superyo | testimonio Relato de vida / Trina Fuenmayor “Como padres, debemos superar el dolor y ayudar a nuestros hijos” Hace cuatro años supo que Juan Pablo padecía Síndrome de West, una encefalopatía con severas secuelas en el desarrollo psicomotor. Ante un diagnóstico que no le daba más de un año de vida a su hijo, decidió no quedarse de brazos cruzados. Hoy, el pequeño tiene casi 5 años, y ella dirige una fundación que busca ayudar a niños con ése y otros trastornos similares / María Isabel Capiello | Fotografía Roberto mata En 2007 quedé embarazada de morochos. Los médicos detectaron en mi cuarto mes que uno de los bebés venía con una cardiopatía congénita llamada Tetralogía de Fallop, la cual causa problemas de oxigenación en la sangre. Sin embargo, había que esperar a que el niño naciera para determinar su grado de severidad. Di a luz a las 37 semanas de embarazo. Juan Luis, mi bebé sano, fue el primero en nacer. Inmediatamente después llegó Juan Pablo. Gracias a Dios, su piel no estaba azul como ocurre con la mayoría de los niños con esa patología. En su caso, según los especialistas, era leve y no traería mayores repercusiones. Nos fuimos a casa felices con ambos bebés. Así pasaron varios meses. Juan Pablo siempre fue más pequeño que su hermano, pero los médicos decían que en los morochos siempre hay uno más grande, y que la cardiopatía acentuaba esa diferencia. A los 5 meses vi que Juan Pablo hizo movimientos extraños y sus ojitos se voltearon hacia arriba. Al llegar a la clínica, estaba normal, pero justo cuando iban a darnos el alta, el episodio se repitió: se trataba de convulsiones. Lo hospitalizaron en terapia intensiva para hacerle estudios. Al día siguiente, la pediatra que lo atendió nos dio el diagnóstico: Juan Pablo tenía Síndrome de West, una encefalopatía grave, poco frecuente, que se presenta en 60+SALUD niños menores de un año y produce espasmos epilépticos con severas consecuencias en el desarrollo psicomotor. Señaló que no había manera de detener las convulsiones. Mi esposo le preguntó qué calidad de vida le esperaba al niño, y respondió que ‘ninguna’. No hice más que llorar y llorar. Un día después, la enfermera nos dijo que no había convulsionado de nuevo. Lo llevamos a un neuropediatra y corroboró el diagnóstico, pero precisó que con los niños no se pueden hacer pronósticos certeros. Debíamos trabajar con Juan Pablo para ver hasta dónde podía llegar. Le indicó un tratamiento farmacológico y nos refirió al Instituto Venezolano para el Desarrollo Integral del Niño, donde el bebé comenzó a recibir fisioterapia regularmente. Cuando los morochos cumplieron 7 meses, Juan Pablo fue ingresado de nuevo a terapia intensiva debido a una neumonía. El internista de guardia nos advirtió que el cuadro clínico era complicado: aunque lograra superar ese evento, la situación se repetiría y fallecería, pues los niños con Síndrome de West usualmente no llegan a los 2 años. Para nuestra sorpresa, el niño mejoró y pronto pudimos llevarlo a casa. En ese momento tomamos la decisión de escuchar sólo las indicaciones de los médicos que lo atendían: su cardiólogo y su neuropediatra, quien nos explicó que el síndrome testimonio | superyo Quien vive la enfermedad es mi hijo. Sin embargo, es feliz, se divierte y es capaz de entenderme. Si él lo puede hacer, de qué se va a quejar uno” 61+SALUD superyo | testimonio Me encontraba como mamá de morochos, y uno de ellos era un niño especial. Fue muy complicado para mí, pues tenía otro bebé que sí iba al ritmo de su edad, pero que también requería mi atención” viene acompañado de un mal manejo de las secreciones. Debido a ese problema respiratorio, Juan Pablo tomaba el tetero con desesperación y se ahogaba: eso le generó la neumonía. Empezamos a nebulizarlo cuatro veces al día y a aspirarle los excesos de flema. También decidimos darle únicamente alimentos semisólidos. Contra todo pronóstico, cumplió el año. Nuestra vida sufrió un cambio radical. Yo, que antes ejercía mi profesión de abogado, ahora me encontraba como mamá de morochos, y uno de ellos era un niño especial. Fue muy complicado para mí, pues tenía otro bebé que sí iba al ritmo de su edad, pero que también requería mi atención. Los anticonvulsivantes ponían a Juan Pablo hipotónico: tenía la mirada perdida y no podía aguantar su cabeza. Parecía un muñequito de trapo. Y aunque seguíamos llevándolo a las terapias, no había avances. Entonces nos hablaron de un terapeuta chileno llamado Ramón Cuevas, que vivió en Venezuela durante los años setenta y desarrolló aquí un método de rehabilitación al que llamó Cuevas Medek Exercise (CME). A diferencia de la terapia tradicional, el CME busca provocar respuestas automáticas motoras a través de ejercicios dinámicos, y se aplica a niños que sufren un deterioro evolutivo en su desarrollo motor. Le escribimos a Cuevas explicándole el caso de Juan Pablo. A los cuatro meses, luego de muchos trámites, partimos para Chile. Quedamos impactados con los ejercicios. Al tercer día notamos cambios: la postura de Juan Pablo en el coche era más erguida. Luego comenzó a tener mayor movimiento: antes se quedaba inmóvil donde yo lo dejara. Cada seis meses lo llevábamos a Chile, y entre uno y otro viaje hacíamos los ejercicios en casa. De haber seguido con la terapia convencional, sus piernitas se hubieran atrofiado. Hoy, a sus casi 5 años, aunque no logra sentarse solito ni estar de pie, sí puede mantenerse erguido. Eso es un logro. Es reconfortante haber encontrado una luz donde en un principio nos dijeron que no había nada que hacer. Por eso creamos la Fundación ‘Juan Pablo, un ángel en la tierra’, para dar apoyo a los padres de niños con problemas de este tipo, no sólo con West, sino con cualquier otro 62+SALUD trastorno motor. Inicialmente nos enfocamos en informar a los papás y darles consejos. Para ello abrimos la página www.fundacionjuanpablo.org.ve. En 2010 encontramos patrocinio para enviar a varias terapeutas a entrenarse en Chile y así traer la terapia CME a Venezuela. Ahora los niños pueden recibirla en la sede de la fundación, ubicada en el Centro Profesional Santa Paula. Quienes no pueden costearla, aplican al Plan Padrino, que tiene gente que colabora con uno o varios tratamientos al mes. En este proceso nos hemos dado cuenta de que el nombre de la enfermedad sólo sirve para saber el tratamiento médico a seguir, pero, al final, todos los pequeños que sufren alguna condición necesitan intervención temprana: hay que estimularlos para que logren nivelarse si pueden o, al menos, superar sus diferencias. Lo que buscamos es que tengan calidad de vida, un concepto muy relativo: no se trata de que anden brincando, aunque es lo que nos gustaría, sino de que, dentro de su condición, puedan ser felices como cualquiera. Siempre digo que todo lo que tenemos con Juan Pablo es ganancia: los médicos dijeron que no viviría más de un año, y tiene casi 5. Mi hijo ha logrado comunicarse con los ojos. Dicen que los pequeños con Síndrome de West no duermen bien, él descansa toda la noche; que no sonríen, él es un reilón. Además, lleva dos años sin convulsionar. Nunca me pregunté por qué nos pasó esto. La interrogante que me hice fue ‘por qué escogió venir así al mundo’. Y entendí que todos tenemos una misión y que yo tenía que ayudarlo a cumplir la suya: es lo que estoy haciendo. No podemos dejarnos vencer. Para nosotros hubiese sido más fácil quedarnos en casa llorando, porque Juan Pablo iba a morir, y vivir nuestro dolor sin darnos cuenta de que él quería luchar. Quien vive la enfermedad es mi hijo. Sin embargo, es feliz, se divierte y es capaz de entenderme. Si él lo puede hacer, de qué se va a quejar uno. Como padres, debemos superar el dolor y ayudar a nuestros hijos, porque estos niños son capaces de regalarte el amor más hermoso e incondicional del mundo”. •