Paralisa

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PARALISA
Miguel Ganzo Mateo
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Nota informativa
El autor:
Miguel Ganzo Mateo nació en Madrid el 23 de Abril de 1981 y creció
rodeado de familiares, amigos y vecinos. Empezó jugando en los
patios de su barrio y más tarde se pasó a los del colegio. Allí comenzó
a escribir historias y a juntarse con amigos para hacer teatro. En otoño
de 1999 empezó a estudiar matemáticas en la universidad y poco
después se formó el Grupo de Teatro Griot en el que Miguel ha hecho
un poco de todo: actuar, escribir, vestirse de Rey Mago, y
últimamente, desde el verano de 2005, echarlo mucho de menos.
Actualmente vive en Vejbystrand (Suecia), enseñando matemáticas y
castellano a niños.
La portada: Acuarela de Irene Pelayo García.
La novela:
Paralisa es la primera novela de Miguel Ganzo Mateo y cuenta la
historia de Alisa, su familia y sus amigos.
Puntos de distribución:
De momento Paralisa sólo se puede descargar y/o comprar en
www.lulu.se. La descarga es gratuita. Si no te convence lo de comprar
por Internet contacta directamente con Miguel en
[email protected]
Si conoces de alguna una librería, organización, centro social, etc que
pudiese estar interesada en vender ejemplares de Paralisa contacta
con Miguel. ¡Muchas gracias por la ayuda!
Información más actualizada sobre los puntos de distribución de
Paralisa ira apareciendo en:
http://paralisaonline.googlepages.com
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Los comentarios:
Miguel agradece y aprecia mucho los comentarios de los lectores de
Paralisa, ¡sin olvidar a los que solo han leído un poco y lo han dejado
por aburrimiento!. Podéis enviarlos a [email protected].
¡Gracias otra vez!
La licencia:
- Copyleft 2007. Bajo la licencia Creative Commons 3.0 (ver texto
completo en http://creativecommons.org). En resumen:
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Alguna de estas condiciones puede no aplicarse si se obtiene el
permiso del titular de los derechos de autor
Nada en esta licencia menoscaba o restringe los derechos morales del
autor.
Vejbystrand (Suecia), 25 de Noviembre de 2007
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1. Casi Libertad - jueves 20 de Noviembre de 1975
“Ara que
tinc vint anys,
ara que
encara tinc força”
Joan Manuel Serrat
“Ahora que
tengo veinte años
ahora que aún
tengo fuerzas”
Son las nueve y media de la noche y dentro de cada casa
se mezclan las voces con el ruido de las televisiones. Se
oyen llantos y algunas canciones, aunque lo más normal es
que no se oiga nada. La gente, que es muy discreta. En la
televisión la programación es muy lúgubre, como si fuese
Semana Santa, y a estas horas se puede ver ya el cuello del
dictador preparado para la fiesta, blanco como la leche en
un ataúd negro, listo para ser visitado como si fuese un
santo.
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- Tenía guardada esta botella desde hace cinco años - dice
Antón, que había organizado una fiesta en su casa, pero
esto es otra cosa. Esta fiesta es mucho más grande, es la
que llevaban esperando tanto tiempo – ¿te acuerdas
Manuel, de las botellas que le regaló el alcalde a papá?, ya
era hora de abrir una para celebrar algo que merezca la
pena.
Manuel es el hermano pequeño de Antón y lleva sólo
dos meses en Madrid, ha venido a estudiar Derecho y de
momento vive en casa de su hermano. Se ha prometido
empezar a estudiar en serio en Navidades; por ahora tiene
ya bastante con ir conociendo a todos los amigos y amigas
de su hermano. Manuel, que no se explica cómo su
hermano puede conocer a tanta gente, se lo pasa muy bien
y los meses pasan rápido.
Mientras Antón se pelea con el corcho que no quiere
salir, Manuel consigue un hueco en el sofá y con un
botellín en una mano y un Ducados en la otra, feliz, se
encoge como puede y observa a su hermano. Al venir a
Madrid se ha dado cuenta de lo poco que le conocía, y de
lo mucho que le gusta lo que está conociendo. En casa
Antón es la oveja negra. No quiso acabar el bachillerato
por más que sus padres le ponían profesores particulares y
le tenían siempre castigado.
Pero lo de estudiar o no estudiar es lo de menos, que
aquí tampoco estudia nada y aun así parece otra persona.
En casa, entre las broncas de su padre y las quejas
machaconas de su madre y de su abuela, Antón andaba
todo el día encogido, sin saber muy bien qué hacer o qué
decir, pasando las horas muertas en la habitación de la
plancha, con Manuel, haciendo que estudiaba, mirando las
páginas con desgana, sin disimular siquiera que estaba
perdiendo el tiempo.
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Esa misma cara de aburrido y fastidiado la llevaba
puesta Antón todo el día, al menos el rato que estaba en
casa, como si esas horas muertas pasando hojas y el tener
que ir al instituto todas las mañanas le dejasen totalmente
planchado. Para Manuel ese era su hermano, el que nunca
decía nada a la hora de la cena, el que recibía los
suspensos y le daba igual, los suspensos y la bronca de su
padre. No se defendía. Tan sólo decía, a veces, que él no
quería estudiar más. Y al final ni eso, simplemente no
decía nada, esperaba a que pasasen los gritos y se iba a su
cuarto.
Manuel, que es cinco años más pequeño, se ponía muy
nervioso y no entendía nada. A él le gusta estudiar, y le
gusta porque se le da bien, estudiar es más fácil y más
sencillo que hacer cualquier otra cosa. Manuel, por
ejemplo, nunca ha sido capaz de arreglar un enchufe o la
bomba del depósito de agua, no sabe cómo funcionaba una
estufa o un radiador y se pierde cada vez que ve abierto el
capó de un coche. Todo esto quedó claro en casa el día en
que su hermano se fue para Madrid .Y es que Antón es un
manitas, lo arregla todo, aunque su padre no fuese de
verdad consciente de eso hasta el día en que se marchó.
El último año que pasó Antón en casa fue
especialmente tenso, con gritos casi a diario. Antón, como
no le hacían caso, había decidido por su cuenta dejar de ir
al instituto. Salía por la mañana con la cartera pero se
pasaba el día por ahí, maleando, decía su padre, que hasta
llamaba a los profesores a casa para ver si su hijo había
ido a clase o no. Y Manuel, claro, se imaginaba todo tipo
de cosas sobre lo que hacía su hermano, todas menos la
verdadera, que era que Antón había empezado a trabajar
en el taller de Benito “el meón”. Benito y su padre no se
hablaban y Antón lo sabía muy bien porque en casa,
cuando decían algo de él, era para soltar pestes. <<Los
“meones” siempre han sido unos torcuatos, además de mas
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rojos que su puta madre>>, decía su padre, <<y el hijo
mayor, ¿cómo se llama?, sí, Javier “el meón”, que te veo
mucho con él últimamente Antón, si ha salido un poco
más listo será porque no es hijo de su padre>>.
Así que cuando Antón decidió buscarse un trabajo
secreto no lo dudó dos veces. Se le daba bien arreglar
cualquier cosa, desde una persiana hasta una calefacción,
pero si había algo que le gustaba de verdad eran los
coches. Y las motos, todo lo que tuviese un motor, unas
ruedas y una caja de cambios. Conocía a Javier desde
pequeño, habían ido juntos a clase hasta que él empezó a
repetir, pero luego seguían viéndose en la calle, en los
bares y en las fiestas. El padre de Javier, Benito, era de la
edad del suyo y si su padre le tiene manía en general a
todos los meones, al que más manía le tiene es a Benito,
quizás porque se han conocido más de cerca. Benito tiene
un taller de reparaciones en el sótano de su casa y por allí
pasaba siempre Antón cuando subía a casa de Javier. De
vez en cuando, si Javier tardaba en bajar, le preguntaba
cosas a Benito, simplemente que le contase qué es lo que
estaba haciendo en ese momento. En el taller, que era muy
pequeño, había de todo. Sólo había espacio para motos y
un par de coches pero también había pequeñas piezas de
otras máquinas más grandes.
A Benito, que estaba muy contento con lo bien que le
iba a Javier en el instituto le hubiese gustado también, y
sabía que eso era imposible, que el chaval aprendiese su
profesión. Así que cada mañana al verle irse al instituto
tan peinado y tan listo le entraba a la vez mucho orgullo y
un poco de pena. Y los fines de semana, cuando Javier
no estaba estudiando o por ahí con los amigos, Benito le
pedía ayuda con alguna cosa del taller. Javier no
protestaba y le daba el gusto a su padre, aunque la verdad
es que le aburría bastante todo eso de los coches y los
motores. Su padre - Javier se había dado cuenta - le
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contaba las cosas de tal manera que su ayuda parecía
importantísima cuando en realidad no lo era tanto. A
veces, eso sí, le pedía que le hiciese algunas cuentas, de
dineros y de materiales, y entonces él sí que se sentía un
poco útil. Cogía uno de los cuadernos limpios que llevaba
al instituto, no como los grasientos que tenía su padre en el
taller, y en las hojas de atrás escribía números con rapidez
y precisión mientras su padre lo miraba, a él y a los
números. Benito no se podía creer que fuese su hijo el que
estaba escribiendo todo eso, que parecía la pluma de un
ingeniero.
Así que los estudios de Javier eran una cosa agridulce
para Benito, aunque más dulce que agria. Eso sí, cuando
Antón se decidió por fin y se presentó una mañana en el
taller pidiéndole trabajo de aprendiz él le acogió casi como
a un hijo:
- ¿Pero tu padre sabe algo?
- No, ni quiero que lo sepa. Soy todavía menor de edad y
en teoría tengo que hacer lo que él diga.
- A ver hijo, tú sabes muy bien quién es tu padre en este
pueblo y que nos podemos meter en un buen lío los dos
como se entere de esto.
- Sí, lo he pensado, y entendería que usted no quisiese…
- ¡Nada de usted, coño!, que hace ya mucho que nos
conocemos y nunca me has hablado así. Sí que quiero que
entres de aprendiz conmigo, que ya me he dado cuenta yo
de que tú vales mucho para esto. Además según me ha
contado Javier, tu padre te tiene haciendo el tonto en el
instituto.
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Pactaron que Antón vendría todas las mañanas, o al
menos las que pudiese, a trabajar al taller.
- Sabes que si no queremos que se entere tu padre no se lo
puedes decir a nadie, ¿verdad?, que este pueblo parece
grande pero eso, que sólo lo parece. Y no te preocupes que
nadie va a sospechar que estás trabajando, lo primero que
va a pensar todo el mundo es que andas por ahí golfeando
con alguna moza.
- La verdad es que a Javier ya le he contado que pensaba
venir a pedirte trabajo.
- Hombre a Javier sí. De todas maneras Javier últimamente
no habla con nadie, se pasa todo el día estudiando, así que
no le da tiempo a salir por ahí a contar nada.
Para Javier aquel era el último año en el instituto y
quería hacerlo bien, necesitaba buenas notas para poder
conseguir beca e ir a estudiar a Madrid, que el taller de su
padre iba bien pero no tanto.
Manuel, mientras tanto, no sabía nada de todo esto. Él de
lo único que se enteraba era de los gritos de su padre por
las tardes, cuando interrogaba a Antón y lo amenazaba con
castigos cada vez mas grandes si no le contaba qué carajo
hacía por las mañanas en lugar de ir al instituto.
- Y si no me lo vas a contar pues no me lo cuentes, que ya
me imagino yo que andarás por ahí con alguna golfa, pero
ni un día más me oyes, ¡ni un día mas!.
Cuando llegaban a ese punto su padre pasaba a la
acción, lo que quería decir que durante una semana más o
menos se levantaba pronto por las mañanas y les llevaba
en coche al instituto. Así se aseguraba de que Antón iba a
clase, al menos a las dos primeras horas, claro, porque en
el recreo, en cuanto abrían las puertas, se iba sin ningún
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pudor. Manuel a veces le veía irse pero no le decía nada,
¿qué le iba a decir? Se imaginaba, eso sí, la bronca que le
caería de nuevo, que sería igual que la anterior, como si
nada hubiese pasado. También se imaginaba, con un poco
de envidia y de misterio las cosas que haría su hermano
por ahí, que de tanto oír a su padre él también se creía eso
de que se pasaba las mañanas con alguna chica ¡Con
alguna chica! ¿Qué chica?. A sus trece años Manuel no
sabía dónde colocar la figura de su hermano de diecisiete,
unos ratos era un héroe secreto y otros ratos un desastre
como decían sus padres. Cualquier cosa menos saber de
verdad quién era.
Cinco años después, en Madrid, fumando en el sofá de
la casa de Antón, Manuel se acuerda de todas estas cosas y
se ríe un poco de las tonterías que llegó a pensar y de lo
mucho que creía en las palabras de su padre. Y es que no
era sólo que Antón no fuese al instituto por las mañanas y
anduviese maleando por ahí, como decía su padre,
Manuel, que compartía habitación con él, sabía cosas que
su padre no sabía: los libros que su hermano había
empezado a leer.
Antón leyendo, eso ya de por sí era raro porque en casa
los únicos que leían algo eran él y la abuela. La abuela leía
revistas y novelas por capítulos y Manuel todo lo que caía
en sus manos. Con trece años había terminado ya con los
pocos libros que había en casa y se estaba comprando una
colección que vendían en los quioscos en la que venían
novelas, ensayos, teatro…un poco de todo. Su padre le
decía que leía demasiado y de vez en cuando se acercaba a
mirar de qué iban los libros esos. Se los acercaba mucho a
la punta de la nariz y los husmeaba un poco. Normalmente
les daba el visto bueno, excepto con dos libros con los que
se enfadó bastante y dijo de escribir una queja a la
editorial porque no le parecía bien que estuviesen
vendiendo esos libros para jóvenes. Por supuesto aquellos
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dos libros fueron requisados. Manuel todavía no se
explica por qué esos y no los otros, cosas de su padre.
Pero es que si con sus libros su padre podía dudar y
acercárselos a la nariz como si oliéndolos descubriese su
verdadera naturaleza, los libros que había empezado a leer
Antón no habrían necesitado de tanto análisis. Manuel no
se lo podía creer pero su hermano, de no leer nada, había
pasado a leer a Marx. Y él sabía, de casualidad porque se
había enterado hace poco, que Marx era un comunista.
Pero no un comunista cualquiera, sino El Comunista. Y
por le si quedaba alguna duda el primer libro que trajo
Antón a casa se llamaba así: El Manifiesto Comunista.
Antón había forrado el libro con papel de periódico y lo
guardaba al fondo del cajón de sus herramientas, donde
nunca miraba nadie. Manuel lo sabía porque Antón no se
cortaba y lo leía en el cuarto estando él allí; hubiese sido
demasiado lío andar a escondidas compartiendo
habitación. Y Manuel, que siempre se tumbaba en su cama
para leer, no se acababa de acostumbrar a tener a su
hermano en la cama de al lado leyendo también, que al
final se pasaba allí casi todas las tardes porque tenía algo
así como un castigo permanente hasta que volviese a ir al
instituto como Dios manda. Hasta entonces Antón había
aprovechado los castigos para cacharrear con sus
herramientas en el garaje pero ahora se tumbaba y leía,
también apuntaba cosas en un cuaderno, cosas que luego
Manuel comprobó fastidiado que sólo eran resúmenes de
lo leído. Antón no le ocultaba a su hermano que había
empezado a leer, y tampoco le ocultaba lo que leía. Así
que en cuanto Manuel le preguntó por el libro él se lo pasó
. Eso sí, quedaba claro que la cosa no tenía que salir de
allí.
A veces venía alguien a la habitación, sobre todo la
abuela, que se aburría bastante por las tardes y daba
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vueltas por la casa. Entonces Antón guardaba el libro en
el cajón de las herramientas y volvía a tumbarse en la
cama. Manuel se acuerda muy bien de un día que la abuela
estuvo a punto de pillar a su hermano.
- A ver, que me tenéis que decir una cosa – empezó a
preguntar la abuela ya desde el pasillo, por si el sonido de
los tacones sobre el suelo no era suficiente pista -¿Vais a
querer las judías verdes con aceite y limón o revueltas con
huevos?.
- Abuela, que sabes que a mí no me gustan con aceite y
limón.
- Eso dices ahora, pero el domingo tampoco te las quisiste
comer con huevos, que me tienes loca ya Manuel, a ver
cuando aprendes de tu hermano, que para eso de las
comidas es un santo – la abuela, después de un rato en la
habitación se giró y vio a Antón- ¡Pero hijo!, ¿qué haces
ahí tumbado?
-Que padre me ha vuelto a castigar.
- No, si de eso ya me he enterado, pero no te ha castigado
a quedarte en la cama, vamos, si es que no he oído mal los
gritos de hoy.
Doña Antonia se ahuecó un poco la falda y se sentó en la
cama de su nieto mayor.
- A ver, ¿a ti que te pasa hoy?, y no pongas esa cara de que
no pasa nada que algo raro te noto.
- No es nada abuela, es que estoy cansado.
- ¡Pero si tu nunca estás cansado! Bueno sí, cuando te
pones a estudiar, pero de eso ya hace tanto…
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- No empieces otra vez.
- ¡Que no empiece me dice!, bueno pues no empiezo, pero
a ti te ocurre algo. ¿Te has enfadado con tu padre? Qué
tontería, si te castiga todos los días a ver por qué te ibas a
enfadar justo hoy.
- Abuela estoy bien, y las judías hazlas con aceite y limón,
¿vale?, que Manuel no se las va a comer de ninguna de las
maneras y a mí me gustan más.
Manuel estaba tan asustado con lo del libro de Antón que
no dijo nada más de las judías, tenía mucho miedo de
meter la pata, más miedo que su hermano, que era el que
en principio debería tenerlo.
- Bueno, me voy porque no me quieres decir nada – dijo la
abuela mientras se levantaba y echaba un ojo al libro de
Manuel – pero que sepas que ya me he dado cuenta de lo
que te pasa a ti.
Doña Antonia se cambió entonces a la cama de Manuel.
- ¿Sabes Manuel?, a ti que te gusta leer te lo voy a contar,
y es que en la novela que he empezado este mes en la
revista pasa tres cuartos de lo mismo. El hijo de la
protagonista, que es un chico de la edad de tu hermano, de
repente un día deja de comer y se pasa las horas en la
cama. El chico, que se llama William, se ha enamorado de
una moza del pueblo y no sabe qué hacer. El problema,
bueno, uno de los problemas porque en realidad hay
muchos, es que la chica es la hija del mayor enemigo de su
padre, Jonas. Y Jonas trabaja en las minas de cobre del
pueblo.
- ¿Pero Jonas es el padre o el enemigo del padre?.
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- El enemigo, ¿no te lo he dicho?. ¡Cómo va a ser Jonas el
padre y trabajar en la mina! El padre es el señor Levander
y es precisamente el dueño de la mina, ese es el problema.
- ¿Por qué problema?
- ¿Qué por qué? Bueno, ya sería problema que el señerito
William estuviese de novio con la hija de un empleado de
su padre, imagínate, con lo refinada que era esa gente.
Pero no sólo es eso, la cosa es que Jonas es sindicalista y
comunista, y se pasa el día organizando huelgas y
sabotajes, menos mal que con poca suerte.
- ¿Y sigue trabajando en la fábrica?
- Sí hijo, sí, que a veces no es tan fácil despedir a los
empleados, y si no, pregúntale a tu padre. Bueno, te sigo
contando.
- Sí.
- El señorito William se ha enamorado de Sara, la hija de
Jonas, pero no sabe qué hacer para acercarse a ella, y es
que como su padre la había llenado la cabeza con sus
tonterías Sara no querría saber nada del hijo del
explotador. ¿Tú te crees? Bueno, pues no se le ocurre otra
cosa al señorito que dejarse crecer un poco la barba,
hacerse pasar por minero y meterse en las reuniones de los
sindicalistas para poder acercarse a ella.
- ¿Y qué pasó?
- Pues lo que tenía que pasar, que ella también se enamora
de él y se hacen novios.
- ¿Pero entonces por qué el señorito William se pasaba el
día en la cama y sin comer?
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- Eso viene luego. Y es que como pasa el tiempo y el amor
crece no se le ocurre otra cosa al infeliz que pedirle
matrimonio con un anillo de oro. Y ella, claro, le pregunta
que de dónde lo ha sacado, porque hasta entonces él le
había contado que era minero en otro pueblo de la zona.
- Abuela, ella tenía que notar por su forma de hablar que él
no era minero.
- Calla hijo, que siempre me estás fastidiando las novelas.
- Es que lees unas cosas…
- ¿A que no te cuento más? ¿Por dónde iba? ¡Ah sí! , que
ella le pregunta de dónde ha sacado el anillo y él, que no
se esperaba la pregunta, se hace un lió y al final acaba por
confesarlo todo.
- Y ella se enfada.
- ¡Claro que se enfada! Le dice que no soporta las mentiras
y menos de los ricachones como él. Así que le deja y dice
que no quiere volver a verle más.
- Entonces es cuando él se pasa los días en la cama y sin
comer.
- ¡Síí!, pero no sólo eso. Si fuese sólo no pasaría nada,
después de unos días se le pasaría, te lo digo yo. Lo malo
es que el señorito William ha decidido demostrarle a Sara
que él no es como su padre y se ha puesto a leer día y
noche libros de comunistas, queriendo aprendérselo todo
lo antes posible. Sus padres los pobres no saben nada de
esto, sospechan que su hijo está enamorado pero no han
conseguido saber de quién por más que se lo han
preguntado, y claro, no saben lo de los libros. Así que en
esas está la novela, con el señorito en la cama todo el día
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leyendo a Marx y las criadas llevándole sopitas. Pero esto
no ha hecho nada más que empezar, que ya me sé yo lo
que va a pasar: el niño va a acabar haciéndose comunista y
enfrentándose al padre y al abuelo, que es cura.
- ¿Qué el abuelo es cura?, ¿Cómo se puede tener un abuelo
cura?
- ¡Uy!, si te contase yo la de nietos de curas que hay en
este pueblo…pero no es eso. En Inglaterra, que es donde
trata la novela, los curas pueden casarse y tener hijos.
- ¡Qué bien!
- ¿Cómo que qué bien?, que cosas dices. No sé qué
historias te habrá enseñado a ti en las catequesis el Padre
Tomás, que desde que ha llegado a la parroquia parece un
polvorín. ¿Y té qué opinas Antón?, ¿ no dices nada?
Antón, tumbado en la otra cama, no perdió detalle de la
historia del señorito William y se fue poniendo cada vez
más pálido. Cuando la abuela empezó con lo de la novia
comunista a él le hizo gracia, ojalá él tuviese una novia
comunista, ojalá él tuviese una novia. Pero luego la cosa
empezó a ponerse fea con lo del señorito William leyendo
a Marx en la cama, <<espero que el jodido señorito no
guarde también los libros en el cajón de las
herramientas>>, pensó Antón.
- Abuela, no seas pesada, que nada más que estoy cansado.
A ver si va a ser que todo lo que ocurre en tus novelas va a
tener que pasar luego en la vida real.
- Eso abuela, ¡que vas a acabar como Don Quijote! –
Manuel intentaba ayudar un poco a su hermano; le parecía
increíble que la abuela les hubiese contado esa historia
justo ese día.
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- Pues nada, decir lo que queráis, pero a mí no me
engañáis. Antón, tú te has enamorado de esa con la que
estás quedando por las mañanas, a ver si te crees que soy
tonta. Y ya sé yo que lo que pasa en las novelas no sale de
ahí, que vuestra abuela todavía no chochea. Porque igual
que me puedo imaginar lo de la moza no me pongo a decir
por ahí que mi nieto se pasa el día tumbado leyendo a
Marx, que en mi vida te he visto coger un libro que no sea
por obligación, y ni con esas. De ti Manuel me fío menos,
mira tú por donde, que siempre te traes un libro entre
manos y últimamente, en esa colección que te compras en
el quiosco, hay algunos que no sé yo si deberías leerte.
- No, si ya me los requisa padre.
- Pues hace bien. Además, no sé para qué te compras tanto
libro, que en la colección que tengo yo de las revistas al
menos hay diez o veinte que te podrías leer.
- Sí claro, menudo tostón son tus libros abuela, que ya lo
he intentado.
-Yo también lo intenté hace años – dice Antón más
relajado ya – y creo que por eso no me ha vuelto a dar por
leer.
- Anda dejadme en paz que hoy no hay quien os aguante.
Voy a ir limpiando las judías verdes que ya son más de las
ocho. Las voy a hacer con revuelto de huevos, y no quiero
ni una queja en la cena Manuel, que bastante lata me has
dado ya. Y tú Antón, espero que estés con apetito, que no
conozco yo moza tan guapa como para dejar de comer por
ella.
Por fin se fue la abuela. Manuel recuerda la cara pálida
de su hermano como si la estuviese viendo ahora, cinco
años después en una casa que parece otro mundo. Franco
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ha muerto y por la calle un joven bien vestido va gritando
“viva el rey, viva el rey”. Todo el mundo se acerca a la
ventana. Manuel busca a su hermano con los ojos pero no
le encuentra, estará en la cocina, asomado también a la
ventana como medio barrio está haciendo ahora para ver
quién es el que grita. Manuel quiere comparar la cara de su
hermano ahora con la cara pálida de aquel día. Son
muchos los cambios: entre otras cosas ahora tiene una
buena barba, como muchos de sus amigos, y una voz
potente y alegre, no como la que usaba en casa, que casi ni
hablaba. Ahora se le oye dar voces desde la cocina,
organizando los preparativos para la cena. En la televisión
mientras tanto siguen los tonos grises del luto, como si
hubiesen vuelto a emitir en blanco y negro.
La abuela no volvió a comentar nada más sobre la
novela y el señorito William pero de vez en cuando
lanzaba indirectas sobre el enamoramiento de Antón. Eso
al principio claro, porque cuando empezaron a pasar los
meses más que de enamoramiento en casa se empezó ha
hablar de depresión. La madre fue la primera que lo dijo,
que no era normal que un chaval de diecisiete años se pase
las tardes tumbado en la cama sin hacer nada. Antón se
defendía diciendo que la culpa no era suya, que si le tenían
castigado a no salir qué querían que hiciese.
- ¿Por qué no bajas ya al garaje? – le preguntaba el padre
- Me he cansado.
- Haz otra cosa entonces, qué sé yo, ponte a leer como tu
hermano. Pero tu a mí no me engañas con esta técnica de
“me tumbo y no hago nada”. No te voy a levantar el
castigo. Que ya has conseguido ablandar a tu madre y se
pasa el día intentando convencerme para que te deje salir
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porque te va a dar una depresión. Una depresión, ¿pero
qué mariconadas son esas?
Y así se fue pasando el último año de Antón en casa, con
gritos y castigos en el pasillo y horas muertas en la
habitación. Por eso una semana después de cumplir los
dieciocho, Antón anunció en la cena que se iba a trabajar a
Madrid. El padre le vino con lo de siempre, que tenía que
acabar los estudios, pero como vio que iba muy en serio
por primera vez fue flexible y le dijo que si decidía
ponerse a trabajar él le buscaría un trabajo en el pueblo
con alguno de sus amigos.
- No te preocupes padre, que ya tengo trabajo en Madrid.
- ¿Cómo que ya tienes trabajo?, ¿pero cuándo has ido tú a
Madrid?
- No he ido a Madrid pero tengo trabajo allí, empiezo el
mes que viene.
- ¿Y de qué vas a trabajar tú?
- De mecánico.
Ese era el momento que más miedo le daba a Antón, que
su padre se pusiese a pensar y se acordase del taller de
Benito. Pero no lo hizo. Se puso como una furia por lo de
irse a Madrid y dejar los estudios y no le dio ni tiempo
para caer en ello. Le preguntó a su hijo que cómo había
conseguido el trabajo pero Antón no se lo quiso decir,
pensó que mejor no mezclar a Benito en sus líos
familiares. Después de lo que les había costado mantener
en secreto los nueve meses de aprendizaje, no iba él a
estropearlo ahora.
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Había aprendido tanto en esos nueve meses que no sabía
cómo agradecérselo a Benito. Y él le decía que no le tenía
que agradecer nada, que si había aprendido mucho era por
todo lo que había trabajado y por las ganas que ponía. Eso
mismo es lo que le dijo Benito a su amigo Fernando, que
tenía un muchacho muy trabajador y buena gente para su
taller en Madrid. Así que Fernando, que también era del
pueblo pero llevaba ya muchos años trabajando en
Madrid, le aceptó como aprendiz sin necesidad de hacerle
una entrevista o verle trabajar. A Benito le hubiese
gustado tenerlo más tiempo con él pero Antón no se podía
quedar en el pueblo, eso estaba claro. Se despidieron con
un abrazo y una palmadita en el hombro, con Javier
también por allí, que dejó de estudiar un rato para bajar al
taller a despedir a su amigo.
Antón traía en una mochila los libros que le había ido
dejando Benito en estos meses. Le había costado leerlos y
alguno no se lo había podido terminar pero había estado
bien. Y es que no sólo había aprendido de mecánica en
estos nueve meses. Benito le había dado la vuelta a todo lo
que le habían contado en casa y en el colegio, y con lo
harto que estaba de su padre y sus profesores creía en las
palabras de Benito más que en las suyas propias.
- Mira Antón, me da pena que te vayas, como también me
va a dar pena que se vaya Javier en septiembre, pero me
alegro de que vayan llegando a Madrid chicos como
vosotros, que juventud así es lo que hace falta para que
cambien las cosas.
Mientras tanto, en casa de Antón, la maleta ya estaba
preparada encima de la cama y su armario casi vacío.
Manuel, cuando llegó del colegio y vio la maleta se dio
cuanta de repente de la pena que le daba quedarse sólo. Y
eso que casi no hablaba con su hermano. Su madre le dijo
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que acababa de salir a despedirse de los amigos así que
aprovechó para inspeccionar. Lo que se imaginaba, en el
cajón de las herramientas ni rastro de los libros, y en la
maleta tampoco. Así que había ido a devolverlos. Se
imaginó la despedida apasionada con la novia fantasma y
se alegró de que su hermano no tuviese ya los libros. Es
curioso, por un lado se enfadaba mucho cada vez que su
padre le prohibía a él leer algún libro, pero luego le
gustaría poder prohibirle a su hermano leer otros. Es como
si la censura paterna se le hubiese metido dentro.
- ¿De qué te ríes? – le pregunta a Manuel una chica
morena y delgada que se acababa de sentar a su lado.
- Perdona no te había visto, tú eres María, ¿verdad?
- Y tú Manuel, el hermano de Antón. Te pareces mucho.
- ¡Gracias! Yo te había visto en fotos. ¿Habéis llegado
hace mucho?
- No, y Javier todavía no ha subido, se ha acercado a la
bodeguita, a ver si le queda algo de cava. No veas, hemos
recorrido los bares del barrio y se ha acabado en todos. Yo
he subido ya porque se me estaba desmontando la tarta.
- ¿Has traído una tarta?.
- Sí. En teoría esta iba a ser mi fiesta de despedida, pero
después de lo que ha pasado creo que nadie se acuerda.
- Es verdad, que te ibas a ir a Alemania, me lo ha contado
Javier.
- Y me sigo yendo, mañana por la tarde cojo el avión,
espero que no haya problemas en el aeropuerto. Ya tenía
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ganas de conocerte, Javier me ha hablado mucho de ti. Y
Antón también.
- Y yo a ti, como a ti no se te ve nunca con eso de que
estabas terminando la carrera.
- No me hables, que llevo encerrada desde junio, menos
mal que he acabado ya. Yo quería tomarme un mes o dos
de vacaciones pero me ha salido lo de Alemania y no
puedo decir que no. Pobre Javier, ahora que le iba a hacer
un poco más de caso. ¿Y tú has empezado Derecho, no?
- Sí se supone – Manuel se ríe y levanta el botellín.
- Qué tranquilo te veo, qué envidia, yo entré en la facultad
angustiada y me pasé los seis primeros meses nada más
que estudiando. ¿Tu te crees?, eso no es vida. Oye, ¿y de
que te reías antes?, que estabas ahí sólo en una esquina del
sofá mas contento que nadie con tu botellín.
- ¿Antes?
- Sí, cuando he llegado y me he puesto a hablar contigo.
Manuel hace memoria y se acuerda de los libros de su
hermano y de su espíritu censor.
- Pues estaba pensando en el día en que mi hermano se
vino para Madrid hace cinco años. Y me reía de mí
mismo, de lo mal que lo pasaba cada vez que le que veía
leyendo libros de Marx. Mira que yo sabía que leer no
podía ser malo pero es como si en esos momentos mi
padre pensase por mí.
- Por cierto, ¿cómo siguen las cosas por tu casa?
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- Pues muy mal. Porque mi padre ha decidido no hablar
para no tener que dar explicaciones, así que se pasa el día
sentado en el sofá del salón y en silencio.
- ¿Pero al final parece que de la cárcel se ha librado?
- Por los pelos, porque el chanchullo que tenía montado
con tres concejales del ayuntamiento era muy gordo.
Ahora entiendo cómo la empresa le iba cada vez mejor
aunque él se pasase las tardes en el café. Negociando,
claro.
- ¿Y qué dice tu madre?.
- Pues no dice nada, qué va decir. Además, yo creo que
ella y mi abuela lo sabían todo. El único pringado era yo.
Mi abuela dice, y esto ya no hay por donde cogerlo, que la
culpa es de los del periódico local por haber metido la
cabeza donde no debían. ¿Tu te crees? También que hace
veinte años no pasaban estas cosas. Claro qué no se si se
refiere a que hace veinte años mi padre no robaba o a que
los periodistas estaban todos mudos. Y mira que yo quiero
mucho a mi abuela pero a veces te sale con unas.
- Tu hermano estaba destrozado cuando nos lo contó, el
tampoco sabía nada.
- Le llamó mi madre con la llorera y al día siguiente se
presentó en casa a ver cómo estábamos, sobre todo a ver
cómo estaba mi padre aunque él no quería ni quiere
hablarlo. Creo que le da mucha vergüenza que nos
hayamos enterado de todo.
- Pero no discutieron, al menos Antón nos dijo que había
habido una especie de reconciliación.
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- Eso es mucho decir. Lo que pasó es que mi hermano se
enteró de que yo no iba a poder venir a Madrid a estudiar
porque no había solicitado ninguna beca.
- ¿Por qué?
- Tú no conoces a mi padre. Decía que lo de pedir becas
era de pobres. Ahora me doy cuenta de que no quería
porque le daba miedo que hurgasen en sus cuentas.
Además, él decía que me lo iba a pagar todo, el colegio
mayor, los libros y lo que hiciese falta. Y ahora nada.
- Entonces tu hermano te ofreció venirte a su casa.
- Sí, yo llevo desde entonces dándole las gracias. Y mi
padre, después de dos días, cuando mi hermano ya estaba
casi cogiendo el tren para Madrid, consiguió dárselas
también. Esa creo que fue la famosa reconciliación. De
todas maneras quiero encontrar pronto un trabajo para por
las tardes, a ver si consigo ahorrar un poco y no le doy la
lata más a mi hermano. Y el año que viene pediré beca,
claro.
- Antón está muy contento de que estés aquí con él.
- ¿Tú crees?, ¡con lo bien que estaría él a solas con Dita!.
- ¡Bah!, una cosa no quita a la otra. Por cierto, no he visto
a Dita al llegar, ¿sabes dónde está?, quiero preguntarle
unas dudas de alemán antes de que esto se llene de gente.
- Pues demasiado tarde.
Y es que mientras se escuchaban el uno al otro en la
esquina del sofá, la casa se ha llenado de gente y de humo.
Dita, como si hubiese oído que estaban hablando de ella
entra corriendo en el salón. Para abrir la ventana claro, que
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algo de humo tiene que salir para que puedan respirar.
Javier ha subido ya de la bodeguita y antes de quitarse el
abrigo enseña orgulloso las dos cajas de cava que ha
conseguido. Antón ha terminado con los preparativos en la
cocina y entra en el salón con unas empanadas.
- Esto iba a ser una cena de despedida pero ¿ahora que
dices, María?, ¿te vas o no te vas?
María, con sus botines y sus gafas redondas, se hunde en
el sofá haciéndose aún más pequeña y no sabe qué decir.
Que si, que se va porque se tiene que ir, pero que sólo son
seis meses, que tampoco hacía falta cena de despedida y
que, por supuesto, cuando vuelva espera que Franco siga
muerto. Todos se ríen y se miran, alguien le pregunta a
María qué es exactamente lo que va a hacer en Alemania y
ella explica una vez más lo de las moléculas de carbono y
la beca de la Universidad de Múnich. Javier, a su lado,
pone cara de no entender nada del carbono, que no es
verdad, y se enciende un cigarro. Dice que él, si puede, irá
a hacerle una visita, pero que todavía no sabe. El billete es
muy caro como para ir pocos días y como sólo lleva cuatro
meses en el estudio no puede empezar a pedir vacaciones
extras.
Después del primer brindis la conversación se pierde
entre la arquitectura, las empanadas y las croquetas.
Parece como si nadie quisiera hablar del tema del día, les
da cosa empezar, como cuando recibes un regalo muy
esperado y te entretienes más de la cuenta abriendo el
paquete. Pero no van a tardar mucho, Antón ha empezado
ya a preparar los cubatas, y la que más bebe es Dita, como
siempre, que como todavía no sabe mucho español se le
llena la cabeza pronto y le da por beber. Ella es la que
rompe el hielo y en un intento etílico de expresar su
alegría “por estado con ellos todos en momento tan
importante” les canta una canción tradicional del pueblo
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de su madre. Y claro, todos con la boca abierta porque la
checoslovaca tiene voz de soprano. Según acaba hacen un
brindis, por Dita, y ella explica que la canción habla “de
los amigas que no estar ya”.
Ramón, un compañero de clase de Javier que por
olvidarse de pedir las prorrogas que debía ha tenido que
dejar aplazada la carrera para hacer la mili, cuenta cómo
les han dado permiso especial en el cuartel:
- A las 10 de la mañana todo el cuartel estaba en la
cantina, y el personal andaba pasando de los carajillos a
las copas de orujo directamente, no sabíamos qué hacer ni
qué iba a pasar. A las once empezaron a escucharse las
primeras canciones de borrachos por los rincones. Joder,
que panda de inconscientes que somos. Lo bueno ha sido
que a las once y media han decidido mandarnos a todos
para casa, visto como se estaba poniendo la cosa.
Cojonudo, me ha dado tiempo a dar una sorpresa a mi
madre a la hora de comer y a ir a recoger a Lola a la
oficina.
Lola se ríe y cuenta que en su trabajo no ha ocurrido nada
del otro mundo, de diez a dos y de cuatro a ocho como
todos los días. El jefe no ha ido pero les ha llamado varias
veces por teléfono para controlar.
Ahora que han empezado, cada uno quiere contar cómo
ha sido su día y qué es lo que estaba haciendo cuando se
enteró de la noticia. Manuel, que se siente el pequeño de la
fiesta, y lo es, espera un poco a que hablen los más
gritones y cuando la conversación vuelve a dividirse en
pequeños grupos les cuenta a Javier y a Saza, una prima de
Dita que acaba de llegar de Checoslovaquia pero habla
muy bien español, que él ha ido a la facultad, a ver que
pasaba, pero que no han tenido ninguna clase.
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- Así que nos hemos ido unos cuantos de bares por
Moncloa y hemos acabado a las seis de la tarde. Menos
mal que luego me he echado una buena siesta.
Javier le dice que le da envidia, que él ahora ya no hace
esas cosas y tampoco sabe muy bien por qué. Bueno sí,
porque entre acabar la carrera y el trabajo en el estudio no
le queda tiempo para más.
- Echo de menos esa sensación que tenía el primer año que
llegué a Madrid, la de tener todo el tiempo del mundo y la
ciudad entera por estrenar delante de mis ojos. Y es que tú
has llegado ya muy espabilado Manuel pero no te
imaginas lo apaletado que vine yo. Con una maleta de mi
padre, casi de la guerra, y la dirección de la pensión
apuntada en un cuaderno, entre garabatos y fantasías de lo
que imaginaba yo que dibujaría un arquitecto en su libreta.
Durante los tres primeros meses sólo conocía a Antón, que
tampoco conocía a casi nadie, así que imagínate.
A Saza, que no hace ni quince días que ha llegado a
España, le ocurre lo mismo: los días se le hacen
larguísimos y tiene un lío de nombres nuevos en la cabeza.
Por eso se ríe y dice que no se lo puede creer cuando
Manuel le explica que a él también se le puede llamar
Manolo. Él lo que no se puede creer es que una chica así
esté bebiéndose un cubata con él y riéndose con sus
chistes. Además extranjera. Esa es una de las cosas que
más le ha impresionado de Madrid a Manuel: las chicas,
que hay muchas. Algunas incluso viviendo con sus novios
como Dita con su hermano. Dita le parece guapísima pero
acaba de conocer a María y también le ha encantado. Se ha
pasado toda la cena mirándola de reojo. Sí, hasta que ha
llegado Saza.
Son casi las cuatro cuando Javier empieza a tirar de la
falda de María a ver si se van o no para casa. Ella le mira
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con ojos de yo también lo estaba pensando así que
empiezan con la ronda de despedidas. Cuántos abrazos,
cuánta emoción soltada de repente, y el cuello de Franco
cada vez más blanco. Estaba al caer, claro, pero aun así no
se lo pueden creer. Tanto que Antón acaba de convencer a
Dita para ir al día siguiente a hacer cola a la capilla
ardiente del Palacio Real y darse el gustazo de verle
muerto. Luego no irán, verán las imágenes por la tele con
toda esa gente seria con gafas oscuras y se les quitarán las
ganas.
De la casa de Antón y Dita a la de Javier no hay más de
cinco minutos. Un paseo nocturno por el barrio con
petardos clandestinos y estrellitas en la cabeza. El ron que
sigue ahí, el futuro que ya llega, los aviones a
Alemania…Los dos están felices, van a pasar seis meses
separados pero aún así - o quizás por eso - se paran a
besarse en más esquinas que en las que normalmente se
paran. Incluso en la de la farmacia, que siempre evitan
porque no aguantan a la farmacéutica. Ahora son las
cuatro y la farmacia esta cerrada, qué más da. Desde una
de las ventanas del edificio se escuchan unos gemidos. No
debería dar alegría que alguien se muera, piensa María,
pero acurrucada en el cuello de Javier mientras cruzan las
plazas se dice que siempre hay excepciones, y aunque no
las haya, esta es una. Y que suerte también que sus padres
estén esta semana en el pueblo arreglando no se qué líos
de una herencia porque sino a estas horas María estaría en
su casa, durmiendo desde hace un buen rato. Sus padres no
habrían entendido eso de trasnochar antes de un viaje tan
largo, un viaje en avión.
Pero tampoco es para tanto, lo de Alemania son sólo seis
meses, y le van a venir muy bien, para su currículum y
para su cabeza. Salir y ver mundo, qué cosas, y es que han
sido seis años nada más que estudiando y pasando los
veranos en Madrid, también estudiando. Además, con
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suerte a la vuelta sus padres se habrán calmado un poco y
no le montarán otro escándalo cuando les proponga otra
vez que se quiere ir a vivir con Javier, sin casarse, claro.
Llegando a casa de Javier, en la cabina de al lado del
portal, una pareja de ancianos le esta gritando a otra para
que dejen libre el teléfono. Son las cuatro de la mañana. Y
la pareja que está dentro de la cabina no le hace ni caso a
la otra y no responde a los gritos. Javier le pregunta a
María que como se los imagina a ellos de viejos, si dando
gritos o recibiéndolos, María no contesta y le besa, “eso
por imaginarnos de viejos”.
Cuando abren la puerta de la casa Javier tiene la
impresión de que la casa no parece la misma, “es como si
pesase menos”. Pero a María no le apetece hablar del peso
de la casa y empieza a desnudarle antes de que se cierre la
puerta. Javier, que va mas despacio, no sabe por dónde
empezar cuando se da cuenta de que ya está desnudo. Y
tiene que darse prisa por quitarle algo a María porque sino
se lo va a quitar todo ella sola. Se tiran sobre la colcha de
la cama, que siempre la recogen porque vale que es muy
hippie y bonita pero luego raspa. Pero hoy no hay tiempo
para quitarla, ni para cerrar las persianas, que lo disfruten
los vecinos. María está tan feliz y excitada que todo lo
demás no importa. Y Javier, feliz ya venía y lo de
excitado se le contagia rápido así que sin colcha, sin ropa
y sin tiempo. Pero un “sin tiempo” especial, de ese que
sólo ocurre muy raras veces, que es cuando el tiempo, sin
más, desaparece.
Desaparece el tiempo para una niña que cruza un arenal
con un abrigo verde; desaparece el tiempo de un anciano
que decide hacer su último viaje en globo; desaparece el
tiempo, más aún, se dobla antes de desaparecer, cuando
vas en un tren y ves dos amaneceres en menos de una
hora.
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En la cama, con colcha y sin ropa, ni Javier ni María se
acuerdan hoy de usar preservativo, quizás por eso de que
no hay tiempo o simplemente porque no quieren. Eso sí,
Javier, casi al final, hace un esfuerzo por volver al tiempo
y a la colcha que raspa y se lo dice a María que ya le veía
venir con la pregunta. Ella le dice “por mí no te lo pongas”
y él le dice “yo andaba pensando lo mismo”. Así, sin más,
que por una vez no pasa nada. ¿Y si pasa? Y si pasa…pues
tampoco pasa nada, que para algo trabajas ya de arquitecto
Javier, y tú María en cuatro años te vas a doctorar en
biología. Y no lo sabes todavía pero poco después vas a
conseguir una plaza fija en la Complutense.
Tampoco sabes esto María, ni tú Javier, pero justo ahora,
en ese beso dulce del después, te estas quedando
embarazada por primera vez, y cuando te des cuenta, en
Alemania, te llevarás un susto de muerte. Casi no
entenderás al médico con esas gafas grandes y una voz
grave y alemana, pero sí al enfermero, que con su mirada
clavada en tu vientre lo dice todo. Te asustarás y buscarás
una cabina en el hospital, una cabina como la que hay en
frente de la residencia en la que vives, como esa que usas
todas las semanas para llamar a tus padres y a Javier, esa
cabina que ya está acostumbrada a tus palabras tranquilas,
a las historias que te cuenta su madre por teléfono y a los
tequieros de Javier, tequieros e historias de Madrid, del
trabajo en el estudio, de los amigos y de la calle. Pero la
cabina del hospital, aunque se parece, no es la misma, y tú
tampoco. Llamas a Javier al trabajo que se sorprende un
poco pero se alegra por oírte. Aún así, por si acaso, te
pregunta si te ha pasado algo. Y tu respondes rápidamente
que no y luego que sí. Claro que sí Javier, vamos a tener
un niño. ¿Cuándo?, ¿Cómo ha sido?
Y no te enfadarás con Javier porque al principio tú
tampoco te acordaste. Y es que en el despacho del médico,
cuando comprendiste la mirada del enfermero, le diste
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vueltas a la cabeza buscando un cuando y un cómo. Al
principio no te acordaste, te costó un poco, pero tú cabeza
corría tan rápido que pronto dio con la noche en la que no
quitasteis la colcha. La noche en que murió Franco. Dejas
pensar a Javier, le dices que no se preocupe, que estás bien
y que los últimos meses de embarazo estarás en Madrid
para que te cuide. Y así pasan diez o quince segundos,
muy largos para Javier, que al final se da cuenta y te lo
dice,¡la noche en que murió Franco! Sí, tuvisteis una hija
gracias a que Franco se murió.
Será la primera hija o hijo de entre todos los amigos que
han brindado esta noche con ron y champán en casa de
Antón y Dita; así que durante un tiempo en todas las
cenas, cafés y aperitivos se hablará de la futura niña.
Además, como la historia de que María se quedó
embarazada el día que murió Franco pronto la sabrán
todos poco a poco, empezará a oírse el nombre de
Libertad, la niña debería de llamarse Libertad. Incluso a
María le gustará la idea, Libertad, pero Javier se pondrá
tan cabezón que no habrá manera, dirá que llamarse
Libertad no sería bueno para la niña, demasiada
responsabilidad.
Así que la llamaron Alisea, como los vientos. Luego en
un par de años lo de Alisea se quedará en Alisa, que
además de ser más bonito es como la llaman ahora todos
los que la conocen.
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2. El arenal - martes 19 de enero de 1982
Luis cuenta las baldosas todas las tardes, doscientas
catorce desde la puerta trasera del colegio hasta su casa, y
aunque el camino más corto sería atravesar el arenal de
detrás del mercado nunca lo hace porque la arena es un
sitio raro, sin medidas ni pasos que contar. La arena es el
lugar de otra clase de niños. Allí Luis ve a los perros
ponerse unos encima de los otros y también es dónde los
mayores del colegio juegan partidos de fútbol y se pelean.
Así que Luis bordea todos los días el arenal, con la
mochila llena de cuadernos y lápices, como si fuese una
chepa, mirando el suelo con decisión y contando las
baldosas. Cuenta las baldosas para no tener que mirar el
arenal, para no tener miedo del arenal…para que no le den
ganas de entrar en el arenal.
Más tarde, desde la ventana de la cocina de su casa, que
está en un quinto, Luis puede ver el arenal tranquilamente
mientras merienda un bocadillo de nocilla y pega en el
álbum los cromos nuevos que ha conseguido en el colegio.
La mesa de la cocina está junto a la ventana, rodeada de
tres sillas y dos banquetas apretujadas.
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Luis es el mayor de sus hermanos y tiene siete años.
Luego vienen David y Ana, con cinco y tres, que todavía
van a la guardería y llegan a casa un poco más tarde,
cuando Dita sale del trabajo y puede pasar a recogerlos.
Por eso Luis, con siete años, tiene ya una llave de casa y
viene y va sólo al colegio.
Javier y María sin embargo dicen que aún es demasiado
pronto para que Alisa vuelva sola del colegio. Y eso que
ella también tiene siete años, como Luis, y de hecho es
tres meses mayor, pero Javier y María, cuando hablan del
tema con Antón y Dita dicen que no es lo mismo, que su
casa está más lejos del colegio, al otro lado de la avenida.
Además Javier, desde que ha dejado el estudio de
arquitectura y trabaja sólo en el instituto sale todos los días
a las tres, así que le da tiempo de sobra de salir a buscar a
las niñas, muchas veces con siesta incluida. Primero pasa
por la guardería y recoge a Laura, luego a las cinco en
punto está en la puerta del colegio, en la de atrás, por
donde salen los de segundo. Alisa suele salir de las
últimas, sin prisas, con la mochila bien puesta y el abrigo
abrochado hasta arriba en invierno.
El año pasado, cuando Alisa y Luis empezaron el
colegio, Dita y Antón tenían el mismo problema que
ahora: les venía fatal recoger al niño a las cinco,
demasiado pronto. Para Antón sencillamente esa hora es
imposible porque el taller cierra a las ocho y él no puede
faltar. Dita lo tiene un poco mejor porque sale a las cinco
y media del trabajo, pero su oficina está lejos del barrio.
Con suerte llegaría a las seis. Pero como todavía no se
atrevían a darle a Luis las llaves ni el secreto de la nocilla
preguntaron por ahí y pusieron anuncios por el barrio
buscando una niñera.
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Hasta que Javier se enteró, ¿que es eso de tener criadas
teniendo amigos? Así que a Luis, en su primer año de
colegio, le recogía Javier y se pasaba toda la tarde con
Alisa. También este año, algunos de los días que Alisa no
tiene pintura, Luis se olvida de que ya es mayor y de que
tiene llaves y se va con ellos. Allí Javier les prepara la
merienda mientras canta canciones, de Serrat sobre todo,
aunque últimamente le esta dando por los pasodobles.
Alisa y Luis no entienden qué es lo malo del asunto pero
María se queja de tanto pasodoble.
- Mira Javier, que te empiezas a parecer a tu padre…
Después de la merienda juegan un rato en el cuarto de
Alisa, que está lleno de muñecos y peluches rosas con los
que hablan o hacen que viajan. También está el carrusel,
una especie de tiovivo que tiene Alisa en el que van
montadas cuatro barriguitas. Cuando tiras de una cuerda el
tiovivo se mueve, suena una musiquilla y siempre dan
ganas de tirar otra vez. Pasan un buen rato en el cuarto
pero luego siempre bajan a la calle, a ese patio grande y
libre de coches que hay debajo de casa de Alisa. Allí Alisa
y Luis se separan, ella se va con las chicas y él con los
chicos. Los chicos, Alisa lo tiene claro, se pasan el rato
jugando al fútbol, y ella tiene curiosidad pero nunca sabe
cómo, nunca se atreve a acercarse y preguntarles si
también ella puede jugar. Y la vergüenza, o el miedo, se
reparte a partes iguales, un poco le asustan los chicos, que
menos a Luis sólo los conoce de vista, y que seguro que
alguno se reirá cuando lo pregunte; pero por otro lado el
verdadero problema son las chicas, sus amigas, porque no
sabe qué pensarán o si se enfadarán y tendrá problemas
luego al día siguiente para volver a jugar con ellas. Pero
mientras que el fútbol de los chicos es algo evidente y
claro para todos y todas, no ocurre lo mismo con los
juegos de las chicas, al menos no para Luis, que como
siempre le toca de portero, se aburre, las mira de reojo y se
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pregunta qué harán, sobre todo cuando están sentadas y
nada más que miran y remiran los mismos papeles de
colorines, esos que luego cambian y coleccionan
cuidadosamente, ¡como si fueran cromos!.
Se pregunta qué harán pero la verdad es que, comparado
con muchos otros niños, él esta bastante informado por
todos los ratos que pasa jugando en el cuarto de Alisa con
sus muñecos y casitas. Esto no lo saben sus amigos, los
del fútbol, que cuando juegan con muñecos no suelen
inventarse viajes al otro lado del mundo sino peleas y más
peleas. Y todo ese rato, ese en que ellos juegan al fútbol y
ellas hacen otras cosas, a algún lugar tendrá que ir, ¿no?
Será por eso que casi siempre ellas llegan con ventaja a la
edad de las conversaciones un poco más largas, ventaja
que muchas veces no pierden nunca. Pero eso Luis aún no
lo sabe, ya se dará cuenta cuando Alisa le tenga que
explicar punto por punto qué es lo que le puede decir a la
chica que le gusta y qué es lo que no.
De momento lo que pasa es que muchos niños que les
ven bajar de la misma casa se creen que son hermanos. Y
es que según salen a la calle hacen exactamente lo que
hacen los hermanos cuando salen de casa, es decir, que ni
se miran. Una hora o dos corriendo por mundos separados,
juegos que luego apenas comentan, porque la calle es la
calle y la casa, otra cosa. En casa incluso les bañan juntos,
a los dos y a Laura, así sus padres se ahorran tiempo y
ellos se lo pasan bien, con una bañera llena de muñecos de
plástico, chapoteando y poniendolo todo perdido. Se
bañan hasta que se les ponen las manos arrugadas y el
agua empieza a estar un poco fría.
Más o menos a las ocho y cuarto, cuando sale del
trabajo, viene Antón a por el niño, pero entre que sube,
los niños que salen o no salen de la bañera y las
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almendras fritas y el botellín, al final le dan las nueve o las
nueve y media.
Pero esas tardes largas, que el año pasado eran así de
lunes a viernes ahora sólo lo son de vez en cuando, y es
que ahora que están en segundo Alisa ha decidido
apuntarse a pintura y sale una hora más tarde del cole. A
Luis todo el mundo le ha insistido para que él también se
apunte a algo, pero nada, quizás es que han sido un poco
pesados. O que de verdad al niño no le apetece aprender ni
judo, ni pintura, ni flauta ni inglés y prefiere irse a casa
con los cromos.
Dita y Antón han decidido que Luis vuelva solo del cole,
así que todas las tardes al abrir la puerta de casa se siente
mayor cuando oye el clic del cerrojo. Entra en las
habitaciones silenciosas, deja la mochila encima de la
cama y se va corriendo a la cocina a preparase el bocadillo
de nocilla con el pan que el mismo compra en la panadería
que hay debajo de casa. Se sienta con el álbum y los
cromos en la silla que está pegada a la ventana y empieza
a acostumbrarse, sin saberlo, a una paz y un gusto por los
rincones tranquilos que luego no sabrá de donde le viene.
Elige siempre la misma silla, su preferida, que poco a poco
empieza a ser de su tamaño, y mientras tacha los cromos
nuevos en la lista y pega en el álbum los que hay que
pegar mira por la ventana que da al arenal.
Pero hoy no se queda con la mirada perdida en el arenal,
hoy lleva los ojos un poco más lejos, hacia las verjas rojas
del colegio, y es que hay un puntito verde que le llama la
atención. Si sus ojos no estuviesen tan bien entrenados en
eso de mirar desde lejos o si no conociese ese abrigo
verde, Luis habría seguido tranquilamente con los cromos
un rato más, pero él ya se ha dado cuenta de que el puntito
verde es Alisa con el abrigo que le trajeron los reyes. Alisa
está sola en la puerta del colegio esperando a su padre.
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¿Pero qué hora es? Luis no lo sabe y lo mira en el reloj del
salón, son las seis menos cuarto, que rápido se le pasa el
tiempo cuando está con la merienda y con los cromos. Son
las seis menos cuarto y Alisa debería de estar en pintura
pero no, hoy es martes y los martes no tiene pintura. Así
que Javier no ha venido a recogerla y Alisa, poco a poco,
se ha ido quedando sola en la puerta del colegio.
El último en marcharse ha sido Nacho, un niño que
también se va sólo a casa porque vive a dos minutos del
colegio. Nacho siempre se queda jugando al fútbol con el
grupo de niños que esperan sin prisa a que lleguen sus
padres, un rato que no da para mucho porque lo normal es
que a las cinco y media ya hayan venido a recogerlos a
todos. Hoy, al ir hacia la puerta con Abel, el último al que
han venido a recoger, Nacho se ha encontrado con Alisa.
Van los dos a la misma clase y en el último mes la
profesora les ha sentado bastante cerca el uno del otro; así
que desde entonces se hablan un poco, lo justo.
- ¿No te han venido a recoger todavía?.
- No.
- A lo mejor tu padre se cree que hoy tienes pintura.
- No, nunca se equivoca de día, a lo mejor es que se ha
quedado dormido en la siesta.
Nacho, con eso de que se queda siempre el último, esta
acostumbrado a estas historias de padres y madres que no
llegan y le empieza a contar a Alisa lo que le pasó a Marta,
que un día su madre no venía a buscarla y era porque se
había muerto la abuela.
- ¿Tú eres tonto?, mi abuela no se ha muerto, mi abuela
todavía juega al baloncesto.
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Nacho no dice nada más, coge su balón y se va para
casa, que su madre le espera con la merienda. Alisa se
queda pensando en sus abuelos, los de Madrid. La abuela
María, que es la que juega al baloncesto, y el abuelo José,
que hace sólo un año que se ha jubilado. El abuelo
trabajaba en una tienda de paraguas que hay al lado de la
Puerta del Sol y la abuela había sido profesora en un
colegio hace mucho tiempo, tanto que dice que ya no se
acuerda ni de la tabla de multiplicar. Alisa, desde pequeña,
pasa muchos fines de semana en su casa, dando paseos,
jugando al baloncesto y viendo la tele. Unas veces porque
sus padres se van de viaje y otras veces porque sí, porque
a ella le apetece.
Luis se asoma otra vez a la ventana para asegurarse de
que Alisa sigue allí y sale corriendo con el abrigo y la
bufanda. Baja los escalones de dos en dos, como siempre,
aunque hoy tarda menos. Ya en la calle se da cuenta de
que si quisiese llegar rápido de verdad tendría que cruzar
el arenal, pero tampoco es para tanto, ¿no? Piensa que si
Alisa ya ha esperado todo ese rato lo mismo le da esperar
un poquito más. Así que escoge el camino de las baldosas,
las doscientas catorce, que sin mochila se hacen mucho
más cortas.
Alisa mientras tanto, sin ver a Luis - que es una sombra
con bufanda - decide que ya está bien de esperar, que no
tiene tres años como su hermana y puede hacer las cosas
sola. Como no tiene llaves de casa y tampoco quiere
cruzar la avenida porque sus padres luego se enfadarían se
le ocurre que lo mejor es ir a casa de Antón y Dita, a casa
de Luis, que seguro que está todavía merendando. Y se
tomará un bocata de nocilla, claro que sí, que en su casa
nunca hay nocilla porque no es sana. Pero si no es sana,
¿por qué la comen el casa de Luis? Su madre nunca sabe
qué responder a eso.
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Hoy en el arenal no hay niños mayores jugando al
fútbol, han abierto una tienda de deportes en el barrio, se
ha corrido la voz y están todos allí. Y como todo el mundo
sabe que de cinco a siete es la hora del partido y nadie
quiere llevarse pelotazos, los sacadores de perros ya se
han acostumbrado a salir un poco más tarde y los
jubilados, que son los dueños del arenal las mañanas de
diario, por las tardes se sientan en otros bancos, sobre todo
en los de la avenida y en los del Caprabo. Así que Luis
puede ver perfectamente cómo Alisa entra al arenal y
camina hacia su casa. Y se da cuenta de que no hay
peligro: ni mayores ni perros, sólo Alisa. Pero por más que
él grita, ella no le oye, y cuando por fin se gira y le ve, en
lugar de ir hacia él, ella le hace gestos de que entre en el
arenal.
Luis está nervioso, hace cinco minutos estaba en su
cocina, calentito y con los cromos, y ahora, sin tiempo
para pensárselo, tiene que entrar al arenal. Porque él
también hace gestos con los brazos para que sea ella la que
venga pero Alisa no se mueve, y tiene razón, ¿para qué se
va a mover si es ella la que va por el camino más rápido?
Y ahí están los dos, ella parada y mirándole, él mirando el
suelo, tragando saliva y disimulando. Pasito a pasito
cuesta menos, piensa, y se hace a la idea de que va con su
madre o con su padre. También se imagina que el arenal
no es realmente el arenal, sino uno que se le parece
mucho.
Parece una tontería pero a Luis siempre le han servido
estos engaños que el mismo se hace, y su madre, que lo
sabe, le dice que si las imaginaciones esas le sirven es
porque son igual de tontas que las manías que le entran,
como la de no cruzar el arenal o eso de no comer plátanos
ni fresas en la cena porque la abuela tampoco los come.
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¿Tonterías?, quizás, pero hoy gracias al autoengaño al
final consigue llegar dónde Alisa. Se miran.
- ¿Y tú porque andas tan despacio hoy?
- No lo se, será por el frío.
Y no dice nada más, que ella no sabe nada de que a él le
dan miedo ciertas cosas.
- ¿Qué ha pasado, porque no ha venido tu padre?
- No lo sé, a lo mejor se ha quedado dormido en la siesta.
¿Vamos a tu casa?
- Sí.
- ¿Hay nocilla?
- Claro.
Pero Alisa, que parece tranquila y quiere creerse lo de la
siesta, en realidad está preocupada porque no sabe qué
puede haber pasado. Miedo por ella no tiene, porque está
en el barrio y pronto estará en casa de Luis. No es como
cuando se pierde en un viaje o en una playa, o peor: en un
supermercado. ¿Pero les habrá pasado algo a los abuelos?
El estúpido de Nacho se tenía que haber callado. Ahora
Alisa le da vueltas a la cabeza y no se le ocurre nada que
puede haber pasado. A la tía Pepa, la del pueblo, hace un
mes o así le dio un patatús. Al menos eso le dijo su abuela,
que le había dado un patatús y por eso se iban a verla el
abuelo y ella. Pero la tía Pepa es mucho más mayor que
sus abuelos, además siempre va de negro.
Luis mientras tanto no se puede creer que estén cruzando
el arenal sin padres, y a cada paso que da mejor se siente,
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eso sí, si mira hacia el suelo se marea un poco porque no
hay nada que contar. Ninguna baldosa, sólo arena y
algunos hierbajos. Por eso prefiere levantar la cabeza y
mirar hacia delante y hacia los lados. Está buscando la
ventana de su cocina con los ojos cuando alguien le coge
la mano y le da un susto enorme. Rápidamente le sueltan
la mano:
- ¿Te has asustado?
- Es que así de repente…¿Pero por qué me das la mano si
no vamos a cruzar?
- No sé, con mi padre voy muchas veces de la mano
aunque no crucemos.
Y a Luis le da un poco de vergüenza pero la verdad es
que no se ve a nadie por la calle así que si Alisa quiere ir
de la mano a él no le parece mal, que después de todo
todavía siguen en el arenal y el miedo no desaparece tan
rápido. Él nota, eso si, que ella le aprieta más de lo normal
pero piensa que es por el arenal, que a ella también le
asusta en secreto. No sabe nada, claro, de los patatuses de
la tía Pepa ni de las historias truculentas de Nacho. No
sabe pero no importa porque cuando ella le aprieta él
responde al apretón, y eso les tranquiliza a los dos.
No hay nadie en el arenal, nadie de quién esperar un
balonazo o un chillido, ningún perro amenazante, tan sólo
ellos dos, tan juntos y tan solos, piensa Luis, que se ha
olvidado de todas las ventanas que les miran, entre ellas la
de su cocina, donde su madre acaba de entrar después de
llevarse un susto enorme.
Al llegar a casa la puerta no tenía el cerrojo echado, la
mochila estaba abierta encima de la cama y el álbum de
cromos con el pegamento sin cerrar al lado de la ventana,
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pero ni rastro del niño. La ventana no está abierta, menos
mal, pero aún así a Dita le da un escalofrío y corre a
asomarse. Entonces ve la silueta doble de Luis y Alisa
cruzando el arenal, y respira: mi niño. Después de tres
segundos para pensarlo, se enfada.
Se enfada porque se ha ido sin decir nada, porque no ha
dejado nota, porque no ha echado el cerrojo, en fin, se
enfada porque le ha dado un susto de muerte. Y Luis no
sabe qué decir, se calla y mira a Alisa, entonces es cuando
Dita ve la cara de la niña:
- ¿Qué te ha pasado?
- Que mi padre no ha venido a buscarme.
- ¿Tu padre?, seguro que se ha echado la siesta y se ha
quedado dormido, voy a llamar a tu casa a decirle que
estás aquí.
Dita se mete al salón para llamar pero antes le dice a
Luis que prepare un bocadillo de nocilla para Alisa y para
sus hermanos. Ana y David están dando vueltas por en
medio de todo. David está asustado con la bronca que le
ha caído a su hermano y Ana no para de subirse a todas las
sillas, que es lo que más le gusta hacer últimamente. Así
que mientras Luis se pelea con la barra de pan y con su
hermano, que quiere untar también los bocadillos, Dita
cierra la puerta del salón y marca deprisa el número de
Javier y María. Pero nada.
- Alisa, cariño, ¿tu padre recoge también a tu hermana de
la guardería, verdad?
- Sí, siempre, y luego vienen los dos a por mí.
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La guía de teléfonos no está en el salón, nadie sabe muy
bien por qué pero siempre ha estado en la cocina, será otra
de las costumbres que se ha traído Antón del pueblo,
piensa Dita, que tiene que irse a la cocina a buscar el
número de la guardería. Alisa, aprovecha el momento para
ir al salón y llamar ella por teléfono. ¿Llamar a quién? Al
único teléfono que se sabe de memoria, que no es el de su
casa sino el de casa de sus abuelos de Madrid. Se lo sabe
de tantas veces que llama para ver si puede ir a verles, de
todas las veces que marca y no lo cogen porque no están,
qué rabia. Espero que hoy sí que estén, piensa Alisa, que
no se hayan ido de paseo ni al baloncesto, y que además
estén bien. No se le van de la cabeza ni las palabras de
Nacho ni el patatús de la tía Pepa.
Dita encuentra por fin el número de teléfono de la
guardería y con la guía abierta se va hacia el salón. No
hace caso a Ana, que canta La Gallina Caponata subida a
una silla, ni les dice nada a David y a Luis, que están
peleándose por la parte blanca de la nocilla. Tampoco se
fija en Alisa, que no está. Lo cierto es que está pensando
que está un poco tonta, porque antes de llamar a la
guardería debería de intentar localizar a María en la
universidad, que por la hora que es todavía seguirá allí, o
no, depende de lo que haya pasado, ¿pero por qué tiene
que haber pasado algo? Entonces grita.
No se esperaba ver a Alisa agarrada al teléfono, con los
ojos llorosos y sin decir nada. Alisa tampoco se esperaba
el grito de Dita, así que lleva un buen susto, suelta el
teléfono y le da por llorar aún más.
- Guapísima no llores, ¡que susto me has dado! ¿A quién
estabas llamando? En tu casa no hay nadie, tu padre habrá
salido ya a buscarte y ahora andará perdido por la puerta
del colegio. Mira, yo voy a llamar a tu madre a la
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Universidad. Pero primero tengo que encontrar el número
en este lío de agenda…¿quieres que la llamemos juntas?
- Estaba llamando a mis abuelos y no cogen el teléfono, a
lo mejor les ha dado un patatús.
- ¿Cómo que un patatús? – Dita se ríe sin querer – en mi
vida había oído esa palabra.
- Un patatús, sí, como el que le dio a la tía Pepa.
- ¿La del pueblo?
- Sí.
- ¿Y quién te ha dicho a ti que le dio un patatús?
- Mi abuela me lo contó.
- Pues ya ves, una palabra nueva que aprendo. Pero tú no
te preocupes por tus abuelos, que están muy jóvenes y
muy sanos, y vamos a llamar a tu madre, que quiero que
me explique bien lo que es un patatús.
Suena el teléfono. Las dos se miran porque lo tenían en la
mano y Dita estaba a punto de marcar. Después de la
sorpresa Dita lo coge y otra sorpresa, es María desde la
universidad. Dita está rápida:
- Estoy aquí con Alisa.
(Alisa, es tu madre)
- Menos mal, te llamaba por eso. Me han llamado de la
guardería, que Laurita sigue allí porque Javier no ha ido a
recogerla, ni Javier ni yo claro, que me acabo de enterar.
- ¿Qué ha pasado?
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- Pues no lo sé, he llamado a casa y Javier no lo coge, y
luego te he llamado a ti, para ver si podías ir a por Laurita
y Alisa, pero ya veo que Alisa está muy espabilada.
- Ha ido Luis a por ella.
(¡Pero yo ya estaba viniendo!)
- Voy a abrigar otra vez a los peques y nos vamos a por
Laurita. Y te paso a tu hija, que la tienes con una llorera…
- ¡Mama!
- Alisa, menudo susto te has dado, ¿verdad? Y con el frío
que hace,.... ¿cuanto rato has estado esperando?
- ¿Les ha dado un patatús a los abuelos?
- No – María se ríe - ¿quién te ha hablado a ti de
patatuses?
- La abuela, por el patatús que le dio a la tía Pepa.
- ¡Pero si eso fue hace un mes! Además ahora la tía está
estupenda, comiendo pasteles todo el día, como siempre.
- ¿Entonces por qué no ha venido papá a buscarme al
cole?, ¿por qué no está en casa?.
- Seguramente os habréis cruzado, se habrá retrasado por
algo y habrá decidido ir a por ti antes que a por tu
hermana, luego claro, no te habrá encontrado en la puerta
del colegio y estará dando vueltas por el barrio,
buscándote. Ya le estoy viendo…Y mientras, Laurita sin
recoger. Le va a caer una buena a tu padre cuando
lleguemos a casa. Pero ahora tú lo que tienes que hacer es
acompañar a Dita a la guardería a por tu hermana, que a
Laurita le va a hacer ilusión ver que tú la vas a recoger. Yo
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voy a coger un taxi desde la universidad así que dentro de
nada también estoy allí, ¿vale?
- Sí.
- Entonces dile a Dita que se ponga otra vez.
Las dos madres, ahora a solas porque Alisa ha ido a
ponerse el abrigo, se cuentan en susurros sus
preocupaciones, sobre todo María, que ya se le ha
disparado la imaginación. Aunque la verdad es que no le
parece muy inverosímil la historia que le ha contado a su
hija, la de Javier angustiado por el barrio, buscando a su
hija perdida sin darse cuenta de la hora que es y sin pensar
por un momento que las chicas de la guardería se tienen
que ir a su casa.
Alisa está en la cocina, más tranquila, empezando a
comerse el bocadillo de nocilla mientras se pone el abrigo.
Luis también coge el abrigo, claro, menuda tarde más
animada que lleva.
- Tú te tienes que quedar Luis – le dice su madre, que ya
ha terminado de hablar por teléfono.
- ¿Pero por qué?, yo quiero ir.
- Porque no vaya a ser que Javier ande por el barrio
buscando a Alisa como un loco, por fin se le ocurra venir
aquí y resulte que no haya nadie.
Así que Luis se queda en casa, con la cocina llena de
migas de pan y las manos manchadas de nocilla, mirando
otra vez por la ventana. El arenal está ahora lleno de
mayores que han vuelto de la tienda de deportes con un
balón nuevo y duro, qué miedo. Y qué valiente su madre,
51
que pasa por allí con Alisa y sus hermanos, haciendo que
todos se paren, sin mirar a los lados ni al balón.
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3. La nube - lunes 13 de Junio de 1994
Ha sido un día muy largo y muy caluroso. Ya a las ocho
y cuarto de la mañana, cuando dejó a Alisa en la puerta de
la facultad de Filosofía y Letras de la Autónoma, Javier
miró el termómetro del coche y se asustó: treinta grados.
Qué mala suerte tener que hacer exámenes con tanto calor,
y encima tres el mismo día. A Javier, que cuando entró en
Arquitectura no pidieron nota de corte, le parece un
absurdo esto de la selectividad, que en tres días te juegues
el estudiar o no estudiar lo que te gusta es una estupidez.
Alisa le da la razón, “sí, no tiene sentido, ¿pero qué
quieres que haga?”, así qué se bajó del coche y entró, un
poco perdida, en la facultad. El primer examen, el de
matemáticas, y después física y biología. Ya le han dicho
los profesores del instituto que el primer día es el más
difícil, porque además de que hay más exámenes una se
suele poner más nerviosa. Claro que a ella no le hacía falta
que le dijesen nada, el primer día es el más difícil
simplemente porque están las matemáticas.
A las seis de la tarde Alisa entra en casa mareada y
sedienta, y es que aunque su padre insistió en que podía ir
a recogerla a la Autónoma ella ha preferido volverse con
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los amigos de clase, que casi todos viven en el barrio.
Primero han cogido el cercanías, luego el metro y al final
el autobús, más de una hora de pie hablando de lo mismo,
comparando las respuestas y angustiándose los unos a las
otras. Alisa, a mitad de camino, empezó a marearse y
pensó que había sido tonta por haberle dicho que no a su
padre. Habría vuelto a casa en el coche nuevo y con el aire
acondicionado. Escuchando pasodobles, eso sí, que ya está
un poco harta, pero habría merecido la pena.
Al entrar en casa sólo se oye un ruido, el ventilador del
salón enchufando directamente a la calva de su padre que
se ha quedado dormido leyendo el periódico. Alisa se
quita los zapatos en la entrada para no hacer ruido, entra
en la cocina y se bebe un cartón entero de zumo de
naranja. Se sienta en la mesa y cierra los ojos. Ya queda
menos, dos días más y empieza el verano. Ha estudiado
más que nunca porque quiere hacer medicina y para eso
necesita un ocho. Y es que aunque el año pasado la nota
de corte fue mas baja ella se ha puesto el ocho como meta,
el ocho por si acaso. Porque ella quiere estudiar medicina
de todas todas. Descalza, con el mareo bajándole poco a
poco y los pies ahora también encima de la mesa mira un
poco hacia adentro e intenta acordarse, ¿desde cuándo
quiero estudiar medicina? Sus padres siempre cuentan las
mismas anécdotas: las pastillas que le daba al perro a
escondidas, pastillas y jarabes, todo lo que pillaba, que es
un milagro que el pobre Bala viviese tantos años. También
es famoso aquel año en que pidió de regalo de reyes un
fonendo. Nada más que un fonendo. Y su hermana, que
acababa de aprender a escribir, rellenó una cuartilla entera
con nombres de regalos, y los que no sabía escribir los
dibujaba. La verdad es que eso tuvo que haber sido hace
mucho, porque si su hermana estaba aprendiendo a
escribir no tendría más de cinco o seis años, así que ella
nueve o diez. Una canija y ya quería ser médico, le
encantaría abrir una ventanita en el tiempo y verse, una
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niña con diadema y vestidito con el fonendo puesto una
semana, que la maestra tuvo que llamarle la atención a sus
padres y todo.
Pero también se acuerda de antes, de cuando todavía no
quería ser médico. Son recuerdos bastante más lejanos:
quería ser futbolista. La misma niña con diadema y
vestidito pero ahora en los patios de al lado de su casa, en
ese rato de tarde que iba de la merienda a la bañera,
jugando con sus amigas a la goma, a la comba, o
simplemente sentadas, cambiando hojitas de colores e
inventándose cosas. Ella miraba siempre de reojo a los
niños, que se pasaban la tarde jugando al fútbol y nada
más, quería jugar pero no se atrevía.
Primero futbolista, luego médico, la verdad es que no
está mal el cambio pero ¿cuándo fue? No se acuerda, hace
un poco de memoria y se levanta a por otro cartón de
zumo. Quizás es que jugó un día al fútbol y se desencantó,
¿pero llegó a jugar?, no se acuerda, cree que no. Bueno,
qué más da, otro día le vendrá la idea a la cabeza. Ahora
se le ocurre ir a ver si Laura también esta dormida,
despertarla y hablarle de los exámenes que ha hecho. No
está, aunque el que duerme a los pies de su cama en una
cestita de mimbre es Tritón, el cachorro que le han
regalado hace dos meses. Así que con cuidado de no
despertarlo, que en cuanto abre un ojo no hay quién lo
pare, Alisa se va al salón, le roba el periódico a su padre y
se sienta. Javier, que ahora le ha dado la manía de
subrayar con un lápiz el periódico, se ha quedado dormido
con las gafas puestas. Otra vez, luego se le caerán y dirá
que las ha perdido, como siempre.
Alisa se levanta, se acerca con cuidado para quitárselas y
se queda embobada con las arrugas que tiene alrededor de
los ojos y en la frente. No son muchas, y comparadas con
las del abuelo Benito se podría decir que eso no son
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arrugas. Pero sí que son, y ella se acuerda de cuando no las
tenía. Se acuerda, recuerda, y de repente lo ve todo claro:
¡su padre!, eso es de lo que estaba intentando acordarse,
fue por culpa de su padre que le entraron las ganas de ser
médico. Fue hace mucho tiempo, quizás tenía siete u ocho
años, y hacía mucho frío. Su padre no vino ese día a
buscarla a la salida del colegio y eso era algo que nunca
había pasado antes.
Poco a poco se fue quedando sola en la puerta del
colegio, el viento movía las bolsas de plástico de un lado
para otro y ella se escondía cada vez más adentro de su
pequeño abrigo verde. Porque está segura de que entonces
ya tenía el abrigo verde, ese que luego usó tanto y que no
se rompía nunca, tan bonito. De las pocas cosas que Laura
no ha protestado por heredar. Después de un rato decidió
irse a casa de Antón y Dita, a casa de Luis. Y Luis, que se
pasaba las tardes mirando por la ventana, la había visto
sola en la puerta del colegio y había salido a buscarla. Qué
gracia, le cuesta imaginarse a Luis de pequeño, y es que
como le ha visto tanto, hasta esta misma mañana en la
selectividad, parece que las nuevas imágenes borrasen a
las viejas. Pero no, ahí siguen. Luis corriendo hacia ella a
través del arenal, Luis asustándose cuando ella le cogió la
mano del miedo que tenía.
Aquella tarde la pasó entera en casa de Luis, fueron a
recoger a Laura a la guardería y Alisa recuerda que al
volver ella esperaba que su padre hubiese aparecido ya,
perdido de tanto buscarla. Y si no su padre al menos su
madre, para que le contase y tranquilizase. Pero su madre
tampoco llegaba, sólo llamaba por teléfono y hablaba un
poco con ella, le decía que su padre estaba bien, en el
hospital pero bien. Lo malo es que luego hablaba con Dita,
que se encerraba en el salón y no salía en un buen rato.
Alisa oía el teléfono marcar, Dita que llamaba a más
gente, ¿a quiénes?, ¿qué estaba pasando?
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Después del baño y la cena, cuando les dijeron que
tenían que irse a la cama, a ella le entró una llorera
enorme. No quería quedarse allí, así sin saber nada. Antón,
que era el que les estaba acostando la sacó de la habitación
y le dijo que si no quería dormir allí no pasaba nada, que
él la llevaría al hospital con sus padres, pero que dejase de
llorar. Su padre estaba bien, un poco asustado como ella,
pero bien.
- Además si no paras de llorar - le dijo al salir de la
habitación- se van a poner a llorar Ana, David y Laurita,
que lo de llorar es contagioso, e incluso Luis, que aunque
dice que él ya no llora eso no se lo cree nadie.
Dita, que estaba en la cocina, se fue hacia el cuarto para
seguir acostando a los demás mientras ella y Antón se
ponían el abrigo:
- No te pongas la bufanda ni el gorro que vamos en coche.
Antón la tranquilizaba, siempre lo había hecho. La peinó y
le seco las lágrimas.
- Para que tu padre te vea guapa.
Después bajaron a la calle y subieron a la furgoneta roja,
la misma que ha seguido usando hasta hace bien poco,
hasta el día en que salió ardiendo el motor y se enteró todo
el barrio. Además del frío había bajado mucha niebla y al
llegar a la puerta del hospital parecía que estaban dentro
de una película de miedo. Antón preguntó en recepción y
estuvo un buen rato discutiendo hasta que consiguió que
dejasen pasar también a la niña. Luego subieron a la
habitación donde estaba su padre y por fin le vio. Él estaba
sonriente pero cansado, la pidió perdón por no haber ido
esta tarde al cole.
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Alisa recuerda que le preguntó a su padre si es que le
había dado un patatús, porque para ella por aquel entonces
cuando alguien se ponía muy malo era que le había dado
un patatús. Y Javier se empezó a reir. Después le
explicaron que aún no se sabía muy bien lo que le había
pasado, pero que sí, que le había dado una especie de
patatús. Más tarde, cuando su madre creía que ella estaba
dormida oyó que le contaba a Antón que los médicos no
sabían si tendría la enfermedad del aceite de colza así que
tenían que hacerle pruebas.
El aceite de colza, la enfermedad de la tele. Todas las
noches, desde que Laura y ella empezaron a cenar a la
misma hora que sus padres, Alisa veía las noticias de las
nueve. Y todas las noches desde hacía mucho tiempo, para
ella casi incontable, hablaban en las noticias de la
misteriosa enfermedad que le entraba a la gente por culpa
de un aceite, el de colza. Pero ellos no tenían que tener
miedo, decía su madre, porque en casa siempre usaban
aceite de oliva y en el comedor del colegio de girasol, que
ya lo había preguntado. Su madre comía todos los días en
la universidad, precisamente donde se estudiaba lo que
pasaba con el aceite, y también lo había preguntado: de
girasol. Y para las ensaladas, de oliva. Pero, ¿y Javier,
qué? Él comía en casa porque llegaba pronto del instituto,
como muy tarde a las tres y media.
- Ya, pero qué comerás tú por ahí a media mañana… –se
quejaba siempre María.
Y es que a su padre, cuando no le toca guardia de patio
aprovecha el recreo en el instituto para visitar los bares del
barrio. Un café y una pulga de jamón, un montadito de
lomo, un pincho de tortilla…Dice que lo hace porque le
gusta leer el periódico en los bares y no va a sentarse sin
pedir nada, pero ahora que han pasado unos años y
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comparten los mismos bares y el mismo recreo Alisa ya le
ha pillado unas cuantas veces con la tortilla en la boca y
sin periódico cerca. El periódico ahora se lo lee por la
tarde, piensa Alisa. Se queda dormido en el sofá y pierde
las gafas. Ahora que no nos tiene que ir a buscar al cole ni
bañarnos ni preparar la merienda tiene toda la tarde para
él. Y se duerme.
Alisa le mira otra vez y le sube una cosa por el
estómago, qué tontería, será lo de hacer la selectividad,
que la hace sentirse un poco mayor por primera vez. Hace
cálculos de cuando pasó lo de su padre y al final llega a
una fecha: enero o febrero del 82. Porque hacía mucho frío
así que era invierno, además el abrigo verde, que se lo
habían traído los Reyes Magos, estaba muy nuevo, así que
era después de Navidad, y lo más importante, porque el
día en que su padre salió por fin del hospital les trajo de
regalo, a su hermana y a ella, dos camisetas con Naranjito,
esas que se pusieron mil veces y todavía siguen en algún
cajón. Y el año del mundial de fútbol fue el 82, de eso sí
que se acuerda. De lo de la colza no tanto, sabe que fue
cuando ella era pequeña y que duró mucho tiempo en la
tele, pero no podría decir el año. Cuando se despierte se lo
preguntará a su padre, aunque a lo mejor él tampoco se
acuerda.
Aquel primer día en el hospital su madre y Antón le
preguntaban y su padre se defendía: no había comido nada
frito, solo boquerones en vinagre.
- Ya, pero qué más da lo que hayas comido hoy – María,
como siempre, se movía rápido mientras hablaba y
pensaba - A ver, ¿a qué bar vas últimamente?, que hablo
con Amparo, la que trabaja en el Ayuntamiento, y les
metemos una inspección que se caen de culo.
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- La verdad es que a ninguno en concreto, voy
cambiando.
- Lo que faltaba, con el cuidado que hay que tener ahora
con los aceites y tú probando bares.
- ¡Pero si eran boquerones en vinagre!
- ¿Te tomas el café con boquerones en vinagre? – preguntó
Antón
- A veces, pero normalmente con un pincho de tortilla o un
montadito de lomo.
- Pues ya está, cosas fritas. Javier eres un inconsciente.
Javier un inconsciente, y María diciéndoselo a voces.
Alisa era la única que no decía nada y daba vueltas,
cansadísima porque era muy tarde pero mucho más
tranquila ahora que había visto a su padre. Una enfermera
pasó por allí, la vio quedándose dormida en la pared y se
acerco a ella. Le preguntó si quería irse a dormir a uno de
los cuartos de la planta donde había un sofá muy cómodo.
Alisa, con lo tímida que era para esas cosas no supo qué
decirle pero María le dio las gracias y le dijo a su hija que
aprovechase y se fuese a dormir, que luego ella la llevaría
a casa.
Es increíble lo claro que lo recuerda todo, y eso que
muchas veces la memoria parece que no sirve para nada,
que se llena enseguida con un par de temas de biología.
Pero ahora que Alisa ha escarbado un poco, los recuerdos
siguen ahí, y también las sensaciones: el frío, el miedo, la
tranquilidad, la cama suave, el olor a frutas del pelo de la
enfermera…La rescató de la riña entre sus padres y le
contó que siempre pasaba lo mismo, que los padres
discuten en el hospital porque se quieren mucho y tienen
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miedo que le pase algo al otro. Le dijo que su padre estaba
bien, que ella estaba segura.
A los pocos días, después de bastantes análisis y
pruebas, Javier salió del hospital contento y tranquilo,
había tenido una neumonía pero ya estaba curada, y nada
que ver con la enfermedad de la colza. Le dieron el alta un
martes por la mañana, justo una semana después del día
que se puso malo, y pensó que daría una buena sorpresa a
sus hijas si las iba a buscar al colegio y a la guardería. Ese
día Alisa salió la última de la clase, como siempre, y Luis
abajo esperándola nervioso, mirando el reloj y haciendo
un último cambio, un tachón más en la lista con los
cromos que le faltaban. Desde que Javier estaba ingresado
Alisa se iba todas las tardes con él, cruzaban el arenal y ya
estaban en casa, preparándose los bocadillos de nocilla.
Alisa se levanta del sofá y se pone a buscar unas fotos
en los álbumes que hay en el armario del salón. Están
demasiado descolocados y no pone fecha en ninguno pero
no tiene prisa, sólo quiere encontrar una foto que le ha
venido de repente a la cabeza, su hermana y ella
estrenando las camisetas de Naranjito y su padre detrás
con una tarta de chocolate entre los brazos. Es del día en
que salió del hospital, cuando fue a recogerla por sorpresa
al colegio con las camisetas envueltas en un paquete
naranja.
- ¿Qué es ese paquete papá?, ¿es una tarta?
- No, es otra cosa.
Y se pararon a abrirlo en un banco de camino a casa,
Laura enfurruñada, queriéndose poner la camiseta nueva
por encima del abrigo, y su padre que no, que la vas a dar
de sí. También estaba Luis por allí, que como en principio
se iba a ir con Alisa y ya se había hecho a la idea, cuando
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llego Javier a recogerla decidió irse a pasar la tarde con
ellos. Luis no se olvidará nunca de aquella tarde porque
Javier, como no tenía camiseta para él, le compró cuarenta
sobres de cromos. ¡Cuarenta sobres a la vez!, para él que
siempre se los iba comprando de tres en tres o cinco en
cinco…Luego pasaron por una pastelería y compraron la
tarta de chocolate. A Javier no se le había ocurrido pero
su hija tenía razón, el paquete de las camisetas tenía forma
de tarta.
La foto está bastante sobada y Alisa se pregunta en que
carpeta o cajón estarán los negativos. Aún así, sobada y
todo, le encanta. En la foto, detrás de ellas y de su padre se
puede ver una esquina de la mesa del salón, la esquina
donde ella se sentaba a dibujar.
En esa época Alisa hacía dibujos todo el rato, acababa
de descubrir que cuando mezclas dos colores sale otro y
esa revelación la tenía el día entero allí sentada. Luego se
le pasó la emoción y la verdad que es una pena, piensa. En
la foto la esquina de la mesa sale demasiado pequeña
como para poder distinguir algo pero no hace falta, Alisa
sólo ha necesitado ver ese poquito para acordarse de qué
dibujos había sobre la mesa. Dibujos de médicos, bueno,
más bien de médicas, ¿se dice así, médicas? Y es que
durante toda la semana que su padre había pasado en el
hospital ella no había pintado otra cosa más que doctoras
con bata blanca. Doctoras haciendo todo tipo de cosas
pero siempre con la bata puesta: montando en bicicleta,
sacando a pasear a un gato, subidas encima de un avión,
poniendo inyecciones a señores y a camellos, haciendo la
comida…Su madre le decía que ya estaba bien de dibujar
siempre lo mismo, doctoras y más doctoras. María no se
daba cuenta de que todas tenían la misma cara, que todas
querían parecerse a la enfermera que había cuidado de su
hija en el hospital.
62
Alisa no sabía que la enfermera era una enfermera.
Como estaba trabajando en el hospital para ella era una
doctora, o una médica, que siempre se hacía un lío con
esas dos palabras. Pero lo importante es que se quedó
dormida y feliz mientras ella le contaba cosas y a la
mañana siguiente se despertó por arte de magia en casa de
los abuelos. Desayunó con ellos y luego el abuelo la llevo
al colegio cruzando el barrio de la mano, porque lo
abuelos también vivían en el barrio pero ya casi al final,
donde las casas se acababan y empezaban los
descampados. Por el camino, haciendo de maestra, Alisa
le contaba a su abuelo punto por punto todo lo que había
pasado el día anterior.
Después de comer dos trozos de tarta, con la camiseta
puesta – y manchada ya de chocolate- Alisa le enseño a su
padre los dibujos de doctoras que había hecho mientras él
estaba en el hospital.
- ¡Esa es Ana! – Javier la reconoce en los dibujos de su
hija - la enfermera de por las noches. Pero Ana no es
doctora.
María llevaba toda la semana viendo los dibujos de
doctoras que hacía su hija y no se explicaba cómo no se
había dado cuenta de que todas las doctoras tenían la
misma cara. Y pensó en los quebraderos de cabeza y
malas noches que se habría ahorrado si ella también se
hubiese dejado tranquilizar por la enfermera Ana.
Esa misma noche, al irse a la cama con la tripa llena de
tarta y los dibujos de la enfermera Ana guardados en una
carpeta, Alisa acabó de dar forma a la idea que llevaba
dando vueltas en su cabeza toda la semana: de mayor
quería ser médico. Y no importaba mucho que Ana fuese
enfermera y no médica. Ella llevaba una semana entera
imaginándola y dibujándola médica así que médica se
63
quedaba: la doctora Ana y la doctora Alisa. Por un
momento se le hicieron muy cortos todos los años que
tendrían que pasar hasta que llegase ese día. Tenía que
acabar el colegio, que todavía iba por segundo, ir al
instituto a que le diese clase su padre y luego a la
universidad a que se la diese su madre. Y es que por aquel
entonces Alisa todavía imaginaba el instituto y la
universidad como un colegio para los mayores y los muy
mayores, así que en el instituto, en lugar de tener de
maestra a Doña Sol, tendría a su padre, y en la universidad
a su madre. No caía en la cuenta, para qué, de que su padre
sólo daba clase de dibujo y de física y su madre de
química orgánica.
Alisa está un poco mareada, atontada, nunca antes
había recordado algo con tanta intensidad, ¡con diálogos
incluidos! Tiene la impresión de que su cabeza corre a mil
por hora y también que esto es sólo el principio. <<Será
por haber estudiado tanto, que se me han engrasado las
neuronas>>. Al cerrar los ojos las imágenes y las voces se
le aparecen una tras otra y no sólo de aquel día en que
decidió que de mayor quería ser médico, sino también de
después, de todos los años intermedios, imágenes y
conversaciones. Al mismo tiempo, como si su cabeza
hubiese ensanchado hasta alcanzar el tamaño de la de un
elefante, se le aparecen fórmulas y ecuaciones,
mitocondrias y bacterias, el ciclo de Krebs, tablas de
derivadas, las leyes de la termodinámica y sus problemas
relacionados. Todo junto pero no revuelto, avanzando y
relampagueando en su cabeza, que se ha convertido una
autopista de cien carriles. Al cabo de un rato, el barullo se
detiene y se queda dormida, justo antes, un pensamiento
rebota antes de desvanecerse: <<por el miedo que pasé y
lo bien que me trató una enfermera decidí un día que de
mayor quería ser medico, ¿pero de verdad quiero ser
médico?>>.
64
Javier se despierta con un gruñido, es Tritón, que ya se
ha despertado de la siesta. Y pensándolo bien no es un
gruñido, Tritón está estornudando porque está intentando
comerse el polen que trae Alisa en los bajos de los
pantalones. Javier al abrir el ojo ha visto a su hija sentada
al lado suyo, durmiendo, y no quiere despertarla pero ella
también ha oído los estornudos del cachorro, que tiene una
bola de polen taponándole el hocico y otra enredada entre
los dientes.
- Alisa, con la manía esa que tienes de ir arrastrando los
pantalones, te traes a casa todo el polen del barrio, aunque
mejor esto que el barro que traes en invierno.
- No papa, si no es polen del barrio, es de la autónoma,
que no veas cómo estaba aquello.
- ¡Es verdad!, estoy todavía dormido, ¿Qué tal ha ido?
Y mientras se pelea con Tritón para quitarle las bolas de
polen Alisa le cuenta a su padre que física bien, biología
muy bien y matemáticas como siempre, muy contenta con
lo que había hecho, pero nada
- ¿Cómo que pero nada?
- Pues que los resultados no me coinciden con los de los
listos.
- ¿Listos? ¡Pero si eres tú la lista!
(***)
Tres meses después, en el campus de Ciudad
Universitaria, Tritón corre emocionado entre tanto árbol
nuevo mientras Alisa hace cola para matricularse. Su
padre también ha venido y la espera sentado en un banco a
la sombra de una estatua, con un ojo en el periódico y otro
65
en Tritón, que nunca se sabe. El tercer ojo lo tiene allá en
el fin del tiempo, que fue más o menos hace veinticinco
años, cuando vino a Madrid a matricularse en la
universidad, con una maleta cuadrada y gafas de pasta, tan
ingenuo y alucinado que parece mentira que sobreviviese
en la ciudad. Él lo tenía muy claro, quería ser arquitecto, y
como en su época no había que pelearse por un cero coma
sino que te matriculabas donde querías, pues poquito a
poco se hizo arquitecto. Alisa en cambio había peleado por
el ocho como una fiera, tanto que llevaban dos años en
casa que en todas las cenas se hablaba del ocho…Y al
final ocho con tres, qué tranquilidad. La niña no había
bajado del siete y en matemáticas un diez, vamos, que
podía estudiar medicina.
Pero no. Después de diez años comprándose fonendos de
juguete y dándole pastillas a Tritón a escondidas Alisa
saca un diez en las matemáticas de la selectividad y decide
que no ha sido una casualidad. Así que coge su ocho con
tres delicadamente y en lugar de matricularse en medicina
lo hace en matemáticas. A su padre, mira por donde, no le
ha sorprendido mucho, quizás es por los pasodobles que
escucha, que le tienen preparado para todo. Sentado
debajo de la estatua y con el tercer ojo mareado de tantas
vueltas, trata de imaginarse el futuro de su hija pero nada,
está tan borroso como el suyo propio. Así que tendrá que
hacer lo de siempre, esperar y ver, aunque si puede ser con
aperitivos en la terraza, pues mejor.
A Luis sin embargo no le ha parecido tan bien la idea.
- Mira Luis, no me vuelvas a decir que la estoy cagando
porque está decidido. Vamos, que ya estoy matriculada y
todo. Lo he visto muy claro: en el instituto siempre se me
han dado mal las matemáticas, vale, se me daban mal pero
yo siempre tenía la sensación de que sabía hacer las cosas.
Acuérdate que te lo decía.
66
- Sí claro, cuando a la Gurba el resultado le daba 20 a ti te
daba 5, y aún así seguías discutiendo: “pues yo creo que
mi manera también vale”.
- Siempre nos han dicho que se pueden hacer los ejercicios
de diferentes maneras.
- Sí joder, pero llegando al mismo resultado.
- Pues no veo porqué.
- Tía que te vas a meter a Matemáticas, no me digas eso
que me asustas.
- Me da mucha confianza lo de la selectividad, ¿tú crees
que si no tuviese ni idea, que es lo que dice la tonta de la
Gurba, habría sacado un diez? Y es no sólo eso, es que el
pesao de Alex, siempre tan perfecto que tiene enamorada
a la Gurba, ha sacado un dos. ¡Un dos! Y yo un diez.
Conclusión: la Gurba me tenía manía y además no tiene ni
idea de matemáticas. Que ya me lo decía mi madre…
- El qué.
- Pues que hay una gente por ahí dando clase en los
institutos que así llegan luego los chicos a la universidad.
- Mira Alisa no te lo tomes a mal pero tu madre a veces se
pasa un poco, que cada día está mas borde y más seca. Y
no me mires así, eres tú la que lo dices siempre. ¿Quieres
que te cuente lo que ha pasado en realidad?
Y es que Luis tiene la imaginación cada día más en forma
y acaba de encontrar una nueva explicación para el diez de
Alisa. Tan cristalina que sólo puede ser verdad.
67
- Dime una cosa, ¿tú qué hiciste la tarde después del
examen de matemáticas?, vinimos juntos de la Autónoma
y luego te fuiste a tu casa, ¿no?
- Sí, estuve un rato hablando con mi padre y después baje
a Tritón al arenal.
- Y te relajaste.
- Claro que me relajé, tenía la cabeza como un bombo
después de los tres exámenes. Y me vino bastante bien
porque así pude repasar luego un rato los del día siguiente.
- Yo también tuve mi rato de relax, me metí en la bañera
con cuatro comics de Asterix y volví a los seis años.
- A los seis no, a los seis nos bañábamos juntos.
- Es verdad, es a los ocho o nueve cuando me bañaba con
Asterix.
- Me cambiaste por Asterix, muy fuerte.
- No, a quien cambié por Asterix fue a mis hermanos, que
no paraban de gritar y de pegarse en el agua. Pero no me
líes, lo que quiero decirte es que después de los exámenes
del primer día de selectividad todos tuvimos nuestro
momento de relax, aunque no quisiésemos.
- Quizás alguien no.
- Tengo una teoría.
Cuando Luis dice tengo una teoría sólo significa que se
le acaba de ocurrir algo. Eso Alisa lo sabe de sobra. Esta
ocurrencia en concreto empezó hace unos minutos, cuando
una nube grande y densa les ocultó el sol de repente. Luis
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miró al cielo para ver qué había pasado y la vio allí, una
gran nube llegada de ninguna parte. Entonces se acordó de
algo que pensó el día del Asterix en la bañera, cuando se
relajaba de los exámenes de selectividad. Aquel día,
rodeado de las sales de baño que le había robado a su
madre empezó a hundirse poco a poco en el agua y dejó el
Asterix apoyado en la tapa del water. Mientras cerraba los
ojos y se le llenaba el pelo de espuma Luis notaba, y no
eran imaginaciones, cómo todo lo que había estudiado
para los exámenes de ese día se le empezaba a ir de la
cabeza. Entre el pelo y la espuma le salían hilos de
pensamientos: fórmulas de física, las tablas de las
derivadas, una clasificación de las células,.... Y eso,
mezclado con la humedad y el vaho que se forma en un
cuarto de baño pequeño cuando llevas un rato en la
bañera, le llevó a imaginar que todo lo que salía de su
cabeza iba formando una nube de pensamientos, parecida
a la del vapor de agua, pero invisible.
- Y esa nube que mi cabeza soltó aquel día salió luego a la
calle por la ventana de mi cuarto y fue a juntarse con las
nubes que salían de otras cabezas, por ejemplo de la tuya,
que dices que estuviste en el arenal sacando a pasear a
Tritón.
Alisa, que ya se conocía las historias de Luis, le propuso
comprar un helado e ir a pasear al parque. Ahora que una
nube enorme había tapado el sol y que empezaba a oler a
humedad se podía pasear mejor que con el calor que había
hecho todo el día.
- ¿Quieres entrar al parque con la tormenta que va a caer?
- Si se pone a llover nos metemos en la cafetería del
parque. Y sigue contándome, a ver qué se te ha ocurrido
hoy.
69
Pero Luis a estas alturas ya no se estaba imaginando una
historia sino que la veía toda entera delante de sus ojos.
Veía el pequeño salón de la casa de Antonio, profesor de
matemáticas en un instituto de Villalba. Era una noche de
tormenta como lo va a ser esta, pero en junio en lugar de
en septiembre. Era concretamente la noche de San Juan y
los papeles y los periódicos volaban por la habitación
como en un vals de Sisí. Encima de la mesa, en la
estantería, entre los sofás y los libros, se divertían unos
cuantos exámenes.
Antonio, sin saber nada de esto, se entretenía en la
cocina tomándose un café y leyendo el periódico.
Alargaba el café como si fuese una primera cita y
cualquier noticia era interesante, hasta los índices de la
bolsa. Todo menos volver al salón. Y los exámenes
mientras tanto volando, divertidos con la que cara puso
Antonio al abrir la puerta y notar de golpe toda al corriente
en la cara, el aire eléctrico y feliz, los papeles por el aire y
en la calle petardos mezclados con truenos. Dijo “mierda”
muy cuidadosamente para no despertar a su mujer y a su
niña, cerró la ventana y se puso a recoger como un zombi,
deseando acabar ya, olvidarse de los alumnos e irse pronto
de vacaciones. A cualquier sitio, quizás a Galicia con la
niña, a dar paseos por el monte mientras le daban o no le
daban las vacaciones a su mujer.
- Le quedaban diez exámenes, quizás los nuestros - le dijo
Luis a Alisa - y mientras él se peleaba con el sueño y el
aburrimiento por acabar de corregirlos nosotros estábamos
celebrando que llegaban las vacaciones en el arenal,
tirando petardos y bebiendo calimocho. Antonio, que es
muy meticuloso, ya había ordenado todos los exámenes y
le había dado tiempo a corregir tres, sólo uno aprobado,
cuando un golpe de viento abrió otra vez ventana. Salto de
la silla y la cerro de golpe. Se quedó como atontado y se
enfadó consigo mismo por haberla cerrado mal, pero le
70
duró poco el enfado porque delante de él había un examen
fantástico, brillante. Estaba impresionado y contento,
vamos, que si hubiese sido un dibujo animado le habrían
salido estrellitas por los ojos. Antonio no sabía que ese
examen era el tuyo Alisa, que para entonces ya te habías
cansado de calimocho y dormías abrazada a Tritón. No era
el primer diez que ponía, que va, pero nunca había puesto
uno así, con tanto entusiasmo. En aquel examen todo era
perfecto, estaba escrito punto por punto como él lo habría
escrito, y Antonio, muy poco modesto, no dudo en
ponerse un diez a sí mismo. Tan contento estaba que sin
saber por qué le dieron ganas de cantar pasodobles y se
salió a bailar solo a la terraza, como hace tu padre.
Seguían oyéndose los petardos de San Juan pero ahora
eran todos para él, que estaba tontamente feliz. Claro que
lo que Antonio no sabía es que no era él quien había
corregido el examen sino tú Alisa. Porque unos días antes,
cuando yo me arrugaba en la bañera con Asterix y tú
sacabas a pasear a Tritón por el arenal, de tu cabeza
escapó una nube de pensamientos como la mía, en ella
soltaste las matemáticas, la física y la biología y volviste a
casa mucho mas relajada, ¿a que sí?
- Sí, me acuerdo de que esa tarde día la cabeza me iba a
mil por hora, una locura, estuve hablando un rato con mi
padre en el salón y me dijo que sacase a pasear a Tritón
para despejarme un poco.
- Y os fuisteis al arenal, qué suerte. Como la soltaste al
aire libre tu nube de pensamientos viajó mas lejos que la
mía. Estuvo volando varios días por el cielo de Madrid y
luego decidió irse para el norte. Llegó a Villalba la noche
de San Juan, y quizás pensaba seguir subiendo, conocer
Galicia y perderse en el mar o entre las brumas de las
meigas, pero no. Tu nube, asustada por los petardos y por
la tormenta, eléctrica de miedo, encontró una ventana
encendida en mitad de la madrugada, la empujó con fuerza
71
y consiguió abrirla. Antonio pensó que se trataba de un
golpe de viento, y es verdad que viento también entró, no
sólo tu nube, pero el viento desapareció cuando él cerró la
ventana. Sin embargo tu nube, es decir, tus matemáticas,
tu física y tu biología se quedaron allí dentro. Imagínate.
- Lo intento.
- Las matemáticas de la nube se quedaron en el salón,
encantadas de haber encontrado un ambiente tan propicio,
mientras tanto, la física y la biología se pusieron a buscar
por la casa otros sitios donde meterse. También tuvieron
suerte porque se encontraron con una mujer y una niña
dormidas, y no hay nada mejor para una nube de
pensamientos que alguien dormido e indefenso. Así que
mientras su mujer veía mitocondrias en patines y su hija
de tres años soñaba con las leyes de la termodinámica a
Antonio se le llenó la cabeza con tus matemáticas.
- Justo en el momento en que mi exámen era el siguiente
por corregir…., no me digas más Luis, ahora entiendo lo
de mi diez, vaya si tuve suerte.
- Que no tía, que no fue suerte sino optimismo. Porque
aunque habías hecho todos los ejercicios mal estabas
convencida de haberlos hecho estupendamente, como
siempre. Así que cuando Antonio se convirtió en ti por un
rato, se contagió de ese optimismo y de ahí la terraza, los
pasodobles y el diez con mayúsculas. Lástima que el
siguiente examen que le tocó corregir fuese el mío, que
como nunca me coinciden los resultados con los tuyos
Antonio estuvo a punto de ponerme un cero. Luego le debí
de dar un poco de pena y me puso el dos ese con el que me
he quedado.
Los truenos se oyen cada vez mas cerca y ya empiezan
a caer las primeras gotas. La tormenta les ha pillado lejos
72
de la cafetería del parque así que deciden salir de allí y
volver al barrio. Un rayo enorme cruza el cielo y al
momento le sigue un trueno de esos que asustan. Parece la
señal de salida para que se ponga a llover de verdad, la
primera lluvia de septiembre, esa que pilla a todo el
mundo sin paraguas. Ellos empiezan a correr hacia casa de
Luis, que es la que está mas cerca, cruzan el arenal
desierto y suben las escaleras empapados en agua. Antes
de abrir la puerta ya se oye la música que hay dentro de la
casa.
- Es mi hermano –dice Luis- hace poco ha descubierto los
discos de los Rolling de mis padres.
Entran y se encuentran con David arreglando la
televisión del salón, hay un montón de piezas por el suelo
y las dos cajas de herramientas de Antón están abiertas.
David se levanta para darle dos besos a Alisa y se pone
otra vez con la televisión. Luis baja un poco la música, se
quita la camiseta y se va a su cuarto a rebuscar en el
armario.
- Te puedo dejar ropa mía pero quizás te esté un poco
grande. Y la de mi hermana creo que también.
- ¿Y si cojo algo de tu madre?, ¿te parece mal?
- No, tú misma. Pasa a su cuarto, su armario es el de la
izquierda.
Alisa abre el armario de Dita y es mejor de lo que se
imaginaba. Está acostumbrada al de su madre, que cada
vez tiene menos cosas porque le entran neuras y lo tira
todo. Dita sin embargo tiene guardadas cosas de hace
mucho tiempo, parece que no tirase nada. En un lado está
la ropa que usa últimamente, que a Alisa le suena de verla
73
con ella puesta, vaqueros, camisetas y jerséis, también
alguna camisa más elegante.
- ¿Alisa, quieres un café?, al final no nos lo hemos tomado
en el parque.
- Vale, y me apetece también un bocadillo de nocilla.
- Pues no se si queda.
- ¿En serio?
Y mientras Luis, que ya se ha puesto ropa seca, rebusca
en la despensa una nocilla decente, ella sigue dándole
vueltas al armario de Dita. Ahora esta mirando en la otra
zona, la de la ropa antigua, que lo primero que llama la
atención es que tiene muchos más colores que la nueva,
además es una o dos tallas mas pequeña, es decir, la talla
de Alisa. Ha encontrado unos vaqueros que le quedan
bastante bien y una camiseta roja con una flor bordada en
un hombro, y ya está a punto de irse para la cocina cuando
ve las faldas. A la derecha del todo del armario, detrás de
dos abrigos feísimos, hay colgadas unas cuantas faldas que
nunca le ha visto puestas a Dita, que la verdad es que si le
tienen que recordar a alguien le recuerdan a su madre, a
las fotos de cuando ella era pequeña o incluso de antes.
Las fotos de Alemania, por ejemplo, su madre llevaba
faldas así cuando estuvo en Alemania. Al menos al
principio, porque luego se le empezó a notar más el
embarazo y llevaba otro tipo de ropa.
Después de un buen rato pensándoselo, con Luis
llamándola ya para el café y el bocadillo, Alisa decide
ponerse una falda y le cuesta bastante decidirse porque
ella nunca ha llevado faldas. Bueno sí, de pequeña cuando
era una niña de diadema y vestidito. Pero después de los
diez años nada. Elige una que no es sólo que le recuerde a
74
las de su madre sino que está segura que se la ha visto
puesta en una de las fotos de Berlín, en una foto en la que
salen ella y su padre apoyados en un puente. Una falda
negra con manchitas rojas, como una mariquita. Estando
todavía con la falda en la mano entra en el cuarto Ana, que
estaba duchándose, peinándose y maquillándose. Llevaba
media hora en el baño, también con la música puesta y no
les había oído llegar.
- ¿Te vas a poner esa falda?, ¿es de mi madre?
- Creo que sí, aunque también se la he visto puesta a la
mía. Hace mucho tiempo, claro.
- ¡Qué envidia!, yo aunque quisiese no me la podría poner
ni en las orejas. ¿Tú me has visto?, cada día estoy más
gorda.
- Qué dices Ana, la falda no te vale pero porque eres alta,
y claro, normal que tengas mas culo que yo si me sacas
más de una cabeza. Joder, con lo pequeña que era yo a los
catorce…bueno, la verdad es que no mucho más que
ahora.
- Pero ahora tienes más tetas.
- Pues sí que te fijas tú.
- Que quieres, no me voy a fijar en mis hermanos…
- Pues a David le he visto muy guapo hoy.
- ¿Y a Luis?
- A ver Ana, Luis es Luis, no me tires de la lengua.
75
Luis, al verla aparecer en la cocina vestida de mariquita y
con una flor en el hombro se ríe un poco pero le dice que
va muy guapa.
- ¿Pero vas a salir así a la calle?
- Me da cosa por tu madre, a lo mejor le estropeo esta
ropa.
- No te preocupes por mi madre, seguro que ni se acuerda
de que tenía eso ahí.
- Se tiene que acordar seguro, a ver si viene y se lo
pregunto, aunque me da un poco de vergüenza.
- Y también tiene que dejar de llover, porque como salgas
con esa ropa te vas a calar otra vez. También te puedo
dejar la sabana-chubasquero que me compré el verano
pasado en Galicia. Es feísima pero no te mojas nada.
Se van al salón con el café y el bocadillo, Luis le ha
hecho otro a David, que sigue intentando reparar la tele.
Ya hay menos piezas por el suelo pero a Luis aquello
todavía le parece un puzzle indescifrable, no sabe cómo su
hermano puede manejarse con tanto cable. Mientras
comen, Luis le cuenta a su hermano la explicación que ha
encontrado para el diez de Alisa, y también para su
suspenso.
- Así que la nube de pensamientos de Alisa se metió en la
cabeza del profesor de matemáticas antes de corregir tu
examen y por eso sacaste un dos en la selectividad –
David se ríe - Voy a contarles eso a papá y a mamá para
explicarles por qué me van a volver a quedar todas
después de la recuperación.
- ¿Te van a volver a quedar todas?
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- Sí, estás nubes traviesas ya se sabe…
David esta intentando asimilar las complejidades de la
teoría de la nube cuando se oye la llave de la puerta. Es
Dita que viene del trabajo y de la compra.
- ¿Algún voluntario para sacar la compra del ascensor y
meterla en casa que me estoy meando?
Luis se levanta rápidamente y sale al descansillo, Alisa
también se levanta pero más despacio, así que cuando Dita
pasa la por la puerta del salón corriendo hacia el baño se
frena en seco al ver a David sentado en el suelo arreglando
la tele y la figura de Alisa, con la falda de mariquita y la
flor en el hombro.
- Qué locura, por un segundo te he confundido con tu
padre David, con el salón lleno de cables y herramientas y
escuchando a los Rolling, y tu Alisa, hija pareces yo
misma hace veinte años. Pero me voy corriendo al baño,
ahora te miro mejor.
Cuando Dita sale del baño la compra ya está en la cocina,
Luis le está dando vueltas a un paquete de garbanzos
dulces sin saber en qué estante ponerlos y Alisa está
colocando la fruta.
- Mira qué guapa está la jodía, no sé ni los años que hace
que no me pongo yo esa falda.
- Es que nos ha pillado la tormenta y nos hemos calado,
pero creo me queda un poco pequeña.
- No, te queda estupenda, pero cómo se nota que nunca
llevas falda. A ver, trae que te la coloque bien. A
ver…pero si esta falda no es mía…¡es de tu madre! Me la
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dejó para unas vacaciones y hasta hoy. Verás qué cara va a
poner cuando te vea aparecer así por casa.
- ¿Me dejas también la camiseta?
- Sí claro, yo ya no me la pongo, ni creo que me la pueda
volver a poner alguna vez. Tengo guardada toda esa ropa
porque…la verdad es que no se por qué, pensaba que Ana
se la pondría algún día, pero ya ves, me saca una cabeza.
No sé, me da pena deshacerme de ella. Así que si quieres
algo más ya sabes, te pasas por aquí y lo cojes. Que ya sé
yo que tu madre lo tira todo. Tú que dices Luis, ¿a que
está guapa?
- Ya se lo he dicho.
- Y tú Alisa, cuéntame que es eso de vas a estudiar
matemáticas, que me lo contó ya tu padre hace tiempo
pero no te he visto desde entonces. Jodía, te has pasado el
verano viajando.
- Pues nada, que me salió bien el examen de matemáticas
en selectividad y pensándolo bien me he dado cuenta de
que siempre me han gustado mucho.
- Pero tú querías ser médico. Ya desde chiquitina, que me
acuerdo yo.
- Sí, pero estuve recordando un poco y me di cuenta de
que es una perra que me entró como me podía haber
entrado cualquier otra.
- Como lo de Luis con Bellas Artes, ¿no? ¿Te ha contado
ya que también le han suspendido para entrar en facultad
de Valencia? Ahora cree que se acaba el mundo, y yo le
digo que no, que ahora empieza.
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Luis ya se lo había contado a Alisa, se puso bastante
triste cuando le dieron la noticia y por eso la había
llamado para dar una vuelta. Primero hablaron de lo suyo,
del suspenso en las pruebas de entrada a Bellas Artes y
luego ya pasaron al tema de las matemáticas. Luis tenía
muchas ganas de hacer Bellas Artes pero ahora sólo le
quedaba una opción, esperar un año y probar a hacer las
pruebas otra vez. Por eso se lo estaba repensando y ya
estaba casi decidido a matricularse a Historia del Arte.
Pero mientras paseaban por el parque con la historia de la
nube, cuando empezaron a correr como dos locos bajo la
lluvia, Luis se puso a darle vueltas a algo que le había
propuesto su madre y que él había dicho que no: irse a
pasar un año a la Republica Checa, primero a casa de sus
primos y luego ya se vería. Quizás no era tan mala idea.
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4. La paradita del café - Viernes 15 de Febrero de 2002
- Manuel, soy María.
- ¿Dónde estás?
- En la rotonda de la iglesia y el supermercado.
María se ha perdido otra vez por las calles del barrio de
Manuel. Javier se sabe un camino lleno de curvas y de
cruces pero ella es incapaz de encontrarlo. Otra vez la
misma iglesia y el mismo supermercado, la misma
rotonda. Si por lo menos hubiese alguien por la calle sería
otra cosa. A María se le quejan los amigos cuando van a
cenar a su casa porque su barrio también es un lío, pero
por lo menos hay gente por la calle para preguntar. Aquí
sin embargo son casi las nueve de la mañana de un viernes
y no se ve a nadie. Las calles son largas, limpias y
tranquilas, pero no hay nada. No hay tiendas, ni bancos
con jubilados, ni porteros regando, ni columpios, ni perros.
Sólo se ven verjas cubiertas de matorrales y puertas con
símbolos de alarma. Detrás de las verjas se esconden los
chalets y las urbanizaciones. De vez en cuando se abre el
portón de algún garaje y sale un coche, pero para María es
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cómo si no saliese nadie, porque le da apuro pararlo para
preguntar.
- ¿Quieres que vaya a buscarte? Estás a cinco minutos de
aquí andando.
- ¿Y venirte aquí con la maleta?, ¡qué dices!, tú explícame
otra vez el camino que yo llego, espera que cojo algo para
apuntar.
- No, si no llevo mucho equipaje, pero vale, apunta.
Por fin llega al portal, llama al timbré y se vuelve al
coche porque hace mucho frío. Ahora que se le han pasado
las prisas y espera dando golpecitos al volante y oyendo la
radio María se da cuenta de que tiene el coche hecho una
mierda. El cenicero a rebosar y Manuel hace poco que ha
dejado de fumar.... <<Voy siempre con tanta prisa que no
me doy cuenta de la mierda>>. Vacía el cenicero en una
papelera que hay al lado del telefonillo, recoge las colillas
del suelo y empieza a encontrarse más cosas debajo del
asiento: un periódico viejo, un paquete de tabaco, dos
billetes de mil pesetas, una carta del banco sin abrir…y el
envoltorio de un condón.
¿Un condón? Y dos segundos de celos imaginándose a
Javier con alguna otra en el coche, pero Javier nunca coge
su coche, sólo lo usa ella. Ella y Laurita, ¿pero Laurita?,
no, ¿con quién?, ¿por qué en el coche?
- Hola María – Manuel ya ha bajado y la pilla en el asiento
del conductor, mirando fijamente el envoltorio del condón.
- Mira lo que me he encontrado.
- Vaya.
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- Es de Laurita, y no me parece bien, quiero decir, que lo
hagan en el coche. Es muy peligroso, ¿sabes que roban a
muchas parejas así? Y digo robar por decir algo, que me
pongo mala sólo de pensarlo.
-¿Y no puede ser de Alisa?
- Alisa no se ha sacado el carné todavía, además se trae a
Juan a casa cuando quiere.
- Qué padres más comprensivos...
- Eso digo yo, por eso no entiendo por qué Laura se queda
en el coche.
- A lo mejor le da vergüenza aunque vosotros la dejéis.
- No sé.
María tira el envoltorio del condón y el resto de las cosas a
la papelera y se meten en el coche. Son las nueve y diez
así que con suerte llegarán al pueblo a las doce y media.
Manuel no mentía cuando decía que llevaba poco
equipaje: un maletín y un bolso de cuero, dice que para
dos días es suficiente. María se va a quedar más tiempo,
quizás una semana, así que lleva una bolsa grande en el
maletero.
- ¿Cómo está Javier?
- Mal, porque no nos lo esperábamos. Su madre estaba
bien hasta que se cayó la semana pasada, muy mayor pero
bien, todavía no sabemos qué es exactamente lo que ha
pasado, pero al parecer al caer se dio un golpe muy fuerte
en la cabeza, mas fuerte de lo que creíamos.
- Sí, eso es lo que me ha contado Antón. ¿Y Benito?
83
- No dice nada, vamos, que no quiere hablar. Margarita y
él se querían mucho. Javier quiere convencerle para que se
venga con nosotros a Madrid una temporada pero va a
estar difícil.
- Pensará que si le sacáis del pueblo ya no vuelve.
Hace sol, y como dentro del coche no se nota el frío la
verdad es que se está muy bien. Manuel va en mangas de
camisa, dándole indicaciones a María para salir del barrio
y pensando en Benito y Margarita, en el pueblo, en ese
otro entierro que nunca se le irá de la cabeza, el de su
abuela Antonia. No llevaba ni seis meses viviendo en
Madrid y le llamó su padre con voz llorosa para decírselo.
María se pone las gafas de sol al salir a la M-30 y le dice
a Manuel que ya se apaña ella con el camino. Ella no se
acuerda del entierro de la abuela Antonia porque le pilló
en Alemania, pero se enteró por Javier.
- Acababa de pasar lo del escándalo de mi padre así que
fue una situación muy tensa – le explica Manuel - Mucha
gente no vino al entierro por despecho, y eso que mi
abuela conocía a medio pueblo.
- ¿Pero la abuela Antonia de quién era madre?
- De mi padre.
- ¿Y vivió siempre con vosotros?
- Sí, se quedó viuda en la guerra, así que imagínate.
María intenta imaginárselo, pero mira por el parabrisas
buscando inspiración y solo ve un Madrid luminoso. Hace
mucho que no lo veía tan bonito, la belleza de una mañana
84
de invierno con sol. La abuela Antonia, en el pueblo,
también buscaría el sol de invierno, como hacen todas las
señoras allí, que van al mercado o a la misa por la acera
iluminada, esquivando las sombras. La mujer debió de
quedarse viuda a los cuarenta, y según es la familia de
Manuel, al marido debieron de matarle los republicanos.
Aunque eso da un poco lo mismo, el drama no fue sólo la
muerte sino el después, los años de luto, la vejez
prematura.
- Porque tu abuela sería la típica señora siempre de negro,
¿no?
- ¡Qué va!, cuando yo era muy pequeño sí, la recuerdo de
negro, pero luego volvió a vestirse con colores, incluso se
compraba algunas revistas de moda.
- Qué bien.
- Todo fue por las novelas, y es que empezó a leer de
verdad a los sesenta y pico. Leía unas novelas muy rancias
que venían por capítulos en una revista, yo nunca pude
con ellas de lo malas que eran pero a ella, de alguna
manera, la sacaban de viaje sin salir de casa. Allí leía
sobre señoras inglesas, sus vestidos, sus fiestas, sus
problemas…
A Manuel su pueblo le parece otro planeta, especialmente
su casa, y cuando vuelve allí es como si retrocediese en el
tiempo, no veinticinco años, que es los que lleva fuera,
sino cien o trescientos. Con sus padres no tiene mucho de
qué hablar, y cuando su madre, que sí que es la típica
señora vestida de negro, le saca de la cama a las nueve de
la mañana porque <<no son horas>>, más que con sueño
se despierta alucinado de que estas cosas sigan pasando.
Es curioso pero su hermano Antón, que nunca se entendió
con sus padres y que salió corriendo de allí en cuanto
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pudo, ahora les visita con más frecuencia que él y
encuentra más cosas que hacer allí. Y les hace visitas
largas, de una semana o quince días, en las que les pone la
casa a punto, les tira de la lengua, les saca recuerdos e
historias de donde no las había y les lleva de visita a ver a
todos los familiares – vivos o muertos - cosa que él no
soporta.
- Lo que pasa es que tu hermano tiene los pies más en la
tierra – le dice María – y no me interpretes mal, quiero
decir en la tierra que ellos conocen. Tú eres el hijo
modelo, has ido a la universidad, con premio de fin de
carrera incluido, y luego encima te fuiste cuatro años a
Estados Unidos. Tú no sabes cómo hablan de ti tus padres
cuando no estás, están convencidos de que deberías ser
ministro.
- ¿Ministro yo?, pero con qué partido, ¿con el suyo o con
el mío?
- No seas malo, que sabes que a ellos le daría igual, se
cambiarían de partido si es necesario.
- ¿A sus años?
- No lo dudes.
María no tiene tantos recuerdos del pueblo como Manuel,
pero aún así guarda unos cuantos. Y cuando llegan al
desvío de la M-30 y cogen la autovía le viene a la cabeza
la antigua carretera, siempre tan llena de camiones, por la
que había que ir hace unos años. Casi nunca piensa en ella,
sencillamente porque ya no está, y en su lugar tiene ahora
la nueva carretera, con un montón de detalles necesarios:
dónde están los desvíos, las señales y las mejores
cafeterías. Sería una tontería conservar tantos datos
estúpidos de una carretera que ya no existe. Además, las
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cosas cambian tan poco a poco que no se puede separar la
nueva carretera de la vieja. Poco a poco, pero en unos años
han pasado de cruzar el centro de todos los pueblos a no
cruzar ninguno. Ahora sólo hay circunvalaciones y
desvíos. Ha pasado todo tan rápido, piensa María, y no nos
hemos dado ni cuenta.
- Oye Manuel, estaba pensando que hace muchos años
hicimos otro viaje al pueblo, juntos tú y yo. La cosa es que
no me acuerdo por qué razón pero sí que estaba todavía la
carretera antigua.
- Fue unas Navidades, tú estabas preparando la tesina o
algo así, y yo estaba “enchochadísimo” con una Alemana,
aunque creo que eso no os lo dije entonces. El caso es que
era 24 de diciembre y casi no llegamos para la cena
porque cayó una buena nevada. Fuimos con mi Renault 5.
- Lo de la alemana no nos lo dijiste pero lo sabíamos
todos.
- No jodas.
- Sí, creo que hasta tus padres.
- Joder, con el pueblo no se puede… ¿Sabes qué noto que
nos esté pasando María?,creo que hemos llegado a ese
punto en que cuando miramos por la ventanilla de un
coche, en lugar de imaginar lo que haremos o lo que
queremos ser empezamos a recordar lo que hemos hecho
o lo que hemos sido, ¿verdad?
- Sí, y hoy precisamente con lo de Margarita mucho más.
Ayer, cuando Javier la llamó para decirle que se había
muerto su madre, María se puso a hacer tantas cosas,
tantas llamadas, que no tuvo tiempo para pararse a pensar.
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Recuerda la primera vez que la vio, en la visita anual que
le hacían ella y Benito a Javier cuando estaba estudiando
la carrera. Javier vivía todavía con Antón, en esa casa que
siempre estaba abierta, dónde vivían ellos dos y medio
pueblo más, porque casi siempre había alguien durmiendo
en el salón, algún amigo que acababa de empezar la
carrera y estaba buscando piso, un primo que pasaba por
allí, amigos resacosos que vivían en Madrid con sus
padres y que no podían llegar así a sus casas. Allí se coló
ella también, disfrazada de Charlot en una fiesta de
carnaval, entró a las nueve de la noche y no salió hasta las
doce de la mañana, sin sombrero y asustadísima por la
bronca que le esperaba en casa. Y es que sus padres no
eran como Margarita y Benito.
El primer día que les vio, el primer día que vio a
Margarita, estaba paralizada por los nervios. Pero luego
nada, en cinco minutos pasó todo. La estaban esperando
en casa de Javier para ir a comer a algún sitio, era
domingo y abril y ella tardó dos horas en vestirse,
peinarse, y volver a empezar, no le apetecía nada la cita,
tan formal todo. Pero Javier quería que sus padres la
conociesen antes de decirles que se iban a ir a vivir juntos,
eso estaba bien, decirles las cosas. No como ella, que
todavía no sabía cómo iba a explicárselo a los suyos, que
sólo lo entenderían con boda por delante.
Cuando llamó al timbre le temblaban las piernas. Le
dijeron que esperase abajo, que ya bajaban ellos. Y
tardaron quizás dos minutos, para ella dos horas. Al
primero que vio bajar fue a Javier, que la descolocó
dándole un beso en la boca. Luego venía Benito, que
gordo estaba – aunque no más que Javier ahora - y detrás
Margarita con un vestido de flores. También bajó Antón,
que se apuntó a comer con ellos. Eso sí que no se lo
esperaba María, que fue ese día cuando se enteró de la
relación tan especial que había entre Antón y Benito. En
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lugar de ir de restaurante, se quedaron de tapas por el
barrio, así que de cita formal nada. Además, después de
las primeras preguntas de rigor no le dieron mucho más la
lata, la verdad es que ayudo bastante que Antón no paró de
hablar. Ella tenía entonces veintidós años, ¿y Margarita
cuántos?. Quizás los mismos que los que tiene ella ahora,
o incluso menos. Es increíble, y después el tiempo ha
pasado como un continuo, invisible e incontable. Por
ejemplo, aunque lo piense mucho, no sabe cuántos viajes
ha hecho a ese pueblo que al principio no le decía nada y
ahora es también parte de ella.
Le vienen imágenes sueltas a la cabeza, le duelen.
Alisa con seis o siete años corriendo por el pasillo de la
casa del pueblo, llamando a la puerta de su cuarto,
nerviosa porque ya eran las doce del mediodía y había que
bajar a la plaza. Todavía no la dejaban bajar sola y ella no
aguantaba más en casa. Entonces sacaba su pequeño mal
genio, ese del que ahora no queda ni rastro. Qué
escalofrío, y es que María ya no puede pensar en Alisa sin
que se le ponga un nudo en el estomago. No entiende
nada, est´a perdida, y lo ha hablado tanto con Javier que
ya no les queda nada de qué hablar. Cada uno se ha
encerrado en una opinión sobre su hija, una idea fija que
defienden en cada discusión pero que seguramente no
tenga nada que ver con lo que esté pasando realmente por
la cabeza de Alisa. Y es que desde el principio ese ha sido
el gran misterio: ¿qué es lo que pasa por su cabeza?, o
mejor dicho sería, ¿cómo funciona su cabeza? María no
se acuerda de cuándo fue la primera vez que empezó a
pensar así de su propia hija, el día en que detrás de todas
esas sonrisas empezó a ver el rostro de la locura.
- Manuel.
- Sí.
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- ¿Te ha contado Javier algo de Alisa?.
- ¿Le ha pasado algo?
- No, nada especial, quiero decir, nada ahora mismo. Es
algo que le viene pasando desde hace unos años.
-¿Está enferma?
- No, es de cabeza.
- ¿Deprimida?
- No, a ver como te lo explico, en teoría no le pasa nada
pero hace cosas incomprensibles.
- ¿Cómo qué?
- Todo.
- María concreta un poco porque yo cuando hablo con ella
no le noto nada raro.
- Es que a primera vista no se nota.
- No me estoy enterando de nada. A ver, tiene un
problema de cabeza y se pasa el rato haciendo cosas
incomprensibles, pero no se nota. Cómo no me lo
expliques un poco más…
- ¿ Tú cuántos años crees que lleva Alisa en la facultad?
- No lo se, ¿tres?.
- Siete.
- ¡Joder cómo pasa el tiempo!
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- Y su carrera es de cinco años.
- ¿Ese es el problema? María, que tu hija está estudiando
matemáticas, yo si me hubiese metido ahí todavía no
habría salido. Es normal que no vaya a curso por año, y tú
lo sabes, que también das clases en la universidad.
¿Cuánto le queda para terminar?
- No va a terminar nunca.
Han llegado ya al kilómetro ciento cincuenta y María coge
el desvío para entrar a una cafetería. Es la que más le gusta
de toda la carretera, quizás porque no ha cambiado nada
en los últimos veinticinco años. Hasta los camareros, dos
señores con camisa blanca y pantalón negro, son los
mismos que eran entonces. Y el sabor del pincho de
tortilla el mismo. Nunca ha cruzado con ellos más palabras
que las justas pero es como si los conociese, de hecho si
un día faltase uno de los dos no podría resistirse las ganas
de preguntarle al otro por su compañero. Y si en lugar de
verlos aquí, detrás del mostrador, se encontrase a alguno
de los dos en cualquier otro sitio, por ejemplo en un cine
de Madrid, seguramente se hablarían como viejos amigos.
- Voy corriendo al baño, ¿me puedes pedir un café
cortado?
- Sí, pero cuando vuelvas me acabas de contar lo de Alisa,
que me has dejado preocupado.
Manuel pide dos cafés y se le van los ojos a la máquina de
tabaco, hace un año que ha dejado de fumar pero sigue
siendo eso lo primero que busca cuando entra a un bar, la
máquina de tabacos. A diferencia de María él no ha parado
mucho en este bar, y es que cuando va al pueblo con su
coche no suele parar en ninguno, también es verdad que él
suele viajar sólo y así da más pereza parar.
91
Hace un año, cuando Karin vino a verle por Navidad y se
empeño en pasar la Nochebuena en el pueblo con los
abuelos, se subieron al coche y él puso el piloto
automático. Ella se quejó en el kilómetro trescientos,
quería ir al baño, tomarse una coca cola y un bocadillo de
jamón. Ya estaban casi llegando al pueblo pero pararon.
Estuvo bien, piensa Manuel ahora, porque fue aquí, en esta
cafetería de carretera, dónde le dio la noticia: en dos años,
cuando acabase el instituto, quería venir a estudiar a
Madrid.
En Estados Unidos las buenas universidades son muy
caras y además Karin quiere aprender bien el castellano de
una vez por todas. Ya le ha preguntado mil cosas a
Manuel, con esa perfección obsesiva que pretenden
algunos yanquis cuando se trata de planificar su futuro. Su
hija, una yanqui, Manuel se sonríe, necesita pasar un buen
verano a orillas del mediterráneo para que se le baje un
poco la bandera. O no, quizás se hace una idea
equivocada, en realidad la conoce muy poco. Y está
nervioso como un flan, se le ocurren mil cosas que pueden
pasar y que harían que su hija cambiase de opinión, un
novio quizás, o un último intento de su madre por
mantenerla cerca. También piensa en las cosas que quiere
hacer con ella, los sitios que le quiere enseñar, los libros
que le quiere regalar… aunque cuando se pilla a sí mismo
con esas imaginaciones intenta cortarlas en seco. Es mejor
no imaginar nada, que luego las cosas vendrán como
quieran. De hecho todavía no le ha contado nada de esto a
nadie, hasta que no pase un poco de tiempo y la cosa sea
más segura prefiere no decir nada.
Pero muchas cosas han cambiado ya sólo con la
posibilidad de que venga. Para Manuel ha sido como
despertar después de un sueño de muchos años
monótonos. Cuando Martha y él rompieron hace quince
92
años ella se quedó con la niña, que entonces tenía dos, y
Manuel decidió volver a España. Fue una decisión difícil y
se lo planteó como algo temporal, simplemente le era
imposible seguir viviendo en San Francisco, se sentía
terriblemente solo. Una vez en España, recuperado el
contacto con los viejos amigos y con un buen trabajo que
además le gustaba, se dio cuenta de que no iba a volver.
Los primeros años después de la vuelta fueron muy
extraños, intentaba llevar otra vez la vida que dejó en
Madrid antes de irse, pero su cabeza estaba ya en otro
sitio, habían sido seis años fuera, cuatro de doctorado y
dos de padre. Además en Madrid las cosas también habían
cambiado mucho. Su hermano y sus amigos llevaban ya
una vida familiar que no tenía nada que ver con la de
antes. Por otro lado el trabajo no era lo mismo que la
universidad, tenía otro ritmo, otra manera de tratarse y de
salir a tomar unas cañas.
Quizás por eso, por no saber muy bien dónde estaba su
sitio, Manuel pasó unos años bastante jodidos, llevando
dos vidas paralelas, una de día, en el trabajo y con sus
amigos de siempre, saliendo algún fin de semana que otro
de excursión, preparando cenas tranquilas con niños
corriendo por debajo de la mesa, y otra de noche, con
gente con la que nunca habría imaginado estar sentado
tomándose un cubata, con fines de semana desaparecido
del mundo, probando demasiadas cosas, llorando por las
mañanas, echando a gente desconocida de su casa,
teniendo que pedir perdón a los vecinos por los ruidos.
Uno de esos días, una mañana de domingo, le despertó el
sonido del teléfono. Al principio Manuel no sabía si estaba
en su casa o en alguna otra, no recordaba mucho de la
noche anterior. Deseó estar en casa de alguna amiga, o en
el banco de una estación, así la llamada no sería para él,
pero estaba en casa. No cogió el teléfono porque ni tenía
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ganas de hablar ni le habría dado tiempo a llegar a por él,
pero aún así se levantó de la cama. Ahora que estaba
despierto no podía seguir allí tumbado, con ese dolor de
cabeza tan horrible, así que estaba en la cocina, tomándose
un café con galletas pasadas, cuando volvió a sonar el
teléfono. Entonces miró la hora, miró el calendario y se
acordó: Karin. A esas horas él tendría que estar en el
aeropuerto recogiendo a Karin y a sus abuelos, Jonas y
Anna, que ese año habían decidido veranear en Marbella.
Consiguió tranquilizarles y disculparse por teléfono,
arregló la casa, se ducho en diez minutos y salió para el
aeropuerto. Por el camino decidió que no podía seguir con
este ritmo de vida, su lado canalla le sonreía irónico en el
retrovisor pero esta vez iba en serio. Cada vez controlaba
menos.
El cambio que dio entonces fue brusco, pero es que sino
lo hubiese hecho así no habría habido cambio ni salida
ninguna, piensa Manuel, que lo primero que hizo fue
vender su apartamento en el centro de Madrid y comprarse
un piso en un barrio de las afueras. Un barrio de pijos, le
dijo su hermano.
Buscaba una casa confortable, con mucha luz y árboles
tras las ventanas, con una piscina en verano donde bajar a
leer novelas de aventuras. El resto de los libros se los lee
en el salón, en un sillón que tardó dos meses en elegir y un
año en pagar pero que no le falla nunca.
Rompió con lo anterior pero de alguna manera ha
seguido llevando dos vidas. La de mañana, que siguió
siendo la misma que la de antes, con su hermano y los
amigos de siempre, la vida familiar en la que su papel era
el de tío. Tío de sus sobrinos, por supuesto pero también
tío de Alisa y Laurita, tío de Jana y Gabriel, que son los
hijos de Lola y Ricardo, y tío de otros niños y niñas a los
94
que él ha volteado y aún tira de las orejas, cómo si el vivir
sólo y tener a su hija a 10.000 kilómetros de distancia le
hiciesen mas tío que al resto. Y luego está la vida de tarde,
o de noche, la que Manuel comparte consigo mismo todos
los días desde el momento en que sale del trabajo y coge el
coche para ir a casa. Una vida silenciosa y previsible,
tranquila. Algunos fines de semana pasa más de sesenta
horas solo, horas en blanco, sin prisas, horas todas para él
que poco a poco han ido rompiendo los relojes de su casa.
Incluso el teléfono deja de sonar. Manuel no participa de
esa prisa colectiva que tienen sus amigos, rodeados de
cosas por hacer, la colada por planchar, la comida
estropeándose en la nevera…Eso no le pasa a él, que no es
que sea especialmente metódico pero tiene bastante
facilidad para simplificar las cosas y no complicarse
demasiado.
Hasta los libros, que desde pequeño ha leído corriendo y
ansioso, siempre robándole horas a otras cosas, ahora
tienen su tiempo propio: los fines de semana, o las tardes
después del trabajo. Y poco a poco, en un laberinto que ya
no sabe dónde empezó, Manuel acumula y lee libros cada
vez más extraños, obras que quizás nadie ha tocado en
cien años, o trescientos, y siente que está a solas con el
escritor, cada uno en su casa, contándose secretos que
nadie más parece interesado en saber. Al terminar de leer
uno de estos libros, antes de dejarlo en alguna de las
estanterías, Manuel hace unas pocas anotaciones en un
cuaderno: un resumen, una idea, o una conversación
imaginada con el escritor. Esto se lo copió a su hermano,
que cuando se leía los libros de Marx llenaba cuadernos
con apuntes. Los libros y los cuadernos de anotaciones
tienen cada uno un sitio en la casa, un sitio quieto y
paciente, a la espera de que Manuel se decida a releer un
párrafo, un capítulo, o a veces, con suerte, el libro o el
cuaderno entero.
95
Estanterías con índices, como en las bibliotecas, y
cuando María, Javier, su hermano u otros amigos, vienen a
su casa, abren los ojos como platos y envidian tanto orden.
Manuel piensa que no es para tanto, es lo que tiene el
vivir solo y ser perezoso. Así es normal que todo esté
ordenado. A María por ejemplo le da mucha envidia, y
siempre se lo dice, el ventanal del salón, tan despejado y
con vistas a un parque con árboles. Y muy cerca, sin
perderse un rayo de luz, el sillón y la mesita, los posos de
café en dos o tres tazas amontonadas, un pequeño
desorden que casi realza más el orden. Y Manuel se
defiende, es decir, les defiende a ellos, que no tienen las
casas tan ordenadas ni hacen reseñas de los libros que leen
pero han criado a sus hijos o tienen a los abuelos en casa.
Muchas veces él también echa en falta esas cosas. Por eso
ahora que su hija le ha dicho que va a venirse a España
todavía no se lo puede creer.
Han pasado muchos años desde aquel día en el
aeropuerto con Karin y los abuelos, quizás diez. Qué
momento más vergonzoso. Eso sí, desde entonces Manuel
decidió hacer al menos dos visitas al año a Karin a San
Francisco. Con Martha las cosas no estaban del todo mal,
por suerte nunca han dejado de ser amigos, así que cuando
Manuel se va quince días o un mes para allá se queda a
vivir en su casa, en ese chalet grande con jardín, garaje y
habitación de invitados. En uno de esos viajes Manuel se
llevó a Ana, su sobrina, que es cuatro años mayor que
Karin. Ana hablaba un poco de ingles y Karin casi nada de
español pero aún así conectaron muy bien. Karin, que
entonces tendría 9 ó 10 años, decidió que quería aprender
español. Y así quedaron en que el próximo verano sería
ella la que viajaría a España.
Primero con Ana y después con sus otros primos, David
y Luis, Karin fue cogiendo confianza poco a poco y se lo
pasaba muy bien cada vez que venía. Y no solo tenía dos
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pandillas, la de San Francisco y la de Madrid, sino tres,
cuatro o cinco: los amigos de Ana en Madrid, los de
David, los amigos del pueblo…Con el primo Luis
también hablaba mucho, a Luis le encantaba hablar inglés
y así ella descansaba un poco de oír tanto español a todas
horas, también iban juntos al cine a ver películas en
versión original (inglesa). Pero Karin no conocía a sus
amigos, eran demasiado mayores. Y es que el primer
verano que vino a España ella tenía once años y Luis
diecinueve. Así que las tardes de julio y agosto por el
barrio, Karin se las pasaba con Ana, que tenía catorce, o
con David, que aunque tenía dieciséis lo único que hacía
era jugar al fútbol. Y a eso ella se apuntaba, que en San
Francisco las chicas también juegan al fútbol.
En el pueblo todo estaba – y está - más mezclado. Allí
David y Ana comparten amigos y Karin vive con ellos en
casa de los abuelos. Luis, cuando Karin empezó a venir a
España, ya había cogido ese ritmo de pasarse los veranos
viajando de un sitio para otro y casi nunca para en el
pueblo, aunque ha dejado allí una lista interminable de
amigos que nunca se cansan de preguntar por él. Entre
ellos, a Karin le tiene fascinada Alisa, una chica que no
sólo es amiga de Luis sino que también conoce a Ana y
David, a la tía Dita y al tío Antón, a su padre y a sus
abuelos. De hecho, al principio Karin se pensaba que Alisa
también era prima suya y se pasó dos años creyéndose eso.
Aunque estudia en Madrid, Alisa viene al pueblo siempre
que puede a ver a Juan, su novio, y se pasa allí todo el
verano en casa de sus abuelos.
Manuel sigue esperando en la barra del bar a que María
salga del baño, se ha puesto a pensar en Karin sin querer,
como siempre últimamente; que cada vez que hace algo
que no sea trabajar o leer se pone a pensar en Karin, a
hacer planes que sabe que no debería estar haciendo.
Porque no esta bien eso de hacer planes en el aire. Pero
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María se ha puesto a hablarle de Alisa, justo Alisa, la que
nunca se le va de la boca a Karin, siempre poniéndola de
ejemplo para cualquier cosa. A ver si María vuelve del
baño y le cuenta bien qué es lo que pasa con Alisa. Ya le
ha dicho que no va a acabar nunca la carrera, que tiene
mal la cabeza, que hace cosas incomprensibles. Pero
contar eso y no dar más explicaciones es como no contar
nada.
- Lo siento Manuel, últimamente no como fruta ni fibras ni
nada que se le parezca, y así estoy, que me paso las horas
en el baño. Pero nada de nada.
- Bueno, ahora te tomas el café y verás qué bien.
- Está frío.
- ¿Pido que te lo calienten al microondas?
- Deja, da igual, me lo bebo rápido y nos vamos.
- Y me cuentas.
- ¿El qué?
- Lo de Alisa.
- ¡Ah sí! Mira Manuel, no entiendo nada. Te lo cuento a ti
porque necesito hablarlo con alguien y con Javier ya lo he
hablado demasiado, pero no le digas nada a tu hermano.
Bueno, ni a tu hermano ni a nadie más, que me da mucho
apuro estar hablando de mi hija a sus espaldas.
- Qué pasa, que le va mal en la universidad, ¿no?
- Mal no, le va fatal. Sólo tiene aprobada una de primero,
lo justo para que no la echen.
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- ¿Nada más en siete años?
- No, bueno sí, las de libre configuración si que las
aprueba. Ha sacado dos sobresalientes y una matrícula de
honor en asignaturas de Historia del Arte.
- Vamos, que se ha equivocado de carrera.
- Eso digo yo, pero ella dice que no, que le encantan las
matemáticas. Y la verdad es que estudia mucho. Se pasa
las tardes estudiando y haciendo problemas, y si la ves
todos los días y te sientas con ella a la cena te das cuenta
de que no finge, que estudia de verdad. Además, ¿para qué
iba a fingir si en casa no la forzamos a nada? Sí que
estudia, se le nota cuando le salen los problemas y cuando
no.
- Pero si estudia y hace problemas que a veces le salen y a
veces no, vamos, lo normal, ¿entonces por qué suspende
siempre?. A lo mejor se bloquea a la hora de hacer
exámenes. Oye María, ¿vosotros esto lo habéis hablado
con ella?
- Sí claro, muchas veces, y el problema no son los
exámenes. He estado hablando con algunos de sus
profesores y tampoco entienden nada, pero una cosa tienen
clara, el problema no está en los exámenes, viene de antes.
- ¿Has estado hablando con sus profesores en la
universidad?, ¿como cuando iba al colegio?
- Alisa no lo sabe, y me siento mal, no creas, ¿pero qué
quieres que haga? Química y Matemáticas están al lado, y
de algo me tenía que servir ser profesora allí. La cosa es
que hay profesores de Alisa que también dan clase en mi
facultad. Además, casi que ellos tenían más ganas de
hablar conmigo que yo con ellos, nadie entiende que es lo
99
que pasa con mi hija. Resulta que a primera vista parece la
alumna perfecta. Callada cuando explica el profesor,
sonriente siempre, participa en las clases de problemas,
pregunta dudas en clase, sube a las tutorías pero sin
agobiar…Un encanto, eso ya lo sabía yo.
- ¿Pero?
- Pero piensa mal.
- ¿Qué?
-Ya se que suena muy raro pero es que eso es lo que pasa,
que piensa mal.O del revés, no sabemos muy bien. Se
esfuerza por entender los temas y hace ejercicios hasta que
acaba por dominarlos. Al menos eso es lo que cree, que
los domina. No deja las cosas para el último día, participa
y sale a la pizarra, lo único malo es que, al parecer, sus
razonamientos sólo los entiende ella, y no sólo eso, es que
el final llega a resultados que están mal.
- ¿Y qué dice cuando la corrigen?
- Lo acepta, y ese ejercicio en concreto no lo vuelve a
hacer mal, al menos durante un tiempo, pero como su
manera de pensar no cambia al siguiente ejercicio vuelve a
equivocarse. Según me cuenta ella, que por cierto no sabe
que he estado hablado con sus profesores, su sensación
interna es que los erroneos son los razonamientos del
resto, incluido el profesor, no los suyos. Y acepta que algo
raro pasa, claro, que no es normal que todo el mundo
funcione con una lógica y ella con otra, pero dice que no
puede evitarlo.
- ¿Y qué va a hacer?
100
- Nada, ese es el problema, que no quiere hacer nada. Dice
que está contenta con la carrera pero a mí me parece una
locura. Si no entiende las matemáticas lo mejor es que
haga otra cosa.
- Pero según dices tú sí que las entiende, lo que pasa es
que de otra manera.
- Manuel, eso no puede ser, las matemáticas no se pueden
entender de dos maneras diferentes.
- Como que no, pues yo he oído que sí. Aunque bueno, de
derecho a matemáticas hay mucha distancia, quizás no
deba opinar demasiado.
- No, si algo de razón tienes, las matemáticas sí que se
pueden entender de maneras diferentes, ¡pero hay que
llegar a los mismos resultados!.
-Pues vaya aburrimiento.
- Calla, que dices lo mismo que Javier. Al principio, y con
el principio me refiero al tercer año de no aprobar nada, él
también intentaba convencer a Alisa de que dejase la
carrera, o de que al menos hiciese una pausa para
pensárselo mejor. Pero un día, sin venir a cuento, se puso
de su lado y ya la hemos armado. Al parecer ese día lo
comprendió todo, que tenemos una hija increíble y con
mucha seguridad en sí misma, a la que no le da miedo
decir que piensa diferente que el resto, y que lo que
debemos hacer es apoyarla. Además dice que si siempre
le hemos enseñado que debía hacer aquello que le gustase,
que los resultados son lo de menos, que lo importante es
disfrutar y aprender…pues no podemos ponernos ahora a
decirle lo contrario.
- Un poco de razón sí que tiene.
101
- ¡No!, parece que sí pero no. Una cosa es que hayamos
educado a la niña para ser tolerante, para defender sus
opiniones, para disfrutar aprendiendo, para no tener miedo
a los exámenes…pero otra cosa es negar la realidad como
hace Javier. Porque entiendo que Alisa, que es la que lleva
dentro el error ese a la hora de pensar las matemáticas,
pues no sea capaz de salir de ahí. Al menos sin ayuda
profesional. Pero Javier, ¡joder!, que es arquitecto, ¡como
puede decirme que lo que importa es disfrutar haciendo
los problemas y que da igual que un resultado sea dos que
doscientos! Yo creo que son los pasodobles que escucha,
que le tienen sorbido el seso, las tardes en la terraza
leyendo el periódico, los aperitivos en el bar todos los
días, los dos meses de vacaciones cada año... No es normal
vivir tan relajado, te lo digo yo, que luego te crees que el
mundo es rosa.
- María tranquila, y escúchate a ti misma, no puedes decir
tan alegremente que tu hija lleva dentro un error sólo
porque piensa de otra manera.
- No claro, dicho así suena muy fuerte, pero quizás no
sean sólo las matemáticas, la cosa ha empezado por ahí
pero yo me pregunto si lo del pensar mal no le estará
afectando a otros aspectos de su vida.
- ¿Qué?
- Por ejemplo su novio.
- Sí, Juan, lo conozco, llevan ya juntos lo menos cinco
años, ¿no? Además es del pueblo, creo que hasta es primo
tercero mío, o sobrino, no me aclaro mucho. Oye pero no
te cortes, que a mí los parentescos esos me dicen poco. A
ver, ¿qué pasa con Juan?
102
- Pues que es un tarugo. Y cuanto más le conozco menos
entiendo lo que hace Alisa con él.
- No sé, a mí siempre me había parecido un buen chaval.
Vamos, así de primera impresión.
- Si buen chaval sí que es, pero muy tarugo, que rascas un
poco y no tiene nada que contar. Vamos, que no me pega
para Alisa.
- Ya, pero es ella quien decide. Y ahora me explicas qué
tiene que ver esto con lo de las matemáticas.
-Mucho, porque creo que es por culpa del pensar del revés
por lo que no se da cuenta de que ese chico no le conviene.
Quizás si dejase la carrera, que esta claro que no es lo
suyo, dejaría también de pensar al revés y vería a Juan con
otros ojos. Porque ¿sabes una cosa?, ¡casi coinciden los
siete años que está estudiando matemáticas con los seis y
medio que hace que lleva con Juan!
- Más medio que estarían de tonteo y tú no te enteraste,
¡justo siete!
- ¡Es verdad!
- María, en serio, me gustaría tener aquí una grabadora
para que luego oyeses las burradas que estás diciendo. Y
no vayas tan rápido que me pongo nervioso, acabas de
adelantar a un motero con una calavera en el casco que
creo que no le habían adelantado en su vida.
-Lo siento Manuel, ya te he dicho que es la primera vez
que hablo del tema con alguien que no sea Javier o la
propia Alisa. No sé por qué digo esas cosas del pobre
Juan. Pero es que no te he contado la última.
103
-¿Qué ha pasado?
- Que se quieren casar.
- ¡Qué graciosos!, si ya no se casa nadie.
- Eso le digo yo, que ya no se casa nadie, pero ella dice
que sí, que lo que pasa es que en nuestro ambiente la gente
no se casa, pero hay por ahí medio país que sigue
casándose, Juan incluído. Él quiere casarse y por la
Iglesia.
- ¿Y ella también quiere?
- Dice que le da un poco igual casarse que no casarse pero
que si Juan quiere, ¿por qué no? Creo que la cosa está en
que si Juan no se casa, sus padres no le dejan irse a vivir
con Alisa.
- ¿En serio?
- Sí, sí, sus padres, tus parientes.
- Bueno, menos recochineo que tú misma te tuviste que
casar a la carrera y preñada de Alisa porque si no en tu
casa se armaba. Y no veas lo que le costó al pobre Javier
meter a su padre en la iglesia.
- Pues el pobre Javier está ahora tan tranquilo con que su
hija se case.
- Mejor. Oye pero entonces Alisa tendrá que bautizarse y
hacer la comunión. Con el chasco que se llevaron tus
padres cuando decidisteis no bautizarla, verás qué
contentos se van a poner ahora, y lo celebraréis, ¿no?.
104
- No te rías mucho que el bautizo y la comunión van a ser
de trámite y no se celebran, pero la boda sí, y estás
invitado. Tú y Karin, claro. Ya te llegará la invitación de
Alisa, que está pintándolas una a una con acuarelas. Lo
bueno es que ha sido ella la que ha elegido la iglesia y nos
vamos a Granada, ¿conoces una iglesia chiquitina que hay
en una plaza del Sacro Monte?
- No me acuerdo pero me la imagino.¡ Qué bonita!
- Pues ahí es.
- ¿Y por qué Granada?, ¿tenéis familia allí?, ¿Juan?, ¿o es
sólo porque la iglesia es bonita?
- Creo que es sólo por eso.
- Me parece muy bien – Manuel se imagina con Karin por
Granada, también con su hermano, sus sobrinos, con
Javier y María, con el resto de amigos, tapeándo y
escuchando buen flamenco. Si la boda va a servir para
reunirles a todos un fin de semana habrá que empezar a
pensar que no ha sido tan mala idea.
- ¿Sabes lo que pasa Manuel?, que me da vergüenza que
mi hija se case, encima por la iglesia, y que vengáis todos
y ella de blanco, con ese disfraz absurdo. Mi Alisa, fíjate
que hasta queríamos llamarla Libertad y ahora quiere
casarse, ser esposa -¡esposa! - de alguien. Claro que a
Benito le debía de dar la misma vergüenza ver a Javier en
la Iglesia y al final ganaron mis padres y nos casamos.
- Es que lo que sentía Benito o sientes tú, la vergüenza,
que por cierto no deberías de sentirla, al final acaba
cediendo ante lo que sienten los otros: tus padres o en este
caso los padres de Juan, que es el rollo del pecado. A
nosotros, que lo vemos desde fuera, nos puede parecer una
105
tontería, pero para alguien que cree en el pecado le es muy
difícil desembarazarse de él, por eso nos parece que se
ponen tan cabezones y muchas veces acabamos cediendo.
- Ya pero es que los creyentes, con eso de que lo suyo es
visceral y no tiene explicación, en estas cosas siempre se
llevan el gato al agua.
Ya están llegando al pueblo y María, con tanta charla,
casi se ha olvidado de que vienen a enterrar a Margarita,
pero es doblar la última curva, entrar por fin en la Calle
Real y venírsele todo otra vez a la cabeza. En casa les
están esperando desde hace rato, quizás no deberían
haberse parado a tomar el café.
Javier vino al pueblo ayer, con Alisa, después de que les
llamase Benito a media mañana para decirles que a
Margarita le había dado un infarto, que estaba a punto de
llegar la ambulancia y que se iban para el hospital
provincial. Cuando Javier y Alisa llegaron allí, Margarita
llevaba ya dos horas en la UVI. Después de un rato
preguntando encontraron a Benito fumando en el
aparcamiento de las ambulancias, con todo el frío. Alisa le
echó la bronca porque hace quince años que había dejado
de fumar. Javier ni se había dado cuenta del detalle.
Entraron a la sala de espera y al poco rato un médico con
gafas, barba y voz de buena persona salió a decirles que
Margarita acababa de morirse, que habían intentado
reanimarla por todos los medios pero no habían podido.
Benito, con un nudo en la garganta y el paquete de
cigarrillos estrujado en la mano se puso a llorar. Alisa le
abrazó y por primera vez se dio cuenta que era bastante
más alta que él. Benito se dejó abrazar, le decía a su nieta
que ese infarto le tenía que haber tocado a él.
106
Llegaron al pueblo ya anocheciendo, directos al
tanatorio dónde les estaban esperando ya algunos
familiares a los que Javier había avisado rápidamente. A
María sin embargo no había manera de localizarla, y es
que cuando Javier la llamó para contarle lo del infarto y
que se iban para el hospital, ella estaba ya en el avión
camino de Madrid, doce horas de vuelo desde
Montevideo, donde llevaba una semana en un congreso.
La llegada del vuelo estaba prevista para las diez de la
noche, y se supone que Javier era quien iba a estar
esperándola en el aeropuerto, no Antón, que fue para allá
directamente desde el taller después de haber hablado
cuatro veces con Javier en una hora.
María estaba muy cansada por el cambio horario, pero
aún así cuando habló con Javier le insistió en que se iba
ahora mismo para el pueblo con el otro coche. Y Javier
que no, que vaya locura, mejor por la mañana después de
dormir y descansar bien. Total, en el pueblo no había nada
que hacer ya, nada más que esperar en el tanatorio hasta
mañana que fuese el entierro. Antón se ofreció a llevarla.
La llevaba y se volvía, no le importaba no dormir, aunque
eso sí, luego tenía que trabajar en el taller toda la mañana.
Después de comer se iría otra vez para el pueblo, con Dita,
para ir al entierro y ver a Benito y a Javier.
A todo esto, mientras María y Javier siguén hablando y
decidiendo qué hacer, le suena el teléfono a Antón. Es
Manuel, que se acaba de enterar de la muerte de Margarita
por sus padres y estaba llamando a Javier pero
comunicaba. Manuel le echa la bronca a su hermano por
no haberle avisado y Antón le dice que lleva un día de
locos, que el taller está hasta arriba porque es el jueves
antes de Semana Santa y que ahora está en el aeropuerto
con María. Sí, con María, que llegaba hoy de Montevideo.
Manuel quiere saber qué le ha pasado a Margarita, porque
la última vez que la vio estaba muy bien, y es que su
107
madre sólo le ha contado lo que le ha chismorreado una
vecina en la misa de ocho, que le ha dado un patatús. Un
patatús, sí, un infarto, le explica Antón a Manuel, pero le
dice que lo mejor es que llame ahora mismo a Javier y que
él se lo cuente, que estaba comunicando porque estaba
hablando con María pero que acaban de colgar.
María al final decidió irse por la mañana temprano y
Antón abrió el taller a las seis de la mañana para intentar
acabar lo antes posible y poder irse después de comer.
Laurita, que tiene el examen de conducir ahora por la
mañana se irá para el pueblo con él y con Dita. Y con
Luis, que al final también se apuntará. Manuel, después de
hablar con Javier, llamó a María para decirle que se iba
con ella, que hoy no trabaja y ya que iba al pueblo prefería
ir temprano y comer con sus padres antes de ir al entierro.
Además así María no viajaría sola y si le daba sueño
conduciría él.
María y Manuel llegan por fin al tanatorio. Manuel ha
preferido ir primero allí para verles y ya luego pasarse por
su casa. No les ha dicho nada a sus padres de que viene
para comer, así que como es una sorpresa le caerá una
bronca, pero sabe que en el fondo les hacen ilusión esas
cosas. En el tanatorio no está Benito, que se ha ido a casa
a dormir unas horas porque en toda la noche no quiso
moverse de allí y ya no aguantaba más. Eso sí, no estará
Benito pero hay un montón de gente, y es que es casi la
una del mediodía y hace sol, la hora punta. Manuel se
encuentra con algunos amigos de la infancia que también
son amigos de Javier, con caras que el suenan pero que no
sabe muy bien quiénes son, con amigos de Madrid que
también han venido, y por fin Javier, que no sabe porqué
no le ha visto antes por qué es de los pocos que no va de
negro. Manuel hace ademán de abrazarle pero María se le
adelanta, claro. Han venido juntos, y si él tiene ganas de
abrazarle muchas más tendrá ella.
108
Con el abrazo a medias Manuel se queda mirando al
suelo, no sea que alguien se le ponga a hablar y se le
escape Javier. Pero de repente alguien le da unos
toquecitos en la espalda. Es Alisa.
Se parece tanto a su madre hace veinte años que Manuel
se asusta un poco, además usa la misma ropa, no siempre,
claro, pero hoy sí. Ella le da dos besos y un pequeño
abrazo, de puntillas porque Manuel es alto y ella bajita
como su madre. Está triste pero sonríe al hablar, y Manuel,
que no se le va de la cabeza lo que le ha contado María por
el camino, la mira con otros ojos, más curiosos, buscando
signos externos de esa especie de locura que dice su madre
que padece.
Pero nada, la cara, los ojos y los gestos de Alisa son tan
transparentes y sencillos como siempre, que da gusto
hablar con ella. Pensándolo bien, ahora que María ha
confesado que lo le da miedo es la boda de su niña quizás
todo lo demás, lo de que piensa al revés, no sean nada más
que exageraciones. Él tampoco sabe cómo reaccionaría si
de repente Karin le dijese que se casa. Pero Karin tiene
diecisiete y Alisa cuantos, ¿veinticinco?, no tiene nada que
ver.
Detrás de Alisa está Juan, su novio, que de momento no
quiere meterse en la conversación. Cruzado de brazos mira
distraído hacia el barullo de gente, los corrillos que se
hacen y se deshacen. Pero Alisa tira de él para que venga.
Manuel le da la mano y Juan le saluda como tío.
Tres horas más tarde Manuel está sentado en el comedor
de su casa delante de un plato de judías verdes.
- Eso por no haber avisado de que venías a comer – le dice
su madre.
109
- Pero sabíais que venía al entierro de Margarita.
- La meóna – se ríe su padre.
- Calle padre, que era una buena mujer. No veas cómo está
Javier, sólo he podido hablar con él un minuto, pero le he
notado muy tocado.
Llaman a la puerta, son Antón, Dita y Luis que venían
también con Laurita pero ya la han dejado en el tanatorio.
- ¡No fastidies que vosotros también venís a comer!
- No madre, hemos comido un bocadillo por el camino.
- Pues muy mal hecho.
- Pero madre, ¿sabes qué hora es?
- No, ¿las tres?
- Las cuatro, que cada día se come más tarde en esta casa.
- Es por culpa de tu hermano, que ha venido de sorpresa y
lo ha retrasado todo.
- Sí claro, ahora resulta que va a ser culpa mía. Yo he
llegado a casa a las dos, eres tú que ha estado trasteando
en la despensa hasta hace quince minutos que nos hemos
puesto a comer.
Antón le dice a su hermano que espabile que el entierro
empieza a las cuatro y media, Manuel resopla y se pone
otra vez con las judías verdes. Si lo llega a saber habría
comido también un bocadillo por ahí.
110
- ¿Y va a haber misa por la Margarita? – pregunta la
madre.
- No madre, ¿cómo van a hacer una misa si ni Benito ni
ella pisaban la iglesia?
- Yo que sé, lo digo porque quizás me apetecía ir.
- No jodas Carmen – don Antón se enfada – vas a ir tú a
un funeral de los meones... Últimamente te apuntas a
todos.
- Es que me da miedo que al mío no vaya nadie.
- No te preocupes madre – Antón está nervioso por la
hora- ya me ocuparé yo de invitar a todo el pueblo.
Manuel, deja las judías y vamos, y no te enfades madre,
ya me las comeré yo para la cena.
- Pero para la cena voy a preparar huevos rellenos.
- También me los como. Venga vamos.
En el cementerio también hay mucha gente, casi más
que en el tanatorio, y casi todos los ojos están puestos en
Benito, que cogido de un brazo de Javier y del otro de
María, no le quita los ojos al ataúd. Manuel está enfrente,
con su hermano y Dita, acordándose otra vez del entierro
de su abuela Antonia. Parece que fue ayer, pero tendría
más o menos los años que Luis tiene ahora. O menos. Sí,
bastantes menos, porque cuando se murió la abuela
Antonia él tenía diecinueve y Luis debe de tener ya
veinticinco.
Manuel busca a su sobrino con los ojos y se lo encuentra
unos metros más allá, alejado de todo el mogollón. Está
abrazado a Alisa, o más bien Alisa la que está abrazada a
111
él, llorando y temblando. Luis le acaricia el pelo, le tira de
los mofletes, le sonríe. Manuel casi se pone a llorar
también al verles. Y se pregunta si él tiene a alguien con
quien llorar así, con tanta naturalidad, quizás su hermano.
Pero no, siempre guardan una distancia, que sería justo
esa.
112
5. Fórmulas - Martes 23 de Abril de 2002
“Yo amo los mundos
sutiles,
ingrávidos y gentiles,
como pompas de jabón.”
Antonio Machado
Alisa junto a la ventana y yo mirándola. No puedo
evitarlo. Hay días que haga lo que haga no me entero de
nada, entonces me aburro y empiezo a mirar alrededor.
Hoy me entretengo con Alisa, que me parece que divaga
como yo, aunque ella mira fijamente a la pizarra. La
profesora está espesa hoy, más de lo normal, y sus ojeras
la delatan: está muerta de sueño. Pero es normal, casi
todos dormimos menos horas de las que deberíamos, no
aprendemos. Luego miramos a los niños de cinco años
cómo corren y saltan y nos preguntamos: ¿cómo podrán?
Pues eso, pueden porque se meten en la cama a las diez, y
a algunos con suerte hasta les cuentan un cuento antes de
dormirse. Tampoco beben cervezas, ni café, ni fuman.
Pero Alisa no tiene ojeras, es como si hubiese salido de
113
una incubadora así de repente, vestida y peinada, con su
estuche y su cuaderno forrado con lunares. Lleva unos
zapatos extraños, brillantes y rojos, unos leotardos negros
y una falda justo por encima de las rodillas. En clase nadie
más lleva falda, bueno sí, Tomás, pero la falda de Tomás
no es una prenda de vestir, es parte del propio Tomás.
Tomás y su falda, que cuenta que tiene varias iguales y las
va alternando, no sé yo. Pero lo mismo que dicen que
hacía Einstein, comprarse muchos trajes iguales para no
perder tiempo eligiendo la ropa por las mañanas. Y Tomás
quiere ser como Einstein, como Einstein pero con falda.
Claro que la falda de Tomás no tiene nada que ver con la
de Alisa. La de Tomas es marrón y larga, que parece que
se ha escapado de un mercadillo medieval. Él es así, dice
que si por lo menos hay diez mil años de moda humana,
¿por qué tiene que conformarse con ir a la última? Así que
se cose su propia ropa, come comida reciclada y viaja
nada más que andando.
La falda de Alisa es más bonita, sin duda, y me
pregunto que pensaría ella de que yo piense en su falda.
Me jode no conocerla, yo que la observo tanto sin poder
evitarlo. Me intriga, es un misterio más grande que la
nieve, y no soy sólo yo, somos muchos los que no
comprendemos y nos miramos disimuladamente, incluidos
los profesores, que parece que tampoco pueden entender
por qué Alisa cuando sale a la pizarra siempre lo hace tan
mal. Eso sí, siempre llega a algún resultado que parece
convencerla y lo recuadra mimosamente con una tiza azul
que se saca del bolso.
Pero no es sólo que lo haga mal, lo que suele pasar
normalmente es que al minuto de estar en la pizarra sus
argumentos se han vuelto totalmente incomprensibles.
Antes, eso he oído, los profesores la interrumpían cuando
empezaba a liarlo todo y le explicaban que así no, pero
114
ella se resistía, decía espera espera y seguía adelante en
sus caminos inexplicables, sin ver la cara de alucinados de
sus compañeros. Hubo discusiones y llamadas privadas al
orden, pero no hubo manera de normalizar la situación.
¿Normalizar el qué?, ¿normalizar cómo?
Un profesor decidió por su cuenta no dejarla salir a la
pizarra a corregir los ejercicios, a lo que ella respondió
con una carta al decano alegando su derecho legal para
estar en esta universidad, para ir a clase y para participar
como una más. No, si tenía razón y todo. ¿Que sus
explicaciones eran absurdas e incomprensibles?, bueno, a
ella le parecen absurdas e incomprensibles las de algunos
otros que siempre sacan dieces. ¿Qué son los profesores
los que tienen que decidir qué es lo que es absurdo y qué
es lo que no? Muy bien, lo acepta, aunque menudo
papelón…. Pero bueno, entiende que los profesores al
final son los que deciden y por eso deciden suspenderla. Y
ahí no se mete Alisa, pero parece que los suspensos le
importan poco.
A ella lo que le interesa de esta facultad son las
matemáticas, le gusta eso de resolver problemas y dar
paseos pensando en ellos como hacen los matemáticos
famosos. Pasea con su perro por los árboles del barrio y
aunque le cuesta mucho siempre se le ocurren soluciones.
A veces hasta varias diferentes. Por eso está contenta de
haber elegido matemáticas y de haber aprobado Álgebra
Básica, una asignatura de primero que le permite quedarse
todo el tiempo que quiera en la carrera.
Jimena, que habla mucho con ella - quién fuese Jimena sabe cómo hizo Alisa para aprobar el Álgebra de primero:
se la aprendió de memoria.
Alisa llegó del instituto muy contenta, había sacado un
diez en las matemáticas de la selectividad y después de un
115
verano larguísimo - ese verano sin asignaturas para
septiembre - llegó a la facultad con muchas ganas. Lo
malo es que al tercer mes de clases, más o menos en
Navidades, se dio cuenta de que seguramente iba a
suspenderlas todas. Siempre le salían mal los ejercicios, y
lo peor es que muchas veces, incluso con la solución
delante, ella seguía pensando que lo suyo no estaba mal
del todo, que lo único que cambiaba era su punto de vista.
Eso es lo que les decía a los profesores en las tutorías, si
no sería quizás el punto de vista, pero la respuesta era
siempre la misma: que No, que estaba mal y que lo mirase
más despacio en casa. Algunos cogían un papel, otros se
acercaban a la pizarra del despacho y pintaban líneas,
letras o números, depende. Líneas, letras y números como
los que hacía Alisa, iguales pero al parecer mejores, de
alguna manera incomprensible más correctos. Ella
entonces acariciaba su cuaderno abierto y ponía toda la
atención en la explicación, miraba los dibujos, los
números y las letras y los relacionaba con alguna frase de
la explicación del profesor. Dejaba que su cabeza pensase
en todo eso a la vez: números, letras, dibujos y frase, que
se mezclasen y cobrasen sentido, con esa magia que tiene
la compresión y que no puede ser forzada. Pero por fin,
cuando llegaba la idea y Alisa comprendía, dejando sitio
libre para nuevos números-letras-dibujo-frase; cuando
Alisa sonreía para adentro y deshacía el nudo, entonces el
profesor, con los ojos en la pizarra y no en ella, había
avanzado cuatro o cinco frases, dos o tres dibujos y no se
sabe cuantos números y letras. La sonrisa para adentro de
Alisa se desvanecía y se volvía la sonrisa para afuera, en
una de esas sonrisas educadas de “no me estoy enterando
de nada”.
Jimena me cuenta todo esto mientras me deshace los
nudos del pelo en la cafetería de la facultad. Nos hemos
escapado de milagro de una charla sobre inteligencia
116
artificial que prometía mucho pero que después de un rato
no era más que una ristra de fórmulas en la pizarra. <<No
se por qué las llamarán charlas>>, me dice Jimena, <<y no
sé por qué tú no usas suavizante>>. Hemos pedido dos
cafés y dos donuts, pero los cafés estaban tan calientes que
todavía siguen casi enteros, tranquilos como nosotros, que
hasta dentro de hora y media no tenemos clase y hoy que
hemos empezado a hablar de Alisa no vamos a dejarlo así
sin más. Porque yo sé que Jimena también tenía ganas de
hablarlo conmigo, que sabe que mi curiosidad no es
cotilleo.
Después de desesperarse en los despachos durante un
mes, Alisa estaba hecha un lío y bastante triste. Lo hablaba
con los compañeros, que más o menos estaban igual, y los
repetidores decían que eso era lo habitual el primer año:
no enterarse de nada. Así llego febrero y todas suspensas,
lo normal, ¿no? Bueno, normal o no Alisa decidió que en
junio aprobaría una, porque sólo así podría quedarse en la
carrera y pasar un verano relajado. Eligió la más corta de
las asignaturas y se la aprendió de memoria, de memoria
total, sin entender nada de nada. De hecho aún hizo
esfuerzos por desentender lo que ya había entendido.
Pensó que con lo poco que le gustaba a los profesores su
manera de pensar, a poco que razonase en el examen la
suspenderían. Se lo tomó como un pequeño sacrificio, un
esfuerzo más después de la selectividad. Y aprobó. De
hecho saco notable. Ya no la podían echar, así que se fue
de vacaciones dos meses y medio y ni se planteó estudiar
el resto para septiembre, pensó que si no era capaz de
entender a los profesores durante el año no lo iba a
conseguir ella sola en verano. Desde entonces no ha vuelto
a aprobar ni una asignatura más.
Jimena me dice que no sabe cuántos años hace de eso,
pero que como mínimo cinco o seis, que hace poco estuvo
en clase un alumno de quinto, de esos que hacen prácticas
117
con los profesores, y se fue derecho a hablar con ella. Al
parecer era uno de los primeros amigos que tuvo Alisa en
la carrera. Empezaron juntos y al principio tenían mucha
relación pero hacía dos o tres años que casi no se veían. Él
se pasaba el día en la biblioteca de físicas para que no le
interrumpiese ningún conocido, con una montaña de libros
y sin hablar a nadie. Un chico raro, majo, pero raro.
La cafetería está mas vacía de lo normal a estas horas,
será que hoy está media facultad atrapada en la
conferencia, al menos los que suelen estar en la cafetería.
Mientras tanto, yo a salvo un piso más arriba,
descubriendo que me relaja que me deshagan los nudos
del pelo. Jimena lo hace con mucho cuidado, despacio y
suave para que no me duela. Le pido que me cuente más,
si sabe qué opinan los padres de Alisa de que su hija no
apruebe nunca, o si sabe qué opina ella misma, que me
intriga más aún. Entonces Jimena le da la vuelta a mi
cabeza, deja por un momento los nudos del pelo y me mira
a los ojos con una sonrisa canalla. Seguro que piensa que
me estoy pillando por Alisa o algo así, que no he podido
resistirme al misterio que la rodea. Pero no es eso, vamos,
creo que no, aunque cada vez pienso más en su falda, en
su cuaderno y la tiza azul que siempre lleva en el bolso.
Me quedo como pasmado cuando sale a la pizarra y le da
vueltas inexplicables a una función, cuando después de
que el profesor con más mala leche de la facultad le
reviente su ejercicio y su futuro como matemática ella
levante la mano, tranquilamente, como voluntaria para
resolver el siguiente ejercicio. Entonces es mi heroína.
Jimena me cuenta un poco más pero pronto se le acaban
las historias, ya me ha explicado todo lo que sabe de ella.
- Si quieres sigo, pero entonces me lo tengo que inventar.
Deberías hablar tú con ella y preguntarle directamente,
veras como es muy maja.
118
- Sí claro, voy y me presento así por las buenas.
- ¿Por qué no? Oye, ¿y si le propongo hacer ejercicios
juntos y te apuntas tú también?
- Joder, hacer ejercicios con ella tiene que ser increíble.
- ¿Por qué?
- Pues porque piensa diferente.
- Todos pensamos diferente.
- No, ella más.
- ¡Bah!
Mientras discutimos esto se sienta con nosotros Álvaro, un
amigo que está haciendo el doctorado.
- Jime, ¿vas a subir a León en Semana Santa?
- Sí, pero todavía no sé si el viernes o el sábado.
- Lo digo porque yo voy a ir con el coche el sábado, y no
muy temprano.
- ¡Qué bien, gracias!, cuando sepa qué día subo te doy un
toque.
Hoy que he empezado a informarme no voy a parar.
- Álvaro, ¿tu sabes algo de Alisa?
- ¿Qué Alisa?
- Pues quien va a ser, Alisa, la chica de las faldas, la que
119
no aprueba nunca, seguro que has oído a los profesores del
departamento hablar de ella.
- A ver Miguel, claro que sé quien es Alisa, así que estas
interesado…
- No es eso, todos igual, no me dirás que no es interesante
la chica. Curiosidad nada más.
- Algunas cosas sé, pero no del departamento. Es por el
grupo de teatro.
- ¿Ah sí?
- Hace unos meses, cuando fuimos a actuar a un
manicomio, que tú te escaqueaste, detrás de nosotros actúo
otro grupo. No hacían teatro, o sí, no lo sé, más bien leían
cuentos, cantaban y montaban cualquier cosa en relación a
un tema concreto, así que sí que se podría llamar teatro. La
cosa es que me gustó bastante y en la merienda que nos
habían organizado los del manicomio me acerqué a un
chico del grupo para preguntarle cómo preparaban las
actuaciones.
- ¿Y cómo las preparaban?
- Eso da lo mismo, luego os lo cuento, lo importante es
que nos pusimos a hablar y cuando acabó la merienda le
dije que si quería le acercaba a Madrid en coche. Nos
fuimos de cañas, al principio venía también una chica del
otro grupo, que es por quién yo propuse lo de las cañas,
pero la chica se fue muy pronto a su casa y seguimos los
dos solos de bares. El caso es que cuando le dije que
estaba haciendo un doctorado en matemáticas en la
Complutense me preguntó si conocía a una chica que se
llama Alisa. Le dije que sí, claro, y me contó que era una
de sus mejores amigas y que se conocían desde pequeños.
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- Me suena algo de un amigo de Alisa que hace teatro –
dice Jimena – , espera ¿era teatro o rugby? El caso es que
una vez me dijo que la acompañase a verle. O quizás no
era Alisa la que me lo pidió, pero sí, sí que era, ¿o no?, no
lo sé. Venga da igual.
- La cosa es que este chico y yo, aunque no nos
conocíamos de nada conectamos a la primera y nos
pusimos a contarnos el uno al otro cosas de esas que
normalmente no le cuentas a casi nadie, no por nada en
especial…sino porque no surge. Y yo creo que él en
concreto tenía muchas ganas de hablar de Alisa porque en
cuanto le dije que la conocía de vista no paró de hablarme
de ella.
- ¿Y?
- Pues nada, que se conocen desde siempre, sus padres son
amigos, han ido al mismo colegio y al mismo instituto,
incluso al mismo pueblo de vacaciones, el pueblo de sus
padres.
- ¿Cómo se llama el chico? – pregunta Jimena.
- ¿Por?
- No sé, así le pongo cara.
- Luis, se llama Luis. ¿Pero por donde iba?
- Mismo colegio, mismo instituto, mismo pueblo,…
- ¡Ah sí!, cuando acabaron el instituto, Luis no aprobó las
pruebas de entrada en Bellas Artes y se fue a pasar un año
a la Republica Checa.
- Eso es lo que tenía que haber hecho yo antes de empezar
121
la universidad, irme un año por ahí.
- Es que además su madre es de allí. Mientras tanto Alisa
empezó matemáticas, te estoy hablando de hace…,
espérate, si Luis me dijo que eran del 76, Alisa debió de
entrar en matemáticas en el 94, es decir, hace ocho años.
- Qué fuerte.
- El caso es que un año después, cuando Luis volvió de la
Republica Checa, Alisa ya no era la misma. O eso le
pareció a él. Y eso que, según Luis, ya en el instituto
Alisa tenía un problema con las matemáticas y es que
razonaba de una manera diferente al resto.
- Eso es lo que le acabo de decir yo a Jime y no me cree.
- Es que yo pienso que todos razonamos de maneras
diferentes.
- No es lo mismo – dice Álvaro – lo de Alisa, según me
han contado, es más a lo bestia, como que funciona con
otra lógica. ¿No habéis estado con ella en clase?
Sí que hemos estado con ella en clase, de hecho
seguimos estando: en Análisis de primero y Jimena
también en Informática, que es donde les ha tocado hacer
una práctica juntas y es por eso por lo que hablan tanto
últimamente. Estando con Alisa en clase es imposible no
llegar a la conclusión de que piensa diferente. Es
imposible, pero Jimena sigue insistiendo, dice que igual de
imposibles de entender le parecen los razonamientos de
Alisa que los de Jesús, un chaval que siempre saca dieces.
Incluso Álvaro, que nunca ha estado con Alisa en clase,
me da la razón a mí. Y es que hasta el tal Luis, que la
conoce desde que eran pequeños, dice que Alisa siempre
ha tenido un problema con las matemáticas.
122
- Oye Álvaro, ¿y no te contó Luis por qué entró Alisa en la
carrera?
-Sí que me lo contó, pero que a esas alturas Luis ya estaría
de coña, o muy borracho, porque me habló de una nube
de pensamientos entrando por la ventana del profesor que
corregía el examen de selectividad de Alisa.
- Ah, ¿y te quedaste con la historia de la nube?, ¿no le
preguntaste más?
- No, luego nos pusimos a hablar de Formula 1. Además,
yo no la sabría contar porque no me acuerdo casi pero a mí
la historia de la nube me pareció muy bonita.
Me quedo sin saber nada más porque a Álvaro le pierden
las buenas historias, ¿y la realidad qué? Aunque no sé de
qué me quejo, a mí también me pierden las buenas
historias, incluso las malas cuando me las he inventado
yo. Así que sin ningún pudor me imagino la vida de Alisa
por las tardes, cuando llega a casa y se pone a hacer los
ejercicios, porque seguro que los hace nada más llegar,
abriendo la nevera para coger un yogur y una onza de
chocolate O los fines de semana, saliendo de bares con sus
faldas de colores y sus zapatos rojos, con sus amigos, por
ejemplo con Luis, sentada en las butacas de un pequeño
teatro mientras él cuenta historias del país de las nubes o
infla globos con forma de elefante. Sentada y pensando en
sus cosas, o no pensando en nada mientras mira el
escenario y se ríe. Y los paseos, sobre todo los paseos,
porque Jimena me ha contado que Alisa sale todas las
tardes y pasea con su perro. Entonces es cuando piensa
más intensamente en los teoremas y resuelve los
problemas que luego nos presenta en la pizarra.
Jimena me tira de la camiseta y me doy cuenta de que ya
no sé de qué están hablando estos dos.
123
- Oye que no os he dicho nada –nos dice Jimena - muy
buena la obra esa del fumao que hablaba con su
conciencia, que no os había dicho nada.
- ¡Calla! –dice Álvaro - que estoy harto de hacer obras de
esas, yo quiero hacer a Ibsen, a Valle-Inclán, a Becket...,
teatro de verdad.
- ¡Bah!, teatro de verdad es el que hace reír o llorar, y
vosotros a mi me hacéis reír.
124
6. El norte - Domingo 23 de Junio de 2002
Luis está sentado en un vagón casi vacío de un tren
larguísimo con un solo revisor. El viaje es de norte a sur,
es decir: de vuelta. Ya ha llegado lo mas al norte que
podía llegar en un tren, al menos en Europa, y eso es lo
que andaba buscando, perderse en el norte. Más allá,
quizás se rompan las vías en invierno, piensa Luis, y es
que según un vendedor de perritos calientes con el que ha
estado hablando en la estación, el trayecto entre Narvik y
Kiruna, que une Noruega y Suecia a través de unas
montañas siempre nevadas, es un trayecto imposible. Si
existe es porque lo construyeron prisioneros de los nazis
durante la segunda guerra mundial para trasportar víveres
y armamentos desde el puerto de Narvik hasta Suecia, país
neutral. Su mujer, que estaba vendiendo helados en el
puesto de al lado, decía que no, que de los nazis nada, que
la vía del tren la construyeron los suecos a principios del
siglo XX para conectar las minas del norte de Suecia con
el puerto de Narvik.
Tanto si la construyeron los unos o los otros seguro que
los obreros no lo pasaron nada bien. Pero para el viajero el
trayecto es espectacular: las montañas llenas de nieve a
125
mediados de junio, el sol de medianoche, desfiladeros que
cortan el aliento...
En invierno, este sería un viaje en la oscuridad total sin
embargo ahora no se pone el sol en todo el día y Luis no
puede despegar los ojos de la ventanilla. Y lleva muchos
kilómetros así, muchos días de viaje.
Hace un mes, el 25 de Mayo, Alisa se casó en Granada
en una iglesia chiquitita del barrio del Albaicín, muy
bonita y mucho sol. La boda fue un sábado por la tarde,
pero casi todos los invitados llegaron allí el viernes, al
menos los que venían de parte de Alisa: los amigos del
instituto, los del pueblo, los de la universidad, la familia y
amigos de la familia, hasta el abuelo Benito, que no salía
de casa desde la muerte de Margarita. Luis pertenecía a
casi todos los grupos, amigo del instituto, amigo del
pueblo y amigo de la familia, así que le llamaban de aquí
para allá. Luis esto, Luis lo otro, ¿dónde nos sentamos
nosotros?, ¿dónde hay que ir después de la misa?, ¿dónde
está Alisa?, ¿está nerviosa? ¿Y tú Luis, dónde te sientas,
con nosotros, no? Querían que se sentase en cinco mesas
diferentes, y es que como Alisa y Juan no habían asignado
un sitio concreto para cada invitado allí no se sentaba
nadie. Tuvieron que ser Luis y una de las hermanas de
Juan quienes planearon, en menos de quince minutos, la
colocación de los invitados. Alisa y Juan mientras tanto
estaban desaparecidos, seguramente en el medio de un
corrillo de gente, ¿pero en cuál?
Luis acabó por sentarse con los amigos del instituto, que
es a los que hacía más tiempo que no veía, pero a cada
poco se le acercaba alguien por detrás a hablar con él.
Bebió bastante vino en la cena, y después, en la fiesta en
Las Cuevas, su tío Manuel le convenció para compartir
una botella de tequila. Eso fue un error. Manuel estaba
triste porque Karin había anulado a última hora su vuelo
126
por culpa de un examen y Luis no sabía que su tío tuviese
tanto aguante bebiendo, quién lo iba a pensar del tío
Manuel, que se pasaba los fines de semana leyendo en
casa.
- Te entiendo Luis. Yo lo pasé igual de mal en la boda de
su madre – le dijo Manuel así a bocajarro en un rato que él
no paraba de mirar a Alisa para intentar encontrar un
hueco e ir a hablar con ella.
- ¡Qué dices!, lo que pasa es que me apetece hablar un
poco con ella. No sé, a mí me da igual esto de las bodas
pero… ¡joder!, en esta la que se casa es Alisa, que es casi
como si fuese mi hermana.
- Casi. Tu lo has dicho, si de verdad fuese tu hermana no
la mirarías así.
- Lo que pasa es que no la he visto en todo el día, sólo
desde lejos, diciendo el sí quiero y hablando de corrillo en
corrillo, que no ha parado.
- Yo estuve con ella nada más que cinco minutos de la
iglesia al restaurante. Luego llegó María y se la llevó a
saludar a no sé que parientes de La Rioja.
- Oye, ¿y tú con María qué?, ¿cómo que lo pasaste mal en
su boda? La de cosas que yo no sabré de vosotros…
- ¿Qué nosotros?
- Pues quiénes vais a ser: tú, mis padres, Javier,
María…Que como ya os he conocido de vida familiar me
cuesta imaginaros antes.
Manuel no era tan inmune al tequila como pensaba su
sobrino, así que de pronto se soltó y le habló de aquella
127
otra boda, de lo bien que lo había pasado en Madrid en
aquellos cinco años en que estuvo estudiando, del día que
conoció a María en una fiesta en su casa, y, esto último se
lo cuenta a Luis con un poco de culpa; de cuando intentó
ligársela a espaldas de Javier, con poco éxito, eso sí.
Luego empezó a hablarle de los años en California, de
cuando conoció a Martha en una fiesta que organizó un
profesor islandés y la dejó embarazada de Karin. Los dos
borrachos y empapados después de haberse caído a la
piscina del islandés, al que por cierto no volvieron a ver.
Luis no se podía creer que su tío Manuel le estuviese
contando todas estas cosas y le dejaba seguir, escuchando
atento, casi sin decir nada porque el otro no callaba. A la
vuelta de California, le dijo Manuel, Madrid no era el
mismo, o era él quien había cambiado. El caso es que pasó
unos años muy malos, bebiendo y tonteando demasiado
con la coca. Mientras tanto, algunos fines de semana los
pasaba con su hermano y sus sobrinos. Sí, Luis se acuerda
del tío Manuel llegando a casa los domingos a la hora del
aperitivo con una empanada debajo del brazo, o en la casa
del pueblo, haciendo excursiones con los abuelos al
caserío. Manuel le confesó a su sobrino que durante unos
cuantos años había llevado dos vidas, una de día y otra de
noche.
Luis seguía escuchándole pero de repente no se podía
quitar de la cabeza que en esta boda él podría ser el novio.
Quizás porque los invitados habrían sido casi los mismos
que los que habrían ido a su propia boda, porque su tío le
había pillado en no se sabe qué mirada o porque se había
pasado el día queriendo hablar con ella sin poder hacerlo,
bloqueado como nunca lo había estado, y menos con
Alisa. Pero él nunca había pensado en casarse, y tampoco
en Alisa de esta manera. Él podría ser el novio, bueno,
eso es decir mucho, primero tendría que querer Alisa, y
también tendría que querer él, ¿quería él ser el novio? No.
128
La verdad es que no. ¿Entonces qué significa toda esta
tontería? Luis se dio cuenta de esto y se relajó un poco,
pero aún así le fastidiaba no haber hablado con ella.
Entonces pensó que era un cansino y que tenía que volver
a entrar en el local, hablar con ella y dejar de hacerse el
mártir.
Un mes más tarde Luis se sonríe pensando en todo esto,
al final habló con Alisa y los fantasmas desaparecieron.
Ahora mira por la ventanilla del tren y se pregunta si esta
noche por fin se hará de noche o no. Lleva una semana al
norte del círculo polar en pleno mes de junio así que ha
visto, por fin, el sol de media noche. Desde que se lo
contaron en el colegio siempre había sentido mucha
curiosidad por ello, horas y horas de sol todas seguidas.
¿Sería el sol de las dos de la mañana igual de brillante que
el de por la tarde? Y la respuesta es sí, el sol de las dos de
la mañana es el de las dos de la mañana nada más que
porque en el reloj pone que lo es, si no uno estaría perdido.
¿Pero cómo medirían el tiempo antiguamente los
esquimales? Quizás es que no medían el tiempo. A Luis,
de repente le entran muchas ganas de saber sobre los
esquimales así que lo apunta en su cuaderno: aprender
sobre los esquimales. Igual que hace una hora también
apuntó: los nazis en el norte de Europa durante la segunda
guerra mundial.
Una semana de sol, sin noche y casi sin tiempo. Días
para pensar, para no pensar, incluso para aburrirse. Qué
vértigo, y es que hacía mucho tiempo que Luis no se
aburría. Pero mucho. La última vez que recuerda fue el
verano de después de séptimo de EGB. Aquel año, cuando
sus padres le preguntaron si se quería ir de campamento, él
como siempre les contestó que no, que prefería quedarse
en Madrid. Y eso que esta vez hasta su hermano David,
que es dos años más pequeño que él, se había apuntado a
un campamento que organizaba el colegio. Luis se quedó
129
en Madrid con Ana y sus padres, pero Ana tenía ocho años
y muchas amigas también de ocho años que todavía no se
iban de campamento. Así que se bajaba todos los días a
jugar a las plazas del barrio o al arenal. Los amigos de
Luis sin embargo tenían doce años y sí que se iban de
campamento; la mayoría además al mismo, al
campamento del cole en el que también estaba su
hermano.
En esa época Luis además de amigos normales tenía un
mejor amigo, Roberto, que como estaba bastante
comprometido con el tema de ser mejores amigos le
llamaba cada tres días desde el campamento para contarle
lo bien que se lo estaba pasando. Mientras tanto Luis se
levantaba tarde, paseaba por la casa en bañador, veía la
tele y leía comics o libros del Barco de Vapor tirado en el
sofá, en la cama o en el suelo, buscando el sitio de la casa
donde se estuviese más fresquito. Al mediodía venía
Rosana, les hacía la comida y Luis tenía que bajar a la
calle a buscar a su hermana por todos los sitios para que
subiese a comer.
Rosana se quedaba con ellos hasta las cuatro; eso es lo
que habían decidido sus padres. Pero Luis no estaba de
acuerdo. Si acababan de comer a las dos y media, ¿porque
tenía que estar Rosana con ellos tanto rato?
- Para estar con vosotros, que no podéis estar en la calle a
esas horas con todo el calor – le decía su padre.
- Pero qué tiene que ver que esté Rosana en casa con que
salgamos o no salgamos a la calle. Yo tampoco salgo a la
calle por las mañanas y no está Rosana.
- Ya sé que tú no sales a la calle a ninguna hora, que
tampoco es normal, pero tu hermana sí, y no está de más
que estéis acompañados un rato, que otros niños de vuestra
130
edad tienen una niñera todo el día y hasta duerme con
ellos.
Ese último argumento – o amenaza – acababa con todas
las discusiones. En el fondo el verdadero problema era el
Tour de Francia. Si no, a Luis no le habría molestado que
se quedase Rosana hasta las cuatro. Le caía bien y además
era guapa, pero no quería ver el Tour ni loca, decía que
cualquier cosa menos eso. Así que después de comer se
sentaban delante de la tele del salón y hacían eso, ver
cualquier cosa menos el Tour.
Cuando se iba Rosana Luis cambiaba de canal y veía los
finales de las etapas. Ese era el momento más excitante del
día, lástima que solo durase media hora. Luego llegaba la
tarde inmensa, otra vez los comics, el Barco de Vapor y
las películas del videoclub. También se le pasaba las horas
viendo los programas navideños de martes y 13, que los
grababa todos los años. A veces jugaba con Ana, se metía
en su cuarto y le preguntaba si podía jugar con ella. Pero
Ana no hacía nada del otro mundo, jugaba con sus
juguetes y sus muñecos, pintaba…Las mismas cosas y las
mismas muñecas con las que Luis solía jugar en casa de
Alisa unos años antes. Pero jugar con Ana no era lo mismo
que jugar con Alisa, Ana era más pequeña, o más
exactamente era él el que era más mayor y esas cosas ya
no le divertían.
¿Y Alisa?, ¿también estaba de campamento? No estaba
de campamento pero tampoco en Madrid.Eella se pasaba
julio entero en el pueblo, que para eso su padre era
profesor de instituto y tenía muchas vacaciones. A Luis le
decían sus padres que podía irse él también al pueblo y
quedarse con los abuelos hasta que ellos llegasen, pero no
quería. Y eso que cuando luego llegaba a principios de
Agosto le daba mucha rabia porque los amigos ya habían
hecho muchas cosas juntos y él se las había perdido. Eso
131
sí, en dos días ya se le había olvidado que él no estaba
antes y le parecía que llevaba la vida entera en el pueblo.
Allí tenía otro mejor amigo, Héctor, y como quizás no
estaba bien tener dos mejores amigos Roberto no sabía
nada de la existencia de Héctor, aunque Héctor sí de la de
Roberto. Y es que a Roberto no se le podía ocultar
fácilmente porque seguía llamando cada tres días, ahora a
la casa de los abuelos, y a veces estaba Héctor por allí.
Muchos días iban a casa de Héctor, y no sólo ellos dos
sino todos los amigos, que durante mucho tiempo fueron
cinco chicos y Alisa. Y es que Héctor no tenía una casa,
tenía una finca. Estaba fuera del pueblo y había que ir en
bici, cosa que siempre era motivo de discusión en casa
porque la abuela no quería dejarle ir. Esa era una de las
razones por las que a Luis no le gustaba ir al pueblo antes
de que llegasen sus padres, porque la que mandaba
entonces era la abuela, y mandaba más.
En la finca de Luis había naranjos, higueras, almendros,
zarzas y perros que por suerte los ataban cuando llegaban
ellos allí. Cerca de la casa, una casa grande y de pueblo;
una fuente se conectaba directamente con un pozo, y de
ella salía siempre el agua muy fría, que ellos se acercaban
a beber de vez en cuando entre carrera y carrera. La finca
era muy grande, al menos eso les parecía a ellos. De
hecho, por uno de los extremos, detrás de un pequeño
repecho que ocultaba la casa y que le daba al lugar la
apariencia de ser mas lejano aún, pasaba, y sigue pasando,
un riachuelo que a veces forma una pequeña poza.
Entonces se bañaban, y no debían porque era agua
estancada, pero nadie les veía.
Otros días iba él sólo a la finca de Héctor. Esa era la
diferencia entre ser mejores amigos o no serlo, aunque
fuesen unos mejores amigos de temporada. Esos días eran
132
diferentes, mas tranquilos, y se parecían un poco más a
los de Madrid por esos ratos de no hacer nada y de ver la
tele después comer. Pero por otro lado no se parecían en
nada porque estaban en mitad del campo y porque no eran
uno sino dos los que se aburrían. Cuando ya no soportaban
más estar dentro de casa después de comer salían a la calle
y se sentaban el suelo a mirar las hormigas, que formaban
líneas rectas desde el hormiguero hasta una miga de pan o
hasta una avispa muerta que debía de ser un manjar para
ellas.
¿Cuántos años viven las hormigas?, apunta Luis en su
cuaderno de viaje, preguntándose si las mismas hormigas
a las que ellos incordiaban poniendo palos y piedras en
mitad se su camino recto seguirán todavía en la puerta de
la casa de Héctor, coleccionando avispas y trozos de
patatas fritas en el mismo hormiguero. ¿El mismo
hormiguero?, quizás las hormigas sigan viviendo pero el
hormiguero seguro que ya no existe, habrá sufrido
inundaciones y desprendimientos, y las hormigas habrán
tenido que mudarse varias veces, las mas fuertes con las
avispas a cuestas, las pequeñas con los trozos de patatas y
la reina a hombros de sus súbditas, que son todas.
Las hormigas no, pero quien sí que sigue en la misma
casa es Héctor, con sus padres ya jubilados y él sin saber
muy bien qué hacer, trabajando por las mañanas en una
ferretería y por las tardes cuidando de la finca. Cuando
acabó el instituto a punto estuvo de irse a estudiar a
Madrid. Sus padres le animaron pero a él le dio miedo,
estaba cómodo allí así que aplazó la decisión para el
próximo año y así hasta ahora. Se excusa a sí mismo
pensando que él, hijo único, no puede dejar a sus padres
solos. Una mentira que ni él mismo se creía ya, como le
confesó hace un mes a Luis en la boda de Alisa.
Héctor todavía no se ha atrevido a dar el paso, ningún
133
paso, pero nunca es tarde, le ánimo Luis en la boda, y le
contó que para él todo empezó a cambiar el verano de
octavo, cuando por fin se atrevió y dijo que sí a lo de irse
de campamento. El niño gordito y tímido que prefería ver
las cosas antes que hacerlas ha vivido desde entonces en
movimiento continuo. Después del primer campamento,
sin dar explicaciones por el repentino interés, les pidió a
sus padres que le apuntasen a judo y a pintura. Antón y
Dita pensaron: ¡por fin!, pero eso era sólo era en principio.
Después de tres veranos de campamentos, ya con quince
años, Luis se apuntó a un intercambió que organizaba el
instituto y estudió todo segundo de BUP en un colegio de
Manchester. Volvió de allí jugando al fútbol, él, que
siempre le tocaba de portero porque lo suyo más bien eran
los cromos. Nadie, entre todos los amigos, se explicaba
cómo había aprendido a jugar tan rápido, pero el caso es
que lo hacía bien. Llegó con dos camisetas del Manchester
United, bufanda, espinilleras, botas y balón, y Dita y
Antón se asustaron pensando que su querido hijo lector se
había convertido en un hooligan.
Lo del fútbol le duró dos años, hasta COU, cuando
entrenaba tres días a la semana y tenía partidos los
domingos por la mañana, que no había manera de irse con
él de fin de semana a ningún sitio. Los días de la semana
que le quedaban libres seguía yendo a pintura, alternando
ya con pequeños trabajos de grabado y escultura. Ya tenía
claro que quería estudiar Bellas Artes. Y fue precisamente
eso, el poder prepararse bien las pruebas de entrada a
Bellas Artes y la selectividad, que eran casi al mismo
tiempo, lo que le hizo dejar el equipo de fútbol, en
principio por unos meses aunque luego nunca se
reincorporó. Es raro, pero igual que le entraron las ganas
aquel año en Manchester luego se le fueron con la misma
rapidez. También es verdad que las cosas cambiaron
mucho después del verano de selectividad porque como no
consiguió entrar en ninguna de las facultades de Bellas
134
Artes, su madre le convenció para irse a pasar un año con
su familia a la Republica Checa, en concreto a Praga . Allí
se apuntó de nuevo a clases de pintura, eso por las
mañanas. Luego al medio día, trabajaba de camarero en un
restaurante español y las tardes y noches las pasaba con
sus primos. Manchester le había pillado un poco pequeño,
además se pasó el año jugando al fútbol. Sin embargo
Praga era otra cosa, o Luis en Praga era otro Luis. Ya se
parecía mucho al de ahora, que parece estar en veinte
cosas a la vez, todas diferentes, y va apuntando planes,
curiosidades y posibles obras de arte en una libreta que
luego nunca repasa.
A la vuelta de Praga consiguió entrar en Bellas Artes en
Madrid. Lo pasaba bien yendo a clase, pero le sobraba
bastante tiempo así que se apuntó a Tai-Chi y a un grupo
de algo parecido al teatro. También empezó a trabajar
algunas tardes en el taller de su padre. Esto último les pilló
desprevenidos a todos, especialmente a Antón, porque
hasta ese momento el único que se había interesado un
poco por la mecánica en casa era David, que siempre
había sido bastante manitas. Ni siquiera Luis pensaba que
la cosa iba ir tan en serio ni que iba a durar tanto. Y es que
ahora que le quedan pocas asignaturas para acabar la
carrera, hace allí más de media jornada. Con el dinero que
gana, le da para pagarse una habitación en un piso
compartido en Argüelles. Vive allí con su primo Stefan,
uno de los de Praga, y con Nancy, una inglesa que está
haciendo la tesis en Madrid y que está pensando en
cambiarse de nombre.
Hablando con él en la boda de Alisa, Luis se dio cuenta
de lo cerca que sigue Héctor de los hormigueros, de la
poza y de los almendros. Ha crecido y está trabajando, su
vida ha cambiado en ciertas cosas, pero lo que no ha
cambiado es el ritmo. La propia Alisa lleva también una
vida tranquila y organizada, entretenida con las
135
matemáticas y los largos paseos con Tritón todas las
tardes. O con las películas antiguas que graba en la tele y
ve con unos amigos que parecen la tertulia de Garci, los
fines de semana en el pueblo o de camping en camping
con Juan…Se han casado, pero de momento siguen
haciendo la misma vida que llevaban antes, ella viviendo
en Madrid en casa de sus padres y él en el pueblo, también
con sus padres. Después de hablar con Héctor, Luis
pensaba en todo esto y quería también para él un poco de
esa calma. Y es que cada vez le ocurre con más frecuencia
que no querría salir de la cama, se quedaría allí una
semana, con el teléfono desconectado y la mesita de noche
llena de libros. Fantaseaba con coger un tren e irse para el
norte. Muy lejos, quizás quince días o un mes, solo, sin
rumbo fijo, con uno o dos libros en la mochila y un
cuaderno para dibujar y escribir.
Una semana después de la boda Luis entregó el último
proyecto de la última asignatura de la carrera. Salió de
fiesta para celebrarlo y a la mañana siguiente se despertó
con bastante resaca y sin saber qué hacer. Se había tomado
un mes de vacaciones en el taller de su padre, la primera
semana la había gastado ya encerrado en casa con el
proyecto de la universidad y ahora le quedaban otras tres
ya programadas: iba a participar en un taller de teatro en
los Pirineos, iba a bajar a Marruecos con su primo Stefan y
otros extranjeros que vivían en Madrid y por último iba a
intentar retomar el contacto con unos cuantos agentes
artísticos, jóvenes e inexpertos como él, que algún día en
alguna fiesta le habían hablado de intentar mover sus
obras. Tenía una lista con sus nombres y sus teléfonos,
algunos los había conocido hace poco pero de otros ya no
se acordaba ni cuándo ni dónde, ni de sus caras.
Todo esto le daba vueltas en la cabeza y no quería salir
de la cama. Había algo que no encajaba, se supone que
esas tres semanas las había planificado él con cosas que le
136
apetecía mucho hacer, pero vistas así desde cerca y todas a
la vez no le apetecía ninguna. Había trabajado mucho
estos últimos meses en el taller y en la universidad para
intentar acabar la carrera en junio y tener unas vacaciones
tranquilas. Pero, ¿eran tranquilas las vacaciones que le
esperaban? En teoría sí, porque un taller de teatro en los
pirineos y un viaje con amigos por Maruecos no son
precisamente actividades estresantes, pero su cuerpo y su
cabeza le decían que no.
Esto es pereza tonta, pensaba Luis, esa que siempre me
da y luego se me pasa cuando estoy metido en algo. Ya,
¿pero qué pasaría si por una vez le hago caso a la pereza
tonta y hago lo que de verdad me pide el cuerpo? Luis
sabía muy bien qué es lo que le pedía el cuerpo: nada, no
hacer nada.
Esa misma mañana llamó a Huesca para decir que no
participaría en el taller de teatro. Después, tras pensárselo
un rato, fue al cuarto de Stefan y le dijo que no iría con
ellos a Marruecos. Stefan estaba medio dormido encima
de los libros. Llevaba estudiando desde las siete de la
mañana para un examen que tenía al día siguiente, el
último. Le dijo a su primo que tenía una semana para
repensárselo, y que de todas maneras intentaría
convencerle mañana o pasado, cuando estuviese más
despierto. Pero no le dio tiempo.
En menos de media hora Luis se había quedado sin
planes y cuando volvió a tumbarse en la cama para seguir
con su resaca ya no era lo mismo, la cabeza le dolía menos
y se estaba despejando bastante. Se levantó y subió la
persiana, hacía sol pero se veían unas nubes muy negras
aproximándose por el oeste, seguramente por la tarde
habría tormenta. Luis pensó que la lluvia le vendría bien a
Stefan, que dice que en Madrid no se concentra estudiando
porque llueve mucho menos que en Praga. Pero él no tenía
137
que estudiar, ni que dibujar o esculpir por obligación,
tampoco tenía que ir al taller a ponerse perdido de grasa,
podía hacer cualquier cosa, en concreto tirarse en el sofá a
leer comics de Asterix. No, justo eso no. Luis ya no se
acordaba pero cuando hizo la mudanza de su cuarto en
casa de sus padres a este en Argüelles, no se trajo los
comics de Asterix, ni los de Asterix ni ningunos otros.
Increíble, y hasta ese momento no se había dado cuenta.
¿Pero en qué estaría pensando? Hace dos años que se
mudó a esta casa , ¿y desde entonces no le han entrado
ganas de leerse un Asterix? Lo cierto es que sí, muchas
veces, pero no lo suficientemente firmes como para
imponerse a todas las cosas por hacer y libros “serios”
que leer.
Con el teatro en los pirineos y el viaje a Marruecos recién
cancelados Luis se quedó un buen rato mirando la
estantería de su cuarto con cara de tonto. Había por lo
menos diez o quince libros que no sabía muy bien qué
hacían allí ocupando el lugar de sus cómics. Y es que
ahora que tenía todo el día para él, quince días para él, no
quería leerse ninguno de esos, quería sus Asterix, así que
decidió ir a buscarlos a casa de sus padres.
Salió a la calle despejado, se había quitado un peso
enorme de encima y tenía ganas de andar así que antes de
ir a casa de sus padres daría un paseo hasta el FNAC. Le
sonaba que últimamente Uderzo había publicado uno o
dos Asterix nuevos, iría allí a leérselos. Como vivía en
Argüelles podía ir al centro andando, cosa que por cierto
tampoco había hecho demasiadas veces en estos dos años.
Empezó a caminar por las calles de Madrid, atento a todos
los detalles, como si estuviese de turista por otra ciudad.
Había muchos jubilados que iban a la compra, ellas en su
mayoría con carritos y ellos con bolsas de plástico
dobladas que les asomaban por el bolsillo del pantalón.
Otros simplemente estaban sentados en grupos de dos o
138
tres, o solos, ocupando todos los bancos que daban al sol.
Todavía estaban a siete de junio y el sol de las once de la
mañana era tolerable, incluso agradable. Luis se sentó
cinco minutos al lado de dos señores y una señora.
Estaban hablando de eso, del sol, y también de las nubes
que se veían venir ya desde el oeste y de la tormenta que
iba a caer por la tarde. Ella tenía que ir a recoger a los
nietos a la guardería y no sabía dónde había puesto los
paraguas. Luis disfrutaba del sol, de la conversación y de
la calma, y sólo cuando se empezó a sentir demasiado
cotilla se levantó y siguió andando.
El primer impulso aquella mañana, el de no salir de la
cama, cancelarlo todo y pasarse quince días sin hacer nada
le seguía rondando en la cabeza, pero ahora que se había
puesto en marcha se le había mezclado con otro viejo
conocido: las ganas de coger un tren y perderse hacia el
norte, así que cuando por fin llegó al FNAC no sólo fue a
la sección de cómics sino también a la de viajes. Estuvo
ojeando una guía de Europa Occidental; podía comprarse
un billete de Interrrail y visitar Francia, Bélgica, Holanda,
Alemania, quizás Dinamarca… En quince días no le iba a
dar tiempo a subir mucho más arriba. ¿Le pediría a su
padre otra semana de vacaciones? Quizás sí, pero además
de eso le iba a tener que pedir dinero, no de empleado sino
de hijo, porque por muy barato que quisiese viajar,
intentando dormir en los trenes algunas de las noches, se
iba a gastar bastante dinero.
Pese a que quería hacer un viaje sin rumbo fijo Luis no
paraba de pasar páginas en la guía encontrando sitios
donde querría ir. Ya estaba otra vez igual, no quería
agobiarse pero no tenía remedio. Ciudades, ríos, parques
naturales… En Francia, Bélgica, Holanda, Alemania... ¿Y
Dinamarca? No estaba.
Entonces la vio con el rabillo del ojo: la guía de
139
Escandinavia. Ahí sí que estaba Dinamarca, más pequeña
de lo que la recordaba en lo mapas, y también Suecia,
Finlandia y Noruega. Comparó las fotos que venían al
principio de las dos guías: en la de Europa Occidental casi
todo eran ciudades, en la otra paisajes. Y qué paisajes. ¿Y
si se cogía un avión a Copenhague y empezaba el Interrail
allí? Eso sí que sería una escapada al norte.
Cuando llegó a casa de sus padres se conectó a Internet
y estuvo buscando vuelos a Copenhague, no estaban tan
caros como había imaginado. En la comida lo habló con
sus hermanos. A David le parecía una tontería lo de querer
irse a pasar frío pudiéndose ir con Stefan y otros amigos a
Marruecos. Ana sin embargo decía que le daba envidia, y
es que está en segundo de Teleco y ya en febrero le han
quedado tres para septiembre así que le espera otro verano
sin moverse de Madrid. En la cena, Luis se lo contó a sus
padres. Le preguntó a Antón si era mucho lió que faltase
otra semana del taller y les pidió algo de dinero. A Dita le
parecía un poco aburrida la idea de irse sólo, pero Antón
asentía con la cabeza, él nunca había hecho algo así. Lo
único que le pidió a Luis es si podía estar en julio en
Madrid, que es cuando el taller se pone a tope.
Sí que estará en Madrid en julio, hoy es veintitrés de
junio y Luis viaja ya de vuelta, camino de Estocolmo,
donde hará la penúltima parada antes de coger un último
tren a Copenhague. Allí pasará las dos últimas noches
antes de volar de vuelta para Madrid el día veintinueve. El
viaje también había empezado en Copenhague pero sólo
había estado allí tres horas. Pensaba quedarse un par de
días allí pero desde el mismo aeropuerto salían trenes
hacia Suecia e incluso hacia Noruega. Era demasiado
tentador. Lo pensó un poco y al final decidió seguir hacía
el norte lo antes posible, ya tendría tiempo de visitar
Copenhague a la vuelta. De momento sólo quería subirse
en un tren y empezar a subir.
140
Cogió el tren. Eran las once de la noche y pensó que allí
dormiría muy bien. Sin embargo, tres horas después de
haber salido el tren, paró un buen rato y Luis se despertó.
Estaban en Gotemburgo, eran las dos de la mañana y era
de día. Ya no volvió a dormirse. Al día siguiente en Oslo
se compró un antifaz para poder dormir.
Con el antifaz puede dormir en los trenes y en cualquier
sitio; duerme cuando tiene sueño, sin horarios. Aún así, a
ratos, se pone nervioso y piensa que va muy rápido, que se
está dejando demasiadas cosas sin ver, o que muy
despacio y que no le va a dar tiempo a ver otras muchas. Y
le sube la angustia. Entonces es cuando busca el baño del
tren o del albergue, se mira en un espejo y se llama tonto
unas cuantas veces. Será por está terapia o más
probablemente por el sol, los paisajes y las caminatas de
los últimos días pero la mayoría de los ratos ya no tiene
angustia ni piensa en nada. Simplemente mira alrededor, o
lee, o anda.
Hace cinco o seis días, en Bodø, una pequeña ciudad
costera al norte de Noruega, se acabaron los trenes al
norte - se acababa la vía, no se podía ir más lejos - y tuvo
que coger un autobús hasta Narvik, casi trescientos
kilómetros más al norte, donde inesperadamente vuelve a
aparecer una última vía de tren. Esta vía no mira al norte
sino al este, a Suecia. Es por la que viaja ahora Luis, la vía
que no tendría que existir, la que quizás construyeron los
prisioneros de guerra de los nazis. Los casi trescientos
kilómetros entre Bodø y Narvik, que en principio iban a
ser de transición, otra etapa más en la búsqueda del Cabo
Norte, acabaron por romper todos los relojes de Luis, y
toda la angustia también, que se quedó sin espejos donde
mirarse. En lugar de las cinco horas previstas que iba a
tardar estuvo cinco días parándose en diferentes sitios de
esa carretera, y es que daban ganas quedarse a vivir
141
después de cada curva, nunca había visto nada tan bonito.
En Bodø se había subido el primero al autobús y se
había sentado en la primera fila de asientos para poder ver
bien el paisaje. A su lado se sentó una alemana a la que
había conocido hace unos cuantos trenes, en el trayecto de
Oslo a Bergen. Aquel día estuvieron hablando en el tren
pero se despidieron en la estación porque ella no iba de
albergues, llevaba su propia tienda de campaña y la
montaba en cualquier sitio. En Escandinava está permitida
la acampada libre pero a Luis, que sólo ha ido un par de
veces de camping, le asustaba un poco no saber dónde
poner la tienda; también los animales que pudiese haber en
tanto bosque.
Luis y la alemana, Yana, al encontrarse otra vez en el
autobús, se contaron el uno a la otra sus respectivos viajes.
Luis se daba cuenta de que su inglés no estaba tan
olvidado como pensaba. Él ya había estado en las islas
Lofoten y se las recomendaba muchísimo. Ella sin
embargo se había entretenido más tiempo en los fiordos de
alrededor de Bergen y pensaba cruzar a la parte norte de
las islas desde Narvik. Después los dos tenían el mismo
plan: seguir subiendo hacia el Cabo Norte. Luis iba a
hacerlo por carretera, unas dieciocho horas de autobús ¿de verdad estaba tan al norte el Cabo Norte? - , pero
Yana le contó que desde Tromsø, la siguiente ciudad
después de Narvik, se podía coger un barco hasta allí,
veintidós horas, y que luego, tras una breve parada, el
barco seguía siete horas más hasta Kirkenes, en la frontera
con Rusia. La opción del barco era un poco más cara y
más lenta pero si hacía buen tiempo serían veintidós horas
continuas de sol. Luis pensó que podría fijarse bien en el
círculo que hacía el sol en el cielo, tumbarse, dar paseos
en cubierta, mirar la costa, imaginarse los icebergs de un
poquito más allá en el océano ártico… Tentador, así que
empezó a hacer cálculos de tiempo y de dinero, le
142
preguntaba detalles a Yanna y apuntaba los cálculos en su
cuaderno. Hasta que ella le cortó:
- Deja de pensar en lo que vas a hacer mañana y mira el
paisaje.
Entonces levanto la vista y lo vio: montañas, sol, agua y
nieve. Lo mismo que llevaba viendo estos últimos días
pero aún más bonito. Ya casi no había pueblos ni casas,
quizás una cada veinte minutos, de esas rojas con
embarcadero. El autobús, que tenía cinco paradas
programadas entre Bodø y Narvik, se detenía también en
cualquier otro sitio. Luis y Yana, como iban sentados en la
primera fila, se dieron cuenta de que bastaba con acercarse
al conductor y pedírselo para que parase el autobús.
También paraba para recoger a gente en cualquier sitio de
la carretera.
En una de estas paradas, mientras el conductor y el
noruego que se había bajado charlaban un rato, Yana le
dijo a Luis que ella también se bajaba, que cambiaba de
planes y se quedaba a dormir una noche en esa zona.
- ¿Te quieres quedar tú también?, es precioso, puedes
dormir en mi tienda.
No había mucho tiempo para pensarse nada, el
conductor ya se había despedido de su amigo y Yana se
había bajado del autobús. No se lo iba a ofrecer dos veces.
Así que se bajó.
Vieron cómo se marchaba el autobús. Luis miró uno de
los folletos con los horarios y comprobó lo que ya se
imaginaba: eran las ocho de la tarde y no iban a pasar más
autobuses hasta el día siguiente. ¿Pero qué más les daba?
Aún era de día y lo iba a seguir siendo toda la noche.
Estuvieron andando un buen rato por la carretera,
143
acercándose y alejándose del mar, hasta que se
encontraron con un camino que les llevaba directos a la
orilla. Allí no había nada, ni casa roja ni embarcadero, y
mucho menos gente, pero el camino estaba bastante bien
cuidado lo que significaba que de vez en cuando alguien
pasaba por allí. La orilla era de esas que quizás se puedan
llamar playa, depende del tiempo que hayas estado sin
pisar una y de las ganas que tengas. No tenía arena pero
las piedras eran bastante finas. El agua estaba muy fría,
sólo faltaban los cachitos de hielo flotando.
La playa tenía unos doscientos metros de largo, luego
volvían las piedras grandes. Ellos habían entrado en ella
por el lado izquierdo y al llegar hasta el final descubrieron
que de allí salía otro camino de tierra que seguía la línea
de la costa, entre el mar y la carretera. Yana propuso dejar
allí las mochilas y seguir por el camino, y así, después de
dos o tres kilómetros, llegaron hasta una casita roja con
embarcadero. No había nadie. Miraron por las ventanas y
resultó que la casita sólo tenía una habitación: una cocinasalón muy acogedora con una televisión enorme y un
yacussi. Yana era muy curiosa y tiraba de Luis. Lo
inspeccionaron todo.
Cuando se cansaron de andar volvieron al lugar donde
habían dejado las cosas y montaron la tienda de campaña
en la playa. En un principio habían hablado de dormir al
raso pero se había levantado un poco de viento del norte,
es decir: del polo norte, y pensaron que mejor sería no
pasar frío. Ya dentro de la tienda, muy justa para dos,
Yana le contó a Luis que estudiaba en Berlín pero que se
había criado en un pueblecito en las montañas del sur de
Alemania, casi en la frontera con Suiza. Su casa estaba en
mitad del campo, a tres kilómetros del pueblo más
cercano, así que iba todas las mañanas en bicicleta al
colegio. Ella, sus hermanos y su madre, que no tenía
coche. Su padre tampoco pero él se quedaba en casa casi
144
todos los días, y se sigue quedando. Es pintor. Luis se
imaginaba la infancia de Yana como unas vacaciones
continuas – que luego no sería para tanto - y alucinaba con
la facilidad con que resolvía todos los problemas prácticos
que se podían plantear en mitad del campo y alrededor de
una tienda.
Cuando paró un poco el viento salieron otra vez a la
playa y se pusieron a cenar. En cinco minutos ella hizo
una hoguera para calentarse mientras él juntaba la comida
que llevaban en las dos mochilas y preparaba una cena con
paté, queso, pimientos amarillos, manzanas y un pepino.
El reloj de Luis decía que eran las doce de la noche así que
el sol, según Yana, les indicaba ahora dónde estaba el
norte: en el mar. Después de la cena a Luis le entró el
sueño y se metió otra vez en la tienda. Yana dijo que se
quedaba fuera un rato más.
Luis se despertó en la oscuridad del antifaz, se lo quitó y
se dio cuenta de seguía sólo en la tienda. A su lado el saco
de Yana estaba abierto, lo que quería decir que había
dormido allí, ¿pero qué hora era?, ¿cuánto había dormido
él? Salió de la tienda y se la encontró buscando piedras
por la orilla, piedras o conchas, algo. El caso es que iba
mirando el suelo y mojándose los pies. Eran las siete de la
mañana pero Luis ya no tenía más sueño, el sol ahora
estaba en el este, detrás de las montañas, así que en la
playa daba la sombra y hacía un poco de frío. Se puso a
hacer una fogata como la que había hecho Yana el día
anterior pero le llevó bastante más de cinco minutos. De
hecho aquello no prendió de verdad hasta que no vino ella
en su ayuda. Desayunaron galletas, manzanas y chocolate
y en seguida Yana dijo de desmontar la tienda e ir a buscar
el autobús para seguir hacia Narvik. Entonces Luis, sin
pensarlo demasiado, dijo que él se quedaría un día más en
la zona porque le había gustado mucho.
145
- ¿Quieres quedarte con la tienda? – le pregunto Yana al
instante – te la vendo y me compro otra en Narvik. Esta
me la compré en Oslo.
- ¿En serio?- Luis había dicho lo de quedarse con la boca
pequeña, y no había pensado en quedarse sólo.
- Sí. La tienda no es difícil de montar uno sólo, y si
quieres, antes de coger el autobús te puedo enseñar a hacer
una buena fogata, que la vas a necesitar.
- ¿Y cuánto cuesta una tienda en Narvik? – Luis estaba
preguntando eso, las palabras salían solas de su boca, ¿de
verdad que se iba a quedar?
Yana le dijo que unas cuatrocientas coronas, más o
menos cincuenta euros, pero que si le daba cuatrocientas
cincuenta se podía quedar además con toda la comida que
llevaba, así le daría para un día más. Así que no
desmontaron la tienda, ella metió todas sus cosas en el
macuto y se fueron hacia la carretera a esperar el autobús.
Ya estaba solo. Yana se fue en el autobús de las once de
la mañana y le dejó con una tienda de campaña, una bolsa
de comida y el secreto de las fogatas sin carbón artificial
ni gasolina. Luis se quedó un rato sentado al lado de la
carretera, sin saber qué hacer, con la cabeza pesada y
preguntona: ¿habré hecho bien?, ¿no debería de haberme
ido con Yana?, ¿me va a dar tiempo a coger el ferry o el
autobús hasta el Cabo Norte?, ¿qué se puede hacer por
esta zona? La guía de viajes era escueta y sólo dedicaba
tres líneas al trayecto entre Bodø y Narvik, decía, eso sí,
que era un tramo de carretera precioso. Al parecer al que
escribió la guía no se le ocurrió bajarse del autobús.
El primer coche que pasó por allí se paró al ver a Luis y
el conductor le preguntó, primero en noruego y luego en
146
inglés, si tenía algún problema o si quería que le llevase a
algún sitio. Luis le dio las gracias y le dijo que no, que
estaba acampado en la playa, pero aprovechó para
preguntarle si había algo interesante que ver por la zona.
El noruego le dijo que andando dos kilómetros hacia el
interior se encontraría con un fiordo que avanzaba hacia el
norte, casi paralelo a la línea de la costa y muy bonito.
También le dijo que a cinco kilómetros de donde estaban,
siguiendo por la misma carretera, había un pueblo con un
supermercado y un bar con televisión con satélite donde
ponían los partidos del mundial.
Entonces volvió a la playa, recogió la tienda y se fue a
buscar el fiordo. Después de eso los recuerdos se le
mezclan. Estuvo todo el día caminando, durmió una noche
a la orilla del fiordo, o dos, fue al pueblo y compró comida
en el supermercado, y en un momento dado, seguramente
cuando se estuvo bañando en el fiordo, perdió el reloj. La
última vez que lo había mirado eran las tres de la tarde del
día en que se marchó Yana, es decir, el 18 de Junio. Desde
ahí hasta el 22 de Junio que llegó a Narvik el tiempo de
Luis fue un continuo indescifrable, tan indescifrable que
se puede decir que desapareció. Por eso no sabe si fueron
una o dos noches las que durmió a orillas del fiordo, de
hecho no tiene muy claro si dormía por la mañanas, por las
tardes o por las noches. Dormía simplemente cuando le
entraba sueño o cuando el viento frío le obligaba a
meterse en la tienda.
El sol, mientras tanto, lo único que hacía era dar vueltas
en el cielo; así que después de dos curvas del fiordo Luis
ya no sabía donde estaban el norte y el sur, el mediodía y
la media noche. Sabía volver a la carretera, eso sí,
desandando el camino andado, o dándose de golpe con
ella, que es lo que le acabó por pasar cuando de repente se
encontró con un puente que cruzaba su fiordo. Resultó que
sobre ese puente estaba otra vez su carretera.
147
Allí cogió otra vez el autobús a Narvik pero pronto
volvió a bajarse en otro sitio que le gusto mucho. Estaba
tan atento a todo lo que veía y oía que se le olvidó
preguntarle la hora al conductor antes de bajarse, tampoco
le preguntó el día. Esta vez cerca de la carretera no
encontró una playa sino un pequeño acantilado y unas
cuevas a las que no se acercó mucho por si había animales
escondidos. Ojalá siguiese Yana con él. En esa zona pasó
una noche o dos y no se encontró con nadie. Ni pueblos, ni
casas, ni embarcaderos: nada. Hasta que volvió a dar con
la carretera. Allí le cogió en auto-stop un vecino del
siguiente pueblo, Olof, que no hablaba nada de inglés pero
que de alguna manera le invitó a cenar a su casa con su
mujer, Agnes. En la cocina tenían un reloj y Luis se enteró
de que eran las siete de la tarde pero no consiguió
averiguar en que día estaban. Si hubiese insistido se habría
hecho entender por gestos y se lo habrían dicho, pero le
daba un poco de vergüenza preguntar eso, quizás pensasen
que habían metido a un loco en casa. De lo que sí que se
enteró a base de gestos era de que el matrimonio tenía un
hijo trabajando en Oslo y una hija en Milán. Ellos estaban
ya jubilados y se pasaban el otoño y el invierno en Gran
Canaria. Llevaban haciendo eso cinco años pero no
hablaban nada de español, allí tenían amigos noruegos y
suecos con los que se entendían en su idioma.
Luis durmió en la habitación de invitados de Olof y
Agnes, en una cama con cabecero y bolitas doradas en las
esquinas, como un rey. Y mientras se quedaba dormido,
por primera vez en varios días, se paró a pensar en lo que
estaba haciendo. Desde que Yana le animó a bajarse del
autobús y más aún cuando ella se fue y él perdió el reloj,
se había olvidado de planes de viaje, de guías y de
horarios. No sabía en qué día vivía y muy probablemente
ya no le iba a dar tiempo a subir al Cabo Norte. Tenía la
sensación de haber estado vagabundeando alrededor de
esa carretera lo menos diez días, ¡quizás ya se le había
148
caducado su billete de ínter raíl! Además tenía que estar en
Madrid antes del uno de julio. Pero ya no sentía ningún
tipo de angustia, como si su cabecita toc-toc, inventora de
problemas, ya no existiese más y en su lugar hubiese ahora
un hueco por el que pasaba el viento.
En principio la idea del Interrail había sido esa, olvidarse
de la angustia y de las prisas, pero Luis llevaba tan dentro
el ritmo de Madrid que sin querer se había pasado casi
todo el viaje pensando en círculos: queriendo ver más
cosas, llegar más lejos, su cabeza convertida en una
enorme base de datos de horarios y nombres. Pero se bajó
del autobús, despidió a Yana y se quedó solo en un tramo
de trescientos kilómetros al que la guía dedicaba tres
líneas. Entonces su cabeza, sin nada que calcular, se había
parado.
¿Y eso qué quiere decir? Luis había leído que los monjes
budistas son capaces de dejar la mente en blanco durante
horas, días o meses, y él se los imaginaba sentados con las
piernas cruzadas, sin mover ni un músculo, con el hábito
naranja y las moscas dando vueltas alrededor.
Pero no es eso, que va, se puede estar sin pensar en nada
y al mismo tiempo haciendo cosas. Eso precisamente es lo
que le ha pasado a él. Cuando se fue Yana, mientras
desmontaba la tienda de campaña para llevársela de la
playa al fiordo, Luis empezó a sentirse muy aburrido, algo
que no le pasaba desde los doce años. No sabía qué hacer,
llevaba una novela en la mochila pero le quedaban pocas
páginas y en seguida se la terminó. Así que se aburrió y se
aburrió: sin amigos a quién llamar, películas por ver,
libros para leer o trabajos por entregar. Se aburrió tanto
que al final se aburrió de aburrirse. Ahí es donde la cabeza
dejó de incordiar y se paró. Entonces acabó de recoger la
tienda y se fue al fiordo.
149
En la cama de Olof y Agnes, disfrutando de las sábanas
suaves, Luis recuperó la noción del tiempo pero lo hizo
malamente, es decir, creía que habían pasado diez días
cuando en realidad habían sido sólo cinco. A la mañana
siguiente, es decir, esta mañana, después de un desayuno
preparado por Agnes, Olof ha dicho que se iba a Narvik a
comprar aceite para el coche y Luis se ha ido con él.
¡Estaban sólo a diez kilómetros! Olof le dejó en la estación
a las diez de la mañana y Luis, después de informarse del
día en que vivía decidió coger el próximo tren hacia
Estocolmo, que salía a las siete de la tarde.
Ahora lleva ya cinco horas en el tren y está empezando a
darse cuenta de lo especiales que han sido los últimos días.
Y en parte se da cuenta porque ya han pasado, es decir, la
magia de no pensar en nada se ha ido y se ha convertido
en recuerdo. Aún así, aunque su cabeza ha dejado de ser
un hueco por el que pasa el viento, sigue estando bastante
más vacía que hace una semana, cuando parecía que iba a
explotar con todos esos horarios de trenes, de autobuses y
sitios por ver. Luis viaja ya de vuelta, sabe que en trece o
catorce horas estará en Estocolmo, y después en
Copenhague y Madrid, pero no quiere pensar en nada más.
No piensa, mira el paisaje, pero como la magia se ha ido
se aburre un poco. Mejor aburrirse que angustiarse, apunta
Luis en su libreta, y se va a dar un paseo por el tren.
Después de cruzar cuatro vagones largos y ver nada más
que diez o quince pasajeros sentados, Luis se encuentra
con la cafetería. <<Así que aquí estaban todos…>>, y la
mayoría bebiendo cerveza. La explicación la tienen los
precios, y es que en noruega el alcohol es carísimo y
muchos noruegos se vuelven locos cuando cruzan a Suecia
porque pueden beber mucho más barato. Lo de mucho más
barato es un decir, claro, porque Luis mira los precios y
comparados con los españoles le sigue dando la risa y
prefiere pedirse un café. En Suecia el alcóhol también es
150
muy caro, y dentro de unos días, cuando Luis cruce en
ferry a Dinamarca se encontrará con un montón de suecos
que cruzan a Dinamarca nada más que para comprar
cervezas. Y los daneses del sur arrasan con los
supermercados de la frontera con Alemania. Están locos
estos vikingos.
Mientras sigue en la cafetería, justo cuando le acaban de
poner su café, el tren para en una estación y Luis
aprovecha para acercarse a una mesa sin derramar nada.
Están todas ocupadas, así que decide sentarse con otro
mochilero, un chaval rubio que se está tomando un café
mientras lee un libro gordísimo de ciencia ficción en
inglés. Va sentado junto a la ventanilla y en la silla de al
lado está la mochila. Luis le pregunta si le molesta y se
sienta en frente suyo, también junto a la ventanilla. Desde
ahí intenta averiguar el nombre de la parada pero no lo
consigue, alcanza a ver un cartel pero no distingue qué es
lo que pone. Lo que está claro es que están en un pueblo
del norte de Suecia, que son las doce y media de la noche
y que sigue siendo de día, ¿habrán cruzado ya de vuelta el
círculo polar? Por las horas que llevan ya en el tren Luis
piensa que sí.
En un momento en que el chico de enfrente levanta la
mirada del libro y se pone a mirar por la ventanilla, Luis,
que tiene ganas de hablar con alguien, aprovecha para
preguntárselo:
- ¿Tu crees que hemos cruzado ya el círculo polar?
- ¿Qué?
El chico se ha sorprendido de que le hablen así de repente,
pero al momento sonríe y se presenta. Se llama Tom y es
australiano, también viaja hasta Estocolmo y no sabe lo
que es el círculo polar. Luis, que cuando habla inglés con
151
norteamericanos o australianos se bloquea bastante,
empieza a explicárselo y Tom comprende. Ha estado una
semana en Cabo Norte, visitando a su novia que está allí
trabajando en un hotel, y claro que se había dado cuenta de
que no se hacía de noche, lo que pasa es que no se había
planteado que hubiese una línea que separase los sitios
donde pasa eso de los que no.
- Tiene su lógica, pero nunca me lo habían contado.
- ¿Y en el colegio?
- En el colegio me dedicaba a diseñar los “graffiti” que
luego hacía por la tarde en la calle
Los dos se ríen y Tom le pregunta a Luis por su viaje,
porque él tiene ahora una semana para viajar y no sabe
muy bien a donde ir. Luis le cuenta muchas cosas, aunque
algunas se las guarda. No le dice que a punto ha estado de
volverse loco y de hablar con los trolls escondidos en los
fiordos.
El tren ha estado parado un buen rato y cuando por fin
arranca, ahora que Tom está ya informado, Luis vuelve
con el tema del círculo polar.
- Entonces, ¿tú que crees?, ¿hoy se va ha hacer de noche o
que no?
- ¿Lo dices porque viajamos hacia el sur? - Tom dice esto
y dibuja con el dedo una línea hacia abajo en el cristal de
la ventanilla.
- Sí.
- Pues no sé. ¿Nos fijamos un rato a ver si hay mas o
menos luz?
152
Tom y Luis se quedan callados y se ponen a mirar por la
ventanilla pero pronto se cansan. Bueno, realmente el que
se cansa es Luis, que mucha curiosidad pero luego no
tiene paciencia y prefiere seguir preguntándole cosas a
Tom.
Después de un rato sin mirar por la ventanilla,
entretenidos con unos noruegos que llevan media hora
discutiendo a voces con el camarero, es Tom el que se gira
un momento y se da cuenta.
- ¡Mira Luis!, ¡es de noche!
Es cierto que es de noche, todavía queda un poquito de
luz en el ambiente pero ya se puede decir que es de noche,
los dos coinciden en eso.
- Ahora a ver cuánto dura – dice Tom.
- Es verdad, lo mismo amanece en diez minutos. El caso
es que ahora es de noche, y yo tenía ya ganas de verlo, es
como que el cuerpo necesitase el día y la noche.
- ¿Tú crees?
En ese momento Luis avisa a Tom de que un chico con
sombrero y gabardina de gángster de los años treinta acaba
de entrar en la cafetería y está pidiendo en la barra. Tom
no le puede ver porque está de espaldas. Le sirven un café
y un bollo, después levanta la vista y se pone a buscar
mesa. La cosa está como antes, todas ocupadas con gente
bebiendo cerveza menos la de Tom y Luis, con dos tazas
de café. Luis le ve acercarse y se alegra: el gángster se
sienta con ellos. Dice llamarse Jack Sullivan.
Pese a que el tren es moderno, el vagón-cafetería tiene
decoración antigua y en los bordados de los manteles se
153
puede leer: Orient Express of Scandinavia. Luis ya se
había dado cuenta de que a ratos parecía que estaban
dentro de una película antigua pero con la aparición de
Jack Sullivan es como si estuviesen en el verdadero Orient
Express y Jack Sullivan fuese un detective que había
venido a resolver un misterioso asesinato. Claro que
después de hablar con él cinco minutos es evidente que a
Jack Sullivan le falta glamur para ese papel. Tiene mucho
acento norteamericano al hablar ingles y en seguida lo
confirma, dice que es de Florida. Sólo un estadounidense
es capaz de decir su estado en lugar de su país cuando
conoce a un extranjero. O eso, o dicen directamente “soy
americano”. Vamos, que no concretan nada o concretan
demasiado.
Después de cinco minutos hablando con él, la sensación
de que a Jack Sullivan le ha tocado el disfraz de gángster
en una feria se hace cada vez más fuerte, y resulta mucho
más fácil imaginárselo en vaqueros y con una camiseta
que ponga “mi hermana estuvo en Londres y se acordó de
mí”. Es una pena que no se sepa bien su papel de
gángster, piensa Luis, y se acuerda de que hace unos años,
cuando fue a Paris con sus padres, conocieron a un
autentico dandi del siglo diecinueve: no tendría más de
veinticinco años y vestía con elegancia, se movía con
elegancia y paseaba sólo -y solo - por las calles más
céntricas de París. Con sus padres habló en francés y con
él y sus hermanos en un inglés británico perfecto. A
petición de Luis, que empezó a tirar del hilo, el dandi les
recitó poemas enteros de Oscar Wilde.
Sullivan, sin quitarse el sombrero, les empieza a hablar
de su viaje. El último sitio en el que ha estado es Pajala,
un pueblo sueco en la frontera con Finlandia. En 1987 el
alcalde decidió organizar una gran fiesta por el
cuatrocientos aniversario de la creación del pueblo y puso
anuncios en los periódicos suecos invitando a las mujeres
154
solteras del sur del país a unirse a la fiesta. Y es porque
por aquel entonces la situación era dramática, ya que en
Pajala había una mujer por cada tres hombres. Algunos
periódicos internacionales se hicieron eco de la invitación
y al final no sólo llegaron a la fiesta mujeres del sur de
Suecia sino también muchas de Europa del Este. Parece
increíble pero docenas de esas mujeres acabaron por
casarse y se quedaron a vivir en Pajala.
Luis se da cuenta de que Sullivan, mirándole de cerca y
oyéndole hablar, no aparenta más de veinte años. El
misterio es qué es lo que hace viajando por el norte de
Europa con estas pintas. Viene de Pajala pero… ¿a dónde
va? Sullivan se lo explica. No ha estado en Pajala por
casualidad, está viajando por Escandinavia buscando un
sitio dónde quedarse a vivir y cuando se enteró de que en
Pajala había muchas mujeres fue para allá a ver si era
cierta la leyenda.
- ¿Y es cierta? – pregunta Tom.
- Sí. Se nota que hay más mujeres que en el resto de
pueblos del norte. Y no son sólo las mujeres que llegaron
en el ochenta y siete. Muchas se han traído ya a sus
hermanas. Y luego están las hijas, que las más mayores
tienen ya dieciséis.
Tom se levanta a por otro café, Luis le coge el mapa y se
da cuenta de que lo tiene lleno de marcas, quizás son los
sitios en los que ha estado.
- ¿Tú cuantos años tienes, Jack?
- Diecinueve.
- ¿Y cuánto tiempo llevas viajando por aquí?
155
- Un año. Trabajo en Kiruna reparando ordenadores y
haciendo páginas webs. Cuando ahorro un poco o cuando
hay menos trabajo entonces es cuando viajo.
-¿Kiruna no es un buen sitio para quedarte a vivir?
- No me gusta, pero mientras encuentro otra cosa está
bien.
- ¿Y Florida?, ¿no echas de menos el buen tiempo?
Tom oye esto último desde la barra y asiente, dice que
Florida debe de ser más o menos como Australia y que él.
Por muchas mujeres que haya, no cambiaría nunca
Sydney por Pajala, que allí también hay muchas chicas y
además van en bikini.
Pero Sullivan no echa de menos el buen tiempo.
Además, de repente se ha puesto nervioso y ha empezado
a temblar y a mirar alrededor. Parece Woody Allen en
Misterioso asesinato en Manhatam. Espera a que Tom
vuelva a la mesa y entonces lo cuenta todo:
- Me habéis caído bien y os voy a contar una cosa, pero
no nos puede oír nadie.
- Entonces habla más bajo.
- Es verdad. Os cuento, pero no os asustéis...
- ¡Cuenta ya!
- Se trata del clima. Resulta que al equilibrio social y
climático en el que vivimos en Occidente no le quedan
más de veinte años de vida. Y no me digáis que ya habéis
oído hablar de cambio climático porque no me refiero sólo
a eso; es todo el sistema el que se va a derrumbar. En
156
cuanto se derritan un poco más los polos y los glaciares,
ciudades como Londres o países enteros como Bangladesh
van a quedar bajo las aguas. Imaginaos toda esa gente
buscando otro lugar para vivir. El Sahara poco a poco se
va a ir comiendo el norte de África, y a Mexico y al sur de
Estados Unidos le va a pasar lo mismo, con el agravante
de los huracanes. En fin, que cruzar ciertas fronteras se va
a poner mucho más difícil de lo que lo es ya. Sumando
guerras, sequías y desastres de todo tipo, la gente se va a ir
retirando hacia los polos, al principio poco a poco y luego
en estampida. Por eso los miembros de hermandad a la
que pertenezco, y puesto que la Antártida está tomada por
los científicos y los militares, hemos decidido emigrar
hacia el norte, hacia el Ártico.
- ¿Perteneces a una hermandad? –Luis se lo pregunta
porque no se lo puede creer; quizás no ha entendido bien
por el inglés.
- Si.
Antes de que Luis le pueda preguntar nada se le adelanta
Tom, que no se atasca hablando inglés. De hecho pasa un
buen rato en el que Luis no es capaz de decir nada, sólo
escuchar la conversación entre el americano y el
australiano. Y fliparlo.
- ¿Y lo de ir vestido de gángster forma parte de las reglas
de la hermandad?
- Que va, no somos como esos mormones o evangelistas
que van predicando por ahí vestidos todos iguales. Nuestro
superior dice: <<aunque está asumido que toda persona
necesita comida, reposo y compañía, la gente todavía no
entiende que también hace falta una estética personal,
meditada y madura, acorde con el carácter de cada uno>>,
y yo he elegido estos zapatos, esta gabardina y este
157
sombrero. Así que no soy clon de nadie. Bueno, quizás de
Humphrey Bogart.
-Y vuestro superior, ¿también está vagando por ahí
buscando un retiro ártico?
- Sí claro, a ver si os vais a creer que somos de esas
hermandades en las que el superior vive de puta madre y
los demás hacen el imbécil. No, aquí todos hacemos lo
mismo.
- Entonces él también habrá encontrado su estética, espera
que me lo imagino: él va vestido de Jesucristo.
- No, va vestido de patata.
- ¡¿De patata?!
- Sí, fue el primero que encontró su estética. Y es un
purista. Su retiro ártico va a ser en Siberia. Ya está por
allí. Las condiciones climáticas son mas duras pero por
eso mismo habrá menos superpoblación dentro de unos
años.
- ¿Tú crees?, porque si lo que cuentas es verdad a mí me
da que todos los chinos querrán irse para allá, les pilla
mucho más cerca que Escandinavia o Alaska. Y los chinos
son muchos.
- Es verdad, no había pensado en los chinos, pero el
superior seguro que lo ha tenido en cuenta. Y es que él se
guía por sus visiones, lo que es muy práctico, y nosotros
nos guiamos por él. La primera visión la tuvo leyendo un
Nacional Geographic en la peluquería.
- ¿Y todos sois…? espera, ¿cómo se llama la hermandad?
158
- Eso es secreto.
- Claro.
- Bueno, lo que quería preguntarte es si sois todos de
Florida.
- No, que va, somos de todo el mundo.
- ¿Entonces cómo os habéis conocido?
- Por Internet, en foros de programadores. Y así es como
nos mantenemos en contacto. Yo por ejemplo no he
hablado en persona con ninguno de los otros miembros,
nada más que por chat.
- ¿Y estáis repartidos por todo el norte?
- Si: Alaska, Canadá, Groenlandia, Islandia, Escandinavia
y Siberia. También hay unos pocos de nosotros en el sur
de Argentina, en la Patagonia.
- ¿Y no has convencido a nadie para instalarse contigo?,
¿te has venido aquí solo desde Florida?
- Bueno, mi familia por ejemplo que no sabe nada de la
hermandad, ¡y espero que no se entere!, se creen que me
he venido aquí porque he encontrado un buen trabajo. Y
amigos no tengo muchos, amigos de chat sí, y algunos
están en la hermandad, pero amigos de verdad sólo uno, y
no es programador.
- ¿Hay que ser programador para estar en la hermandad?
- Sí. Y lo de estar cada uno en un sitio es porque el
superior dice que es mejor que estemos bien repartidos. Es
una decisión estratégica.
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- ¿Estratégica para qué?
- No se si os debería contar esto. A ver, la cosa es que los
de nuestra hermandad no pretendemos mudarnos al norte
ahora que estamos a tiempo nada más que para salvar el
culo. Bueno, al menos no sólo pretendemos eso. También
tenemos el objetivo ese que tienen casi todas las
hermandades de preservar algún conocimiento o secreto
para las generaciones venideras. Nosotros en concreto
queremos implementar un Internet, paralelo al Internet
actual, que siga funcionando en el Ártico y en la Patagonia
cuando el sistema actual, Internet incluido, se colapsen.
Por eso tenemos que estar bien distribuidos y por eso
somos todos programadores.
Luis no se puede creer lo que está oyendo, le cuesta
mucho seguir la conversación porque cada vez hablan más
rápido y les tiene que leer los labios. En un momento
desconecta y mira por la ventanilla, está amaneciendo. No
ha pasado ni media hora desde que anocheció, media hora
en la que ha conocido al “freaky” más “freaky” de cuantos
“freakies” ha visto. Además no para de hablar.
- No soy yo el único miembro de la hermandad que está en
Escandinavia. Sé de al menos dos que también están por
aquí. Un chico que va vestido de zanahoria y una chica
que lleva ropas de zarina rusa. A la zarina me pareció
verla un día en Cabo Norte, pero yo iba en barco y ella
estaba en la costa así que no pudimos hablar.
- ¡Qué pena!, porque las zarinas rusas creo que no usaban
bragas – a Luis por fin se le ha ocurrido algo que decir.
Tom y Sullivan le miran y se ríen pero siguen con el tema,
<<las visiones apocalípticas a veces tiran hasta más que
las bragas>>, piensa Luis. De hecho Tom parece cada vez
160
más interesado.
- ¿Hay también australianos en la hermandad?
- No lo sé.
- ¿Y cómo hace uno para apuntarse?
Sullivan se pone un poco nervioso, se quita el sombrero y
empieza a rascarse la cabeza. De repente se les queda
mirando fijamente a los dos y les pregunta si son
programadores.
- Yo soy informático – dice Tom.
- Y yo mecánico – dice Luis.
- Entonces tú no puedes – le dice Sullivan a Luis, y
bruscamente coge a Tom del brazo para llevárselo a otra
mesa.
Tom mira a Luis como avergonzándose de los modales
de Sullivan pero se va con él. Cruzan el vagón-cafetería y
se sientan en una mesa que ha quedado libre. Luis se da
cuenta de que es la primera vez que se define a sí mismo
como mecánico. Eso le da que pensar. Antes de haber
acabado la carrera decía que era estudiante de Bellas Artes
pero ahora ni se le pasa por la cabeza decir que es artista,
<< ¿cómo puede alguien decir eso de sí mismo?>>, piensa
Luis, que también se da cuenta de que le ha gustado poder
decir que es mecánico, aunque todavía no sepa si lo va a
seguir siendo mucho tiempo.
La despedida de Tom y Sullivan ha sido un poco brusca.
A Luis no es que le haya molestado pero se ha quedado
con ganas de saber un poco más. Así que los mira desde
el otro lado de la cafetería preguntándose qué códigos
161
secretos le estará revelando el gángster al australiano.
Piensa en pedirse otro café pero mejor será volverse a su
vagón a dormir un rato que aunque sea otra vez de día es
la una de la madrugada y le ha entrado sueño. Eso sí, la
imagen de un hombre vestido de patata liderando una
hermandad secreta internacional y viajando por Siberia no
se le va de la cabeza, es buenísima.
Para salir del vagón-cafetería decide dar una vuelta un
poco tonta y pasar junto a la mesa de los informáticos.
Pone la oreja.
- El verdadero nombre de nuestro Superior es un secreto
que nadie sabe – le está diciendo Sullivan a Tom – pero
nosotros le llamamos John Key.
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7. Gordo - Lunes 24 de junio de 2002
Javier esta gordo, se lo dicen su médico de cabecera, su
mujer y sus hijas. También se lo recuerda su padre cada
vez que le ve. Su madre era la única que le miraba con
buenos ojos la barriga y la papada.
- Menos mal que la nariz no la tienes roja, que si no me
empezaba a preocupar…¡ay, pero cómo me gustan esos
mofletes de bebé!– Margarita alzaba entonces el brazo y
Javier se agachaba para que ella le pudiese tirar de los
mofletes.
Hoy es su coche el que le dice que esta gordo,
exactamente “gordocabrón”. Lo puede leer en el capó en
unas letras que aunque son muy grandes, él ha tardado
bastante en ver. Ya se había metido dentro y había
arrancado cuando fue otra cosa la que le hizo bajarse: las
ruedas. Notaba como si se le hubiese pinchado una. Salió a
mirar y no era una sino las cuatro ruedas las que estaban
pinchadas. Sin saber qué hacer, empezó a dar vueltas
alrededor del coche buscando restos de cristalitos en el
suelo. No se explicaba cómo había conseguido pinchar las
cuatro ruedas sin darse cuenta, entonces vio una caricatura
163
de sí mismo bastante bien hecha en el capó. Debajo de la
caricatura, con letras grandes y mayúsculas estaba el
“gordocabrón”, así todo junto.
Comprueba con el dedo la profundidad de los rayajos,
han tenido que usar un buen cuchillo, y se imagina a
algunos de a sus alumnos bebiendo cerveza a las tres de la
mañana, riéndose del profesor de dibujo que además de
suspenderles es un gordocabrón. Se imagina en concreto a
tres: Víctor, Lucas y Omar, los tres de Cuarto de la ESO
C. Quizás Lucas no, pero Víctor y Omar…como si los
viera. Que por cierto no deben de andar muy lejos porque
después de lo que han hecho no se van a perder la mejor
parte, que es ver al gordocabrón moverse de un lado para
otro, agachándose y jadeando, de rueda en rueda y de
premio el capó.
Ellos no lo saben pero si hubiesen dejado las ruedas sin
pinchar habría sido peor, se habría pasado al menos una
semana dando vueltas por ahí con el dibujo en el capó, sin
darse cuenta de ello hasta que alguien le hubiese llamado
la atención por la calle, o peor, hasta que Laura le hubiese
pedido prestado el coche. Entonces se habría enterado
también María y se habría cabreado mucho. En principio
no con él sino con los alumnos vándalos; no con él pero un
poco sí, no por nada en especial, nada más que por dejarse
hacer esas cosas. Como siempre.
Pero como se ha dado cuenta a tiempo ahora es él quién
decide a quién se lo va a contar y a quién no. A María no,
eso está claro, y a Laurita y a Alisa tampoco, que se irían
de la lengua. Y es que no quiere decirles eso de <<pero no
se lo digáis a mamá>>. Eso puede decírselo un hermano
pequeño a un hermano mayor pero no un padre a sus hijas,
además quedaría flotando en el ambiente una incómoda
pregunta:
164
<< ¿y por qué no quieres que se lo digamos?>>
Con los años Javier ha ido cogiendo la manía de
asustarse de María y no decirle ciertas cosas para que no
se enfade con él. En general todo lo relacionado con el
instituto y los alumnos que a veces se ríen de él. Es una
situación incómoda. Javier piensa que así no puede seguir,
pero lo cierto es que cada vez le oculta mas cosas. María
se pone tan pesada… Lo del coche, por ejemplo, montaría
una tragedia. Durante una semana no se hablaría de otro
tema, y no con bromitas sino con caras largas. Ella se
enfadaría con el mundo y en concreto con él: por no dar la
cara y no enfrentarse a los alumnos, en fin, por no
enfadarse todo lo que debiera.
Sentado en el bordillo de la acera, con una mano
apoyada en el capó del coche y con la otra quitándose el
sudor de la frente, Javier no sabe qué hacer, se levanta y
mira otra vez en la caricatura, ¿de verdad está tan gordo?
Debería llamar a una grúa para que vengan a por el coche
y lo lleven a un taller, ¿pero a qué taller?, ¿el taller de
Antón?
En toda su vida Javier sólo ha pisado dos talleres: el de
su padre en el pueblo y el de Antón en el barrio. Además,
hasta que su padre por fin se jubiló hace diez años, los
coches de Javier y María siempre fueron motivo de
discusión entre los dos talleres. Cada vez que llegaba al
pueblo, su padre, después de darles dos besos y de que
comiesen o cenasen o merendasen, cuando el motor se
había enfriado un poco, se escapaba del comedor y del
postre y bajaba a ver cómo estaba el coche. Entonces se
cabreaba:
- ¡¿Ya has vuelto a ir donde Antón?! Tienes el aceite
recién cambiado, te ha puesto pastillas nuevas en los
frenos, ¡hasta un ambientador! Y seguro que luego no te
165
ha querido cobrar. ¿No podías esperar un poco a que te lo
revisase yo?
A la inversa también pasaba lo mismo, conclusión, que
los coches de Javier y María han estado siempre muy
mimados. Desde que su padre se jubiló Javier, ya sólo va
al taller de Antón, pero los mimos siguen igual, tanto que
ahora que Antón se ha especializado en Opel <<porque en
los coches más nuevos cada marca tiene un programa de
ordenador diferente y hay que especializarse>>, el coche
nuevo de María es un Opel. Y Javier, cuando llegue el
momento de comprarse otro coche, cosa en la que nunca
piensa hasta que Antón o María se lo dicen, se comprará
también un Opel.
Así que todo tan sencillo como llamar a una grúa y que
le lleven el coche al taller de Antón. ¿Pero qué va a pasar
con el gordocabrón y la caricatura? Antón se va a reír un
rato y Javier se va a reír con él. Hasta ahí bien. Pero luego
Javier tendrá que decirle que no quiere que María se
entere, y no va a ser capaz de soltarle eso a Antón. Javier
ensaya unas cuantas frases y todas le parecen ridículas. Es
absurdo tener que esconderle algo así a su mujer, treinta
años conviviendo con alguien y estar todavía con estas
cosas. Pero es casi peor no ser capaz de confesarle a Antón
que le da miedo María. Qué angustia así de repente. Y es
que si por no dar la cara lleva el coche a otro taller a ver
cómo lo explica en casa, o peor, a ver cómo se lo explica a
Antón.
Sigue sentado en el bordillo, sudando cada vez más y
rascándose la cabeza. Llama a la grúa y le dicen que van a
tardar media hora. Ahora son las cinco y a Javier se le ha
fastidiado la tarde, mas que por el gordocabrón y los
pinchazos, por el comecome de no poder decírselo a
María. Hace tan sólo media hora, en su terraza, la tarde
pintaba muy bien. Javier estaba leyendo el periódico con
166
el café de después de comer y había decidido ir a los cines
de Princesa a la sesión de las seis. No había pensado qué
película quería ver, pero eso es lo que más le gusta: llegar
allí sin saberlo. Se da una vuelta por los cuatro multicines
que hay en cincuenta metros a la redonda y elige una
película. Luego con las entradas en la mano, mientras
espera a que empiece la película, pasa a la cafetería del
Vips, se toma un café con tortitas y se queda dando vueltas
por las estanterías de la tienda.
Las tortitas del Vips. En el barrio casi todas las cafeterías
son de las clásicas madrileñas, es decir, son bares, de esos
que por las mañanas tienen tostadas, donuts y con suerte
churros pero por las tardes, como mucho, magdalenas
metidas dentro de una bolsa de plástico. Sólo se salva un
sitio: “La Caseta del Perro”. La han abierto hace un año
pero Javier se ha enterado hace apenas dos meses, un día
que acompaño a Alisa y Tritón en su paseo diario. Ella se
lo enseño, <<mira papá, por fin un sitio donde dejan entrar
al perro>>. Y es que La Caseta no es una cafetería normal,
ni un bar, sino una mezcla de cosas: es una peluquería
ecológica, una tienda de ropa de comercio justo, una
confitería-cafetería y una biblioteca (libertaria). Todo eso
en cincuenta metros cuadrados. También hay una parte de
arriba a la que Javier nunca ha subido porque le da un
poco de apuro. Allí, según los carteles, hay una sala donde
se proyectan películas y se dan clases de tantra. En la parte
de abajo también hay un loro.
“La Caseta del Perro” está llena de exalumnos de Javier,
pero también de unos bollos, tartas y galletas riquísimos.
El pastelero jefe, porque allí hay muchos que meten
mano pero sólo uno tiene la última palabra, es El Rata, un
antiguo novio de Alisa que antes de ser El Rata se llamaba
Rafael Díaz. Javier recuerda cómo Rafael Díaz se pasó un
año entero llamando todas las tardes a casa. En lugar de
167
quedar en el parque o en unos soportales, El Rata y Alisa
hablaban por teléfono. Como mínimo una hora al día. ¡Eso
viviendo plaza con plaza! Javier no entendía nada. De eso
han pasado lo menos diez años y ahora El Rata debería de
estar trabajando en un restaurante de lujo en lugar de
diseñando páginas webs, porque si horneando en sus ratos
libres y con unos ayudantes que no tienen ni idea es capaz
de hacer estas tartas, Javier no se imagina lo que podría
hacer con más medios.
- Bola, lo que pasa es que aquí el Rata está a gusto, y eso
es lo importante para que las tartas le salgan ricas – esto se
lo dice El Mute mientras le piden al Rata una tarta de
fresas cubiertas con un merengue casi líquido.
Después de tres o cuatro días viniendo a La Caseta,
cuando sus exalumnos han cogido un poco de confianza
han empezado a llamarle Bola, que es uno de los motes –
el oficial - con que se le conoce en el colegio. A Javier se
le hace un poco raro que se lo llamen a la cara pero así no
desentona con el resto: El Rata, El Mute, La Yupi… El
Bola.
Hoy, mientras espera a que venga el de la grúa, Javier
está intentando convencer al Mute de que les iría mucho
mejor el negocio si quitasen del escaparate la ropa y las
fotos de cortes de pelos y lo llenasen de pasteles. Según
está ahora mismo estructurado el local la peluquería y la
tienda de ropa son las únicas cosas visibles desde fuera.
Detrás, bastante escondida, está la cafetería-confitería.
Javier opina que deberían de ponerlo todo al revés:
- Pero Bola, La Caseta no es un negocio, ¿tú crees que si
esto se llenase de amiguetes tuyos comiendo pasteles
podríamos seguir fumando porros en el local?, ¿y qué me
dices de los gritos que se oyen los días que hay clases de
tantra arriba…? ¿eh?, sería un canteo.
168
El Mute. Le cae muy bien ese chaval, es de la misma
edad que el Rata y que Alisa y aunque también fue alumno
suyo, casi no le había visto desde entonces. Después de
dos días coincidiendo con él a la hora del café, el Mute le
contó que había estado siete años estudiando en Granada y
que durante ese tiempo no había parado mucho por el
barrio. Ahora ha acabado la carrera – Historia – no tiene
trabajo y ha vuelto a Madrid a casa de sus padres. Lo de
que no tiene trabajo es un decir, porque tener sí que tiene
pero no le pagan nada. Está haciendo un doctorado en la
Complutense, un híbrido entre historia y sociología, un
proyecto de campo: el Mute se recorre los barrios de
Madrid pidiendo a la gente que le haga un resumen del
siglo veinte en un máximo de tres minutos. Hay algunos a
quienes les sobra con diez segundos. Luego recoge los
testimonios, los analiza y los compara. Jubilados, jóvenes,
trabajadoras, amos de casa, niños…Todo le vale. Cuando
tenga suficiente material se sentará a redactar la tesis.
Javier le escucha atento entre tarta y tarta, entre visita y
visita al horno del Rata, que no deja de experimentar y
todos los días supera lo insuperable. Por ejemplo la tarta
de hoy - de fresas y merengue con consistencia de nube hace callar al Mute, que le estaba contando a Javier sus
entrevistas históricas en el mercado Maravillas, y se pasan
dos o tres minutos concentrados cada uno en su paladar.
Javier imaginándose por un momento que su hija no esta
casada con Juan sino que sigue de novia con el Rata y que
a él le espera una jubilación llena de pasteles, cada día uno
nuevo. Pero la tarta se acaba pronto, y Javier, mientras
rebaña el merengue que queda en el plato, se acuerda de
María diciéndole mil veces – y con razón – que se tiene
que poner a dieta.
Javier, que se siente muy culpable por pensar siempre en
María como en una madre censora, no aguanta más y
aprovecha la complicidad y confianza que le da el Mute
169
para contarle eso que le agobia tanto: el asunto de las
pintadas en el coche, el no poder contárselo a María por
puro miedo, y por extensión, por no querer admitir que es
un marido “ocultacosas”, no poder contárselo tampoco a
sus hijas o a sus amigos de toda la vida.
- Te ahogas en un vaso de agua, ¿y cada vez que te pasa
algo así vienes a por un trozo de tarta?
- Sí, más o menos eso es lo que pasa.
- Con lo relajado que pareces siempre…
- Ese es el problema, que al parecer me lo tomo todo con
demasiada calma, y eso a María la saca de los nervios.
El Mute no sabe muy bien qué consejo darle a Javier
pero él le dice que no se preocupe, que ya con habérselo
contado a alguien se ha quitado un buen peso de encima.
En ese momento le llaman al móvil.
- ¿Diga?
- Soy el de la grúa, le llamo porque creo que estoy al lado
de su coche, es del Renault Megane con las cuatro ruedas
pinchadas, ¿no?
- Si, el azul, muchas gracias por llamar.
- Tenía su número guardado en el móvil.
- Menos mal, me dijo usted media hora y se me ha ido el
santo al cielo. Estoy ahí en tres minutos.
- No se preocupe.
Javier se despide rápidamente del Mute, compra un
170
pastel para el señor de la grúa, que se ha portado muy
bien, y sale a la calle. Son las cinco y media de la tarde
pero cada vez hace más calor, o quizás es el café y la tarta
de fresas que le hacen sudar más. No pensaba estar tanto
rato en La Caseta, lo justo para comprar un trocito de tarta
y llevárselo al coche, pero el Mute estaba con ganas de
hablar y le ha liado. Le da apuro tener esperando al señor
de la grúa pero ha estado bien el contarle a alguien que le
tiene miedo a su mujer. Así en voz alta la situación le ha
parecido más ridícula todavía.
Antón está mirando por encima del hombro de Alberto,
su compañero y antiguo aprendiz. Hace siete años, cuando
se presentó en el taller pidiéndole trabajo ofreciéndose a sí
mismo junto con las ventajas fiscales de contratar a un
parado de larga duración, Antón pensó que quizás era ya
un poco mayor para empezar de cero, y es que Alberto por
aquel entonces tenía treinta años y ni idea de mecánica.
Aún así le hizo un contrato de seis meses de prueba. Y
menos mal porque ahora no sabe qué haría sin él.
Alberto acaba de conectar los ordenadores internos de
dos coches al ordenador que les ha instalado Opel en el
taller. A uno de los coches se le enciende una luz roja que
pone “fallo del motor, detenga el coche” cada vez que el
reproductor de CDs no reconoce una pista. Al otro le salta
el indicador de “líquido de frenos bajo” cuando utiliza el
limpiaparabrisas trasero. Es una locura. Antón les ha
explicado varias veces a los dueños de los dos coches que
no hay ningún problema real, que ambos son fallos del
programa de ordenador del coche, que él ha revisado el
líquido de frenos de uno y el motor del otro y está todo en
orden. Pero no se quedan tranquilos, sobre todo Tomás,
171
porque su coche es el de “fallo del motor, detenga el
coche” y aunque ha sido él mismo el que se ha dado
cuenta de la relación entre el lector de CDs y la lucecita
que se enciende, se sigue asustando mucho cada vez que le
pasa.
- Ya sé que es un fallo del programa de ordenador, ¿pero
si un día el aviso es de verdad y no le hago caso?
Tiene razón Tomas, Antón no puede negarlo, pero le da
mucha rabia tener que pasarse medio día peleándose con
el ordenador de Opel, entendiendo menos de la mitad de lo
que está pasando y sin saber qué decirles a los clientes. Y
por suerte están Alberto y Luis; sin ellos directamente se
jubilaba. Antón se acuerda muchas veces de Benito, que
tuvo la suerte de jubilarse antes de que llegasen los
coches-ordenadores. Está cambiando todo muy rápido.
Menos mal que además de los avisos fantasmas que dan
los ordenadores, muchos motores se siguen estropeando de
verdad y la gente se sigue dando golpes tontos al aparcar y
viene a arreglarles la chapa.
Alberto formatea por aquí e instala por allá. Antón se
cansa de mirar y sale un momento a la calle. Son las seis
de la tarde y el solecito ya es agradable, cierra los ojos y se
apoya en la pared del taller. Ayer les llamo Luis desde
Noruega, desde un sitio llamado Narvik. Estaba
emocionado, les contó que le había comprado la tienda de
campaña a una alemana y que se había pasado cinco días
haciendo acampada libre. Dice que está tan al norte que
los días no tienen noche. Cuando colgó, Antón buscó
Narvik en el Atlas y lo vio muy arriba. Le dio la impresión
de que su hijo estaba en el polo norte. Hoy es veinticuatro
de junio y Luis le ha asegurado que antes del uno de julio
estará otra vez en Madrid. A ver si es verdad. No es sólo
que julio sea el mes con más trabajo sino que hace tres
días Alberto le dijo, con un poco de vergüenza, que a su
172
mujer le había tocado un viaje de una semana a Port
Aventura con toda la familia. No estaba planeado, ha sido
uno de esos sorteos de los Kellogs que nunca tocan y ya
ves. Del 1 al 7 de Julio. Antón no ha podido decirle que
no, así que tiembla de pensar que Luis se retrase porque
entonces se quedarían solos él y el ordenador de Opel.
No, Luis no se retrasará, llegará a Barajas el día 30 a las
once de la noche y aún le dirá que no hace falta que le
vayan a buscar. Y al día siguiente a las ocho de la mañana
en el taller, repasando con él las cosas que hay que hacer,
las muy urgentes y las urgentes a secas.
Luis en el taller. Antón recuerda el día en que le
preguntó si habría trabajo para él, creyó que era una
broma. Y es que por más que pasan los años, y ya van por
lo menos cinco, no se acaba de creer que su hijo esté
trabajando con él. Nunca se había interesado por los
coches, nada más que por las bicicletas y no precisamente
para arreglarlas. Pero no es nada tonto y aprende rápido,
Antón se da cuenta. Además en este último año que ha
estado más libre en la universidad se nota que se ha
centrado mucho más en el taller. Ahora puede hacer casi
cualquier cosa, en especial con el ordenador de Opel, lo
cual es un peso que se quita de encima Antón.
Además pasan mucho tiempo juntos y eso a Antón le
gusta, no lo dice pero le gusta. Normalmente callados,
cada uno a lo suyo y centrados en lo que hacen, pero
siempre hay sitio para un comentario, una pausa, un café.
A la hora de comer, y aunque podrían estar en casa en diez
minutos se suelen quedar en el bar de al lado del taller,
menú del día por mil pesetas, donde se come muy bien. En
casa a esas horas no hay nadie así que mejor se quedan en
el bar y ven las noticias de las tres en la tele de allí. Suelen
comer los tres juntos: Antón, Alberto y Luis, aunque Luis
a veces no puede quedarse porque tiene una clase, un
173
ensayo de teatro o cualquier otra cosa. Otras veces come
rápidamente y se va, no se queda a la sobremesa porque
tiene muchas cosas que hacer, incluso cosas del taller que
quiere ir adelantando para luego salir antes. En esos días
llenos de horarios y citas que tiene su hijo se le hace muy
largo eso de parar una hora y media para comer.
A él y a Alberto les ocurre lo contrario, el rato de
comer se les queda corto y muchos días se les va la hora y
en lugar de volver al taller a las cuatro vuelven a las cuatro
y media. Total, como no abren hasta las cinco… Luego, si
se tienen que quedar un rato después de cerrar, pues se
quedan, pero que no les quiten el rato de fumarse un par
de cigarros mientras charlan sin prisas. Hablan de las
noticias o de cualquier otra cosa, simplemente por pasar el
rato. Normalmente el que habla es Alberto y Antón
escucha, excepto los días en que Luis no tiene prisa y se
queda con ellos, entonces habla él. Y es que aunque los
días son igual de largos para los tres, parece como si los de
Luis durasen el doble. Siempre tiene algo que contar,
empezando por las averías en su casa, vieja como un
demonio pero precisamente por eso muy barata para estar
donde está, entre metro Argüelles y Canal. El casero es el
que paga las reparaciones, claro, pero hay que andar
siempre detrás suyo y Luis les cuenta de todo: cuadros y
espejos que se caen porque las paredes parecen de cartón,
la calefacción, que funciona en verano y en otoño pero
que en cuanto empieza a hacer frío se estropea, el agua,
que la mitad de los días sale marrón,…Pero están
contentos: Luis, Stefan y Nancy - la de la tesis - y eso es lo
que importa, ¿no? Antón también está contento porque
Luis sigue viniendo mucho a casa: a comer los sábados y
domingos, a cenar algunos días que salen muy tarde del
taller o a ducharse cuando el agua de su casa sale
demasiado marrón, aunque esos días no viene sólo sino
que se trae también a Stefan y Nancy y ya de paso se
quedan todos a cenar.
174
Con Stefan ha compartido casa desde el principio, desde
que decidió independizarse hace dos años, bastante
animado con la idea de compartir casa con su primo
pequeño de la República Checa que venía a estudiar la
carrera a Madrid. En principio la idea era la contraria, es
decir, Stefan iba a venirse a vivir a casa de Antón y Dita,
al menos el primer año de carrera, pero Yana, la hermana
de Dita, pensó que era abusar demasiado y decidió que
Stefan se iría a vivir a un piso de estudiantes. Dita le dijo a
su hermana que Madrid era muy caro y que no fuese tonta
pero Yana ya lo había decidido. Al parecer a Milos, su
marido – un ex-policía de los servicios secretos del Partido
Comunista Checoslovaco- le estaban yendo muy bien los
negocios últimamente. Stefan a todo esto no decía nada,
mas bueno el chaval… Le apetecía irse a vivir a casa de
sus primos pero un piso de estudiantes en Madrid también
era un buen plan. Entonces es cuando Luis se animó y le
propuso a su primo irse a vivir juntos. Encontraron la casa
en la que están: setenta mil pesetas por un piso de tres
habitaciones en Argüelles, un chollazo aunque luego
llegasen las pegas y el agua marrón.
El piso lo podían pagar entre los dos pero les sobraba
una habitación y mejor estar tres, así les saldría más barato
y lo pasarían mejor. Luis estuvo a punto de convencer a
Alisa para irse con ellos, pero al final ella pensó que no
tenía tiempo para ponerse a trabajar por las tardes, que
tenía suficiente con las matemáticas, y que les dijo que no.
Es verdad que a Luis le habría hecho ilusión, y también a
Alisa, pero a ninguno de los dos tanta como a Javier y
Antón, que lo estuvieron hablando en una cena juntos.
Les hacía gracia que sus hijos fuesen a compartir piso
igual que lo habían compartido ellos hace treinta años.
Pero no hubo manera y finalmente la tercera inquilina fue
Josefina, una chica de Cerdeña que llegó a Madrid en
septiembre sin saber nada de castellano y tres meses
después lo hablaba perfectamente y con más gracia que
175
nadie. Eso sí, le ayudaba mucho que el dialecto de su zona
– de su pueblo -se parecía mucho al castellano. El pasado
imperialista es lo que tiene.
Josefina hablaba mucho por teléfono con su madre,
todos los días exactamente a las diez de la noche llamaba
la mamma y el ritmo de vida de la casa basculaba sobre los
quince o veinte minutos de conversación. Y es que
Josefina en el día a día, aunque se reía mucho y a veces
gritaba, normalmente hablaba bastante bajito, mucho más
que la media española, pero era coger el teléfono con la
mamma al otro lado de la línea y
sufrir una
transformación completa. Se movía rápidamente de un
lado a otro de la habitación, agitaba los brazos, daba
voces… Quizás la mamma hacía lo mismo al otro lado de
la línea. Josefina nunca les resolvió la duda de si es una
costumbre en Cerdeña el hablar por teléfono así o si
simplemente es que su mamma se pasa el día dando voces.
El caso es que en cuanto sonaba el teléfono alrededor de
las diez, Luis y Stefan, y también Antón y Dita o las
visitas que hubiese en la casa en ese momento, se
encerraban en la sala de estar, ponían la música alta y se
entretenían cada uno a lo suyo, con una revista, un
periódico o una novela. Alguna vez intentaban hablar pero
pronto acababan ellos también dando voces así que mejor
no decir nada y escuchar la música… y las voces, porque
pese a Manu Chao, Dusminguet, Radiohead o Bob Dylan
la conversación de Josefina se podía oír perfectamente, y
como el dialecto de su pueblo se entendía bastante, el día a
día de la familia Porco – los Porco son los vecinos de
Josefina en el pueblo – era como una radionovela para
todos. Incluso en las cenas en casa de Antón, cuando Luis
se traía a Stefan y a Josefina a casa para ducharse porque
ya por entonces tenían problemas con el agua marrón, se
hablaba de la familia Porco.
176
Antón sigue apoyado en la pared de su taller, en la calle,
y es que el sol está en su puntito más agradable del día y
no quiere volver adentro. Mejor otro ratito más con los
ojos cerrados, pensando en nada, recordando cosas. Sólo
le hacen abrir los ojos algunas voces conocidas que le
saludan al pasar.
- ¡Qué pasa Antonín!, ¿descansando? ¡Haces bien
hombre!, que trabajas demasiado.
Es Roberto, el padre del panadero. Roberto era el
panadero cuando Antón llego al barrio pero muy pronto le
dejó el puesto a su hijo. Antón hecha cuentas y no le salen.
Una de dos, o el hombre se jubiló muy joven o tiene lo
menos cien años y no los aparenta. Roberto camina
despacito, con la chaqueta dobladita debajo del bazo, hacia
los bancos del Caprabo. Son tres bancos puestos en fila,
todos mirando al sol de la tarde, que se siguen llamando
los bancos del Caprabo aunque el Caprabo desapareció de
allí hace diez años y en su lugar hay ahora un macrolocutorio. Son los bancos preferidos de los jubilados de
este lado de la avenida.
Roberto, que era el panadero hace veinte, es el padre de
Juan, que es el panadero ahora; de la misma manera que
Luis, que es su hijo, va camino de hacerse mecánico como
él, ¿cómo él? Antón tiene la sensación de que la historia
de Juan y Roberto no tiene nada que ver con la de Luis y
la suya, aunque quizás sea porque la historia propia nunca
se observa con la suficiente distancia. Antón tiene la
impresión, y no sabe por qué la tiene, de que Juan es igual
de panadero que Roberto lo era, cosa que no se puede
decir de él y de Luis. Esto es una tontería porque no se
pueden comparar cosas así pero… Antón se recuerda con
veinte años, o con diecisiete en el taller de Benito:
concentrado, disfrutando, aprendiendo… Es verdad que
aquello era una vía de escape para el infierno que tenía
177
montado su padre en casa y el aburrimiento del instituto, y
quizás por eso ponía todos los sentidos en ello. Pero Luis,
por lo que sea, está más disperso. Picotea aquí y allá, en
veinte cosas a la vez, como le dice siempre Dita. Llega al
taller con prisas, se pone en seguida a trabajar y en cuanto
termina la tarea del día se va. Casi nunca hay tiempo para
un café mas largo de lo que dura un café o de una comida
con postre y sobremesa.
Antón aprendió de Benito – y de Fernando, el amigo de
Benito que fue su primer y último jefe en Madrid – casi
más cosas en los descansos que en el rato de trabajo
propiamente dicho. Benito le abrió los ojos a la política, le
dejó sus libros de Marx, que nunca pudo acabárselos pero
que algo calaron y le enseño que había que trabajar bien
pero que al mismo tiempo había que exigir un respeto
como trabajador. En nueve meses con él no sólo se hizo
mecánico sino que también aprendió a estar orgulloso de
serlo, convencido de que igual de importante y útil para la
sociedad era un mecánico que un ingeniero. A su vez
Fernando, buscando ratos durante los cafés y las comidas,
le enseñó economía, economía práctica sin una sola
fórmula matemática y mezclada con mucho marketing de
andar por casa. Con Fernando se quedó cinco años, lo
suficiente para ahorrar y abrir su propio taller.
Sin embargo, ahora que le toca a él estar en la posición
de enseñar, siente que es incapaz de transmitirle nada a
Luis. De hecho le da tanta vergüenza, que nunca lo intenta
- mas allá de las cuestiones técnicas en las que se mueve
como pez en el agua y que su hijo aprende bien.
Es una sensación difusa. Con Alberto también le pasa
pero bastante menos y así, cuando comen ellos dos solos,
Antón habla más, opina más, da más consejos, pero es
llegar su hijo y se intimida. Parece una tontería pero es
verdad. Antón nunca lo había pensado en esos términos
178
pero justo es eso lo que pasa, que su hijo le intimida.
Inconscientemente se compara a sí mismo con Benito y
con Fernando y en las comparaciones que hace, también
inconscientes y nada objetivas, siempre sale perdiendo.
Ahora él hace el papel de jefe, de maestro, y Luis ocupa su
lugar de hace treinta y cinco… ¡casi cuarenta años!: el
papel de aprendiz. Y sabe que es absurdo, que son
situaciones que no se pueden comparar, porque su hijo con
veintiséis años no tiene nada que ver con él a los
diecisiete. Él, cuando Benito le hablaba de los derechos de
los trabajadores, los sindicatos, los partidos políticos y el
comunismo se lo aprendía todo como si fuese un dogma.
Es absurdo comparar, pero Antón lo hace y se siente
impotente, porque está convencido de que si él le hablase
a Luis de todo eso su hijo le miraría con compasión y
pensaría <<pero papá, qué batallas me cuentas, todo esto
ya lo sé, lo sabe todo el mundo>>. Y tendría razón, quizás
no lo sepa todo el mundo pero su hijo seguro que sí. Luis
sabe mucho, o al menos eso es lo piensa su padre, y es un
problema a la hora de darle un consejo o contarle algo que
pueda interesarle.
Antón no lo quiere admitir pero lo que de verdad le
intimida es la universidad, y no lo quiere admitir porque
nunca antes le había intimidado. Aunque él ni siquiera
terminó el bachillerato siempre se ha movido en un
ambiente universitario, tanto en Madrid como en el
pueblo. Seguramente por la influencia de Javier, por haber
estado viviendo juntos los dos primeros años en Madrid,
cuando todos los amigos que pasaban por su casa venían
de parte de Javier – de la universidad – o eran amigos
comunes del pueblo que también estaban estudiando en
Madrid.
Y es que cuando llegó a Madrid, Antón iba todos los
días al taller pero allí sólo hablaba con Fernando, con el
179
que conectó muy bien; pero al fin y al cabo era de la edad
de su padre, y con sus dos ayudantes gemelos: Martín y
Matías, los dos de treinta años, con las mismas manías, el
mismo sentido del humor y dos hijas, cada uno una pero
las dos con el mismo nombre: Lucía, el nombre de la
madre. Antón se reía con ellos y aprendía cosas, pero
nunca se les pasó por la cabeza quedar para ir a tomar unas
cañas después del trabajo. Con Fernando mira por donde,
aunque era más mayor que ellos, se veía un poco más.
Sobre todo al principio, porque con eso de que él era del
pueblo, que tenía dieciocho añitos y que acababa de llegar
a Madrid, Fernando se lo llevaba de cuando en cuando a
cenar a casa los guisos de doña Francisca, la madre de su
mujer, Paca. Cada vez que iba allí se ponía morado – sin
pudor hijo, tú come bien hoy que a ver qué te cocinas
luego en casa…- y salía con una olla bajo el brazo, con
lentejas, ensaladilla rusa o pisto.
Pero dejando de lado estas cenas, la vida de Antón giraba
en torno a los ritmos de la universidad. Los periodos de
exámenes, en los que se hacía difícil encontrar un amigo o
amiga con quien ir a dar una vuelta, o las vacaciones de
verano, que le daban mucha envidia y se le hacían
larguísimas porque no había nadie en Madrid. Por otro
lado él tenía otras cosas. Por ejemplo, empezó a ganar
dinero antes que ellos, tenía libertad, independencia y una
novia extranjera con la que aprendió a hablar ingles y a
viajar fuera de España. En ningún momento se ha sentido
desplazado, ni siquiera cuando sus amigos acabaron sus
carreras y se fueron colocando en trabajos mas o menos
“importantes”. En contadas veces alguien - siempre ha
habido imbéciles - ha soltado algún comentario que le ha
hecho sentir incómodo por no haber estudiado, pero sus
amigos no son imbéciles - si a cierta edad sigues teniendo
amigos imbéciles es para empezar a mirarte un poco al
espejo – Así que no suele tener problemas con ellos. Es
más, lo pasan bien, el ambiente es relajado y la profesión o
180
estudios de cada cual es lo de menos. Bueno, no es lo de
menos; hay ciertas profesiones estrellas, como los amigos
médicos, a los que puedes ir a visitar acojonado cuando te
ha salido un grano que no te esperabas, o los amigos
mecánicos, como él, porque todo el mundo tiene un coche
que se estropea justo cuando no debe estropearse.
Pero ahora, cuando Luis dice que se tiene que ir
corriendo a preparar un trabajo y les deja con la comida en
la boca, o cuando no para de hablar de libros y
exposiciones, ciudades, culturas diferentes, viajes…,
Antón siente como si su hijo le hablase subido a una
tarima – mentira – como si él tuviese otra vez dieciséis
años y al llegar a casa le estuviese esperando su padre con
una bronca por vago y maleante. Es decir, como si todos
estos años en los que ha madurado, ha montado un
negocio y ha formado una familia junto a Dita de repente
no sirviesen de nada.
Antón sabe que no es culpa de Luis, que actúa con total
normalidad, sino que es él mismo el que lleva el problema
dentro, que se queda bloqueado delante de su hijo y se
siente cada vez más y más pequeño. Lo peor de todo es
que las horas que pasa Luis en el taller aprendiendo de él
es como si no contasen para Antón, que de repente no
valora lo que hace como debiera. << ¿Será el ordenador de
Opel que me ha bajado la autoestima?>>. Un poco de
culpa sí que tiene. Y con la autoestima baja todo se ve gris
o negro, empiezan a aparecer problemas que antes no
existían, complejos supuestamente erradicados y envidias
que ni uno mismo quiere reconocer, como la que está
empezando a sentir por su hermano Manuel , que le parece
ridícula - ¿otra vez, después de cuarenta años? - y tiene
también bastante que ver con sus hijos, esta vez con Ana,
que últimamente cuando no está estudiando se pasa el día
leyendo los libros que le deja el tío Manuel. Antón y Dita
tienen libros en casa, también hay en la biblioteca pública,
181
pero quizás juntando los dos sitios no haya tantos – al
menos no tan bien elegidos – como los que tiene Manuel
en su casa.
Antón abre los ojos y la calle sigue igual. El barrio está
tranquilo, es él quien se come la cabeza con tonterías. El
sol sigue calentando igual, y es que hace tan sólo diez
minutos que pasó por allí Roberto, el padre del panadero,
que ya está sentado en uno de los bancos del Caprabo,
moviendo el bastón en círculos como hace siempre que
habla mal de alguien. Los panaderos y los mecánicos, el
barrio parece un pueblo. Antón por fin sonríe, se da cuenta
de que se pasa la vida de un problema en otro y la mayoría
imaginarios. Aunque no por saber lo imaginario del asunto
la cosa duele menos.
Hace dos o tres años, y también cuatro o cinco, Antón
no le daba tantas vueltas a las lecturas de Ana ni le
temblaban las piernas con la cultura y dinamismo de Luis.
Se puede decir que vivía en paz con ambas cosas porque
un tercer elemento, David, le tenía en tensión constante.
<<Mi pequeño terrorista>>, como él le llamaba. Y es que
a ojos de Antón y de Dita, incluso a ojos de sus propios
hermanos como más tarde han confesado, David se pasó
unos cuantos años, de los quince a los veinte más o menos,
caminando por el lado más bestia de la vida. O al menos
intentándolo.
Antón le veía siempre en el borde de algo, un borde de
muchas cosas a la vez, a punto de caerse por un lado o por
otro, sujeto por unos hilos muy débiles a la normalidad de
la vida familiar, al equipo de baloncesto en el que nunca
dejó de entrenar – aunque un par de entrenadores lo
intentaron - y a una novia que inexplicablemente iba
siempre a clase, sacaba buenas notas y sólo bebía Fanta
Limón.
182
Quitando esos tres hilos que lo mantenían en pie, los
días y las noches de David eran una incógnita para todos:
para sus padres, para sus hermanos, e incluso a veces
también para su novia. Por el día sabían que no iba al
instituto, y no es que lo dejase formalmente sino que
simplemente, a mediados de segundo de BUP, dejó de ir a
clase. Antón se enteró cuando le llamó al taller la tutora
para decírselo. Se acuerda muy bien de aquel día. Se cogió
un cabreo enorme, en parte con David pero sobre todo con
la tutora, que había dejado caer, como quien no quiere la
cosa, que David no estaba todavía en edad legal de
trabajar – tenía quince, casi dieciséis, pero quince -,
insinuando que le tenía trabajando a escondidas en el
taller.
A la tutora, que dos años después fue profesora de
inglés de Ana, no la traga desde entonces; pero a David lo
perdonó rápido, quizás tardó dos horas, tan pronto como
se dio cuenta de que él le había hecho lo mismo a sus
padres: dejar de ir al instituto sin decirles ni una sola
palabra. Así que antes de enfadarse de verdad tenía que
hablar con él, y Dita también.
Hablaron, y mucho. Hablaban él y Dita, también el tío
Manuel, incluso Luis, que lo intentó un par de veces. El
problema es que allí el único que no hablaba era David.
De la noche a la mañana su vocabulario se había reducido
a “sí”, “no” y “no sé”.
- ¿Vas a ir a clase mañana?
- No sé – es decir, no.
- ¿Quieres dejar de estudiar?
- No sé.
183
- ¿Y ponerte a trabajar?
- No.
- ¿En el taller?
- No.
Así hasta que se cansaba, entonces decía que se bajaba a
la calle. Al principio le dejaban irse sin más, eran muchos
años de inercia permisiva como para saber qué hacer así
de repente. Le dejaban ir pensando que se ganaban su
confianza. Mentira. Pronto cambiaron de estrategia y
empezaron los castigos, pero daba lo mismo porque no los
cumplía.
- Hasta que no empieces a ir a clase no vuelves a salir
entre semana.
- Vale.
Pero en cuanto podía se iba. Nunca se atrevieron a
quitarle las llaves de casa y encerrarle dentro, habría sido
demasiado fuerte para ellos, y eso David lo sabía. Sus días
se dividían en tres ratos. Una mañana larga, quizás hasta
las tres, que se la pasaba en la calle, nadie sabía dónde. La
tarde, incluidas la comida y la cena, en casa, jugando al
ordenador en el salón y durmiendo la siesta, que empezaba
cuando llegaba Dita del trabajo y le decía que dejase de
una vez de jugar. Por último la noche iba desde después
de la cena hasta las tres o las cuatro de la madrugada, o
más tarde, que es por eso que se pasaba luego durmiendo
media tarde
Antón estaba descolocado: cuando le castigaba su padre
él lo cumplía, más por orgullo que por otra cosa; así luego
en la cena se sentía con derecho a poner mala cara y la
184
ponía, era el premio por haber aguantado todas esas horas
sin salir de casa. David sin embargo no ponía malas caras,
actuaba como si no ocurriese nada. Pero de los quince a
los veinte son bastantes años y la etapa de salir a diario
hasta las cinco de la mañana y volver a casa borracho entre otras cosas- fue sólo el momento más crítico, más o
menos a los dieciocho, desde entonces la cosa fue
mejorando.
Antón y Dita se preguntaban de dónde sacaba su hijo el
dinero para llevar ese ritmo de vida pero en todas esas
noches con David fuera de casa tuvieron tiempo para
imaginar muchas cosas, y David para ir confirmándolas.
El susto más gordo se lo llevó Dita un martes a eso de las
11 de la mañana –se acuerda del día de la semana y todo –
cuando la llamó a la oficina la policía nacional porque
habían pillado a su hijo en la estación de autobuses de
Mendez Álvaro, dormido en la parte de atrás de un
autobús que venía de Granada y abrazado a una mochila
con 10 kilos de hachís. El conductor, mientras revisaba el
autobús, se lo encontró dormido, apoyado en una ventana
y con la mochila entre los bazos. Como olía fatal –a pis- y
tenía muy mala pinta decidió llamar a la policía de la
estación. Cuando llegó la policía se dieron cuenta de que
además de dormido iba drogado así que les costó bastante
despertarlo del todo. Para entonces le habían abierto la
mochila y ya no estaban en el asiento del autobús sino en
la comisaría.
David tenía entonces diecisiete años y le faltaban veinte
días para cumplir los dieciocho así que si le hubiese
pasado lo mismo un mes mas tarde la broma habría sido
menos broma. Quizás fue el pensar en eso lo que lo sacó
un poco de la burbuja. También la vergüenza de haberse
despertado en una comisaría completamente meado. El
caso es que a partir de aquello la cosa fue a mejor. Pero
Antón, que no podía adivinar el futuro, mientras conducía
185
camino de la comisaría, silenciosos en el coche Dita y él,
se sentía como en esas películas en las que sale un equipo
de cirujanos metiendo mano a un infeliz y dicen eso de “lo
perdemos, lo perdemos”. Pues eso pero con su hijo y sin
pasar por el quirófano.
Más de seis años después, ahora que David acaba de
cumplir los 24, aquello parece un pasado lejanísimo.
Acabó el COU a los 22 en un instituto para adultos, pero
antes, por las mañanas, ya había empezado a trabajar en
una empresa de reparación de ordenadores. No tenía
ningún título pero se le daba muy bien repararlos. El
ordenador de casa lo tenía siempre con las tripas abiertas
para cacharrear y todos los amigos – y amigos de amigos –
lo llamaban pidiendo ayuda. Así es como lo conocieron y
lo contrataron.
Cuando acabó el COU sus padres le animaron para que
estudiase informática pero no quiso; así que sigue
trabajando en la misma empresa por las mañanas y por las
tardes está montando la suya propia, de diseño y
mantenimiento de páginas webs. Su socio es El Rata, un
amigo de Luis. David dice que si tienen suerte van a
ganar bastante dinero, y lo dice después de echar las
cuentas cien veces porque está ahorrando para pagar la
entrada de un piso. Dice que lo de irse de alquiler como
está haciendo Luis es tirar el dinero, así que de momento
sigue en casa, ahora con un ritmo de vida mucho más
parecido al del resto. Duerme por las noches, desayuna
todas las mañanas con Dita a las siete y media y le prepara
CDs piratas de Bob Dylan a su padre. Antón se siente muy
cómodo con él. Eso sí, a veces lo mira y piensa que no
tiene nada que ver con el niño que era, hablador y risueño.
Pero bueno, cada uno madura como puede. Lo de Ana y
Luis es otra cosa, han cambiado y se han hecho mayores
pero se puede trazar una línea suave, o al menos
reconocible, desde su niñez hasta ahora. Sin rupturas.
186
<<La mente nos obliga a tener siempre un problema
rumiando en la cabeza>>, se da cuenta Antón. Claro que
después de recordar la angustia que pasó durante aquellas
noches desiertas en el cuarto de David, el asunto de que
ahora Luis le intimide o los celos que pasa cuando Ana va
a por libros a casa de Manuel se revelan como lo que son,
estupideces. Sí, pero aún así si piensa en ello le jode, y le
jode que le joda, se siente un crío.
Un bocinazo de una grúa le saca de su ensimismamiento
y abre los ojos sobresaltado. Es la grúa de Dionisio y
sentado al lado suyo está Javier, los dos le saludan, ¡¿qué
ha pasado?! Y mientras ayuda a Dionisio a bajar el coche
de la grúa Javier le cuenta.
- ¡No jodas! – Antón tantea el ánimo de su amigo. Javier
nunca pierde los nervios pero esto que le cuenta es una
putada muy gorda
- Sí – Javier se empieza a reír.
- Pues ¿qué quieres que te diga? pero el dibujo es muy
bueno.
Entre los tres meten el coche en el taller y Dionisio se
despide. Antón mira despacio los pinchazos y el dibujo en
la chapa, da vueltas alrededor del coche y piensa en cuánto
tiempo le va a llevar tenerlo listo. Javier se va hasta el
fondo del taller y saluda a Alberto, que sigue concentrado
con el ordenador de Opel.
Desde el cuarto de las cuentas, como lo llama Antón,
una oficina pequeña y sin ventanas con una máquina de
187
escribir, dos sillas y cinco ceniceros, se oye la música de
Bob Dylan. <<Hay cosas que no cambian>>, tanto Bob
Dylan como la máquina de escribir. Javier siempre ha
sospechado que tras esa máquina de escribir se esconden
secretos que Antón nunca le ha revelado. En teoría la usa
nada más que para redactar presupuestos cuando se los
piden por escrito, o para hacer un resumen mensual de la
situación del taller, con gastos e ingresos, impuestos y
plazos, pero a Javier a veces le da por pensar que hay algo
más, que el cuarto de las cuentas, tan pequeño y recogido,
con tanto cenicero y tazas de café soluble, es el lugar
donde se recoge Antón para escribir una novela
larguísima, treinta años de larga, y que algún día le
sorprenderá con el manuscrito.
Javier entra en el cuarto de las cuentas, se sienta y
fantasea con su amigo convertido en premio Nóbel de
literatura con una sola obra publicada, ¡y publicada a los
cincuenta!, eso como poco. Antes de la publicación él
leerá el manuscrito, y también lo hará Manuel, que
después de tantos años leyendo más que nadie no se podrá
creer que su hermano haya escrito algo así.
Antón entra también en el cuarto de las cuentas y se
sienta en la otra silla. Hablan de Bob Dylan y del nuevo
aparato que hay en el cuarto, un reproductor de CDs que
ocupa el lugar del viejo casete. Javier no se había dado
cuenta y Antón le explica que se lo han regalado los niños
por su cumpleaños y que no sólo lee CDs normales sino
también mp3.
- Eso es lo de piratear la música por Internet, ¿no?
- Entre otras cosas. Si en un CD normal caben quince
canciones en estos caben ciento cincuenta o más. Vamos,
que pongo uno y no me preocupo de cambiarlo en todo el
188
día. Me los ha grabado David y venían incluidos en el
regalo de cumpleaños. Ha conseguido en Internet la
discografía entera de Bob Dylan . Una vez que estaban
todas las canciones en el ordenador las ha metido en estos
cuatro CDs.
- Pero tú ya tenías los discos de Bob Dylan.
- Sí, y también grabados en cinta para llevarlos en el coche
y traerlos al taller. Pero no tenía todos, sólo diez o doce,
todos de los sesenta y principios los setenta. Esto que
escuchamos ahora es el Dylan de los ochenta.
- Pues a mí me suena igual.
- ¡Qué dices!, ya quisiera él…
Antón se quiere poner enseguida con el coche para
tenerlo listo antes del fin de semana pero Javier, que no
tiene prisa, le intenta convencer para irse juntos al cine Él
se ha quedado con las ganas.
¿Al cine? Antón hace lo menos un año que no va, además
son todavía las siete y hasta las ocho no cierra el taller.
Pero Javier insiste y la verdad es que sí que le apetece. Lo
habla con Alberto, que le dice – claro- que se vaya. Él
cerrará el taller. Y se van. Dejan a Bob Dylan cantando, al
coche con las ruedas pinchadas y al “gordocabrón”
dibujando en el capó en espera de que Javier tome una
decisión sobre él. De momento no se anima a pedirle a
Antón que no le cuente a María nada de esto; le da
vergüenza.
Van a por el coche de Antón, del taller a su casa hay
diez minutos andando, quizás un poco más porque está en
la otra punta del barrio, pero el caso es que nunca va en
coche al trabajo. Hay que cruzar tres plazas y la avenida,
189
después se pasa por el instituto, el colegio y el arenal.
En la segunda plaza, mientras esquivan unos balonazos y
Javier recibe los saludos de un grupo de padres de
exalumnos que están tomando unas cañas, Antón le dice
que todavía no han decidido si se van a ir con ellos de
vacaciones o no. El problema es que la madre de Dita
sigue bastante chunga después de la última caída y
seguramente se vayan en agosto a Praga. No le apetece
pero es lo que hay. Él sabe que un mes entero en Praga no
va a aguantar, así que como mucho se irá quince días, que
es tiempo suficiente para ver a la abuela Milena y al resto
de la familia. Luego aunque Dita se quede allí, él se
volverá para España, y sí, seguramente irá a hacerles una
visita a Javier y a María a los Pirineos.
Javier hace que escucha pero no escucha, no puede.
Tiene la cabeza demasiado llena con el asunto de la
caricatura y las ruedas pinchadas. De repente le ha vuelto
a entrar el agobio: si suben a casa de Antón a por las llaves
del coche es muy probable que se encuentren con Dita,
que ya habrá llegado del trabajo. Y Dita preguntará, claro
que preguntará, porque no es normal que Antón se
presente en casa a las siete de la tarde así sin más. Y
aunque no preguntase, Antón le contaría, porque nadie le
ha dicho que no cuente. Y no es sólo ya que Dita lo sepa otra vía más para que las noticias acaben por llegar a
María - sino que cuando le digan que van al cine quizás
ella también se apunte, y ya que están los tres, ¿porqué no
llamar a María?
Hoy María tiene pensado quedarse hasta las diez en la
facultad porque quiere corregir de una vez los exámenes
que le faltan. Cuanto antes publique las notas, antes serán
las revisiones, antes firmará las actas y antes empezará el
mes de julio, en el que sigue viniendo a la facultad pero
las horas que ella quiere y a dedicarse nada más que a sus
190
cosas. En concreto está el proyecto que le dirige a dos
danesas que llegaron en septiembre a la facultad con una
beca de posdoc. Quieren tenerlo listo antes del 20 de julio,
mandarlo a unas cuantas revistas e irse de vacaciones. El
problema, piensa María, es que ahora que ha llegado el
verano las danesas cada día que pasa rinden menos. En
cuanto acabe con los exámenes les tiene que meter un
poco de caña.
Ahora mismo está escuchando las “Variaciones de
Goldberg” de Bach. Acaba de hacer unos estiramientos
para no entumecerse y se ha preparado un café cargado.
Está centrada y convencida de que no habría nada capaz
de moverla del despacho, pero la verdad es que si ahora la
llamasen Javier, Antón y Dita para ir al cine acabaría por
decirles que sí. Quedarían en Princesa o quizás en Cuatro
Caminos y ella les convencería para ir a la sesión de las
diez. Una vez en el cine, o más bien tomándose una
cerveza justo antes de entrar, ella querrá saber cómo es
que se les ha ocurrido ir al cine un lunes y entonces le
contarán, seguramente Javier adelantándose a los otros, la
historia de los pinchazos en el coche y el gordocabrón.
Esto último no es que vaya a pasar sino simplemente
que Javier se lo está imaginando mientras Antón y él
cruzan la tercera plaza y se acercan al paso de cebra de la
avenida. Él no sabe que María acaba de hacer unos
estiramientos pero se la imagina con la música clásica y el
café, las gafas de cerca y el bolígrafo rojo.También se la
imagina más tarde bebiéndose una clara con ellos en la
cervecería de siempre al lado de la plaza de los Cubos y
quedándose pálida al enterarse de lo que le han hecho esta
vez a Javier sus alumnos. Y se enfadará, Javier lo sabe, no
en ese momento sino más tarde, a solas: << a ver si lo he
entendido bien, ¿te destrozan el coche y en lugar de ir a
poner una denuncia me llamas para ir al cine? >>. Javier
sabe que está perdido. Van a cruzar la avenida, ya quedan
191
menos de tres minutos para llegar a casa de Antón.
Entonces Antón se para.
- ¡Mierda! Le he dejado el coche a Ana, que tenía un
examen esta tarde.
- ¿En Alcalá?
- Sí, claro. Y llegará como mínimo a las nueve, o no
llegará, que el de hoy era el último examen.
Javier lo coge al vuelo, sabe que en casa de Antón no hay
más coches.
- Pues nos vamos en Metro.
- ¿Tú crees?
- ¿Por qué no? , ¿hace cuánto que no coges el metro? Pero
vamos ya que sino no llegamos a la sesión de las ocho.
Aunque también podemos ir a los Renoir de Cuatro
Caminos, que llegaremos antes que a Princesa. Además a
Cuatro Caminos nos podemos ir en autobús.
- Deja, que ya que lo has dicho prefiero ir en metro,
aunque sea a Cuatro Caminos, desde que abrieron la línea
del barrio todavía no lo he cogido.
Y se van. Sí, pero Antón quiere llamar antes a Dita. Le
pregunta si se quiere apuntar al cine. Demasiadas prisas,
dice Dita, y a la sesión de las diez no quiere ir porque se
duerme. Javier por su parte dice que no va a llamar a
María porque está corrigiendo exámenes y no quiere
entretenerla, la llamará cuando salgan de la película. Así
que cuenta con tres horas más para pedirle a Antón que le
guarde el secreto de lo que ha pasado hoy.
192
En el metro pasan bastante calor, hacen un trasbordo y
en seguida llegan a la parada de Cuatro Caminos. Antes de
entrar han comprado el periódico y han estado mirando la
cartelera. Hay dos películas que querrían ver, una a las
ocho y veinte y otra a las ocho y diez, y como el metro les
ha dejado en el andén a las ocho menos cuarto llegan a
tiempo a las dos películas. O eso creen: no contaban con
las escaleras, que bajan y bajan, o suben y suben -según te
pille - y parece que no van a terminar nunca.
Javier y Antón ya habían estado aquí hace unos cuantos
- muchos - años pero no se acordaban de eso. Así que
cuando se encuentran con que las escaleras mecánicas no
funcionan, ni las de subida ni las de bajada, no se dan
cuenta de la gravedad de la situación. El resto de viajeros
sí, y se oyen quejas, insultos a la madre del alcalde y un
peruano que dice que preferiría subir el Machu Pichu antes
que esto. Aún así, pese a las quejas, ninguno se detiene y
empiezan a subir el primer tramo de escaleras. Después el
segundo y pronto desaparecen todos de vista. Javier no les
puede seguir el ritmo, ni siquiera a los más mayores, la
verdad es que no puede seguir ningún ritmo.
Al llegar al primer rellano, después de setenta y ocho
escalones y mucho sudor, Javier se para a tomar un poco
de aire. Y Antón, que no sabe los tramos de escalera que
les quedan, se ríe y le espera. Después de un minuto se
ponen otra vez en marcha: a por el segundo tramo... Antón
mira el reloj, cada vez más nervioso, y Javier mira el
siguiente escalón, cada vez más alto. Ya van dos veces que
les adelantan los viajeros del siguiente tren, que sí, se
quejan mucho y son ruidosos, pero suben sin parar. Uno
de los rezagados de esta última tanda de viajeros es un
señor mayor con boina, corbata y alpargatas que al ver a
Javier tan rojo se para y les pregunta si están bien.
- Hombre, bien lo que se dice bien… Espero que este
193
tramo sea ya el último – Javier dice esto y se pone a toser,
llevaba dos rellanos sin abrir la boca y esto ha sido un
esfuerzo excesivo.
- ¡Uy, qué dice!, quedan otros dos, y hasta dentro de una
hora no vuelven a poner las escaleras en funcionamiento.
- ¿Cómo sabe usted cuando las van a arreglar? – Antón le
da conversación al señor mientras Javier sigue con la tos.
- ¡Que arreglar ni que niño muerto! Las escaleras no están
estropeadas. Mire, ¿ve este cuaderno?, pues aquí voy
haciendo unas tablas con las horas en que se estropean las
escaleras de las paradas de la línea 1 a la línea 10. Llevo
cinco años haciendo el estudio, desde que me jubilé. Yo ya
sospechaba lo que estaba pasando pero mi trabajo no me
dejaba tiempo para dedicarme a esto. En cuanto me jubilé
me saqué el abono transportes para pensionistas y ahora
me paso la semana entera en el metro por cuatro duros.
- Vaya.
- Sí, y estoy haciendo una investigación en toda regla.
Trato de demostrar que las escaleras no se estropean sino
que las paran a propósito para ahorrar en electricidad. Si
se estropeasen no seguirían ningún patrón, lo harían al
azar, y yo he encontrado un patrón. Miré estás gráficas.
- No entiendo nada.
- Pues las gráficas no mienten, hay un patrón, tan
rebuscado que ni siquiera los viajeros más habituales lo
notan, pero ahí esta. Mire aquí otra vez y céntrese sólo en
los trazos grises, que son los que corresponden a la línea
seis.
Antón intenta descifrar algo en el cuaderno pero es
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imposible, lo único que ve es una guarrería de colores,
letras y números que más allá de la posible demencia del
señor seguramente no signifiquen nada. Por suerte Javier
deja de toser y dice que por él pueden seguir subiendo así
que se ponen de nuevo en marcha. Son ya las ocho y
cinco. Antón le devuelve el cuaderno y se encoge de
hombros pero el viejo no se da por vencido.
- Lo que es una pena es que todavía no he encontrado a
nadie que me ayude en la investigación, habría ido todo
mucho más rápido.
- Bueno, pero no se preocupe - Antón dice esto y le da una
palmadita en la espalda -según me cuenta la lleva ya muy
avanzada. Ahora que ha encontrado ese patrón está ya
todo hecho, ¿no? Además a mí es que se me dan muy mal
los números.
- ¿Y a su amigo?
- A mi amigo bien, él es arquitecto, pero ya le ve como
suda…, no creo que esté como para pasarse el día en el
metro subiendo y bajando escaleras estropeadas. Mire que
ya le hemos vuelto a dejar atrás. ¡Javier!, ¿aguantas hasta
el siguiente rellano o hacemos una paradita en la mitad?
- ¡Paradita!
Con muchas disculpas, y visto que de allí no va a sacar
nada en claro, el señor se despide. En menos de quince
minutos tiene que estar en Tribunal para comprobar y
anotar cómo se estropean las escaleras mecánicas que
bajan a la línea 10. Antón se cruza de brazos y espera en
mitad del tramo de escalera a que Javier llegue hasta allí.
Mira el reloj y empieza a pensar que va a estar difícil
llegar a tiempo al cine porque Javier cada vez resopla más
y anda menos.
195
Justo cuando empieza a oírse el barullo de los pasajeros
del siguiente vagón Javier alcanza a Antón y se apoya en
su hombro. Está rojo y jadea mucho, la camisa se le ha
empapado de sudor y le cuesta hablar. Se lleva la mano al
pecho.
- ¿Estás bien?
- No.
Y empieza a llegar la gente. Los primeros que pasan son
un grupo de chavales de trece o catorce años, suben
corriendo y uno de ellos casi se lleva por delante a Javier,
que entonces decide sentarse en uno de los escalones a ver
si se le pasa el dolor. Antón se queda de pie sin saber qué
hacer.
- ¿Es dolor o es que no puedes respirar?
- Son las dos cosas.
Una chica morena – o más bien naranja como una
zanahoria –se para a su lado y se interesa por Javier. Dice
que es médico. Javier sigue a lo suyo, con la cabeza baja y
los ojos cerrados, le duele. La chica se pone a hablar con
Antón y le dice que hay que llamar a una ambulancia, que
su amigo tiene un infarto, o casi. Así que ella se queda con
Javier y Antón sube a las taquillas.
El taquillero llama al servicio de emergencias y dice que
va a hacer todo lo posible para volver a poner en
funcionamiento las escaleras mecánicas. También le da
unas aspirinas a Antón porque dice que son buenas para
los infartos. Con las aspirinas en la mano Antón baja. Lo
acompaña un guardia de seguridad que en seguida se pone
a espantar a los curiosos que se han arremolinado
alrededor de Javier.
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La medico-zanahoria, sentada al lado de Javier, accede a
lo de la aspirina y Javier, obediente, se la mete en la boca
y empieza a mascar. Antón no se sienta y aunque todavía
no han pasado ni cinco minutos desde la llamada no para
de mirar hacia arriba a ver si vienen ya los de las
ambulancias. El de seguridad ha conseguido despejar la
zona pero no van a tardar en llegar los viajeros del
próximo metro.
- Javier, voy a subir un momento a llamar por teléfono.
- Sí, claro - Javier le mira de reojo y de repente se da
cuenta - ¿Vas a llamar a María?
- Sí.
- Espera.
Javier le pide a Antón que se siente a su lado y la medicozanahoria y el de seguridad se apartan un poco para
dejarles hablar. Ésta nervioso pero no le queda otra, tiene
que ser ahora.
- Antón, no le cuentes nada a María.
- ¿Sobre las ruedas pinchadas y el dibujo?, no pensaba
hacerlo.
- ¿Ah, no?
- No.
Y sin decir nada más Antón se sube a llamar. Javier sigue
con su infarto pero mucho más tranquilo ya.
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198
8. En globo - viernes 13 de Septiembre de 2002
Héctor llevaba esperando este momento varios años: sus
padres por fin se han decidido y se han apuntado a un viaje
organizado. Les ha despedido esta mañana en la estación
de autobuses. Salían muy temprano, a las siete de la
mañana y Héctor les ha bajado con el coche. Ni ellos ni
Héctor están acostumbrados a viajar, así que se han
presentado en la estación una hora antes de la salida del
autobús, <<no vaya a ser que pase algo>>. Han sido los
primeros en llegar.
Con las cafeterías cerradas y sin nada mejor que hacer,
Rosita le ha explicado de nuevo a su hijo las quince
comidas y quince cenas de los quince días que van a estar
fuera. Rosita se ha pasado una semana preparando los
menús en detalle y le ha repasado a su hijo una por una
todas las cosas que le ha dejado en el baúl-congelador, las
latas de la despensa, los filetes y los lenguados frescos en
la nevera. Incluso las uvas de las parras, que ya están casi
a punto y no quiere que se las coman las avispas.
199
Al fin se han subido al autobús y Héctor se ha ido a la
churrería de Ramón a desayunar. ¡Qué tranquilidad!, aún
no se puede creer que sus padres se hayan ido, ¡su primer
viaje solos desde el viaje de novios!, que por cierto fue a
Madrid y duró sólo un fin de semana. Ahora le da miedo
de que antes de llegar a Madrid su madre se arrepienta y se
vuelva para el pueblo. Con la de cosas que tiene planeadas
para hacer en estos quince días…
Tres horas después, a las diez y cuarto y recién abierta la
ferretería le suena el móvil: “papá”. Ya está, se vuelven.
Pero no, su padre le llamaba nada más que para informarle
de que habían hecho la primera parada y que todo estaba
bien, que su madre se había tomado unas tostadas y él un
bocadillo de queso. Estupendo. Le llamó tres veces más,
una por cada parada, y la última ya por la noche para decir
que habían llegado ya a Santiago de Compostela.
A Héctor le parece una tontería lo de irse al norte en
septiembre, sobre todo teniendo más cerca las playas de
Valencia, Murcia o Andalucía, pero su padre hizo la mili
en Oviedo y lleva desde entonces con el capricho. Rosita,
con tal de no oírle, ha accedido.
En Santiago de Compostela van a coger un tren, el
Transcantábrico, que recorre toda la costa cantábrica hasta
Bilbao. Como el tren hace parada en Oviedo, Jesús quiere
ir a visitar su viejo cuartel, que ya se ha informado de que
sigue existiendo. Una vez en Bilbao el tren da la vuelta por
el interior, se mete en Castilla y termina el viaje en León.
El tren circula por las líneas del FEVE, el ferrocarril de vía
estrecha, que avanza despacito y en algunos tramos muy
cerca del mar. Es un tren turístico así que se va parando en
las ciudades y los sitios más bonitos. Por las noches los
viajeros duermen en los vagones con cama y el tren se
para, que dormir con traqueteo esta gracioso pero sin
traqueteo es mas cómodo. Además, si viajasen por las
200
noches se perderían las vistas, y las vistas son la gracia del
viaje.
Todo esto lo pone en las hojas promocionales que Jesús
cogió en el hogar del jubilado y que se llevó a casa para
intentar convencer a Rosita.
- “Comienzo en Santiago de Compostela, meta de los
peregrinos, después a Ferrol. Allí aguarda El
Transcantábrico”.
- ¿Cómo que allí aguarda el Transcantábrico?, ¿no
empezaba el viaje en Santiago?
- Pues no sé, será que el primer tramo es en autobús. Mira
aquí pone: “autobús de lujo que acompaña durante todo el
recorrido”. Pues eso, que algunos tramos los haremos en
autobús y otros en tren. Pero espera que te sigo leyendo.
- A mí no me ha gusta nada lo del autobús, por muy lujoso
que sea, que ya bastante tenemos con el viaje de ida y el
de vuelta.
- Espera espera, que te sigo leyendo: “siete cenas y ocho
comidas con gastronomía típica del norte de España.
Incluído vino, café o infusión y licores. Recorrido en tren
por la costa norte gallega hasta llegar a Ribadeo. De allí a
Luarca. Comida entre los límites de Galicia y el
Principado de Asturias. Rumbo a Cudillero y después a
Oviedo, capital asturiana, para desplazarse por la tarde a
Gijón. Comida en Oviedo”. Y aquí es cuando me voy a
escapar a visitar el cuartel.
- No entiendo yo por qué tanta perra con lo del cuartel; ni
que hubieses estado allí de vacaciones. Además, vas a ir y
no vas a conocer a nadie. ¿Y qué les vas a decir?, ¿que
hiciste la mili allí y que quieres entrar a verlo?
201
- Pues sí.
- Vas a hacer el ridículo Jesús.
- ¿Y a mí qué?
Aquel día Héctor había acabado de cenar y estaba
viendo la tele en el salón pero oía las voces desde la
cocina. Su padre no paró y acabó por leer en voz alta el
catálogo entero del Transcantábrico mientras su madre
encontraba pegas por todos los sitios. Qué cansinos,
Héctor está seguro de que se vayan donde se vayan van a
pasarse la semana discutiendo, que las vacaciones no
hacen milagros. Lo bueno es que si discuten fuera de casa
él no los oye.
Aunque se los imagina. Ya estarán metidos en la cama
en el hotel de Santiago de Compostela, su madre con el
camisón blanco y su padre en calzoncillos. Lo de los
calzoncillos también ha sido motivo de discusión y es que
como nunca van a hoteles, a Rosita le parece una
ordinariez que Jesús quiera dormir sin pijama.
Son casi las once y Héctor sigue sin cenar. Desde que ha
salido del trabajo no se ha movido del trastero y le da igual
que el pisto de su madre esté esperándole en la nevera
porque hasta que no lo tenga todo preparado de allí no
sale. Mañana por la mañana tiene que estar todo listo y no
puede haber fallos. Si sus padres se hubieran ido antes de
casa no andaría ahora tan pillado de tiempo. Y menos mal
que Federico, su jefe, le ha dejado tener el paquete
guardado en el almacén de la ferretería todo este tiempo,
que si no, no sabe lo que habría hecho.
Él quería posponer la cita para el fin de semana que
viene, que sus padres aún seguirán en el norte y a él le
habría dado tiempo de sobra a tenerlo todo listo - e incluso
202
a practicar un poco. Pero Luis se ha empeñado en que
tenía que ser este finde y al final se ha salido con la suya.
Amanece y Héctor sigue en el trastero, se ha quedado
dormido en una de esas tumbonas que tiene guardadas allí
su madre para cuando vienen visitas; vestido y sin cenar.
Le ha despertado el tititi de un mensaje que le ha llegado
al móvil. Es Luis, que ya está de camino. Dice que le van a
ir a buscar a la estación Alisa y Juan, que comerá con
ellos y que se pasarán a las cinco por su casa. Mejor, más
tiempo.
Es la primera vez que Luis viene al pueblo desde que
Alisa se mudó hace tres meses. Él se enteró cuando volvió
del Interrail, porque su padre fue a buscarlo al aeropuerto
y se lo contó por el camino. Al parecer fue una decisión
repentina: el quince de junio, tomándose un café con su
hermana en la terraza, Alisa decidió que no se presentaba
a los exámenes, que dejaba la carrera y que se venía a
vivir con Juan al pueblo. Nadie se lo esperaba; el que
menos Juan, pero tampoco Javier ni María. Llevaba un
mes casada, muy bien, pero hasta entonces parecía que
eso no significaba mucho. Para empezar, la luna de miel se
la han pasado separados, Alisa estudiando en Madrid y
Juan trabajando en el bar de su padre. Pensaban irse a
algún sitio juntos en julio, seguramente de camping al
Pirineo, y después volverse cada uno a su casa y a sus
cosas. Pero ahora los planes son bien distintos.
Luis escucha atento en el asiento de atrás del coche, Juan
conduce y Alisa no para de hablar. Que si la piscina, que si
la higuera, que si la mesa de madera de la cocina, que si
los atardeceres sin casas delante. Y mientras tanto Silvio
Rodríguez cantando “Quien fuera” y Juan haciendo los
coros. Luis no lo sabía pero desde hace cinco años - ¡desde
los veinte! – Juan está pagando la letra del adosado. Lo
acabaron de construir hace tres años pero como Alisa no
203
quería venirse para acá y a Juan le daba pereza mudarse
solo el chalet ha estado vacío todo este tiempo. Y sigue
vacío, o casi. Resistiendo, dice Alisa, porque la madre de
Juan quiere colocarles unos muebles muy feos que estaban
en la casa de la abuela, pero de momento no lo ha
conseguido.
La casa está a las afueras del pueblo, en una hilera de
chalets todos iguales. No tan iguales según Alisa.
- ¡El nuestro es el de la puerta rosa!
Preparan la comida los tres juntos: arroz tres delicias y
tarta de manzana de postre, pero justo cuando van a
sentarse a la mesa, llama la hermana de Juan por teléfono.
- Que dice Carmen que si la invitamos a comer – Juan tapa
el auricular con una mano y con la otra se come una
aceituna.
- Claro que sí. Y mientras bajas a por ella nosotros nos
damos un baño.
Juan vuelve a coger el coche y baja a casa de sus padres
a por su hermana, Luis y Alisa se ponen el bañador y salen
a la piscina. De momento sólo meten los pies porque el
agua está muy fría.
- Me encanta Juan- dice Luis – no sé cómo se puede ser
tan buenazo.
- ¿Tú crees?
- ¡Joder!, llega a ser mi hermana la que llama y le digo que
se venga en bici.
204
- Es que a Juan últimamente se le cae la baba con Carmen.
Sobre todo desde que ha vuelto de Estados Unidos. La
Carmen en América, deberías escribir una obra de teatro
sobre eso.
- ¿Ah sí? A ver que cuenta. Aunque a lo mejor conmigo se
corta, yo sólo la he visto tres o cuatro veces y era una niña.
¿Cuántos años tiene ya?
- Dieciséis. Pero no es ella la que tiene que contar, que lo
que hiciese en Boston es lo de menos; lo divertido es la
que se montó en su casa con lo del viaje.
- ¿Por qué?
- Por todo, pero para empezar porque es la primera de la
familia que ha salido al extranjero.
- ¿Juan tampoco?
- No.
Y mientras Alisa le cuenta, Luis va dejándose resbalar
hacia el agua. Está muy fría, se nota que ya es septiembre,
pero después de haberse bañado en los fiordos del mar del
norte – qué lejos queda...- tiene que intentarlo. Por fin
mete la cabeza. Alisa se queda con la palabra en la boca y
Luis siente, como siempre que se mete en el agua a menos
de quince grados, que la cabeza se le limpia y que le
ponen una piel nueva. El frío le transporta otra vez a
Noruega: Bødo, Narvik, su fiordo privado y su semana
nómada.
Saca la cabeza, da dos brazadas y sale corriendo hacia la
toalla. Alisa sigue sentada en el mismo sitio, con los pies
metidos en el agua, el bikini seco y mirando hacia la
puerta. Le ha parecido oír un coche pero no son ellos.
205
Mejor, porque todavía no ha hablado con Luis de lo que
quería.
- Luis.
Y Luis mira. Ese “Luis” no ha sido un “Luis” normal, ha
sido un “Luis” de “ven siéntate aquí y hazme caso”. Él
también lo estaba esperando, todavía no han hablado del
repentino cambio de planes y ha sido un cambio de planes
muy gordo.
Alisa, la misma que parece estar siempre en armonía con
el mundo y todos sus seres, ha arrancado bastantes hojas
de césped y las está triturando en cachitos. Luis no se lo
puede creer. La última vez que la vio hacer algo así fue
hace mucho tiempo, no sabe cuánto. Claro que si tuviese
buena memoria se acordaría de aquella cerveza que se
bebieron juntos en la cafetería de Matemáticas, en su
primera semana en la facultad. Alisa no había empezado
todavía las clases pero tenía que hacer papeleos y estaba
muy nerviosa. ¿Qué tal serían los compañeros?, ¿y los
profesores?, ¿habría muchos bichos raros?... La cerveza
acabó con la pegatina de Mahou destrozada en un
cenicero. Se acuerde o no, esa fue la última vez que Luis
vio a Alisa romper algo por el puro gusto de romper, la
última vez que la vio nerviosa.
Desde entonces nada: la paz. Hasta ahora.
La cosa es que Alisa no sabe muy bien por dónde
empezar a contar porque no tiene muy claro qué es lo que
le pasa. En fin, que el 15 de junio decidió que dejaba la
carrera. Y lo decidió en la terraza de su casa, tomándose
un café con Laurita en un descanso de estudios que
estaban haciendo las dos. Se le ocurrió así de repente, no
sabe muy bien por qué, pero una vez que tenía la idea en la
cabeza lo veía muy claro: no quería seguir estudiando lo
206
mismo todos los años de su vida. Y lo mismo quiere decir
lo mismo, es decir, que con la tontería de no aprobar nunca
le toca estudiar todos los años las mismas asignaturas.
Esa misma noche, después de sacar a pasear a Tritón,
llamó a Juan y le preguntó si le apetecía irse a vivir con
ella - ya mismo - al chalet sin amueblar. Sí. Después les
dio las noticias a sus padres. La primera, que dejaba la
carrera. La segunda, que se iba a vivir con su marido.
- Con mi marido, que raro suena, ¿verdad Luis?
- Un poco, pero esposo sonaría peor.
Tres días después Alisa y Juan ya estaban en el chalet.
Faltaba por hacer la verdadera mudanza, que todavía sigue
pendiente, pero Alisa se presentó allí con una maleta y con
Tritón y con eso le bastaba. Juan fue a recogerla a la
estación y se fueron directamente al chalet. Alisa lo había
visto un montón de veces: el chalet de Juan, su futura casa,
pero ahora que había venido para quedarse, la cosa
cambiaba. Juan le pidió a su padre una semana de
vacaciones y se dedicaron a limpiar, que las casas cerradas
acumulan mucha mierda. Y estaban en eso cuando una
noche les llamó María: << hija, a papa le ha dado un
infarto>>. Y vuelta para Madrid.
Al final no fue un infarto sino una angina de pecho; pero
el susto se lo llevaron igual. Alisa, que era la única que no
tenía exámenes ni que ir a trabajar, se pasó una semana
entera con su padre, primero en el hospital y luego en
casa. Lo cuidaba, le hacía las comidas y hablaban,
hablaban mucho. Mientras, su padre dormía las siestas
Alisa daba vueltas por la casa. Veía películas, buscaba
cosas en su cuarto para llevarse al pueblo. También se
puso a ordenar – un poco más - los apuntes de la carrera.
207
Tritón no estaba, se había quedado en el pueblo, así que
a Alisa se le hacía raro estar en casa y no poder jugar con
él o sacarle de paseo. En general se le hacía raro todo.
Habían pasado sólo diez días desde que se marchó, no más
que unas vacaciones normales, pero ahora tenía la
sensación de estar en casa de visita y eso era muy raro.
Después de diez días Javier ya estaba bastante mejor y
Alisa se volvió para el pueblo. La casa estaba limpia y la
piscina funcionando pero a Juan se le habían terminado las
vacaciones y su padre lo necesitaba en el bar al menos
hasta la primera semana de agosto. Alisa se pasaba el día
leyendo en la piscina y sacando a pasear a Tritón. Tanto
que incluso Tritón protestaba y prefería quedarse en casa.
- Ahí es cuando me empezó a entrar la ansiedad.
- ¿Ansiedad por qué?
- No sé, por no saber qué hacer durante el día, por estar
atrapada sin coche tan lejos de todo.
- ¿Y la bici?
- La bici la tengo aquí desde hace dos semanas. Estaba
guardada en casa de mi abuelo y no había caído en ella.
- Pero ahora es otra cosa, ¿no?, con la bici ya puedes salir
de casa, ir al centro, quedar con gente…
- Tampoco tanto. Todo el mundo tiene sus rutinas menos
yo.
- Bueno pero acabas de llegar. Y no te preocupes por
coger una rutina, que otra cosa no pero precisamente las
rutinas siempre llegan.
208
- Ya, ¿pero haciendo qué? Cuando decidí que dejaba la
carrera y que me venía para acá no pensé en nada. Y hago
repaso y la verdad es que no sé hacer nada. Ocho años
estudiando y no sé nada.
- Pero a ver, que esto lo hemos hablado ya. Cuando ibas
por el tercer año y seguías en primero y sin posibilidad de
aprobar ninguna, porque además me lo decías así de claro,
te pregunté que para qué seguías. Me dijiste que porque te
gustaban las matemáticas.
- Y me gustan.
-Vale. Me costó entenderte pero al final lo conseguí, de
verdad. Es como si a mí, que me gusta pintar y esculpir,
me saliesen unos cuadros y esculturas que sólo yo
entendiese, que sólo yo apreciase. Y año tras año, aunque
los profesores me pusiesen ceros, yo siguiese con la
misma ilusión. Me parece brutal, heroico, en serio. Decías
que ibas a estudiar matemáticas hasta que el cuerpo te lo
pidiese, y que si pasaban los años y seguías con la perra te
pondrías a trabajar al mismo tiempo en otra cosa para
poder hacer tu vida. Ahora dices que después de ocho años
estudiando no sabes nada, ¿cómo que no sabes nada?
Quizás nadie más que tú sea capaz de entender las cosas
que sabes, pero eso es otro tema. Además, si has
disfrutado aprendiéndolas, eso que te llevas.
- Ya, ¿pero ahora qué hago?
- ¿Qué te apetece hacer?
- No lo sé.
Alisa baja los ojos y arranca otro montón de hojas de
césped, Luis le dice que es normal lo que le pasa, él
209
mismo no sabe lo que quiere aunque por ahora vaya a
seguir en el taller de su padre.
En ese momento llegan Juan y Carmen dando pitidos
con el coche, Alisa tiene una lagrimilla en el ojo y se tira a
la piscina para que no se le note. Al sumergir la cabeza en
los quince grados del agua es como si los problemas se
quedasen en el fondo. Después de medio minuto buceando
con los ojos abiertos sale rápidamente y se mete al cuarto
a secarse y a cambiarse para comer.
En la comida, Carmen no para de hablar y los demás de
reírse. El fin de semana que les llevaron a Nueva York, los
italianos y los rusos, la familia en la que le tocó vivir... Y
es que cualquier cosa da risa si te la cuenta alguien que
sabe hacer reír.
- ¿Y el jamón de mamá?
- Calla Juan, qué vergüenza.
El jamón de mamá. Carmen se pone roja sólo de
recordarlo. Después de pasarse dos días haciendo la
maleta con su madre alrededor, peleándose continuamente,
Carmen consiguió cerrar una maleta con todo lo necesario
y sin sobrepeso. Entonces se fue a despedirse de los
amigos. Al día siguiente la maleta parecía que pesaba más
pero con las prisas no miró adentro. Mal hecho, muy mal
hecho porque los de la aduana, al ver la maleta por los
rallos X, la cogieron y se la llevaron a un cuartito aparte.
A la maleta y a ella. Allí, detrás de una mampara opaca,
dos policías abrieron la maleta y empezaron a
descojonarse.
- Las bragas, pensaba yo, he colocado las bragas arriba del
todo.
210
Pero no eran las bragas sino un jamón. Un jamón entero
con pezuña y todo que le había colocado su madre en la
maleta a costa de quitarle otras cosas “menos importantes”
como el maquillaje, la toalla de playa o las minifaldas. Los
policías, que no podían parar de reírse, decían que cada
cual es libre de llevar un jamón de un lado para otro pero
que justamente a Estados Unidos no, que allí son muy
cuidadosos con la entrada de alimentos extraños. Y un
jamón con pezuña es sin duda un alimento muy extraño.
Le dieron permiso para volver a salir a la otra zona del
aeropuerto y darle a su hermano el jamón pero Juan ya
estaba en la carretera así que al final el jamón se lo
quedaron ellos. A cambio le dieron a Carmen sesenta
euros para comprarse algo de maquillaje y de ropa.
- ¡Qué vergüenza!, ¡joder!, ¡qué vergüenza!. Y encima
cuando vi el jamón y cogí el cabreo con mamá se me vino
encima todo el acentazo de pueblo.
Carmen sigue contando batallitas y justo cuando Juan se
levanta para preparar un café suena el teléfono. Es Héctor,
que si vienen o no vienen.
- Héctor, ¿pero no le dijiste a Luis que a las cinco?
- Yo no le dije nada. Me dijo él que a las cuatro.
- A ver Luis, ¿tú a que hora le dijiste a Héctor?
- A las cinco.
- Dice Luis que él te dijo que a las cinco.
- Ya le oigo. Pues mira no lo sé, pero esto está listo ya,
¿eh?, así que cuanto antes vengáis mejor.
211
- ¡Vale!, nos tomamos el café en tu casa. Oye una cosa,
¿puede venir mi hermana?
- ¿Tu hermana? Sí, claro.
Dejan la mesa tal cual y se montan los cuatro en el
coche. Carmen les pegunta que van a hacer en casa de
Héctor pero nadie sabe nada. Él les ha citado para darles
una sorpresa aprovechando que por primera vez en toda su
vida se ha quedado sólo en casa. Pero la sorpresa, como es
una sorpresa, pues es secreta.
Carmen conoce poco a Héctor. Sabe que trabaja en la
ferretería y que almuerza en el bar de sus padres, pero
poco más. Luis le aclara que son amigos desde que tenían
ocho años, que también es amigo de Alisa – y por eso
estaba en la boda – y que tiene una madre de esas que, ya
sabes…, de las que meten jamones en las maletas sin
avisar.
- Quizás por eso no viaja nunca, por su madre – dice Alisa,
que ya se ha quejado antes a Luis de que no hay manera de
ver a Héctor y que cada día está mas raro, encerrado
siempre en casa, cuidando de la finca y de sus padres.
Juan, que charla con él todas las mañanas en el bar, dice
que no es para tanto, que lleva una vida tranquila, quizás
demasiado aislada, pero que es normal viviendo donde
vive.
- Además ahora con la autopista hay que dar una vuelta de
lo más tonta para llegar a su casa.
Luis va mirando por la ventanilla. Las últimas veces que
ha estado en el pueblo no se ha movido del centro. De la
estación a casa de los abuelos y de la casa de los abuelos a
la plaza. Y nada más. Por eso ahora no reconoce nada.
212
Han cambiado las carreteras, los caminos y los carteles,
además han llenado las afueras del pueblo de
hipermercados. Vamos, que le parece que todo está muy
feo. Pero al salir del pueblo, en la colina que separa la
finca de Héctor del resto del mundo, las cosas siguen
igual, cuatro casas y los sembraos.
Después de la curva de la guarra – que de niños siempre
se preguntaban por qué se llamaba así – empieza la bajada
y se puede ver la finca de Héctor.
- Mirar, ¡un globo! – grita Alisa.
- ¿Un globo, donde? – Luis, que va sentado en el asiento
de atrás, puede ver menos cosas.
- ¡Creo que donde Héctor!
Carmen y Luis meten las cabezas por el hueco entre los
dos asientos de delante y también lo ven: ¡un globo en
casa de Héctor!
Héctor les está esperando en la puerta de la finca vestido
de marinero: de capitán. Se sube al coche y le da
indicaciones a Juan, no para ir a la casa sino a la
explanada donde está el globo. Por el camino les va
explicando lo que van a hacer: no se trata de una empresa
de esas que contratas para que te den un paseo en globo.
No, este globo es su propio globo, le ha puesto de nombre
Rosita, como su madre, y él mismo es el piloto. Luis no se
lo puede creer y Héctor enseguida le enseña el carné:
- Que no es eso, que si me lo dices tú me lo creo, pero aún
así me parece increíble. ¿En serio vamos a dar un paseo
en globo?
- ¿Tú qué crees?
213
Y tan en serio. Además, en las dos bolsitas que lleva
Héctor van dos termos de café y unas tazas, que como en
su casa no hay vasos de plástico son tazas de verdad. No
se le habría ocurrido lo de tomar café en el globo pero
como Juan le dijo que se tomarían el café en su casa pues
ha improvisado un poco.
Al llegar hasta el globo y aparcar el coche al lado les da
la impresión de que es mucho más grande aún de lo que
parecía, pero si alguien tiene miedo no lo dice. Carmen y
Juan quieren hacer pis antes de subir y se van a buscar un
buen sitio, Alisa da una vuelta alrededor del globo y Luis
intenta que Héctor le explique cómo es que de repente
tiene carné de piloto de globos.
- ¿Y dónde se compra un globo?
- Luego os lo cuento. Ahora ayúdame con esto.
Cuando vuelven Carmen y Juan los otros tres ya están
dentro del globo. Héctor, sonriente con su uniforme de
capitán, reparte órdenes que los demás cumplen con
rapidez.
A Luis le da la impresión de que ha retrocedido quince
años en el tiempo, como cuando venían a jugar a casa de
Héctor y se pasaban el día corriendo por esta explanada
inventándose juegos. Intentaron construir una casa en un
árbol pero como siempre se les caía decidieron usar los
materiales – restos de maderas, juguetes y cosas
inclasificables – para hacer un barco que bajaba por el
Missisipi y por el Amazonas, dependía del día. Después de
muchas discusiones y puesto que nunca habían oído hablar
de barcos piratas de río decidieron que el suyo sería un
barco crucero, que aparentemente es más aburrido pero
luego da más juego que un barco pirata. Tenían que tener
un jefe de cocina, un capitán, un marinero, un jefe de
214
fiestas y una señora de la limpieza. Visto así de lejos
resulta un poco machista pero la verdad es que a Alisa,
que era la única chica, siempre le tocaba hacer de señora
de la limpieza. Bueno, no siempre, que a veces se cansaba
y hacía de viajera rica. Porque un crucero de lujo también
necesita tener viajeras ricas, casi más que señoras o
señores de la limpieza.
Lo gracioso es que Héctor, que para algo era el dueño de
la casa y el que ponía las maderas y los juguetes que daban
forma al barco, exigía ser siempre el capitán y se ponía la
gorra de la mili de su padre, que no sólo era verde en lugar
de azul sino que además le quedaba enorme. Pero daba lo
mismo. Lo importante era ser el capitán y llevar el timón.
Cuando quería indicar que el barco se ponía en
movimiento Héctor decía “tu-tuuuuu” y eso significaba
que nadie podía bajarse ya del barco sin riesgo de ser
comido por los cocodrilos.
Hoy Héctor no dice “tu-tuuuuu”, dice “despegamos”,
pero aunque no dijese nada quedaría bastante claro lo que
está pasando. Más que nada por el gusanillo que da en el
estómago y porque el suelo de repente deja de ser el suelo.
Y es que si volar en avión parece magia lo de volar en
globo no es que lo parezca, es que es magia. Y Héctor el
mago.
Cuando han subido unos pocos metros Héctor les
pregunta que hacía donde quieren ir. Y todos lo tienen
claro: ¡al pueblo!, así que aunque justamente ese es el sitio
que menos le apetecía a él decide hacer caso a su
tripulación – eso le pasa por preguntar - y se dirigen al
pueblo, al cielo del pueblo.
Lo de no querer ir al pueblo es porque la gente
enseguida les va a reconocer y claro, todo muy divertido y
muchas risas pero luego algún espabilado acabará por
215
llamar a sus padres para contarles que su hijo anda por ahí
volando y se enterarán de todo de la peor manera posible,
que capaces son de bajarse del Transcantábrico y volverse
para el pueblo en el ALSA. Héctor lo tiene todo planeado,
quiere contárselo a la vuelta: les sentará en los sillones de
orejas, les dirá que es piloto, les enseñará el carné, el traje
y la gorra y ya por último les dejará que vean el globo. Lo
bueno es que con lo de las clases de piloto sus padres
encontrarán una explicación a los viajes que hacía
últimamente a Madrid. Habían empezado a sospechar que
se había echado una novia y estaban inaguantables.
- Seguro que es una de esas amigas de Luis, como siempre
anda con tantas...– decía su padre.
Esas “tantas” con las que anda Luis son sus compañeras
de piso. El verano pasado se trajo al pueblo a Josefina, la
italiana, y esta Semana Santa a Nancy, la inglesa. Nancy
vino acompañada de otras tres rubias, sus primas de
Edimburgo, y aunque solo pasaron una noche en el
pueblo antes de seguir camino para la costa, han dado que
hablar durante meses.
Así que aunque Héctor no querría se dirigen viento en
globo hacia el pueblo. Ya salen de los límites de la finca,
cruzando el río en el que se bañaban de pequeños; ya
sobrevuelan la cuesta de la guarra y las cuatro casas de la
ladera del cerro. El cerro, por cierto, cada vez está más
cerca.
- Agarraos fuerte que vamos a subir.
Alisa, que va con faldita como siempre, se la sujeta en
plan Marylin pero se olvida de agarrarse a algo sólido así
que pierde el equilibrio y se cae encima de Carmen. Se
van las dos al suelo de la cesta y el globo da un traspiés,
como una turbulencia.
216
- ¡Cuidado! – Héctor las mira un momento, comprueba
que todo está en orden y sigue con sus maniobras de
ascensión.
Carmen empieza a reírse después del susto
- Estas cosas no te pasaban en las clases prácticas,
¿verdad?
- No.
- Pero a ver, ¿cómo es que te has hecho piloto de globo?
Debe costar una pasta, ¿no? ¿Y cómo has conseguido
guardarlo en secreto?
Héctor, que se le ha movido la gorra con el traqueteo
vuelve a colocársela bien y les cuenta que la idea se le
ocurrió hace unos cuantos años mientras veía una película,
pero que ha tardado bastante en hacerlo todo porque nadie
sabía nada. Lo del dinero es verdad, cuesta una pasta, pero
como nunca gasta nada, todo lo que gana en la ferretería
ha ido para las clases en la academia y para comprar el
globo.
- ¿Sabéis cuántos años llevo trabajando en la ferretería?,
¿cuántos años ahorrando? Once. Desde los dieciséis, que
empecé por las tardes después del instituto, hasta hace un
mes, que acabé de pagarlo todo. Así cualquiera se compra
un globo.
Y ahora los planes de futuro. Con la licencia para
conducir globos y el globo mismo Héctor quiere montar
un negocio. Si sus padres aceptan, que tarde o temprano
aceptarán, la explanada de la finca puede ser un buen lugar
de despegue. La finca misma no está nada mal situada,
justo al lado de la autopista. Y el anuncio dirá:
217
Viajes en globo: vuelos de recreo y travesías
No suena mal. Luis está contento; Héctor de repente se
ha convertido en capitán, no de un crucero por el Missisipi
pero sí de un globo como el de Willy Fog. Y es que hace
unos meses, en la boda de Alisa, Héctor estaba bastante
tristón. Envidiaba el ajetreo de la vida de Luis y le contó
que no sabía qué es lo que estaba haciendo con la suya.
Sus padres todavía se manejan bastante bien, con la casa y
con la finca, sobre todo ahora que su padre se ha jubilado
y se pasa un montón de horas en casa. Tenía que tomar
alguna decisión: irse de allí, comprarse una casa... Pero le
daba terror irse sólo y más aún meterse entre las cuatro
paredes de un piso en el centro.
- Después de haber vivido toda la vida en la finca, rodeado
de árboles y sin ruido de coches ni de bares, ¡menudo
cambio sería! ¿Me entiendes, Luis?
Y Luis le entendía, pero aún así le decía que tenía que
irse de allí, aunque fuesen sólo unos años. Claro que aquel
día, mientras se quejaba a Luis en la boda, Héctor
guardaba un as en la manga. Quizás estaba nervioso por
los exámenes para piloto y eran los nervios los que le
hacían verlo todo negro.
Empiezan a sobrevolar las primeras casas del pueblo y
se asoman a ver si reconocen a alguien. Héctor sigue a lo
suyo, pilotando, y Carmen es la primera en ver a un
conocido: a su abuelo Tomás. El abuelo Tomás oye que
gritan su nombre y gira un poco el cuello, todo lo que
puede, hacia la izquierda y hacia la derecha
- ¡Abuelo!, ¡aquí arriba!
218
Entonces Tomás empieza a mirar hacia las ventanas de
las casas. Por lo menos ya sabe a quién busca, ha
reconocido la voz y es su nieta Carmen quién lo llama. Lo
malo es que como las casas son sólo de dos pisos Tomás
no levanta la vista al cielo y el globo sigue avanzando
hacia el centro del pueblo.
Siguen buscando más conocidos para saludar pero ahora
están cruzando el campo de fútbol y no se ve a nadie, así
que Carmen le cuenta a su hermano la última manía que le
ha entrado a la abuela Concha, la mujer de Tomás.
Concha y Tomás viven ya desde hace unos años en la
casa de su hija, la madre de Juan y de Carmen, y es que
desde que Tomás se cayó tiene que andar con muletas y no
se las apañan bien solos. Aunque más que las muletas de
Tomás el problema es la abuela Concha, que tiene la
cabeza perdida.
Lo que le quiere contar Carmen a Juan, y ya de paso lo
escuchan Alisa, Luis y Héctor con la gorra, es que la
abuela Concha, retrocediendo y retrocediendo en su
memoria caprichosa, ha llegado al punto de que sólo se
acuerda de las cosas que pasaron cuando ella tenía menos
de veinte años. En concreto, y como el abuelo Tomás no
es del pueblo sino un viajante que pasó por aquí y la
conoció cuando ella ya tenía veintitrés, la abuela no se
acuerda de él.
- Pero eso no es nuevo – dice Juan – yo he visto a la
abuela llamar al abuelo “mamá”, “papá”, y “jesusito de mi
vida que eres niño como yo”.
- Ya, pero sólo le pasaba a veces. Lo malo es que la
última semana no le ha llamado ni una sola vez por su
nombre y encima le trata de usted. Además no para de
hablar de un tal Gabino.
219
- ¿Gabino?
- Sí, mamá no sabía quién era y el abuelo tampoco así que
han llamado a la tía Laura a ver si sabía algo.
- Pero si la tía Laura está peor que la abuela...
- Bueno, bueno…, por ahí andan. El caso es que la tía
Laura sí se acordaba de Gabino, un soldado que estuvo
haciendo la mili por aquí cerca y que cuando tenía
permisos venía a rondar a la abuela.
- ¡Qué bueno!, ¿y el abuelo qué dice?
- Está como loco. Ahora que sabe quién es Gabino cada
vez que la abuela le nombra intenta tirarle de la lengua.
Qué quién es Gabino, que cuándo le ha conocido... Otras
veces, como con esa táctica no llega muy lejos, intenta
hacerse pasar por Gabino, y cuando la abuela dice
<<Gabino>>, porque es verdad que no dice más, el abuelo
contesta con voz melosa <<que quieres Conchita>>.
Entonces la abuela le mira con ojos amorosos y el abuelo
se coge unos rebotes que no veas. Por eso se va a dar
paseos con las muletas y todo. Lo que me extraña es que
papá y mamá no te hayan contado nada de esto en el bar.
Juan se siente culpable porque hace una semana que no
pasa por casa de sus padres. Con tantas cosas por hacer en
la casa nueva y con Alisa, que se pasa el día en casa y
últimamente está un poco rara, no saca tiempo. Además
como a sus padres los ve todos los días en el bar, pues se
le va pasando lo de ir a visitar a los abuelos. A ver si esta
tarde cuando bajen del globo se acerca un rato a verlos.
Cuando vivía en casa, Juan era el encargado de darle la
cena a la abuela Concha. Con mucha paciencia,
cucharadita a cucharadita, era capaz de hacerle comer
220
cualquier cosa. Y sigue siéndolo. Así que cada vez que
baja de visita, su madre le da la cuchara y el plato con el
puré y lo sienta delante de la abuela.
- Venga Juanito, que lleva dos días que no me cena nada.
Entonces Juanito se remanga y se pone manos a la
obra. Hace el avioncito con la cuchara, le cuenta chistes, le
susurra cosas al oído... Hace unos meses le contó al oído
que le iba a pedir a Alisa que se casase con él, y la abuela,
que no se enteraba de nada, de eso sí que se enteró, le dio
un beso en la frente y le deseó suerte. Juan casi se pone a
llorar después de aquello. Quizás por eso, cuando en casa
estuvieron discutiendo si la abuela debía de ir o no ir a la
boda porque había que viajar hasta Granada, Juan se
empeñó en que fuese.
Y fue. Sentada en primera fila, con un vestido nuevo y
el rosario de siempre, dándole vueltas a las cuentas, quizás
recordando sonidos y olores de otras misas, de cuando el
cura hablaba todavía en latín. En un momento de despiste
que tuvo Tomás, mientras el sacerdote hablaba de la
indisolubilidad del matrimonio y le daba vueltas a la
Biblia, Concha se levantó y se fue directa a uno de los
confesionarios. En toda la iglesia sólo había un
confesionario operativo durante la boda, por si alguien que
quería tomar la comunión tenía algún pecadillo de última
hora, y dio la casualidad de que era el confesionario que
estaba al lado del banco de Concha.
Cuando Tomás quiso darse cuenta era demasiado tarde,
Concha estaba ya de charla con el cura. Tomás le dio un
codazo a su nieta Carmen, y Carmen a su padre: <<la
abuela se está confesando>>. << ¿Qué>>. Poco a poco se
fue corriendo la voz por los bancos de delante y se montó
un buen barullo, tanto que llegó a los oídos de Juan y no
221
pudo evitar darse la vuelta desde el altar para echar una
ojeada.
Media hora estuvo Concha en el confesionario, se
perdió todo lo del <<yo Juan, prometo...>> y también lo
del <<yo Alisa>>. Se perdió incluso la comunión y al final
tuvieron que sacarla de allí a la fuerza. El cura que la
estaba confesando protestaba porque decía que la mujer
tenía derecho a confesarse todo el rato que quisiese y la
madre de Juan intentando convencerle de que la abuela
estaba con demencia.
- ¿Con demencia? – El cura no se lo creía - pues no es eso
lo que me ha parecido a mí, no ha parado de hablar,
¿verdad Concha?
Pero Concha otra vez callada y con la sonrisa inocente
de todos los días.
- ¿Ah sí?, ¿y que le ha contado?
- ¡Como que se lo voy a decir…!, y encima delante de ella.
Aquí todavía algunos guardamos el secreto de confesión.
Y no hubo manera de sacarle nada. ¡Qué mala suerte! A
la abuela, que lleva por lo menos tres años a base de
monosílabos – y gracias - le da por ponerse a hablar
delante de un cura, que ni era de la familia ni quiso contar
nada.
Con tanto hablar de los abuelos de Juan, a Alisa le han
dado ganas ir a ver al abuelo Benito, que se pasa las tardes
sentado en una silla de mimbre en la puerta de casa.
Cuando los vecinos sacan también la silla él charla con
ellos pero si no la sacan le da igual, se sienta de todas
maneras. Así por lo menos ve pasar a gente, no como
dentro de casa, que sólo están la tele y los recuerdos de
222
Margarita. Alisa le tira de la manga de capitán a Héctor y
lo convence. Ahora toca reconducir el globo hacia la casa
de Benito y entre maniobra y maniobra por fin salen del
campo de fútbol.
Recorren las calles que todos han pisado, las van
nombrando, reconociendo, comparan la vista desde el
suelo con la vista desde el cielo. Descubren el mundo de
los tejados y las azoteas, algunas con la ropa tendida, otras
vacías o llenas de trastos inútiles que se mojan los días de
lluvia. En algunas de las calles vive algún amigo, amiga o
pariente, entonces gritan su nombre, todos a la vez, y con
tanto grito poco a poco van siendo más las cabezas que se
van girando y que al mirar al cielo reconocen sobre todo a
Juan – el del bar del Loro – y a Héctor – el ferretero -.
<< ¡Un globo!, ¡un globo!>>. Los vecinos se van
avisando los unos a los otros y el globo empieza a ser el
protagonista de la tarde. Se están aproximando a la plaza
de la iglesia y Héctor, quizás asustado por los picos de la
iglesia – que ya la tienen al lado - se da cuenta de que
puede que estén haciendo algo ilegal. Es decir, están
volando por encima de una zona de viviendas, por encima
de un pueblo, y van bastante bajos.
Le entra un miedo terrorífico y se le corta de golpe toda
esa sensación de rey de la fiesta que llevaba encima. Sin
perder un minuto más empieza a hacer maniobras para
subir el globo unos cuantos metros más arriba. Alisa se
queja, si suben tanto Benito no les va a reconocer. Carmen
también se queja porque estaban a punto de pasar por los
bancos donde se juntan sus amigas. Pero Héctor no se
detiene. Sólo faltaba que el primer día de usar el globo le
pongan un multazo y le quiten la licencia. En cuanto
llegue a casa tiene que releerse los apuntes y mirar en
detalle todas las reglas respecto a sobrevolar zona urbana.
223
Héctor se lo explica a los demás: es peligroso volar
demasiado bajo, con tanta emoción se le había olvidado
pero es algo que no se puede hacer. Les dice también que
es imposible tener el globo parado en un punto fijo así que
poco a poco van a ir saliendo del pueblo.
- Pero pasaremos por casa de mi abuelo, ¿no?
- Lo intentaré.
En muy poco tiempo han ascendido muchos metros
pero todavía se pueden distinguir bien las calles y las
casas, e incluso la gente si sabes a quien estás buscando.
Muy atento y contando los cruces de las calles Luis está
explicándole – y señalándole - a Carmen cuales eran los
bares por los que él salía hace unos años, y entre los dos se
hacen un lío porque casi todos han cambiado tres veces de
nombre, o directamente han desaparecido del todo.
Aunque Luis sigue viniendo de vez en cuando al pueblo,
al menos dos veces al año, ya no es lo mismo que hace
diez años- ¿diez años ya?-, más o menos de los quince a
los dieciocho, cuando venía un fin de semana de cada dos
y también en Navidades, en verano y en Semana Santa. En
esa época él venía al pueblo bastante más que Alisa, que
estaba saliendo con un chico del instituto, Rafael Díaz “El
Rata”, y no se separaba de él nada más que para estudiar y
para sacar a pasear al perro. Luego apareció Juan y Alisa
fue acercándose cada vez más y más al pueblo, mientras
que a Luis le llegaron las ganas de viajar y empezó a
llenarse de planes que no pasaban por el pueblo.
Cuando vuelve un fin de semana los amigos le
reclaman, y también los abuelos, que cada día están mas
mayores pero que aún le dan la lata con eso de que no
vuelva tarde cuando sale por las noches. La abuela de
hecho sigue con la manía horrible de tocar diana todos los
224
días a las nueve de la mañana y el que no haya dormido
por la noche que se fastidie.
Los amigos lo llaman para salir a tomar el aperitivo, la
abuela lo quiere en casa a las tres porque es la hora de la
comida. Luego queda para tomar un café, después otro,
pero el abuelo lo llama al móvil para que vaya con él a ver
el partido en el bar. En fin, que va corriendo de un sitio
para otro y aunque dice que va al pueblo para desconectar
siempre vuelve a Madrid más cansado que antes.
En este viaje, que también es bastante relámpago - nada
más que sábado y domingo- ya de entrada le va a caer una
bronca del abuelo por haber llegado al pueblo a las doce
de la mañana y no dar noticias hasta la noche. En principio
había pensado no decir nada: quedarse a dormir en casa de
Hector, pasar la mañana en la finca cogiendo manzanas e
higos e irse para Madrid en el tren de las cuatro. Pero le da
pena no ir a ver a los abuelos, y ya que les pasa a ver,
¿cómo les va a decir que no duerme en casa? Así que ya lo
ha decidido, se quedará a dormir en casa de los abuelos y
por la mañana, después del desayuno, llamará a Héctor
para que le baje a buscar y pasará con él la mañana en la
finca. A ver si le cuenta despacito cómo ha hecho para
convertirse en piloto de globo y todos esos planes de
montar una empresa.
- ¡Para Héctor!, que ya estamos donde mi abuelo. ¡Mírale!,
sentado donde siempre – Alisa empieza a gritar pero
parece que desde tan lejos las voces se las lleva el viento.
- ¡¿Cómo que pare?!, ¿no te he dicho antes que esto no se
puede parar?
Benito no les oye, esta atento a la acera de enfrente
donde dos gatos están peleándose por un pájaro que han
cazado. Y en el cielo, el globo, rojo con bandas verdes,
225
subiendo y alejándose poco a poco. Desde arriba Alisa
puede distinguir la calva de su abuelo, los pantalones
verdes y las alpargatas.
- ¿Las alpargatas también? – Luis mira igual que Alisa
pero ve bastante menos.
- Sí, son azul marino.
- Yo creo que las alpargatas te las estás imaginando, es tu
cabeza que las coloca en tus ojos porque sabe que tienen
que estar ahí.
Pasada la casa de Benito sobrevuelan ahora el cine de
verano y los restos de la iglesia vieja. Van a salir del
pueblo por el este y Héctor les propone ir hacia el sur, a
buscar el río, para luego volver al oeste que es donde está
la finca. Esta zona del pueblo es un poco fea, llena de
almacenes y camiones aparcados. Cuando salen al campo
la cosa tampoco se arregla mucho, está amarillo y seco
después de todo el verano, parece como si en esta zona no
cultivasen nada. ¿Y el río? El río no está. ¿O sí?, ¿el río es
eso? Ahora que han salido del pueblo vuelven a volar más
bajo pero aún así el río que buscaban no es más que un
hilillo de agua que da angustia verlo.
Héctor sabía que el río estaba así, por eso no se
sorprende. También Juan, Alisa y Carmen, que bajaron el
verano pasado con las bicicletas, lo recordaban parecido.
Pero Luis no. Lo menos hace diez años que no baja al río,
y la última vez fue de noche con una prima de Juan. Luis
recuerda bañarse en el río, incluso saltar desde las piedras
a las pozas. Pero ahora está todo tan seco…
La sequía. Luis se acuerda de Noruega y de Suecia, tan
verdes, del tren de los dos amaneceres, de Jack Sullivan y
de su hermandad de programadores chiflados que andan
226
por ahí buscado un retiro ártico. ¿Tendrán algo de razón?,
¿está tan avanzado ya lo del cambio climático? Esperemos
que no. La idea de cinco mil millones de personas
intentando llegar –y vivir - a orillas del ártico es
demasiado dura. Pero está todo tan seco…
Juan, sin saber que el hilo de pensamientos de Luis
viajaba por paisajes tan desolados, le pregunta a Héctor si
pueden pasar por la presa antes de volver a la finca.
Todavía queda un rato para que se haga de noche y el
embalse esta muy bonito por las tardes.
- ¿El embalse?, ¿qué embalse? – Luis no había oído hablar
de ningún embalse.
- El embalse que acabaron de construir hace dos años al
lado del pinar – Héctor lo señala estirando el brazo Tiene razón Juan, está bonito, así que vamos un rato para
allá. Nos ha venido muy bien a los que tenemos cultivos
pero la verdad es que ha dejado el río tan seco y tan feo
que da pena verlo.
Un embalse, era eso. A Luis se le escapa una sonrisa
tonta y decide que ya es hora de contarles al resto algo de
su viaje por Escandinavia. Héctor se acuerda de que llevan
un termo de café y las tacitas de su madre, Juan lo sirve y
no derrama ni una gota.
- Lo voy a poner en el currículo, mejor dicho, si tuviese un
currículo lo pondría: camarero en viajes en globo.
Luis empieza a hablarles de los trenes, de los paisajes,
de todas esas horas que se pasó mirando por la ventanilla,
en la cafetería, leyendo… De cómo después de muchos
años volvió a sentir aburrimiento y de lo bien que le sentó.
Les cuenta también que conoció a Yana, la alemana que le
vendió la tienda de campaña, y que se pasó casi una
227
semana sin rumbo ni reloj. Y luego los fiordos, la nieve al
lado del mar en pleno mes de junio, las cabañas rojas.
- ¿Y el frío?. Si había nieve tenía que hacer un frío que te
cagas.
- Hacía frío pero no tanto, yendo con el anorak ni se
notaba.
Carmen le escucha con toda su atención, que es mucha,
y le encanta. Ha vuelto de Estados Unidos con ganas de
que llegue el verano siguiente para volverse a ir a otro
sitio. Lo del Interrail todavía le queda grande, al menos
sus padres no la dejarían, pero dentro de unos años…
Carmen pregunta y Luis responde, y cuando llegan a la
historia del tren de Jack Sullivan no se pueden creer que
haya un tipo vestido de patata dirigiendo una hermandad
secreta desde Siberia.
- A mí lo que me impresiona es que se hiciese de día a la
una de la mañana – dice Héctor.
Esa misma mañana Luis cambió de planes y se bajó del
tren en Uppsala, una ciudad de estudiantes a pocos
kilómetros de Estocolmo. Nada más salir de la estación no
se podía creer la cantidad de bicis que veía. La mayoría
viejas, de esas que en España no quieres ni aunque te las
regalen, pero que allí se usan y se usan mucho. Había más
bicis que coches, y también carriles y semáforos para
bicis, sillitas de niños para colocar en la parte de atrás,
remolques, aparcamientos para bicis por todas partes…
Por la noche, en el albergue de la ciudad, conoció a un
francés que había estudiado allí hacía dos años y que ahora
estaba también de Interrail. Según el francés, las bicis que
vio Luis eran pocas comparadas con las que hay cuando
todavía están en marcha las clases. Al parecer Uppsala se
vacía en verano y allí las vacaciones empiezan alrededor
228
del 1 de Junio. A Luis no le dio la impresión que la ciudad
estuviese vacía, sobre todo comparado con los pueblos
fantasmas que había visto por el norte.
Cuando llegan al embalse ya se han terminado todo el
café que llevaban en el termo. Ahora están volando bajo y
pueden saludar a unos que están pescando en la orilla. Son
del pueblo de al lado pero Juan los conoce; Juan conoce a
todo el mundo. No se pueden creer –nadie se lo puede
creer, ni siquiera ellos mismos- que estén viajando en
globo. Héctor está contento y ya se le han pasado los
miedos de denuncias por vuelo rasante. Ahora lo que no
quiere es que se les haga de noche.
- Deberíamos volver ya.
- Yo ya empiezo a tener frío – dice Alisa, que es la única
que va con sandalias.
El aterrizaje es brusco, al menos más de lo que se
imaginaban. Dice Héctor que ha sido por culpa de un
pájaro que se les ha puesto en medio.
Una vez en tierra le ayudan a guardar el globo. Héctor
quiere que se queden a cenar, dice que tiene la nevera
llena, pero todos se tienen que ir porque les ha dado un
ataque de abuelitis. Juan quiere ir a darle la cena a la
abuela Concha, a ver si a él le cuenta algo de Gabino.
Alisa también se ha quedado con las ganas de saludar al
abuelo Benito y ya que va Juan para el pueblo pues se baja
también y cena con él, que siempre come y cena solo. A
Luis no es que le apetezca ir a comer las judías verdes de
su abuela – que seguro que tiene judías verdes – pero
cuanto antes pase por allí mejor. Así luego se escapa un
rato y pueden quedar a tomar algo. Héctor accede. ¡Vale!,
no se quedan a cenar pero luego saldrán un rato juntos.
229
A Carmen, con tanto globo, río y embalse se le ha
pasado la hora y hace rato que la esperan sus amigas así
que tira del resto. Que sí, que muy bien, que después de
cenar os veis, ¡pero vámonos!.
Hector, todavía con el traje de capitán, les despide gorra
en mano y después de un rato, cuando el coche sale de la
finca, entra en la curva de la guarra y desaparece de su
vista, deja de mirar y se mete en casa. Ya ha pasado el
momento de éxtasis y está otra vez solo. Ahora la casa se
le hace grande. En la pizarra de la cocina sigue escrito el
menú que le ha dejado su madre para estos quince días.
Cuando la veía escribirlo y la escuchaba una y otra vez
repetirle donde estaba cada cosa Héctor se vengaba
pensando en el poco caso que le iba a hacer al menú, ¡qué
ganas de borrarlo y comer lo que le dé la gana! Pero hoy,
de momento hoy, no lo borra y mira a ver qué es lo que
toca para cenar.
Sin pasar por el chalé Juan conduce hasta el centro del
pueblo, y Carmen, que es la única que llevaba prisa, es la
primera en bajar. Luego le toca a Alisa porque la casa de
Benito está al lado. Luis decide bajarse con ella a saludarle
y luego irse andando a donde sus abuelos. Juan les deja en
el cruce porque la calle es prohibida así que van andado
hasta la casa. Cuando llegan, la silla de la entrada está
vacía y la puerta abierta. La vecina de al lado se asoma por
la ventana.
- ¿Y mi abuelo? –pregunta Alisa.
- ¡Anda!, pues se acaba de pasar al retrete. Y menos de
diez minutos no tarda.
Pasan a la casa, que huele a cerrada y a viejo. Luis está
esperando a que Alisa le siga hablando de su ansiedad,
230
porque se quedaron cortados en el rato de la piscina, pero
parece que con el viaje en globo se le ha olvidado.
- ¡Ven!, que te quiero enseñar una cosa.
Alisa lleva a Luis al trastero del piso de arriba y le
señala un juguete, un tiovivo.
- ¿Te suena?
- Un poco, ¿era este el que tirábamos de un cordel y
sonaba una musiquilla?
- Sí. También giraba.
- Pues ya no tiene cordel.
- No, no tiene cordel, además de las cuatro barriguitas que
había quedan dos y tres de los columpios ya no se
convierten en sillitas.
- ¿Se convertían en sillitas?, eso nunca me lo enseñaste.
- Sí, mira cómo se hace.
- ¡Qué fuerte!, y yo todos estos años sin saberlo… Pero
este juguete estaba en Madrid, ¿no?
- Sí, me lo regaló la abuela de Madrid por Reyes y lo tuve
allí unos cuantos años pero cuando pasamos al instituto y
vacié el cuarto de juguetes me lo traje para acá que hay
más sitio. La abuela Margarita lo tenía como oro en paño
en el salón y todavía estaban el cordel y las cuatro
barriguitas. Creo que ya había un asiento roto pero nada
más. Pero hace unos años, bastantes porque creo que ni
siquiera salía con Juan, estando yo aquí de vacaciones
vino de visita Roge, la prima de mi abuelo, con su nieta de
231
seis años. A la niña le encantó el juguete y se pasó la tarde
tirando del cordel así que le dije a la Roge que se lo
prestaba unos años, hasta que la niña creciese. Mi abuela
luego se enfadó conmigo, me dijo que la nuera de la Roge,
es decir, la madre de la niña, era una descuidada, y que a
ver cómo iba a acabar el juguete. El caso es que yo ya me
olvidé del juguete pero mi abuela no y pasados cinco años
o así llamó a la Roge a ver qué pasaba. Roge dijo que el
tiovivo estaba donde su nuera, la nuera decía que en la
habitación de la niña y la niña… que no tenía ni idea.
Después de una semana esperando a que la niña lo
encontrase mi abuela se cansó y se presentó en la casa. No
te rías que aquello casi fue motivo de conflicto familiar,
sobre todo cuando por fin apareció el tiovivo debajo de
una montaña de piezas de Lego. Y es que no estaba como
lo ves ahora, que aunque totalmente roto por lo menos
esta limpio. Según mi abuela tenía una capa de mierda que
le costó una semana quitar.
- Lo de las barriguitas perdidas lo veo difícil pero el resto
a lo mejor tiene arreglo, si quieres me lo llevo a Madrid e
intento arreglarlo en el taller.
- No hace falta.
- ¡Que sí!, en este viaje no porque he venido en tren, pero
la próxima vez que venga en coche con mis padres me lo
llevo. Además tengo curiosidad por escuchar otra vez la
musiquilla, no consigo recordarla.
- Yo sí.
Alisa la tararea pero no consigue hacerse entender por
Luis, que baja detrás suyo por las escaleras con mucho
cuidado porque la luz está fundida. Benito sigue sin salir
del baño así que se van a esperar a la cocina. Alisa mira a
232
ver qué tiene su abuelo en la nevera y en los armarios. La
cosa está bastante mal
- Tengo que venir más a comer con el abuelo, hacerle la
compra y limpiarle un poco. Aunque me proteste.
- ¿No viene nadie a ayudarlo y limpiarle la casa?
- No, dice que lo de de tener sirvientes es de ricos y que no
le gusta.
- ¿Pero cuántos años tiene?
- Ochenta y dos.
- ¡Joder!
- Pero menudo carácter tiene. Sólo le hacía caso a la
abuela, entonces no rechistaba. Y fíjate tú que con lo dulce
que era la abuela Margarita parecería que el abuelo se la
fuese a comer, pero no.
- Es que cada pareja es un mundo, parece que pasa una
cosa y luego la realidad es otra. Y lo digo yo que nunca
estoy emparejado.
- Anda que mis padres… ¿Te has enterado de que han
empezado a ir al psicólogo?
- ¿Juntos?
- Sí, un psicólogo de parejas. Mi padre ha descubierto,
más bien admitido, que le tiene miedo a mi madre.
¡Después de treinta años juntos! Fue desde lo de la angina
de pecho, exactamente el mismo día de la angina de
pecho, que le rayaron el coche unos alumnos y no quería
que tu padre se lo contase a mi madre, en plan crío. Luego,
233
cuando salió del hospital y estuve con él en casa me lo
acabó contando, y después a mi madre. Tirando del hilo
acabó confesando que mi madre le daba miedo, y mi
madre que mi padre últimamente sólo con abrir la boca le
ponía de los nervios. Así que ahora en septiembre han
empezado con el psicólogo.
Oyen el ruido de la cadena y la puerta del baño que
chirría y se abre.
- ¡Abuelo, estoy en la cocina con Luis!
-¿Luis?, ¿qué Luis?
- El de Antón, qué Luis va a ser.
- Pues sacaros unas sillas conmigo a la calle que no me
gusta sentarme en la cocina.
Luis se tiene que ir enseguida pero se saca también una
silla, aunque sea para cinco minutos. Benito al salir lo
mira y le toca la cara.
- Eres igual que tu padre. Y ya me han contado que eres
mecánico como nosotros.
- Bueno eso es mucho decir, de momento no soy nada más
que aprendiz.
- ¿Aprendiz? ¡Aprendiz siempre!, ¿no te lo ha dicho nunca
tu padre?, la próxima vez que venga a verme le voy a dar
un buen tirón de orejas.
234
9. La casa en los Pirineos - lunes 6 de Diciembre de 2004
Es la primera vez que Manuel viene a la casa de Javier
y María en los Pirineos, y es que aunque la tienen desde
hace cinco años y ya le habían invitado varias veces nunca
le cuadraban los planes. Esta vez sí.
A Manuel le ha tocado la habitación de Laurita, que esta
claro que la pisa bastante poco porque está casi vacía.
Desde allí puede ver el pico de varias montañas a las que
no sabe dar nombre. Debajo de los picos y mucho más
cerca de la casa se ve una parte del bosque por el que han
estado paseando esta mañana. Aunque se lo han repetido
veinte veces – igual que el nombre de los picos - también
se le han olvidado los nombres de los árboles. De los pinos
y los olivos que no le saquen.
Más cerca aún, justo al pie de la ventana, está el jardín
de la casa totalmente cubierto de nieve. Llevan ya dos
días en el pueblo y no ha parado de nevar, excepto esta
mañana que salió un rato el sol y pudieron dar un paseo.
Salieron todos menos Antón, que se quedó preparando un
bacalao con patatas y un arroz con leche. Al volver a casa
Javier se puso a encender la chimenea, Manuel subió a la
235
habitación a por un libro y bajó a sentarse cerca del fuego
con María y Dita, que tenían un periódico cada una.
Durante casi una hora estuvieron así, oyendo el cacharreo
de Antón en la cocina, leyendo y mirando las llamas.
Los periódicos y el pan los compra Javier, que
últimamente tiene insomnio y se despierta todos los días a
las seis de la mañana. Baja a un pueblo más grande a
veinte kilómetros de la casa en el que además de quiosco
hay una confitería muy buena. Cuando los demás se
levantan ya está el café preparado y la mesa de desayuno
puesta. Es increíble la cantidad de cosas que pueden llegar
a desayunar, sobre todo comparado con el café con
galletas de todos los días.
Tienen tostadas de pan de hogaza, bollos, mantequilla
casera que hacen unas monjas de un convento de clausura,
diferentes mermeladas que traen de Madrid, embutidos,
queso, fruta, yogures…Y todo esto sin horario, van
bajando cada uno a su ritmo y se lo toman con calma.
Cuando empiece el buen tiempo – cosa que ahora cuesta
imaginarse - saldrán a desayunar al jardín.
<<Más que un jardín es un huerto>>, le ha dicho esta
mañana Javier a Manuel, y después le ha explicado qué
frutas da cada uno de los árboles y dónde están plantados
los tomates y las habas.
Han estado paseando un rato por el jardín, haciendo
tiempo mientras los demás salían de la cama y
aprovechando que hacía sol y no mucho frío. Javier ha
sacado del trastero dos sillas metálicas de las que usan en
verano, las ha clavado sobre la nieve y se han sentado a
ver las montañas. Con unos prismáticos y un mapa de la
zona le ha ido señalando a Manuel el camino que iban a
recorrer en el paseo de después, camino que han tenido
236
que reducir a la mitad cuando empezaron a llegar las
nubes negras y la nieve.
Ahora Manuel da vueltas en la habitación de Laurita. De
la cama al sofá, la ventana, la estantería… En el sofá no se
está mal, no es como el de su casa pero es cómodo y tiene
una buena lámpara al lado. Ha traído siete libros al viaje,
más que calzoncillos, pero los va ojeando uno tras otro y
no le apetece leer ninguno. Y el periódico menos. Lo que
le apetece de verdad es una buena siesta, como su
hermano y Dita, que están en la habitación de al lado y
hace rato que roncan los dos. Ellos duermen en la
habitación de Alisa, con la cama doble y los juguetes del
perro por todos los sitios. Dita además se ha traído su
colección de cojines holísticos porque dice que si no fuese
por ellos roncaría más, menos mal.
Pero Manuel, aunque mira por la ventana y hace que
piensa en las montañas, los árboles y otros grandes temas
pirenaicos, no consigue quitarse de la cabeza la cara del
gerente que el lunes pasado le dijo que le iban a prejubilar.
- ¿Por qué a mí?
- No sólo a ti. Con la fusión se va a prejubilar al sesenta
por cierto de los mayores de cuarenta y cinco años.
- Ya, ¿pero por que a mí? ¿Tú cuantos años tienes
Ricardo?
- No seas cabrón, además con la experiencia que tienes vas
a encontrar trabajo enseguida.
- ¿Ah sí?, ¿tú crees que si echo el currículo me contratarán
en la empresa?
- ¿En cuál?
237
- En esta.
-¡¿Qué?! Pues mira, todo puede ser...
Manuel salió del despacho dando un portazo y luego se
arrepintió porque el martes tuvo que volver a la oficina a
seguir hablando con Ricardo y negociar el finiquito.
También estuvo allí el miércoles, el jueves y el viernes;
tenía unos trabajos a medias y no quería dejar a los
clientes tirados a la espera de que pusiesen a alguien en su
puesto. Además a ver a quién ponían…
El viernes por la tarde, cuando salió de la oficina
cargado con sus cosas – que después de tantos años
ocupaban cuatro cajas - de lo único que tenía ganas era de
encerrarse en casa y no salir en todo el puente. Pero lo de
venir a los Pirineos estaba ya planeado desde hace un mes
y no quería volver a decir que no. Además, ya tendrá
tiempo de encerrarse en casa, ¿qué más le da puente o no
puente ahora que no tiene trabajo?
El sábado por la mañana pasaron su hermano y Dita a
recogerle y en todo el trayecto Manuel no fue capaz de
contarles lo que había pasado. Y sigue sin serlo. En el
fondo le da bastante de vergüenza que le hayan echado, y
es que parte de su identidad – una parte bastante grande –
era el hecho de que trabajaba como asesor de derecho
internacional para una multinacional. Durante muchos
años y muchas discusiones con su hermano y con Dita,
con Javier y María y sus amigos en general, Manuel había
defendido a su empresa – y ya de paso a otras muchas
otras empresas del estilo - frente a todas las sombras que
la acechaban: la publicidad agresiva, la deslocalización y
uso de mano de obra barata, los contratos basura, la
competencia desleal… Manuel les aseguraba que se
movían en aguas estrictamente legales y que precisamente
su trabajo era ese: contener los impulsos irreflexivos de
238
algunos directivos y mantener a la empresa dentro de la
legalidad de cada país. Pues nada, ahora sin salirse un pelo
de la legalidad le han despedido para poner en su lugar a
abogados más jóvenes que él que van a cobrar menos de la
mitad. <<Cuidado Manuel, que no se te olvide que estás
trabajando con los malos>>, le dijo una vez su hermano, y
Manuel le respondió que ya estaba cansado de tanta
retórica de malos y buenos, opresores y oprimidos.
Pero el palo no es sólo emocional, también es
económico, porque lo de prejubilación es un eufemismo
que usan en la empresa para decir que le han despedido.
Hasta los sesenta y cinco no va a cobrar ningún tipo de
pensión, nada más que un finiquito que tendrá que
administrar bien porque seguramente va a tardar bastante
en encontrar un nuevo trabajo, si es que lo encuentra. Y
mientras tanto Karin en Madrid viviendo en el antiguo
piso de Luis, con Stefan y la inglesa. Los primeros meses
trabajaba en el Zara todas las tardes para pagarse el
alquiler y la comida pero Manuel por fin la convenció de
que dejase el trabajo y se centrase en la carrera, que
arquitectura no es ninguna tontería. Hicieron un trato, él le
pagaría el alquiler y ella se encargaba del resto. Ahora no
puede romper el trato, aunque claro, en cuanto Karin se
entere de que a él le han despedido la que querrá romperlo
será ella.
Deja de asomarse a la ventana y vuelve a la cama.
Necesita parar de pensar en lo mismo y dormir un rato
pero en cuanto cierra los ojos se le aparece su oficina
llena de cajas de mudanza. Sólo al abrir otra vez los ojos y
mirar fijamente la nieve que cae – intentando distinguir la
forma y el tamaño de cada copo - consigue volverlos a
cerrar, esta vez sin darse cuenta, y se queda dormido.
Cuatro horas después llaman a la puerta. Es María.
239
- Manuel, ¿estás vivo? La cena está lista en quince
minutos.
Sí que está vivo, lo que pasa es que no sabe dónde está
ni qué día es y mucho menos la hora. Ha dormido
profundamente.
- Enseguida salgo.
Pasa por el baño a lavarse la cara, recupera la memoria y
baja hacia la cocina. Son las nueve y media. La siesta le
ha dado fuerzas y decide que es el momento de hacer
público su despido, pero cuando llega a la cocina se
encuentra con que María le está contando a Antón que hoy
hace un año que murió su padre. Su madre desde entonces
vive con ellos, en el antiguo cuarto de Alisa, y ahora
María se arrepiente de no habérsela traído para que no
pasase el día sola.
- ¿Y Laurita?
- Está esquiando con unos amigos del trabajo.
- Pero a mí me suena que tu madre nunca quiere venir al
Pirineo.
- Nunca quiere pero si se le insiste un poco…
- Vamos, que te apetecería estar hoy con ella –dice AntónLa verdad es que luego pasa todo tan rápido… A mí lo que
de verdad me da vértigo es pensar que ahora somos
nosotros los que estamos en primera línea, ¿no crees
Manuel? En la muerte de papá no lo pensé porque estuve
todo el rato intentando animar a mamá.
- Ya se veía venir que no iba a poder superarlo.
240
- Eso nunca se sabe, mira cómo se quedó Benito cuando
murió Margarita y ahí sigue dando guerra.
- Benito lo pasó fatal porque la quería mucho, pero sabía
vivir sin ella. A mamá le pasó justo lo contrario, no sé yo
cuánto querría a papá pero el caso es que no sabía vivir sin
él.
Maria asiente, ella al principio también pensó que
Benito no sabría qué hacer sin Margarita pero luego poco
a poco ha ido cogiendo una nueva rutina y se apaña
bastante bien.
- Me ha contado Alisa que algunos días Luis se lo sube a
la finca y se pasa la tarde con ellos.
- ¿Ah sí? – Antón se sorprende – este Luis no me cuenta
nada, ¿y qué hace Benito en la finca con tanto guiri?
- Supongo que lo mismo que en casa, sentarse a ver pasar
la tarde, pero allí por lo menos está más entretenido y no
lo molestan las vecinas.
Una cosa que Antón nunca se había imaginado que
pudiese ocurrir es que Luis se hiciese mecánico, pero ha
ocurrido. Incluso cuando trabajaba con él en el taller y al
mismo tiempo terminaba la carrera, Antón estaba
convencido de que era algo temporal, que luego se
dedicaría al arte, al teatro, o que se haría viajero-poetatrapecista-cualquiercosa. Pero no, ya van cinco años desde
que empezó y sigue de mecánico, ahora a tiempo
completo. Y más difícil todavía: si había otra cosa que
Antón jamás se habría imaginado que pudiese pasar, y
ahora el jamás es aún más intenso, es que Luis se fuese a
vivir al pueblo. ¿Luis en el pueblo?, ¿y qué pasa con
Tombuctú, Londres, Pekín, Hiroshima, Bruselas, Siberia y
el cono sur? – por poner unos pocos ejemplos de sitios en
241
los que Antón ha escuchado a Luis asegurar que quiere
vivir alguna vez -Bueno, pues de momento todos tendrán
que esperar porque ahora Luis dice que en el pueblo se
vive muy a gusto y que de allí no se mueve.
Cuando murieron los padres de Héctor en el accidente que no fueron sólo ellos sino tres parejas más del pueblo
que volvían del mismo viaje por el Cantábrico - Luis le
pidió a su padre un par de días para irse con él a la finca, y
Antón, que también había ido al entierro y había visto
cómo estaba Héctor, le dijo que se tomase la semana libre.
Aquel verano Luis acababa de terminar la carrera y
había estado viajando por Noruega y trabajando en el
taller pero en ningún momento mencionó nada de buscar
trabajo de lo suyo. ¿Pero de qué busca trabajo un artista?,
se pregunta siempre Antón.
Después de una semana en la finca, Luis volvió al taller
y tardó cinco minutos en contarle lo que había pensado.
Quería irse a vivir un tiempo al pueblo, a la finca de
Héctor. En una semana allí cuidando el huerto y la casa
mientras Héctor se arrastraba como un zombi, se había
dado cuenta de que le gustaba mucho vivir en el campo, al
menos por una temporada. Luis le dijo a su padre que no
se preocupase. No corría prisa y no se marcharía hasta que
no encontrasen a alguien para sustituirle en el taller.
Además, así tenía tiempo para buscarle un nuevo
compañero de piso a Stefan y Nancy.
- ¿Y qué vas a hacer en el pueblo además de cuidar el
huerto?
- Héctor dice que no hace falta que haga nada, que él me
mantiene, pero quiero buscar trabajo en algún taller.
242
- ¿Algún taller?, que yo sepa hay tres, y sólo te
recomiendo uno.
- El de Benito.
- Claro, que ya sabes que ahora lo lleva Víctor Roldán.
- Sí.
- Pues voy a llamarle a ver qué pasa por ahí.
- Espérate a que encontremos a alguien aquí.
- Yo le voy llamando y luego ya veremos.
Esa misma mañana Antón habló con Víctor pero la
cosa estaba bastante difícil para meter a alguien más en el
taller, aunque a Víctor le gustó eso de que Luis se
manejase bien con los ordenadores <<que nos están
volviendo locos>>. Después de colgar Antón siguió una
hora al teléfono, hablando con otros talleres que se habían
pasado a Opel a ver si les sobraba un aprendiz. Luis estaba
en la otra esquina del taller, precisamente con el ordenador
de Opel y con Alberto, intentando solucionar entre los dos
el problema de un Astra que cada vez que le tocaban el
intermitente izquierdo ponía el aire acondicionado a
quince grados. Escuchaba a su padre hablar con unos y
con otros, contento con la energía que le estaba poniendo
al asunto.
- ¡Joder!¡ papá!, vaya ganas que tienes de que me vaya.
- ¡No veía el día!
Antón todavía no se podía creer que Luis quisiese irse
al pueblo y antes de que se arrepintiese y decidiese que lo
suyo era aprender japonés y hacer un retiro en el monte
243
Fujiyama mejor era tenerlo cerca, en el pueblo, el segundo
sitio más familiar después del barrio, o el primero,
depende del día. Por eso y porque un padre – al menos él –
quiere ayudar siempre a su hijo, se había puesto tan rápido
al teléfono, aunque de momento con poca suerte. En la
comida, Luis no paró de hablar de los naranjos, de las
higueras y de los perros de la finca de Luis, que poco a
poco se iba haciendo amigo de ellos. Y del globo claro,
aunque de momento Héctor no quería oír hablar del tema y
había tirado el traje de piloto porque le daba pena que sus
padres no le hubiesen visto vestido con él.
Al volver al taller después de comer tenían un mensaje
en el contestador. Era Víctor Roldán, que lo llamasen lo
antes posible. Al parecer uno de sus chicos, Lucas, les
había oído hablar por teléfono y quería, si era posible,
venirse a trabajar a Madrid. Lucas nunca había trabajado
con los de Opel, les dijo Víctor, pero tenía un ordenador
en casa y lo usaba mucho.
Todo fue muy rápido y aquella misma tarde Antón y
Víctor ya habían acordado el trueque de aprendices. Luis
tenía la sensación de que le había tocado la lotería y se
puso a hablar con Lucas, que lo conocía de vista porque
era de la peña de su hermana. Lucas quería venirse a
Madrid porque su novia estudiaba aquí y ya le había
advertido que cuando terminase la carrera no iba a
volverse al pueblo.
Antón tenía un poco de miedo. Una vez que estaba
decidido lo del trueque no había marcha atrás y si Luis se
cansaba del pueblo en un mes ya no iba a haber sitio para
él en el taller. Además, aunque sabía que su hijo era un
culo de mal asiento y que tarde o temprano se tenía que ir,
le daba pena que se fuese. Por otro lado lo de que
empezase a trabajar en el antiguo taller de Benito le
parecía tan natural, tan redondo.... Y poco después, cuando
244
murió su padre, tener a Luis en el pueblo fue un alivio
porque se quedaba a dormir donde la abuela, en principio
por una temporada corta pero luego hasta el final porque la
abuela se murió pronto – de pena y aburrimiento, según
Luis.
Y es que en menos de cinco meses Antón se ha quedado
sin padre y sin madre, que se dice pronto. Además, cómo
Luis se volvió rápidamente a la finca con Hector, la casa
familiar se quedo vacía y silenciosa. Y se le hace raro;
tanto, que últimamente ha empezado a tener unas
pesadillas negras que son sólo silencio y sabe que es que
está soñando con la casa a oscuras. Es algo que tenía que
pasar, se dice a sí mismo, eran muy mayores, no es como
lo del pobre Héctor. Pero precisamente por ser algo que
tenía que pasar asusta más. Porque si sus padres eran tan
tan mayores como para que morirse no sorprenda quiere
decir que él también está entrando en una edad… Y es
cierto que la edad es algo que está siempre ahí, pero hay
ciertas cosas que te ayudan a recordarla. Ahora siente – y
se lo ha dicho antes a Manuel – que son ellos los que están
en primera línea. También está el repentino sentimiento de
desarraigo, algo inexplicable porque salió de su casa
corriendo a los dieciocho años y siempre ha dicho que si
se tiene que sentir de algún sitio se siente de Madrid. No
era consciente de ello, pero hasta que murió su madre, en
su cabeza siempre existía la remota posibilidad de dejarlo
todo e ir a casa – a la casa de sus padres en el pueblo – a
comer, a cenar o a dormir. Nunca lo hizo, primero porque
estaba el trabajo y su familia en Madrid, y segundo porque
era una idea muy tonta, pero la posibilidad estaba ahí y le
daba a su vida unas raíces, una conexión con el pasado,
que ahora echa en falta.
A Dita no le pasó nada parecido cuando murió su
madre. Ya lo han hablado y han llegado a la conclusión –
que no es ninguna – de que cada uno vive el asunto de sus
245
raíces de una manera diferente. Dita siembre hablaba, y
habla, de su madre, de Checoslovaquia, de las cosas que
echa de menos de allí, pero ahora que su madre no está – y
Checoslovaquia como tal tampoco – es como si nada
hubiese cambiado, ella sigue hablando de ello con la
misma nostalgia pero sin dolor. Antón, sin embargo, que
sólo hablaba de sus padres cuando iban de camino al
pueblo y que en la vida cotidiana de Madrid casi ni les
mencionaba, ni a ellos ni a sus años allí; ahora que se va
haciendo mayor, y sobre todo desde que han muerto,
sueña cada vez más con ellos. Con ellos y con la casa: los
castigos, el patio, la mesa del salón, el olor de la abuela…
Y esos son sueños de los que pasan factura por el día. Se
queda embobado en cualquier sitio y le ocurre como
ahora, que sale del ensimismamiento y tiene a su hermano
en frente, a diez centímetros de su cara, mirándole y
pasándole una mano por delante de los ojos.
- ¿Antón, estás ahí? – y girándose hacia la encimera –
María, que mi hermano se nos ha ido.
- ¡Antón!, ¿no me estabas escuchando?
- ¿Yo?, sí…no, la verdad es que…no sé qué me ha pasado,
estábamos hablando de… ¿de qué estábamos hablando?
- Pues que sé yo, primero de la nieve, como siempre;
después de mi madre que está sola en Madrid y luego ha
venido Manuel y no sé cómo hemos acabado hablando de
Benito y de que se sube a la finca con tu hijo. Pero ahí tú
todavía estabas con nosotros, vamos, que decías cosas
- ¿Sí?
- Creo que sí, luego Manuel nos ha dicho que no sabía qué
era eso de los guiris en la finca de Luis y yo le he estado
246
contado, ¿pero tú?…¡tú has estado ahí mirándonos todo el
rato!
- Os habré estado escuchando pero no me he enterado de
nada – y mirando a Manuel - ¿ tú no sabías lo de los
guiris?, estoy seguro que te lo he contado ya.
- No, tú me habías dicho que Luis tiene amigos y amigas
de diferentes países que se pasan temporadas a la finca y
que tienen el pueblo revolucionado, pero no me habías
dicho nada de lo del campo de trabajo.
- ¿Ah no?, pues yo creía que sí.
- Tienes un despiste encima…
- Ya lo sé.
- Pero cuéntame bien lo del campo de trabajo que María
no se aclara del todo.
- A ver, lo de los amigos de Luis que se iban a pasar
temporadas a la finca es verdad, ahí empezó todo. Las
Navidades pasadas, qué digo, hace dos Navidades, estuvo
la Nancy, su ex compañera de piso. Bueno tú sabes de
sobra quién es Nancy porque ahora es Karin quien vive
con ella y con Stefan en el piso de Argüelles.
- ¡Qué menudo sitio más cutre! A ver si buscan algo
mejor.
- Eso mismo decía yo hace unos años, pero no les insistas
que no se van a ir de allí, yo no sé qué le ven al piso.
- Al piso no – dice María –, al barrio, yo también me iría a
vivir a Argüelles. Que me den un papel y lo firmo.
247
- Bueno da igual, la cosa es que Nancy, que se había
peleado con su novio de Birmingham, con sus padres y en
general con toda Gran Bretaña, se pasó allí las Navidades
enteras. Ya había estado en el pueblo una Semana Santa
pero no en la finca, y le encantó. En esa época no había
mucho que hacer en la huerta así que volvió en primavera
con un austríaco y otra inglesa que estudian
medioambientales.
- Pero espérate, hace dos Navidades fue cuando se murió
papá, ¿también estuvo Nancy en el entierro?
- Sí, pero como no la conocías pues no te acuerdas
- ¡Claro!, y además con todo el lío… Bueno sigue, el
austríaco y la otra inglesa, ¿qué pasó con ellos?
María, que ya ha terminado de preparar los aperitivos,
les dice que son unas porteras y que ella va a bajar a la
bodega a por un vino, pero que no se vayan de la cocina
porque en cinco minutos empiezan a comer. Por cierto,
¿dónde están Javier y Dita?
- Bueno pues entre Nancy, el austriaco y la otra inglesa
convencieron a Héctor de que debía de pasarse a la
agricultura ecológica, que era mucho mejor a largo plazo.
Luis apenas si los vio porque estaba cuidando a mamá;
acuérdate que en el último mes no quería salir de la cama.
Pero cuando murió mamá y Héctor se lo contó despacito, a
Luis le encantó la idea y se acordó de los campos de
trabajo. Si tenían una huerta de agricultura ecológica
podían montar un campo de trabajo. Por cierto, yo me
enteré de todo esto, que si el austriaco que si la otra
inglesa que si la agricultura ecológica porque Héctor no
podía esperar y se lo estuvo contando a Luis en el funeral
de mamá, y claro, les tenía al lado y mejor que escuchar al
cura…
248
- Según María lo de montar un campo de trabajo es un
chollo porque viene gente a trabajar gratis a tu huerta.
- Sí pero no, es decir, trabajan sin cobrar y con eso tienen
derecho a comida y alojamiento, pero tampoco trabajan
mucho. Lo bueno es que en la finca de Héctor hay sitio de
sobra y la comida no les cuesta tanto dinero porque una
buena parte la sacan de la propia huerta. No sé, a ver cómo
les va. El verano anterior no les dio tiempo a montar nada
porque la idea se les ocurrió en abril y estas cosas llevan
su tiempo. Luis vino a Madrid varias veces a informarse y
hablar con gente que ya estaba metida en el tema.
¿Conoces a esos amigos punkis que tiene que parece que
no se enteran de nada…? Bueno pues al final consiguió
que una ONG que ofrece campos de trabajo metiese el
suyo en la lista. Esto fue en enero o febrero y en abril ya
se habían agotado las quince plazas que ofrecían para un
campo de trabajo de tres semanas este mes de julio. Según
los de la ONG el éxito habían sido los viajes en globo que
ofrecían como actividad de tiempo libre.
- ¡Así que Héctor es el chico del globo! Me lo contó Karin
eufórica hace un par de meses. Se fue al pueblo con Ana
por el puente del Pilar, estuvieron donde Luis y montaron
en globo. Vale, ahora lo cuadro todo. Es el mismo chico
del que me estás hablando todo el rato y que un día nos
encontramos en el bar de Juan el de Alisa, ¿no? Un poco
rarito el chaval.
- No es que sea raro, es que se ha criado en la finca, todo
el día con sus padres, la huerta y los animales. Por eso
parece un poquito asocial pero luego cuando lo conoces,
es muy majo. Y la ocurrencia de hacerse piloto de globo
no la tiene cualquiera. Menudo éxito, y como llenaron
enseguida las quince plazas del campo de trabajo le
preguntaron a la ONG si podían organizar otro pero les
249
dijeron que como era la primera vez mejor esperar a ver
qué tal les iba.
- ¿Y?
- Pues según cuenta Luis muy bien. De los quince
previstos aparecieron catorce, de seis países diferentes.
- ¿Y trabajaron algo?
- Creo que cuatro horas al día, pero siendo dieciséis
cunden bastante. Luego al acabar el campo tres de ellos se
quedaron una semana más en plan extra-oficial y ahora en
diciembre tienen allí a un grupo de australianos y
australianas, amigos de uno que estuvo en verano y les
habló bien del sitio. Están viajando por el mundo y han
decidido parar un mes allí a descansar. Según le cuentan a
Juan en el bar, medio pueblo está hablando de los “guiris”,
y también de las guiris claro, que si van a venir el verano
que viene, que de dónde salen…Y claro que el año que
viene van a venir más. Los de la ONG han aceptado a
publicitarles dos campos, uno en julio y otro en agosto.
- ¡Qué gracia!, y según cuenta María, Luis subiéndose a
Benito a la finca para que charle con las australianas. Tu
hijo es capaz de convertir el pueblo en el Soho de Londres,
ya lo veras.
Los aperitivos, que les había dejado María en la
encimera mientras iba a por el vino, ya están en la mesa y
Antón ha empezado con las aceitunas. Es raro que María
tarde tanto en bajar y subir de la bodega, y Dita y Javier
tampoco aparecen. Manuel mira el reloj. Estaba pensando
en lo mismo, pero justo cuando se lo iba a comentar a su
hermano se oyen las voces desde la puerta de la entrada.
Es María la que grita.
250
- ¿Tú estás loco o qué?, ¿como se te ocurre salir a hacer
yoga en el jardín con la nevada que está cayendo?
- No es yoga, es Chi Kung.
- ¿Y eso qué más da? que no tienes tres años… Una cosa
es que Dita, que está sana como un roble, salga a la calle
con cero grados a hacer yoga, kunfú o lo que le dé la gana,
pero Javier, que tú has tenido ya un infarto.
- Una angina de pecho.
- Ya, pero te tienes que cuidar igual. Luego resulta que me
tienes miedo porque me enfado mucho, ¡joder!, cómo no
me voy a enfadar.
- María, espera, que esta vez es culpa mía – dice Dita Javier me ha visto haciendo Chi Kung y me ha preguntado
si a él le vendría bien. Y como según mi profesor de Chi
Kung, el Chi Kung también es bueno para el corazón…
- ¿Cómo va a decir tu profesor de Chi Kung que el Chi
Kung es malo para algo? – grita Antón desde la cocina –
¿pero en serio habéis salido a la nieve?
- A ti no te lo había dicho porque nunca te crees nada pero
al parecer una sesión de Chi Kung en la nieve es como tres
normales. Y como en Madrid nunca tenemos nieve…
Manuel y Antón salen de la cocina y ahora están los
cinco en el vestíbulo. Javier y Dita llevan puesto el
chándal y un gorro cada uno, Manuel no se puede contener
la risa.
- Parecéis dos muñecos de nieve. ¿Y qué es eso del Chi
Kung, Dita?
251
- No sé como explicarlo, si me oyese mi profesor me
mataría pero yo diría que es como el yoga pero
condensado.
- ¿Entonces has dejado el yoga?
- No, se complementan muy bien.
- Tonterías – dice Antón – y mira que a veces me cuentas
algunas cosas y casi me convences, porque además noto
que todo esto te sienta bien: el yoga, el Chi Kung, la
aromaterapia… que sé yo. Pero luego tienes unas salidas
que no hay por dónde cogerlas. ¿Cómo va a ser bueno
ponerse a dar saltitos debajo de una nevada? Y ya se que
me vas a decir que no son saltitos.
- Mira Antón, no vamos a ponernos a discutir ahora, pero
precisamente a ti no te vendría nada mal ponerte a dar
saltitos, que me tienes preocupada con los lapsus esos que
te dan últimamente. Como nos descuidemos un poco en
diez años te veo con demencia y a mí dándote el puré y los
zumitos. Tienes que mantener la mente sana.
- ¿Te dan lapsus, Antón? –pregunta Javier - ¿qué tipo de
lapsus?, no nos habías dicho nada.
- Eso porque no estabas antes en la cocina – dice Manuel , María y yo no nos lo podíamos creer pero ha tenido un
lapsus de más de un minuto. Vamos, de tenerle delante,
pasarle la mano por delante de los ojos y nada.
- ¿En serio?
- Eso dicen pero yo no me acuerdo de nada, es lo malo que
tienen los lapsus. Lo único que sé es que estaba pensando
en mis cosas y que de repente tenía a Manuel delante mío
haciéndome gestos.
252
- Lo ves como es para preocuparse.
- ¡Bah!, lo que pasa es que desde que murieron mis
padres… ¡que sé yo!, ya sabéis que no lo estoy llevando
nada bien. Se me llena la cabeza de recuerdos y no puedo
hacer nada, es como si soñase despierto.
Dita le da un beso en la mejilla a Antón y sube a
cambiarse. Javier se apaña con quitarse el gorro y la
chaqueta del chándal y se van para la cocina. Mientras
Dita baja abren el vino y empiezan con los aperitivos.
Todos menos Javier, que está a dieta perpetua. María le ve
mirar el pan y el jamón y le da pena. Si de verdad hiciese
un poco de deporte en lugar de sesiones sueltas de Chi
Kung bajo la nieve podría comer más cosas, pero es que
no hace nada. María sospecha que de vez en cuando come
pasteles a escondidas pero se calla porque luego es ella la
que queda de gruñona.
Lo de ir a un psicólogo de parejas no fue mala idea.
Javier ya le había confesado a María que le daba miedo y
María a Javier que le sacaba de quicio, pero los matices y
profundidades de estas emociones no habrían quedado
igual de claros sin la ayuda de un profesional. Eso sí, tanto
al uno como a la otra se les han quedado cortos los seis
meses de sesiones – una cada quince días – porque aunque
ya son capaces de detectar al momento el miedo y los
nervios que se provocan mutuamente y entienden muchas
de sus posibles causas y laberintos, todavía siguen
sintiéndolos casi con la misma intensidad que antes.
¿Qué por qué dejaron de ir al psicólogo? En eso sí que
estuvieron de acuerdo los dos: pensaron que ya no lo
necesitaban más. Quizás por novatos, como era la primera
vez que iban al psicólogo se emocionaron tanto con el
primer avance que pensaron que ya no necesitaban más
ayuda. Habían medio entendido el porqué de sus
253
problemas y con eso se dieron por satisfechos. Y es que de
no saber nada a saber algo hay un gran paso. El psicólogo
les advirtió que todavía no estaban listos, que ahora les
faltaba aprender a solucionar los problemas que habían
detectado, pero eso les pareció rizar el rizo y ganas de tirar
el dinero, porque como decía María: <<una vez detectado
el problema, ¿qué problema hay?>>.
<<Pues el mismo que había antes, si es que eres más
tonta…>>, piensa María ahora, que ya se ha dado cuenta
de que los problemas son como los granos, que no por
darte cuenta de que tienes un grano va el grano y
desaparece. Javier también lo ha entendido, y por eso
ahora se están planteando volver al psicólogo. Pero con
calma, así que ya lo dejaron para después del verano,
ahora para después de Navidad…. Lo retrasan porque les
da vergüenza volver al mismo psicólogo con el rabo entre
las piernas; pero por otro lado es lo mas sensato, les estaba
yendo bien y ya se sabe el caso.
En esas están, que no saben qué hacer, y María mientras
tanto sin poder parar de pensar en una de las últimas
sesiones: como no sólo hablaban de ellos sino de toda la
familia por fin llegó el día, tenía que llegar, en que el
psicólogo se interesó especialmente por Alisa, que
acababa de dejar la carrera después de ocho años en
primero y aparentemente muy a gusto. Se sorprendió
cuando le dijeron que ella no había ido nunca al psicólogo,
ni siquiera como ayuda para los estudios. María entonces
intentó explicarle eso de que Alisa pensaba las
matemáticas al revés pero no consiguió hacerse entender.
Al final el psicólogo dejó caer que convendría que Alisa
se pasase también por la consulta; pero no le hicieron
mucho caso, primero porque ya estaban pensando ellos en
dejar de ir y segundo porque Alisa en ese momento
parecía que estaba perfectamente. Hacía solo unos meses
254
que se había mudado con Juan al pueblo y aunque al
principio los llamaba y les decía que se aburría un poco,
en cuanto empezó a trabajar en la guardería se le pasó. La
verdad es que por aquel entonces a María le parecía que su
hija estaba mejor que nunca porque había dejado la carrera
y eso era un gran paso adelante. Solo faltaba que por ir al
psicólogo le entrasen las ganas de volver a estudiar...
Pero eso fue hace dos años y ahora la idea de que Alisa
pase también por la consulta no les parece tan tonta como
antes. <<Alisa no está bien>>, le dijo este verano Javier
después de que Juan y ella pasasen una semana con ellos
en los Pirineos. Y María se asustó, más que nada porque
Javier no se suele dar cuenta de ese tipo de cosas. Pero ella
también lo había notado. Alisa se pasó la semana muy
apagada y al mismo tiempo tensa. Sí, tensa, eso es lo que
más le llamó la atención, lo más raro en ella.
Desde aquel viaje están más atentos y cada vez se van
dando cuenta de más detalles que les preocupan, como si
su hija se estuviese rompiendo poco a poco y fuese directa
y cada vez más rápido hacia una depresión. <<Quizás no
se acaba de acostumbrar a la vida en el pueblo>>, dice
Javier, <<porque no es lo mismo ir de vacaciones que
vivir allí, te lo digo yo que lo he vivido. Yo creo que lo
que pasa es que Alisa en el fondo es muy urbana, urbana
de parques y excursiones pero urbana>>. María sin
embargo no cree que el problema sea el pueblo, al menos
no sólo el pueblo, porque Luis por ejemplo también se ha
ido al pueblo y cada día le va mejor: con el taller, los
cultivos, los “guiris”…, organizando cosas nuevas todo el
rato.
Lo que María no quiere reconocer abiertamente es que
últimamente ha empezado a ver en Juan la causa de todos
los problemas de su hija. Ni antes le cuadraba como novio
ni ahora como marido. Vale que es un chico muy bueno,
255
pero tan cerrado en su mundo…, y este tema no lo puede
tocar con Javier porque le dirá que ya está otra vez con lo
mismo, que es una “esnob” y una clasista que solo
entiende como cultura la cultura universitaria. Pero no es
eso, es el estilo que tiene, las pocas aspiraciones, las
bromas tontas que hace. María no entiende cómo Alisa no
se da cuenta de todas esas cosas. ¿O sí que se da cuenta?
Quizás por eso está cada vez más nerviosa y más tensa,
menos ella misma. Cada vez que hablan por teléfono
María intenta animarla a que pase más tiempo en la finca
con Luis, que haga otra cosa que no sea trabajar en la
guardería, irse de vinos con los amigos de Juan – que dice
que son también sus amigos – y encerrarse en casa.
Pero María no sabe, y Javier tampoco, que desde agosto
Alisa está dando clases particulares de matemáticas. Y no
se lo ha contado porque le da un poco vergüenza. Empezó
fuerte, con clases de Álgebra Lineal de primero de carrera,
una asignatura que ella jamás ha aprobado y que
sorprendentemente su alumno sí que la aprobó en
septiembre, además con notable. Ahora está dando clases
de bachillerato y de ESO a chavales del instituto del
pueblo y para Navidades ya le ha reservado hora el chico
del Álgebra Lineal, que ahora está en segundo. Pero se
quedó tan contento en verano que quiere que Alisa le
explique las nuevas asignaturas… ¡asignaturas que ella
nunca ha visto!.
Al parecer todo empezó por casualidad cuando este
chico, Marcos, que es el hermano pequeño de una amiga
de Juan, se enteró de que Alisa había estado estudiando
matemáticas en la Complutense – como él – y le pidió
ayuda para preparar Álgebra Lineal. Alisa se empezó a reír
y le dijo que en ocho años no había conseguido aprobar
esa asignatura pero Marcos estaba muy desesperado y en
el pueblo no había nadie más a quien acudir así que
probaron suerte. Cuando Alisa vio los apuntes de Marcos
256
se dio cuenta de que se los sabía de memoria. <<Y eso que
son de un profesor que sólo he tenido dos veces>>, le dijo
a Marcos. Alisa no sólo se sabía de memoria la teoría sino
que también era capaz de hacer cualquier ejercicio , la
mayoría porque ya los había visto en alguna de sus
repeticiones de curso pero incluso podía hacer – y esto era
una novedad – algunos que jamás había visto.
Marcos no se lo podía creer, <<no conozco a nadie que
sepa más Álgebra Lineal que tú, quizás el profesor, pero
no sé yo…>> y Alisa le aclaró que para ella todos los
apuntes y los ejercicios que habían hecho no eran más que
un conjunto enorme de absurdos puestos uno detrás de
otro, pero que cuando ella intenta salir del absurdo y hacer
los ejercicios bien entonces dejan de estar bien para el
resto. <<Después de tantos años repitiendo las mismas
cosas, sin querer me he aprendido muchas cosas de
memoria y ahora soy capaz de reproducirlas aunque sepa
que están mal>>. Lo que Alisa no le ha contado a Marcos,
más que nada porque todavía no sabe cómo interpretarlo,
es que por primera vez está siendo capaz de resolver
ejercicios nuevos, ¡de resolverlos utilizando el
razonamiento estándar! Es decir, Alisa esta pensando mal
a posta pero se sabe tan bien los códigos del Álgebra
Lineal que es capaz de pensar mal de manera que le salga
algo digamos que políticamente correcto. <<Porque hay
muchas maneras de pensar mal>> razona Alisa, <<pero
sólo una de ellas es el pensar mal que coincide con el
pensar bien del resto. Y todavía es muy pronto para decir
nada pero puede que haya dado con ella>>.
Desde agosto hasta ahora Alisa ha estado profundizando
en esta nueva capacidad suya, entrenándose con las
matemáticas de ESO y Bachillerato de sus alumnos en la
complicada tarea de pensar mal justo para que coincida
con el pensar bien de los demás. A los alumnos les va
estupendamente, Alisa es una profesora paciente y con las
257
matemáticas que se sabe de primero de carrera le da de
sobra para enseñarles. Ellos no saben que están siendo
usados de conejillos de indias. <<Es increíble que después
de dos años sin tocar nada todavía siga todo ahí dentro>>,
piensa Alisa, <<y que ahora sea capaz de llegar más lejos
que cuando lo dejé >>. ¿Más lejos? Alisa todavía no sabe
cómo de lejos puede llegar pero en Navidades podrá
ponerse a prueba porque Marcos le ha pedido que le ayude
con el Cálculo Diferencial de segundo y ella nunca ha
visto el Cálculo Diferencial de segundo.
De todo este ajetreo no sospechan nada María y Javier,
que aunque han visto a su hija varias veces a lo largo del
otoño no se les va de la cabeza la sensación que se les
quedó después de pasar una semana con ella en julio. Y
eso que Alisa, aunque no les ha contado nada de su vuelta
a las matemáticas, está cada vez más tranquila y menos
tensa. Pero no hay nada mejor que estar empeñado en algo
para no darse cuenta de lo que ocurre realmente. Así que
Javier sigue convencido de que a su hija no le sienta bien
el pueblo y María no duda de que quien no le sienta bien
es Juan. Estos pensamientos son machacones, sobre todo
en el caso de María, y muchas veces, como hoy en la cena,
le llenan la cabeza de tal forma que casi no queda sitio
para nada más.
Han hablado de todo un poco. Dita les ha dado una
charla completa sobre las diferencias entre el yoga y el Chi
Kung y ha dejado a Javier dudando de a cuál de los dos
apuntarse para poner en forma su corazón. Antón, ahora
que todos saben que sufre lapsus, ha estado muy atento, no
ha perdido la concentración ni un momento. Eso sí, no ha
podido esquivar dos recuerdos muy vívidos de un día que
su padre le llevó a cazar conejos y ha tenido que
superponerlos a la explicación que Dita estaba dando
sobre la postura de Savásana. <<Si siguen hablando de
yoga no voy a poder evitar irme otra vez con los
258
conejos>>, ha pensado Antón, y poco a poco ha ido
cambiando de tema hasta conseguir hablar del chalet que
se están haciendo y al que se van a mudar dentro de poco.
Después Javier se ha desahogado y les ha contado el
caso de un chico venezolano de tercero de la ESO,
Hamlet, que ha dejado embarazada a una marroquí de
segundo, Kaule. La semana que viene tienen una cita
todos juntos: Kaule y Hamlet, los padres de Kaule, la tía
de Hamlet – porque la madre está ahora en Venezuela y el
padre no se sabe –, la tutora de Hamlet y Javier, que es el
tutor de Kaule. Por suerte para Javier, Kaule no se quedó
embarazada en una excursión a la sierra que hicieron en
octubre con el instituto, que es lo primero que pensaron
sus padres. La pareja ha confesado que fue en la propia
casa de Kaule, aprovechando una mañana que no tenían
clase y que la abuela de Kaule, la única que está en casa
por las mañanas, había ido al ambulatorio.
Javier y Mari Carmen, la tutora de Hamlet, ya han
planeado la estrategia que van a seguir en la reunión para
llegar al único final que les parece razonable: que Kaule
aborte. De momento la idea no le parece bien a ninguna de
las dos familias y si han pedido la mediación de los tutores
del instituto es sólamente porque no consiguen ponerse de
acuerdo en cual va a ser el Dios que va a casar a sus hijos
– cuando los dos tengan la edad legal, claro.
María, que suele batallar bastante con Javier cuando
cuenta los problemas del instituto, ha estado callada y con
la mirada ausente. De vez en cuando los miraba y
preguntaba algo, pero prácticamente se ha pasado toda la
cena viendo caer la nieve a través de la ventana y
pensando en cómo decirle a Alisa que debería de
plantearse ir al psicólogo.
259
Después de la cena han pasado todos al salón y Manuel,
como es el único que no juega a las cartas, se ha sentado a
leer en la mecedora que hay al lado de la chimenea. Es el
que se encarga de cuidar el fuego, <<como las sacerdotisas
de Hestia en los antiguos Juegos Olímpicos>>, piensa
Manuel, que en la cena ha vuelto a dejar pasar la
oportunidad de hablarles de su despido y ahora no quiere
molestarles mientras juegan; bueno, al menos es una
buena excusa para aplazarlo un día más. Tiene hasta el
miércoles pero mañana ya es martes y como siga así… Su
hermano le nota raro. Manuel se da cuenta pero Antón es
tan cuidadoso que todavía no se ha atrevido a preguntarle
si le ocurre algo. Y claro, todo sería mucho más fácil si se
lo preguntase. Entonces Manuel sólo tendría que abrir la
boca y contarlo. Pero la pregunta no llega y le va a tocar a
él tomar la iniciativa. El problema es cuándo decirlo. La
cena por ejemplo se le ha pasado volando, han ido
saltando de un tema a otro y cuando se ha querido dar
cuenta ya estaban los cuatro jugando a las cartas y él en la
mecedora.
260
10. El tiovivo - sábado 15 de Julio de 2006
“Me’n vaig amb globus, em sento lleuger.
M’endinsaré per l’entrellat del cel.
De vista em perdré.
No ho sé, si tornaré. No, no, no ho sé”
Jaume Sisa
“Me voy en globo, me siento ligero.
Me adentraré por el intríngulis del cielo.
Me perderé de vista.
No sé si volveré. No, no lo sé”
Dita y María discuten en la piscina de Dita sobre la
situación en Oriente Próximo. Israel ha empezado a
bombardear el Líbano y María dice que la Unión Europea
está atada de pies y manos, que no se puede hacer nada.
Pero Dita no está de acuerdo, siempre se puede hacer algo,
¿no? Quizás, pero lo que es cierto es que hace más de
veinte años, en la piscina del parque sindical con Alisa,
Luis, Laurita, David y Ana, Israel también bombardeaba el
261
Líbano y ellas dos tuvieron una discusión muy parecida
en la que no solucionaron nada. Entonces no había Unión
Europea, sólo una Comunidad Económica Europea en la
que España todavía no había entrado, y Javier Solana, que
ahora es Alto Representante de la Unión Europea para la
Política Exterior y que viajará mañana a Beirut a ver si
soluciona algo, por aquel entonces era Ministro de Cultura
del gobierno de Felipe González.
En fin, que a Javier Solana ahora le conocen en más
países y ellas han pasado de ir los sábados al parque
sindical con cinco niños a quedar en el chalet de Dita para
bañarse en la piscina de la urbanización. Al parque
sindical se apuntaba también Javier y a veces Antón a
regañadientes. Sin embargo ahora están ellas dos solas
rodeadas de unos pocos vecinos que viven en otros chalets
y que apenas hacen ruido. Los niños, porque también hay
niños en la urbanización, ocupan la piscina en el mes de
junio pero en julio y agosto es como si desapareciesen, y
con los niños también la mayoría de los padres. Hay tanto
silencio que la diferencia entre un día de piscina de los de
entonces y uno de los de ahora es demasiado grande como
para que se les pueda considerar la misma cosa.
Antes madrugaban y quedaban en la entrada del parque
sindical para entrar todos juntos y poner las toallas en el
mismo sitio. Dita llegaba en la furgoneta roja que tenían
entonces cargada con pelotas, raquetas de tenis, flotadores
y manguitos, una nevera de esas azules con el asa blanca,
la bolsa de los bocadillos, las tiritas… Y en el asiento de
atrás los tres niños con Ana sentada en el medio para que
David y Luis no se pegasen. María recuerda que ellos
siempre llegaban antes, quizás porque no cargaban con
tantas cosas y porque entre Javier y ella no tardaban
mucho en preparar a las dos niñas, que la verdad es que ya
desde muy pequeñitas se las apañaban muy bien solas.
262
Dita se quejaba de que Antón no viniese a la piscina y
también de que David tardase cuarenta y cinco minutos en
beberse el Cola Cao, pero los dos tenían las cosas muy
claras y no cedían. Bueno, Antón no tan claras como su
hijo y sí que cedió dos o tres veces. Se daba cuenta de que
era bastante injusto que Dita se pasase las mañanas de los
sábados peleándose con los niños y con las avispas
mientras que él se sentaba en la terraza a leer el periódico,
pero lo de la piscina era – y lo sigue siendo – superior a
sus fuerzas, sencillamente no lo aguanta. Estar ahí sentado
en una toalla aguantando el calor, quieto, sin hacer nada…
Se pone malo de pensarlo.
En esas mañanas de sábado, Antón se empezó a
aficionar a la cocina, sobre todo a los postres, y Dita y los
niños, que nunca llegaban antes de las cuatro y ya habían
hecho tres veces la digestión de los bocadillos de las doce,
se comían los experimentos de Antón sin poner ni una
pega, incluso David. De hecho, en los postres no es que no
pusiesen pegas, es que eran un éxito. Antón había captado
perfectamente los matices del paladar de sus hijos:
chocolate, mucho chocolate.
Pero el trato no era que Dita se llevaba a los niños toda
la mañana a la piscina y Antón preparaba la comida; con
un pacto así el equilibrio se habría roto muy pronto. No, la
mañana de sábado en la piscina se correspondía con la
mañana de domingo en el campo. Mientras Dita se
quedaba en la cama durmiendo lo que no había podido
dormir la mañana anterior, Antón se levantaba muy
prontito, preparaba a los niños y se subían a la sierra. Para
ahorrar tiempo y aprovechar bien la mañana, el Cola Cao
de David acababa siempre en una botella de plástico. <<Te
lo vas bebiendo por el camino, pero como no te lo acabes
no te bañas en las pozas>>. A David le encantaban las
pozas, y también a Antón, que se manejaba bastante bien
en la sierra y sabía dónde encontrar los mejores sitios para
263
que los niños se bañasen. Luis y Ana sin embargo decían
que el agua estaba demasiado fría y que preferían la
piscina.
Muchas veces, antes de subir a la sierra, pasaban a
recoger a Laurita y Alisa, y Antón se llevaba a los cinco
niños de excursión. Curiosamente aquellos días eran más
tranquilos que cuando se iba sólo con los tres suyos,
estaba claro que Alisa y Laurita suavizaban el ambiente.
Otros días, el que se apuntaba era Manuel, que por aquel
entonces vivía todavía en el apartamento del centro.
Algunos domingos se despertaba sin resaca y les llamaba.
El pacto de sábados piscina y domingos pozas en la
sierra funcionaba durante junio y julio porque luego en
agosto se iban unos días al pueblo, otros a la playa y a
veces a Praga a ver a los abuelos. Aunque de aquello han
pasado muchos años a Dita le da la impresión que no ha
sido tantos y si cierra los ojos y se tumba en la toalla a
tomar el sol, igual de reales – o más – le resultan aquellas
mañanas en el parque sindical que la mismísima mañana
de hoy. La sensación, muchas veces angustiosa, de que se
le va el tiempo de las manos - un verano, una navidad, y
otra, y otra, y otra…- era justamente la opuesta entonces,
cuando parecía que todo iba a seguir igual para siempre:
las peleas con el Cola Cao en el desayuno, el baño a las
ocho y cuarto y la cena a las nueve, las rodilleras en los
pantalones… Pero un día David dijo que se quería ir de
campamento, al año siguiente se apuntaron Ana y Luis –
que quién lo diría pero siempre fue un niño tímido y
miedoso – y ahí se terminaron los veranos inmutables y
empezaron a moverse otra vez las manecillas del reloj.
Algunos cambios han ido ocurriendo poco a poco, pero
otros, como lo de mudarse al chalé, aunque fue planeado y
pensado, al final ocurrió de un día para otro. Siempre
habían estado bien en el barrio y hace quince años, cuando
264
Manuel se mudó a la urbanización en la que vive ahora, se
metieron mucho con él por irse a vivir a un sitio tan
apartado de la realidad. <<Bueno pues todo llega>>, pensó
Dita el día de la mudanza, cuando se despidieron de los
vecinos de toda la vida y se instalaron en el adosado.
Desde la ventana del dormitorio, que antes daba al arenal
con sus árboles, sus niños y sus perros, ahora lo único que
pueden ver es una hilera de pinos raquíticos.
Eso sí, han ganado en comodidad, la casa es mas grande
y hay menos ruidos. Además la urbanización queda
bastante cerca del barrio. Antón, que se ha dejado
convencer por Luis, va todos los días al trabajo en
bicicleta y tarda ocho minutos en llegar al taller – los
mismos que tardaba antes yendo andando - y María, que
hoy ha venido andando, ha tardado veinticinco desde su
casa. Nunca había venido andando y le apetecía probar.
- El camino por donde he venido no es feo – le ha dicho a
Dita al llegar – el único problema es el calor, que todavía
son las once de la mañana y ya vengo cocida. Además
como en este barrio nuevo no hay árboles, sólo
mierdecillas, pues he tenido que venir por el sol.
Ahora es la una y cuarto y si no fuese porque es
imposible parecería que el calor se ha duplicado. Si se
ponen al sol cada cinco minutos se tienen que dar un baño
y si se ponen a la sombra, cada quince. María dice que va
a llamar a Javier para que la venga a buscar porque ni loca
vuelve a casa andando y Dita le vuelve a insistir para que
se queden a comer.
- Así bajamos a la piscina por la tarde y Javier, si quiere,
se puede echar la siesta en el cuarto de Ana.
- Ya sabes que a Javier le gusta echar la siesta en su cama.
265
- Bueno, pues que se vaya para casa y ya te acerco yo
luego en el coche.
María no sabe qué hacer, la verdad es que para una vez
que su madre no está en casa un fin de semana podrían
aprovechar para comer fuera, aunque fuera sea en casa de
Dita. A ver qué dice Javier. Mientras María le llama, Dita
repasa las cosas que tiene en la nevera y en el congelador
y piensa en una buena comida. Está difícil porque como
Antón está en el pueblo, Ana en Italia y David durmiendo
hasta las cinco de la tarde, Dita no pensaba hacerse nada
más que una ensalada. Bueno, algo habrá, y sino llamo a
Antón y que me dé alguna idea. Suena el teléfono. <<Me
encanta esto de la telepatía>>, piensa María, << sobre
todo cuando no se qué hacer para comer>>.
- ¡Antón!
- ¿Estas con María?
- Sí.
- Estoy llamando a Javier y comunica, María también.
- Es que están hablando entre ellos, ¿qué ha pasado?
Antón le cuenta rápidamente y Dita le da un toquecito
en la espalda a María.
- Pásame un momento a Javier y yo te paso a Antón.
- ¿Qué ha pasado?
-
Benito.
266
Luis está convencido de que tiene que haber un mensaje
o una explicación en algún sitio. Así que ha vuelto a casa,
a la habitación donde Benito se suele pasar a descansar, a
ver si encuentra algo. Desde hace dos años Benito se sube
con ellos de vez en cuando a la finca, bueno, más bien es
Luis quien baja a recogerle cuando tienen jaleo en casa del
que sabe que le gusta.
A los extranjeros que vienen al campo de trabajo les
gusta el abuelo Benito, que se sienta siempre en una
mecedora en el porche de la casa y de vez en cuando se
levanta a dar paseos por el camino central de la finca, el
que va desde la casa hasta la explanada del globo. Algunos
de ellos no hablan castellano y simplemente le sonríen y le
saludan al entrar y salir. Pero Benito, que nunca ha sido
muy hablador, parece que se suelta con eso de que no le
entienden y les habla bastante. Ellos se ríen, claro. Otros sí
que entienden y hablan el castellano; además, entre otras
cosas, han venido aquí a practicar el idioma y suelen ser
muy curiosos con las cosas típicas del país. Vamos, que
les encanta tener a mano al abuelo Benito.
En la otra dirección las cosas también funcionan, y es
que Benito, siempre que Luis le llama para preguntarle si
se quiere subir a la finca, le dice que sí. La alternativa es
quedarse en casa solo. Dar un paseo por la mañana,
sentarse con la mecedora en la puerta de casa cuando no
hace mucho calor, cruzar cinco frases con las vecinas y los
vecinos –las mismas frases de siempre– y dar otro paseo
por la tarde. Alisa viene de vez en cuando a echarle una
mano: limpia bien la casa, le deja comidas preparadas en
el congelador y va con él a la compra para traer las cosas
pesadas. También le hace compañía, eso sobre todo, y
entonces en lugar de sentarse él solo en la puerta de la casa
sacan otra mecedora y se sientan los dos. Alisa a veces se
267
trae un libro, o el periódico, y se lo lee en voz alta a
Benito. Porque esa es otra, se le cansan tanto los ojos
leyendo que sólo se anima con los titulares y cuando le
interesa alguno le tiene que pedir a Alisa que se lo lea.
Le gustan mucho las visitas de su nieta pero la verdad es
que no le sacan de la rutina – que básicamente consiste en
no hacer nada –. Más bien es Alisa la que se pone a su
ritmo y al final en lugar de ser uno solo el que se aburre en
la mecedora, son los dos. Sin embargo, ir a la finca es
diferente, hay más cosas que ver y sobre todo cosas más
nuevas. Incluso cuando se encuentra allí con Alisa están
los dos más habladores.
A Benito le gusta el ajetreo que se traen en el campo de
trabajo. Cuando Luis baja a por él es normalmente a la
hora de la comida, o a media tarde, y ya suelen haber
terminado con el trabajo en la huerta. Las tardes las
dedican a otro tipo de cosas. A los que están interesados
en la pintura y la escultura - y que en parte se han
apuntado al campo por eso - Luis les da clases en una
habitación que ha reconvertido en taller. Luego están los
viajes en globo, que sin duda son la atracción estrella del
campo de trabajo. Y no sólo del campo de trabajo; el
globo de Héctor es ya un elemento habitual del paisaje del
pueblo y los alrededores y la pequeña empresa <<Viajes
en globo: vuelos de recreo y travesías>> dejó de ser un
sueño y ha empezado a funcionar. Eso sí, para los
participantes en el campo de trabajo los viajes en globo
son gratis.
Otra de las actividades de tarde son las charlas-debate,
o study circles, que dependiendo de quién participe en
ellas son en castellano o en inglés. Cuando son en
castellano Benito acerca la mecedora y se sienta a
escuchar. Algunos de los temas los propone y los prepara
Luis pero lo que intenta es que los participantes en el
268
campo de trabajo propongan también los suyos. En el email preparatorio que les manda antes de que vengan ya se
lo avisa: si tienen algo interesante que contar o explicar
pueden prepararlo y dirigir un study circle en el campo.
Por supuesto ya han hablado de agricultura ecológica cuestiones técnicas y estrategias de venta -, pero también
del arte como psicoterapia, del comercio justo, del teatro
de calle… <<Algunas veces saben más de lo que están
hablando y otras menos, pero siempre discuten mucho y
eso es bueno>>, piensa Benito, que en ciertos temas se
entera más que en otros pero que casi siempre se ve
atrapado en largas reflexiones de mecedora mientras los
jóvenes hablan. Y es que ahora resulta que su querido
Marx no está tan olvidado como él pensaba. <<Lo que
pasa es que está un poco obsoleto, y también superado en
ciertas cosas, igual que yo>>.
Pero aunque le gusta mucho escucharles en sus debates,
y también en los muchos ratos que no son debates, lo que
de verdad le encanta a Benito es que los extranjeros le
pregunten cosas. Nunca ha sido un abuelo batallitas, es
decir, no es de los que cuentan dos veces la misma cosa a
la misma persona, y como sólo tiene dos nietas ya se saben
la mayoría de sus historias. O no, pero el caso es que
ciertas cosas no las cuenta si no le tiran de la lengua, y eso
es precisamente lo que hicieron Alexandro y Maria
Cristina, dos italianos muy salados que vinieron el año
pasado y que no se cortaban un pelo.
Tenían verdadera curiosidad por saber cosas sobre la
guerra civil, la posguerra, cómo funcionaba la represión en
el día a día del pueblo... Benito estaba sorprendido por el
interés de los chavales y les contaba todo y más, es decir,
cosas que nunca había contado porque en su momento no
se podían contar y porque ahora pensaba que no le
interesaban a nadie. Cuando se corrió la voz de que Benito
contaba historias de la guerra civil empezaron a aparecer
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más interesados, entre ellos Luis y Alisa, que un día llamo
a su padre y le dijo que como el abuelo siguiese así se iba
a afiliar otra vez al partido comunista.
Las tardes de mucho calor, o cuando se cansa de tanto
ruido, Benito se mete en la habitación que usa Luis de
taller de pintura y escultura; es la más fresca de la casa.
Allí tiene otra mecedora y muchas veces se queda
dormido. Hace una semana, con este último campo de
trabajo ya funcionando, Luis aprovechó que se iban todos
con Héctor a la piscina municipal para meterse un rato en
el taller y ponerse con el tiovivo de Alisa. Se encontró allí
con Benito, que parecía que dormía, pero cuando estaba
cogiendo el tiovivo y las herramientas para llevárselo todo
a la habitación de al lado, Benito le habló.
- No hace falta que te vayas, puedes arreglarlo aquí. Hoy
no quiero dormir, es sólo que fuera hace demasiado calor.
- Como quieras, ¿no te molestará la luz?
- No. Estaba pensando que los chicos de este año son igual
de buena gente que los de los años anteriores, que ya es
mucho decir. Y ver gente de tantos países trabajando
juntos, entendiéndose… De verdad, no me puedo creer
que la juventud esté tan concienciada.
-Pues no te lo creas demasiado, que los que vienen aquí
son sólo unos pocos. Además, es verdad que ahora en
verano nos concienciamos mucho: discutimos juntos,
hacemos planes, arreglamos el mudo… pero luego cuesta
mantener el ritmo durante el año.
Hoy Luis se acuerda de esa conversación mientras
busca algo por el taller, no sabe el qué, algo que explique
lo que ha hecho Benito. Busca alrededor de la mecedora,
en la mesita donde Benito deja a veces las medicinas y los
270
pañuelos, por el suelo… También en las estanterías, entre
los papeles y dibujos de la mesa de trabajo. Pero nada, la
habitación es demasiado grande, y si Benito hubiese
dejado algo lo habría hecho en la zona por la que él se
mueve.
Justo cuando ya se estaba yendo hacia el porche, que es
el otro “sitio” de Benito, Luis mira de reojo la estantería
de al lado de la puerta – donde ya había buscado en detalle
– y se da cuenta de una cosa: ¡no está el tiovivo! Estaba
tan concentrado intentando encontrar algo, cualquier algo,
que no se había dado cuenta de que había desaparecido el
tiovivo.
<<Ayer por la noche el tiovivo estaba aquí, estoy
seguro>>. Y lo sabe porque antes de ayer lo terminó de
arreglar y ayer mismo, en la fiesta, estuvo dudando si
dárselo o no dárselo a Alisa y vino dos veces a la
habitación a mirarlo y repensárselo.
El tiovivo. Hace tres meses Alisa hizo limpieza en el
trastero de su abuelo y como siempre volvió a encontrarse
con el tiovivo destartalado. Es la primera vez que subía
allí desde que estaba embarazada y quizás por eso lo miró
con otros ojos. Se acordó de que hace unos años Luis se
había ofrecido para arreglarlo y se lo llevó a casa. Al día
siguiente se presentó con el en la finca.
- ¿Sigues pensando que lo puedes arreglar?
Luis le echo una ojeada y le dijo que sí, y que esperaba
tenerlo listo antes de que naciese el niño. Todo dependía
de cuantas piezas faltasen y de lo que tardase en
conseguirlas.
En principio se propuso arreglar los tres columpios que
estaban rotos y lo del cordel con la musiquilla pero una
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vez que se puso a ello decidió que quería dejarlo como
nuevo. Lo que más le ha costado ha sido encontrar dos
barriguitas como las que faltaban, y gracias a Internet, que
si no, habría sido imposible.
Sería difícil decidir si el tiovivo que ha restaurado Luis
es exacto al original pero si no lo es seguro que se le
parece mucho: es un tiovivo con cuatro columpios donde
van subidas cuatro barriguitas. El techo es rojo intenso y
el suelo marrón, haciendo juego con las patas de las sillas
que están recogidas debajo de los columpios. Y es que los
columpios se pueden sacar del tiovivo y con las patas
plegables que tienen debajo del asiento se pueden
convertir en sillas. Las cuatro barriguitas son todas
diferentes: una negra, una china, una rubia y una india, y
los vestidos también son muy monos. La china, por
ejemplo, lleva un pantalón verde y una camiseta con
adornos jaspeados en verde, rojo y marrón.
Lo que más intrigaba a Luis era el asunto de la música.
Él recordaba que cuando era pequeño y jugaba con el
tiovivo en casa de Alisa la musiquilla le gustaba mucho,
pero hace unos años, cuando se reencontró con el tiovivo
en el trastero de la casa de Benito y Alisa la tarareó la
melodía, fue incapaz de reconocerla. Tenía mucha
curiosidad y cuando por fin consiguió arreglarlo y tiró del
cordel no se sorprendió al oír el Para Elisa de Beethoven.
Fue como si no hubiese pasado el tiempo.
Luis le había prometido a Alisa que tendría el tiovivo
listo para mediados de agosto, que es cuando se supone
que va a dar a luz, pero al final, aunque ha hecho más
reparaciones de las que pensaba, se ha adelantado un mes.
En cuanto lo terminó tuvo la tentación de ir a su casa a
llevárselo, y ayer en la fiesta también estuvo a punto de
dárselo, pero ha conseguido resistirse. Le había quedado
tan bonito que prefería reservarlo para cuando naciese el
272
niño. Lo malo es que ahora el tiovivo no está. Tiene que
haber sido Benito, ¿pero por qué?
Antón lleva dos horas corriendo, saltando vallas, dando
gritos, conduciendo… y no dos horas cualquiera sino de
dos a cuatro de la tarde en pleno mes de julio. A su lado
está Héctor, pálido como un muerto pero igual de sudado,
y en el coche de detrás van Alisa y Juan.
Hace ya un buen rato, quizás una hora, Luis dijo que no
servía de nada que estuviesen todos dando vueltas
persiguiendo el globo y que él se iba para la finca con el
coche de Héctor a ver si averiguaba algo. Desde entonces
no ha pasado nada nuevo, pero la policía les ha dicho que
dentro de nada va a llegar también un coche de bomberos.
- ¿Para qué? – les ha preguntado Héctor.
-Por si se engancha en algún árbol.
Héctor se imagina su globo con Benito dentro
enganchándose a un árbol y se pone más pálido de lo que
ya estaba. Antón le dice que se tranquilice, que eso no va a
pasar.
- ¡Claro que puede pasar!, no es tan fácil manejar el globo.
Lo que yo no sé es como ha llegado hasta aquí. Y lo sube,
lo baja, se pone a volar a diez metros del suelo…
- Pues eso, que si ha llegado hasta aquí y ya lleva dos
horas mareándonos no se va a estrellar ahora.
273
- Pero es que aquí hay más árboles que en ningún sitio de
los que hemos estado antes.
En eso tiene razón, pero según le ha contado Héctor a
Antón, Benito últimamente no hacía más que preguntarle
cosas sobre el globo y poco a poco él le ha contado casi
todo lo que sabe, así que aunque está muy mayor y un
poco torpe por lo menos sabe lo que hace.
- ¿Y no sospechabas nada con tanta pregunta?
- ¿Cómo iba a sospechar algo? Benito a veces es tan
curioso… Además, una cosa es que se sepa la teoría de
cómo preparar y manejar el globo, pero de ahí a pensar
que Benito, que no se separa del bastón, pudiese hacerlo
todo él solo… ¡Y en menos de tres horas!
Esta mañana todo el campo de trabajo, Héctor y Luis
incluidos, había ido de excursión al embalse. Salieron a las
nueve de la mañana para no pillar el calor, pensaban
pasarse todo el día allí de picnic y juegos y volver pasadas
las siete de la tarde. La única que no se apuntó fue Karin,
que aunque ha venido quince días al campo de trabajo de
su primo, como le han quedado muchas para septiembre
de vez en cuando se separa del resto y se pone a estudiar.
Benito tampoco fue, claro.
Anoche tuvieron una fiesta en el campo de trabajo y
Benito, que siempre que le habían invitado les había dicho
que él no pintaba nada en fiestas de jóvenes esta vez dijo
que sí que se animaba. <<Más que nada porque Alisa
también va a estar y me ha dicho que se va a volver
pronto. Así me lleva a casa ella y no os corto la fiesta a
vosotros>>. Luego a la hora de la verdad, Alisa, que
estaba muy a gusto en la fiesta, no se quería ir tan pronto
como había pensado y Benito dijo que estaba bastante
cansado pero que no le importaba quedarse a dormir allí.
274
- Ya era hora, por fin te animas- le dijo Luis – y mira que
te lo hemos dicho veces, que la habitación de los padres de
Héctor no la usamos nunca. Además desde allí no se oye
el barullo.
- Pues nada, a ver cómo es la habitación esa. ¿Tendréis un
orinal para prestarme, no?
Todo muy normal. Benito se metió en la cama a las doce
de la noche y esta mañana, cuando salieron para el
embalse, seguía durmiendo como un bebé, o eso parecía.
Karin, que ya estaba despierta y estudiando en la mesa del
salón, le dijo a Luis que no se preocupase por Benito, que
ella estaba allí por si necesitaba algo y que le prepararía el
desayuno. Además se quedó con las llaves del coche de
Héctor por si luego Benito quería que le llevase a su casa.
A las nueve y cuarto Benito apareció por el salón. Karin
preparó dos cafés y unas tostadas y se salieron a desayunar
al porche. Héctor, que madruga siempre, aunque
trasnoche, se había levantado a las siete de la mañana para
regar. Estaba todo fresquito y húmedo y Karin estuvo
pensándose si salir a estudiar al porche y hacerle compañía
a Benito, pero al final decidió que no.
- Se está muy bien – le dijo a Benito – pero enseguida se
llena de moscas.
- Métete a estudiar tranquila que si necesito algo ya voy a
buscarte o te doy una voz. Además ahora voy a ir a dar un
paseo para desperezarme.
Karin no sospechó nada, se preparó otro café y se puso
a estudiar.
275
- Dice que se le pasaron las tres horas volando – le cuenta
Héctor a Antón mientras el globo sube y baja delante suyo
– y como había quedado con Benito en que si necesitaba
algo él se lo pediría, no salió al porche en ningún
momento. Al poco de haber entrado, Benito pasó a la casa
y volvió a salir enseguida, Karin no le vio pero sí le oyó.
Luego no se entero de nada más.
- Es como su padre – le explica Antón a Héctor - se mete
en un libro y desaparece el mundo de alrededor. Cuando
éramos pequeños me sentaba a estudiar enfrente suyo y
me deprimía mucho, ¡no levantaba la cabeza del libro ni
un segundo! Y eso que yo le sacaba cinco años.
Héctor, Luis y el resto llevaban ya casi tres horas en el
embalse y estaban intentando que flotase una barca que
habían construido con unos troncos cuando Michael, un
sueco barbudo, vio algo en el cielo.
-Héctor, tu globo creo ese.
No podía ser pero era. Los mismos colores, la misma
forma… Aunque estaba muy lejos Héctor reconoció su
globo al instante pero como no podía ser llamó a Karin
para que le explicase lo imposible. Karin seguía en el
salón, no se había movido en tres horas ni siquiera para
hacer pis, y cuando Héctor le preguntó si estaban en el
globo se empezó a reír.
-Vale, está claro que tú no estás en el globo. Pero Benito.
¿Dónde está Benito?.
- Benito está en el porche. Espera… Pues no, no está en el
porche, la verdad es que dijo que se iba a dar un paseo.
- ¿Hace cuánto dijo que se iba a dar un paseo?
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- No lo sé, espera que mire en el reloj del salón.
- Es la una menos cuarto.
- Entonces hace tres horas más o menos.
- ¡Tres horas! Karin vete corriendo a mirar en la caseta del
globo.
- Pero cómo…
- No sé cómo pero mi globo o uno que se le parece mucho
está pasando ahora por encima del embalse.
Héctor quería llamar a la policía, a la ambulancia, al
ejército… pero consiguió esperar cinco minutos a ver qué
decía Karin.
- No hay globo, la puerta estaba abierta y hay cosas por el
suelo, pero yo no sé si estaban ya así o es que han entrado
a robar. A Benito no le he visto pero voy a seguir
buscándole por la finca.
- Karin, seguramente sea Benito el que se ha llevado el
globo.
- ¿Benito?, ¿cómo va a saber Benito manejar el globo?
- Le he enseñado yo.
Y empezaron con el operativo de rescate. Héctor llamó
a la policía, se identificó y les contó la situación. El policía
que estaba al otro lado del teléfono no se lo podía creer y
tampoco sabía qué hacer; nunca habían tenido un caso así.
Había que llamar a Madrid. En diez minutos Karin estaba
allí con el coche de Héctor y como el globo todavía estaba
a la vista, mientras la policía se aclaraba, Luis y Héctor se
277
fueron en su búsqueda. A Karin, que llegó llorando, le
dijeron que se quedase con los del campo de trabajo y que
fuesen volviendo poco a poco a la finca.
Luis llamó a casa de Alisa pero no lo cogía nadie. Llamó
al móvil y apagado, ¿estaría durmiendo todavía? De la
fiesta se fueron a las tres de la mañana y últimamente dice
que duerme por los dos, por ella y por el bebé. Juan si que
se lo cogió, estaba en el bar y se oía el jaleo de los sábados
a la hora del aperitivo, así que Luis le contó rápidamente
lo que estaba pasando.
Antón estaba terminando de pintar la puerta de atrás de
la casa de sus padres cuando le llamó Luis. El fin de
semana pasado ya habían estado en el pueblo; Dita dio un
taller de Chi Kung en el campo de trabajo y él empezó con
las chapuzas en la casa. Pensaba que con un fin de semana
le iba a dar de sobra pero ahora que ha empezado se da
cuenta de que la cosa va para largo. Este fin de semana
Dita no se ha querido venir, dice que es demasiada dosis
de pueblo para ella y que para qué quieren tener piscina en
la urbanización si no la van a usar. Antón le dio la razón,
pero él no soporta la piscina así que se ha venido aunque
sea solo.
Ayer por la noche Luis intentó convencerle para que se
pasase por la fiesta en la finca. Le dijo que no, que
acababa de llegar de viaje y estaba muy cansado, así que
cuando hoy cogió el teléfono y oyó a Luis pensó que
querría convencerle para ir a comer. Pero no era eso.
En cinco minutos Antón estaba en el coche, sin duchar,
con el mono lleno de pintura e intentando aclararse con las
explicaciones que le daba Luis de por dónde estaba y por
dónde iba Benito. Hasta que por fin vio el globo.
278
Poco después, en un momento de calma en que el globo
estaba casi parado, Héctor y Luis le explicaron más
despacio lo que había pasado y entonces se acordaron de
que no habían avisado a Javier.
Javier y Laurita se vistieron en cinco minutos, pasaron
por casa de Dita a recoger a María y al final decidieron
venirse los cuatro para el pueblo. Les quedan cincuenta
kilómetros para llegar y han hablado con Alisa hace cinco
minutos, pero como los movimientos de Benito son tan
imprevisibles la volverán a llamar enseguida. Tienen que
estar al tanto por si les toca desviarse antes de llegar al
pueblo.
Javier está muy preocupado, no sabe si van a llegar a
tiempo, además en la última conversación Alisa les ha
dicho que el globo estaba sobrevolando el cementerio del
pueblo.
- No pienses cosas raras papá, habrá venido a hacerle una
visita a la abuela.
- ¿Una visita de qué tipo?
- Que pesado estás, una visita normal, como cuando le
traemos Juan y yo en el coche.
<< Si quisiese hacerle una visita normal a mamá no
habría robado un globo>>. Javier no sabe si su padre se
está suicidando o qué es lo que pasa. << Han pasado
cinco años pero no ha superado lo de mamá>>.
279
En el asiento de al lado, María, que había dejado de
fumar hace seis meses, saca una cajetilla del bolso, le quita
el precinto y se enciende un cigarro.
- Lo tenía para emergencias y no aguanto más.
Nadie protesta.
Alisa lleva diez minutos esperando, el globo ha vuelto a
meterse campo a través y a volar bajo, además esta vez se
ha escondido detrás de un cerro así que los coches han
parado en una cuneta y todos han salido corriendo a ver
qué pasa. Todos menos ella, claro, que tiene una barriga
que ya no está para hacer tonterías. Se ha quedado en el
coche con el aire acondicionado puesto y el móvil en la
mano. Si hubiese ocurrido algo Juan la habría llamado,
además tiene la corazonada de que no va a ocurrir nada, al
menos nada malo. Está segura de que su abuelo, a sus
ochenta y seis años, es capaz de manejar el globo. Eso sí,
todavía no se le ocurre qué es lo que se le puede haber
pasado por la cabeza para hacer lo que ha hecho.
Suena el móvil, es otra vez su padre. Alisa le cuenta
cómo va la cosa y Javier se queda más tranquilo ahora que
Benito ha salido del cementerio. Hace rato que dejaron la
carretera y se han metido por un laberinto de caminos, así
que Alisa tarda un buen rato en hacerse entender.
- ¡Pero si estáis en la casa del abuelo!
- ¿Cómo que la casa del abuelo?
280
- No de tu abuelo, del mío. De mi abuelo Javier, que es el
padre del abuelo Benito. Cuando yo nací ya se había
muerto pero recuerdo que de pequeño papá nos llevo allí
un día a mamá y a mí. Lo llamábamos la casa del abuelo
pero no era una casa sino una especie de granero con una
cocinilla. El abuelo Javier vivía en el pueblo con la abuela
Laura y todos los niños, pero heredó esa casita con un
pequeño huerto en mitad del campo y en cuanto podía se
escapaba para allá con la bicicleta. Después, en un juicio
rápido de estos que hizieron después de la guerra se lo
quitaron todo, la caseta y la huerta, y se lo dieron a don
Millán, que ya tenía todas las tierras de los alrededores. El
día que el abuelo, tu abuelo, nos llevó a ver la caseta,
estaba ya destrozada: la puerta rota, sucia, medio tejado
caído…Pero aún no la habían tirado. No sé si aún seguirá
allí. Si estás donde me dices que estás y miras el cerro, la
casa del abuelo tendría que estar hacia la izquierda, justo
donde empieza el pinar.
- Yo no veo ni pinar ni caseta ni nada.
- Normal, lo menos han pasado cuarenta años de eso, pero
¿sabes una cosa de la que me acabo de acordar?
- El qué.
- Que el abuelo nació en esa casa, ¿nunca te ha contado la
historia de que fue ochomesino y que nació en un granero?
Ochomesino; sí que le había contado la historia, pero
hace mucho tiempo. Cuando Javier cuelga el teléfono
Alisa se queda pensando que si a su hijo le diese por ser
ochomesino podría nacer ahora mismo, en el mismo sitio
que su bisabuelo, y menudo lío. De repente se asusta de
haberse quedado sola en mitad de la nada, ¿y si pasase
algo? Pero no tiene que pasar nada, el embarazo está
siendo de lo más normal, con dolores pero los previstos.
281
Además, desde que ha descubierto las páginas webs para
embarazadas ya no hay nada que le pille por sorpresa. Los
cuatro primeros meses estaba bastante perdida porque su
ginecóloga es un poco pasota pero ahora se lo sabe todo:
qué es lo que suele pasar en la semana treinta y cinco,
cómo evitar la depresión posparto, ejercicios para perder
rápidamente la barriga sin coger estrías… Juan le dice que
hace demasiado caso a lo que pone en esas páginas webs y
ella misma a veces también lo piensa. Quizás si no leyese
tanto sobre posibles dolores tendría menos.
Mientras se toca la barriga y nota las pataditas - o
cabezazos – mira otra vez por la ventanilla del coche a ver
si encuentra los restos de la famosa caseta donde nació
Benito. Nada, lo único que se ve es el camino que cruza el
cerro y al fondo unas cabezas que se acercan. << ¡Ya
vienen!, y si Juan no ha llamado quiere decir que el globo
sigue en el aire>>. Los primeros a los que reconoce son
los dos policías, y detrás Héctor y Antón. Juan todavía no
aparece. <<Héctor tiene pinta de estar destrozado, el
pobre, más que andar arrastra los pies>>.
Antón le da unas palmaditas en la espalda y le sonríe
pero Alisa no puede distinguir lo que le está diciendo
porque están demasiado lejos. Lo que sí que es cierto es
que no nota ni pizca del recelo que dice Luis que su padre
tiene ahora hacia Héctor. Está claro que son todo
imaginaciones de Luis. Pero ayer en la fiesta, después de
que Benito se metiese en la cama, se fueron a dar un paseo
juntos a la explanada del globo y él se lo volvió a repetir.
- ¡Que no Alisa!, que parece que sí pero en el fondo no lo
acepta del todo.
- ¡Pues yo te digo que sí!, tu padre es de las personas más
tolerantes que conozco.
282
- Ya, es muy tolerante, pero en algunas cosas sólo con el
cerebro.
- ¿Qué quieres decir con eso?
- Pues que piensa mucho las cosas, y como es tolerante y
maduro y bueno, no puede aceptar, ni siquiera ante sí
mismo, que le parece mal que yo esté saliendo con Héctor,
pero en el fondo se lo parece.
- Otra vez con lo de en el fondo. Te escudas en eso y de
ahí no sales. Si tu padre te ha dicho que lo acepta, que te
apoya y que le hace feliz verte feliz, ¿qué mas quieres?
¿Ha tenido algún gesto feo que no me hayas contado?
- No.
- Estoy segura de que son imaginaciones tuyas.
- ¿Entonces por qué no quiere pasarse por la fiesta?, ni
siquiera a saludar.
- Acaba de llegar de Madrid, casi tres horas conduciendo
y son las once de la noche. Yo tampoco vendría.
- Pero el fin de semana pasado que estuvieron en el pueblo
los dos, mi madre se pasó aquí las dos mañanas y él sólo
vino el domingo a comer.
- Tu madre venía a dar el taller de Chi Kung y le aburre
estar en casa viendo cómo tu padre arregla las goteras. Y
tu padre, pues eso, vino a hacer chapuzas en la casa no a
pasarse aquí las tardes. Y este finde igual. Vamos, yo
estoy repitiendo lo que me has contado tú…
- No sé, es que no le noto natural cuando está con Héctor,
es como si de alguna manera le rechazase.
283
- Ya estás otra vez, de alguna manera… A ver, ¿y Héctor
qué dice?, ¿se siente rechazado?
- No, Héctor opina lo mismo que tú, parece como si ahora
mismo estuviese discutiendo con él.
- Menos mal, así entre los dos te convenceremos. Mira, lo
de que tu padre algunas veces no esté natural con vosotros
lo puedo entender. Seguro que se le hace raro, no malo ni
triste ni horrible sino raro, no está acostumbrado a
relacionarse con parejas homosexuales, y esto también me
lo has dicho tú.
- Pero ya hace seis meses y…
- Y no os ve todos los días así que todavía no se ha
acostumbrado a convivir con vosotros como pareja. Por
eso no actúa con naturalidad.
Alisa está segura de que Antón lleva muy bien lo de que
Luis esté saliendo con Héctor, pero segurísima. No hay
más que ver cómo le habla y cómo le mira. El que no lo
está llevando tan bien justamente es Luis. <<Qué lata que
está dando>>, piensa Alisa, y se acuerda del día que se lo
contó. Pasó a recogerla por la guardería y se fueron a dar
un paseo por el parque. Fue en enero y hacía un frío
horrible pero Luis no quería entrar en una cafetería, estaba
muy nervioso.
- No sé qué pensar. Ayer nos enrollamos y esta mañana
todo muy bien; luego me he venido al taller y ya no sé qué
va a pasar esta tarde.
- ¿Tú que quieres que pase?
284
- No lo sé, me cuesta pensar que soy homosexual, me
bloqueo.
- Déjate de homosexual o no homosexual, ¿te gusta
Héctor?
- Sí. Yo nunca lo había pensado pero sabes que estás
navidades han estado en la finca unos australianos amigos
de los que vinieron hace dos años. Héctor se enrolló con
uno de ellos, ¿te lo había contado?
- No.
- Pasé unos celos horribles, no me lo podía creer. Nunca
me había planteado que a Héctor le gustasen los chicos,
nunca me lo había dicho.
- Porque le gustabas tú.
- ¿Te lo ha dicho?
- No, pero está claro. Además os enrollasteis ayer.
- Ya, pero tampoco me había planteado que a mí me
gustasen los chicos. ¿Soy homosexual?
- A ver, no le des mas vueltas a la palabrita. A ti hasta
ahora te han gustado las chicas, y algunas bastante, que
eso se nota, así que de ser algo serías bisexual. Pero no te
amargues con las palabras que no son más que etiquetas.
La realidad está por encima de las palabras, y las
categorías homosexual, heterosexual y bisexual… pueden
estar mal definidas.
- Como se te notan las mates.
285
- Lo que quiero decir es que puede que una misma
persona, tú por ejemplo, tenga relaciones homosexuales y
heterosexuales, otra sólo homosexuales y una tercera sólo
heterosexuales. Por eso lo que me parece real es hablar de
relaciones homosexuales o relaciones heterosexuales.
- ¡Joder!, tú esto lo tenías pensado de antes.
- Un poco… Nunca te lo había dicho pero hace unos años
me empezó a gustar tu prima Karin y le di muchas vueltas
al asunto. Sí, no me mires así, ya sé que es un poco
pequeña pero prima mía no es. Cuando me gustó, ella
tenía dieciséis y creo que yo a ella también le gustaba un
poco, pero ya llevaba unos años con Juan y sabía que
quería seguir con él. Me dio miedo estropearlo todo.
<<Mi confesión le sorprendió tanto que se quedó más
tranquilo>>. Alisa tenía miedo de que Luis se bloquease
con lo de ser o no ser homosexual y dejase pasar la
oportunidad, pero no lo hizo y menos mal. Ayer en la
fiesta, en el mismo paseo a la explanada del globo, Luis le
estuvo contando los planes de futuro que tenían. A Alisa
en principio le parecieron un poco apresurados tantos
planes después de seis meses de relación pero la verdad es
que llevan casi cuatro años viviendo juntos.
- Ya sabes que Héctor hace tres meses que dejó de trabajar
en la ferretería y si todo va bien el verano que viene dejaré
yo el taller. La huerta va cada vez mejor y los campos de
trabajo también pero es imposible seguir con este ritmo.
Durante el año trabajando en el taller y los fines de
semana con la huerta, es una matada. Y el mes de
vacaciones enterito aquí. El año pasado Héctor se cogió
vacaciones en el mes de julio y yo en agosto y así pudimos
sacar adelante dos campos. Este año yo me he cogido julio
y como él ya no trabaja, puede estar en los dos campos y
en uno más corto que hemos organizado para septiembre.
286
Es una locura pero cada vez quiere venir más gente. Al
principio sólo estábamos apuntados en una ONG de las
que anuncian los campos pero ahora estamos en tres y las
oficinas de la juventud de siete comunidades autónomas
también nos publicitan.
- ¿Pero de qué vais a vivir si tú dejas el taller?, ¿de la
huerta? Porque por organizar los campos de trabajo que yo
sepa no os paga nadie nada.
- No, pero sí que pretendemos vivir de la huerta. Y de los
viajes en globo, claro. El problema ahora mismo con la
huerta es que estamos ofreciendo los productos como
productos normales, no como Agricultura Ecológica, y
claro, nuestros precios son más altos y vendemos poco.
Pero ya nos han certificado y ahora nos toca buscar
clientes que quieran consumir productos ecológicos.
David nos está haciendo una página web muy guapa para
poder vender por Internet, intentaríamos abarcar a toda la
provincia. Héctor dice que podemos usar el globo para
darle publicidad a la huerta.
- ¡Qué bueno!
- Es que si esto funciona, parte de los beneficios van a
revertir en el campo de trabajo, que al fin y al cabo es de
donde ha salido todo: podremos hacer más dormitorios,
una cocina grande y en condiciones, una piscina,...
- Cuidado que esto parece el cuento de la lechera.
- Un poco. Pero mira, yo me conformo con poder dejar de
trabajar en el taller. Me da un poco de apuro porque ya
sabes que me recomendó mi padre pero les avisaré con
tiempo. Y es que si no dejo aquello no me puedo meter en
esto al cien por cien. Las dos cosas a la vez no se puede,
ya llevo tres años así y es una locura. ¡Tres años sin
287
vacaciones, sin viajar! ¡Joder!, que recuerdo el Interraíl
que hice por Escandinavia y me parece que fue en otra
vida. Tengo muchas ganas de irme por ahí con Héctor.
¿Sabes que no ha salido nunca de España?
- Juan tampoco.
Antes de llegar a la explanada del globo, Alisa ya estaba
bastante cansada así que aprovecharon la boca del pozo
para sentarse a descansar. Alisa a veces se olvida de que
lleva un niño dentro y que se cansa el doble, pero de
repente le da el bajón y se tiene que parar. En el pozo,
mientras Luis le ponía la oreja en la tripa a ver si oía
alguna patada, Alisa le contó sus últimos avances con las
matemáticas. Resulta que la profesora de la Complu que
investiga con ella- sí, se puede decir así –no tiene clases de
licenciatura en julio y está hiperactiva. Le manda e-mails
todos los días y le tiene a todas horas con problemas en la
cabeza. Incluso ahora que Benito está subido en el globo
de Héctor y nadie sabe cómo va a acabar la historia,
mientras Juan vuelve o no vuelve, ella no puede evitar
ensimismarse.
Hace dos años, cuando empezó a darle clases a Marcos,
no se podía imaginar que la cosa iba a acabar así. Después
de enseñarle Álgebra Lineal en verano, Marcos volvió en
Navidades con Calculo Diferencial, una asignatura de
segundo que Alisa nunca había visto. Y aprobó. Pero no es
sólo que Marcos aprobase sino que Alisa dominó la
asignatura al momento. Ella había cursado – y estudiado –
ocho veces Análisis, la asignatura de primero que sirve de
base al Cálculo Diferencial, y entendía perfectamente
cómo había que razonar para resolver los problemas. Su
sensación interna seguía siendo la misma, que todo
aquello estaba mal, pero ya le había pillado el truco a lo de
pensar mal de manera que coincidiese con el pensar bien
de los demás.
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Después de aquello Alisa pensó que si Marcos era capaz
de aprobar con sus clases ella misma también podría y
decidió retomar la carrera, eso sí, sin ir más a clase. Se fue
a Madrid a mitad de curso y se matriculó para examinarse
en junio de lo que le quedaba de primero. Aprobó todo.
Una de las profesoras, la de Análisis precisamente, la
había tenido cuatro veces de alumna y no pudo resistirse.
Cinco minutos después de haber corregido su examen y
haberle puesto un diez la llamó a casa. Desde entonces
investigan juntas y Alisa la llama “mi tutora”. Alisa
investiga los temas, teoremas y problemas que la tutora le
va mandando y la tutora, simultáneamente, se dedica a
investigar a Alisa.
La tutora recorre los hilos de pensamiento surrealista de
Alisa intentando descifrar el código propio con el que
razona. Para poder entenderse han decidido llamarlos
Código Estándar y Código-Alisa. Alisa usa el CódigoEstándar, el que siente como erróneo, para ir aprobando
las asignaturas de la carrera, mientras que el Código-Alisa
lo reserva para las investigaciones con la tutora. Durante
los ocho años en que no aprobaba nada, Alisa sólo era
capaz de pensar en Código-Alisa, por eso le iba tan mal.
Sin embargo desde que empezó a darle clases a Marcos
puede pensar tanto en Código-Estándar como en CódigoAlisa, aunque sólo es capaz de sentir en Código-Alisa. La
tutora, de momento, sólo siente y piensa en CódigoEstándar y el Código-Alisa le sigue pareciendo un
jeroglífico.
Las dos saben que lo más probable es que estas
investigaciones no lleven a ningún sitio, más que nada
porque con el Código-Alisa a lo único que se llega es a
resultados erróneos, pero pasan ratos agradables juntas.
Además, por mucho que con el Código-Alisa sólo se
llegue a resultados erróneos, hay al menos una persona,
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Alisa, que siente que son verdad, y eso es muy respetable.
Por otro lado, los avances de Alisa razonando con el
Código-Estándar empiezan a ser como para tenerlos en
cuenta. Y es que si es verdad lo que dice de que no siente
los resultados como correctos – que a ver quién es capaz
de juzgar el sentir ajeno - ¿cómo se puede interpretar que
sea capaz de llegar a ellos? Según ella, aunque le parece
que estén mal, coge las definiciones, los teoremas y los
problemas anteriores y busca cómo combinarlos para que
resolver los problemas que le han propuesto. Los
resultados a los que llega le siguen pareciendo tan
incorrectos como el punto de partida pero los recorridos
que traza, dicen los que la corrigen, son correctos, así que
sus problemas están bien y va aprobando. Es como una
máquina de resolver problemas.
La pregunta es: ¿es necesario sentir las matemáticas para
hacer matemáticas? De momento lo más que ha visto son
matemáticas de tercero de carrera y la tutora la presiona
para que avance un poco más y se enfrente a problemas
más complejos. Lo más probable es que se atasque y no
pueda seguir adelante a no ser que empiece a sentir bien
las matemáticas, pero por otro lado… Alisa tiene la fuerza
de un kamikaze: como todo le parece inverosímil no le
tiene miedo a nada. La tutora esta deseando que llegue el
momento de plantearle a Alisa algún problema que nadie
haya resuelto, un problema abierto, y ver qué pasa.
<<La historia esta de resolver algún día un problema
abierto es también el cuento de la lechera>>, piensa Alisa
desde el coche, <<mejor ir poquito a poco>>. Y es que la
tutora la está presionando demasiado últimamente. Alisa
está contenta con el ritmo de ir a Madrid un sábado al mes
a trabajar con ella. Quedan en su despacho, escuchan
música clásica, se toman un par de cafés… y avanzan
mucho. Después Alisa coge el metro y se va para casa de
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sus padres, que están casi más sorprendidos que ella de
esta vuelta a las matemáticas, sobre todo su madre.
Hace poco, gracias a una paella y a un vino riquísimo
que le habían regalado a su padre tuvieron una larga
conversación los cuatro –sus padres, Laura y ella- que le
está dando mucho que pensar. Estuvieron hablando de lo
bien que le sientan las matemáticas emocionalmente, y es
verdad. Pero aunque su madre piensa que lo que le sienta
bien es darse cuenta de que es capaz de ir sacando las
asignaturas Alisa sabe que no es eso. Ir aprobando
asignaturas a base de trabajar con el Código-Estándar le
es un poco indiferente. Lo hace porque es útil tener el
título, pero lo que de verdad le ha dado estabilidad es
haber vuelto trabajar con su código propio, con el
Código-Alisa. Pensar en los problemas, sentirlos, darles
vueltas en la cabeza mientras pasea con Tritón…, que por
cierto ya se le notan los doce años y empieza a estar
perezoso en los paseos. También le sienta bien trabajar en
la guardería, la paciencia de Juan todo ese tiempo en el
que ella no se sentía bien, sentarse en la mecedora con al
abuelo Benito y leerle el periódico, escuchar a Luis, viajar
a Madrid en tren y comer paella... <<No te preocupes que
vas a tener una mamá feliz, piojo>>, le dice a su barriga,
<<y un papá también. Mírale, ahí viene todo descamisado
después de haber estado intentando convencer a tu
bisabuelo para que se baje del globo. Llega el último,
como siempre, pero es que sabe que a Benito le gusta
hablar las cosas despacito>>.
Juan entra en el coche, le da un beso a Alisa y le dice
que Benito sigue sin contestar cuando le habla pero que
esta vez por lo menos ha asomado la puntita del bastón
para saludar.
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- Eso es una buena señal, ¿no? Yo creo que mi abuelo de
lo que tiene ganas de que le dejemos en paz un rato.
Vamos para la finca que aquí ya no pintamos nada.
Karin estuvo llorando durante una hora y media, y
mientras medio pueblo sabía ya que Benito se estaba
paseando en globo, ella seguía con la esperanza de que él
estuviese todavía dando un paseo por la finca y de que el
globo lo hubiesen robado otros.
- Tranquila Karin – le dijo su primo Luis al llegar a la
finca – y deja de dar vueltas por la finca como una tonta
que está claro que es Benito el que va en el globo.
Luis entró entonces a la casa a ver si encontraba algo y
fue cuando descubrió lo del tiovivo desaparecido.
- ¿Estás segura de que Benito no tenía el tiovivo mientras
desayunabais?
- No, no lo tenía. Es grande, ¿no?, me habría dado cuenta.
Pero Benito pasó a la casa justo después de desayunar, yo
no le vi pero si que le oí.
- Seguro que lo cogió entonces.
Para que Karin no siguiese pensando en que Benito se
había escapado por su culpa, Luis le pidió que le ayudase a
recoger las cosas de la fiesta de ayer. Pero como por allí
andaban la mayoría de los del campo de trabajo sin saber
qué hacer, en cuanto vieron a Luis recoger se pusieron a
ayudar y acabaron enseguida. ¿Y ahora qué? Estaban
todos monotemáticos con el tema Benito así que Luis, casi
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a escondidas para que no le siguiesen, se llevó a su prima
a cortar la maleza que crece alrededor de la puerta de la
entrada de la finca. <<El trabajo duro es lo mejor para no
darle vueltas a los problemas>>, esa es una de las cosas
que antes aprendió Luis en la finca, y parece que hoy
también surte efecto porque después de una hora con las
tijeras de podar Karin no le habla ya de Benito.
- No sé cómo lo voy a hacer pero tengo que conseguir que
mi padre encuentre una novia. Lleva una vida tan
aburrida… yo no me explico, ¡con lo interesante que es mi
padre!
- Pero le gusta estar solo. Luego tendrá sus ligues por ahí
sin que tú te enteres.
- Que no, si es que no sale de casa, esta blanco como la
leche. Siempre que lo llamó lo coge, da igual el día y la
hora. Antes, cuando trabajaba en la empresa, por lo menos
veía la calle, pero ahora como las traducciones las hace
desde casa… Fíjate que no sale ni para hacer la compra,
que un sábado que estaba comiendo con él llegaron los del
supermercado con las bolsas a casa. Para lo único que sale
es para comprar libros, eso sí, porque dice que no es lo
mismo pedirlos por teléfono o por Internet que ir a las
librerías a verlos de verdad. ¡Joder!, claro que no es lo
mismo. Pero tampoco será lo mismo conocer a una mujer
de verdad que pasarse la vida leyendo libros donde
hombres y mujeres ficticios se conocen entre ellos.
- Pues yo estoy convencido de que tu padre guarda todavía
el lado canalla por algún sitio. En la boda de Alisa estuve
medio de borrachera con él y me sorprendió mucho.
- ¿De borrachera con mi padre?
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Oyen el ruido de un coche que se acerca y dejan de
hablar, se giran y se encuentran con el coche de Juan.
Karin sale corriendo hacia ellos.
- ¿Qué ha pasado?
- Nada – dice Alisa – que el abuelo sigue mareándonos a
todos y nosotros hemos decidido dejarle solo, que creo que
eso es lo que quiere. A Juan le ha enseñado la puntita del
bastón y a mí eso me da buena espina. Yo creo que si le
dejamos sólo volverá antes a la finca, pero ni Héctor, ni
Antón, ni los policías me han hecho caso.
- ¿Entonces tú no crees que se esté suicidando? – dice
Karin, que de tanto darle vueltas ha llegado a pensar que
Benito se ha tomado algún veneno para morirse
lentamente mientras vuela por encima de su pueblo.
- ¿Mi abuelo suicidarse en un globo que no es suyo?
Imposible. Veras como viene a dejar el globo donde lo
cogió, te lo digo yo, que ya bastante culpable se tiene que
estar sintiendo. Lo que no entiendo es cómo ha podido
darle un arrebato así… ¿A ti no te parece raro Luis?
- Muy raro sí. Oye Alisa, te vas a enfadar pero te tengo
que contar una cosa. ¿Te acuerdas del tiovivo de las
barriguitas que te estaba reparando? Pues ya estaba
arreglado. Ayer fui tonto, no te lo di por esperar a que
naciese el niño y hoy se lo ha llevado tu abuelo en el
globo.
- ¿En serio?
- Sí, ha tenido que ser él, además el tiovivo estaba en la
habitación donde él se pasa a descansar.
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- ¿Y funcionaba lo de tirar del hilo y que sonase la
música?
- Sí.
- Entonces ya sé lo que ha pasado.
Alisa sabe que desde que el tiovivo viajó al pueblo, su
abuela Margarita lo limpiaba todos los días, y cada vez
que lo hacía, después de pasar el trapo, tiraba de la cuerda
para que sonase el Para Elisa. Alisa iba por allí sólo
algunos fines de semana, pero aún así la musiquilla la
tiene ya para siempre asociada a la abuela Margarita y su
limpieza matutina. Benito ha tenido que escuchar la
melodía tantas veces… y siempre con Margarita cerca.
Hoy ha raptado el tiovivo y se lo ha llevado de paseo.
Fin.
Malmö (Suecia), 26 de Agosto de 2006
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