El cochero fúnebre En el 1.940, tras los estragos ocasionados por la guerra civil española, Pepe, un hombre sin oficio ni beneficio, pero dispuesto a sacar a sus cuatro hijos adelante, encontró una salida para escapar de la miseria en la que estaba sumido. El Ayuntamiento de Sevilla le había ofrecido la posibilidad de ser el cochero fúnebre de la ciudad. Sólo tendría que comprar un caballo. A cambio recibiría un sueldo, más las propinas de la funeraria y cómo no, la de los familiares, si el trayecto hasta el cementerio lo hacía por calles cómodas y si tanto el cochero como el jumento expresaban en sus caras dolor y duelo. Pepe, sin saber de dónde sacaría el dinero para el rocinante aceptó encantado. Fue al Ayuntamiento donde firmó los permisos necesarios y de ahí, sin pensar demasiado en lo que había hecho, se fue a la tasca de su amigo Rosendo. -Dame un vino Rosendo, vengo que me ahogo, nunca lo había pasado tan mal. Estas cosas no son para mí. -¿Qué te pasa Pepe? Parece que vienes de atracar un banco. Pepe, sin mediar palabra, se tomó el vino de un trago. -Anda toma otro vino- le ofreció Rosendo con amabilidad. -Como te lo tendré que apuntar lo mismo es uno que dos. -Tranquilo compañero, que eso de apuntar se va acabar. Vengo del Excelentísimo Ayuntamiento y me acaban de nombrar cochero fúnebre oficial. -Déjate de tonterías hombre, tú siempre le has tenido mucho respeto a los muertos vamos, mucho miedo. -De acuerdo, pero he pensado que los muertos pueden hacer que mi familia viva y además no tener que dejarte más vinos fiaos, ni que me des algunas veces para la leche y el pan. Así que, a partir de ahora, que nadie se meta con mis muertos. Aunque claro, ahora viene lo más difícil y es lo del caballo. -¿Qué le pasa al caballo? -Pues que no tengo caballo y tengo que empezar el lunes. Sitio tengo, detrás de mi casa hay un corral donde le puedo hacer un sombrajo y allí estaría fenomenal. En cuanto al dinero, estoy pensando en pedírselo a mi cuñado, no nos tratamos mucho, pero yo le voy a pedir sesenta duros y así me sobra para unos días de pienso. Lo malo es que necesito un par de duros para ir al pueblo. -Bueno, eso te los doy yo y te pongo otro vino, para brindar por tus muertos y que te den una mejor vida. -No sé qué haría sin ti Rosendo. En cuanto me tome el vino me voy a mi casa para decirle a mi mujer que ya soy cochero, y luego a ver a mi cuñado para comprar el jumento. A Pepe empezaron a irles las cosas bien. Su cuñado le prestó el dinero y aquel mismo día compró un caballo de color negro por ciento setenta y cinco pesetas. El resto se lo dio a su mujer, para que comprase unos kilos de cebada hasta que él empezara a trabajar y también huevos, leche y lo más imprescindible para aplacar un poco la carpanta, que sobre todo tenían sus hijos. -Rosendo, ya he comprado el caballo- le comunicó Pepe con alegría a su amigo. -Es precioso. No sé si engancharlo en el coche fúnebre o llevármelo a la feria de Jerez. Es cierto que está un poco flaco, pero con los kilos de cebada y lo que yo le pueda coger en el campo, lo pongo de exposición y como después de todo me han sobrado cinco duros, te voy a pagar los dos que me prestaste y ahora me pones un medio con bacalao. Pepe era un hombre moreno, alto y delgado. Bebedor de vino blanco de tasca y derrochador de la gracia natural de su tierra, vivía en uno de los barrios más zalameros de Sevilla: la Macarena. En una casa de vecinos, donde convivían todos en la misma precariedad. Guisaban en la misma cocina, cuando tenían recursos que por algún arte del destino o habilidades forzadas y necesarias les había llegado a su alcance. Lola, la mujer de Pepe, era gruesa y bajita. También cojeaba un poco, por algún problema que tuvo en la pierna de niña. Tenían cuatro hijos, dos niños y dos niñas, y todos vivían en una habitación de unos quince metros cuadrados. Con el paso del tiempo, conforme los hijos se fueron haciendo mayores, Pepe acabaría durmiendo en el coche fúnebre, para así dejar a las niñas su sitio en la cama. Una mañana en la Iglesia de la Macarena, cuando se estaba celebrando la Eucaristía, uno de los fieles se sintió indispuesto. Con la ayuda del sacristán y otro de los feligreses lo llevaron a la sacristía, lo sentaron en el sillón del cura y le dieron un poco de agua, a ver si se le pasaba el repentino malestar. Pero no fue así. Al instante, le sobrevinieron unas convulsiones, seguidas de una inmediata palidez, que hicieron llamar al sacerdote y éste a su vez a un médico, que estaba rezando con fervor a San Pancracio, después de la misa. Cuando el médico empezó a reconocerlo, miró al cura y le dijo que ya no podía hacer nada por él. Lo pusieron en lo alto de la mesa de la sacristía y el sacerdote, allí mismo, se encargó de curarle el alma. El forense vino un par de horas después, para hacer el levantamiento del cadáver. Al estar en la iglesia, llamaron al coche fúnebre para recogerlo y trasladarlo al lugar donde le harían la autopsia. Al llegar Pepe a su casa, Lola, su mujer, le informó de lo que había sucedido. El sacristán le había dado el aviso para recoger un ataúd en la funeraria y llevarlo a la Iglesia de la Macarena. Le esperaban en la sacristía. -Antes comeré algo, Lola- se limitó a contestar, mientras se sentaba en la cocina. -El muerto puede esperar; ya no tiene remedio. Yo si no como, la palmaré de hambre y de frío, que con esta humedad y esta niebla no hay quien pare. Cuando Pepe recogió el féretro y llegó a la iglesia empezaba a verse poco. Encendió los faroles del coche, dejó el caballo atado a una reja, junto a la puerta de la iglesia y busco al cura, a quien encontró arreglando el sagrario. El cochero, con su traje oficial y su sombrero de copa en la mano, carraspeó para llamar la atención del sacerdote, que de inmediato abandonó su quehacer. -Me alegro de verle, Pepe. Voy a llamar al sacristán para que le eche una mano. Ya me tenía nervioso el cadáver. El cochero y el sacristán, sacaron el ataúd del coche y lo llevaron a la sacristía. Allí el finado, les aguardaba yaciendo sobre la fría piedra de la mesa. Estaba envuelto en una especia de sabana, que seguramente le abría puesto el cura. Le metieron en el ataúd y, entre los dos, lo introdujeron en el carruaje fúnebre. -No lo he notado muy tieso. ¿No te has dado cuenta?- preguntó el cochero extrañado. -Si usted lo dice, será. Yo de estas cosas entiendo poco. Es el primer muerto que he cogido en mi vida y no me ha hecho mucha gracia, la verdad. Pero ahora que lo dice muy tieso, muy tieso, no estaba. -Bueno, ya tendrá tiempo de ponerse en el depósito, hasta mañana que lo entierren. Y sin hacer más comentarios se despidió, dándole las gracias por su ayuda. El cochero, vestido distinguidamente subió con diligencia al pescante, se ajustó su chistera, sacó el látigo y tocó con él el lomo del jamelgo que hizo que emprendiera su marcha. El lento caminar del principio, con un suave toque de las riendas, se convirtió en un trote rítmico, a juego con el crujir de las ballestas. La niebla se hacía cada vez más densa. Unas finas gotas desprendidas de los céfiros, mojaban el bigote estilizado y negro de Pepe. Traspasando las puertas del cementerio, entró por una carretera de adoquines custodiada por una hilera de cipreses a sendos lados. Las farolas, distanciadas excesivamente unas de otras, desprendían una mínima luz, que hacían casi inexistente la visibilidad. El cochero crujió el látigo en la noche y el rocinante levantó el plumero que adornaba su cabeza, apretando el paso. El sonido de sus cascos aumentaron el golpear sobre los adoquines. Mientras trotaba, no cesaba de mirar a un lado y otro, las interminables filas de cipreses, dejando a su trotar, un acompasado miedo, que hacía recordar las pavorosas noches de Transilvania. Un golpe seco hizo que el coche se estremeciera. Pepe, sobresaltado, intentó descubrir la procedencia del ruido, pero la oscuridad era total y las gotas cada vez más insistentes, así que quiso suponer que sería un bache y volvió a hacer sonar el látigo. A lo lejos ya comenzaba a distinguirse una débil luz, que adivinó provendría de la casa del enterrador. Cuando apareció el final del empedrado, Pepe tiró de las riendas y un sooo caballo se escuchó majestuoso, en medio de la espesa niebla. El cochero relajó las riendas y las colgó junto al pescante. El caballo, golpeó un par de veces con sus cascos delanteros los últimos adoquines de la carretera, mientras parecía asentir las órdenes del cochero. La puerta se abrió y un hombre fornido y alto, de aspecto cruel y frío llego a la altura del conductor, que lo miró preocupado y aturdido, por la desagradable e incómoda noche. -Mala noche para andar con muertos a estas horas- le recibió secamente el enterrador. -Cierto, pero a la muerte poco le importan estos detalles. Descargamos la mercancía cuanto antes. Se fueron a la parte trasera y vieron que las puertas estaban abiertas. Pepe pensó que no las habría cerrado bien cuando cargaron el féretro y que había sido ése el ruido que escuchó en el camino. Nicolás, el sepulturero, al ver el pestillo abierto dijo: -Pepe, si este no se ha escapado es porque la noche no está buena. El cochero se encogió de hombros con un gesto de extrañeza. Abrieron las puertas, sacaron el ataúd del interior de la carroza fúnebre y lo llevaron a la que llamaban Sala de la Piedra donde el muerto permanecería hasta el día siguiente. Una vez allí Nicolás vio que la caja también estaba abierta. Miró a Pepe. Éste levantó la tapa lentamente y, perplejos, los dos retrocedieron con pavor: el féretro estaba vacío. -¿Quién metió al muerto dentro?- preguntó Nicolás con voz autoritaria y preocupante. -Fuimos el sacristán de la Macarena y yo. Estaba envuelto en una especie de sabana y tal como nos lo encontramos lo metimos en el ataúd. Yo me encargué de cerrar la caja; de eso estoy seguro. Aunque se hubiese abierto con los saltos no se puede salir solo y yo no he parado en todo el camino. -Entonces Pepe, este muerto no estaba tan muerto- sentenció el enterrador. -Voy a llamar a la Guardia Civil y que hagan lo que quieran. Los civiles llegaron con rapidez y empezaron a hacerle preguntas a Pepe, a quien aún le temblaban las piernas. Los guardias encontraron un agujero que taladraba el ataúd, hecho por el supuesto muerto, para abrir la cerradura. -Cuando usted y el sacristán metieron al muerto en el ataúd, ¿notaron algo raro en él? -Yo le dije al sacristán que si no se había dado cuenta de que no estaba muy tieso, pero él me contestó que de esas cosas no sabía nada. Así que no le dimos más importancia. Luego en el camino del cementerio sentí que el coche dio un salto, pero con la oscuridad no vi nada y pensé que había sido un bache de la carretera. A parte de esto, no puedo decirle más. Poco después se presentó el forense que había certificado la muerte del finado en la sacristía. Cuando el sepulturero le contó lo ocurrido no se lo podía creer; él estaba seguro que aquel hombre estaba muerto cuando lo examinó. -En un supuesto caso de catalepsia- informó el médico. -al volver en sí, el hombre, preso del pánico, hubiera gritado, para que alguien acudiera en su ayuda. No hubiese abierto la caja desde dentro, se hubiera tirado del coche y hubiera desaparecido. Nicolás apareció con una botella de vino y tres vasos. -Espero que no les de asco tomar aquí un vaso de vino, hace un frío que pela. Si el muerto está vivo, o viene a brindar con nosotros o la palma de verdad esta noche. Todos aceptaron con agrado y bebieron hasta apurar la botella. Al cabo del tiempo, como no aparecía nadie, Pepe decidió ir a encerrar el jumento, darle su pienso y que descansara. Al día siguiente tenía que trabajar y los días en invierno también son duros para los caballos. El forense llamó al cuartel por si sabían algo, pero el guardia de puesto no había recibido ninguna noticia, por lo que también él decidió marcharse, diciéndole al enterrador que estaría en su casa. Pepe se marchó a la tasca de Rosendo para con un par de vasos de vino, contar la historia y así volver luego más inconsciente a dormir apretujado en la calesa fúnebre. Pasó toda la noche en vela intentando encontrarle una explicación a lo sucedido. Finalmente, incómodo y exhausto se quedó dormido pensando que lo que realmente necesitaba era encontrar una solución al hecho de tener que dormir junto al caballo y no junto a su mujer. La guardia civil se presentó en la iglesia de la Macarena a petición urgente del párroco. Don Lorenzo, el párroco, daba vueltas como un oso hambriento por la sacristía. Le había dicho al sacristán, Antoñito, que hiciese pasar a los civiles de inmediato, cuando llegasen. Al fin los vio acercarse con sus capas verdes y volantonas. -Pasen ustedes por favor. Don Lorenzo les está esperando. Se quitaron sus tricornios, brillantes como el charol, al entrar en la iglesia, y siguieron al sacristán. El cura estaba sentado y parecía más calmado. -¿Qué le ocurre don Lorenzo?– le preguntó el teniente de la guardia civil. -¡Mi Santa Cena, señor guardia! -¿Cómo dice, don Lorenzo? -El cuadro de la Santa Cena, que me lo han robado. Ayer estaba ahí en esa pared y hoy ha desaparecido. -¿Cuándo fue la última vez que lo vio? -Con todo el jaleo del muerto aún estaba. Los guardias se miraron en silencio. -¿Quién sacó de aquí el muerto?- preguntó el sargento, mientras sacaba un papel y un lápiz romo, por el uso. -Antoñito y el cochero. Yo me quedé arreglando mis cosas. El teniente se dirigió al sacristán que cambió de color. -¿Usted estuvo todo el tiempo con el cochero en esta habitación? -Sí, mi teniente. Entre los dos lo metimos en el ataúd. El muerto estaba envuelto en un mantel del ara, que yo guardo en este cajón de la cómoda, donde lo envolvió don Lorenzo. Y como estaba lo metimos. El cura saltó de su asiento como un resorte. -Pero, ¿qué dices insensato? ¿Cómo voy a envolver yo al muerto en un mantel del altar? ¿También he perdido un mantel? Don Lorenzo fue a la cómoda y abrió el cajón, volviéndose hacia el sacristán, con los puños cerrados. -¡El mejor mantel! ¡Inútil! ¡Eres un inútil! ¿Cómo no vine yo con vosotros? Esto me pasa por confiado. - Pero, don Lorenzo, ¿cómo iba yo a saber lo que había pasado con el cadáver, si la ultima vez que lo vi fue cuando usted le dio los santos óleos y todas las bendiciones? Luego me fui a casa de Pepe y no lo volví a ver hasta meterlo en el féretro y pensé que usted lo había envuelto en el mantel por piedad. -Anda Antoñito, retírate de mi vista. Y ustedes señores guardias, ¿qué me dicen de este desastre? Supongo que tendrán alguna idea de lo que ha pasado. - Don Lorenzo- dijo el teniente, -creo que el muerto no estaba tan muerto. Anoche no entendíamos por qué el cadáver se había fugado, ahora todo empieza a estar más claro. Lo que sí es cierto es que el ladrón tuvo mucha sangre fría al quedarse aquí en la sacristía, envuelto en el mantel. Seguramente fue porque no le diera tiempo de esconder el cuadro y se la tuvo que jugar. De todas maneras, don Lorenzo, sabiendo que el muerto abrió el ataúd con algo punzante, quién sabe qué le hubiera hecho si usted lo hubiera descubierto. El párroco entrelazó los dedos de ambas manos y apoyó sobre ellos la barbilla e inclinó la cabeza en postura de oración. 2 Rosendo estaba fregando unos vasos, cuando entró Pepe. -¿Qué tal Rosendo? Dame un vino, de ese que resucita muertos, un Juan y Pedro. A ver si así me entono un poco. -¿Vas a cantar, Pepe? -Yo no canto ni con los pies. Pero es que estoy harto de tener que vivir en las condiciones que vivo. Le he dicho a mi mujer que nos mudemos a un piso mayor, donde podamos vivir con dignidad, pero ella está enviciada con aquella casa y los vecinos. Yo no soporto a ninguno y en especial a la carbonera, que se lleva todo el día echando lagartijas por la boca. Y no es que sean mala gentes, pero yo no me acostumbro a esa vida, Además, mis hijas ya son mujeres y yo no puedo dormir entre ellas así que me quedo todas las noches en la carroza. -Toma otro vino y espera un minuto, que tengo que subir al soberado por una damajuana de vino. Pepe se quedó pensando en el mantel y en el cuadro de la Santa Cena. ¿Tanto valdría? Suponía que sí, pero era extraño que la guardia civil no tuviese pistas después de una semana. Se imaginó que el falso fiambre lo habría puesto ya a buen recaudo. Cuando Rosendo bajó, Pepe ya había terminado con el segundo vino, sacó el reloj de plata que pendía de una cadena en el lado izquierdo del chaleco. Más que un cochero fúnebre parecía un Lord inglés. Iba a despedirse cuando Rosendo ya le había servido un Juan y Pedro. -No tengas tanta prisa. Nadie te va a reñir si llegas tarde. Además, como no hay nadie en el bar, yo me tomo otro contigo. Le estaba contando Pepe la historia del robo del cuadro y del mantel cuando entró en el bar una señora de unos cuarenta años, de buena estatura, de pelo castaño y de buen porte. -Buenas tardes, señores. -¡Caramba prima! ¿Qué haces tu por aquí? -Ya ves, vine hacer una visita cerca de aquí y como hace mucho que no sabía nada de ti, he decidido ser yo la que diera el paso. -Pues me alegro mucho de verte. Mira, te voy a presentar a mi amigo Pepe. Es cochero fúnebre del ayuntamiento. Pepe ella es mi prima. -Encantado, señora. -Igualmente. Mi nombre es Claudia y no me diga señora, que soy soltera y sin compromiso. -Pues qué raro. ¿Es que no sale usted de casa? -No mucho, pero salgo. -Entonces es que en su barrio hay mucho miope suelto- replicó con gracia. -Anda prima –dijo Rosendo-, tómate un vinito con nosotros, que la noche está muy fría. Rosendo llenó tres vasos de vino. Pepe se estaba notando una euforia conquistadora a la que Claudia y su primo, lejos de ponerle objeciones, motivaban. Les hacía gracia las anécdotas que Pepe contaba con zalamería, narrando algunas de las historias que le habían acontecido desde que estaba de cochero fúnebre. Rosendo fue el culpable de que Pepe acompañara a su prima a casa. Ella se sentía sola, la noche estaba muy fría y el coche fúnebre era una cama demasiado dura. Pepe pensó que nadie se enteraría si descansaba al lado de Claudia, sólo por esa vez. La Guardia Civil buscaba pistas en las casas de antigüedades, intentando sorprender al ladrón del cuadro de la Santa Cena o al menos esperando encontrar alguna información sobre el ya viejo asunto. Una mañana llamaron a la comandancia para que fuesen a separar una pelea en el famoso Mercado de los Jueves. Allí se solía exponer un mercado de antigüedades de todo tipo, encontrándose en él los más variopintos objetos. La Guardia Civil había recibido el aviso de que dos hombres se habían enfrascado en una pelea. Cuando llegaron al lugar, uno de los enzarzados, había sacado una navaja de respetables dimensiones. La benemérita, pistola en mano, pudo frenar aquella trifulca que daba visos de un mal final. Nunca se hubieran esperado que el hombre que llevaba la navaja había sido dado por muerto meses atrás. Al cabo de dos días de careo entre los detenidos, pudieron averiguar que el vendedor de antigüedades del Jueves estaba en complot con el que se había hecho pasar por muerto. Iban al cincuenta por ciento, pero el vendedor aún no había podido vender el cuadro y su socio había crecido en impaciencia, provocando que descubrieran la trama. -¿Y cómo pudo diagnosticar el médico que estaba muerto?- le preguntó el teniente. -Como están las cosas uno se arriesga a todo. Una vieja bruja conocida mía, me hizo un brebaje que me dijo podría dejarme como muerto durante unas horas y que ni los médicos podrían darse cuenta del engaño. Tendría tiempo suficiente para robar el cuadro y, si las cosas se ponían feas, siempre podría decir que se me había pasado el malestar. Si lograba que me metieran en el ataúd con el cuadro debajo de la espalda y envuelto en el paño que saqué del cajón, podría sacarlo de allí sin ser visto y luego con un punzón, abrir el ataúd y escaparme. -¿Y cuál era su trabajo para ser cómplice de él?- Preguntó el teniente al otro insurrecto. -Yo tenía el comprador. Él se encargaba del resto. Pero el comprador no se ha presentado aún y esto ha hecho a mi socio sospechar de mí, por eso la pelea. -¿Y quién era el comprador? -Sólo hablé con él por teléfono. Él sabe que tengo un puesto en los Jueves y me dijo que en cuanto se calmaran las cosas vendría a ponerse en contacto conmigo. El teniente miró a los otros guardias. Les hizo un gesto con la cabeza y sin más comentarios esposaron a los dos truhanes, metiéndolos en el calabozo. Habían pasado varios meses y Pepe fue varias veces a casa de Claudia. Había encontrado en ella una gran amiga y cómo no, una fantástica opción donde dormir, mucho mejor que en el coche fúnebre, y acompañado de una hermosa mujer, que tanto tiempo llevaba necesitándola, por lo que las visitas fueron cada vez más numerosas. Lola estaba al margen de lo que el marido pudiera hacer sin darse cuenta o sin querer darse, porque ella era feliz en su ambiente de vecinas y como ahora la cuestión económica estaba mejorada, todo lo daba por bueno. Un día se enteró de que su marido estaba con una mujer en el cine, ella no lo creyó pero, tiempo después le dijeron que lo vieron en un restaurante con la misma mujer y luego en varios sitios más. Pepe siempre le entregaba a su mujer el dinero conveniente para que no faltara de lo normal en una casa, aunque últimamente la cantidad había bajado considerablemente, cosa que a Lola la puso en verdadero pie de guerra. Él como siempre fue a entregarle el sobre los primeros días del mes. Ella, cogió el sobre y lo abrió delante de los hijos e hijas y le pidió una explicación de esa disminución económica. - Como tus hijos trabajan todos ellos te deberán de aportar una parte para que viváis bien, yo tengo que descansar de vez en cuando en una pensión y eso me cuesta dinero. Lola se desbordó y empezó a decir barbaridades que hasta los hijos tuvieron que intervenir. Pepe, un hombre educado en todos los aspectos, recogió su ropa y se marchó sin decir ni adiós, ya solo volvía cada mes para darle la paga a su mujer, que nunca le faltó mientras vivió, lo que Claudia aceptaba con mucho gusto, ella lo quería con locura y respetaba todas sus decisiones. -Rosendo dame un vino frío, hoy hace un calor insoportable. -Es cierto Pepe y a propósito ¿Cómo te va con mi prima Claudia? -Nunca te podré agradecer el bien que me hiciste cuando me la presentaste, ahora soy un hombre feliz, yo quiero a la madre de mis hijos, pero cada vez estaba más hecho polvo, así no podía vivir. -Te diré una cosa, aquella noche cuando viniste con el rollo de aquel muerto, estabas hecho polvo, y cuando subí arriba por una damajuana de vino, fue para avisarle a mi prima, ella también necesitaba compañía, no debí meterme, pero no lo pude soportar, tu eres muy buena gente y estaba seguro que te llevarías muy bien con Claudia, ahora me alegro de haberlo hecho, por los dos, que se lo merecéis y ahora tómate otro vino. Pepe era buen cochero y todos en la ciudad lo conocían como buena persona, ya habían pasado tres años y decidió hacerle una revisión al coche fúnebre, pensó que darle una mano de barniz, lo dejaría como nuevo. Buscó el tinte adecuado, lijó las ralladuras que veía, cambió cerraduras gastadas y todo lo que no estaba en correcta revisión. Él pensaba seguir en esa profesión para siempre. Habían pasado unos veinte días cuando el teniente y su ayudante se presentaron en la iglesia de la Macarena con el cuadro envuelto, pero en otro paño distinto. Antoñito el sacristán les salió al encuentro. -¿Qué desean señores? Queremos ver a don Lorenzo- dijo el teniente- su voz era autoritaria y desconfiada. -Vengan conmigo a la sacristía y esperen allí mientras yo lo llamo está en su despacho atendiendo a unos novios y preparándolos para su próximo enlace matrimonial. El sacristán los acomodó y salio raudo a buscar al cura. Varios minutos después don Lorenzo entró y los dos guardia se pusieron de pie y los tricornios en la mano. -Perdónenme señores pero era necesario terminar con estos fieles que quieren unirse mediante el santo Sacramento del matrimonio y no he podido terminar antes. -No se preocupe don Lorenzo, nosotros no tenemos prisa, cumplimos con nuestro trabajo. -Entonces bien, ustedes me dirán. El teniente empezó a desenvolver el paquete, mientras el cura miraba con cara de intriga, pronto salió de la duda cuando apareció el reluciente cuadro de la Santa Cena. Don Lorenzo hizo una exclamación. ¡Dios mío es un milagro! ¿Cómo lo han conseguido? Si yo sé que la benemérita son ustedes especiales. -En este caso, don Lorenzo han sido los propios ladrones los que nos han llevado hasta él, aunque el mantel ha desaparecido. Pero si nos permite queremos hacerle unas preguntas. -Díganme lo que quieran. -¿Qué tiempo lleva usted en esta parroquia? -Desde poco antes de terminar la guerra, yo estaba en Utrera y me mandaron aquí, esta parroquia es más complicada pero yo estoy muy a gusto. -¿Estaba aquí el cuadro cuando usted vino? -Si, a mi me dijo su antigüedad don Cayetano, el estaba muy mal, ya hace cinco meses que murió, Dios lo tenga en su santa Gloria, era buenísimo, el me dijo que había avisado al señor obispo para que se llevasen el cuadro a otro sitio más seguro pero nadie hizo caso del tema y ahora fíjese hemos estado a punto de perderlo. -Y, el sacristán, ¿lleva mucho tiempo aquí? -El vino pocos días después que yo, me lo recomendaron, era hijo de una familia muy pobre y al padre lo mataron en el frente. -¿En qué frente padre? -En el de los que no tenían para comer, y les diré que no soporto preguntas con doble sentido y si quieren algo en concreto díganmelo, estamos en la casa de Dios y no es sitio para interrogatorios. -No se enfade padre, es nuestro trabajo, nosotros hemos venido a traerle el cuadro, pero también para decirle que este cuadro es falso y su antigüedad no pasa de cinco años, lo que deja, tanto al sacristán como a usted fuera de sospechas, así que, aquí le dejo el cuadro y seguiremos investigando por otro lado. -Antoñito el sacristán entró en la sacristía y don Lorenzo estaba rezando de rodillas frete a un cristo crucificado en cima de una mesa. -¿Qué le pasa don Lorenzo, que le han dicho los guardias?, yo no he querido entrar para no meter la pata. El sacristán, efectivamente era hijo de una familia muy pobre y también cierto, que a su padre lo mataron en el frente, pero lo que el cura omitió es que su abuelo era orfebre y Antoñito había trabajado con el muchos años, hasta que el abuelo murió y se arruinaron intentando curar a una hermana de poliomielitis. Han descubierto que el cuadro no es el autentico y eso nos puede traer problemas, menos mal que tu lo envejeciste muy bien y creen que tiene cinco años, lo que nos deja fuera de sospecha y al pobre de don Cayetano no podrán preguntarle nada. -No se preocupe don Lorenzo nunca podrán saber nada y dígame a cuantas familias ha socorrido usted y a cuantos niños ha salvado de morir de hambre, que más da que el cuadro tenga cinco, que quinientos años, ¿a quien le servirá eso, y a cuantas familias más podremos darles comida y cobijo? Ese cuadro padre lo puso Dios en sus manos para hacer lo que esta haciendo, de eso estoy seguro y quédese tranquilo que nadie podrá coger pistas, ya que fui yo el que hizo la copia y solo Dios y nosotros lo sabe y si el original está en Francia con un exiliado como propietario, no creo que venga a delatarnos sin motivos, usted sabe padre que en estas fechas han desaparecido muchos valores de las iglesias y nadie se preocupa por eso, ahora mismo pongo el cuadro donde estaba, que usted con este cuadro de la Santa Cena ha hecho el milagro de la multiplicación de los panes y los peces y el cuadro será el famoso que ha sido siempre. -Me dejas más tranquilo Antoñito y ahora vamos a rezarle a la virgen de la Macarena que tan milagrosa es para que nos ayude e interceda ante Dios por nosotros para que nos perdone, si es que hemos hecho mal con esto. Rosendo seguía en su tasca despachando vinos. Pepe de vez en cuando pasaba para contar sus anécdotas, que cada día estaba viviendo con su profesión, el seguía viviendo con la prima de Rosendo y a su casa iba una vez al mes para llevarle el dinero a su mujer. Sus hijos, menos la mayor de las hembras estaban casados y vivían fuera de aquel cuarto, donde solo quedaban, Lola y Rosario, que no se casaba porque seguía enamorada de un novio, que la hipnotizó de joven, porque iba hacer torero, pero termino en Francia vendimiando y ella se quedó para vestir santos, con la obligación de cuidar a su madre y su sobrino, el hijo mayor de su hermano. Una mañana se escucharon gritos de desesperación por toda la casa de vecinos donde vivía Lola, todos acudieron al sitio de donde venía el griterío, cuando Lola llegó vio que sacaban a su amiga Inés “la carbonera” entre dos hombres de la carbonería, estaba engarrotada y tiznada. Cuando llegó el medico certificó su muerte, dijo que a el le parecía el tétano, seguramente se clavó algún pincho cogiendo el carbón con las manos. Todos los vecinos la lloraron mucho, en especial Lola que era su mejor amiga, ahora los días para ella serian más largos y penosos sin escuchar las palabrotas, ya famosas de la carbonera. Don Lorenzo era feliz ayudando a los necesitados, con permiso del arzobispo, adecuó una habitación que daba a la calle y todos los días, iba una mujer que guisaba una olla enorme de legumbres: garbanzos, judías, arroz, lentejas etc. Y otra de caldo para los más ancianos. Antoñito ayudaba a la hora de repartir la comida y todo los días estaban dos horas repartiendo comida. Un día sin saber nadie porque, dejaron de dar el suculento rancho y don Lorenzo y el sacristán desaparecieron de la parroquia, sin saber nadie nada, solo se decía que lo habían trasladado a otra iglesia, dejando al barrio sin el maná. Pepe estaba preocupado por que los traslados de muertos empezaban hacerlo en coches de gasolina y las funerarias estaban adecuándolos para tal fin, esto hacía que sus ingreso fuesen mermando, aunque a Claudia eso no le importaba, ella había conseguido una paga por su padre que murió en un accidente donde trabajaba. El cochero una tarde cuando llegó a la casa después de haber encerrado el jumento, se sintió cansado, Claudia lo arropo y le dio un caldito de esos que dicen que resucita a los muertos, al día siguiente fue el medico y le diagnosticó una pulmonía bastante avanzada. Buenos alimentos, con toda las medicinas que el medico iba recetando, no fueron suficientes para salvar la vida de Pepe. Aquella madrugada parecía haber mejorado, pero el alba se lo llevo. Claudia desesperada y sin saber que hacer, se armó de valor y sin dudarlo se fue a la casa del hijo mayor de Pepe y le contó la tragedia, este llamó a su hermano y fuero por su padre en un taxi para llevarlo a casa de la madre que lloró lo increíble por su marido, siempre le decía a sus hijos que su padre era el único hombre de su vida, pero no sabía vivir de otra manera por lo que no le guardaba rencor. El hijo mayor, Pedro fue a la funeraria y comunicó lo ocurrido, luego arreglo todo los papeles del entierro, fue a la casa de Claudia y se vistió con la ropa de su padre que tenía su misma estatura, enganchó el caballo a la carroza, se puso la chistera y fue a recoger el ataúd de lujo que la funeraria le regaló. A las cuatro de la tarde Pedro con el coche engalanado con flores, lazos y coronas, como si fuese el entierro de un ministro se presentó en la casa de Lola, todos estaban esperando, solo tocó las riendas y el caballo se paro en seco, pedro se bajo y con la ayuda de su hermano y su cuñado, introdujeron el ataúd dentro de la carroza, volvió al pescante, dio un chasquido con el látigo y el jamelgo se puso en marcha. Toda la familia, amigos y conocidos componían el cortejo fúnebre que fue paseado por las calles más importantes del barrio de la Macarena. Cuando entro por la carretera, entre las filas de cipreses la tarde era clara y primaveral, las copas de los pinos, se inclinaban por el viento en señal de duelo y despedida, ahora era el cochero el que hacía el viaje eterno. En la despedida estaban vestidos de lego, el cura y el sacristán venidos de algún convento cercano, donde abrían sido trasladado por su pecado de caridad. Pedro entregó el coche y el caballo al Ayuntamiento, el dinero del jumento se lo darían a Lola y la carroza la dejarían como recuerdo, por que Sevilla ya no vería pasar más sus muertos en carrozas y solo un recuerdo cada vez más lejano iría borrando la figura del cochero fúnebre.