistema de patrocinio estatal. En primer lugar, hizo
posible que los campesinos se reintegraran a la producción
comercial, pero como productores de cultivos de bajo valor
dentro del sistema agroindustrial. La mayoría sembraba el
sorgo en las lluvias, y el cártamo iba dominando en las secas;
la política crediticia impuso al campesino el paquete tecnoló­
gico de la mecanización y del uso de herbicidas e insecticidas
químicos. Por medio del estado nacional, entonces, se incor­
poraron los campesinos al sistema agroindustrial, como con­
sumidores de insumos industriales y como productores encar­
gados de surtir aquellos productos que la agricultura
capitalista iba abandonando como no rentables. Desde el
punto de vista de la economía regional, a largo plazo la
modernización agrícola ha perjudicado mucho al empleo, y
también al ambiente ecológico, y no han tenido ningún éxito
varios programas para aumentar las fuentes de trabajo locales
por medio del “desarrollo rural integrado”. Tampoco ha pro­
ducido una agricultura campesina muy productiva: la mayoría
de los ejidatarios nunca ha logrado capitalizarse, sino al
contrario, ha sido forzada por las mismas políticas del banco
a “economizar” con respecto a los beneficios que hacen en
sus labores. Las estrategias campesinas siguen significando
algo, en el sentido de que se puede compensar la falta del
capital con el trabajo personal y familiar. Las variaciones
significativas con respecto a las estrategias campesinas nece­
sitan un análisis más minucioso que lo que puedo ofrecer
aquí.13 Sin embargo, en condiciones modernas, la cosificación de la reproducción campesina —en todos sus aspectos—
normalmente no es compatible con un proceso clásico de
desvalorización de fuerza de trabajo campesina sin afectar a
la productividad por hectárea, y aunque existen algunos pro­
ductores que intentan una estrategia de autoabasto (a costa de
niveles de consumo más bajos que sus compañeros en ausen­
cia de remesas migratorias significativas), la mayoría tienen
que comprometerse con el mercado en alguna forma. En la
época del SAM, se logró un aumento de la producción del maíz
dentro del ejido, pero la experiencia demostró que estímulos
con respecto a precios y reembolsos de créditos no influyen
mucho con campesinos a quienes le falta dinero en efectivo:
el efecto más importante de estos estímulos fue animar a los
pocos “empresarios” ejidales —por ejemplo un hijo del ex
administrador del neolatifundio— a sembrar maíz con resul­
tados generalmente mucho más favorables que en el caso de
eiidatarios que dependen únicamente de los créditos oficiales.
En segundo lugar, debo mencionar el papel empresarial
de la burocracia agraria. Los funcionarios del Banrural, de la
SARH y de las otras dependencias se han aprovechado de los
recursos públicos para sembrar parcelas ejidales rentadas por
su propia cuenta, y en la época de la crisis actual, han
aumentado la escala de sus actividades, hasta comprar dere­
chos ejidales en forma definitiva. La burocracia estatal ya
tiene, entonces, un interés de clase económica, aunque trata­
mos de un fenómeno contradictorio: por un lado, tiene un
interés privado semejante al interés del sector empresarial, y
tiene lazos directos con este sector, pero por otro lado, todavía
sus posibilidades económicas dependen en cierto modo de la
existencia del sector ejidal y de los recursos públicos.
La historia no se repite: contradicciones
de la situación actual
Hoy el Estado se ha retirado mucho del campo en la Bolsa de
Guaracha, y quizás estemos hablando de la última fase de
desintegración del sistema establecido en los años setenta. Lo
cierto es que ya la renta de tierras ejidales ha llegado a niveles
análogos a los niveles de la época del apogeo del neolatifun­
dio. Pero es imprescindible destacar que hoy en día se trata
de una situación muy diferente a los años sesenta desde el
punto de vista de las posibilidades de la reproducción campe­
sina. El valor de la tierra ha subido muchísimo: ya los hijos
de campesinos no pueden comprar derechos ejidales con el
fruto de su trabajo en los Estados Unidos. Actualmente hay
muchas ventas de derechos, pero los compradores son profe­
sionistas, burócratas y forasteros que tienen negocios y capi­
tal. Tal vez se pueda ver el comienzo del fin de la comunidad
agraria en esta zona. Sin embargo, en el sistema ejidal, todo
depende de la política, ya que la tierra ejidal no es una
verdadera mercancía, y aquí el auge del neocardenismo po­
dría desempeñar un papel muy importante: pese a la falta de
claridad de su programa social, es un fenómeno que está
desarrollando un nuevo espíritu de combatividad entre los
campesinos de la Ciénega, señalado en la toma de presiden­
cias municipales en toda la zona. Quizás un poco tarde, pero
con convicción, aun los ex peones se han vuelto cardenistas,
y de los más comprometidos.
Sin embargo, una parte de esta reacción se podría ver en
términos negativos: el relativo abandono del campo por parte
del Estado y la reducción de los rendimientos del cultivo de
la parcela con Banrural (dado el costo actual de los insumos,
el agua y el mismo crédito) son un factor, pero otro, igual­
mente importante, es la ausencia de alternativas. Una parte,
incluso un porcentaje de ejidatarios que ya no son personas
jóvenes, han optado por la salida tradicional: hacia el Norte.
Pero ya hay menos posibilidades de una salida muy impor­
tante desde el punto de vista de los ejidatarios: la movilidad
social por medio de la educación: se quejan mucho por la falta
de empleos para profesionistas y los sueldos bajos de los
maestros y otros empleados públicos. Los hijos de ejidatarios
(varones y mujeres) han logrado niveles promedio de escola­
ridad mejor que los hijos de jornaleros, y también han disfru­
tado una ventaja con respecto al trabajo en el sector público.
En lá opinión de la mayoría de los ejidatarios el campo es un
lugar del que se trata de escapar: ya hay menos posibilidades.
Sin embargo, como señalé anteriormente, es posible iden­
tificar aspectos mucho más positivos en el apoyo del neocardenismo. Su promesa de dignidad y democracia sirve para
revalorizar las posibilidades de la vida rural, y por medio de
la acción la gente está logrando más confianza en su poder.
Hasta la fecha se han sufrido solamente algunas formas de
amenaza, pero no la represión activa, ni ha intentado el
régimen una política selectiva de apoyo económico con el
propósito de fragmentar y desmovilizar el movimiento, el
cual ha sido encabezado por los líderes de capas medias de
los ejidatarios. Dado que el PRI no ha perdido los aparatos del
poder nacional, y todavía disfruta un control de muchos
micromecanismos de la hegemonía, el hecho de que ya otra
fuerza política se haya apropiado del discurso revolucionario
y haya logrado mucho en términos locales no implica en sí
mismo la posibilidad de un cambio fundamental: mucho
depende de los efectos económicos de las políticas actuales y
de la posibilidad de mantener la movilización y profundizar
su significación más allá del juego electoral. Además, no debe
olvidarse el hecho de que la sociedad mexicana ha cambiado
radicalmente en el curso de los decenios después de la crea­
ción del famoso “sistema” mexicano. La historia no puede
repetirse, aun como tontería.
Hemos visto que las circunstancias históricas a fin de
cuentas impulsaron a los movimientos sociales de los años
veinte y treinta a buscar una resolución de sus problemas por
medio de un compromiso con el Estado. Durante la época de
las contrataciones, el Estado mexicano buscó una resolución
de sus propios problemas políticos y económicos por medio
de vender una parte de su población rural a los Estados
Unidos. El convenio que firmó estableció a los braceros como
una clase de trabajadores ajenos sin plenos derechos civiles
en los Estados Unidos. El Estado mexicano colaboró con el
Estado norteamericano en la expulsión de un millón de traba­
jadores ilegales en 1954. Hoy la CNC está tratando de estable­
cer una nueva regulación oficial de la emigración. Aun cuan­
do se queja un poco más ante el caso de maltrato de
trabajadores mexicanos en el norte, el Estado mexicano toda­
vía queda lejos de impugnar en serio la lógica de clasificar a
los migrantes como “ilegales”, a pesar de las consecuencias
para sus ciudadanos: es decir, los empresarios norteamerica­
nos pueden mantener a los mexicanos como mano de obra
dócil y barata a raíz de su estado migratorio, y además tienen
la facilidad de desembarazarse de excedentes de mano de obra
muy fácilmente según el ciclo económico. Claro que al régi­
men mexicano le conviene tener abiertas estas salidas rurales.
En primer lugar, para expresar el asunto en una forma
sencilla y directa, el Estado vendió el pueblo, y después se
puso a vender los recursos del campo a los acaparadores y
más adelante a las compañías transnacionales, aunque en una
forma un poco disfrazada. Sin embargo, como muestra la
época del Banrural, la reproducción campesina depende en
cierto modo de la acción del Estado en contra de las crecientes
presiones del sector capitalista. Es más, aun las organizacio­
nes campesinas más “autónomas”, como la Unión de Comu­
neros Emiliano Zapata, han mantenido relaciones políticas
con fracciones “progresistas” del sistema oficial. Se puede
dudar que las comunidades campesinas de hoy dispongan de
una infraestructura social adecuada para emprender acciones
radicales: el poder popular se vuelve más y más fragmentado,
mientras que se multiplican las divisiones sociales a raíz de
la complejidad del proceso de la reproducción económica
(Gledhill 1988a). Si los campesinos relativamente ricos y los
campesinos pobres piensan que todavía tienen una identidad
común desde el punto de vista de su condición de ser domi­
nados por élites políticas urbanas y metropolitanas, muchas
veces este sentido de identidad común sirve en la práctica para
apoyar la explotación y el caciquismo rural. Si ha de haber un
cambio en México, va a ser producido por un conjunto de
fuerzas sociales más amplias, adecuado para producir un
cambio fundamental en la naturaleza del estado. Pero se
puede sufrir una crisis catastrófica sin experimentar un cam­
bio social en la dirección de mayor igualdad y justicia social.
Las posibilidades históricas dependen de la existencia de una
alternativa organizada y un proyecto social hegemónico fac­
tible en términos de probables alianzas de fuerzas sociales.
La otra alternativa es la resignación política y la resolu­
ción tradicional del problema de la reproducción campesina,
la acción social espontánea —sobre todo la migración inter­
nacional—. He dicho que es imprescindible dar cuenta del
hecho de que los flujos migratorios han sido organizados en
cierto modo por los mismos migrantes. En el caso del occi­
dente de Michoacán estamos hablando de un sistema de redes
sociales ya establecido antes de la crisis de 1929. En esta
época, la mayoría de la gente trabajaba en la industria nortea­
mericana y los primeros migrantes fueron de las pequeñas
comunidades urbanas, seguidos por los hijos de familias
campesinas más acomodadas, casi todos alfabetizados. Pero
durante los años veinte, empezó a irse gente más pobre,
incluso peones de campo. Entre los años 1920 y 1929, emi­
graron legalmente a los Estados Unidos más de cuatrocientos
treinta y seis mil personas mexicanas, y muchos más se
quedaron en el norte sin documentos. A pesar de las expul­
siones masivas de 1929, no se acabó totalmente el flujo
migratario desde el occidente durante los años treinta. No
obstante, la migración de la época de las contrataciones tuvo
lugar en condiciones muy diferentes a las de la época anterior.
Ya el mexicano se encontró mucho más aislado de la sociedad
norteamericana que en la época anterior, cuando había inter­
cambio social más libre entre mexicanos e inmigrantes euro­
peos, y el mexicano no tenía un estatus especial como bracero
o “mojado”. Sin embargo, se multiplicaron las redes sociales
entre el norte y las comunidades de procedencia de los mi­
grantes en México, la mayoría de ellos todavía provenientes
del occidente y del centro-norte del país. Antes de 1965 fue
bastante fácil emigrar y los braceros que se quedaron en el
norte en una forma más permanente facilitaron el pasaje del
los que entraron al sistema después como indocumentados. A
raíz de la autoorganización social del sistema migratorio, el
sistema de contrataciones no redujo el flujo de migrantes
indocumentados, sino lo facilitó, preparando el suelo para la
migración indocumentada masiva de la época actual. Dada la
integración cada vez más fuerte de las economías mexicana
y norteamericana y la naturaleza de la economía interna
mexicana, el mismo efecto sucedió con el programa de indus­
trialización fronteriza (Bustamante 1983). Supuestamente el
gobierno mexicano dió entrada a las maquiladoras con el fin
de reducir la migración indocumentada hacia el norte y de
establecer nuevas fuentes de empleo para la población de la
frontera. En la práctica, la industria fronteriza escogió el
trabajo femenino, y las mismas plantas han servido como
escalones para llegar al norte para la gente venida de las
ciudades y de otras regiones del interior del país.
Es verdad, entonces, que la migración ha ofrecido al
régimen una salida para las contradicciones de su modelo de
desarrollo, al menos hasta cierto punto. A pesar de las reac­
ciones no económicamente motivadas en contra de la migra­
ción mexicana a los Estados Unidos en años recientes y la
militarización actual de la frontera, no ha sido posible reducir
los flujos migratorios en términos absolutos. Y no sería posi­
ble reducirlos mucho en las condiciones actuales sin provocar
una crisis política aún más seria que la ya existente en México.
Estamos hablando de unos cuatro millones de personas tra­
bajando en forma casi permanente en los Estados Unidos, las
que mandaban entre uno y tres billones de dólares cada año
a principios de los años ochenta (Walker 1985). Además hay
que notar que no todos los que se van al norte lo hacen por
razones de necesidad económica inmediata: la “norteñización” de muchas familias campesinas tiene sus causas socia­
les, y es, en parte, simplemente un efecto de las facilidades
ofrecidas por la existencia de las redes sociales permanentes
a través de la frontera. Sin embargo, hay que subrayar que el
costo social de la migración sigue siendo enorme, mientras
que el desarrollo desigual y polarizado de México y de los
Estados Unidos asegura la permanencia del flujo migratorio.
Hasta los maestros rurales andan en los Estados Unidos,
trabajando en la construcción, inclusive subdirectores. La
migración nunca ha sido la salida de los más pobres, pero
ahora se ha vuelto la alternativa más ventajosa para los
elementos más capacitados de la población rural. Además,
hay evidencias alarmantes de un creciente grupo de familias
pobres en las comunidades de la Ciénega que no tiene muchas
posibilidades de participar en cualquier forma de migración
—una clase baja casi estancada en el campo—. Mientras que
el país está perdiendo recursos humanos, las condiciones de
los migrantes no están mejorando. Dadas las condiciones en
el mercado de trabajo estadounidense, el antagonismo social
es cada vez más frecuente, así como conseguir trabajo es cada
vez más difícil.
No obstante, eso sólo es un incremento más al costo social
a largo plazo de la migración internacional. El proceso de la
migración ha implicado un proceso de construcción social de
la persona del migrante, y el punto es que jamás se resuelve
el problema de la identidad en estas condiciones. Por un lado,
la empresa capitalista ha tratado de imponer la disciplina de
su régimen de trabajo al trabajador migrante sin, en muchos
casos, darle la recompensa mínima de tratarle como ciudada­
no.14 A la vez, el Estado norteamericano ha intentado imponer
la disciplina jurídica de otro tipo de sociedad a los mexicanos
que han entrado a su país:15 los campesinos a veces manifies­
tan su admiración por el “orden” norteamericano, pero tam­
bién se preguntan dónde existe la justicia en este país en el
que todo tiene su dueño pero a ellos les falta el respeto.
También hablan de la libertad de la vida mexicana. ¿Pero qué
libertad? Los vecinos no migrantes en la comunidad mexica­
na hacen sus “propias construcciones de identidad” de la
gente que regresa de los Estados Unidos, como otro tipo de
persona. ¿Y cómo los migrantes pueden construir su propia
identidad, rechazados por una parte de su comunidad de
procedencia, y a la vez viviendo a largo plazo en un ambiente
social ajeno en el norte, donde se sufren los abusos de
mayordomos de orígenes sociales diferentes, sobre todo chí­
canos, y se anda desconfiado e inquieto bajo la vigilancia de
la policía y de la migra? En años recientes es notable que más
migrantes jóvenes han empezado a llevar a sus esposas y a
veces a sus niños al norte, posiblemente a raíz de sus dificul­
tades sociales. Sin embargo, hay que tomar en cuenta también
el aumento de oportunidades para el empleo de mujeres en el
norte, además la estabilidad creciente de las colonias de
migrantes en las ciudades de los Estados Unidos, sobre todo,
de California. A fin de cuentas, la migración ha tenido efectos
profundos sobre la estructura social de la comunidad campe­
sina, produciendo cambios en las estructuras de la autoridad
doméstica y hasta cierto punto, quizás, en las relaciones de
género. Tal vez se pueda ver algo del “progreso” en algunos
de estos cambios, pero ha sido, y sigue siendo, un proceso de
cambio experimentado por la gente como traumático. Ade­
más es difícil ver muchos beneficios en estos cambios hasta
la fecha. No parece que la posición social y laboral de las
mujeres haya mejorado a raíz de las actuales formas de su
incorporación dentro de nuevos mercados de trabajo. No
solamente la comunidad, sino también la unidad doméstica
quedó dividida por las relaciones mercantiles y por conflictos
sobre la distribución de ingresos y las cargas del trabajo
necesario. Mientras tanto, el desarrollo capitalista sigue en su
forma tradicional en el campo mexicano... adelante.
NOTAS
1.
2.
3.
4.
5.
6.
7.
Una versión preliminar de este artículo fue presentada en la forma de una serie de
conferencias en la Universidad de Barcelona en enero de 1988, con el apoyo del
programa de “Acciones Integradas” del Consejo Británico y del Ministerio de Cultura
Español. El Consejo de Investigaciones Económicas y Sociales del Reino Unido apoyó
la etapa principal del trabajo de campo de mi proyecto de investigación en la Ciénega,
realizada durante un año en 1982-1983.
También se ha desarrollado una amplia discusión de la cuestión del sistema de crédito
oficial desde el punto de vista de la teoría marxista de la renta de la tierra y de las
contradicciones de la valorización del capital en la esfera agrícola (véase, por ejemplo,
Gutiérrez y Trápaga 1986).
Ofrezco una discusión más amplia de dichos temas en Gledhill, en prensa.
Cabe señalar que el occidente de México es una zona en donde se encuentra un
capitalismo productivo, comercial, y agroindustrial sumamente organizado por medio
de Uniones Agrícolas Regionales y —a un nivel de control monopolista aún más
importante— la Unión Nacional de Productores de Hortalizas. Dichas agrupaciones
muchas veces integran a productores ejidales en una posición subordinada, pero en su
turno están supeditadas al poder de las compañías distribuidoras norteamericanas
(Relio 1986: 100-3; Durán 1988: 101-7; véase también el análisis general de la
dinámica de los mercados internacionales de hortalizas ofrecido por Sanderson 1986).
Sin embargo, la situación es variable a consecuencia de diferencias en las posibilidades
de valorizar el capital directa o indirectamente en distintas zonas: el Estado ha
desempeñado un papel importante en la reorganización ejidal (formación de uniones
de ejidos, etc.) en zonas de potencial producción excedentaria, pero más marginadas
desde el punto de vista comercial.
Ofrezco una discusión más amplia, y sin duda muy aventurada, en Gledhill, en prensa.
Es necesario utilizar la palabra “capitalista” con cuidado en este contexto. En mi
análisis de la economía política de la hacienda de Guaracha, he subrayado la depen­
dencia de la empresa de la extracción de la plusvalía absoluta, de la coacción física,
del monopolio de la tierra y de formas de explotación agraria características del capital
mercantil con respecto a la explotación de sus medieros (Gledhill 1988b; en prensa).
En otros trabajos he argumentado que el problema teórico de explicar este hecho es
más complejo de lo que quizás parezca a primera vista: véase Gledhill 1988b, en
prensa: capítulo 3.
8.
Claro que este tipo de emancipación fue limitado. Por su conducto personal, Lázaro
Cárdenas prometió al campesino la dignidad en el sentido de valor social, pero en la
práctica el régimen del general no quiso darle la autonomía en términos de poder
(“empowerment”, en inglés), por medio de la democracia participante de la comunidad
agraria autónoma: al contrario, el campesino quedaba todavía para ser formado por la
acción de un Estado tutelar, todavía no digno de la libertad en el sentido de capacidad
de autogestión. Pero la organización campesina independiente había existido antes del
cardenismo, el cual se dedicó a eliminarla como un elemento contrario o al menos
potencialmente peligroso con respecto a su forma de “estatización” y modernización
—y sus compromisos con el capital— .
9.
Hay que destacar que con el desarrollo del sistema agroindustrial, ya no se trata
simplemente de la subordinación de la economía campesina a los intereses industría­
les-urbanos, sino de la creciente industrialización del mismo proceso de producción
agrícola, y que dicha reorganización del proceso productivo está ligado al proceso de
la intemacionalización del capital. Resulta que los mismos procesos de producción en
su sentido más amplio y completo tienen un carácter transnacional (véase Barkin y
Suárez 1985; Sanderson 1986; Durán 1988).
10. Al interpretar estos datos hay que tomar en cuenta que mucha más gente sin tierra que
ejidatarios habían salido del pueblo en forma permanente.
11. Hay doce parcelas en el ejido que no tienen títulos. Durante la época de la hacienda
eran tierras ociosas, y fueron dotadas a personas jóvenes en 1940, cuando se hizo la
parcelación del ejido colectivo.
12. En los últimos años más gente ha ido legalmente, con la visa H2A y hasta cierto punto
se ve la formación de un fenómeno neobracerista. Sin embaigo, hay que destacar que
los trabajadores tienen ellos mismos que buscar su trabajo, muchas veces en zonas
donde no encuentran el apoyo de redes sociales de migración establecidas y ganan
poco y gastan mucho hasta que encuentran una posición estable —si la encuentran—
bajo una vigilancia muy estrecha por parte de las autoridades, lo cual hace más difícil
buscar trabajo mejor remunerado fuera del campo. Por estas razones, no es de
sorprender que solamente el diez por ciento de las visas H2A autorizadas en 1989 haya
sido para trabajadores mexicanos. Pero desde el punto de vista del patrón norteameri­
cano, sobre todo en el sector urbano, muchas veces es más conveniente la mano de
obra indocumentada (sin derechos laborales, fácil de destituir) y una gran parte de los
migrantes no puede cumplir con los requisitos del sistema “legal”.
13. Véase Gledhill, en prensa, capítulo 9.
14. A veces, aunque la práctica tiene sus desventajas, el mismo patrón es el responsable
de denunciar a su empleado indocumentado ante las autoridades, cuando ya tiene un
exceso de mano de obra, o nada más quiere saldar una parte de lo que debe al trabajador.
15. Se debe notar que al principio de la época de las contrataciones, la gente del campo
estaba poco integrada al Estado nacional mexicano, debido a que la inclusión de las
masas dentro de una sociedad nacional es un efecto del laigo proceso de desarrollo del
Estado moderno y de sus programas de educación. Aún hoy en día se puede dudar que
esté consumado dicho proceso en una forma adecuada.
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