En defensa del derecho humano a la salud ç El artículo 25 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948) indica que “Toda persona tiene derecho a un nivel de vida adecuado que le asegure, así como a su familia, la salud y el bienestar, y en especial la alimentación, el vestido, la vivienda, la asistencia médica y los servicios sociales necesarios; tiene asimismo derecho a los seguros en caso de desempleo, enfermedad, invalidez, viudez, vejez u otros casos de pérdida de sus medios de subsistencia por circunstancias independientes de su voluntad”. Casi no hay nada más que explicar, pero mucho que opinar, sobre el cumplimiento y garantía de los derechos humanos en general, y el derecho a la salud en particular si contrastamos este artículo con las noticias en la prensa cada día. Iniciamos así una serie de artículos que analizarán los distintos determinantes de la salud y su estado en el mundo, partiendo de la base de que es un derecho básico para llevar una vida digna. Pareciera que los derechos humanos fueran más derechos para unas personas que para otras y que, además, estuvieran sujetos a las leyes del mercado. Si recordamos los mandamientos de los que se dotan los animales en la novela de George Orwell, “Rebelión en la granja”, que poco a poco se van descafeinando y adaptando a las interpretaciones de la clase dominante, podremos ver un parecido sorprendente, “tan real como en la ficción”. Todos los principios de la granja comienzan a matizarse para finalmente desaparecer, hasta que solo queda uno “Todos los animales son iguales, pero algunos animales son más iguales que otros”. Los derechos humanos son para todas las personas, ¿pero para algunas personas son más derechos que para otras? –o todas las personas somos iguales, pero ¿unas más iguales que otras?–. En estos dos últimos años estamos asistiendo a una de las mayores “adaptaciones” (y curiosa interpretación) del derecho humano a la salud, hasta el extremo de desaparecer para algunas personas en uno de los componentes de este derecho, como es el acceso a la atención médico sanitaria y que ha incrementado las desigualdades en salud en todo el Estado (según datos ofrecidos por el Gobierno, recogidos en el informe de Médicos del Mundo de abril de 2014 Dos años de reforma sanitaria más vidas humanas en riesgo, 873.000 personas se han quedado sin tarjeta sanitaria en nuestro país durante el primer año de vigencia de la reforma sanitaria del RD Ley 16/2012, en vigor desde septiembre de 2012). Éste es solo un eslabón de la cadena pero el derecho a la salud no es solo el acceso a la asistencia sanitaria y medicamentos. ¿Qué es la salud? ¿Existe el derecho a estar sano? ¿Por qué las personas pobres tienen peor salud? La Organización Mundial de la Salud (OMS), en su preámbulo, define salud como el completo estado de bienestar físico, mental y social, y no solo ausencia de afecciones o enfermedades. Algo utópico, podemos pensar, subjetivo, porque podríamos discutir sobre qué es el bienestar para cada persona, pero nos da pistas para pensar en algo más amplio que la ausencia de enfermedad. Pobreza y desigualdad Las condiciones sociales y económicas, y sus efectos en la vida de la población, determinan el riesgo de enfermar y morir. Aproximadamente el 40% de nuestras causas de enfermedad son causas socioeconómicas, que influyen en nuestras condiciones de vida (vivienda, alimentación, condiciones de trabajo, etc.). Las circunstancias en que las personas nacen, crecen, viven, trabajan y envejecen, incluido el sistema de salud, son lo que se conoce con el nombre de determinantes sociales de la salud. Esas circunstancias son el resultado de la distribución del dinero, el poder y los recursos a nivel mundial, nacional y local, que depende a su vez de las políticas adoptadas. Y son los determinantes sociales de la salud los que explican la mayor parte de las inequidades sanitarias, esto es, de las diferencias injustas y evitables observadas en y entre los países en lo que respecta a la situación sanitaria. Los datos, aún con las trampas de la estadística y su frialdad sin rostro, nos dejan evidencias que deberían remover de inmediato todas las políticas de todos los países: más de 100 millones de personas se ven abocadas a la pobreza para hacer frente a los gastos de atención de salud; cerca del 80% de las enfermedades no transmisibles se registran en los países de ingresos bajos y medios; la esperanza de vida en Japón o en España supera los 80 años pero en Angola, Botswana, Chad, Costa de Marfil o Mozambique es inferior a los 55 (datos BM, 2012). Estas diferencias no tienen un origen genético o biológico y, sin embargo, las personas pobres tienen peor salud. Los especialistas en temas de salud y la sociedad en general no otorgan la misma importancia a cada una de las causas. Son más cercanas y conocidas las que tienen que ver con la genética, los estilos/hábitos de vida o el acceso y la calidad médica y sanitaria; pero no vamos a encontrar las causas de la distribución desigual de los problemas de salud en las “causas cercanas”, sino en las causas de las causas. Así, por ejemplo, la tasa de mortalidad infantil (1) es de 2 por 1.000 nacidos vivos en Islandia, y de más de 120 por 1.000 en Mozambique; o el riesgo de muerte materna (2) es de sólo 1 por cada 17.400 mujeres en Suecia, pero de 1 por cada 8 en Afganistán; y no hay ninguna causa genética que explique la mortalidad infantil en Mozambique, ni que las mujeres afganas sean biológicamente diferentes a las europeas. Incluso en una misma ciudad, la esperanza de vida es diferente dependiendo del barrio o zona en la que vives. Sabemos que la media de esperanza de vida en Europa supera los 76 años (82 en España) ¿pero somos conscientes de que la esperanza de vida en Andalucía, Asturias o Extremadura es inferior que en Madrid, Navarra, País Vasco o Castilla y León? ¿A qué se debe? Más aún, en la misma ciudad de Londres los estudios revelan diferencias de hasta 15 años entre las personas de diferentes barrios; y lo mismo observamos también si analizamos las condiciones de vida en otras ciudades (3). Esto nos muestra cómo el código postal es más importante que el código genético (4) cuando hablamos de salud. El crecimiento económico aumenta los ingresos en muchos países y, por lo tanto, las posibilidades de mejorar las condiciones de vida de su población; pero esta riqueza, por sí sola, no necesariamente mejora la salud de las personas. Si los beneficios no se distribuyen equitativamente, el crecimiento nacional puede incluso agravar las inequidades, que es lo que está ocurriendo en los últimos años. Los beneficios del crecimiento económico registrado entre 1980 y 2005 se distribuyeron de modo desigual, generando inequidades vergonzosas. En 1980, los países más ricos, donde habitaba el 10% de la población del mundo, tenían un ingreso nacional bruto que multiplicaba por 60 el de los países más pobres; en 2005 lo multiplicaba por 122. La brecha económica entre las personas es hoy mayor que hace 30 años, y las desigualdades en salud siguen aumentando. Así de gris se presenta el panorama.