1 2 PARALISA Miguel Ganzo Mateo 3 4 Nota informativa El autor: Miguel Ganzo Mateo nació en Madrid el 23 de Abril de 1981 y creció rodeado de familiares, amigos y vecinos. Empezó jugando en los patios de su barrio y más tarde se pasó a los del colegio. Allí comenzó a escribir historias y a juntarse con amigos para hacer teatro. En otoño de 1999 empezó a estudiar matemáticas en la universidad y poco después se formó el Grupo de Teatro Griot en el que Miguel ha hecho un poco de todo: actuar, escribir, vestirse de Rey Mago, y últimamente, desde el verano de 2005, echarlo mucho de menos. Actualmente vive en Vejbystrand (Suecia), enseñando matemáticas y castellano a niños. La portada: Acuarela de Irene Pelayo García. La novela: Paralisa es la primera novela de Miguel Ganzo Mateo y cuenta la historia de Alisa, su familia y sus amigos. Puntos de distribución: De momento Paralisa sólo se puede descargar y/o comprar en www.lulu.se. La descarga es gratuita. Si no te convence lo de comprar por Internet contacta directamente con Miguel en [email protected] Si conoces de alguna una librería, organización, centro social, etc que pudiese estar interesada en vender ejemplares de Paralisa contacta con Miguel. ¡Muchas gracias por la ayuda! Información más actualizada sobre los puntos de distribución de Paralisa ira apareciendo en: http://paralisaonline.googlepages.com 5 Los comentarios: Miguel agradece y aprecia mucho los comentarios de los lectores de Paralisa, ¡sin olvidar a los que solo han leído un poco y lo han dejado por aburrimiento!. Podéis enviarlos a [email protected]. ¡Gracias otra vez! La licencia: - Copyleft 2007. Bajo la licencia Creative Commons 3.0 (ver texto completo en http://creativecommons.org). En resumen: Eres libre de: • • copiar, distribuir y comunicar públicamente la obra hacer obras derivadas Bajo las condiciones siguientes: • • • Atribución. Debes reconocer la autoría de la obra en los términos especificados por el propio autor o licenciante. No comercial. No puedes utilizar esta obra para fines comerciales. Licenciamiento Recíproco. Si alteras, transformas o creas una obra a partir de esta obra, solo podrás distribuir la obra resultante bajo una licencia igual a ésta. Observaciones: • • • Al reutilizar o distribuir la obra, tiene que dejar bien claro los términos de la licencia de esta obra. Alguna de estas condiciones puede no aplicarse si se obtiene el permiso del titular de los derechos de autor Nada en esta licencia menoscaba o restringe los derechos morales del autor. Vejbystrand (Suecia), 25 de Noviembre de 2007 6 7 8 1. Casi Libertad - jueves 20 de Noviembre de 1975 “Ara que tinc vint anys, ara que encara tinc força” Joan Manuel Serrat “Ahora que tengo veinte años ahora que aún tengo fuerzas” Son las nueve y media de la noche y dentro de cada casa se mezclan las voces con el ruido de las televisiones. Se oyen llantos y algunas canciones, aunque lo más normal es que no se oiga nada. La gente, que es muy discreta. En la televisión la programación es muy lúgubre, como si fuese Semana Santa, y a estas horas se puede ver ya el cuello del dictador preparado para la fiesta, blanco como la leche en un ataúd negro, listo para ser visitado como si fuese un santo. 9 - Tenía guardada esta botella desde hace cinco años - dice Antón, que había organizado una fiesta en su casa, pero esto es otra cosa. Esta fiesta es mucho más grande, es la que llevaban esperando tanto tiempo – ¿te acuerdas Manuel, de las botellas que le regaló el alcalde a papá?, ya era hora de abrir una para celebrar algo que merezca la pena. Manuel es el hermano pequeño de Antón y lleva sólo dos meses en Madrid, ha venido a estudiar Derecho y de momento vive en casa de su hermano. Se ha prometido empezar a estudiar en serio en Navidades; por ahora tiene ya bastante con ir conociendo a todos los amigos y amigas de su hermano. Manuel, que no se explica cómo su hermano puede conocer a tanta gente, se lo pasa muy bien y los meses pasan rápido. Mientras Antón se pelea con el corcho que no quiere salir, Manuel consigue un hueco en el sofá y con un botellín en una mano y un Ducados en la otra, feliz, se encoge como puede y observa a su hermano. Al venir a Madrid se ha dado cuenta de lo poco que le conocía, y de lo mucho que le gusta lo que está conociendo. En casa Antón es la oveja negra. No quiso acabar el bachillerato por más que sus padres le ponían profesores particulares y le tenían siempre castigado. Pero lo de estudiar o no estudiar es lo de menos, que aquí tampoco estudia nada y aun así parece otra persona. En casa, entre las broncas de su padre y las quejas machaconas de su madre y de su abuela, Antón andaba todo el día encogido, sin saber muy bien qué hacer o qué decir, pasando las horas muertas en la habitación de la plancha, con Manuel, haciendo que estudiaba, mirando las páginas con desgana, sin disimular siquiera que estaba perdiendo el tiempo. 10 Esa misma cara de aburrido y fastidiado la llevaba puesta Antón todo el día, al menos el rato que estaba en casa, como si esas horas muertas pasando hojas y el tener que ir al instituto todas las mañanas le dejasen totalmente planchado. Para Manuel ese era su hermano, el que nunca decía nada a la hora de la cena, el que recibía los suspensos y le daba igual, los suspensos y la bronca de su padre. No se defendía. Tan sólo decía, a veces, que él no quería estudiar más. Y al final ni eso, simplemente no decía nada, esperaba a que pasasen los gritos y se iba a su cuarto. Manuel, que es cinco años más pequeño, se ponía muy nervioso y no entendía nada. A él le gusta estudiar, y le gusta porque se le da bien, estudiar es más fácil y más sencillo que hacer cualquier otra cosa. Manuel, por ejemplo, nunca ha sido capaz de arreglar un enchufe o la bomba del depósito de agua, no sabe cómo funcionaba una estufa o un radiador y se pierde cada vez que ve abierto el capó de un coche. Todo esto quedó claro en casa el día en que su hermano se fue para Madrid .Y es que Antón es un manitas, lo arregla todo, aunque su padre no fuese de verdad consciente de eso hasta el día en que se marchó. El último año que pasó Antón en casa fue especialmente tenso, con gritos casi a diario. Antón, como no le hacían caso, había decidido por su cuenta dejar de ir al instituto. Salía por la mañana con la cartera pero se pasaba el día por ahí, maleando, decía su padre, que hasta llamaba a los profesores a casa para ver si su hijo había ido a clase o no. Y Manuel, claro, se imaginaba todo tipo de cosas sobre lo que hacía su hermano, todas menos la verdadera, que era que Antón había empezado a trabajar en el taller de Benito “el meón”. Benito y su padre no se hablaban y Antón lo sabía muy bien porque en casa, cuando decían algo de él, era para soltar pestes. <<Los “meones” siempre han sido unos torcuatos, además de mas 11 rojos que su puta madre>>, decía su padre, <<y el hijo mayor, ¿cómo se llama?, sí, Javier “el meón”, que te veo mucho con él últimamente Antón, si ha salido un poco más listo será porque no es hijo de su padre>>. Así que cuando Antón decidió buscarse un trabajo secreto no lo dudó dos veces. Se le daba bien arreglar cualquier cosa, desde una persiana hasta una calefacción, pero si había algo que le gustaba de verdad eran los coches. Y las motos, todo lo que tuviese un motor, unas ruedas y una caja de cambios. Conocía a Javier desde pequeño, habían ido juntos a clase hasta que él empezó a repetir, pero luego seguían viéndose en la calle, en los bares y en las fiestas. El padre de Javier, Benito, era de la edad del suyo y si su padre le tiene manía en general a todos los meones, al que más manía le tiene es a Benito, quizás porque se han conocido más de cerca. Benito tiene un taller de reparaciones en el sótano de su casa y por allí pasaba siempre Antón cuando subía a casa de Javier. De vez en cuando, si Javier tardaba en bajar, le preguntaba cosas a Benito, simplemente que le contase qué es lo que estaba haciendo en ese momento. En el taller, que era muy pequeño, había de todo. Sólo había espacio para motos y un par de coches pero también había pequeñas piezas de otras máquinas más grandes. A Benito, que estaba muy contento con lo bien que le iba a Javier en el instituto le hubiese gustado también, y sabía que eso era imposible, que el chaval aprendiese su profesión. Así que cada mañana al verle irse al instituto tan peinado y tan listo le entraba a la vez mucho orgullo y un poco de pena. Y los fines de semana, cuando Javier no estaba estudiando o por ahí con los amigos, Benito le pedía ayuda con alguna cosa del taller. Javier no protestaba y le daba el gusto a su padre, aunque la verdad es que le aburría bastante todo eso de los coches y los motores. Su padre - Javier se había dado cuenta - le 12 contaba las cosas de tal manera que su ayuda parecía importantísima cuando en realidad no lo era tanto. A veces, eso sí, le pedía que le hiciese algunas cuentas, de dineros y de materiales, y entonces él sí que se sentía un poco útil. Cogía uno de los cuadernos limpios que llevaba al instituto, no como los grasientos que tenía su padre en el taller, y en las hojas de atrás escribía números con rapidez y precisión mientras su padre lo miraba, a él y a los números. Benito no se podía creer que fuese su hijo el que estaba escribiendo todo eso, que parecía la pluma de un ingeniero. Así que los estudios de Javier eran una cosa agridulce para Benito, aunque más dulce que agria. Eso sí, cuando Antón se decidió por fin y se presentó una mañana en el taller pidiéndole trabajo de aprendiz él le acogió casi como a un hijo: - ¿Pero tu padre sabe algo? - No, ni quiero que lo sepa. Soy todavía menor de edad y en teoría tengo que hacer lo que él diga. - A ver hijo, tú sabes muy bien quién es tu padre en este pueblo y que nos podemos meter en un buen lío los dos como se entere de esto. - Sí, lo he pensado, y entendería que usted no quisiese… - ¡Nada de usted, coño!, que hace ya mucho que nos conocemos y nunca me has hablado así. Sí que quiero que entres de aprendiz conmigo, que ya me he dado cuenta yo de que tú vales mucho para esto. Además según me ha contado Javier, tu padre te tiene haciendo el tonto en el instituto. 13 Pactaron que Antón vendría todas las mañanas, o al menos las que pudiese, a trabajar al taller. - Sabes que si no queremos que se entere tu padre no se lo puedes decir a nadie, ¿verdad?, que este pueblo parece grande pero eso, que sólo lo parece. Y no te preocupes que nadie va a sospechar que estás trabajando, lo primero que va a pensar todo el mundo es que andas por ahí golfeando con alguna moza. - La verdad es que a Javier ya le he contado que pensaba venir a pedirte trabajo. - Hombre a Javier sí. De todas maneras Javier últimamente no habla con nadie, se pasa todo el día estudiando, así que no le da tiempo a salir por ahí a contar nada. Para Javier aquel era el último año en el instituto y quería hacerlo bien, necesitaba buenas notas para poder conseguir beca e ir a estudiar a Madrid, que el taller de su padre iba bien pero no tanto. Manuel, mientras tanto, no sabía nada de todo esto. Él de lo único que se enteraba era de los gritos de su padre por las tardes, cuando interrogaba a Antón y lo amenazaba con castigos cada vez mas grandes si no le contaba qué carajo hacía por las mañanas en lugar de ir al instituto. - Y si no me lo vas a contar pues no me lo cuentes, que ya me imagino yo que andarás por ahí con alguna golfa, pero ni un día más me oyes, ¡ni un día mas!. Cuando llegaban a ese punto su padre pasaba a la acción, lo que quería decir que durante una semana más o menos se levantaba pronto por las mañanas y les llevaba en coche al instituto. Así se aseguraba de que Antón iba a clase, al menos a las dos primeras horas, claro, porque en el recreo, en cuanto abrían las puertas, se iba sin ningún 14 pudor. Manuel a veces le veía irse pero no le decía nada, ¿qué le iba a decir? Se imaginaba, eso sí, la bronca que le caería de nuevo, que sería igual que la anterior, como si nada hubiese pasado. También se imaginaba, con un poco de envidia y de misterio las cosas que haría su hermano por ahí, que de tanto oír a su padre él también se creía eso de que se pasaba las mañanas con alguna chica ¡Con alguna chica! ¿Qué chica?. A sus trece años Manuel no sabía dónde colocar la figura de su hermano de diecisiete, unos ratos era un héroe secreto y otros ratos un desastre como decían sus padres. Cualquier cosa menos saber de verdad quién era. Cinco años después, en Madrid, fumando en el sofá de la casa de Antón, Manuel se acuerda de todas estas cosas y se ríe un poco de las tonterías que llegó a pensar y de lo mucho que creía en las palabras de su padre. Y es que no era sólo que Antón no fuese al instituto por las mañanas y anduviese maleando por ahí, como decía su padre, Manuel, que compartía habitación con él, sabía cosas que su padre no sabía: los libros que su hermano había empezado a leer. Antón leyendo, eso ya de por sí era raro porque en casa los únicos que leían algo eran él y la abuela. La abuela leía revistas y novelas por capítulos y Manuel todo lo que caía en sus manos. Con trece años había terminado ya con los pocos libros que había en casa y se estaba comprando una colección que vendían en los quioscos en la que venían novelas, ensayos, teatro…un poco de todo. Su padre le decía que leía demasiado y de vez en cuando se acercaba a mirar de qué iban los libros esos. Se los acercaba mucho a la punta de la nariz y los husmeaba un poco. Normalmente les daba el visto bueno, excepto con dos libros con los que se enfadó bastante y dijo de escribir una queja a la editorial porque no le parecía bien que estuviesen vendiendo esos libros para jóvenes. Por supuesto aquellos 15 dos libros fueron requisados. Manuel todavía no se explica por qué esos y no los otros, cosas de su padre. Pero es que si con sus libros su padre podía dudar y acercárselos a la nariz como si oliéndolos descubriese su verdadera naturaleza, los libros que había empezado a leer Antón no habrían necesitado de tanto análisis. Manuel no se lo podía creer pero su hermano, de no leer nada, había pasado a leer a Marx. Y él sabía, de casualidad porque se había enterado hace poco, que Marx era un comunista. Pero no un comunista cualquiera, sino El Comunista. Y por le si quedaba alguna duda el primer libro que trajo Antón a casa se llamaba así: El Manifiesto Comunista. Antón había forrado el libro con papel de periódico y lo guardaba al fondo del cajón de sus herramientas, donde nunca miraba nadie. Manuel lo sabía porque Antón no se cortaba y lo leía en el cuarto estando él allí; hubiese sido demasiado lío andar a escondidas compartiendo habitación. Y Manuel, que siempre se tumbaba en su cama para leer, no se acababa de acostumbrar a tener a su hermano en la cama de al lado leyendo también, que al final se pasaba allí casi todas las tardes porque tenía algo así como un castigo permanente hasta que volviese a ir al instituto como Dios manda. Hasta entonces Antón había aprovechado los castigos para cacharrear con sus herramientas en el garaje pero ahora se tumbaba y leía, también apuntaba cosas en un cuaderno, cosas que luego Manuel comprobó fastidiado que sólo eran resúmenes de lo leído. Antón no le ocultaba a su hermano que había empezado a leer, y tampoco le ocultaba lo que leía. Así que en cuanto Manuel le preguntó por el libro él se lo pasó . Eso sí, quedaba claro que la cosa no tenía que salir de allí. A veces venía alguien a la habitación, sobre todo la abuela, que se aburría bastante por las tardes y daba 16 vueltas por la casa. Entonces Antón guardaba el libro en el cajón de las herramientas y volvía a tumbarse en la cama. Manuel se acuerda muy bien de un día que la abuela estuvo a punto de pillar a su hermano. - A ver, que me tenéis que decir una cosa – empezó a preguntar la abuela ya desde el pasillo, por si el sonido de los tacones sobre el suelo no era suficiente pista -¿Vais a querer las judías verdes con aceite y limón o revueltas con huevos?. - Abuela, que sabes que a mí no me gustan con aceite y limón. - Eso dices ahora, pero el domingo tampoco te las quisiste comer con huevos, que me tienes loca ya Manuel, a ver cuando aprendes de tu hermano, que para eso de las comidas es un santo – la abuela, después de un rato en la habitación se giró y vio a Antón- ¡Pero hijo!, ¿qué haces ahí tumbado? -Que padre me ha vuelto a castigar. - No, si de eso ya me he enterado, pero no te ha castigado a quedarte en la cama, vamos, si es que no he oído mal los gritos de hoy. Doña Antonia se ahuecó un poco la falda y se sentó en la cama de su nieto mayor. - A ver, ¿a ti que te pasa hoy?, y no pongas esa cara de que no pasa nada que algo raro te noto. - No es nada abuela, es que estoy cansado. - ¡Pero si tu nunca estás cansado! Bueno sí, cuando te pones a estudiar, pero de eso ya hace tanto… 17 - No empieces otra vez. - ¡Que no empiece me dice!, bueno pues no empiezo, pero a ti te ocurre algo. ¿Te has enfadado con tu padre? Qué tontería, si te castiga todos los días a ver por qué te ibas a enfadar justo hoy. - Abuela estoy bien, y las judías hazlas con aceite y limón, ¿vale?, que Manuel no se las va a comer de ninguna de las maneras y a mí me gustan más. Manuel estaba tan asustado con lo del libro de Antón que no dijo nada más de las judías, tenía mucho miedo de meter la pata, más miedo que su hermano, que era el que en principio debería tenerlo. - Bueno, me voy porque no me quieres decir nada – dijo la abuela mientras se levantaba y echaba un ojo al libro de Manuel – pero que sepas que ya me he dado cuenta de lo que te pasa a ti. Doña Antonia se cambió entonces a la cama de Manuel. - ¿Sabes Manuel?, a ti que te gusta leer te lo voy a contar, y es que en la novela que he empezado este mes en la revista pasa tres cuartos de lo mismo. El hijo de la protagonista, que es un chico de la edad de tu hermano, de repente un día deja de comer y se pasa las horas en la cama. El chico, que se llama William, se ha enamorado de una moza del pueblo y no sabe qué hacer. El problema, bueno, uno de los problemas porque en realidad hay muchos, es que la chica es la hija del mayor enemigo de su padre, Jonas. Y Jonas trabaja en las minas de cobre del pueblo. - ¿Pero Jonas es el padre o el enemigo del padre?. 18 - El enemigo, ¿no te lo he dicho?. ¡Cómo va a ser Jonas el padre y trabajar en la mina! El padre es el señor Levander y es precisamente el dueño de la mina, ese es el problema. - ¿Por qué problema? - ¿Qué por qué? Bueno, ya sería problema que el señerito William estuviese de novio con la hija de un empleado de su padre, imagínate, con lo refinada que era esa gente. Pero no sólo es eso, la cosa es que Jonas es sindicalista y comunista, y se pasa el día organizando huelgas y sabotajes, menos mal que con poca suerte. - ¿Y sigue trabajando en la fábrica? - Sí hijo, sí, que a veces no es tan fácil despedir a los empleados, y si no, pregúntale a tu padre. Bueno, te sigo contando. - Sí. - El señorito William se ha enamorado de Sara, la hija de Jonas, pero no sabe qué hacer para acercarse a ella, y es que como su padre la había llenado la cabeza con sus tonterías Sara no querría saber nada del hijo del explotador. ¿Tú te crees? Bueno, pues no se le ocurre otra cosa al señorito que dejarse crecer un poco la barba, hacerse pasar por minero y meterse en las reuniones de los sindicalistas para poder acercarse a ella. - ¿Y qué pasó? - Pues lo que tenía que pasar, que ella también se enamora de él y se hacen novios. - ¿Pero entonces por qué el señorito William se pasaba el día en la cama y sin comer? 19 - Eso viene luego. Y es que como pasa el tiempo y el amor crece no se le ocurre otra cosa al infeliz que pedirle matrimonio con un anillo de oro. Y ella, claro, le pregunta que de dónde lo ha sacado, porque hasta entonces él le había contado que era minero en otro pueblo de la zona. - Abuela, ella tenía que notar por su forma de hablar que él no era minero. - Calla hijo, que siempre me estás fastidiando las novelas. - Es que lees unas cosas… - ¿A que no te cuento más? ¿Por dónde iba? ¡Ah sí! , que ella le pregunta de dónde ha sacado el anillo y él, que no se esperaba la pregunta, se hace un lió y al final acaba por confesarlo todo. - Y ella se enfada. - ¡Claro que se enfada! Le dice que no soporta las mentiras y menos de los ricachones como él. Así que le deja y dice que no quiere volver a verle más. - Entonces es cuando él se pasa los días en la cama y sin comer. - ¡Síí!, pero no sólo eso. Si fuese sólo no pasaría nada, después de unos días se le pasaría, te lo digo yo. Lo malo es que el señorito William ha decidido demostrarle a Sara que él no es como su padre y se ha puesto a leer día y noche libros de comunistas, queriendo aprendérselo todo lo antes posible. Sus padres los pobres no saben nada de esto, sospechan que su hijo está enamorado pero no han conseguido saber de quién por más que se lo han preguntado, y claro, no saben lo de los libros. Así que en esas está la novela, con el señorito en la cama todo el día 20 leyendo a Marx y las criadas llevándole sopitas. Pero esto no ha hecho nada más que empezar, que ya me sé yo lo que va a pasar: el niño va a acabar haciéndose comunista y enfrentándose al padre y al abuelo, que es cura. - ¿Qué el abuelo es cura?, ¿Cómo se puede tener un abuelo cura? - ¡Uy!, si te contase yo la de nietos de curas que hay en este pueblo…pero no es eso. En Inglaterra, que es donde trata la novela, los curas pueden casarse y tener hijos. - ¡Qué bien! - ¿Cómo que qué bien?, que cosas dices. No sé qué historias te habrá enseñado a ti en las catequesis el Padre Tomás, que desde que ha llegado a la parroquia parece un polvorín. ¿Y té qué opinas Antón?, ¿ no dices nada? Antón, tumbado en la otra cama, no perdió detalle de la historia del señorito William y se fue poniendo cada vez más pálido. Cuando la abuela empezó con lo de la novia comunista a él le hizo gracia, ojalá él tuviese una novia comunista, ojalá él tuviese una novia. Pero luego la cosa empezó a ponerse fea con lo del señorito William leyendo a Marx en la cama, <<espero que el jodido señorito no guarde también los libros en el cajón de las herramientas>>, pensó Antón. - Abuela, no seas pesada, que nada más que estoy cansado. A ver si va a ser que todo lo que ocurre en tus novelas va a tener que pasar luego en la vida real. - Eso abuela, ¡que vas a acabar como Don Quijote! – Manuel intentaba ayudar un poco a su hermano; le parecía increíble que la abuela les hubiese contado esa historia justo ese día. 21 - Pues nada, decir lo que queráis, pero a mí no me engañáis. Antón, tú te has enamorado de esa con la que estás quedando por las mañanas, a ver si te crees que soy tonta. Y ya sé yo que lo que pasa en las novelas no sale de ahí, que vuestra abuela todavía no chochea. Porque igual que me puedo imaginar lo de la moza no me pongo a decir por ahí que mi nieto se pasa el día tumbado leyendo a Marx, que en mi vida te he visto coger un libro que no sea por obligación, y ni con esas. De ti Manuel me fío menos, mira tú por donde, que siempre te traes un libro entre manos y últimamente, en esa colección que te compras en el quiosco, hay algunos que no sé yo si deberías leerte. - No, si ya me los requisa padre. - Pues hace bien. Además, no sé para qué te compras tanto libro, que en la colección que tengo yo de las revistas al menos hay diez o veinte que te podrías leer. - Sí claro, menudo tostón son tus libros abuela, que ya lo he intentado. -Yo también lo intenté hace años – dice Antón más relajado ya – y creo que por eso no me ha vuelto a dar por leer. - Anda dejadme en paz que hoy no hay quien os aguante. Voy a ir limpiando las judías verdes que ya son más de las ocho. Las voy a hacer con revuelto de huevos, y no quiero ni una queja en la cena Manuel, que bastante lata me has dado ya. Y tú Antón, espero que estés con apetito, que no conozco yo moza tan guapa como para dejar de comer por ella. Por fin se fue la abuela. Manuel recuerda la cara pálida de su hermano como si la estuviese viendo ahora, cinco años después en una casa que parece otro mundo. Franco 22 ha muerto y por la calle un joven bien vestido va gritando “viva el rey, viva el rey”. Todo el mundo se acerca a la ventana. Manuel busca a su hermano con los ojos pero no le encuentra, estará en la cocina, asomado también a la ventana como medio barrio está haciendo ahora para ver quién es el que grita. Manuel quiere comparar la cara de su hermano ahora con la cara pálida de aquel día. Son muchos los cambios: entre otras cosas ahora tiene una buena barba, como muchos de sus amigos, y una voz potente y alegre, no como la que usaba en casa, que casi ni hablaba. Ahora se le oye dar voces desde la cocina, organizando los preparativos para la cena. En la televisión mientras tanto siguen los tonos grises del luto, como si hubiesen vuelto a emitir en blanco y negro. La abuela no volvió a comentar nada más sobre la novela y el señorito William pero de vez en cuando lanzaba indirectas sobre el enamoramiento de Antón. Eso al principio claro, porque cuando empezaron a pasar los meses más que de enamoramiento en casa se empezó ha hablar de depresión. La madre fue la primera que lo dijo, que no era normal que un chaval de diecisiete años se pase las tardes tumbado en la cama sin hacer nada. Antón se defendía diciendo que la culpa no era suya, que si le tenían castigado a no salir qué querían que hiciese. - ¿Por qué no bajas ya al garaje? – le preguntaba el padre - Me he cansado. - Haz otra cosa entonces, qué sé yo, ponte a leer como tu hermano. Pero tu a mí no me engañas con esta técnica de “me tumbo y no hago nada”. No te voy a levantar el castigo. Que ya has conseguido ablandar a tu madre y se pasa el día intentando convencerme para que te deje salir 23 porque te va a dar una depresión. Una depresión, ¿pero qué mariconadas son esas? Y así se fue pasando el último año de Antón en casa, con gritos y castigos en el pasillo y horas muertas en la habitación. Por eso una semana después de cumplir los dieciocho, Antón anunció en la cena que se iba a trabajar a Madrid. El padre le vino con lo de siempre, que tenía que acabar los estudios, pero como vio que iba muy en serio por primera vez fue flexible y le dijo que si decidía ponerse a trabajar él le buscaría un trabajo en el pueblo con alguno de sus amigos. - No te preocupes padre, que ya tengo trabajo en Madrid. - ¿Cómo que ya tienes trabajo?, ¿pero cuándo has ido tú a Madrid? - No he ido a Madrid pero tengo trabajo allí, empiezo el mes que viene. - ¿Y de qué vas a trabajar tú? - De mecánico. Ese era el momento que más miedo le daba a Antón, que su padre se pusiese a pensar y se acordase del taller de Benito. Pero no lo hizo. Se puso como una furia por lo de irse a Madrid y dejar los estudios y no le dio ni tiempo para caer en ello. Le preguntó a su hijo que cómo había conseguido el trabajo pero Antón no se lo quiso decir, pensó que mejor no mezclar a Benito en sus líos familiares. Después de lo que les había costado mantener en secreto los nueve meses de aprendizaje, no iba él a estropearlo ahora. 24 Había aprendido tanto en esos nueve meses que no sabía cómo agradecérselo a Benito. Y él le decía que no le tenía que agradecer nada, que si había aprendido mucho era por todo lo que había trabajado y por las ganas que ponía. Eso mismo es lo que le dijo Benito a su amigo Fernando, que tenía un muchacho muy trabajador y buena gente para su taller en Madrid. Así que Fernando, que también era del pueblo pero llevaba ya muchos años trabajando en Madrid, le aceptó como aprendiz sin necesidad de hacerle una entrevista o verle trabajar. A Benito le hubiese gustado tenerlo más tiempo con él pero Antón no se podía quedar en el pueblo, eso estaba claro. Se despidieron con un abrazo y una palmadita en el hombro, con Javier también por allí, que dejó de estudiar un rato para bajar al taller a despedir a su amigo. Antón traía en una mochila los libros que le había ido dejando Benito en estos meses. Le había costado leerlos y alguno no se lo había podido terminar pero había estado bien. Y es que no sólo había aprendido de mecánica en estos nueve meses. Benito le había dado la vuelta a todo lo que le habían contado en casa y en el colegio, y con lo harto que estaba de su padre y sus profesores creía en las palabras de Benito más que en las suyas propias. - Mira Antón, me da pena que te vayas, como también me va a dar pena que se vaya Javier en septiembre, pero me alegro de que vayan llegando a Madrid chicos como vosotros, que juventud así es lo que hace falta para que cambien las cosas. Mientras tanto, en casa de Antón, la maleta ya estaba preparada encima de la cama y su armario casi vacío. Manuel, cuando llegó del colegio y vio la maleta se dio cuanta de repente de la pena que le daba quedarse sólo. Y eso que casi no hablaba con su hermano. Su madre le dijo 25 que acababa de salir a despedirse de los amigos así que aprovechó para inspeccionar. Lo que se imaginaba, en el cajón de las herramientas ni rastro de los libros, y en la maleta tampoco. Así que había ido a devolverlos. Se imaginó la despedida apasionada con la novia fantasma y se alegró de que su hermano no tuviese ya los libros. Es curioso, por un lado se enfadaba mucho cada vez que su padre le prohibía a él leer algún libro, pero luego le gustaría poder prohibirle a su hermano leer otros. Es como si la censura paterna se le hubiese metido dentro. - ¿De qué te ríes? – le pregunta a Manuel una chica morena y delgada que se acababa de sentar a su lado. - Perdona no te había visto, tú eres María, ¿verdad? - Y tú Manuel, el hermano de Antón. Te pareces mucho. - ¡Gracias! Yo te había visto en fotos. ¿Habéis llegado hace mucho? - No, y Javier todavía no ha subido, se ha acercado a la bodeguita, a ver si le queda algo de cava. No veas, hemos recorrido los bares del barrio y se ha acabado en todos. Yo he subido ya porque se me estaba desmontando la tarta. - ¿Has traído una tarta?. - Sí. En teoría esta iba a ser mi fiesta de despedida, pero después de lo que ha pasado creo que nadie se acuerda. - Es verdad, que te ibas a ir a Alemania, me lo ha contado Javier. - Y me sigo yendo, mañana por la tarde cojo el avión, espero que no haya problemas en el aeropuerto. Ya tenía 26 ganas de conocerte, Javier me ha hablado mucho de ti. Y Antón también. - Y yo a ti, como a ti no se te ve nunca con eso de que estabas terminando la carrera. - No me hables, que llevo encerrada desde junio, menos mal que he acabado ya. Yo quería tomarme un mes o dos de vacaciones pero me ha salido lo de Alemania y no puedo decir que no. Pobre Javier, ahora que le iba a hacer un poco más de caso. ¿Y tú has empezado Derecho, no? - Sí se supone – Manuel se ríe y levanta el botellín. - Qué tranquilo te veo, qué envidia, yo entré en la facultad angustiada y me pasé los seis primeros meses nada más que estudiando. ¿Tu te crees?, eso no es vida. Oye, ¿y de que te reías antes?, que estabas ahí sólo en una esquina del sofá mas contento que nadie con tu botellín. - ¿Antes? - Sí, cuando he llegado y me he puesto a hablar contigo. Manuel hace memoria y se acuerda de los libros de su hermano y de su espíritu censor. - Pues estaba pensando en el día en que mi hermano se vino para Madrid hace cinco años. Y me reía de mí mismo, de lo mal que lo pasaba cada vez que le que veía leyendo libros de Marx. Mira que yo sabía que leer no podía ser malo pero es como si en esos momentos mi padre pensase por mí. - Por cierto, ¿cómo siguen las cosas por tu casa? 27 - Pues muy mal. Porque mi padre ha decidido no hablar para no tener que dar explicaciones, así que se pasa el día sentado en el sofá del salón y en silencio. - ¿Pero al final parece que de la cárcel se ha librado? - Por los pelos, porque el chanchullo que tenía montado con tres concejales del ayuntamiento era muy gordo. Ahora entiendo cómo la empresa le iba cada vez mejor aunque él se pasase las tardes en el café. Negociando, claro. - ¿Y qué dice tu madre?. - Pues no dice nada, qué va decir. Además, yo creo que ella y mi abuela lo sabían todo. El único pringado era yo. Mi abuela dice, y esto ya no hay por donde cogerlo, que la culpa es de los del periódico local por haber metido la cabeza donde no debían. ¿Tu te crees? También que hace veinte años no pasaban estas cosas. Claro qué no se si se refiere a que hace veinte años mi padre no robaba o a que los periodistas estaban todos mudos. Y mira que yo quiero mucho a mi abuela pero a veces te sale con unas. - Tu hermano estaba destrozado cuando nos lo contó, el tampoco sabía nada. - Le llamó mi madre con la llorera y al día siguiente se presentó en casa a ver cómo estábamos, sobre todo a ver cómo estaba mi padre aunque él no quería ni quiere hablarlo. Creo que le da mucha vergüenza que nos hayamos enterado de todo. - Pero no discutieron, al menos Antón nos dijo que había habido una especie de reconciliación. 28 - Eso es mucho decir. Lo que pasó es que mi hermano se enteró de que yo no iba a poder venir a Madrid a estudiar porque no había solicitado ninguna beca. - ¿Por qué? - Tú no conoces a mi padre. Decía que lo de pedir becas era de pobres. Ahora me doy cuenta de que no quería porque le daba miedo que hurgasen en sus cuentas. Además, él decía que me lo iba a pagar todo, el colegio mayor, los libros y lo que hiciese falta. Y ahora nada. - Entonces tu hermano te ofreció venirte a su casa. - Sí, yo llevo desde entonces dándole las gracias. Y mi padre, después de dos días, cuando mi hermano ya estaba casi cogiendo el tren para Madrid, consiguió dárselas también. Esa creo que fue la famosa reconciliación. De todas maneras quiero encontrar pronto un trabajo para por las tardes, a ver si consigo ahorrar un poco y no le doy la lata más a mi hermano. Y el año que viene pediré beca, claro. - Antón está muy contento de que estés aquí con él. - ¿Tú crees?, ¡con lo bien que estaría él a solas con Dita!. - ¡Bah!, una cosa no quita a la otra. Por cierto, no he visto a Dita al llegar, ¿sabes dónde está?, quiero preguntarle unas dudas de alemán antes de que esto se llene de gente. - Pues demasiado tarde. Y es que mientras se escuchaban el uno al otro en la esquina del sofá, la casa se ha llenado de gente y de humo. Dita, como si hubiese oído que estaban hablando de ella entra corriendo en el salón. Para abrir la ventana claro, que 29 algo de humo tiene que salir para que puedan respirar. Javier ha subido ya de la bodeguita y antes de quitarse el abrigo enseña orgulloso las dos cajas de cava que ha conseguido. Antón ha terminado con los preparativos en la cocina y entra en el salón con unas empanadas. - Esto iba a ser una cena de despedida pero ¿ahora que dices, María?, ¿te vas o no te vas? María, con sus botines y sus gafas redondas, se hunde en el sofá haciéndose aún más pequeña y no sabe qué decir. Que si, que se va porque se tiene que ir, pero que sólo son seis meses, que tampoco hacía falta cena de despedida y que, por supuesto, cuando vuelva espera que Franco siga muerto. Todos se ríen y se miran, alguien le pregunta a María qué es exactamente lo que va a hacer en Alemania y ella explica una vez más lo de las moléculas de carbono y la beca de la Universidad de Múnich. Javier, a su lado, pone cara de no entender nada del carbono, que no es verdad, y se enciende un cigarro. Dice que él, si puede, irá a hacerle una visita, pero que todavía no sabe. El billete es muy caro como para ir pocos días y como sólo lleva cuatro meses en el estudio no puede empezar a pedir vacaciones extras. Después del primer brindis la conversación se pierde entre la arquitectura, las empanadas y las croquetas. Parece como si nadie quisiera hablar del tema del día, les da cosa empezar, como cuando recibes un regalo muy esperado y te entretienes más de la cuenta abriendo el paquete. Pero no van a tardar mucho, Antón ha empezado ya a preparar los cubatas, y la que más bebe es Dita, como siempre, que como todavía no sabe mucho español se le llena la cabeza pronto y le da por beber. Ella es la que rompe el hielo y en un intento etílico de expresar su alegría “por estado con ellos todos en momento tan importante” les canta una canción tradicional del pueblo 30 de su madre. Y claro, todos con la boca abierta porque la checoslovaca tiene voz de soprano. Según acaba hacen un brindis, por Dita, y ella explica que la canción habla “de los amigas que no estar ya”. Ramón, un compañero de clase de Javier que por olvidarse de pedir las prorrogas que debía ha tenido que dejar aplazada la carrera para hacer la mili, cuenta cómo les han dado permiso especial en el cuartel: - A las 10 de la mañana todo el cuartel estaba en la cantina, y el personal andaba pasando de los carajillos a las copas de orujo directamente, no sabíamos qué hacer ni qué iba a pasar. A las once empezaron a escucharse las primeras canciones de borrachos por los rincones. Joder, que panda de inconscientes que somos. Lo bueno ha sido que a las once y media han decidido mandarnos a todos para casa, visto como se estaba poniendo la cosa. Cojonudo, me ha dado tiempo a dar una sorpresa a mi madre a la hora de comer y a ir a recoger a Lola a la oficina. Lola se ríe y cuenta que en su trabajo no ha ocurrido nada del otro mundo, de diez a dos y de cuatro a ocho como todos los días. El jefe no ha ido pero les ha llamado varias veces por teléfono para controlar. Ahora que han empezado, cada uno quiere contar cómo ha sido su día y qué es lo que estaba haciendo cuando se enteró de la noticia. Manuel, que se siente el pequeño de la fiesta, y lo es, espera un poco a que hablen los más gritones y cuando la conversación vuelve a dividirse en pequeños grupos les cuenta a Javier y a Saza, una prima de Dita que acaba de llegar de Checoslovaquia pero habla muy bien español, que él ha ido a la facultad, a ver que pasaba, pero que no han tenido ninguna clase. 31 - Así que nos hemos ido unos cuantos de bares por Moncloa y hemos acabado a las seis de la tarde. Menos mal que luego me he echado una buena siesta. Javier le dice que le da envidia, que él ahora ya no hace esas cosas y tampoco sabe muy bien por qué. Bueno sí, porque entre acabar la carrera y el trabajo en el estudio no le queda tiempo para más. - Echo de menos esa sensación que tenía el primer año que llegué a Madrid, la de tener todo el tiempo del mundo y la ciudad entera por estrenar delante de mis ojos. Y es que tú has llegado ya muy espabilado Manuel pero no te imaginas lo apaletado que vine yo. Con una maleta de mi padre, casi de la guerra, y la dirección de la pensión apuntada en un cuaderno, entre garabatos y fantasías de lo que imaginaba yo que dibujaría un arquitecto en su libreta. Durante los tres primeros meses sólo conocía a Antón, que tampoco conocía a casi nadie, así que imagínate. A Saza, que no hace ni quince días que ha llegado a España, le ocurre lo mismo: los días se le hacen larguísimos y tiene un lío de nombres nuevos en la cabeza. Por eso se ríe y dice que no se lo puede creer cuando Manuel le explica que a él también se le puede llamar Manolo. Él lo que no se puede creer es que una chica así esté bebiéndose un cubata con él y riéndose con sus chistes. Además extranjera. Esa es una de las cosas que más le ha impresionado de Madrid a Manuel: las chicas, que hay muchas. Algunas incluso viviendo con sus novios como Dita con su hermano. Dita le parece guapísima pero acaba de conocer a María y también le ha encantado. Se ha pasado toda la cena mirándola de reojo. Sí, hasta que ha llegado Saza. Son casi las cuatro cuando Javier empieza a tirar de la falda de María a ver si se van o no para casa. Ella le mira 32 con ojos de yo también lo estaba pensando así que empiezan con la ronda de despedidas. Cuántos abrazos, cuánta emoción soltada de repente, y el cuello de Franco cada vez más blanco. Estaba al caer, claro, pero aun así no se lo pueden creer. Tanto que Antón acaba de convencer a Dita para ir al día siguiente a hacer cola a la capilla ardiente del Palacio Real y darse el gustazo de verle muerto. Luego no irán, verán las imágenes por la tele con toda esa gente seria con gafas oscuras y se les quitarán las ganas. De la casa de Antón y Dita a la de Javier no hay más de cinco minutos. Un paseo nocturno por el barrio con petardos clandestinos y estrellitas en la cabeza. El ron que sigue ahí, el futuro que ya llega, los aviones a Alemania…Los dos están felices, van a pasar seis meses separados pero aún así - o quizás por eso - se paran a besarse en más esquinas que en las que normalmente se paran. Incluso en la de la farmacia, que siempre evitan porque no aguantan a la farmacéutica. Ahora son las cuatro y la farmacia esta cerrada, qué más da. Desde una de las ventanas del edificio se escuchan unos gemidos. No debería dar alegría que alguien se muera, piensa María, pero acurrucada en el cuello de Javier mientras cruzan las plazas se dice que siempre hay excepciones, y aunque no las haya, esta es una. Y que suerte también que sus padres estén esta semana en el pueblo arreglando no se qué líos de una herencia porque sino a estas horas María estaría en su casa, durmiendo desde hace un buen rato. Sus padres no habrían entendido eso de trasnochar antes de un viaje tan largo, un viaje en avión. Pero tampoco es para tanto, lo de Alemania son sólo seis meses, y le van a venir muy bien, para su currículum y para su cabeza. Salir y ver mundo, qué cosas, y es que han sido seis años nada más que estudiando y pasando los veranos en Madrid, también estudiando. Además, con 33 suerte a la vuelta sus padres se habrán calmado un poco y no le montarán otro escándalo cuando les proponga otra vez que se quiere ir a vivir con Javier, sin casarse, claro. Llegando a casa de Javier, en la cabina de al lado del portal, una pareja de ancianos le esta gritando a otra para que dejen libre el teléfono. Son las cuatro de la mañana. Y la pareja que está dentro de la cabina no le hace ni caso a la otra y no responde a los gritos. Javier le pregunta a María que como se los imagina a ellos de viejos, si dando gritos o recibiéndolos, María no contesta y le besa, “eso por imaginarnos de viejos”. Cuando abren la puerta de la casa Javier tiene la impresión de que la casa no parece la misma, “es como si pesase menos”. Pero a María no le apetece hablar del peso de la casa y empieza a desnudarle antes de que se cierre la puerta. Javier, que va mas despacio, no sabe por dónde empezar cuando se da cuenta de que ya está desnudo. Y tiene que darse prisa por quitarle algo a María porque sino se lo va a quitar todo ella sola. Se tiran sobre la colcha de la cama, que siempre la recogen porque vale que es muy hippie y bonita pero luego raspa. Pero hoy no hay tiempo para quitarla, ni para cerrar las persianas, que lo disfruten los vecinos. María está tan feliz y excitada que todo lo demás no importa. Y Javier, feliz ya venía y lo de excitado se le contagia rápido así que sin colcha, sin ropa y sin tiempo. Pero un “sin tiempo” especial, de ese que sólo ocurre muy raras veces, que es cuando el tiempo, sin más, desaparece. Desaparece el tiempo para una niña que cruza un arenal con un abrigo verde; desaparece el tiempo de un anciano que decide hacer su último viaje en globo; desaparece el tiempo, más aún, se dobla antes de desaparecer, cuando vas en un tren y ves dos amaneceres en menos de una hora. 34 En la cama, con colcha y sin ropa, ni Javier ni María se acuerdan hoy de usar preservativo, quizás por eso de que no hay tiempo o simplemente porque no quieren. Eso sí, Javier, casi al final, hace un esfuerzo por volver al tiempo y a la colcha que raspa y se lo dice a María que ya le veía venir con la pregunta. Ella le dice “por mí no te lo pongas” y él le dice “yo andaba pensando lo mismo”. Así, sin más, que por una vez no pasa nada. ¿Y si pasa? Y si pasa…pues tampoco pasa nada, que para algo trabajas ya de arquitecto Javier, y tú María en cuatro años te vas a doctorar en biología. Y no lo sabes todavía pero poco después vas a conseguir una plaza fija en la Complutense. Tampoco sabes esto María, ni tú Javier, pero justo ahora, en ese beso dulce del después, te estas quedando embarazada por primera vez, y cuando te des cuenta, en Alemania, te llevarás un susto de muerte. Casi no entenderás al médico con esas gafas grandes y una voz grave y alemana, pero sí al enfermero, que con su mirada clavada en tu vientre lo dice todo. Te asustarás y buscarás una cabina en el hospital, una cabina como la que hay en frente de la residencia en la que vives, como esa que usas todas las semanas para llamar a tus padres y a Javier, esa cabina que ya está acostumbrada a tus palabras tranquilas, a las historias que te cuenta su madre por teléfono y a los tequieros de Javier, tequieros e historias de Madrid, del trabajo en el estudio, de los amigos y de la calle. Pero la cabina del hospital, aunque se parece, no es la misma, y tú tampoco. Llamas a Javier al trabajo que se sorprende un poco pero se alegra por oírte. Aún así, por si acaso, te pregunta si te ha pasado algo. Y tu respondes rápidamente que no y luego que sí. Claro que sí Javier, vamos a tener un niño. ¿Cuándo?, ¿Cómo ha sido? Y no te enfadarás con Javier porque al principio tú tampoco te acordaste. Y es que en el despacho del médico, cuando comprendiste la mirada del enfermero, le diste 35 vueltas a la cabeza buscando un cuando y un cómo. Al principio no te acordaste, te costó un poco, pero tú cabeza corría tan rápido que pronto dio con la noche en la que no quitasteis la colcha. La noche en que murió Franco. Dejas pensar a Javier, le dices que no se preocupe, que estás bien y que los últimos meses de embarazo estarás en Madrid para que te cuide. Y así pasan diez o quince segundos, muy largos para Javier, que al final se da cuenta y te lo dice,¡la noche en que murió Franco! Sí, tuvisteis una hija gracias a que Franco se murió. Será la primera hija o hijo de entre todos los amigos que han brindado esta noche con ron y champán en casa de Antón y Dita; así que durante un tiempo en todas las cenas, cafés y aperitivos se hablará de la futura niña. Además, como la historia de que María se quedó embarazada el día que murió Franco pronto la sabrán todos poco a poco, empezará a oírse el nombre de Libertad, la niña debería de llamarse Libertad. Incluso a María le gustará la idea, Libertad, pero Javier se pondrá tan cabezón que no habrá manera, dirá que llamarse Libertad no sería bueno para la niña, demasiada responsabilidad. Así que la llamaron Alisea, como los vientos. Luego en un par de años lo de Alisea se quedará en Alisa, que además de ser más bonito es como la llaman ahora todos los que la conocen. 36 2. El arenal - martes 19 de enero de 1982 Luis cuenta las baldosas todas las tardes, doscientas catorce desde la puerta trasera del colegio hasta su casa, y aunque el camino más corto sería atravesar el arenal de detrás del mercado nunca lo hace porque la arena es un sitio raro, sin medidas ni pasos que contar. La arena es el lugar de otra clase de niños. Allí Luis ve a los perros ponerse unos encima de los otros y también es dónde los mayores del colegio juegan partidos de fútbol y se pelean. Así que Luis bordea todos los días el arenal, con la mochila llena de cuadernos y lápices, como si fuese una chepa, mirando el suelo con decisión y contando las baldosas. Cuenta las baldosas para no tener que mirar el arenal, para no tener miedo del arenal…para que no le den ganas de entrar en el arenal. Más tarde, desde la ventana de la cocina de su casa, que está en un quinto, Luis puede ver el arenal tranquilamente mientras merienda un bocadillo de nocilla y pega en el álbum los cromos nuevos que ha conseguido en el colegio. La mesa de la cocina está junto a la ventana, rodeada de tres sillas y dos banquetas apretujadas. 37 Luis es el mayor de sus hermanos y tiene siete años. Luego vienen David y Ana, con cinco y tres, que todavía van a la guardería y llegan a casa un poco más tarde, cuando Dita sale del trabajo y puede pasar a recogerlos. Por eso Luis, con siete años, tiene ya una llave de casa y viene y va sólo al colegio. Javier y María sin embargo dicen que aún es demasiado pronto para que Alisa vuelva sola del colegio. Y eso que ella también tiene siete años, como Luis, y de hecho es tres meses mayor, pero Javier y María, cuando hablan del tema con Antón y Dita dicen que no es lo mismo, que su casa está más lejos del colegio, al otro lado de la avenida. Además Javier, desde que ha dejado el estudio de arquitectura y trabaja sólo en el instituto sale todos los días a las tres, así que le da tiempo de sobra de salir a buscar a las niñas, muchas veces con siesta incluida. Primero pasa por la guardería y recoge a Laura, luego a las cinco en punto está en la puerta del colegio, en la de atrás, por donde salen los de segundo. Alisa suele salir de las últimas, sin prisas, con la mochila bien puesta y el abrigo abrochado hasta arriba en invierno. El año pasado, cuando Alisa y Luis empezaron el colegio, Dita y Antón tenían el mismo problema que ahora: les venía fatal recoger al niño a las cinco, demasiado pronto. Para Antón sencillamente esa hora es imposible porque el taller cierra a las ocho y él no puede faltar. Dita lo tiene un poco mejor porque sale a las cinco y media del trabajo, pero su oficina está lejos del barrio. Con suerte llegaría a las seis. Pero como todavía no se atrevían a darle a Luis las llaves ni el secreto de la nocilla preguntaron por ahí y pusieron anuncios por el barrio buscando una niñera. 38 Hasta que Javier se enteró, ¿que es eso de tener criadas teniendo amigos? Así que a Luis, en su primer año de colegio, le recogía Javier y se pasaba toda la tarde con Alisa. También este año, algunos de los días que Alisa no tiene pintura, Luis se olvida de que ya es mayor y de que tiene llaves y se va con ellos. Allí Javier les prepara la merienda mientras canta canciones, de Serrat sobre todo, aunque últimamente le esta dando por los pasodobles. Alisa y Luis no entienden qué es lo malo del asunto pero María se queja de tanto pasodoble. - Mira Javier, que te empiezas a parecer a tu padre… Después de la merienda juegan un rato en el cuarto de Alisa, que está lleno de muñecos y peluches rosas con los que hablan o hacen que viajan. También está el carrusel, una especie de tiovivo que tiene Alisa en el que van montadas cuatro barriguitas. Cuando tiras de una cuerda el tiovivo se mueve, suena una musiquilla y siempre dan ganas de tirar otra vez. Pasan un buen rato en el cuarto pero luego siempre bajan a la calle, a ese patio grande y libre de coches que hay debajo de casa de Alisa. Allí Alisa y Luis se separan, ella se va con las chicas y él con los chicos. Los chicos, Alisa lo tiene claro, se pasan el rato jugando al fútbol, y ella tiene curiosidad pero nunca sabe cómo, nunca se atreve a acercarse y preguntarles si también ella puede jugar. Y la vergüenza, o el miedo, se reparte a partes iguales, un poco le asustan los chicos, que menos a Luis sólo los conoce de vista, y que seguro que alguno se reirá cuando lo pregunte; pero por otro lado el verdadero problema son las chicas, sus amigas, porque no sabe qué pensarán o si se enfadarán y tendrá problemas luego al día siguiente para volver a jugar con ellas. Pero mientras que el fútbol de los chicos es algo evidente y claro para todos y todas, no ocurre lo mismo con los juegos de las chicas, al menos no para Luis, que como siempre le toca de portero, se aburre, las mira de reojo y se 39 pregunta qué harán, sobre todo cuando están sentadas y nada más que miran y remiran los mismos papeles de colorines, esos que luego cambian y coleccionan cuidadosamente, ¡como si fueran cromos!. Se pregunta qué harán pero la verdad es que, comparado con muchos otros niños, él esta bastante informado por todos los ratos que pasa jugando en el cuarto de Alisa con sus muñecos y casitas. Esto no lo saben sus amigos, los del fútbol, que cuando juegan con muñecos no suelen inventarse viajes al otro lado del mundo sino peleas y más peleas. Y todo ese rato, ese en que ellos juegan al fútbol y ellas hacen otras cosas, a algún lugar tendrá que ir, ¿no? Será por eso que casi siempre ellas llegan con ventaja a la edad de las conversaciones un poco más largas, ventaja que muchas veces no pierden nunca. Pero eso Luis aún no lo sabe, ya se dará cuenta cuando Alisa le tenga que explicar punto por punto qué es lo que le puede decir a la chica que le gusta y qué es lo que no. De momento lo que pasa es que muchos niños que les ven bajar de la misma casa se creen que son hermanos. Y es que según salen a la calle hacen exactamente lo que hacen los hermanos cuando salen de casa, es decir, que ni se miran. Una hora o dos corriendo por mundos separados, juegos que luego apenas comentan, porque la calle es la calle y la casa, otra cosa. En casa incluso les bañan juntos, a los dos y a Laura, así sus padres se ahorran tiempo y ellos se lo pasan bien, con una bañera llena de muñecos de plástico, chapoteando y poniendolo todo perdido. Se bañan hasta que se les ponen las manos arrugadas y el agua empieza a estar un poco fría. Más o menos a las ocho y cuarto, cuando sale del trabajo, viene Antón a por el niño, pero entre que sube, los niños que salen o no salen de la bañera y las 40 almendras fritas y el botellín, al final le dan las nueve o las nueve y media. Pero esas tardes largas, que el año pasado eran así de lunes a viernes ahora sólo lo son de vez en cuando, y es que ahora que están en segundo Alisa ha decidido apuntarse a pintura y sale una hora más tarde del cole. A Luis todo el mundo le ha insistido para que él también se apunte a algo, pero nada, quizás es que han sido un poco pesados. O que de verdad al niño no le apetece aprender ni judo, ni pintura, ni flauta ni inglés y prefiere irse a casa con los cromos. Dita y Antón han decidido que Luis vuelva solo del cole, así que todas las tardes al abrir la puerta de casa se siente mayor cuando oye el clic del cerrojo. Entra en las habitaciones silenciosas, deja la mochila encima de la cama y se va corriendo a la cocina a preparase el bocadillo de nocilla con el pan que el mismo compra en la panadería que hay debajo de casa. Se sienta con el álbum y los cromos en la silla que está pegada a la ventana y empieza a acostumbrarse, sin saberlo, a una paz y un gusto por los rincones tranquilos que luego no sabrá de donde le viene. Elige siempre la misma silla, su preferida, que poco a poco empieza a ser de su tamaño, y mientras tacha los cromos nuevos en la lista y pega en el álbum los que hay que pegar mira por la ventana que da al arenal. Pero hoy no se queda con la mirada perdida en el arenal, hoy lleva los ojos un poco más lejos, hacia las verjas rojas del colegio, y es que hay un puntito verde que le llama la atención. Si sus ojos no estuviesen tan bien entrenados en eso de mirar desde lejos o si no conociese ese abrigo verde, Luis habría seguido tranquilamente con los cromos un rato más, pero él ya se ha dado cuenta de que el puntito verde es Alisa con el abrigo que le trajeron los reyes. Alisa está sola en la puerta del colegio esperando a su padre. 41 ¿Pero qué hora es? Luis no lo sabe y lo mira en el reloj del salón, son las seis menos cuarto, que rápido se le pasa el tiempo cuando está con la merienda y con los cromos. Son las seis menos cuarto y Alisa debería de estar en pintura pero no, hoy es martes y los martes no tiene pintura. Así que Javier no ha venido a recogerla y Alisa, poco a poco, se ha ido quedando sola en la puerta del colegio. El último en marcharse ha sido Nacho, un niño que también se va sólo a casa porque vive a dos minutos del colegio. Nacho siempre se queda jugando al fútbol con el grupo de niños que esperan sin prisa a que lleguen sus padres, un rato que no da para mucho porque lo normal es que a las cinco y media ya hayan venido a recogerlos a todos. Hoy, al ir hacia la puerta con Abel, el último al que han venido a recoger, Nacho se ha encontrado con Alisa. Van los dos a la misma clase y en el último mes la profesora les ha sentado bastante cerca el uno del otro; así que desde entonces se hablan un poco, lo justo. - ¿No te han venido a recoger todavía?. - No. - A lo mejor tu padre se cree que hoy tienes pintura. - No, nunca se equivoca de día, a lo mejor es que se ha quedado dormido en la siesta. Nacho, con eso de que se queda siempre el último, esta acostumbrado a estas historias de padres y madres que no llegan y le empieza a contar a Alisa lo que le pasó a Marta, que un día su madre no venía a buscarla y era porque se había muerto la abuela. - ¿Tú eres tonto?, mi abuela no se ha muerto, mi abuela todavía juega al baloncesto. 42 Nacho no dice nada más, coge su balón y se va para casa, que su madre le espera con la merienda. Alisa se queda pensando en sus abuelos, los de Madrid. La abuela María, que es la que juega al baloncesto, y el abuelo José, que hace sólo un año que se ha jubilado. El abuelo trabajaba en una tienda de paraguas que hay al lado de la Puerta del Sol y la abuela había sido profesora en un colegio hace mucho tiempo, tanto que dice que ya no se acuerda ni de la tabla de multiplicar. Alisa, desde pequeña, pasa muchos fines de semana en su casa, dando paseos, jugando al baloncesto y viendo la tele. Unas veces porque sus padres se van de viaje y otras veces porque sí, porque a ella le apetece. Luis se asoma otra vez a la ventana para asegurarse de que Alisa sigue allí y sale corriendo con el abrigo y la bufanda. Baja los escalones de dos en dos, como siempre, aunque hoy tarda menos. Ya en la calle se da cuenta de que si quisiese llegar rápido de verdad tendría que cruzar el arenal, pero tampoco es para tanto, ¿no? Piensa que si Alisa ya ha esperado todo ese rato lo mismo le da esperar un poquito más. Así que escoge el camino de las baldosas, las doscientas catorce, que sin mochila se hacen mucho más cortas. Alisa mientras tanto, sin ver a Luis - que es una sombra con bufanda - decide que ya está bien de esperar, que no tiene tres años como su hermana y puede hacer las cosas sola. Como no tiene llaves de casa y tampoco quiere cruzar la avenida porque sus padres luego se enfadarían se le ocurre que lo mejor es ir a casa de Antón y Dita, a casa de Luis, que seguro que está todavía merendando. Y se tomará un bocata de nocilla, claro que sí, que en su casa nunca hay nocilla porque no es sana. Pero si no es sana, ¿por qué la comen el casa de Luis? Su madre nunca sabe qué responder a eso. 43 Hoy en el arenal no hay niños mayores jugando al fútbol, han abierto una tienda de deportes en el barrio, se ha corrido la voz y están todos allí. Y como todo el mundo sabe que de cinco a siete es la hora del partido y nadie quiere llevarse pelotazos, los sacadores de perros ya se han acostumbrado a salir un poco más tarde y los jubilados, que son los dueños del arenal las mañanas de diario, por las tardes se sientan en otros bancos, sobre todo en los de la avenida y en los del Caprabo. Así que Luis puede ver perfectamente cómo Alisa entra al arenal y camina hacia su casa. Y se da cuenta de que no hay peligro: ni mayores ni perros, sólo Alisa. Pero por más que él grita, ella no le oye, y cuando por fin se gira y le ve, en lugar de ir hacia él, ella le hace gestos de que entre en el arenal. Luis está nervioso, hace cinco minutos estaba en su cocina, calentito y con los cromos, y ahora, sin tiempo para pensárselo, tiene que entrar al arenal. Porque él también hace gestos con los brazos para que sea ella la que venga pero Alisa no se mueve, y tiene razón, ¿para qué se va a mover si es ella la que va por el camino más rápido? Y ahí están los dos, ella parada y mirándole, él mirando el suelo, tragando saliva y disimulando. Pasito a pasito cuesta menos, piensa, y se hace a la idea de que va con su madre o con su padre. También se imagina que el arenal no es realmente el arenal, sino uno que se le parece mucho. Parece una tontería pero a Luis siempre le han servido estos engaños que el mismo se hace, y su madre, que lo sabe, le dice que si las imaginaciones esas le sirven es porque son igual de tontas que las manías que le entran, como la de no cruzar el arenal o eso de no comer plátanos ni fresas en la cena porque la abuela tampoco los come. 44 ¿Tonterías?, quizás, pero hoy gracias al autoengaño al final consigue llegar dónde Alisa. Se miran. - ¿Y tú porque andas tan despacio hoy? - No lo se, será por el frío. Y no dice nada más, que ella no sabe nada de que a él le dan miedo ciertas cosas. - ¿Qué ha pasado, porque no ha venido tu padre? - No lo sé, a lo mejor se ha quedado dormido en la siesta. ¿Vamos a tu casa? - Sí. - ¿Hay nocilla? - Claro. Pero Alisa, que parece tranquila y quiere creerse lo de la siesta, en realidad está preocupada porque no sabe qué puede haber pasado. Miedo por ella no tiene, porque está en el barrio y pronto estará en casa de Luis. No es como cuando se pierde en un viaje o en una playa, o peor: en un supermercado. ¿Pero les habrá pasado algo a los abuelos? El estúpido de Nacho se tenía que haber callado. Ahora Alisa le da vueltas a la cabeza y no se le ocurre nada que puede haber pasado. A la tía Pepa, la del pueblo, hace un mes o así le dio un patatús. Al menos eso le dijo su abuela, que le había dado un patatús y por eso se iban a verla el abuelo y ella. Pero la tía Pepa es mucho más mayor que sus abuelos, además siempre va de negro. Luis mientras tanto no se puede creer que estén cruzando el arenal sin padres, y a cada paso que da mejor se siente, 45 eso sí, si mira hacia el suelo se marea un poco porque no hay nada que contar. Ninguna baldosa, sólo arena y algunos hierbajos. Por eso prefiere levantar la cabeza y mirar hacia delante y hacia los lados. Está buscando la ventana de su cocina con los ojos cuando alguien le coge la mano y le da un susto enorme. Rápidamente le sueltan la mano: - ¿Te has asustado? - Es que así de repente…¿Pero por qué me das la mano si no vamos a cruzar? - No sé, con mi padre voy muchas veces de la mano aunque no crucemos. Y a Luis le da un poco de vergüenza pero la verdad es que no se ve a nadie por la calle así que si Alisa quiere ir de la mano a él no le parece mal, que después de todo todavía siguen en el arenal y el miedo no desaparece tan rápido. Él nota, eso si, que ella le aprieta más de lo normal pero piensa que es por el arenal, que a ella también le asusta en secreto. No sabe nada, claro, de los patatuses de la tía Pepa ni de las historias truculentas de Nacho. No sabe pero no importa porque cuando ella le aprieta él responde al apretón, y eso les tranquiliza a los dos. No hay nadie en el arenal, nadie de quién esperar un balonazo o un chillido, ningún perro amenazante, tan sólo ellos dos, tan juntos y tan solos, piensa Luis, que se ha olvidado de todas las ventanas que les miran, entre ellas la de su cocina, donde su madre acaba de entrar después de llevarse un susto enorme. Al llegar a casa la puerta no tenía el cerrojo echado, la mochila estaba abierta encima de la cama y el álbum de cromos con el pegamento sin cerrar al lado de la ventana, 46 pero ni rastro del niño. La ventana no está abierta, menos mal, pero aún así a Dita le da un escalofrío y corre a asomarse. Entonces ve la silueta doble de Luis y Alisa cruzando el arenal, y respira: mi niño. Después de tres segundos para pensarlo, se enfada. Se enfada porque se ha ido sin decir nada, porque no ha dejado nota, porque no ha echado el cerrojo, en fin, se enfada porque le ha dado un susto de muerte. Y Luis no sabe qué decir, se calla y mira a Alisa, entonces es cuando Dita ve la cara de la niña: - ¿Qué te ha pasado? - Que mi padre no ha venido a buscarme. - ¿Tu padre?, seguro que se ha echado la siesta y se ha quedado dormido, voy a llamar a tu casa a decirle que estás aquí. Dita se mete al salón para llamar pero antes le dice a Luis que prepare un bocadillo de nocilla para Alisa y para sus hermanos. Ana y David están dando vueltas por en medio de todo. David está asustado con la bronca que le ha caído a su hermano y Ana no para de subirse a todas las sillas, que es lo que más le gusta hacer últimamente. Así que mientras Luis se pelea con la barra de pan y con su hermano, que quiere untar también los bocadillos, Dita cierra la puerta del salón y marca deprisa el número de Javier y María. Pero nada. - Alisa, cariño, ¿tu padre recoge también a tu hermana de la guardería, verdad? - Sí, siempre, y luego vienen los dos a por mí. 47 La guía de teléfonos no está en el salón, nadie sabe muy bien por qué pero siempre ha estado en la cocina, será otra de las costumbres que se ha traído Antón del pueblo, piensa Dita, que tiene que irse a la cocina a buscar el número de la guardería. Alisa, aprovecha el momento para ir al salón y llamar ella por teléfono. ¿Llamar a quién? Al único teléfono que se sabe de memoria, que no es el de su casa sino el de casa de sus abuelos de Madrid. Se lo sabe de tantas veces que llama para ver si puede ir a verles, de todas las veces que marca y no lo cogen porque no están, qué rabia. Espero que hoy sí que estén, piensa Alisa, que no se hayan ido de paseo ni al baloncesto, y que además estén bien. No se le van de la cabeza ni las palabras de Nacho ni el patatús de la tía Pepa. Dita encuentra por fin el número de teléfono de la guardería y con la guía abierta se va hacia el salón. No hace caso a Ana, que canta La Gallina Caponata subida a una silla, ni les dice nada a David y a Luis, que están peleándose por la parte blanca de la nocilla. Tampoco se fija en Alisa, que no está. Lo cierto es que está pensando que está un poco tonta, porque antes de llamar a la guardería debería de intentar localizar a María en la universidad, que por la hora que es todavía seguirá allí, o no, depende de lo que haya pasado, ¿pero por qué tiene que haber pasado algo? Entonces grita. No se esperaba ver a Alisa agarrada al teléfono, con los ojos llorosos y sin decir nada. Alisa tampoco se esperaba el grito de Dita, así que lleva un buen susto, suelta el teléfono y le da por llorar aún más. - Guapísima no llores, ¡que susto me has dado! ¿A quién estabas llamando? En tu casa no hay nadie, tu padre habrá salido ya a buscarte y ahora andará perdido por la puerta del colegio. Mira, yo voy a llamar a tu madre a la 48 Universidad. Pero primero tengo que encontrar el número en este lío de agenda…¿quieres que la llamemos juntas? - Estaba llamando a mis abuelos y no cogen el teléfono, a lo mejor les ha dado un patatús. - ¿Cómo que un patatús? – Dita se ríe sin querer – en mi vida había oído esa palabra. - Un patatús, sí, como el que le dio a la tía Pepa. - ¿La del pueblo? - Sí. - ¿Y quién te ha dicho a ti que le dio un patatús? - Mi abuela me lo contó. - Pues ya ves, una palabra nueva que aprendo. Pero tú no te preocupes por tus abuelos, que están muy jóvenes y muy sanos, y vamos a llamar a tu madre, que quiero que me explique bien lo que es un patatús. Suena el teléfono. Las dos se miran porque lo tenían en la mano y Dita estaba a punto de marcar. Después de la sorpresa Dita lo coge y otra sorpresa, es María desde la universidad. Dita está rápida: - Estoy aquí con Alisa. (Alisa, es tu madre) - Menos mal, te llamaba por eso. Me han llamado de la guardería, que Laurita sigue allí porque Javier no ha ido a recogerla, ni Javier ni yo claro, que me acabo de enterar. - ¿Qué ha pasado? 49 - Pues no lo sé, he llamado a casa y Javier no lo coge, y luego te he llamado a ti, para ver si podías ir a por Laurita y Alisa, pero ya veo que Alisa está muy espabilada. - Ha ido Luis a por ella. (¡Pero yo ya estaba viniendo!) - Voy a abrigar otra vez a los peques y nos vamos a por Laurita. Y te paso a tu hija, que la tienes con una llorera… - ¡Mama! - Alisa, menudo susto te has dado, ¿verdad? Y con el frío que hace,.... ¿cuanto rato has estado esperando? - ¿Les ha dado un patatús a los abuelos? - No – María se ríe - ¿quién te ha hablado a ti de patatuses? - La abuela, por el patatús que le dio a la tía Pepa. - ¡Pero si eso fue hace un mes! Además ahora la tía está estupenda, comiendo pasteles todo el día, como siempre. - ¿Entonces por qué no ha venido papá a buscarme al cole?, ¿por qué no está en casa?. - Seguramente os habréis cruzado, se habrá retrasado por algo y habrá decidido ir a por ti antes que a por tu hermana, luego claro, no te habrá encontrado en la puerta del colegio y estará dando vueltas por el barrio, buscándote. Ya le estoy viendo…Y mientras, Laurita sin recoger. Le va a caer una buena a tu padre cuando lleguemos a casa. Pero ahora tú lo que tienes que hacer es acompañar a Dita a la guardería a por tu hermana, que a Laurita le va a hacer ilusión ver que tú la vas a recoger. Yo 50 voy a coger un taxi desde la universidad así que dentro de nada también estoy allí, ¿vale? - Sí. - Entonces dile a Dita que se ponga otra vez. Las dos madres, ahora a solas porque Alisa ha ido a ponerse el abrigo, se cuentan en susurros sus preocupaciones, sobre todo María, que ya se le ha disparado la imaginación. Aunque la verdad es que no le parece muy inverosímil la historia que le ha contado a su hija, la de Javier angustiado por el barrio, buscando a su hija perdida sin darse cuenta de la hora que es y sin pensar por un momento que las chicas de la guardería se tienen que ir a su casa. Alisa está en la cocina, más tranquila, empezando a comerse el bocadillo de nocilla mientras se pone el abrigo. Luis también coge el abrigo, claro, menuda tarde más animada que lleva. - Tú te tienes que quedar Luis – le dice su madre, que ya ha terminado de hablar por teléfono. - ¿Pero por qué?, yo quiero ir. - Porque no vaya a ser que Javier ande por el barrio buscando a Alisa como un loco, por fin se le ocurra venir aquí y resulte que no haya nadie. Así que Luis se queda en casa, con la cocina llena de migas de pan y las manos manchadas de nocilla, mirando otra vez por la ventana. El arenal está ahora lleno de mayores que han vuelto de la tienda de deportes con un balón nuevo y duro, qué miedo. Y qué valiente su madre, 51 que pasa por allí con Alisa y sus hermanos, haciendo que todos se paren, sin mirar a los lados ni al balón. 52 3. La nube - lunes 13 de Junio de 1994 Ha sido un día muy largo y muy caluroso. Ya a las ocho y cuarto de la mañana, cuando dejó a Alisa en la puerta de la facultad de Filosofía y Letras de la Autónoma, Javier miró el termómetro del coche y se asustó: treinta grados. Qué mala suerte tener que hacer exámenes con tanto calor, y encima tres el mismo día. A Javier, que cuando entró en Arquitectura no pidieron nota de corte, le parece un absurdo esto de la selectividad, que en tres días te juegues el estudiar o no estudiar lo que te gusta es una estupidez. Alisa le da la razón, “sí, no tiene sentido, ¿pero qué quieres que haga?”, así qué se bajó del coche y entró, un poco perdida, en la facultad. El primer examen, el de matemáticas, y después física y biología. Ya le han dicho los profesores del instituto que el primer día es el más difícil, porque además de que hay más exámenes una se suele poner más nerviosa. Claro que a ella no le hacía falta que le dijesen nada, el primer día es el más difícil simplemente porque están las matemáticas. A las seis de la tarde Alisa entra en casa mareada y sedienta, y es que aunque su padre insistió en que podía ir a recogerla a la Autónoma ella ha preferido volverse con 53 los amigos de clase, que casi todos viven en el barrio. Primero han cogido el cercanías, luego el metro y al final el autobús, más de una hora de pie hablando de lo mismo, comparando las respuestas y angustiándose los unos a las otras. Alisa, a mitad de camino, empezó a marearse y pensó que había sido tonta por haberle dicho que no a su padre. Habría vuelto a casa en el coche nuevo y con el aire acondicionado. Escuchando pasodobles, eso sí, que ya está un poco harta, pero habría merecido la pena. Al entrar en casa sólo se oye un ruido, el ventilador del salón enchufando directamente a la calva de su padre que se ha quedado dormido leyendo el periódico. Alisa se quita los zapatos en la entrada para no hacer ruido, entra en la cocina y se bebe un cartón entero de zumo de naranja. Se sienta en la mesa y cierra los ojos. Ya queda menos, dos días más y empieza el verano. Ha estudiado más que nunca porque quiere hacer medicina y para eso necesita un ocho. Y es que aunque el año pasado la nota de corte fue mas baja ella se ha puesto el ocho como meta, el ocho por si acaso. Porque ella quiere estudiar medicina de todas todas. Descalza, con el mareo bajándole poco a poco y los pies ahora también encima de la mesa mira un poco hacia adentro e intenta acordarse, ¿desde cuándo quiero estudiar medicina? Sus padres siempre cuentan las mismas anécdotas: las pastillas que le daba al perro a escondidas, pastillas y jarabes, todo lo que pillaba, que es un milagro que el pobre Bala viviese tantos años. También es famoso aquel año en que pidió de regalo de reyes un fonendo. Nada más que un fonendo. Y su hermana, que acababa de aprender a escribir, rellenó una cuartilla entera con nombres de regalos, y los que no sabía escribir los dibujaba. La verdad es que eso tuvo que haber sido hace mucho, porque si su hermana estaba aprendiendo a escribir no tendría más de cinco o seis años, así que ella nueve o diez. Una canija y ya quería ser médico, le encantaría abrir una ventanita en el tiempo y verse, una 54 niña con diadema y vestidito con el fonendo puesto una semana, que la maestra tuvo que llamarle la atención a sus padres y todo. Pero también se acuerda de antes, de cuando todavía no quería ser médico. Son recuerdos bastante más lejanos: quería ser futbolista. La misma niña con diadema y vestidito pero ahora en los patios de al lado de su casa, en ese rato de tarde que iba de la merienda a la bañera, jugando con sus amigas a la goma, a la comba, o simplemente sentadas, cambiando hojitas de colores e inventándose cosas. Ella miraba siempre de reojo a los niños, que se pasaban la tarde jugando al fútbol y nada más, quería jugar pero no se atrevía. Primero futbolista, luego médico, la verdad es que no está mal el cambio pero ¿cuándo fue? No se acuerda, hace un poco de memoria y se levanta a por otro cartón de zumo. Quizás es que jugó un día al fútbol y se desencantó, ¿pero llegó a jugar?, no se acuerda, cree que no. Bueno, qué más da, otro día le vendrá la idea a la cabeza. Ahora se le ocurre ir a ver si Laura también esta dormida, despertarla y hablarle de los exámenes que ha hecho. No está, aunque el que duerme a los pies de su cama en una cestita de mimbre es Tritón, el cachorro que le han regalado hace dos meses. Así que con cuidado de no despertarlo, que en cuanto abre un ojo no hay quién lo pare, Alisa se va al salón, le roba el periódico a su padre y se sienta. Javier, que ahora le ha dado la manía de subrayar con un lápiz el periódico, se ha quedado dormido con las gafas puestas. Otra vez, luego se le caerán y dirá que las ha perdido, como siempre. Alisa se levanta, se acerca con cuidado para quitárselas y se queda embobada con las arrugas que tiene alrededor de los ojos y en la frente. No son muchas, y comparadas con las del abuelo Benito se podría decir que eso no son 55 arrugas. Pero sí que son, y ella se acuerda de cuando no las tenía. Se acuerda, recuerda, y de repente lo ve todo claro: ¡su padre!, eso es de lo que estaba intentando acordarse, fue por culpa de su padre que le entraron las ganas de ser médico. Fue hace mucho tiempo, quizás tenía siete u ocho años, y hacía mucho frío. Su padre no vino ese día a buscarla a la salida del colegio y eso era algo que nunca había pasado antes. Poco a poco se fue quedando sola en la puerta del colegio, el viento movía las bolsas de plástico de un lado para otro y ella se escondía cada vez más adentro de su pequeño abrigo verde. Porque está segura de que entonces ya tenía el abrigo verde, ese que luego usó tanto y que no se rompía nunca, tan bonito. De las pocas cosas que Laura no ha protestado por heredar. Después de un rato decidió irse a casa de Antón y Dita, a casa de Luis. Y Luis, que se pasaba las tardes mirando por la ventana, la había visto sola en la puerta del colegio y había salido a buscarla. Qué gracia, le cuesta imaginarse a Luis de pequeño, y es que como le ha visto tanto, hasta esta misma mañana en la selectividad, parece que las nuevas imágenes borrasen a las viejas. Pero no, ahí siguen. Luis corriendo hacia ella a través del arenal, Luis asustándose cuando ella le cogió la mano del miedo que tenía. Aquella tarde la pasó entera en casa de Luis, fueron a recoger a Laura a la guardería y Alisa recuerda que al volver ella esperaba que su padre hubiese aparecido ya, perdido de tanto buscarla. Y si no su padre al menos su madre, para que le contase y tranquilizase. Pero su madre tampoco llegaba, sólo llamaba por teléfono y hablaba un poco con ella, le decía que su padre estaba bien, en el hospital pero bien. Lo malo es que luego hablaba con Dita, que se encerraba en el salón y no salía en un buen rato. Alisa oía el teléfono marcar, Dita que llamaba a más gente, ¿a quiénes?, ¿qué estaba pasando? 56 Después del baño y la cena, cuando les dijeron que tenían que irse a la cama, a ella le entró una llorera enorme. No quería quedarse allí, así sin saber nada. Antón, que era el que les estaba acostando la sacó de la habitación y le dijo que si no quería dormir allí no pasaba nada, que él la llevaría al hospital con sus padres, pero que dejase de llorar. Su padre estaba bien, un poco asustado como ella, pero bien. - Además si no paras de llorar - le dijo al salir de la habitación- se van a poner a llorar Ana, David y Laurita, que lo de llorar es contagioso, e incluso Luis, que aunque dice que él ya no llora eso no se lo cree nadie. Dita, que estaba en la cocina, se fue hacia el cuarto para seguir acostando a los demás mientras ella y Antón se ponían el abrigo: - No te pongas la bufanda ni el gorro que vamos en coche. Antón la tranquilizaba, siempre lo había hecho. La peinó y le seco las lágrimas. - Para que tu padre te vea guapa. Después bajaron a la calle y subieron a la furgoneta roja, la misma que ha seguido usando hasta hace bien poco, hasta el día en que salió ardiendo el motor y se enteró todo el barrio. Además del frío había bajado mucha niebla y al llegar a la puerta del hospital parecía que estaban dentro de una película de miedo. Antón preguntó en recepción y estuvo un buen rato discutiendo hasta que consiguió que dejasen pasar también a la niña. Luego subieron a la habitación donde estaba su padre y por fin le vio. Él estaba sonriente pero cansado, la pidió perdón por no haber ido esta tarde al cole. 57 Alisa recuerda que le preguntó a su padre si es que le había dado un patatús, porque para ella por aquel entonces cuando alguien se ponía muy malo era que le había dado un patatús. Y Javier se empezó a reir. Después le explicaron que aún no se sabía muy bien lo que le había pasado, pero que sí, que le había dado una especie de patatús. Más tarde, cuando su madre creía que ella estaba dormida oyó que le contaba a Antón que los médicos no sabían si tendría la enfermedad del aceite de colza así que tenían que hacerle pruebas. El aceite de colza, la enfermedad de la tele. Todas las noches, desde que Laura y ella empezaron a cenar a la misma hora que sus padres, Alisa veía las noticias de las nueve. Y todas las noches desde hacía mucho tiempo, para ella casi incontable, hablaban en las noticias de la misteriosa enfermedad que le entraba a la gente por culpa de un aceite, el de colza. Pero ellos no tenían que tener miedo, decía su madre, porque en casa siempre usaban aceite de oliva y en el comedor del colegio de girasol, que ya lo había preguntado. Su madre comía todos los días en la universidad, precisamente donde se estudiaba lo que pasaba con el aceite, y también lo había preguntado: de girasol. Y para las ensaladas, de oliva. Pero, ¿y Javier, qué? Él comía en casa porque llegaba pronto del instituto, como muy tarde a las tres y media. - Ya, pero qué comerás tú por ahí a media mañana… –se quejaba siempre María. Y es que a su padre, cuando no le toca guardia de patio aprovecha el recreo en el instituto para visitar los bares del barrio. Un café y una pulga de jamón, un montadito de lomo, un pincho de tortilla…Dice que lo hace porque le gusta leer el periódico en los bares y no va a sentarse sin pedir nada, pero ahora que han pasado unos años y 58 comparten los mismos bares y el mismo recreo Alisa ya le ha pillado unas cuantas veces con la tortilla en la boca y sin periódico cerca. El periódico ahora se lo lee por la tarde, piensa Alisa. Se queda dormido en el sofá y pierde las gafas. Ahora que no nos tiene que ir a buscar al cole ni bañarnos ni preparar la merienda tiene toda la tarde para él. Y se duerme. Alisa le mira otra vez y le sube una cosa por el estómago, qué tontería, será lo de hacer la selectividad, que la hace sentirse un poco mayor por primera vez. Hace cálculos de cuando pasó lo de su padre y al final llega a una fecha: enero o febrero del 82. Porque hacía mucho frío así que era invierno, además el abrigo verde, que se lo habían traído los Reyes Magos, estaba muy nuevo, así que era después de Navidad, y lo más importante, porque el día en que su padre salió por fin del hospital les trajo de regalo, a su hermana y a ella, dos camisetas con Naranjito, esas que se pusieron mil veces y todavía siguen en algún cajón. Y el año del mundial de fútbol fue el 82, de eso sí que se acuerda. De lo de la colza no tanto, sabe que fue cuando ella era pequeña y que duró mucho tiempo en la tele, pero no podría decir el año. Cuando se despierte se lo preguntará a su padre, aunque a lo mejor él tampoco se acuerda. Aquel primer día en el hospital su madre y Antón le preguntaban y su padre se defendía: no había comido nada frito, solo boquerones en vinagre. - Ya, pero qué más da lo que hayas comido hoy – María, como siempre, se movía rápido mientras hablaba y pensaba - A ver, ¿a qué bar vas últimamente?, que hablo con Amparo, la que trabaja en el Ayuntamiento, y les metemos una inspección que se caen de culo. 59 - La verdad es que a ninguno en concreto, voy cambiando. - Lo que faltaba, con el cuidado que hay que tener ahora con los aceites y tú probando bares. - ¡Pero si eran boquerones en vinagre! - ¿Te tomas el café con boquerones en vinagre? – preguntó Antón - A veces, pero normalmente con un pincho de tortilla o un montadito de lomo. - Pues ya está, cosas fritas. Javier eres un inconsciente. Javier un inconsciente, y María diciéndoselo a voces. Alisa era la única que no decía nada y daba vueltas, cansadísima porque era muy tarde pero mucho más tranquila ahora que había visto a su padre. Una enfermera pasó por allí, la vio quedándose dormida en la pared y se acerco a ella. Le preguntó si quería irse a dormir a uno de los cuartos de la planta donde había un sofá muy cómodo. Alisa, con lo tímida que era para esas cosas no supo qué decirle pero María le dio las gracias y le dijo a su hija que aprovechase y se fuese a dormir, que luego ella la llevaría a casa. Es increíble lo claro que lo recuerda todo, y eso que muchas veces la memoria parece que no sirve para nada, que se llena enseguida con un par de temas de biología. Pero ahora que Alisa ha escarbado un poco, los recuerdos siguen ahí, y también las sensaciones: el frío, el miedo, la tranquilidad, la cama suave, el olor a frutas del pelo de la enfermera…La rescató de la riña entre sus padres y le contó que siempre pasaba lo mismo, que los padres discuten en el hospital porque se quieren mucho y tienen 60 miedo que le pase algo al otro. Le dijo que su padre estaba bien, que ella estaba segura. A los pocos días, después de bastantes análisis y pruebas, Javier salió del hospital contento y tranquilo, había tenido una neumonía pero ya estaba curada, y nada que ver con la enfermedad de la colza. Le dieron el alta un martes por la mañana, justo una semana después del día que se puso malo, y pensó que daría una buena sorpresa a sus hijas si las iba a buscar al colegio y a la guardería. Ese día Alisa salió la última de la clase, como siempre, y Luis abajo esperándola nervioso, mirando el reloj y haciendo un último cambio, un tachón más en la lista con los cromos que le faltaban. Desde que Javier estaba ingresado Alisa se iba todas las tardes con él, cruzaban el arenal y ya estaban en casa, preparándose los bocadillos de nocilla. Alisa se levanta del sofá y se pone a buscar unas fotos en los álbumes que hay en el armario del salón. Están demasiado descolocados y no pone fecha en ninguno pero no tiene prisa, sólo quiere encontrar una foto que le ha venido de repente a la cabeza, su hermana y ella estrenando las camisetas de Naranjito y su padre detrás con una tarta de chocolate entre los brazos. Es del día en que salió del hospital, cuando fue a recogerla por sorpresa al colegio con las camisetas envueltas en un paquete naranja. - ¿Qué es ese paquete papá?, ¿es una tarta? - No, es otra cosa. Y se pararon a abrirlo en un banco de camino a casa, Laura enfurruñada, queriéndose poner la camiseta nueva por encima del abrigo, y su padre que no, que la vas a dar de sí. También estaba Luis por allí, que como en principio se iba a ir con Alisa y ya se había hecho a la idea, cuando 61 llego Javier a recogerla decidió irse a pasar la tarde con ellos. Luis no se olvidará nunca de aquella tarde porque Javier, como no tenía camiseta para él, le compró cuarenta sobres de cromos. ¡Cuarenta sobres a la vez!, para él que siempre se los iba comprando de tres en tres o cinco en cinco…Luego pasaron por una pastelería y compraron la tarta de chocolate. A Javier no se le había ocurrido pero su hija tenía razón, el paquete de las camisetas tenía forma de tarta. La foto está bastante sobada y Alisa se pregunta en que carpeta o cajón estarán los negativos. Aún así, sobada y todo, le encanta. En la foto, detrás de ellas y de su padre se puede ver una esquina de la mesa del salón, la esquina donde ella se sentaba a dibujar. En esa época Alisa hacía dibujos todo el rato, acababa de descubrir que cuando mezclas dos colores sale otro y esa revelación la tenía el día entero allí sentada. Luego se le pasó la emoción y la verdad que es una pena, piensa. En la foto la esquina de la mesa sale demasiado pequeña como para poder distinguir algo pero no hace falta, Alisa sólo ha necesitado ver ese poquito para acordarse de qué dibujos había sobre la mesa. Dibujos de médicos, bueno, más bien de médicas, ¿se dice así, médicas? Y es que durante toda la semana que su padre había pasado en el hospital ella no había pintado otra cosa más que doctoras con bata blanca. Doctoras haciendo todo tipo de cosas pero siempre con la bata puesta: montando en bicicleta, sacando a pasear a un gato, subidas encima de un avión, poniendo inyecciones a señores y a camellos, haciendo la comida…Su madre le decía que ya estaba bien de dibujar siempre lo mismo, doctoras y más doctoras. María no se daba cuenta de que todas tenían la misma cara, que todas querían parecerse a la enfermera que había cuidado de su hija en el hospital. 62 Alisa no sabía que la enfermera era una enfermera. Como estaba trabajando en el hospital para ella era una doctora, o una médica, que siempre se hacía un lío con esas dos palabras. Pero lo importante es que se quedó dormida y feliz mientras ella le contaba cosas y a la mañana siguiente se despertó por arte de magia en casa de los abuelos. Desayunó con ellos y luego el abuelo la llevo al colegio cruzando el barrio de la mano, porque lo abuelos también vivían en el barrio pero ya casi al final, donde las casas se acababan y empezaban los descampados. Por el camino, haciendo de maestra, Alisa le contaba a su abuelo punto por punto todo lo que había pasado el día anterior. Después de comer dos trozos de tarta, con la camiseta puesta – y manchada ya de chocolate- Alisa le enseño a su padre los dibujos de doctoras que había hecho mientras él estaba en el hospital. - ¡Esa es Ana! – Javier la reconoce en los dibujos de su hija - la enfermera de por las noches. Pero Ana no es doctora. María llevaba toda la semana viendo los dibujos de doctoras que hacía su hija y no se explicaba cómo no se había dado cuenta de que todas las doctoras tenían la misma cara. Y pensó en los quebraderos de cabeza y malas noches que se habría ahorrado si ella también se hubiese dejado tranquilizar por la enfermera Ana. Esa misma noche, al irse a la cama con la tripa llena de tarta y los dibujos de la enfermera Ana guardados en una carpeta, Alisa acabó de dar forma a la idea que llevaba dando vueltas en su cabeza toda la semana: de mayor quería ser médico. Y no importaba mucho que Ana fuese enfermera y no médica. Ella llevaba una semana entera imaginándola y dibujándola médica así que médica se 63 quedaba: la doctora Ana y la doctora Alisa. Por un momento se le hicieron muy cortos todos los años que tendrían que pasar hasta que llegase ese día. Tenía que acabar el colegio, que todavía iba por segundo, ir al instituto a que le diese clase su padre y luego a la universidad a que se la diese su madre. Y es que por aquel entonces Alisa todavía imaginaba el instituto y la universidad como un colegio para los mayores y los muy mayores, así que en el instituto, en lugar de tener de maestra a Doña Sol, tendría a su padre, y en la universidad a su madre. No caía en la cuenta, para qué, de que su padre sólo daba clase de dibujo y de física y su madre de química orgánica. Alisa está un poco mareada, atontada, nunca antes había recordado algo con tanta intensidad, ¡con diálogos incluidos! Tiene la impresión de que su cabeza corre a mil por hora y también que esto es sólo el principio. <<Será por haber estudiado tanto, que se me han engrasado las neuronas>>. Al cerrar los ojos las imágenes y las voces se le aparecen una tras otra y no sólo de aquel día en que decidió que de mayor quería ser médico, sino también de después, de todos los años intermedios, imágenes y conversaciones. Al mismo tiempo, como si su cabeza hubiese ensanchado hasta alcanzar el tamaño de la de un elefante, se le aparecen fórmulas y ecuaciones, mitocondrias y bacterias, el ciclo de Krebs, tablas de derivadas, las leyes de la termodinámica y sus problemas relacionados. Todo junto pero no revuelto, avanzando y relampagueando en su cabeza, que se ha convertido una autopista de cien carriles. Al cabo de un rato, el barullo se detiene y se queda dormida, justo antes, un pensamiento rebota antes de desvanecerse: <<por el miedo que pasé y lo bien que me trató una enfermera decidí un día que de mayor quería ser medico, ¿pero de verdad quiero ser médico?>>. 64 Javier se despierta con un gruñido, es Tritón, que ya se ha despertado de la siesta. Y pensándolo bien no es un gruñido, Tritón está estornudando porque está intentando comerse el polen que trae Alisa en los bajos de los pantalones. Javier al abrir el ojo ha visto a su hija sentada al lado suyo, durmiendo, y no quiere despertarla pero ella también ha oído los estornudos del cachorro, que tiene una bola de polen taponándole el hocico y otra enredada entre los dientes. - Alisa, con la manía esa que tienes de ir arrastrando los pantalones, te traes a casa todo el polen del barrio, aunque mejor esto que el barro que traes en invierno. - No papa, si no es polen del barrio, es de la autónoma, que no veas cómo estaba aquello. - ¡Es verdad!, estoy todavía dormido, ¿Qué tal ha ido? Y mientras se pelea con Tritón para quitarle las bolas de polen Alisa le cuenta a su padre que física bien, biología muy bien y matemáticas como siempre, muy contenta con lo que había hecho, pero nada - ¿Cómo que pero nada? - Pues que los resultados no me coinciden con los de los listos. - ¿Listos? ¡Pero si eres tú la lista! (***) Tres meses después, en el campus de Ciudad Universitaria, Tritón corre emocionado entre tanto árbol nuevo mientras Alisa hace cola para matricularse. Su padre también ha venido y la espera sentado en un banco a la sombra de una estatua, con un ojo en el periódico y otro 65 en Tritón, que nunca se sabe. El tercer ojo lo tiene allá en el fin del tiempo, que fue más o menos hace veinticinco años, cuando vino a Madrid a matricularse en la universidad, con una maleta cuadrada y gafas de pasta, tan ingenuo y alucinado que parece mentira que sobreviviese en la ciudad. Él lo tenía muy claro, quería ser arquitecto, y como en su época no había que pelearse por un cero coma sino que te matriculabas donde querías, pues poquito a poco se hizo arquitecto. Alisa en cambio había peleado por el ocho como una fiera, tanto que llevaban dos años en casa que en todas las cenas se hablaba del ocho…Y al final ocho con tres, qué tranquilidad. La niña no había bajado del siete y en matemáticas un diez, vamos, que podía estudiar medicina. Pero no. Después de diez años comprándose fonendos de juguete y dándole pastillas a Tritón a escondidas Alisa saca un diez en las matemáticas de la selectividad y decide que no ha sido una casualidad. Así que coge su ocho con tres delicadamente y en lugar de matricularse en medicina lo hace en matemáticas. A su padre, mira por donde, no le ha sorprendido mucho, quizás es por los pasodobles que escucha, que le tienen preparado para todo. Sentado debajo de la estatua y con el tercer ojo mareado de tantas vueltas, trata de imaginarse el futuro de su hija pero nada, está tan borroso como el suyo propio. Así que tendrá que hacer lo de siempre, esperar y ver, aunque si puede ser con aperitivos en la terraza, pues mejor. A Luis sin embargo no le ha parecido tan bien la idea. - Mira Luis, no me vuelvas a decir que la estoy cagando porque está decidido. Vamos, que ya estoy matriculada y todo. Lo he visto muy claro: en el instituto siempre se me han dado mal las matemáticas, vale, se me daban mal pero yo siempre tenía la sensación de que sabía hacer las cosas. Acuérdate que te lo decía. 66 - Sí claro, cuando a la Gurba el resultado le daba 20 a ti te daba 5, y aún así seguías discutiendo: “pues yo creo que mi manera también vale”. - Siempre nos han dicho que se pueden hacer los ejercicios de diferentes maneras. - Sí joder, pero llegando al mismo resultado. - Pues no veo porqué. - Tía que te vas a meter a Matemáticas, no me digas eso que me asustas. - Me da mucha confianza lo de la selectividad, ¿tú crees que si no tuviese ni idea, que es lo que dice la tonta de la Gurba, habría sacado un diez? Y es no sólo eso, es que el pesao de Alex, siempre tan perfecto que tiene enamorada a la Gurba, ha sacado un dos. ¡Un dos! Y yo un diez. Conclusión: la Gurba me tenía manía y además no tiene ni idea de matemáticas. Que ya me lo decía mi madre… - El qué. - Pues que hay una gente por ahí dando clase en los institutos que así llegan luego los chicos a la universidad. - Mira Alisa no te lo tomes a mal pero tu madre a veces se pasa un poco, que cada día está mas borde y más seca. Y no me mires así, eres tú la que lo dices siempre. ¿Quieres que te cuente lo que ha pasado en realidad? Y es que Luis tiene la imaginación cada día más en forma y acaba de encontrar una nueva explicación para el diez de Alisa. Tan cristalina que sólo puede ser verdad. 67 - Dime una cosa, ¿tú qué hiciste la tarde después del examen de matemáticas?, vinimos juntos de la Autónoma y luego te fuiste a tu casa, ¿no? - Sí, estuve un rato hablando con mi padre y después baje a Tritón al arenal. - Y te relajaste. - Claro que me relajé, tenía la cabeza como un bombo después de los tres exámenes. Y me vino bastante bien porque así pude repasar luego un rato los del día siguiente. - Yo también tuve mi rato de relax, me metí en la bañera con cuatro comics de Asterix y volví a los seis años. - A los seis no, a los seis nos bañábamos juntos. - Es verdad, es a los ocho o nueve cuando me bañaba con Asterix. - Me cambiaste por Asterix, muy fuerte. - No, a quien cambié por Asterix fue a mis hermanos, que no paraban de gritar y de pegarse en el agua. Pero no me líes, lo que quiero decirte es que después de los exámenes del primer día de selectividad todos tuvimos nuestro momento de relax, aunque no quisiésemos. - Quizás alguien no. - Tengo una teoría. Cuando Luis dice tengo una teoría sólo significa que se le acaba de ocurrir algo. Eso Alisa lo sabe de sobra. Esta ocurrencia en concreto empezó hace unos minutos, cuando una nube grande y densa les ocultó el sol de repente. Luis 68 miró al cielo para ver qué había pasado y la vio allí, una gran nube llegada de ninguna parte. Entonces se acordó de algo que pensó el día del Asterix en la bañera, cuando se relajaba de los exámenes de selectividad. Aquel día, rodeado de las sales de baño que le había robado a su madre empezó a hundirse poco a poco en el agua y dejó el Asterix apoyado en la tapa del water. Mientras cerraba los ojos y se le llenaba el pelo de espuma Luis notaba, y no eran imaginaciones, cómo todo lo que había estudiado para los exámenes de ese día se le empezaba a ir de la cabeza. Entre el pelo y la espuma le salían hilos de pensamientos: fórmulas de física, las tablas de las derivadas, una clasificación de las células,.... Y eso, mezclado con la humedad y el vaho que se forma en un cuarto de baño pequeño cuando llevas un rato en la bañera, le llevó a imaginar que todo lo que salía de su cabeza iba formando una nube de pensamientos, parecida a la del vapor de agua, pero invisible. - Y esa nube que mi cabeza soltó aquel día salió luego a la calle por la ventana de mi cuarto y fue a juntarse con las nubes que salían de otras cabezas, por ejemplo de la tuya, que dices que estuviste en el arenal sacando a pasear a Tritón. Alisa, que ya se conocía las historias de Luis, le propuso comprar un helado e ir a pasear al parque. Ahora que una nube enorme había tapado el sol y que empezaba a oler a humedad se podía pasear mejor que con el calor que había hecho todo el día. - ¿Quieres entrar al parque con la tormenta que va a caer? - Si se pone a llover nos metemos en la cafetería del parque. Y sigue contándome, a ver qué se te ha ocurrido hoy. 69 Pero Luis a estas alturas ya no se estaba imaginando una historia sino que la veía toda entera delante de sus ojos. Veía el pequeño salón de la casa de Antonio, profesor de matemáticas en un instituto de Villalba. Era una noche de tormenta como lo va a ser esta, pero en junio en lugar de en septiembre. Era concretamente la noche de San Juan y los papeles y los periódicos volaban por la habitación como en un vals de Sisí. Encima de la mesa, en la estantería, entre los sofás y los libros, se divertían unos cuantos exámenes. Antonio, sin saber nada de esto, se entretenía en la cocina tomándose un café y leyendo el periódico. Alargaba el café como si fuese una primera cita y cualquier noticia era interesante, hasta los índices de la bolsa. Todo menos volver al salón. Y los exámenes mientras tanto volando, divertidos con la que cara puso Antonio al abrir la puerta y notar de golpe toda al corriente en la cara, el aire eléctrico y feliz, los papeles por el aire y en la calle petardos mezclados con truenos. Dijo “mierda” muy cuidadosamente para no despertar a su mujer y a su niña, cerró la ventana y se puso a recoger como un zombi, deseando acabar ya, olvidarse de los alumnos e irse pronto de vacaciones. A cualquier sitio, quizás a Galicia con la niña, a dar paseos por el monte mientras le daban o no le daban las vacaciones a su mujer. - Le quedaban diez exámenes, quizás los nuestros - le dijo Luis a Alisa - y mientras él se peleaba con el sueño y el aburrimiento por acabar de corregirlos nosotros estábamos celebrando que llegaban las vacaciones en el arenal, tirando petardos y bebiendo calimocho. Antonio, que es muy meticuloso, ya había ordenado todos los exámenes y le había dado tiempo a corregir tres, sólo uno aprobado, cuando un golpe de viento abrió otra vez ventana. Salto de la silla y la cerro de golpe. Se quedó como atontado y se enfadó consigo mismo por haberla cerrado mal, pero le 70 duró poco el enfado porque delante de él había un examen fantástico, brillante. Estaba impresionado y contento, vamos, que si hubiese sido un dibujo animado le habrían salido estrellitas por los ojos. Antonio no sabía que ese examen era el tuyo Alisa, que para entonces ya te habías cansado de calimocho y dormías abrazada a Tritón. No era el primer diez que ponía, que va, pero nunca había puesto uno así, con tanto entusiasmo. En aquel examen todo era perfecto, estaba escrito punto por punto como él lo habría escrito, y Antonio, muy poco modesto, no dudo en ponerse un diez a sí mismo. Tan contento estaba que sin saber por qué le dieron ganas de cantar pasodobles y se salió a bailar solo a la terraza, como hace tu padre. Seguían oyéndose los petardos de San Juan pero ahora eran todos para él, que estaba tontamente feliz. Claro que lo que Antonio no sabía es que no era él quien había corregido el examen sino tú Alisa. Porque unos días antes, cuando yo me arrugaba en la bañera con Asterix y tú sacabas a pasear a Tritón por el arenal, de tu cabeza escapó una nube de pensamientos como la mía, en ella soltaste las matemáticas, la física y la biología y volviste a casa mucho mas relajada, ¿a que sí? - Sí, me acuerdo de que esa tarde día la cabeza me iba a mil por hora, una locura, estuve hablando un rato con mi padre en el salón y me dijo que sacase a pasear a Tritón para despejarme un poco. - Y os fuisteis al arenal, qué suerte. Como la soltaste al aire libre tu nube de pensamientos viajó mas lejos que la mía. Estuvo volando varios días por el cielo de Madrid y luego decidió irse para el norte. Llegó a Villalba la noche de San Juan, y quizás pensaba seguir subiendo, conocer Galicia y perderse en el mar o entre las brumas de las meigas, pero no. Tu nube, asustada por los petardos y por la tormenta, eléctrica de miedo, encontró una ventana encendida en mitad de la madrugada, la empujó con fuerza 71 y consiguió abrirla. Antonio pensó que se trataba de un golpe de viento, y es verdad que viento también entró, no sólo tu nube, pero el viento desapareció cuando él cerró la ventana. Sin embargo tu nube, es decir, tus matemáticas, tu física y tu biología se quedaron allí dentro. Imagínate. - Lo intento. - Las matemáticas de la nube se quedaron en el salón, encantadas de haber encontrado un ambiente tan propicio, mientras tanto, la física y la biología se pusieron a buscar por la casa otros sitios donde meterse. También tuvieron suerte porque se encontraron con una mujer y una niña dormidas, y no hay nada mejor para una nube de pensamientos que alguien dormido e indefenso. Así que mientras su mujer veía mitocondrias en patines y su hija de tres años soñaba con las leyes de la termodinámica a Antonio se le llenó la cabeza con tus matemáticas. - Justo en el momento en que mi exámen era el siguiente por corregir…., no me digas más Luis, ahora entiendo lo de mi diez, vaya si tuve suerte. - Que no tía, que no fue suerte sino optimismo. Porque aunque habías hecho todos los ejercicios mal estabas convencida de haberlos hecho estupendamente, como siempre. Así que cuando Antonio se convirtió en ti por un rato, se contagió de ese optimismo y de ahí la terraza, los pasodobles y el diez con mayúsculas. Lástima que el siguiente examen que le tocó corregir fuese el mío, que como nunca me coinciden los resultados con los tuyos Antonio estuvo a punto de ponerme un cero. Luego le debí de dar un poco de pena y me puso el dos ese con el que me he quedado. Los truenos se oyen cada vez mas cerca y ya empiezan a caer las primeras gotas. La tormenta les ha pillado lejos 72 de la cafetería del parque así que deciden salir de allí y volver al barrio. Un rayo enorme cruza el cielo y al momento le sigue un trueno de esos que asustan. Parece la señal de salida para que se ponga a llover de verdad, la primera lluvia de septiembre, esa que pilla a todo el mundo sin paraguas. Ellos empiezan a correr hacia casa de Luis, que es la que está mas cerca, cruzan el arenal desierto y suben las escaleras empapados en agua. Antes de abrir la puerta ya se oye la música que hay dentro de la casa. - Es mi hermano –dice Luis- hace poco ha descubierto los discos de los Rolling de mis padres. Entran y se encuentran con David arreglando la televisión del salón, hay un montón de piezas por el suelo y las dos cajas de herramientas de Antón están abiertas. David se levanta para darle dos besos a Alisa y se pone otra vez con la televisión. Luis baja un poco la música, se quita la camiseta y se va a su cuarto a rebuscar en el armario. - Te puedo dejar ropa mía pero quizás te esté un poco grande. Y la de mi hermana creo que también. - ¿Y si cojo algo de tu madre?, ¿te parece mal? - No, tú misma. Pasa a su cuarto, su armario es el de la izquierda. Alisa abre el armario de Dita y es mejor de lo que se imaginaba. Está acostumbrada al de su madre, que cada vez tiene menos cosas porque le entran neuras y lo tira todo. Dita sin embargo tiene guardadas cosas de hace mucho tiempo, parece que no tirase nada. En un lado está la ropa que usa últimamente, que a Alisa le suena de verla 73 con ella puesta, vaqueros, camisetas y jerséis, también alguna camisa más elegante. - ¿Alisa, quieres un café?, al final no nos lo hemos tomado en el parque. - Vale, y me apetece también un bocadillo de nocilla. - Pues no se si queda. - ¿En serio? Y mientras Luis, que ya se ha puesto ropa seca, rebusca en la despensa una nocilla decente, ella sigue dándole vueltas al armario de Dita. Ahora esta mirando en la otra zona, la de la ropa antigua, que lo primero que llama la atención es que tiene muchos más colores que la nueva, además es una o dos tallas mas pequeña, es decir, la talla de Alisa. Ha encontrado unos vaqueros que le quedan bastante bien y una camiseta roja con una flor bordada en un hombro, y ya está a punto de irse para la cocina cuando ve las faldas. A la derecha del todo del armario, detrás de dos abrigos feísimos, hay colgadas unas cuantas faldas que nunca le ha visto puestas a Dita, que la verdad es que si le tienen que recordar a alguien le recuerdan a su madre, a las fotos de cuando ella era pequeña o incluso de antes. Las fotos de Alemania, por ejemplo, su madre llevaba faldas así cuando estuvo en Alemania. Al menos al principio, porque luego se le empezó a notar más el embarazo y llevaba otro tipo de ropa. Después de un buen rato pensándoselo, con Luis llamándola ya para el café y el bocadillo, Alisa decide ponerse una falda y le cuesta bastante decidirse porque ella nunca ha llevado faldas. Bueno sí, de pequeña cuando era una niña de diadema y vestidito. Pero después de los diez años nada. Elige una que no es sólo que le recuerde a 74 las de su madre sino que está segura que se la ha visto puesta en una de las fotos de Berlín, en una foto en la que salen ella y su padre apoyados en un puente. Una falda negra con manchitas rojas, como una mariquita. Estando todavía con la falda en la mano entra en el cuarto Ana, que estaba duchándose, peinándose y maquillándose. Llevaba media hora en el baño, también con la música puesta y no les había oído llegar. - ¿Te vas a poner esa falda?, ¿es de mi madre? - Creo que sí, aunque también se la he visto puesta a la mía. Hace mucho tiempo, claro. - ¡Qué envidia!, yo aunque quisiese no me la podría poner ni en las orejas. ¿Tú me has visto?, cada día estoy más gorda. - Qué dices Ana, la falda no te vale pero porque eres alta, y claro, normal que tengas mas culo que yo si me sacas más de una cabeza. Joder, con lo pequeña que era yo a los catorce…bueno, la verdad es que no mucho más que ahora. - Pero ahora tienes más tetas. - Pues sí que te fijas tú. - Que quieres, no me voy a fijar en mis hermanos… - Pues a David le he visto muy guapo hoy. - ¿Y a Luis? - A ver Ana, Luis es Luis, no me tires de la lengua. 75 Luis, al verla aparecer en la cocina vestida de mariquita y con una flor en el hombro se ríe un poco pero le dice que va muy guapa. - ¿Pero vas a salir así a la calle? - Me da cosa por tu madre, a lo mejor le estropeo esta ropa. - No te preocupes por mi madre, seguro que ni se acuerda de que tenía eso ahí. - Se tiene que acordar seguro, a ver si viene y se lo pregunto, aunque me da un poco de vergüenza. - Y también tiene que dejar de llover, porque como salgas con esa ropa te vas a calar otra vez. También te puedo dejar la sabana-chubasquero que me compré el verano pasado en Galicia. Es feísima pero no te mojas nada. Se van al salón con el café y el bocadillo, Luis le ha hecho otro a David, que sigue intentando reparar la tele. Ya hay menos piezas por el suelo pero a Luis aquello todavía le parece un puzzle indescifrable, no sabe cómo su hermano puede manejarse con tanto cable. Mientras comen, Luis le cuenta a su hermano la explicación que ha encontrado para el diez de Alisa, y también para su suspenso. - Así que la nube de pensamientos de Alisa se metió en la cabeza del profesor de matemáticas antes de corregir tu examen y por eso sacaste un dos en la selectividad – David se ríe - Voy a contarles eso a papá y a mamá para explicarles por qué me van a volver a quedar todas después de la recuperación. - ¿Te van a volver a quedar todas? 76 - Sí, estás nubes traviesas ya se sabe… David esta intentando asimilar las complejidades de la teoría de la nube cuando se oye la llave de la puerta. Es Dita que viene del trabajo y de la compra. - ¿Algún voluntario para sacar la compra del ascensor y meterla en casa que me estoy meando? Luis se levanta rápidamente y sale al descansillo, Alisa también se levanta pero más despacio, así que cuando Dita pasa la por la puerta del salón corriendo hacia el baño se frena en seco al ver a David sentado en el suelo arreglando la tele y la figura de Alisa, con la falda de mariquita y la flor en el hombro. - Qué locura, por un segundo te he confundido con tu padre David, con el salón lleno de cables y herramientas y escuchando a los Rolling, y tu Alisa, hija pareces yo misma hace veinte años. Pero me voy corriendo al baño, ahora te miro mejor. Cuando Dita sale del baño la compra ya está en la cocina, Luis le está dando vueltas a un paquete de garbanzos dulces sin saber en qué estante ponerlos y Alisa está colocando la fruta. - Mira qué guapa está la jodía, no sé ni los años que hace que no me pongo yo esa falda. - Es que nos ha pillado la tormenta y nos hemos calado, pero creo me queda un poco pequeña. - No, te queda estupenda, pero cómo se nota que nunca llevas falda. A ver, trae que te la coloque bien. A ver…pero si esta falda no es mía…¡es de tu madre! Me la 77 dejó para unas vacaciones y hasta hoy. Verás qué cara va a poner cuando te vea aparecer así por casa. - ¿Me dejas también la camiseta? - Sí claro, yo ya no me la pongo, ni creo que me la pueda volver a poner alguna vez. Tengo guardada toda esa ropa porque…la verdad es que no se por qué, pensaba que Ana se la pondría algún día, pero ya ves, me saca una cabeza. No sé, me da pena deshacerme de ella. Así que si quieres algo más ya sabes, te pasas por aquí y lo cojes. Que ya sé yo que tu madre lo tira todo. Tú que dices Luis, ¿a que está guapa? - Ya se lo he dicho. - Y tú Alisa, cuéntame que es eso de vas a estudiar matemáticas, que me lo contó ya tu padre hace tiempo pero no te he visto desde entonces. Jodía, te has pasado el verano viajando. - Pues nada, que me salió bien el examen de matemáticas en selectividad y pensándolo bien me he dado cuenta de que siempre me han gustado mucho. - Pero tú querías ser médico. Ya desde chiquitina, que me acuerdo yo. - Sí, pero estuve recordando un poco y me di cuenta de que es una perra que me entró como me podía haber entrado cualquier otra. - Como lo de Luis con Bellas Artes, ¿no? ¿Te ha contado ya que también le han suspendido para entrar en facultad de Valencia? Ahora cree que se acaba el mundo, y yo le digo que no, que ahora empieza. 78 Luis ya se lo había contado a Alisa, se puso bastante triste cuando le dieron la noticia y por eso la había llamado para dar una vuelta. Primero hablaron de lo suyo, del suspenso en las pruebas de entrada a Bellas Artes y luego ya pasaron al tema de las matemáticas. Luis tenía muchas ganas de hacer Bellas Artes pero ahora sólo le quedaba una opción, esperar un año y probar a hacer las pruebas otra vez. Por eso se lo estaba repensando y ya estaba casi decidido a matricularse a Historia del Arte. Pero mientras paseaban por el parque con la historia de la nube, cuando empezaron a correr como dos locos bajo la lluvia, Luis se puso a darle vueltas a algo que le había propuesto su madre y que él había dicho que no: irse a pasar un año a la Republica Checa, primero a casa de sus primos y luego ya se vería. Quizás no era tan mala idea. 79 80 4. La paradita del café - Viernes 15 de Febrero de 2002 - Manuel, soy María. - ¿Dónde estás? - En la rotonda de la iglesia y el supermercado. María se ha perdido otra vez por las calles del barrio de Manuel. Javier se sabe un camino lleno de curvas y de cruces pero ella es incapaz de encontrarlo. Otra vez la misma iglesia y el mismo supermercado, la misma rotonda. Si por lo menos hubiese alguien por la calle sería otra cosa. A María se le quejan los amigos cuando van a cenar a su casa porque su barrio también es un lío, pero por lo menos hay gente por la calle para preguntar. Aquí sin embargo son casi las nueve de la mañana de un viernes y no se ve a nadie. Las calles son largas, limpias y tranquilas, pero no hay nada. No hay tiendas, ni bancos con jubilados, ni porteros regando, ni columpios, ni perros. Sólo se ven verjas cubiertas de matorrales y puertas con símbolos de alarma. Detrás de las verjas se esconden los chalets y las urbanizaciones. De vez en cuando se abre el portón de algún garaje y sale un coche, pero para María es 81 cómo si no saliese nadie, porque le da apuro pararlo para preguntar. - ¿Quieres que vaya a buscarte? Estás a cinco minutos de aquí andando. - ¿Y venirte aquí con la maleta?, ¡qué dices!, tú explícame otra vez el camino que yo llego, espera que cojo algo para apuntar. - No, si no llevo mucho equipaje, pero vale, apunta. Por fin llega al portal, llama al timbré y se vuelve al coche porque hace mucho frío. Ahora que se le han pasado las prisas y espera dando golpecitos al volante y oyendo la radio María se da cuenta de que tiene el coche hecho una mierda. El cenicero a rebosar y Manuel hace poco que ha dejado de fumar.... <<Voy siempre con tanta prisa que no me doy cuenta de la mierda>>. Vacía el cenicero en una papelera que hay al lado del telefonillo, recoge las colillas del suelo y empieza a encontrarse más cosas debajo del asiento: un periódico viejo, un paquete de tabaco, dos billetes de mil pesetas, una carta del banco sin abrir…y el envoltorio de un condón. ¿Un condón? Y dos segundos de celos imaginándose a Javier con alguna otra en el coche, pero Javier nunca coge su coche, sólo lo usa ella. Ella y Laurita, ¿pero Laurita?, no, ¿con quién?, ¿por qué en el coche? - Hola María – Manuel ya ha bajado y la pilla en el asiento del conductor, mirando fijamente el envoltorio del condón. - Mira lo que me he encontrado. - Vaya. 82 - Es de Laurita, y no me parece bien, quiero decir, que lo hagan en el coche. Es muy peligroso, ¿sabes que roban a muchas parejas así? Y digo robar por decir algo, que me pongo mala sólo de pensarlo. -¿Y no puede ser de Alisa? - Alisa no se ha sacado el carné todavía, además se trae a Juan a casa cuando quiere. - Qué padres más comprensivos... - Eso digo yo, por eso no entiendo por qué Laura se queda en el coche. - A lo mejor le da vergüenza aunque vosotros la dejéis. - No sé. María tira el envoltorio del condón y el resto de las cosas a la papelera y se meten en el coche. Son las nueve y diez así que con suerte llegarán al pueblo a las doce y media. Manuel no mentía cuando decía que llevaba poco equipaje: un maletín y un bolso de cuero, dice que para dos días es suficiente. María se va a quedar más tiempo, quizás una semana, así que lleva una bolsa grande en el maletero. - ¿Cómo está Javier? - Mal, porque no nos lo esperábamos. Su madre estaba bien hasta que se cayó la semana pasada, muy mayor pero bien, todavía no sabemos qué es exactamente lo que ha pasado, pero al parecer al caer se dio un golpe muy fuerte en la cabeza, mas fuerte de lo que creíamos. - Sí, eso es lo que me ha contado Antón. ¿Y Benito? 83 - No dice nada, vamos, que no quiere hablar. Margarita y él se querían mucho. Javier quiere convencerle para que se venga con nosotros a Madrid una temporada pero va a estar difícil. - Pensará que si le sacáis del pueblo ya no vuelve. Hace sol, y como dentro del coche no se nota el frío la verdad es que se está muy bien. Manuel va en mangas de camisa, dándole indicaciones a María para salir del barrio y pensando en Benito y Margarita, en el pueblo, en ese otro entierro que nunca se le irá de la cabeza, el de su abuela Antonia. No llevaba ni seis meses viviendo en Madrid y le llamó su padre con voz llorosa para decírselo. María se pone las gafas de sol al salir a la M-30 y le dice a Manuel que ya se apaña ella con el camino. Ella no se acuerda del entierro de la abuela Antonia porque le pilló en Alemania, pero se enteró por Javier. - Acababa de pasar lo del escándalo de mi padre así que fue una situación muy tensa – le explica Manuel - Mucha gente no vino al entierro por despecho, y eso que mi abuela conocía a medio pueblo. - ¿Pero la abuela Antonia de quién era madre? - De mi padre. - ¿Y vivió siempre con vosotros? - Sí, se quedó viuda en la guerra, así que imagínate. María intenta imaginárselo, pero mira por el parabrisas buscando inspiración y solo ve un Madrid luminoso. Hace mucho que no lo veía tan bonito, la belleza de una mañana 84 de invierno con sol. La abuela Antonia, en el pueblo, también buscaría el sol de invierno, como hacen todas las señoras allí, que van al mercado o a la misa por la acera iluminada, esquivando las sombras. La mujer debió de quedarse viuda a los cuarenta, y según es la familia de Manuel, al marido debieron de matarle los republicanos. Aunque eso da un poco lo mismo, el drama no fue sólo la muerte sino el después, los años de luto, la vejez prematura. - Porque tu abuela sería la típica señora siempre de negro, ¿no? - ¡Qué va!, cuando yo era muy pequeño sí, la recuerdo de negro, pero luego volvió a vestirse con colores, incluso se compraba algunas revistas de moda. - Qué bien. - Todo fue por las novelas, y es que empezó a leer de verdad a los sesenta y pico. Leía unas novelas muy rancias que venían por capítulos en una revista, yo nunca pude con ellas de lo malas que eran pero a ella, de alguna manera, la sacaban de viaje sin salir de casa. Allí leía sobre señoras inglesas, sus vestidos, sus fiestas, sus problemas… A Manuel su pueblo le parece otro planeta, especialmente su casa, y cuando vuelve allí es como si retrocediese en el tiempo, no veinticinco años, que es los que lleva fuera, sino cien o trescientos. Con sus padres no tiene mucho de qué hablar, y cuando su madre, que sí que es la típica señora vestida de negro, le saca de la cama a las nueve de la mañana porque <<no son horas>>, más que con sueño se despierta alucinado de que estas cosas sigan pasando. Es curioso pero su hermano Antón, que nunca se entendió con sus padres y que salió corriendo de allí en cuanto 85 pudo, ahora les visita con más frecuencia que él y encuentra más cosas que hacer allí. Y les hace visitas largas, de una semana o quince días, en las que les pone la casa a punto, les tira de la lengua, les saca recuerdos e historias de donde no las había y les lleva de visita a ver a todos los familiares – vivos o muertos - cosa que él no soporta. - Lo que pasa es que tu hermano tiene los pies más en la tierra – le dice María – y no me interpretes mal, quiero decir en la tierra que ellos conocen. Tú eres el hijo modelo, has ido a la universidad, con premio de fin de carrera incluido, y luego encima te fuiste cuatro años a Estados Unidos. Tú no sabes cómo hablan de ti tus padres cuando no estás, están convencidos de que deberías ser ministro. - ¿Ministro yo?, pero con qué partido, ¿con el suyo o con el mío? - No seas malo, que sabes que a ellos le daría igual, se cambiarían de partido si es necesario. - ¿A sus años? - No lo dudes. María no tiene tantos recuerdos del pueblo como Manuel, pero aún así guarda unos cuantos. Y cuando llegan al desvío de la M-30 y cogen la autovía le viene a la cabeza la antigua carretera, siempre tan llena de camiones, por la que había que ir hace unos años. Casi nunca piensa en ella, sencillamente porque ya no está, y en su lugar tiene ahora la nueva carretera, con un montón de detalles necesarios: dónde están los desvíos, las señales y las mejores cafeterías. Sería una tontería conservar tantos datos estúpidos de una carretera que ya no existe. Además, las 86 cosas cambian tan poco a poco que no se puede separar la nueva carretera de la vieja. Poco a poco, pero en unos años han pasado de cruzar el centro de todos los pueblos a no cruzar ninguno. Ahora sólo hay circunvalaciones y desvíos. Ha pasado todo tan rápido, piensa María, y no nos hemos dado ni cuenta. - Oye Manuel, estaba pensando que hace muchos años hicimos otro viaje al pueblo, juntos tú y yo. La cosa es que no me acuerdo por qué razón pero sí que estaba todavía la carretera antigua. - Fue unas Navidades, tú estabas preparando la tesina o algo así, y yo estaba “enchochadísimo” con una Alemana, aunque creo que eso no os lo dije entonces. El caso es que era 24 de diciembre y casi no llegamos para la cena porque cayó una buena nevada. Fuimos con mi Renault 5. - Lo de la alemana no nos lo dijiste pero lo sabíamos todos. - No jodas. - Sí, creo que hasta tus padres. - Joder, con el pueblo no se puede… ¿Sabes qué noto que nos esté pasando María?,creo que hemos llegado a ese punto en que cuando miramos por la ventanilla de un coche, en lugar de imaginar lo que haremos o lo que queremos ser empezamos a recordar lo que hemos hecho o lo que hemos sido, ¿verdad? - Sí, y hoy precisamente con lo de Margarita mucho más. Ayer, cuando Javier la llamó para decirle que se había muerto su madre, María se puso a hacer tantas cosas, tantas llamadas, que no tuvo tiempo para pararse a pensar. 87 Recuerda la primera vez que la vio, en la visita anual que le hacían ella y Benito a Javier cuando estaba estudiando la carrera. Javier vivía todavía con Antón, en esa casa que siempre estaba abierta, dónde vivían ellos dos y medio pueblo más, porque casi siempre había alguien durmiendo en el salón, algún amigo que acababa de empezar la carrera y estaba buscando piso, un primo que pasaba por allí, amigos resacosos que vivían en Madrid con sus padres y que no podían llegar así a sus casas. Allí se coló ella también, disfrazada de Charlot en una fiesta de carnaval, entró a las nueve de la noche y no salió hasta las doce de la mañana, sin sombrero y asustadísima por la bronca que le esperaba en casa. Y es que sus padres no eran como Margarita y Benito. El primer día que les vio, el primer día que vio a Margarita, estaba paralizada por los nervios. Pero luego nada, en cinco minutos pasó todo. La estaban esperando en casa de Javier para ir a comer a algún sitio, era domingo y abril y ella tardó dos horas en vestirse, peinarse, y volver a empezar, no le apetecía nada la cita, tan formal todo. Pero Javier quería que sus padres la conociesen antes de decirles que se iban a ir a vivir juntos, eso estaba bien, decirles las cosas. No como ella, que todavía no sabía cómo iba a explicárselo a los suyos, que sólo lo entenderían con boda por delante. Cuando llamó al timbre le temblaban las piernas. Le dijeron que esperase abajo, que ya bajaban ellos. Y tardaron quizás dos minutos, para ella dos horas. Al primero que vio bajar fue a Javier, que la descolocó dándole un beso en la boca. Luego venía Benito, que gordo estaba – aunque no más que Javier ahora - y detrás Margarita con un vestido de flores. También bajó Antón, que se apuntó a comer con ellos. Eso sí que no se lo esperaba María, que fue ese día cuando se enteró de la relación tan especial que había entre Antón y Benito. En 88 lugar de ir de restaurante, se quedaron de tapas por el barrio, así que de cita formal nada. Además, después de las primeras preguntas de rigor no le dieron mucho más la lata, la verdad es que ayudo bastante que Antón no paró de hablar. Ella tenía entonces veintidós años, ¿y Margarita cuántos?. Quizás los mismos que los que tiene ella ahora, o incluso menos. Es increíble, y después el tiempo ha pasado como un continuo, invisible e incontable. Por ejemplo, aunque lo piense mucho, no sabe cuántos viajes ha hecho a ese pueblo que al principio no le decía nada y ahora es también parte de ella. Le vienen imágenes sueltas a la cabeza, le duelen. Alisa con seis o siete años corriendo por el pasillo de la casa del pueblo, llamando a la puerta de su cuarto, nerviosa porque ya eran las doce del mediodía y había que bajar a la plaza. Todavía no la dejaban bajar sola y ella no aguantaba más en casa. Entonces sacaba su pequeño mal genio, ese del que ahora no queda ni rastro. Qué escalofrío, y es que María ya no puede pensar en Alisa sin que se le ponga un nudo en el estomago. No entiende nada, est´a perdida, y lo ha hablado tanto con Javier que ya no les queda nada de qué hablar. Cada uno se ha encerrado en una opinión sobre su hija, una idea fija que defienden en cada discusión pero que seguramente no tenga nada que ver con lo que esté pasando realmente por la cabeza de Alisa. Y es que desde el principio ese ha sido el gran misterio: ¿qué es lo que pasa por su cabeza?, o mejor dicho sería, ¿cómo funciona su cabeza? María no se acuerda de cuándo fue la primera vez que empezó a pensar así de su propia hija, el día en que detrás de todas esas sonrisas empezó a ver el rostro de la locura. - Manuel. - Sí. 89 - ¿Te ha contado Javier algo de Alisa?. - ¿Le ha pasado algo? - No, nada especial, quiero decir, nada ahora mismo. Es algo que le viene pasando desde hace unos años. -¿Está enferma? - No, es de cabeza. - ¿Deprimida? - No, a ver como te lo explico, en teoría no le pasa nada pero hace cosas incomprensibles. - ¿Cómo qué? - Todo. - María concreta un poco porque yo cuando hablo con ella no le noto nada raro. - Es que a primera vista no se nota. - No me estoy enterando de nada. A ver, tiene un problema de cabeza y se pasa el rato haciendo cosas incomprensibles, pero no se nota. Cómo no me lo expliques un poco más… - ¿ Tú cuántos años crees que lleva Alisa en la facultad? - No lo se, ¿tres?. - Siete. - ¡Joder cómo pasa el tiempo! 90 - Y su carrera es de cinco años. - ¿Ese es el problema? María, que tu hija está estudiando matemáticas, yo si me hubiese metido ahí todavía no habría salido. Es normal que no vaya a curso por año, y tú lo sabes, que también das clases en la universidad. ¿Cuánto le queda para terminar? - No va a terminar nunca. Han llegado ya al kilómetro ciento cincuenta y María coge el desvío para entrar a una cafetería. Es la que más le gusta de toda la carretera, quizás porque no ha cambiado nada en los últimos veinticinco años. Hasta los camareros, dos señores con camisa blanca y pantalón negro, son los mismos que eran entonces. Y el sabor del pincho de tortilla el mismo. Nunca ha cruzado con ellos más palabras que las justas pero es como si los conociese, de hecho si un día faltase uno de los dos no podría resistirse las ganas de preguntarle al otro por su compañero. Y si en lugar de verlos aquí, detrás del mostrador, se encontrase a alguno de los dos en cualquier otro sitio, por ejemplo en un cine de Madrid, seguramente se hablarían como viejos amigos. - Voy corriendo al baño, ¿me puedes pedir un café cortado? - Sí, pero cuando vuelvas me acabas de contar lo de Alisa, que me has dejado preocupado. Manuel pide dos cafés y se le van los ojos a la máquina de tabaco, hace un año que ha dejado de fumar pero sigue siendo eso lo primero que busca cuando entra a un bar, la máquina de tabacos. A diferencia de María él no ha parado mucho en este bar, y es que cuando va al pueblo con su coche no suele parar en ninguno, también es verdad que él suele viajar sólo y así da más pereza parar. 91 Hace un año, cuando Karin vino a verle por Navidad y se empeño en pasar la Nochebuena en el pueblo con los abuelos, se subieron al coche y él puso el piloto automático. Ella se quejó en el kilómetro trescientos, quería ir al baño, tomarse una coca cola y un bocadillo de jamón. Ya estaban casi llegando al pueblo pero pararon. Estuvo bien, piensa Manuel ahora, porque fue aquí, en esta cafetería de carretera, dónde le dio la noticia: en dos años, cuando acabase el instituto, quería venir a estudiar a Madrid. En Estados Unidos las buenas universidades son muy caras y además Karin quiere aprender bien el castellano de una vez por todas. Ya le ha preguntado mil cosas a Manuel, con esa perfección obsesiva que pretenden algunos yanquis cuando se trata de planificar su futuro. Su hija, una yanqui, Manuel se sonríe, necesita pasar un buen verano a orillas del mediterráneo para que se le baje un poco la bandera. O no, quizás se hace una idea equivocada, en realidad la conoce muy poco. Y está nervioso como un flan, se le ocurren mil cosas que pueden pasar y que harían que su hija cambiase de opinión, un novio quizás, o un último intento de su madre por mantenerla cerca. También piensa en las cosas que quiere hacer con ella, los sitios que le quiere enseñar, los libros que le quiere regalar… aunque cuando se pilla a sí mismo con esas imaginaciones intenta cortarlas en seco. Es mejor no imaginar nada, que luego las cosas vendrán como quieran. De hecho todavía no le ha contado nada de esto a nadie, hasta que no pase un poco de tiempo y la cosa sea más segura prefiere no decir nada. Pero muchas cosas han cambiado ya sólo con la posibilidad de que venga. Para Manuel ha sido como despertar después de un sueño de muchos años monótonos. Cuando Martha y él rompieron hace quince 92 años ella se quedó con la niña, que entonces tenía dos, y Manuel decidió volver a España. Fue una decisión difícil y se lo planteó como algo temporal, simplemente le era imposible seguir viviendo en San Francisco, se sentía terriblemente solo. Una vez en España, recuperado el contacto con los viejos amigos y con un buen trabajo que además le gustaba, se dio cuenta de que no iba a volver. Los primeros años después de la vuelta fueron muy extraños, intentaba llevar otra vez la vida que dejó en Madrid antes de irse, pero su cabeza estaba ya en otro sitio, habían sido seis años fuera, cuatro de doctorado y dos de padre. Además en Madrid las cosas también habían cambiado mucho. Su hermano y sus amigos llevaban ya una vida familiar que no tenía nada que ver con la de antes. Por otro lado el trabajo no era lo mismo que la universidad, tenía otro ritmo, otra manera de tratarse y de salir a tomar unas cañas. Quizás por eso, por no saber muy bien dónde estaba su sitio, Manuel pasó unos años bastante jodidos, llevando dos vidas paralelas, una de día, en el trabajo y con sus amigos de siempre, saliendo algún fin de semana que otro de excursión, preparando cenas tranquilas con niños corriendo por debajo de la mesa, y otra de noche, con gente con la que nunca habría imaginado estar sentado tomándose un cubata, con fines de semana desaparecido del mundo, probando demasiadas cosas, llorando por las mañanas, echando a gente desconocida de su casa, teniendo que pedir perdón a los vecinos por los ruidos. Uno de esos días, una mañana de domingo, le despertó el sonido del teléfono. Al principio Manuel no sabía si estaba en su casa o en alguna otra, no recordaba mucho de la noche anterior. Deseó estar en casa de alguna amiga, o en el banco de una estación, así la llamada no sería para él, pero estaba en casa. No cogió el teléfono porque ni tenía 93 ganas de hablar ni le habría dado tiempo a llegar a por él, pero aún así se levantó de la cama. Ahora que estaba despierto no podía seguir allí tumbado, con ese dolor de cabeza tan horrible, así que estaba en la cocina, tomándose un café con galletas pasadas, cuando volvió a sonar el teléfono. Entonces miró la hora, miró el calendario y se acordó: Karin. A esas horas él tendría que estar en el aeropuerto recogiendo a Karin y a sus abuelos, Jonas y Anna, que ese año habían decidido veranear en Marbella. Consiguió tranquilizarles y disculparse por teléfono, arregló la casa, se ducho en diez minutos y salió para el aeropuerto. Por el camino decidió que no podía seguir con este ritmo de vida, su lado canalla le sonreía irónico en el retrovisor pero esta vez iba en serio. Cada vez controlaba menos. El cambio que dio entonces fue brusco, pero es que sino lo hubiese hecho así no habría habido cambio ni salida ninguna, piensa Manuel, que lo primero que hizo fue vender su apartamento en el centro de Madrid y comprarse un piso en un barrio de las afueras. Un barrio de pijos, le dijo su hermano. Buscaba una casa confortable, con mucha luz y árboles tras las ventanas, con una piscina en verano donde bajar a leer novelas de aventuras. El resto de los libros se los lee en el salón, en un sillón que tardó dos meses en elegir y un año en pagar pero que no le falla nunca. Rompió con lo anterior pero de alguna manera ha seguido llevando dos vidas. La de mañana, que siguió siendo la misma que la de antes, con su hermano y los amigos de siempre, la vida familiar en la que su papel era el de tío. Tío de sus sobrinos, por supuesto pero también tío de Alisa y Laurita, tío de Jana y Gabriel, que son los hijos de Lola y Ricardo, y tío de otros niños y niñas a los 94 que él ha volteado y aún tira de las orejas, cómo si el vivir sólo y tener a su hija a 10.000 kilómetros de distancia le hiciesen mas tío que al resto. Y luego está la vida de tarde, o de noche, la que Manuel comparte consigo mismo todos los días desde el momento en que sale del trabajo y coge el coche para ir a casa. Una vida silenciosa y previsible, tranquila. Algunos fines de semana pasa más de sesenta horas solo, horas en blanco, sin prisas, horas todas para él que poco a poco han ido rompiendo los relojes de su casa. Incluso el teléfono deja de sonar. Manuel no participa de esa prisa colectiva que tienen sus amigos, rodeados de cosas por hacer, la colada por planchar, la comida estropeándose en la nevera…Eso no le pasa a él, que no es que sea especialmente metódico pero tiene bastante facilidad para simplificar las cosas y no complicarse demasiado. Hasta los libros, que desde pequeño ha leído corriendo y ansioso, siempre robándole horas a otras cosas, ahora tienen su tiempo propio: los fines de semana, o las tardes después del trabajo. Y poco a poco, en un laberinto que ya no sabe dónde empezó, Manuel acumula y lee libros cada vez más extraños, obras que quizás nadie ha tocado en cien años, o trescientos, y siente que está a solas con el escritor, cada uno en su casa, contándose secretos que nadie más parece interesado en saber. Al terminar de leer uno de estos libros, antes de dejarlo en alguna de las estanterías, Manuel hace unas pocas anotaciones en un cuaderno: un resumen, una idea, o una conversación imaginada con el escritor. Esto se lo copió a su hermano, que cuando se leía los libros de Marx llenaba cuadernos con apuntes. Los libros y los cuadernos de anotaciones tienen cada uno un sitio en la casa, un sitio quieto y paciente, a la espera de que Manuel se decida a releer un párrafo, un capítulo, o a veces, con suerte, el libro o el cuaderno entero. 95 Estanterías con índices, como en las bibliotecas, y cuando María, Javier, su hermano u otros amigos, vienen a su casa, abren los ojos como platos y envidian tanto orden. Manuel piensa que no es para tanto, es lo que tiene el vivir solo y ser perezoso. Así es normal que todo esté ordenado. A María por ejemplo le da mucha envidia, y siempre se lo dice, el ventanal del salón, tan despejado y con vistas a un parque con árboles. Y muy cerca, sin perderse un rayo de luz, el sillón y la mesita, los posos de café en dos o tres tazas amontonadas, un pequeño desorden que casi realza más el orden. Y Manuel se defiende, es decir, les defiende a ellos, que no tienen las casas tan ordenadas ni hacen reseñas de los libros que leen pero han criado a sus hijos o tienen a los abuelos en casa. Muchas veces él también echa en falta esas cosas. Por eso ahora que su hija le ha dicho que va a venirse a España todavía no se lo puede creer. Han pasado muchos años desde aquel día en el aeropuerto con Karin y los abuelos, quizás diez. Qué momento más vergonzoso. Eso sí, desde entonces Manuel decidió hacer al menos dos visitas al año a Karin a San Francisco. Con Martha las cosas no estaban del todo mal, por suerte nunca han dejado de ser amigos, así que cuando Manuel se va quince días o un mes para allá se queda a vivir en su casa, en ese chalet grande con jardín, garaje y habitación de invitados. En uno de esos viajes Manuel se llevó a Ana, su sobrina, que es cuatro años mayor que Karin. Ana hablaba un poco de ingles y Karin casi nada de español pero aún así conectaron muy bien. Karin, que entonces tendría 9 ó 10 años, decidió que quería aprender español. Y así quedaron en que el próximo verano sería ella la que viajaría a España. Primero con Ana y después con sus otros primos, David y Luis, Karin fue cogiendo confianza poco a poco y se lo pasaba muy bien cada vez que venía. Y no solo tenía dos 96 pandillas, la de San Francisco y la de Madrid, sino tres, cuatro o cinco: los amigos de Ana en Madrid, los de David, los amigos del pueblo…Con el primo Luis también hablaba mucho, a Luis le encantaba hablar inglés y así ella descansaba un poco de oír tanto español a todas horas, también iban juntos al cine a ver películas en versión original (inglesa). Pero Karin no conocía a sus amigos, eran demasiado mayores. Y es que el primer verano que vino a España ella tenía once años y Luis diecinueve. Así que las tardes de julio y agosto por el barrio, Karin se las pasaba con Ana, que tenía catorce, o con David, que aunque tenía dieciséis lo único que hacía era jugar al fútbol. Y a eso ella se apuntaba, que en San Francisco las chicas también juegan al fútbol. En el pueblo todo estaba – y está - más mezclado. Allí David y Ana comparten amigos y Karin vive con ellos en casa de los abuelos. Luis, cuando Karin empezó a venir a España, ya había cogido ese ritmo de pasarse los veranos viajando de un sitio para otro y casi nunca para en el pueblo, aunque ha dejado allí una lista interminable de amigos que nunca se cansan de preguntar por él. Entre ellos, a Karin le tiene fascinada Alisa, una chica que no sólo es amiga de Luis sino que también conoce a Ana y David, a la tía Dita y al tío Antón, a su padre y a sus abuelos. De hecho, al principio Karin se pensaba que Alisa también era prima suya y se pasó dos años creyéndose eso. Aunque estudia en Madrid, Alisa viene al pueblo siempre que puede a ver a Juan, su novio, y se pasa allí todo el verano en casa de sus abuelos. Manuel sigue esperando en la barra del bar a que María salga del baño, se ha puesto a pensar en Karin sin querer, como siempre últimamente; que cada vez que hace algo que no sea trabajar o leer se pone a pensar en Karin, a hacer planes que sabe que no debería estar haciendo. Porque no esta bien eso de hacer planes en el aire. Pero 97 María se ha puesto a hablarle de Alisa, justo Alisa, la que nunca se le va de la boca a Karin, siempre poniéndola de ejemplo para cualquier cosa. A ver si María vuelve del baño y le cuenta bien qué es lo que pasa con Alisa. Ya le ha dicho que no va a acabar nunca la carrera, que tiene mal la cabeza, que hace cosas incomprensibles. Pero contar eso y no dar más explicaciones es como no contar nada. - Lo siento Manuel, últimamente no como fruta ni fibras ni nada que se le parezca, y así estoy, que me paso las horas en el baño. Pero nada de nada. - Bueno, ahora te tomas el café y verás qué bien. - Está frío. - ¿Pido que te lo calienten al microondas? - Deja, da igual, me lo bebo rápido y nos vamos. - Y me cuentas. - ¿El qué? - Lo de Alisa. - ¡Ah sí! Mira Manuel, no entiendo nada. Te lo cuento a ti porque necesito hablarlo con alguien y con Javier ya lo he hablado demasiado, pero no le digas nada a tu hermano. Bueno, ni a tu hermano ni a nadie más, que me da mucho apuro estar hablando de mi hija a sus espaldas. - Qué pasa, que le va mal en la universidad, ¿no? - Mal no, le va fatal. Sólo tiene aprobada una de primero, lo justo para que no la echen. 98 - ¿Nada más en siete años? - No, bueno sí, las de libre configuración si que las aprueba. Ha sacado dos sobresalientes y una matrícula de honor en asignaturas de Historia del Arte. - Vamos, que se ha equivocado de carrera. - Eso digo yo, pero ella dice que no, que le encantan las matemáticas. Y la verdad es que estudia mucho. Se pasa las tardes estudiando y haciendo problemas, y si la ves todos los días y te sientas con ella a la cena te das cuenta de que no finge, que estudia de verdad. Además, ¿para qué iba a fingir si en casa no la forzamos a nada? Sí que estudia, se le nota cuando le salen los problemas y cuando no. - Pero si estudia y hace problemas que a veces le salen y a veces no, vamos, lo normal, ¿entonces por qué suspende siempre?. A lo mejor se bloquea a la hora de hacer exámenes. Oye María, ¿vosotros esto lo habéis hablado con ella? - Sí claro, muchas veces, y el problema no son los exámenes. He estado hablando con algunos de sus profesores y tampoco entienden nada, pero una cosa tienen clara, el problema no está en los exámenes, viene de antes. - ¿Has estado hablando con sus profesores en la universidad?, ¿como cuando iba al colegio? - Alisa no lo sabe, y me siento mal, no creas, ¿pero qué quieres que haga? Química y Matemáticas están al lado, y de algo me tenía que servir ser profesora allí. La cosa es que hay profesores de Alisa que también dan clase en mi facultad. Además, casi que ellos tenían más ganas de hablar conmigo que yo con ellos, nadie entiende que es lo 99 que pasa con mi hija. Resulta que a primera vista parece la alumna perfecta. Callada cuando explica el profesor, sonriente siempre, participa en las clases de problemas, pregunta dudas en clase, sube a las tutorías pero sin agobiar…Un encanto, eso ya lo sabía yo. - ¿Pero? - Pero piensa mal. - ¿Qué? -Ya se que suena muy raro pero es que eso es lo que pasa, que piensa mal.O del revés, no sabemos muy bien. Se esfuerza por entender los temas y hace ejercicios hasta que acaba por dominarlos. Al menos eso es lo que cree, que los domina. No deja las cosas para el último día, participa y sale a la pizarra, lo único malo es que, al parecer, sus razonamientos sólo los entiende ella, y no sólo eso, es que el final llega a resultados que están mal. - ¿Y qué dice cuando la corrigen? - Lo acepta, y ese ejercicio en concreto no lo vuelve a hacer mal, al menos durante un tiempo, pero como su manera de pensar no cambia al siguiente ejercicio vuelve a equivocarse. Según me cuenta ella, que por cierto no sabe que he estado hablado con sus profesores, su sensación interna es que los erroneos son los razonamientos del resto, incluido el profesor, no los suyos. Y acepta que algo raro pasa, claro, que no es normal que todo el mundo funcione con una lógica y ella con otra, pero dice que no puede evitarlo. - ¿Y qué va a hacer? 100 - Nada, ese es el problema, que no quiere hacer nada. Dice que está contenta con la carrera pero a mí me parece una locura. Si no entiende las matemáticas lo mejor es que haga otra cosa. - Pero según dices tú sí que las entiende, lo que pasa es que de otra manera. - Manuel, eso no puede ser, las matemáticas no se pueden entender de dos maneras diferentes. - Como que no, pues yo he oído que sí. Aunque bueno, de derecho a matemáticas hay mucha distancia, quizás no deba opinar demasiado. - No, si algo de razón tienes, las matemáticas sí que se pueden entender de maneras diferentes, ¡pero hay que llegar a los mismos resultados!. -Pues vaya aburrimiento. - Calla, que dices lo mismo que Javier. Al principio, y con el principio me refiero al tercer año de no aprobar nada, él también intentaba convencer a Alisa de que dejase la carrera, o de que al menos hiciese una pausa para pensárselo mejor. Pero un día, sin venir a cuento, se puso de su lado y ya la hemos armado. Al parecer ese día lo comprendió todo, que tenemos una hija increíble y con mucha seguridad en sí misma, a la que no le da miedo decir que piensa diferente que el resto, y que lo que debemos hacer es apoyarla. Además dice que si siempre le hemos enseñado que debía hacer aquello que le gustase, que los resultados son lo de menos, que lo importante es disfrutar y aprender…pues no podemos ponernos ahora a decirle lo contrario. - Un poco de razón sí que tiene. 101 - ¡No!, parece que sí pero no. Una cosa es que hayamos educado a la niña para ser tolerante, para defender sus opiniones, para disfrutar aprendiendo, para no tener miedo a los exámenes…pero otra cosa es negar la realidad como hace Javier. Porque entiendo que Alisa, que es la que lleva dentro el error ese a la hora de pensar las matemáticas, pues no sea capaz de salir de ahí. Al menos sin ayuda profesional. Pero Javier, ¡joder!, que es arquitecto, ¡como puede decirme que lo que importa es disfrutar haciendo los problemas y que da igual que un resultado sea dos que doscientos! Yo creo que son los pasodobles que escucha, que le tienen sorbido el seso, las tardes en la terraza leyendo el periódico, los aperitivos en el bar todos los días, los dos meses de vacaciones cada año... No es normal vivir tan relajado, te lo digo yo, que luego te crees que el mundo es rosa. - María tranquila, y escúchate a ti misma, no puedes decir tan alegremente que tu hija lleva dentro un error sólo porque piensa de otra manera. - No claro, dicho así suena muy fuerte, pero quizás no sean sólo las matemáticas, la cosa ha empezado por ahí pero yo me pregunto si lo del pensar mal no le estará afectando a otros aspectos de su vida. - ¿Qué? - Por ejemplo su novio. - Sí, Juan, lo conozco, llevan ya juntos lo menos cinco años, ¿no? Además es del pueblo, creo que hasta es primo tercero mío, o sobrino, no me aclaro mucho. Oye pero no te cortes, que a mí los parentescos esos me dicen poco. A ver, ¿qué pasa con Juan? 102 - Pues que es un tarugo. Y cuanto más le conozco menos entiendo lo que hace Alisa con él. - No sé, a mí siempre me había parecido un buen chaval. Vamos, así de primera impresión. - Si buen chaval sí que es, pero muy tarugo, que rascas un poco y no tiene nada que contar. Vamos, que no me pega para Alisa. - Ya, pero es ella quien decide. Y ahora me explicas qué tiene que ver esto con lo de las matemáticas. -Mucho, porque creo que es por culpa del pensar del revés por lo que no se da cuenta de que ese chico no le conviene. Quizás si dejase la carrera, que esta claro que no es lo suyo, dejaría también de pensar al revés y vería a Juan con otros ojos. Porque ¿sabes una cosa?, ¡casi coinciden los siete años que está estudiando matemáticas con los seis y medio que hace que lleva con Juan! - Más medio que estarían de tonteo y tú no te enteraste, ¡justo siete! - ¡Es verdad! - María, en serio, me gustaría tener aquí una grabadora para que luego oyeses las burradas que estás diciendo. Y no vayas tan rápido que me pongo nervioso, acabas de adelantar a un motero con una calavera en el casco que creo que no le habían adelantado en su vida. -Lo siento Manuel, ya te he dicho que es la primera vez que hablo del tema con alguien que no sea Javier o la propia Alisa. No sé por qué digo esas cosas del pobre Juan. Pero es que no te he contado la última. 103 -¿Qué ha pasado? - Que se quieren casar. - ¡Qué graciosos!, si ya no se casa nadie. - Eso le digo yo, que ya no se casa nadie, pero ella dice que sí, que lo que pasa es que en nuestro ambiente la gente no se casa, pero hay por ahí medio país que sigue casándose, Juan incluído. Él quiere casarse y por la Iglesia. - ¿Y ella también quiere? - Dice que le da un poco igual casarse que no casarse pero que si Juan quiere, ¿por qué no? Creo que la cosa está en que si Juan no se casa, sus padres no le dejan irse a vivir con Alisa. - ¿En serio? - Sí, sí, sus padres, tus parientes. - Bueno, menos recochineo que tú misma te tuviste que casar a la carrera y preñada de Alisa porque si no en tu casa se armaba. Y no veas lo que le costó al pobre Javier meter a su padre en la iglesia. - Pues el pobre Javier está ahora tan tranquilo con que su hija se case. - Mejor. Oye pero entonces Alisa tendrá que bautizarse y hacer la comunión. Con el chasco que se llevaron tus padres cuando decidisteis no bautizarla, verás qué contentos se van a poner ahora, y lo celebraréis, ¿no?. 104 - No te rías mucho que el bautizo y la comunión van a ser de trámite y no se celebran, pero la boda sí, y estás invitado. Tú y Karin, claro. Ya te llegará la invitación de Alisa, que está pintándolas una a una con acuarelas. Lo bueno es que ha sido ella la que ha elegido la iglesia y nos vamos a Granada, ¿conoces una iglesia chiquitina que hay en una plaza del Sacro Monte? - No me acuerdo pero me la imagino.¡ Qué bonita! - Pues ahí es. - ¿Y por qué Granada?, ¿tenéis familia allí?, ¿Juan?, ¿o es sólo porque la iglesia es bonita? - Creo que es sólo por eso. - Me parece muy bien – Manuel se imagina con Karin por Granada, también con su hermano, sus sobrinos, con Javier y María, con el resto de amigos, tapeándo y escuchando buen flamenco. Si la boda va a servir para reunirles a todos un fin de semana habrá que empezar a pensar que no ha sido tan mala idea. - ¿Sabes lo que pasa Manuel?, que me da vergüenza que mi hija se case, encima por la iglesia, y que vengáis todos y ella de blanco, con ese disfraz absurdo. Mi Alisa, fíjate que hasta queríamos llamarla Libertad y ahora quiere casarse, ser esposa -¡esposa! - de alguien. Claro que a Benito le debía de dar la misma vergüenza ver a Javier en la Iglesia y al final ganaron mis padres y nos casamos. - Es que lo que sentía Benito o sientes tú, la vergüenza, que por cierto no deberías de sentirla, al final acaba cediendo ante lo que sienten los otros: tus padres o en este caso los padres de Juan, que es el rollo del pecado. A nosotros, que lo vemos desde fuera, nos puede parecer una 105 tontería, pero para alguien que cree en el pecado le es muy difícil desembarazarse de él, por eso nos parece que se ponen tan cabezones y muchas veces acabamos cediendo. - Ya pero es que los creyentes, con eso de que lo suyo es visceral y no tiene explicación, en estas cosas siempre se llevan el gato al agua. Ya están llegando al pueblo y María, con tanta charla, casi se ha olvidado de que vienen a enterrar a Margarita, pero es doblar la última curva, entrar por fin en la Calle Real y venírsele todo otra vez a la cabeza. En casa les están esperando desde hace rato, quizás no deberían haberse parado a tomar el café. Javier vino al pueblo ayer, con Alisa, después de que les llamase Benito a media mañana para decirles que a Margarita le había dado un infarto, que estaba a punto de llegar la ambulancia y que se iban para el hospital provincial. Cuando Javier y Alisa llegaron allí, Margarita llevaba ya dos horas en la UVI. Después de un rato preguntando encontraron a Benito fumando en el aparcamiento de las ambulancias, con todo el frío. Alisa le echó la bronca porque hace quince años que había dejado de fumar. Javier ni se había dado cuenta del detalle. Entraron a la sala de espera y al poco rato un médico con gafas, barba y voz de buena persona salió a decirles que Margarita acababa de morirse, que habían intentado reanimarla por todos los medios pero no habían podido. Benito, con un nudo en la garganta y el paquete de cigarrillos estrujado en la mano se puso a llorar. Alisa le abrazó y por primera vez se dio cuenta que era bastante más alta que él. Benito se dejó abrazar, le decía a su nieta que ese infarto le tenía que haber tocado a él. 106 Llegaron al pueblo ya anocheciendo, directos al tanatorio dónde les estaban esperando ya algunos familiares a los que Javier había avisado rápidamente. A María sin embargo no había manera de localizarla, y es que cuando Javier la llamó para contarle lo del infarto y que se iban para el hospital, ella estaba ya en el avión camino de Madrid, doce horas de vuelo desde Montevideo, donde llevaba una semana en un congreso. La llegada del vuelo estaba prevista para las diez de la noche, y se supone que Javier era quien iba a estar esperándola en el aeropuerto, no Antón, que fue para allá directamente desde el taller después de haber hablado cuatro veces con Javier en una hora. María estaba muy cansada por el cambio horario, pero aún así cuando habló con Javier le insistió en que se iba ahora mismo para el pueblo con el otro coche. Y Javier que no, que vaya locura, mejor por la mañana después de dormir y descansar bien. Total, en el pueblo no había nada que hacer ya, nada más que esperar en el tanatorio hasta mañana que fuese el entierro. Antón se ofreció a llevarla. La llevaba y se volvía, no le importaba no dormir, aunque eso sí, luego tenía que trabajar en el taller toda la mañana. Después de comer se iría otra vez para el pueblo, con Dita, para ir al entierro y ver a Benito y a Javier. A todo esto, mientras María y Javier siguén hablando y decidiendo qué hacer, le suena el teléfono a Antón. Es Manuel, que se acaba de enterar de la muerte de Margarita por sus padres y estaba llamando a Javier pero comunicaba. Manuel le echa la bronca a su hermano por no haberle avisado y Antón le dice que lleva un día de locos, que el taller está hasta arriba porque es el jueves antes de Semana Santa y que ahora está en el aeropuerto con María. Sí, con María, que llegaba hoy de Montevideo. Manuel quiere saber qué le ha pasado a Margarita, porque la última vez que la vio estaba muy bien, y es que su 107 madre sólo le ha contado lo que le ha chismorreado una vecina en la misa de ocho, que le ha dado un patatús. Un patatús, sí, un infarto, le explica Antón a Manuel, pero le dice que lo mejor es que llame ahora mismo a Javier y que él se lo cuente, que estaba comunicando porque estaba hablando con María pero que acaban de colgar. María al final decidió irse por la mañana temprano y Antón abrió el taller a las seis de la mañana para intentar acabar lo antes posible y poder irse después de comer. Laurita, que tiene el examen de conducir ahora por la mañana se irá para el pueblo con él y con Dita. Y con Luis, que al final también se apuntará. Manuel, después de hablar con Javier, llamó a María para decirle que se iba con ella, que hoy no trabaja y ya que iba al pueblo prefería ir temprano y comer con sus padres antes de ir al entierro. Además así María no viajaría sola y si le daba sueño conduciría él. María y Manuel llegan por fin al tanatorio. Manuel ha preferido ir primero allí para verles y ya luego pasarse por su casa. No les ha dicho nada a sus padres de que viene para comer, así que como es una sorpresa le caerá una bronca, pero sabe que en el fondo les hacen ilusión esas cosas. En el tanatorio no está Benito, que se ha ido a casa a dormir unas horas porque en toda la noche no quiso moverse de allí y ya no aguantaba más. Eso sí, no estará Benito pero hay un montón de gente, y es que es casi la una del mediodía y hace sol, la hora punta. Manuel se encuentra con algunos amigos de la infancia que también son amigos de Javier, con caras que el suenan pero que no sabe muy bien quiénes son, con amigos de Madrid que también han venido, y por fin Javier, que no sabe porqué no le ha visto antes por qué es de los pocos que no va de negro. Manuel hace ademán de abrazarle pero María se le adelanta, claro. Han venido juntos, y si él tiene ganas de abrazarle muchas más tendrá ella. 108 Con el abrazo a medias Manuel se queda mirando al suelo, no sea que alguien se le ponga a hablar y se le escape Javier. Pero de repente alguien le da unos toquecitos en la espalda. Es Alisa. Se parece tanto a su madre hace veinte años que Manuel se asusta un poco, además usa la misma ropa, no siempre, claro, pero hoy sí. Ella le da dos besos y un pequeño abrazo, de puntillas porque Manuel es alto y ella bajita como su madre. Está triste pero sonríe al hablar, y Manuel, que no se le va de la cabeza lo que le ha contado María por el camino, la mira con otros ojos, más curiosos, buscando signos externos de esa especie de locura que dice su madre que padece. Pero nada, la cara, los ojos y los gestos de Alisa son tan transparentes y sencillos como siempre, que da gusto hablar con ella. Pensándolo bien, ahora que María ha confesado que lo le da miedo es la boda de su niña quizás todo lo demás, lo de que piensa al revés, no sean nada más que exageraciones. Él tampoco sabe cómo reaccionaría si de repente Karin le dijese que se casa. Pero Karin tiene diecisiete y Alisa cuantos, ¿veinticinco?, no tiene nada que ver. Detrás de Alisa está Juan, su novio, que de momento no quiere meterse en la conversación. Cruzado de brazos mira distraído hacia el barullo de gente, los corrillos que se hacen y se deshacen. Pero Alisa tira de él para que venga. Manuel le da la mano y Juan le saluda como tío. Tres horas más tarde Manuel está sentado en el comedor de su casa delante de un plato de judías verdes. - Eso por no haber avisado de que venías a comer – le dice su madre. 109 - Pero sabíais que venía al entierro de Margarita. - La meóna – se ríe su padre. - Calle padre, que era una buena mujer. No veas cómo está Javier, sólo he podido hablar con él un minuto, pero le he notado muy tocado. Llaman a la puerta, son Antón, Dita y Luis que venían también con Laurita pero ya la han dejado en el tanatorio. - ¡No fastidies que vosotros también venís a comer! - No madre, hemos comido un bocadillo por el camino. - Pues muy mal hecho. - Pero madre, ¿sabes qué hora es? - No, ¿las tres? - Las cuatro, que cada día se come más tarde en esta casa. - Es por culpa de tu hermano, que ha venido de sorpresa y lo ha retrasado todo. - Sí claro, ahora resulta que va a ser culpa mía. Yo he llegado a casa a las dos, eres tú que ha estado trasteando en la despensa hasta hace quince minutos que nos hemos puesto a comer. Antón le dice a su hermano que espabile que el entierro empieza a las cuatro y media, Manuel resopla y se pone otra vez con las judías verdes. Si lo llega a saber habría comido también un bocadillo por ahí. 110 - ¿Y va a haber misa por la Margarita? – pregunta la madre. - No madre, ¿cómo van a hacer una misa si ni Benito ni ella pisaban la iglesia? - Yo que sé, lo digo porque quizás me apetecía ir. - No jodas Carmen – don Antón se enfada – vas a ir tú a un funeral de los meones... Últimamente te apuntas a todos. - Es que me da miedo que al mío no vaya nadie. - No te preocupes madre – Antón está nervioso por la hora- ya me ocuparé yo de invitar a todo el pueblo. Manuel, deja las judías y vamos, y no te enfades madre, ya me las comeré yo para la cena. - Pero para la cena voy a preparar huevos rellenos. - También me los como. Venga vamos. En el cementerio también hay mucha gente, casi más que en el tanatorio, y casi todos los ojos están puestos en Benito, que cogido de un brazo de Javier y del otro de María, no le quita los ojos al ataúd. Manuel está enfrente, con su hermano y Dita, acordándose otra vez del entierro de su abuela Antonia. Parece que fue ayer, pero tendría más o menos los años que Luis tiene ahora. O menos. Sí, bastantes menos, porque cuando se murió la abuela Antonia él tenía diecinueve y Luis debe de tener ya veinticinco. Manuel busca a su sobrino con los ojos y se lo encuentra unos metros más allá, alejado de todo el mogollón. Está abrazado a Alisa, o más bien Alisa la que está abrazada a 111 él, llorando y temblando. Luis le acaricia el pelo, le tira de los mofletes, le sonríe. Manuel casi se pone a llorar también al verles. Y se pregunta si él tiene a alguien con quien llorar así, con tanta naturalidad, quizás su hermano. Pero no, siempre guardan una distancia, que sería justo esa. 112 5. Fórmulas - Martes 23 de Abril de 2002 “Yo amo los mundos sutiles, ingrávidos y gentiles, como pompas de jabón.” Antonio Machado Alisa junto a la ventana y yo mirándola. No puedo evitarlo. Hay días que haga lo que haga no me entero de nada, entonces me aburro y empiezo a mirar alrededor. Hoy me entretengo con Alisa, que me parece que divaga como yo, aunque ella mira fijamente a la pizarra. La profesora está espesa hoy, más de lo normal, y sus ojeras la delatan: está muerta de sueño. Pero es normal, casi todos dormimos menos horas de las que deberíamos, no aprendemos. Luego miramos a los niños de cinco años cómo corren y saltan y nos preguntamos: ¿cómo podrán? Pues eso, pueden porque se meten en la cama a las diez, y a algunos con suerte hasta les cuentan un cuento antes de dormirse. Tampoco beben cervezas, ni café, ni fuman. Pero Alisa no tiene ojeras, es como si hubiese salido de 113 una incubadora así de repente, vestida y peinada, con su estuche y su cuaderno forrado con lunares. Lleva unos zapatos extraños, brillantes y rojos, unos leotardos negros y una falda justo por encima de las rodillas. En clase nadie más lleva falda, bueno sí, Tomás, pero la falda de Tomás no es una prenda de vestir, es parte del propio Tomás. Tomás y su falda, que cuenta que tiene varias iguales y las va alternando, no sé yo. Pero lo mismo que dicen que hacía Einstein, comprarse muchos trajes iguales para no perder tiempo eligiendo la ropa por las mañanas. Y Tomás quiere ser como Einstein, como Einstein pero con falda. Claro que la falda de Tomás no tiene nada que ver con la de Alisa. La de Tomas es marrón y larga, que parece que se ha escapado de un mercadillo medieval. Él es así, dice que si por lo menos hay diez mil años de moda humana, ¿por qué tiene que conformarse con ir a la última? Así que se cose su propia ropa, come comida reciclada y viaja nada más que andando. La falda de Alisa es más bonita, sin duda, y me pregunto que pensaría ella de que yo piense en su falda. Me jode no conocerla, yo que la observo tanto sin poder evitarlo. Me intriga, es un misterio más grande que la nieve, y no soy sólo yo, somos muchos los que no comprendemos y nos miramos disimuladamente, incluidos los profesores, que parece que tampoco pueden entender por qué Alisa cuando sale a la pizarra siempre lo hace tan mal. Eso sí, siempre llega a algún resultado que parece convencerla y lo recuadra mimosamente con una tiza azul que se saca del bolso. Pero no es sólo que lo haga mal, lo que suele pasar normalmente es que al minuto de estar en la pizarra sus argumentos se han vuelto totalmente incomprensibles. Antes, eso he oído, los profesores la interrumpían cuando empezaba a liarlo todo y le explicaban que así no, pero 114 ella se resistía, decía espera espera y seguía adelante en sus caminos inexplicables, sin ver la cara de alucinados de sus compañeros. Hubo discusiones y llamadas privadas al orden, pero no hubo manera de normalizar la situación. ¿Normalizar el qué?, ¿normalizar cómo? Un profesor decidió por su cuenta no dejarla salir a la pizarra a corregir los ejercicios, a lo que ella respondió con una carta al decano alegando su derecho legal para estar en esta universidad, para ir a clase y para participar como una más. No, si tenía razón y todo. ¿Que sus explicaciones eran absurdas e incomprensibles?, bueno, a ella le parecen absurdas e incomprensibles las de algunos otros que siempre sacan dieces. ¿Qué son los profesores los que tienen que decidir qué es lo que es absurdo y qué es lo que no? Muy bien, lo acepta, aunque menudo papelón…. Pero bueno, entiende que los profesores al final son los que deciden y por eso deciden suspenderla. Y ahí no se mete Alisa, pero parece que los suspensos le importan poco. A ella lo que le interesa de esta facultad son las matemáticas, le gusta eso de resolver problemas y dar paseos pensando en ellos como hacen los matemáticos famosos. Pasea con su perro por los árboles del barrio y aunque le cuesta mucho siempre se le ocurren soluciones. A veces hasta varias diferentes. Por eso está contenta de haber elegido matemáticas y de haber aprobado Álgebra Básica, una asignatura de primero que le permite quedarse todo el tiempo que quiera en la carrera. Jimena, que habla mucho con ella - quién fuese Jimena sabe cómo hizo Alisa para aprobar el Álgebra de primero: se la aprendió de memoria. Alisa llegó del instituto muy contenta, había sacado un diez en las matemáticas de la selectividad y después de un 115 verano larguísimo - ese verano sin asignaturas para septiembre - llegó a la facultad con muchas ganas. Lo malo es que al tercer mes de clases, más o menos en Navidades, se dio cuenta de que seguramente iba a suspenderlas todas. Siempre le salían mal los ejercicios, y lo peor es que muchas veces, incluso con la solución delante, ella seguía pensando que lo suyo no estaba mal del todo, que lo único que cambiaba era su punto de vista. Eso es lo que les decía a los profesores en las tutorías, si no sería quizás el punto de vista, pero la respuesta era siempre la misma: que No, que estaba mal y que lo mirase más despacio en casa. Algunos cogían un papel, otros se acercaban a la pizarra del despacho y pintaban líneas, letras o números, depende. Líneas, letras y números como los que hacía Alisa, iguales pero al parecer mejores, de alguna manera incomprensible más correctos. Ella entonces acariciaba su cuaderno abierto y ponía toda la atención en la explicación, miraba los dibujos, los números y las letras y los relacionaba con alguna frase de la explicación del profesor. Dejaba que su cabeza pensase en todo eso a la vez: números, letras, dibujos y frase, que se mezclasen y cobrasen sentido, con esa magia que tiene la compresión y que no puede ser forzada. Pero por fin, cuando llegaba la idea y Alisa comprendía, dejando sitio libre para nuevos números-letras-dibujo-frase; cuando Alisa sonreía para adentro y deshacía el nudo, entonces el profesor, con los ojos en la pizarra y no en ella, había avanzado cuatro o cinco frases, dos o tres dibujos y no se sabe cuantos números y letras. La sonrisa para adentro de Alisa se desvanecía y se volvía la sonrisa para afuera, en una de esas sonrisas educadas de “no me estoy enterando de nada”. Jimena me cuenta todo esto mientras me deshace los nudos del pelo en la cafetería de la facultad. Nos hemos escapado de milagro de una charla sobre inteligencia 116 artificial que prometía mucho pero que después de un rato no era más que una ristra de fórmulas en la pizarra. <<No se por qué las llamarán charlas>>, me dice Jimena, <<y no sé por qué tú no usas suavizante>>. Hemos pedido dos cafés y dos donuts, pero los cafés estaban tan calientes que todavía siguen casi enteros, tranquilos como nosotros, que hasta dentro de hora y media no tenemos clase y hoy que hemos empezado a hablar de Alisa no vamos a dejarlo así sin más. Porque yo sé que Jimena también tenía ganas de hablarlo conmigo, que sabe que mi curiosidad no es cotilleo. Después de desesperarse en los despachos durante un mes, Alisa estaba hecha un lío y bastante triste. Lo hablaba con los compañeros, que más o menos estaban igual, y los repetidores decían que eso era lo habitual el primer año: no enterarse de nada. Así llego febrero y todas suspensas, lo normal, ¿no? Bueno, normal o no Alisa decidió que en junio aprobaría una, porque sólo así podría quedarse en la carrera y pasar un verano relajado. Eligió la más corta de las asignaturas y se la aprendió de memoria, de memoria total, sin entender nada de nada. De hecho aún hizo esfuerzos por desentender lo que ya había entendido. Pensó que con lo poco que le gustaba a los profesores su manera de pensar, a poco que razonase en el examen la suspenderían. Se lo tomó como un pequeño sacrificio, un esfuerzo más después de la selectividad. Y aprobó. De hecho saco notable. Ya no la podían echar, así que se fue de vacaciones dos meses y medio y ni se planteó estudiar el resto para septiembre, pensó que si no era capaz de entender a los profesores durante el año no lo iba a conseguir ella sola en verano. Desde entonces no ha vuelto a aprobar ni una asignatura más. Jimena me dice que no sabe cuántos años hace de eso, pero que como mínimo cinco o seis, que hace poco estuvo en clase un alumno de quinto, de esos que hacen prácticas 117 con los profesores, y se fue derecho a hablar con ella. Al parecer era uno de los primeros amigos que tuvo Alisa en la carrera. Empezaron juntos y al principio tenían mucha relación pero hacía dos o tres años que casi no se veían. Él se pasaba el día en la biblioteca de físicas para que no le interrumpiese ningún conocido, con una montaña de libros y sin hablar a nadie. Un chico raro, majo, pero raro. La cafetería está mas vacía de lo normal a estas horas, será que hoy está media facultad atrapada en la conferencia, al menos los que suelen estar en la cafetería. Mientras tanto, yo a salvo un piso más arriba, descubriendo que me relaja que me deshagan los nudos del pelo. Jimena lo hace con mucho cuidado, despacio y suave para que no me duela. Le pido que me cuente más, si sabe qué opinan los padres de Alisa de que su hija no apruebe nunca, o si sabe qué opina ella misma, que me intriga más aún. Entonces Jimena le da la vuelta a mi cabeza, deja por un momento los nudos del pelo y me mira a los ojos con una sonrisa canalla. Seguro que piensa que me estoy pillando por Alisa o algo así, que no he podido resistirme al misterio que la rodea. Pero no es eso, vamos, creo que no, aunque cada vez pienso más en su falda, en su cuaderno y la tiza azul que siempre lleva en el bolso. Me quedo como pasmado cuando sale a la pizarra y le da vueltas inexplicables a una función, cuando después de que el profesor con más mala leche de la facultad le reviente su ejercicio y su futuro como matemática ella levante la mano, tranquilamente, como voluntaria para resolver el siguiente ejercicio. Entonces es mi heroína. Jimena me cuenta un poco más pero pronto se le acaban las historias, ya me ha explicado todo lo que sabe de ella. - Si quieres sigo, pero entonces me lo tengo que inventar. Deberías hablar tú con ella y preguntarle directamente, veras como es muy maja. 118 - Sí claro, voy y me presento así por las buenas. - ¿Por qué no? Oye, ¿y si le propongo hacer ejercicios juntos y te apuntas tú también? - Joder, hacer ejercicios con ella tiene que ser increíble. - ¿Por qué? - Pues porque piensa diferente. - Todos pensamos diferente. - No, ella más. - ¡Bah! Mientras discutimos esto se sienta con nosotros Álvaro, un amigo que está haciendo el doctorado. - Jime, ¿vas a subir a León en Semana Santa? - Sí, pero todavía no sé si el viernes o el sábado. - Lo digo porque yo voy a ir con el coche el sábado, y no muy temprano. - ¡Qué bien, gracias!, cuando sepa qué día subo te doy un toque. Hoy que he empezado a informarme no voy a parar. - Álvaro, ¿tu sabes algo de Alisa? - ¿Qué Alisa? - Pues quien va a ser, Alisa, la chica de las faldas, la que 119 no aprueba nunca, seguro que has oído a los profesores del departamento hablar de ella. - A ver Miguel, claro que sé quien es Alisa, así que estas interesado… - No es eso, todos igual, no me dirás que no es interesante la chica. Curiosidad nada más. - Algunas cosas sé, pero no del departamento. Es por el grupo de teatro. - ¿Ah sí? - Hace unos meses, cuando fuimos a actuar a un manicomio, que tú te escaqueaste, detrás de nosotros actúo otro grupo. No hacían teatro, o sí, no lo sé, más bien leían cuentos, cantaban y montaban cualquier cosa en relación a un tema concreto, así que sí que se podría llamar teatro. La cosa es que me gustó bastante y en la merienda que nos habían organizado los del manicomio me acerqué a un chico del grupo para preguntarle cómo preparaban las actuaciones. - ¿Y cómo las preparaban? - Eso da lo mismo, luego os lo cuento, lo importante es que nos pusimos a hablar y cuando acabó la merienda le dije que si quería le acercaba a Madrid en coche. Nos fuimos de cañas, al principio venía también una chica del otro grupo, que es por quién yo propuse lo de las cañas, pero la chica se fue muy pronto a su casa y seguimos los dos solos de bares. El caso es que cuando le dije que estaba haciendo un doctorado en matemáticas en la Complutense me preguntó si conocía a una chica que se llama Alisa. Le dije que sí, claro, y me contó que era una de sus mejores amigas y que se conocían desde pequeños. 120 - Me suena algo de un amigo de Alisa que hace teatro – dice Jimena – , espera ¿era teatro o rugby? El caso es que una vez me dijo que la acompañase a verle. O quizás no era Alisa la que me lo pidió, pero sí, sí que era, ¿o no?, no lo sé. Venga da igual. - La cosa es que este chico y yo, aunque no nos conocíamos de nada conectamos a la primera y nos pusimos a contarnos el uno al otro cosas de esas que normalmente no le cuentas a casi nadie, no por nada en especial…sino porque no surge. Y yo creo que él en concreto tenía muchas ganas de hablar de Alisa porque en cuanto le dije que la conocía de vista no paró de hablarme de ella. - ¿Y? - Pues nada, que se conocen desde siempre, sus padres son amigos, han ido al mismo colegio y al mismo instituto, incluso al mismo pueblo de vacaciones, el pueblo de sus padres. - ¿Cómo se llama el chico? – pregunta Jimena. - ¿Por? - No sé, así le pongo cara. - Luis, se llama Luis. ¿Pero por donde iba? - Mismo colegio, mismo instituto, mismo pueblo,… - ¡Ah sí!, cuando acabaron el instituto, Luis no aprobó las pruebas de entrada en Bellas Artes y se fue a pasar un año a la Republica Checa. - Eso es lo que tenía que haber hecho yo antes de empezar 121 la universidad, irme un año por ahí. - Es que además su madre es de allí. Mientras tanto Alisa empezó matemáticas, te estoy hablando de hace…, espérate, si Luis me dijo que eran del 76, Alisa debió de entrar en matemáticas en el 94, es decir, hace ocho años. - Qué fuerte. - El caso es que un año después, cuando Luis volvió de la Republica Checa, Alisa ya no era la misma. O eso le pareció a él. Y eso que, según Luis, ya en el instituto Alisa tenía un problema con las matemáticas y es que razonaba de una manera diferente al resto. - Eso es lo que le acabo de decir yo a Jime y no me cree. - Es que yo pienso que todos razonamos de maneras diferentes. - No es lo mismo – dice Álvaro – lo de Alisa, según me han contado, es más a lo bestia, como que funciona con otra lógica. ¿No habéis estado con ella en clase? Sí que hemos estado con ella en clase, de hecho seguimos estando: en Análisis de primero y Jimena también en Informática, que es donde les ha tocado hacer una práctica juntas y es por eso por lo que hablan tanto últimamente. Estando con Alisa en clase es imposible no llegar a la conclusión de que piensa diferente. Es imposible, pero Jimena sigue insistiendo, dice que igual de imposibles de entender le parecen los razonamientos de Alisa que los de Jesús, un chaval que siempre saca dieces. Incluso Álvaro, que nunca ha estado con Alisa en clase, me da la razón a mí. Y es que hasta el tal Luis, que la conoce desde que eran pequeños, dice que Alisa siempre ha tenido un problema con las matemáticas. 122 - Oye Álvaro, ¿y no te contó Luis por qué entró Alisa en la carrera? -Sí que me lo contó, pero que a esas alturas Luis ya estaría de coña, o muy borracho, porque me habló de una nube de pensamientos entrando por la ventana del profesor que corregía el examen de selectividad de Alisa. - Ah, ¿y te quedaste con la historia de la nube?, ¿no le preguntaste más? - No, luego nos pusimos a hablar de Formula 1. Además, yo no la sabría contar porque no me acuerdo casi pero a mí la historia de la nube me pareció muy bonita. Me quedo sin saber nada más porque a Álvaro le pierden las buenas historias, ¿y la realidad qué? Aunque no sé de qué me quejo, a mí también me pierden las buenas historias, incluso las malas cuando me las he inventado yo. Así que sin ningún pudor me imagino la vida de Alisa por las tardes, cuando llega a casa y se pone a hacer los ejercicios, porque seguro que los hace nada más llegar, abriendo la nevera para coger un yogur y una onza de chocolate O los fines de semana, saliendo de bares con sus faldas de colores y sus zapatos rojos, con sus amigos, por ejemplo con Luis, sentada en las butacas de un pequeño teatro mientras él cuenta historias del país de las nubes o infla globos con forma de elefante. Sentada y pensando en sus cosas, o no pensando en nada mientras mira el escenario y se ríe. Y los paseos, sobre todo los paseos, porque Jimena me ha contado que Alisa sale todas las tardes y pasea con su perro. Entonces es cuando piensa más intensamente en los teoremas y resuelve los problemas que luego nos presenta en la pizarra. Jimena me tira de la camiseta y me doy cuenta de que ya no sé de qué están hablando estos dos. 123 - Oye que no os he dicho nada –nos dice Jimena - muy buena la obra esa del fumao que hablaba con su conciencia, que no os había dicho nada. - ¡Calla! –dice Álvaro - que estoy harto de hacer obras de esas, yo quiero hacer a Ibsen, a Valle-Inclán, a Becket..., teatro de verdad. - ¡Bah!, teatro de verdad es el que hace reír o llorar, y vosotros a mi me hacéis reír. 124 6. El norte - Domingo 23 de Junio de 2002 Luis está sentado en un vagón casi vacío de un tren larguísimo con un solo revisor. El viaje es de norte a sur, es decir: de vuelta. Ya ha llegado lo mas al norte que podía llegar en un tren, al menos en Europa, y eso es lo que andaba buscando, perderse en el norte. Más allá, quizás se rompan las vías en invierno, piensa Luis, y es que según un vendedor de perritos calientes con el que ha estado hablando en la estación, el trayecto entre Narvik y Kiruna, que une Noruega y Suecia a través de unas montañas siempre nevadas, es un trayecto imposible. Si existe es porque lo construyeron prisioneros de los nazis durante la segunda guerra mundial para trasportar víveres y armamentos desde el puerto de Narvik hasta Suecia, país neutral. Su mujer, que estaba vendiendo helados en el puesto de al lado, decía que no, que de los nazis nada, que la vía del tren la construyeron los suecos a principios del siglo XX para conectar las minas del norte de Suecia con el puerto de Narvik. Tanto si la construyeron los unos o los otros seguro que los obreros no lo pasaron nada bien. Pero para el viajero el trayecto es espectacular: las montañas llenas de nieve a 125 mediados de junio, el sol de medianoche, desfiladeros que cortan el aliento... En invierno, este sería un viaje en la oscuridad total sin embargo ahora no se pone el sol en todo el día y Luis no puede despegar los ojos de la ventanilla. Y lleva muchos kilómetros así, muchos días de viaje. Hace un mes, el 25 de Mayo, Alisa se casó en Granada en una iglesia chiquitita del barrio del Albaicín, muy bonita y mucho sol. La boda fue un sábado por la tarde, pero casi todos los invitados llegaron allí el viernes, al menos los que venían de parte de Alisa: los amigos del instituto, los del pueblo, los de la universidad, la familia y amigos de la familia, hasta el abuelo Benito, que no salía de casa desde la muerte de Margarita. Luis pertenecía a casi todos los grupos, amigo del instituto, amigo del pueblo y amigo de la familia, así que le llamaban de aquí para allá. Luis esto, Luis lo otro, ¿dónde nos sentamos nosotros?, ¿dónde hay que ir después de la misa?, ¿dónde está Alisa?, ¿está nerviosa? ¿Y tú Luis, dónde te sientas, con nosotros, no? Querían que se sentase en cinco mesas diferentes, y es que como Alisa y Juan no habían asignado un sitio concreto para cada invitado allí no se sentaba nadie. Tuvieron que ser Luis y una de las hermanas de Juan quienes planearon, en menos de quince minutos, la colocación de los invitados. Alisa y Juan mientras tanto estaban desaparecidos, seguramente en el medio de un corrillo de gente, ¿pero en cuál? Luis acabó por sentarse con los amigos del instituto, que es a los que hacía más tiempo que no veía, pero a cada poco se le acercaba alguien por detrás a hablar con él. Bebió bastante vino en la cena, y después, en la fiesta en Las Cuevas, su tío Manuel le convenció para compartir una botella de tequila. Eso fue un error. Manuel estaba triste porque Karin había anulado a última hora su vuelo 126 por culpa de un examen y Luis no sabía que su tío tuviese tanto aguante bebiendo, quién lo iba a pensar del tío Manuel, que se pasaba los fines de semana leyendo en casa. - Te entiendo Luis. Yo lo pasé igual de mal en la boda de su madre – le dijo Manuel así a bocajarro en un rato que él no paraba de mirar a Alisa para intentar encontrar un hueco e ir a hablar con ella. - ¡Qué dices!, lo que pasa es que me apetece hablar un poco con ella. No sé, a mí me da igual esto de las bodas pero… ¡joder!, en esta la que se casa es Alisa, que es casi como si fuese mi hermana. - Casi. Tu lo has dicho, si de verdad fuese tu hermana no la mirarías así. - Lo que pasa es que no la he visto en todo el día, sólo desde lejos, diciendo el sí quiero y hablando de corrillo en corrillo, que no ha parado. - Yo estuve con ella nada más que cinco minutos de la iglesia al restaurante. Luego llegó María y se la llevó a saludar a no sé que parientes de La Rioja. - Oye, ¿y tú con María qué?, ¿cómo que lo pasaste mal en su boda? La de cosas que yo no sabré de vosotros… - ¿Qué nosotros? - Pues quiénes vais a ser: tú, mis padres, Javier, María…Que como ya os he conocido de vida familiar me cuesta imaginaros antes. Manuel no era tan inmune al tequila como pensaba su sobrino, así que de pronto se soltó y le habló de aquella 127 otra boda, de lo bien que lo había pasado en Madrid en aquellos cinco años en que estuvo estudiando, del día que conoció a María en una fiesta en su casa, y, esto último se lo cuenta a Luis con un poco de culpa; de cuando intentó ligársela a espaldas de Javier, con poco éxito, eso sí. Luego empezó a hablarle de los años en California, de cuando conoció a Martha en una fiesta que organizó un profesor islandés y la dejó embarazada de Karin. Los dos borrachos y empapados después de haberse caído a la piscina del islandés, al que por cierto no volvieron a ver. Luis no se podía creer que su tío Manuel le estuviese contando todas estas cosas y le dejaba seguir, escuchando atento, casi sin decir nada porque el otro no callaba. A la vuelta de California, le dijo Manuel, Madrid no era el mismo, o era él quien había cambiado. El caso es que pasó unos años muy malos, bebiendo y tonteando demasiado con la coca. Mientras tanto, algunos fines de semana los pasaba con su hermano y sus sobrinos. Sí, Luis se acuerda del tío Manuel llegando a casa los domingos a la hora del aperitivo con una empanada debajo del brazo, o en la casa del pueblo, haciendo excursiones con los abuelos al caserío. Manuel le confesó a su sobrino que durante unos cuantos años había llevado dos vidas, una de día y otra de noche. Luis seguía escuchándole pero de repente no se podía quitar de la cabeza que en esta boda él podría ser el novio. Quizás porque los invitados habrían sido casi los mismos que los que habrían ido a su propia boda, porque su tío le había pillado en no se sabe qué mirada o porque se había pasado el día queriendo hablar con ella sin poder hacerlo, bloqueado como nunca lo había estado, y menos con Alisa. Pero él nunca había pensado en casarse, y tampoco en Alisa de esta manera. Él podría ser el novio, bueno, eso es decir mucho, primero tendría que querer Alisa, y también tendría que querer él, ¿quería él ser el novio? No. 128 La verdad es que no. ¿Entonces qué significa toda esta tontería? Luis se dio cuenta de esto y se relajó un poco, pero aún así le fastidiaba no haber hablado con ella. Entonces pensó que era un cansino y que tenía que volver a entrar en el local, hablar con ella y dejar de hacerse el mártir. Un mes más tarde Luis se sonríe pensando en todo esto, al final habló con Alisa y los fantasmas desaparecieron. Ahora mira por la ventanilla del tren y se pregunta si esta noche por fin se hará de noche o no. Lleva una semana al norte del círculo polar en pleno mes de junio así que ha visto, por fin, el sol de media noche. Desde que se lo contaron en el colegio siempre había sentido mucha curiosidad por ello, horas y horas de sol todas seguidas. ¿Sería el sol de las dos de la mañana igual de brillante que el de por la tarde? Y la respuesta es sí, el sol de las dos de la mañana es el de las dos de la mañana nada más que porque en el reloj pone que lo es, si no uno estaría perdido. ¿Pero cómo medirían el tiempo antiguamente los esquimales? Quizás es que no medían el tiempo. A Luis, de repente le entran muchas ganas de saber sobre los esquimales así que lo apunta en su cuaderno: aprender sobre los esquimales. Igual que hace una hora también apuntó: los nazis en el norte de Europa durante la segunda guerra mundial. Una semana de sol, sin noche y casi sin tiempo. Días para pensar, para no pensar, incluso para aburrirse. Qué vértigo, y es que hacía mucho tiempo que Luis no se aburría. Pero mucho. La última vez que recuerda fue el verano de después de séptimo de EGB. Aquel año, cuando sus padres le preguntaron si se quería ir de campamento, él como siempre les contestó que no, que prefería quedarse en Madrid. Y eso que esta vez hasta su hermano David, que es dos años más pequeño que él, se había apuntado a un campamento que organizaba el colegio. Luis se quedó 129 en Madrid con Ana y sus padres, pero Ana tenía ocho años y muchas amigas también de ocho años que todavía no se iban de campamento. Así que se bajaba todos los días a jugar a las plazas del barrio o al arenal. Los amigos de Luis sin embargo tenían doce años y sí que se iban de campamento; la mayoría además al mismo, al campamento del cole en el que también estaba su hermano. En esa época Luis además de amigos normales tenía un mejor amigo, Roberto, que como estaba bastante comprometido con el tema de ser mejores amigos le llamaba cada tres días desde el campamento para contarle lo bien que se lo estaba pasando. Mientras tanto Luis se levantaba tarde, paseaba por la casa en bañador, veía la tele y leía comics o libros del Barco de Vapor tirado en el sofá, en la cama o en el suelo, buscando el sitio de la casa donde se estuviese más fresquito. Al mediodía venía Rosana, les hacía la comida y Luis tenía que bajar a la calle a buscar a su hermana por todos los sitios para que subiese a comer. Rosana se quedaba con ellos hasta las cuatro; eso es lo que habían decidido sus padres. Pero Luis no estaba de acuerdo. Si acababan de comer a las dos y media, ¿porque tenía que estar Rosana con ellos tanto rato? - Para estar con vosotros, que no podéis estar en la calle a esas horas con todo el calor – le decía su padre. - Pero qué tiene que ver que esté Rosana en casa con que salgamos o no salgamos a la calle. Yo tampoco salgo a la calle por las mañanas y no está Rosana. - Ya sé que tú no sales a la calle a ninguna hora, que tampoco es normal, pero tu hermana sí, y no está de más que estéis acompañados un rato, que otros niños de vuestra 130 edad tienen una niñera todo el día y hasta duerme con ellos. Ese último argumento – o amenaza – acababa con todas las discusiones. En el fondo el verdadero problema era el Tour de Francia. Si no, a Luis no le habría molestado que se quedase Rosana hasta las cuatro. Le caía bien y además era guapa, pero no quería ver el Tour ni loca, decía que cualquier cosa menos eso. Así que después de comer se sentaban delante de la tele del salón y hacían eso, ver cualquier cosa menos el Tour. Cuando se iba Rosana Luis cambiaba de canal y veía los finales de las etapas. Ese era el momento más excitante del día, lástima que solo durase media hora. Luego llegaba la tarde inmensa, otra vez los comics, el Barco de Vapor y las películas del videoclub. También se le pasaba las horas viendo los programas navideños de martes y 13, que los grababa todos los años. A veces jugaba con Ana, se metía en su cuarto y le preguntaba si podía jugar con ella. Pero Ana no hacía nada del otro mundo, jugaba con sus juguetes y sus muñecos, pintaba…Las mismas cosas y las mismas muñecas con las que Luis solía jugar en casa de Alisa unos años antes. Pero jugar con Ana no era lo mismo que jugar con Alisa, Ana era más pequeña, o más exactamente era él el que era más mayor y esas cosas ya no le divertían. ¿Y Alisa?, ¿también estaba de campamento? No estaba de campamento pero tampoco en Madrid.Eella se pasaba julio entero en el pueblo, que para eso su padre era profesor de instituto y tenía muchas vacaciones. A Luis le decían sus padres que podía irse él también al pueblo y quedarse con los abuelos hasta que ellos llegasen, pero no quería. Y eso que cuando luego llegaba a principios de Agosto le daba mucha rabia porque los amigos ya habían hecho muchas cosas juntos y él se las había perdido. Eso 131 sí, en dos días ya se le había olvidado que él no estaba antes y le parecía que llevaba la vida entera en el pueblo. Allí tenía otro mejor amigo, Héctor, y como quizás no estaba bien tener dos mejores amigos Roberto no sabía nada de la existencia de Héctor, aunque Héctor sí de la de Roberto. Y es que a Roberto no se le podía ocultar fácilmente porque seguía llamando cada tres días, ahora a la casa de los abuelos, y a veces estaba Héctor por allí. Muchos días iban a casa de Héctor, y no sólo ellos dos sino todos los amigos, que durante mucho tiempo fueron cinco chicos y Alisa. Y es que Héctor no tenía una casa, tenía una finca. Estaba fuera del pueblo y había que ir en bici, cosa que siempre era motivo de discusión en casa porque la abuela no quería dejarle ir. Esa era una de las razones por las que a Luis no le gustaba ir al pueblo antes de que llegasen sus padres, porque la que mandaba entonces era la abuela, y mandaba más. En la finca de Luis había naranjos, higueras, almendros, zarzas y perros que por suerte los ataban cuando llegaban ellos allí. Cerca de la casa, una casa grande y de pueblo; una fuente se conectaba directamente con un pozo, y de ella salía siempre el agua muy fría, que ellos se acercaban a beber de vez en cuando entre carrera y carrera. La finca era muy grande, al menos eso les parecía a ellos. De hecho, por uno de los extremos, detrás de un pequeño repecho que ocultaba la casa y que le daba al lugar la apariencia de ser mas lejano aún, pasaba, y sigue pasando, un riachuelo que a veces forma una pequeña poza. Entonces se bañaban, y no debían porque era agua estancada, pero nadie les veía. Otros días iba él sólo a la finca de Héctor. Esa era la diferencia entre ser mejores amigos o no serlo, aunque fuesen unos mejores amigos de temporada. Esos días eran 132 diferentes, mas tranquilos, y se parecían un poco más a los de Madrid por esos ratos de no hacer nada y de ver la tele después comer. Pero por otro lado no se parecían en nada porque estaban en mitad del campo y porque no eran uno sino dos los que se aburrían. Cuando ya no soportaban más estar dentro de casa después de comer salían a la calle y se sentaban el suelo a mirar las hormigas, que formaban líneas rectas desde el hormiguero hasta una miga de pan o hasta una avispa muerta que debía de ser un manjar para ellas. ¿Cuántos años viven las hormigas?, apunta Luis en su cuaderno de viaje, preguntándose si las mismas hormigas a las que ellos incordiaban poniendo palos y piedras en mitad se su camino recto seguirán todavía en la puerta de la casa de Héctor, coleccionando avispas y trozos de patatas fritas en el mismo hormiguero. ¿El mismo hormiguero?, quizás las hormigas sigan viviendo pero el hormiguero seguro que ya no existe, habrá sufrido inundaciones y desprendimientos, y las hormigas habrán tenido que mudarse varias veces, las mas fuertes con las avispas a cuestas, las pequeñas con los trozos de patatas y la reina a hombros de sus súbditas, que son todas. Las hormigas no, pero quien sí que sigue en la misma casa es Héctor, con sus padres ya jubilados y él sin saber muy bien qué hacer, trabajando por las mañanas en una ferretería y por las tardes cuidando de la finca. Cuando acabó el instituto a punto estuvo de irse a estudiar a Madrid. Sus padres le animaron pero a él le dio miedo, estaba cómodo allí así que aplazó la decisión para el próximo año y así hasta ahora. Se excusa a sí mismo pensando que él, hijo único, no puede dejar a sus padres solos. Una mentira que ni él mismo se creía ya, como le confesó hace un mes a Luis en la boda de Alisa. Héctor todavía no se ha atrevido a dar el paso, ningún 133 paso, pero nunca es tarde, le ánimo Luis en la boda, y le contó que para él todo empezó a cambiar el verano de octavo, cuando por fin se atrevió y dijo que sí a lo de irse de campamento. El niño gordito y tímido que prefería ver las cosas antes que hacerlas ha vivido desde entonces en movimiento continuo. Después del primer campamento, sin dar explicaciones por el repentino interés, les pidió a sus padres que le apuntasen a judo y a pintura. Antón y Dita pensaron: ¡por fin!, pero eso era sólo era en principio. Después de tres veranos de campamentos, ya con quince años, Luis se apuntó a un intercambió que organizaba el instituto y estudió todo segundo de BUP en un colegio de Manchester. Volvió de allí jugando al fútbol, él, que siempre le tocaba de portero porque lo suyo más bien eran los cromos. Nadie, entre todos los amigos, se explicaba cómo había aprendido a jugar tan rápido, pero el caso es que lo hacía bien. Llegó con dos camisetas del Manchester United, bufanda, espinilleras, botas y balón, y Dita y Antón se asustaron pensando que su querido hijo lector se había convertido en un hooligan. Lo del fútbol le duró dos años, hasta COU, cuando entrenaba tres días a la semana y tenía partidos los domingos por la mañana, que no había manera de irse con él de fin de semana a ningún sitio. Los días de la semana que le quedaban libres seguía yendo a pintura, alternando ya con pequeños trabajos de grabado y escultura. Ya tenía claro que quería estudiar Bellas Artes. Y fue precisamente eso, el poder prepararse bien las pruebas de entrada a Bellas Artes y la selectividad, que eran casi al mismo tiempo, lo que le hizo dejar el equipo de fútbol, en principio por unos meses aunque luego nunca se reincorporó. Es raro, pero igual que le entraron las ganas aquel año en Manchester luego se le fueron con la misma rapidez. También es verdad que las cosas cambiaron mucho después del verano de selectividad porque como no consiguió entrar en ninguna de las facultades de Bellas 134 Artes, su madre le convenció para irse a pasar un año con su familia a la Republica Checa, en concreto a Praga . Allí se apuntó de nuevo a clases de pintura, eso por las mañanas. Luego al medio día, trabajaba de camarero en un restaurante español y las tardes y noches las pasaba con sus primos. Manchester le había pillado un poco pequeño, además se pasó el año jugando al fútbol. Sin embargo Praga era otra cosa, o Luis en Praga era otro Luis. Ya se parecía mucho al de ahora, que parece estar en veinte cosas a la vez, todas diferentes, y va apuntando planes, curiosidades y posibles obras de arte en una libreta que luego nunca repasa. A la vuelta de Praga consiguió entrar en Bellas Artes en Madrid. Lo pasaba bien yendo a clase, pero le sobraba bastante tiempo así que se apuntó a Tai-Chi y a un grupo de algo parecido al teatro. También empezó a trabajar algunas tardes en el taller de su padre. Esto último les pilló desprevenidos a todos, especialmente a Antón, porque hasta ese momento el único que se había interesado un poco por la mecánica en casa era David, que siempre había sido bastante manitas. Ni siquiera Luis pensaba que la cosa iba ir tan en serio ni que iba a durar tanto. Y es que ahora que le quedan pocas asignaturas para acabar la carrera, hace allí más de media jornada. Con el dinero que gana, le da para pagarse una habitación en un piso compartido en Argüelles. Vive allí con su primo Stefan, uno de los de Praga, y con Nancy, una inglesa que está haciendo la tesis en Madrid y que está pensando en cambiarse de nombre. Hablando con él en la boda de Alisa, Luis se dio cuenta de lo cerca que sigue Héctor de los hormigueros, de la poza y de los almendros. Ha crecido y está trabajando, su vida ha cambiado en ciertas cosas, pero lo que no ha cambiado es el ritmo. La propia Alisa lleva también una vida tranquila y organizada, entretenida con las 135 matemáticas y los largos paseos con Tritón todas las tardes. O con las películas antiguas que graba en la tele y ve con unos amigos que parecen la tertulia de Garci, los fines de semana en el pueblo o de camping en camping con Juan…Se han casado, pero de momento siguen haciendo la misma vida que llevaban antes, ella viviendo en Madrid en casa de sus padres y él en el pueblo, también con sus padres. Después de hablar con Héctor, Luis pensaba en todo esto y quería también para él un poco de esa calma. Y es que cada vez le ocurre con más frecuencia que no querría salir de la cama, se quedaría allí una semana, con el teléfono desconectado y la mesita de noche llena de libros. Fantaseaba con coger un tren e irse para el norte. Muy lejos, quizás quince días o un mes, solo, sin rumbo fijo, con uno o dos libros en la mochila y un cuaderno para dibujar y escribir. Una semana después de la boda Luis entregó el último proyecto de la última asignatura de la carrera. Salió de fiesta para celebrarlo y a la mañana siguiente se despertó con bastante resaca y sin saber qué hacer. Se había tomado un mes de vacaciones en el taller de su padre, la primera semana la había gastado ya encerrado en casa con el proyecto de la universidad y ahora le quedaban otras tres ya programadas: iba a participar en un taller de teatro en los Pirineos, iba a bajar a Marruecos con su primo Stefan y otros extranjeros que vivían en Madrid y por último iba a intentar retomar el contacto con unos cuantos agentes artísticos, jóvenes e inexpertos como él, que algún día en alguna fiesta le habían hablado de intentar mover sus obras. Tenía una lista con sus nombres y sus teléfonos, algunos los había conocido hace poco pero de otros ya no se acordaba ni cuándo ni dónde, ni de sus caras. Todo esto le daba vueltas en la cabeza y no quería salir de la cama. Había algo que no encajaba, se supone que esas tres semanas las había planificado él con cosas que le 136 apetecía mucho hacer, pero vistas así desde cerca y todas a la vez no le apetecía ninguna. Había trabajado mucho estos últimos meses en el taller y en la universidad para intentar acabar la carrera en junio y tener unas vacaciones tranquilas. Pero, ¿eran tranquilas las vacaciones que le esperaban? En teoría sí, porque un taller de teatro en los pirineos y un viaje con amigos por Maruecos no son precisamente actividades estresantes, pero su cuerpo y su cabeza le decían que no. Esto es pereza tonta, pensaba Luis, esa que siempre me da y luego se me pasa cuando estoy metido en algo. Ya, ¿pero qué pasaría si por una vez le hago caso a la pereza tonta y hago lo que de verdad me pide el cuerpo? Luis sabía muy bien qué es lo que le pedía el cuerpo: nada, no hacer nada. Esa misma mañana llamó a Huesca para decir que no participaría en el taller de teatro. Después, tras pensárselo un rato, fue al cuarto de Stefan y le dijo que no iría con ellos a Marruecos. Stefan estaba medio dormido encima de los libros. Llevaba estudiando desde las siete de la mañana para un examen que tenía al día siguiente, el último. Le dijo a su primo que tenía una semana para repensárselo, y que de todas maneras intentaría convencerle mañana o pasado, cuando estuviese más despierto. Pero no le dio tiempo. En menos de media hora Luis se había quedado sin planes y cuando volvió a tumbarse en la cama para seguir con su resaca ya no era lo mismo, la cabeza le dolía menos y se estaba despejando bastante. Se levantó y subió la persiana, hacía sol pero se veían unas nubes muy negras aproximándose por el oeste, seguramente por la tarde habría tormenta. Luis pensó que la lluvia le vendría bien a Stefan, que dice que en Madrid no se concentra estudiando porque llueve mucho menos que en Praga. Pero él no tenía 137 que estudiar, ni que dibujar o esculpir por obligación, tampoco tenía que ir al taller a ponerse perdido de grasa, podía hacer cualquier cosa, en concreto tirarse en el sofá a leer comics de Asterix. No, justo eso no. Luis ya no se acordaba pero cuando hizo la mudanza de su cuarto en casa de sus padres a este en Argüelles, no se trajo los comics de Asterix, ni los de Asterix ni ningunos otros. Increíble, y hasta ese momento no se había dado cuenta. ¿Pero en qué estaría pensando? Hace dos años que se mudó a esta casa , ¿y desde entonces no le han entrado ganas de leerse un Asterix? Lo cierto es que sí, muchas veces, pero no lo suficientemente firmes como para imponerse a todas las cosas por hacer y libros “serios” que leer. Con el teatro en los pirineos y el viaje a Marruecos recién cancelados Luis se quedó un buen rato mirando la estantería de su cuarto con cara de tonto. Había por lo menos diez o quince libros que no sabía muy bien qué hacían allí ocupando el lugar de sus cómics. Y es que ahora que tenía todo el día para él, quince días para él, no quería leerse ninguno de esos, quería sus Asterix, así que decidió ir a buscarlos a casa de sus padres. Salió a la calle despejado, se había quitado un peso enorme de encima y tenía ganas de andar así que antes de ir a casa de sus padres daría un paseo hasta el FNAC. Le sonaba que últimamente Uderzo había publicado uno o dos Asterix nuevos, iría allí a leérselos. Como vivía en Argüelles podía ir al centro andando, cosa que por cierto tampoco había hecho demasiadas veces en estos dos años. Empezó a caminar por las calles de Madrid, atento a todos los detalles, como si estuviese de turista por otra ciudad. Había muchos jubilados que iban a la compra, ellas en su mayoría con carritos y ellos con bolsas de plástico dobladas que les asomaban por el bolsillo del pantalón. Otros simplemente estaban sentados en grupos de dos o 138 tres, o solos, ocupando todos los bancos que daban al sol. Todavía estaban a siete de junio y el sol de las once de la mañana era tolerable, incluso agradable. Luis se sentó cinco minutos al lado de dos señores y una señora. Estaban hablando de eso, del sol, y también de las nubes que se veían venir ya desde el oeste y de la tormenta que iba a caer por la tarde. Ella tenía que ir a recoger a los nietos a la guardería y no sabía dónde había puesto los paraguas. Luis disfrutaba del sol, de la conversación y de la calma, y sólo cuando se empezó a sentir demasiado cotilla se levantó y siguió andando. El primer impulso aquella mañana, el de no salir de la cama, cancelarlo todo y pasarse quince días sin hacer nada le seguía rondando en la cabeza, pero ahora que se había puesto en marcha se le había mezclado con otro viejo conocido: las ganas de coger un tren y perderse hacia el norte, así que cuando por fin llegó al FNAC no sólo fue a la sección de cómics sino también a la de viajes. Estuvo ojeando una guía de Europa Occidental; podía comprarse un billete de Interrrail y visitar Francia, Bélgica, Holanda, Alemania, quizás Dinamarca… En quince días no le iba a dar tiempo a subir mucho más arriba. ¿Le pediría a su padre otra semana de vacaciones? Quizás sí, pero además de eso le iba a tener que pedir dinero, no de empleado sino de hijo, porque por muy barato que quisiese viajar, intentando dormir en los trenes algunas de las noches, se iba a gastar bastante dinero. Pese a que quería hacer un viaje sin rumbo fijo Luis no paraba de pasar páginas en la guía encontrando sitios donde querría ir. Ya estaba otra vez igual, no quería agobiarse pero no tenía remedio. Ciudades, ríos, parques naturales… En Francia, Bélgica, Holanda, Alemania... ¿Y Dinamarca? No estaba. Entonces la vio con el rabillo del ojo: la guía de 139 Escandinavia. Ahí sí que estaba Dinamarca, más pequeña de lo que la recordaba en lo mapas, y también Suecia, Finlandia y Noruega. Comparó las fotos que venían al principio de las dos guías: en la de Europa Occidental casi todo eran ciudades, en la otra paisajes. Y qué paisajes. ¿Y si se cogía un avión a Copenhague y empezaba el Interrail allí? Eso sí que sería una escapada al norte. Cuando llegó a casa de sus padres se conectó a Internet y estuvo buscando vuelos a Copenhague, no estaban tan caros como había imaginado. En la comida lo habló con sus hermanos. A David le parecía una tontería lo de querer irse a pasar frío pudiéndose ir con Stefan y otros amigos a Marruecos. Ana sin embargo decía que le daba envidia, y es que está en segundo de Teleco y ya en febrero le han quedado tres para septiembre así que le espera otro verano sin moverse de Madrid. En la cena, Luis se lo contó a sus padres. Le preguntó a Antón si era mucho lió que faltase otra semana del taller y les pidió algo de dinero. A Dita le parecía un poco aburrida la idea de irse sólo, pero Antón asentía con la cabeza, él nunca había hecho algo así. Lo único que le pidió a Luis es si podía estar en julio en Madrid, que es cuando el taller se pone a tope. Sí que estará en Madrid en julio, hoy es veintitrés de junio y Luis viaja ya de vuelta, camino de Estocolmo, donde hará la penúltima parada antes de coger un último tren a Copenhague. Allí pasará las dos últimas noches antes de volar de vuelta para Madrid el día veintinueve. El viaje también había empezado en Copenhague pero sólo había estado allí tres horas. Pensaba quedarse un par de días allí pero desde el mismo aeropuerto salían trenes hacia Suecia e incluso hacia Noruega. Era demasiado tentador. Lo pensó un poco y al final decidió seguir hacía el norte lo antes posible, ya tendría tiempo de visitar Copenhague a la vuelta. De momento sólo quería subirse en un tren y empezar a subir. 140 Cogió el tren. Eran las once de la noche y pensó que allí dormiría muy bien. Sin embargo, tres horas después de haber salido el tren, paró un buen rato y Luis se despertó. Estaban en Gotemburgo, eran las dos de la mañana y era de día. Ya no volvió a dormirse. Al día siguiente en Oslo se compró un antifaz para poder dormir. Con el antifaz puede dormir en los trenes y en cualquier sitio; duerme cuando tiene sueño, sin horarios. Aún así, a ratos, se pone nervioso y piensa que va muy rápido, que se está dejando demasiadas cosas sin ver, o que muy despacio y que no le va a dar tiempo a ver otras muchas. Y le sube la angustia. Entonces es cuando busca el baño del tren o del albergue, se mira en un espejo y se llama tonto unas cuantas veces. Será por está terapia o más probablemente por el sol, los paisajes y las caminatas de los últimos días pero la mayoría de los ratos ya no tiene angustia ni piensa en nada. Simplemente mira alrededor, o lee, o anda. Hace cinco o seis días, en Bodø, una pequeña ciudad costera al norte de Noruega, se acabaron los trenes al norte - se acababa la vía, no se podía ir más lejos - y tuvo que coger un autobús hasta Narvik, casi trescientos kilómetros más al norte, donde inesperadamente vuelve a aparecer una última vía de tren. Esta vía no mira al norte sino al este, a Suecia. Es por la que viaja ahora Luis, la vía que no tendría que existir, la que quizás construyeron los prisioneros de guerra de los nazis. Los casi trescientos kilómetros entre Bodø y Narvik, que en principio iban a ser de transición, otra etapa más en la búsqueda del Cabo Norte, acabaron por romper todos los relojes de Luis, y toda la angustia también, que se quedó sin espejos donde mirarse. En lugar de las cinco horas previstas que iba a tardar estuvo cinco días parándose en diferentes sitios de esa carretera, y es que daban ganas quedarse a vivir 141 después de cada curva, nunca había visto nada tan bonito. En Bodø se había subido el primero al autobús y se había sentado en la primera fila de asientos para poder ver bien el paisaje. A su lado se sentó una alemana a la que había conocido hace unos cuantos trenes, en el trayecto de Oslo a Bergen. Aquel día estuvieron hablando en el tren pero se despidieron en la estación porque ella no iba de albergues, llevaba su propia tienda de campaña y la montaba en cualquier sitio. En Escandinava está permitida la acampada libre pero a Luis, que sólo ha ido un par de veces de camping, le asustaba un poco no saber dónde poner la tienda; también los animales que pudiese haber en tanto bosque. Luis y la alemana, Yana, al encontrarse otra vez en el autobús, se contaron el uno a la otra sus respectivos viajes. Luis se daba cuenta de que su inglés no estaba tan olvidado como pensaba. Él ya había estado en las islas Lofoten y se las recomendaba muchísimo. Ella sin embargo se había entretenido más tiempo en los fiordos de alrededor de Bergen y pensaba cruzar a la parte norte de las islas desde Narvik. Después los dos tenían el mismo plan: seguir subiendo hacia el Cabo Norte. Luis iba a hacerlo por carretera, unas dieciocho horas de autobús ¿de verdad estaba tan al norte el Cabo Norte? - , pero Yana le contó que desde Tromsø, la siguiente ciudad después de Narvik, se podía coger un barco hasta allí, veintidós horas, y que luego, tras una breve parada, el barco seguía siete horas más hasta Kirkenes, en la frontera con Rusia. La opción del barco era un poco más cara y más lenta pero si hacía buen tiempo serían veintidós horas continuas de sol. Luis pensó que podría fijarse bien en el círculo que hacía el sol en el cielo, tumbarse, dar paseos en cubierta, mirar la costa, imaginarse los icebergs de un poquito más allá en el océano ártico… Tentador, así que empezó a hacer cálculos de tiempo y de dinero, le 142 preguntaba detalles a Yanna y apuntaba los cálculos en su cuaderno. Hasta que ella le cortó: - Deja de pensar en lo que vas a hacer mañana y mira el paisaje. Entonces levanto la vista y lo vio: montañas, sol, agua y nieve. Lo mismo que llevaba viendo estos últimos días pero aún más bonito. Ya casi no había pueblos ni casas, quizás una cada veinte minutos, de esas rojas con embarcadero. El autobús, que tenía cinco paradas programadas entre Bodø y Narvik, se detenía también en cualquier otro sitio. Luis y Yana, como iban sentados en la primera fila, se dieron cuenta de que bastaba con acercarse al conductor y pedírselo para que parase el autobús. También paraba para recoger a gente en cualquier sitio de la carretera. En una de estas paradas, mientras el conductor y el noruego que se había bajado charlaban un rato, Yana le dijo a Luis que ella también se bajaba, que cambiaba de planes y se quedaba a dormir una noche en esa zona. - ¿Te quieres quedar tú también?, es precioso, puedes dormir en mi tienda. No había mucho tiempo para pensarse nada, el conductor ya se había despedido de su amigo y Yana se había bajado del autobús. No se lo iba a ofrecer dos veces. Así que se bajó. Vieron cómo se marchaba el autobús. Luis miró uno de los folletos con los horarios y comprobó lo que ya se imaginaba: eran las ocho de la tarde y no iban a pasar más autobuses hasta el día siguiente. ¿Pero qué más les daba? Aún era de día y lo iba a seguir siendo toda la noche. Estuvieron andando un buen rato por la carretera, 143 acercándose y alejándose del mar, hasta que se encontraron con un camino que les llevaba directos a la orilla. Allí no había nada, ni casa roja ni embarcadero, y mucho menos gente, pero el camino estaba bastante bien cuidado lo que significaba que de vez en cuando alguien pasaba por allí. La orilla era de esas que quizás se puedan llamar playa, depende del tiempo que hayas estado sin pisar una y de las ganas que tengas. No tenía arena pero las piedras eran bastante finas. El agua estaba muy fría, sólo faltaban los cachitos de hielo flotando. La playa tenía unos doscientos metros de largo, luego volvían las piedras grandes. Ellos habían entrado en ella por el lado izquierdo y al llegar hasta el final descubrieron que de allí salía otro camino de tierra que seguía la línea de la costa, entre el mar y la carretera. Yana propuso dejar allí las mochilas y seguir por el camino, y así, después de dos o tres kilómetros, llegaron hasta una casita roja con embarcadero. No había nadie. Miraron por las ventanas y resultó que la casita sólo tenía una habitación: una cocinasalón muy acogedora con una televisión enorme y un yacussi. Yana era muy curiosa y tiraba de Luis. Lo inspeccionaron todo. Cuando se cansaron de andar volvieron al lugar donde habían dejado las cosas y montaron la tienda de campaña en la playa. En un principio habían hablado de dormir al raso pero se había levantado un poco de viento del norte, es decir: del polo norte, y pensaron que mejor sería no pasar frío. Ya dentro de la tienda, muy justa para dos, Yana le contó a Luis que estudiaba en Berlín pero que se había criado en un pueblecito en las montañas del sur de Alemania, casi en la frontera con Suiza. Su casa estaba en mitad del campo, a tres kilómetros del pueblo más cercano, así que iba todas las mañanas en bicicleta al colegio. Ella, sus hermanos y su madre, que no tenía coche. Su padre tampoco pero él se quedaba en casa casi 144 todos los días, y se sigue quedando. Es pintor. Luis se imaginaba la infancia de Yana como unas vacaciones continuas – que luego no sería para tanto - y alucinaba con la facilidad con que resolvía todos los problemas prácticos que se podían plantear en mitad del campo y alrededor de una tienda. Cuando paró un poco el viento salieron otra vez a la playa y se pusieron a cenar. En cinco minutos ella hizo una hoguera para calentarse mientras él juntaba la comida que llevaban en las dos mochilas y preparaba una cena con paté, queso, pimientos amarillos, manzanas y un pepino. El reloj de Luis decía que eran las doce de la noche así que el sol, según Yana, les indicaba ahora dónde estaba el norte: en el mar. Después de la cena a Luis le entró el sueño y se metió otra vez en la tienda. Yana dijo que se quedaba fuera un rato más. Luis se despertó en la oscuridad del antifaz, se lo quitó y se dio cuenta de seguía sólo en la tienda. A su lado el saco de Yana estaba abierto, lo que quería decir que había dormido allí, ¿pero qué hora era?, ¿cuánto había dormido él? Salió de la tienda y se la encontró buscando piedras por la orilla, piedras o conchas, algo. El caso es que iba mirando el suelo y mojándose los pies. Eran las siete de la mañana pero Luis ya no tenía más sueño, el sol ahora estaba en el este, detrás de las montañas, así que en la playa daba la sombra y hacía un poco de frío. Se puso a hacer una fogata como la que había hecho Yana el día anterior pero le llevó bastante más de cinco minutos. De hecho aquello no prendió de verdad hasta que no vino ella en su ayuda. Desayunaron galletas, manzanas y chocolate y en seguida Yana dijo de desmontar la tienda e ir a buscar el autobús para seguir hacia Narvik. Entonces Luis, sin pensarlo demasiado, dijo que él se quedaría un día más en la zona porque le había gustado mucho. 145 - ¿Quieres quedarte con la tienda? – le pregunto Yana al instante – te la vendo y me compro otra en Narvik. Esta me la compré en Oslo. - ¿En serio?- Luis había dicho lo de quedarse con la boca pequeña, y no había pensado en quedarse sólo. - Sí. La tienda no es difícil de montar uno sólo, y si quieres, antes de coger el autobús te puedo enseñar a hacer una buena fogata, que la vas a necesitar. - ¿Y cuánto cuesta una tienda en Narvik? – Luis estaba preguntando eso, las palabras salían solas de su boca, ¿de verdad que se iba a quedar? Yana le dijo que unas cuatrocientas coronas, más o menos cincuenta euros, pero que si le daba cuatrocientas cincuenta se podía quedar además con toda la comida que llevaba, así le daría para un día más. Así que no desmontaron la tienda, ella metió todas sus cosas en el macuto y se fueron hacia la carretera a esperar el autobús. Ya estaba solo. Yana se fue en el autobús de las once de la mañana y le dejó con una tienda de campaña, una bolsa de comida y el secreto de las fogatas sin carbón artificial ni gasolina. Luis se quedó un rato sentado al lado de la carretera, sin saber qué hacer, con la cabeza pesada y preguntona: ¿habré hecho bien?, ¿no debería de haberme ido con Yana?, ¿me va a dar tiempo a coger el ferry o el autobús hasta el Cabo Norte?, ¿qué se puede hacer por esta zona? La guía de viajes era escueta y sólo dedicaba tres líneas al trayecto entre Bodø y Narvik, decía, eso sí, que era un tramo de carretera precioso. Al parecer al que escribió la guía no se le ocurrió bajarse del autobús. El primer coche que pasó por allí se paró al ver a Luis y el conductor le preguntó, primero en noruego y luego en 146 inglés, si tenía algún problema o si quería que le llevase a algún sitio. Luis le dio las gracias y le dijo que no, que estaba acampado en la playa, pero aprovechó para preguntarle si había algo interesante que ver por la zona. El noruego le dijo que andando dos kilómetros hacia el interior se encontraría con un fiordo que avanzaba hacia el norte, casi paralelo a la línea de la costa y muy bonito. También le dijo que a cinco kilómetros de donde estaban, siguiendo por la misma carretera, había un pueblo con un supermercado y un bar con televisión con satélite donde ponían los partidos del mundial. Entonces volvió a la playa, recogió la tienda y se fue a buscar el fiordo. Después de eso los recuerdos se le mezclan. Estuvo todo el día caminando, durmió una noche a la orilla del fiordo, o dos, fue al pueblo y compró comida en el supermercado, y en un momento dado, seguramente cuando se estuvo bañando en el fiordo, perdió el reloj. La última vez que lo había mirado eran las tres de la tarde del día en que se marchó Yana, es decir, el 18 de Junio. Desde ahí hasta el 22 de Junio que llegó a Narvik el tiempo de Luis fue un continuo indescifrable, tan indescifrable que se puede decir que desapareció. Por eso no sabe si fueron una o dos noches las que durmió a orillas del fiordo, de hecho no tiene muy claro si dormía por la mañanas, por las tardes o por las noches. Dormía simplemente cuando le entraba sueño o cuando el viento frío le obligaba a meterse en la tienda. El sol, mientras tanto, lo único que hacía era dar vueltas en el cielo; así que después de dos curvas del fiordo Luis ya no sabía donde estaban el norte y el sur, el mediodía y la media noche. Sabía volver a la carretera, eso sí, desandando el camino andado, o dándose de golpe con ella, que es lo que le acabó por pasar cuando de repente se encontró con un puente que cruzaba su fiordo. Resultó que sobre ese puente estaba otra vez su carretera. 147 Allí cogió otra vez el autobús a Narvik pero pronto volvió a bajarse en otro sitio que le gusto mucho. Estaba tan atento a todo lo que veía y oía que se le olvidó preguntarle la hora al conductor antes de bajarse, tampoco le preguntó el día. Esta vez cerca de la carretera no encontró una playa sino un pequeño acantilado y unas cuevas a las que no se acercó mucho por si había animales escondidos. Ojalá siguiese Yana con él. En esa zona pasó una noche o dos y no se encontró con nadie. Ni pueblos, ni casas, ni embarcaderos: nada. Hasta que volvió a dar con la carretera. Allí le cogió en auto-stop un vecino del siguiente pueblo, Olof, que no hablaba nada de inglés pero que de alguna manera le invitó a cenar a su casa con su mujer, Agnes. En la cocina tenían un reloj y Luis se enteró de que eran las siete de la tarde pero no consiguió averiguar en que día estaban. Si hubiese insistido se habría hecho entender por gestos y se lo habrían dicho, pero le daba un poco de vergüenza preguntar eso, quizás pensasen que habían metido a un loco en casa. De lo que sí que se enteró a base de gestos era de que el matrimonio tenía un hijo trabajando en Oslo y una hija en Milán. Ellos estaban ya jubilados y se pasaban el otoño y el invierno en Gran Canaria. Llevaban haciendo eso cinco años pero no hablaban nada de español, allí tenían amigos noruegos y suecos con los que se entendían en su idioma. Luis durmió en la habitación de invitados de Olof y Agnes, en una cama con cabecero y bolitas doradas en las esquinas, como un rey. Y mientras se quedaba dormido, por primera vez en varios días, se paró a pensar en lo que estaba haciendo. Desde que Yana le animó a bajarse del autobús y más aún cuando ella se fue y él perdió el reloj, se había olvidado de planes de viaje, de guías y de horarios. No sabía en qué día vivía y muy probablemente ya no le iba a dar tiempo a subir al Cabo Norte. Tenía la sensación de haber estado vagabundeando alrededor de esa carretera lo menos diez días, ¡quizás ya se le había 148 caducado su billete de ínter raíl! Además tenía que estar en Madrid antes del uno de julio. Pero ya no sentía ningún tipo de angustia, como si su cabecita toc-toc, inventora de problemas, ya no existiese más y en su lugar hubiese ahora un hueco por el que pasaba el viento. En principio la idea del Interrail había sido esa, olvidarse de la angustia y de las prisas, pero Luis llevaba tan dentro el ritmo de Madrid que sin querer se había pasado casi todo el viaje pensando en círculos: queriendo ver más cosas, llegar más lejos, su cabeza convertida en una enorme base de datos de horarios y nombres. Pero se bajó del autobús, despidió a Yana y se quedó solo en un tramo de trescientos kilómetros al que la guía dedicaba tres líneas. Entonces su cabeza, sin nada que calcular, se había parado. ¿Y eso qué quiere decir? Luis había leído que los monjes budistas son capaces de dejar la mente en blanco durante horas, días o meses, y él se los imaginaba sentados con las piernas cruzadas, sin mover ni un músculo, con el hábito naranja y las moscas dando vueltas alrededor. Pero no es eso, que va, se puede estar sin pensar en nada y al mismo tiempo haciendo cosas. Eso precisamente es lo que le ha pasado a él. Cuando se fue Yana, mientras desmontaba la tienda de campaña para llevársela de la playa al fiordo, Luis empezó a sentirse muy aburrido, algo que no le pasaba desde los doce años. No sabía qué hacer, llevaba una novela en la mochila pero le quedaban pocas páginas y en seguida se la terminó. Así que se aburrió y se aburrió: sin amigos a quién llamar, películas por ver, libros para leer o trabajos por entregar. Se aburrió tanto que al final se aburrió de aburrirse. Ahí es donde la cabeza dejó de incordiar y se paró. Entonces acabó de recoger la tienda y se fue al fiordo. 149 En la cama de Olof y Agnes, disfrutando de las sábanas suaves, Luis recuperó la noción del tiempo pero lo hizo malamente, es decir, creía que habían pasado diez días cuando en realidad habían sido sólo cinco. A la mañana siguiente, es decir, esta mañana, después de un desayuno preparado por Agnes, Olof ha dicho que se iba a Narvik a comprar aceite para el coche y Luis se ha ido con él. ¡Estaban sólo a diez kilómetros! Olof le dejó en la estación a las diez de la mañana y Luis, después de informarse del día en que vivía decidió coger el próximo tren hacia Estocolmo, que salía a las siete de la tarde. Ahora lleva ya cinco horas en el tren y está empezando a darse cuenta de lo especiales que han sido los últimos días. Y en parte se da cuenta porque ya han pasado, es decir, la magia de no pensar en nada se ha ido y se ha convertido en recuerdo. Aún así, aunque su cabeza ha dejado de ser un hueco por el que pasa el viento, sigue estando bastante más vacía que hace una semana, cuando parecía que iba a explotar con todos esos horarios de trenes, de autobuses y sitios por ver. Luis viaja ya de vuelta, sabe que en trece o catorce horas estará en Estocolmo, y después en Copenhague y Madrid, pero no quiere pensar en nada más. No piensa, mira el paisaje, pero como la magia se ha ido se aburre un poco. Mejor aburrirse que angustiarse, apunta Luis en su libreta, y se va a dar un paseo por el tren. Después de cruzar cuatro vagones largos y ver nada más que diez o quince pasajeros sentados, Luis se encuentra con la cafetería. <<Así que aquí estaban todos…>>, y la mayoría bebiendo cerveza. La explicación la tienen los precios, y es que en noruega el alcohol es carísimo y muchos noruegos se vuelven locos cuando cruzan a Suecia porque pueden beber mucho más barato. Lo de mucho más barato es un decir, claro, porque Luis mira los precios y comparados con los españoles le sigue dando la risa y prefiere pedirse un café. En Suecia el alcóhol también es 150 muy caro, y dentro de unos días, cuando Luis cruce en ferry a Dinamarca se encontrará con un montón de suecos que cruzan a Dinamarca nada más que para comprar cervezas. Y los daneses del sur arrasan con los supermercados de la frontera con Alemania. Están locos estos vikingos. Mientras sigue en la cafetería, justo cuando le acaban de poner su café, el tren para en una estación y Luis aprovecha para acercarse a una mesa sin derramar nada. Están todas ocupadas, así que decide sentarse con otro mochilero, un chaval rubio que se está tomando un café mientras lee un libro gordísimo de ciencia ficción en inglés. Va sentado junto a la ventanilla y en la silla de al lado está la mochila. Luis le pregunta si le molesta y se sienta en frente suyo, también junto a la ventanilla. Desde ahí intenta averiguar el nombre de la parada pero no lo consigue, alcanza a ver un cartel pero no distingue qué es lo que pone. Lo que está claro es que están en un pueblo del norte de Suecia, que son las doce y media de la noche y que sigue siendo de día, ¿habrán cruzado ya de vuelta el círculo polar? Por las horas que llevan ya en el tren Luis piensa que sí. En un momento en que el chico de enfrente levanta la mirada del libro y se pone a mirar por la ventanilla, Luis, que tiene ganas de hablar con alguien, aprovecha para preguntárselo: - ¿Tu crees que hemos cruzado ya el círculo polar? - ¿Qué? El chico se ha sorprendido de que le hablen así de repente, pero al momento sonríe y se presenta. Se llama Tom y es australiano, también viaja hasta Estocolmo y no sabe lo que es el círculo polar. Luis, que cuando habla inglés con 151 norteamericanos o australianos se bloquea bastante, empieza a explicárselo y Tom comprende. Ha estado una semana en Cabo Norte, visitando a su novia que está allí trabajando en un hotel, y claro que se había dado cuenta de que no se hacía de noche, lo que pasa es que no se había planteado que hubiese una línea que separase los sitios donde pasa eso de los que no. - Tiene su lógica, pero nunca me lo habían contado. - ¿Y en el colegio? - En el colegio me dedicaba a diseñar los “graffiti” que luego hacía por la tarde en la calle Los dos se ríen y Tom le pregunta a Luis por su viaje, porque él tiene ahora una semana para viajar y no sabe muy bien a donde ir. Luis le cuenta muchas cosas, aunque algunas se las guarda. No le dice que a punto ha estado de volverse loco y de hablar con los trolls escondidos en los fiordos. El tren ha estado parado un buen rato y cuando por fin arranca, ahora que Tom está ya informado, Luis vuelve con el tema del círculo polar. - Entonces, ¿tú que crees?, ¿hoy se va ha hacer de noche o que no? - ¿Lo dices porque viajamos hacia el sur? - Tom dice esto y dibuja con el dedo una línea hacia abajo en el cristal de la ventanilla. - Sí. - Pues no sé. ¿Nos fijamos un rato a ver si hay mas o menos luz? 152 Tom y Luis se quedan callados y se ponen a mirar por la ventanilla pero pronto se cansan. Bueno, realmente el que se cansa es Luis, que mucha curiosidad pero luego no tiene paciencia y prefiere seguir preguntándole cosas a Tom. Después de un rato sin mirar por la ventanilla, entretenidos con unos noruegos que llevan media hora discutiendo a voces con el camarero, es Tom el que se gira un momento y se da cuenta. - ¡Mira Luis!, ¡es de noche! Es cierto que es de noche, todavía queda un poquito de luz en el ambiente pero ya se puede decir que es de noche, los dos coinciden en eso. - Ahora a ver cuánto dura – dice Tom. - Es verdad, lo mismo amanece en diez minutos. El caso es que ahora es de noche, y yo tenía ya ganas de verlo, es como que el cuerpo necesitase el día y la noche. - ¿Tú crees? En ese momento Luis avisa a Tom de que un chico con sombrero y gabardina de gángster de los años treinta acaba de entrar en la cafetería y está pidiendo en la barra. Tom no le puede ver porque está de espaldas. Le sirven un café y un bollo, después levanta la vista y se pone a buscar mesa. La cosa está como antes, todas ocupadas con gente bebiendo cerveza menos la de Tom y Luis, con dos tazas de café. Luis le ve acercarse y se alegra: el gángster se sienta con ellos. Dice llamarse Jack Sullivan. Pese a que el tren es moderno, el vagón-cafetería tiene decoración antigua y en los bordados de los manteles se 153 puede leer: Orient Express of Scandinavia. Luis ya se había dado cuenta de que a ratos parecía que estaban dentro de una película antigua pero con la aparición de Jack Sullivan es como si estuviesen en el verdadero Orient Express y Jack Sullivan fuese un detective que había venido a resolver un misterioso asesinato. Claro que después de hablar con él cinco minutos es evidente que a Jack Sullivan le falta glamur para ese papel. Tiene mucho acento norteamericano al hablar ingles y en seguida lo confirma, dice que es de Florida. Sólo un estadounidense es capaz de decir su estado en lugar de su país cuando conoce a un extranjero. O eso, o dicen directamente “soy americano”. Vamos, que no concretan nada o concretan demasiado. Después de cinco minutos hablando con él, la sensación de que a Jack Sullivan le ha tocado el disfraz de gángster en una feria se hace cada vez más fuerte, y resulta mucho más fácil imaginárselo en vaqueros y con una camiseta que ponga “mi hermana estuvo en Londres y se acordó de mí”. Es una pena que no se sepa bien su papel de gángster, piensa Luis, y se acuerda de que hace unos años, cuando fue a Paris con sus padres, conocieron a un autentico dandi del siglo diecinueve: no tendría más de veinticinco años y vestía con elegancia, se movía con elegancia y paseaba sólo -y solo - por las calles más céntricas de París. Con sus padres habló en francés y con él y sus hermanos en un inglés británico perfecto. A petición de Luis, que empezó a tirar del hilo, el dandi les recitó poemas enteros de Oscar Wilde. Sullivan, sin quitarse el sombrero, les empieza a hablar de su viaje. El último sitio en el que ha estado es Pajala, un pueblo sueco en la frontera con Finlandia. En 1987 el alcalde decidió organizar una gran fiesta por el cuatrocientos aniversario de la creación del pueblo y puso anuncios en los periódicos suecos invitando a las mujeres 154 solteras del sur del país a unirse a la fiesta. Y es porque por aquel entonces la situación era dramática, ya que en Pajala había una mujer por cada tres hombres. Algunos periódicos internacionales se hicieron eco de la invitación y al final no sólo llegaron a la fiesta mujeres del sur de Suecia sino también muchas de Europa del Este. Parece increíble pero docenas de esas mujeres acabaron por casarse y se quedaron a vivir en Pajala. Luis se da cuenta de que Sullivan, mirándole de cerca y oyéndole hablar, no aparenta más de veinte años. El misterio es qué es lo que hace viajando por el norte de Europa con estas pintas. Viene de Pajala pero… ¿a dónde va? Sullivan se lo explica. No ha estado en Pajala por casualidad, está viajando por Escandinavia buscando un sitio dónde quedarse a vivir y cuando se enteró de que en Pajala había muchas mujeres fue para allá a ver si era cierta la leyenda. - ¿Y es cierta? – pregunta Tom. - Sí. Se nota que hay más mujeres que en el resto de pueblos del norte. Y no son sólo las mujeres que llegaron en el ochenta y siete. Muchas se han traído ya a sus hermanas. Y luego están las hijas, que las más mayores tienen ya dieciséis. Tom se levanta a por otro café, Luis le coge el mapa y se da cuenta de que lo tiene lleno de marcas, quizás son los sitios en los que ha estado. - ¿Tú cuantos años tienes, Jack? - Diecinueve. - ¿Y cuánto tiempo llevas viajando por aquí? 155 - Un año. Trabajo en Kiruna reparando ordenadores y haciendo páginas webs. Cuando ahorro un poco o cuando hay menos trabajo entonces es cuando viajo. -¿Kiruna no es un buen sitio para quedarte a vivir? - No me gusta, pero mientras encuentro otra cosa está bien. - ¿Y Florida?, ¿no echas de menos el buen tiempo? Tom oye esto último desde la barra y asiente, dice que Florida debe de ser más o menos como Australia y que él. Por muchas mujeres que haya, no cambiaría nunca Sydney por Pajala, que allí también hay muchas chicas y además van en bikini. Pero Sullivan no echa de menos el buen tiempo. Además, de repente se ha puesto nervioso y ha empezado a temblar y a mirar alrededor. Parece Woody Allen en Misterioso asesinato en Manhatam. Espera a que Tom vuelva a la mesa y entonces lo cuenta todo: - Me habéis caído bien y os voy a contar una cosa, pero no nos puede oír nadie. - Entonces habla más bajo. - Es verdad. Os cuento, pero no os asustéis... - ¡Cuenta ya! - Se trata del clima. Resulta que al equilibrio social y climático en el que vivimos en Occidente no le quedan más de veinte años de vida. Y no me digáis que ya habéis oído hablar de cambio climático porque no me refiero sólo a eso; es todo el sistema el que se va a derrumbar. En 156 cuanto se derritan un poco más los polos y los glaciares, ciudades como Londres o países enteros como Bangladesh van a quedar bajo las aguas. Imaginaos toda esa gente buscando otro lugar para vivir. El Sahara poco a poco se va a ir comiendo el norte de África, y a Mexico y al sur de Estados Unidos le va a pasar lo mismo, con el agravante de los huracanes. En fin, que cruzar ciertas fronteras se va a poner mucho más difícil de lo que lo es ya. Sumando guerras, sequías y desastres de todo tipo, la gente se va a ir retirando hacia los polos, al principio poco a poco y luego en estampida. Por eso los miembros de hermandad a la que pertenezco, y puesto que la Antártida está tomada por los científicos y los militares, hemos decidido emigrar hacia el norte, hacia el Ártico. - ¿Perteneces a una hermandad? –Luis se lo pregunta porque no se lo puede creer; quizás no ha entendido bien por el inglés. - Si. Antes de que Luis le pueda preguntar nada se le adelanta Tom, que no se atasca hablando inglés. De hecho pasa un buen rato en el que Luis no es capaz de decir nada, sólo escuchar la conversación entre el americano y el australiano. Y fliparlo. - ¿Y lo de ir vestido de gángster forma parte de las reglas de la hermandad? - Que va, no somos como esos mormones o evangelistas que van predicando por ahí vestidos todos iguales. Nuestro superior dice: <<aunque está asumido que toda persona necesita comida, reposo y compañía, la gente todavía no entiende que también hace falta una estética personal, meditada y madura, acorde con el carácter de cada uno>>, y yo he elegido estos zapatos, esta gabardina y este 157 sombrero. Así que no soy clon de nadie. Bueno, quizás de Humphrey Bogart. -Y vuestro superior, ¿también está vagando por ahí buscando un retiro ártico? - Sí claro, a ver si os vais a creer que somos de esas hermandades en las que el superior vive de puta madre y los demás hacen el imbécil. No, aquí todos hacemos lo mismo. - Entonces él también habrá encontrado su estética, espera que me lo imagino: él va vestido de Jesucristo. - No, va vestido de patata. - ¡¿De patata?! - Sí, fue el primero que encontró su estética. Y es un purista. Su retiro ártico va a ser en Siberia. Ya está por allí. Las condiciones climáticas son mas duras pero por eso mismo habrá menos superpoblación dentro de unos años. - ¿Tú crees?, porque si lo que cuentas es verdad a mí me da que todos los chinos querrán irse para allá, les pilla mucho más cerca que Escandinavia o Alaska. Y los chinos son muchos. - Es verdad, no había pensado en los chinos, pero el superior seguro que lo ha tenido en cuenta. Y es que él se guía por sus visiones, lo que es muy práctico, y nosotros nos guiamos por él. La primera visión la tuvo leyendo un Nacional Geographic en la peluquería. - ¿Y todos sois…? espera, ¿cómo se llama la hermandad? 158 - Eso es secreto. - Claro. - Bueno, lo que quería preguntarte es si sois todos de Florida. - No, que va, somos de todo el mundo. - ¿Entonces cómo os habéis conocido? - Por Internet, en foros de programadores. Y así es como nos mantenemos en contacto. Yo por ejemplo no he hablado en persona con ninguno de los otros miembros, nada más que por chat. - ¿Y estáis repartidos por todo el norte? - Si: Alaska, Canadá, Groenlandia, Islandia, Escandinavia y Siberia. También hay unos pocos de nosotros en el sur de Argentina, en la Patagonia. - ¿Y no has convencido a nadie para instalarse contigo?, ¿te has venido aquí solo desde Florida? - Bueno, mi familia por ejemplo que no sabe nada de la hermandad, ¡y espero que no se entere!, se creen que me he venido aquí porque he encontrado un buen trabajo. Y amigos no tengo muchos, amigos de chat sí, y algunos están en la hermandad, pero amigos de verdad sólo uno, y no es programador. - ¿Hay que ser programador para estar en la hermandad? - Sí. Y lo de estar cada uno en un sitio es porque el superior dice que es mejor que estemos bien repartidos. Es una decisión estratégica. 159 - ¿Estratégica para qué? - No se si os debería contar esto. A ver, la cosa es que los de nuestra hermandad no pretendemos mudarnos al norte ahora que estamos a tiempo nada más que para salvar el culo. Bueno, al menos no sólo pretendemos eso. También tenemos el objetivo ese que tienen casi todas las hermandades de preservar algún conocimiento o secreto para las generaciones venideras. Nosotros en concreto queremos implementar un Internet, paralelo al Internet actual, que siga funcionando en el Ártico y en la Patagonia cuando el sistema actual, Internet incluido, se colapsen. Por eso tenemos que estar bien distribuidos y por eso somos todos programadores. Luis no se puede creer lo que está oyendo, le cuesta mucho seguir la conversación porque cada vez hablan más rápido y les tiene que leer los labios. En un momento desconecta y mira por la ventanilla, está amaneciendo. No ha pasado ni media hora desde que anocheció, media hora en la que ha conocido al “freaky” más “freaky” de cuantos “freakies” ha visto. Además no para de hablar. - No soy yo el único miembro de la hermandad que está en Escandinavia. Sé de al menos dos que también están por aquí. Un chico que va vestido de zanahoria y una chica que lleva ropas de zarina rusa. A la zarina me pareció verla un día en Cabo Norte, pero yo iba en barco y ella estaba en la costa así que no pudimos hablar. - ¡Qué pena!, porque las zarinas rusas creo que no usaban bragas – a Luis por fin se le ha ocurrido algo que decir. Tom y Sullivan le miran y se ríen pero siguen con el tema, <<las visiones apocalípticas a veces tiran hasta más que las bragas>>, piensa Luis. De hecho Tom parece cada vez 160 más interesado. - ¿Hay también australianos en la hermandad? - No lo sé. - ¿Y cómo hace uno para apuntarse? Sullivan se pone un poco nervioso, se quita el sombrero y empieza a rascarse la cabeza. De repente se les queda mirando fijamente a los dos y les pregunta si son programadores. - Yo soy informático – dice Tom. - Y yo mecánico – dice Luis. - Entonces tú no puedes – le dice Sullivan a Luis, y bruscamente coge a Tom del brazo para llevárselo a otra mesa. Tom mira a Luis como avergonzándose de los modales de Sullivan pero se va con él. Cruzan el vagón-cafetería y se sientan en una mesa que ha quedado libre. Luis se da cuenta de que es la primera vez que se define a sí mismo como mecánico. Eso le da que pensar. Antes de haber acabado la carrera decía que era estudiante de Bellas Artes pero ahora ni se le pasa por la cabeza decir que es artista, << ¿cómo puede alguien decir eso de sí mismo?>>, piensa Luis, que también se da cuenta de que le ha gustado poder decir que es mecánico, aunque todavía no sepa si lo va a seguir siendo mucho tiempo. La despedida de Tom y Sullivan ha sido un poco brusca. A Luis no es que le haya molestado pero se ha quedado con ganas de saber un poco más. Así que los mira desde el otro lado de la cafetería preguntándose qué códigos 161 secretos le estará revelando el gángster al australiano. Piensa en pedirse otro café pero mejor será volverse a su vagón a dormir un rato que aunque sea otra vez de día es la una de la madrugada y le ha entrado sueño. Eso sí, la imagen de un hombre vestido de patata liderando una hermandad secreta internacional y viajando por Siberia no se le va de la cabeza, es buenísima. Para salir del vagón-cafetería decide dar una vuelta un poco tonta y pasar junto a la mesa de los informáticos. Pone la oreja. - El verdadero nombre de nuestro Superior es un secreto que nadie sabe – le está diciendo Sullivan a Tom – pero nosotros le llamamos John Key. 162 7. Gordo - Lunes 24 de junio de 2002 Javier esta gordo, se lo dicen su médico de cabecera, su mujer y sus hijas. También se lo recuerda su padre cada vez que le ve. Su madre era la única que le miraba con buenos ojos la barriga y la papada. - Menos mal que la nariz no la tienes roja, que si no me empezaba a preocupar…¡ay, pero cómo me gustan esos mofletes de bebé!– Margarita alzaba entonces el brazo y Javier se agachaba para que ella le pudiese tirar de los mofletes. Hoy es su coche el que le dice que esta gordo, exactamente “gordocabrón”. Lo puede leer en el capó en unas letras que aunque son muy grandes, él ha tardado bastante en ver. Ya se había metido dentro y había arrancado cuando fue otra cosa la que le hizo bajarse: las ruedas. Notaba como si se le hubiese pinchado una. Salió a mirar y no era una sino las cuatro ruedas las que estaban pinchadas. Sin saber qué hacer, empezó a dar vueltas alrededor del coche buscando restos de cristalitos en el suelo. No se explicaba cómo había conseguido pinchar las cuatro ruedas sin darse cuenta, entonces vio una caricatura 163 de sí mismo bastante bien hecha en el capó. Debajo de la caricatura, con letras grandes y mayúsculas estaba el “gordocabrón”, así todo junto. Comprueba con el dedo la profundidad de los rayajos, han tenido que usar un buen cuchillo, y se imagina a algunos de a sus alumnos bebiendo cerveza a las tres de la mañana, riéndose del profesor de dibujo que además de suspenderles es un gordocabrón. Se imagina en concreto a tres: Víctor, Lucas y Omar, los tres de Cuarto de la ESO C. Quizás Lucas no, pero Víctor y Omar…como si los viera. Que por cierto no deben de andar muy lejos porque después de lo que han hecho no se van a perder la mejor parte, que es ver al gordocabrón moverse de un lado para otro, agachándose y jadeando, de rueda en rueda y de premio el capó. Ellos no lo saben pero si hubiesen dejado las ruedas sin pinchar habría sido peor, se habría pasado al menos una semana dando vueltas por ahí con el dibujo en el capó, sin darse cuenta de ello hasta que alguien le hubiese llamado la atención por la calle, o peor, hasta que Laura le hubiese pedido prestado el coche. Entonces se habría enterado también María y se habría cabreado mucho. En principio no con él sino con los alumnos vándalos; no con él pero un poco sí, no por nada en especial, nada más que por dejarse hacer esas cosas. Como siempre. Pero como se ha dado cuenta a tiempo ahora es él quién decide a quién se lo va a contar y a quién no. A María no, eso está claro, y a Laurita y a Alisa tampoco, que se irían de la lengua. Y es que no quiere decirles eso de <<pero no se lo digáis a mamá>>. Eso puede decírselo un hermano pequeño a un hermano mayor pero no un padre a sus hijas, además quedaría flotando en el ambiente una incómoda pregunta: 164 << ¿y por qué no quieres que se lo digamos?>> Con los años Javier ha ido cogiendo la manía de asustarse de María y no decirle ciertas cosas para que no se enfade con él. En general todo lo relacionado con el instituto y los alumnos que a veces se ríen de él. Es una situación incómoda. Javier piensa que así no puede seguir, pero lo cierto es que cada vez le oculta mas cosas. María se pone tan pesada… Lo del coche, por ejemplo, montaría una tragedia. Durante una semana no se hablaría de otro tema, y no con bromitas sino con caras largas. Ella se enfadaría con el mundo y en concreto con él: por no dar la cara y no enfrentarse a los alumnos, en fin, por no enfadarse todo lo que debiera. Sentado en el bordillo de la acera, con una mano apoyada en el capó del coche y con la otra quitándose el sudor de la frente, Javier no sabe qué hacer, se levanta y mira otra vez en la caricatura, ¿de verdad está tan gordo? Debería llamar a una grúa para que vengan a por el coche y lo lleven a un taller, ¿pero a qué taller?, ¿el taller de Antón? En toda su vida Javier sólo ha pisado dos talleres: el de su padre en el pueblo y el de Antón en el barrio. Además, hasta que su padre por fin se jubiló hace diez años, los coches de Javier y María siempre fueron motivo de discusión entre los dos talleres. Cada vez que llegaba al pueblo, su padre, después de darles dos besos y de que comiesen o cenasen o merendasen, cuando el motor se había enfriado un poco, se escapaba del comedor y del postre y bajaba a ver cómo estaba el coche. Entonces se cabreaba: - ¡¿Ya has vuelto a ir donde Antón?! Tienes el aceite recién cambiado, te ha puesto pastillas nuevas en los frenos, ¡hasta un ambientador! Y seguro que luego no te 165 ha querido cobrar. ¿No podías esperar un poco a que te lo revisase yo? A la inversa también pasaba lo mismo, conclusión, que los coches de Javier y María han estado siempre muy mimados. Desde que su padre se jubiló Javier, ya sólo va al taller de Antón, pero los mimos siguen igual, tanto que ahora que Antón se ha especializado en Opel <<porque en los coches más nuevos cada marca tiene un programa de ordenador diferente y hay que especializarse>>, el coche nuevo de María es un Opel. Y Javier, cuando llegue el momento de comprarse otro coche, cosa en la que nunca piensa hasta que Antón o María se lo dicen, se comprará también un Opel. Así que todo tan sencillo como llamar a una grúa y que le lleven el coche al taller de Antón. ¿Pero qué va a pasar con el gordocabrón y la caricatura? Antón se va a reír un rato y Javier se va a reír con él. Hasta ahí bien. Pero luego Javier tendrá que decirle que no quiere que María se entere, y no va a ser capaz de soltarle eso a Antón. Javier ensaya unas cuantas frases y todas le parecen ridículas. Es absurdo tener que esconderle algo así a su mujer, treinta años conviviendo con alguien y estar todavía con estas cosas. Pero es casi peor no ser capaz de confesarle a Antón que le da miedo María. Qué angustia así de repente. Y es que si por no dar la cara lleva el coche a otro taller a ver cómo lo explica en casa, o peor, a ver cómo se lo explica a Antón. Sigue sentado en el bordillo, sudando cada vez más y rascándose la cabeza. Llama a la grúa y le dicen que van a tardar media hora. Ahora son las cinco y a Javier se le ha fastidiado la tarde, mas que por el gordocabrón y los pinchazos, por el comecome de no poder decírselo a María. Hace tan sólo media hora, en su terraza, la tarde pintaba muy bien. Javier estaba leyendo el periódico con 166 el café de después de comer y había decidido ir a los cines de Princesa a la sesión de las seis. No había pensado qué película quería ver, pero eso es lo que más le gusta: llegar allí sin saberlo. Se da una vuelta por los cuatro multicines que hay en cincuenta metros a la redonda y elige una película. Luego con las entradas en la mano, mientras espera a que empiece la película, pasa a la cafetería del Vips, se toma un café con tortitas y se queda dando vueltas por las estanterías de la tienda. Las tortitas del Vips. En el barrio casi todas las cafeterías son de las clásicas madrileñas, es decir, son bares, de esos que por las mañanas tienen tostadas, donuts y con suerte churros pero por las tardes, como mucho, magdalenas metidas dentro de una bolsa de plástico. Sólo se salva un sitio: “La Caseta del Perro”. La han abierto hace un año pero Javier se ha enterado hace apenas dos meses, un día que acompaño a Alisa y Tritón en su paseo diario. Ella se lo enseño, <<mira papá, por fin un sitio donde dejan entrar al perro>>. Y es que La Caseta no es una cafetería normal, ni un bar, sino una mezcla de cosas: es una peluquería ecológica, una tienda de ropa de comercio justo, una confitería-cafetería y una biblioteca (libertaria). Todo eso en cincuenta metros cuadrados. También hay una parte de arriba a la que Javier nunca ha subido porque le da un poco de apuro. Allí, según los carteles, hay una sala donde se proyectan películas y se dan clases de tantra. En la parte de abajo también hay un loro. “La Caseta del Perro” está llena de exalumnos de Javier, pero también de unos bollos, tartas y galletas riquísimos. El pastelero jefe, porque allí hay muchos que meten mano pero sólo uno tiene la última palabra, es El Rata, un antiguo novio de Alisa que antes de ser El Rata se llamaba Rafael Díaz. Javier recuerda cómo Rafael Díaz se pasó un año entero llamando todas las tardes a casa. En lugar de 167 quedar en el parque o en unos soportales, El Rata y Alisa hablaban por teléfono. Como mínimo una hora al día. ¡Eso viviendo plaza con plaza! Javier no entendía nada. De eso han pasado lo menos diez años y ahora El Rata debería de estar trabajando en un restaurante de lujo en lugar de diseñando páginas webs, porque si horneando en sus ratos libres y con unos ayudantes que no tienen ni idea es capaz de hacer estas tartas, Javier no se imagina lo que podría hacer con más medios. - Bola, lo que pasa es que aquí el Rata está a gusto, y eso es lo importante para que las tartas le salgan ricas – esto se lo dice El Mute mientras le piden al Rata una tarta de fresas cubiertas con un merengue casi líquido. Después de tres o cuatro días viniendo a La Caseta, cuando sus exalumnos han cogido un poco de confianza han empezado a llamarle Bola, que es uno de los motes – el oficial - con que se le conoce en el colegio. A Javier se le hace un poco raro que se lo llamen a la cara pero así no desentona con el resto: El Rata, El Mute, La Yupi… El Bola. Hoy, mientras espera a que venga el de la grúa, Javier está intentando convencer al Mute de que les iría mucho mejor el negocio si quitasen del escaparate la ropa y las fotos de cortes de pelos y lo llenasen de pasteles. Según está ahora mismo estructurado el local la peluquería y la tienda de ropa son las únicas cosas visibles desde fuera. Detrás, bastante escondida, está la cafetería-confitería. Javier opina que deberían de ponerlo todo al revés: - Pero Bola, La Caseta no es un negocio, ¿tú crees que si esto se llenase de amiguetes tuyos comiendo pasteles podríamos seguir fumando porros en el local?, ¿y qué me dices de los gritos que se oyen los días que hay clases de tantra arriba…? ¿eh?, sería un canteo. 168 El Mute. Le cae muy bien ese chaval, es de la misma edad que el Rata y que Alisa y aunque también fue alumno suyo, casi no le había visto desde entonces. Después de dos días coincidiendo con él a la hora del café, el Mute le contó que había estado siete años estudiando en Granada y que durante ese tiempo no había parado mucho por el barrio. Ahora ha acabado la carrera – Historia – no tiene trabajo y ha vuelto a Madrid a casa de sus padres. Lo de que no tiene trabajo es un decir, porque tener sí que tiene pero no le pagan nada. Está haciendo un doctorado en la Complutense, un híbrido entre historia y sociología, un proyecto de campo: el Mute se recorre los barrios de Madrid pidiendo a la gente que le haga un resumen del siglo veinte en un máximo de tres minutos. Hay algunos a quienes les sobra con diez segundos. Luego recoge los testimonios, los analiza y los compara. Jubilados, jóvenes, trabajadoras, amos de casa, niños…Todo le vale. Cuando tenga suficiente material se sentará a redactar la tesis. Javier le escucha atento entre tarta y tarta, entre visita y visita al horno del Rata, que no deja de experimentar y todos los días supera lo insuperable. Por ejemplo la tarta de hoy - de fresas y merengue con consistencia de nube hace callar al Mute, que le estaba contando a Javier sus entrevistas históricas en el mercado Maravillas, y se pasan dos o tres minutos concentrados cada uno en su paladar. Javier imaginándose por un momento que su hija no esta casada con Juan sino que sigue de novia con el Rata y que a él le espera una jubilación llena de pasteles, cada día uno nuevo. Pero la tarta se acaba pronto, y Javier, mientras rebaña el merengue que queda en el plato, se acuerda de María diciéndole mil veces – y con razón – que se tiene que poner a dieta. Javier, que se siente muy culpable por pensar siempre en María como en una madre censora, no aguanta más y aprovecha la complicidad y confianza que le da el Mute 169 para contarle eso que le agobia tanto: el asunto de las pintadas en el coche, el no poder contárselo a María por puro miedo, y por extensión, por no querer admitir que es un marido “ocultacosas”, no poder contárselo tampoco a sus hijas o a sus amigos de toda la vida. - Te ahogas en un vaso de agua, ¿y cada vez que te pasa algo así vienes a por un trozo de tarta? - Sí, más o menos eso es lo que pasa. - Con lo relajado que pareces siempre… - Ese es el problema, que al parecer me lo tomo todo con demasiada calma, y eso a María la saca de los nervios. El Mute no sabe muy bien qué consejo darle a Javier pero él le dice que no se preocupe, que ya con habérselo contado a alguien se ha quitado un buen peso de encima. En ese momento le llaman al móvil. - ¿Diga? - Soy el de la grúa, le llamo porque creo que estoy al lado de su coche, es del Renault Megane con las cuatro ruedas pinchadas, ¿no? - Si, el azul, muchas gracias por llamar. - Tenía su número guardado en el móvil. - Menos mal, me dijo usted media hora y se me ha ido el santo al cielo. Estoy ahí en tres minutos. - No se preocupe. Javier se despide rápidamente del Mute, compra un 170 pastel para el señor de la grúa, que se ha portado muy bien, y sale a la calle. Son las cinco y media de la tarde pero cada vez hace más calor, o quizás es el café y la tarta de fresas que le hacen sudar más. No pensaba estar tanto rato en La Caseta, lo justo para comprar un trocito de tarta y llevárselo al coche, pero el Mute estaba con ganas de hablar y le ha liado. Le da apuro tener esperando al señor de la grúa pero ha estado bien el contarle a alguien que le tiene miedo a su mujer. Así en voz alta la situación le ha parecido más ridícula todavía. Antón está mirando por encima del hombro de Alberto, su compañero y antiguo aprendiz. Hace siete años, cuando se presentó en el taller pidiéndole trabajo ofreciéndose a sí mismo junto con las ventajas fiscales de contratar a un parado de larga duración, Antón pensó que quizás era ya un poco mayor para empezar de cero, y es que Alberto por aquel entonces tenía treinta años y ni idea de mecánica. Aún así le hizo un contrato de seis meses de prueba. Y menos mal porque ahora no sabe qué haría sin él. Alberto acaba de conectar los ordenadores internos de dos coches al ordenador que les ha instalado Opel en el taller. A uno de los coches se le enciende una luz roja que pone “fallo del motor, detenga el coche” cada vez que el reproductor de CDs no reconoce una pista. Al otro le salta el indicador de “líquido de frenos bajo” cuando utiliza el limpiaparabrisas trasero. Es una locura. Antón les ha explicado varias veces a los dueños de los dos coches que no hay ningún problema real, que ambos son fallos del programa de ordenador del coche, que él ha revisado el líquido de frenos de uno y el motor del otro y está todo en orden. Pero no se quedan tranquilos, sobre todo Tomás, 171 porque su coche es el de “fallo del motor, detenga el coche” y aunque ha sido él mismo el que se ha dado cuenta de la relación entre el lector de CDs y la lucecita que se enciende, se sigue asustando mucho cada vez que le pasa. - Ya sé que es un fallo del programa de ordenador, ¿pero si un día el aviso es de verdad y no le hago caso? Tiene razón Tomas, Antón no puede negarlo, pero le da mucha rabia tener que pasarse medio día peleándose con el ordenador de Opel, entendiendo menos de la mitad de lo que está pasando y sin saber qué decirles a los clientes. Y por suerte están Alberto y Luis; sin ellos directamente se jubilaba. Antón se acuerda muchas veces de Benito, que tuvo la suerte de jubilarse antes de que llegasen los coches-ordenadores. Está cambiando todo muy rápido. Menos mal que además de los avisos fantasmas que dan los ordenadores, muchos motores se siguen estropeando de verdad y la gente se sigue dando golpes tontos al aparcar y viene a arreglarles la chapa. Alberto formatea por aquí e instala por allá. Antón se cansa de mirar y sale un momento a la calle. Son las seis de la tarde y el solecito ya es agradable, cierra los ojos y se apoya en la pared del taller. Ayer les llamo Luis desde Noruega, desde un sitio llamado Narvik. Estaba emocionado, les contó que le había comprado la tienda de campaña a una alemana y que se había pasado cinco días haciendo acampada libre. Dice que está tan al norte que los días no tienen noche. Cuando colgó, Antón buscó Narvik en el Atlas y lo vio muy arriba. Le dio la impresión de que su hijo estaba en el polo norte. Hoy es veinticuatro de junio y Luis le ha asegurado que antes del uno de julio estará otra vez en Madrid. A ver si es verdad. No es sólo que julio sea el mes con más trabajo sino que hace tres días Alberto le dijo, con un poco de vergüenza, que a su 172 mujer le había tocado un viaje de una semana a Port Aventura con toda la familia. No estaba planeado, ha sido uno de esos sorteos de los Kellogs que nunca tocan y ya ves. Del 1 al 7 de Julio. Antón no ha podido decirle que no, así que tiembla de pensar que Luis se retrase porque entonces se quedarían solos él y el ordenador de Opel. No, Luis no se retrasará, llegará a Barajas el día 30 a las once de la noche y aún le dirá que no hace falta que le vayan a buscar. Y al día siguiente a las ocho de la mañana en el taller, repasando con él las cosas que hay que hacer, las muy urgentes y las urgentes a secas. Luis en el taller. Antón recuerda el día en que le preguntó si habría trabajo para él, creyó que era una broma. Y es que por más que pasan los años, y ya van por lo menos cinco, no se acaba de creer que su hijo esté trabajando con él. Nunca se había interesado por los coches, nada más que por las bicicletas y no precisamente para arreglarlas. Pero no es nada tonto y aprende rápido, Antón se da cuenta. Además en este último año que ha estado más libre en la universidad se nota que se ha centrado mucho más en el taller. Ahora puede hacer casi cualquier cosa, en especial con el ordenador de Opel, lo cual es un peso que se quita de encima Antón. Además pasan mucho tiempo juntos y eso a Antón le gusta, no lo dice pero le gusta. Normalmente callados, cada uno a lo suyo y centrados en lo que hacen, pero siempre hay sitio para un comentario, una pausa, un café. A la hora de comer, y aunque podrían estar en casa en diez minutos se suelen quedar en el bar de al lado del taller, menú del día por mil pesetas, donde se come muy bien. En casa a esas horas no hay nadie así que mejor se quedan en el bar y ven las noticias de las tres en la tele de allí. Suelen comer los tres juntos: Antón, Alberto y Luis, aunque Luis a veces no puede quedarse porque tiene una clase, un 173 ensayo de teatro o cualquier otra cosa. Otras veces come rápidamente y se va, no se queda a la sobremesa porque tiene muchas cosas que hacer, incluso cosas del taller que quiere ir adelantando para luego salir antes. En esos días llenos de horarios y citas que tiene su hijo se le hace muy largo eso de parar una hora y media para comer. A él y a Alberto les ocurre lo contrario, el rato de comer se les queda corto y muchos días se les va la hora y en lugar de volver al taller a las cuatro vuelven a las cuatro y media. Total, como no abren hasta las cinco… Luego, si se tienen que quedar un rato después de cerrar, pues se quedan, pero que no les quiten el rato de fumarse un par de cigarros mientras charlan sin prisas. Hablan de las noticias o de cualquier otra cosa, simplemente por pasar el rato. Normalmente el que habla es Alberto y Antón escucha, excepto los días en que Luis no tiene prisa y se queda con ellos, entonces habla él. Y es que aunque los días son igual de largos para los tres, parece como si los de Luis durasen el doble. Siempre tiene algo que contar, empezando por las averías en su casa, vieja como un demonio pero precisamente por eso muy barata para estar donde está, entre metro Argüelles y Canal. El casero es el que paga las reparaciones, claro, pero hay que andar siempre detrás suyo y Luis les cuenta de todo: cuadros y espejos que se caen porque las paredes parecen de cartón, la calefacción, que funciona en verano y en otoño pero que en cuanto empieza a hacer frío se estropea, el agua, que la mitad de los días sale marrón,…Pero están contentos: Luis, Stefan y Nancy - la de la tesis - y eso es lo que importa, ¿no? Antón también está contento porque Luis sigue viniendo mucho a casa: a comer los sábados y domingos, a cenar algunos días que salen muy tarde del taller o a ducharse cuando el agua de su casa sale demasiado marrón, aunque esos días no viene sólo sino que se trae también a Stefan y Nancy y ya de paso se quedan todos a cenar. 174 Con Stefan ha compartido casa desde el principio, desde que decidió independizarse hace dos años, bastante animado con la idea de compartir casa con su primo pequeño de la República Checa que venía a estudiar la carrera a Madrid. En principio la idea era la contraria, es decir, Stefan iba a venirse a vivir a casa de Antón y Dita, al menos el primer año de carrera, pero Yana, la hermana de Dita, pensó que era abusar demasiado y decidió que Stefan se iría a vivir a un piso de estudiantes. Dita le dijo a su hermana que Madrid era muy caro y que no fuese tonta pero Yana ya lo había decidido. Al parecer a Milos, su marido – un ex-policía de los servicios secretos del Partido Comunista Checoslovaco- le estaban yendo muy bien los negocios últimamente. Stefan a todo esto no decía nada, mas bueno el chaval… Le apetecía irse a vivir a casa de sus primos pero un piso de estudiantes en Madrid también era un buen plan. Entonces es cuando Luis se animó y le propuso a su primo irse a vivir juntos. Encontraron la casa en la que están: setenta mil pesetas por un piso de tres habitaciones en Argüelles, un chollazo aunque luego llegasen las pegas y el agua marrón. El piso lo podían pagar entre los dos pero les sobraba una habitación y mejor estar tres, así les saldría más barato y lo pasarían mejor. Luis estuvo a punto de convencer a Alisa para irse con ellos, pero al final ella pensó que no tenía tiempo para ponerse a trabajar por las tardes, que tenía suficiente con las matemáticas, y que les dijo que no. Es verdad que a Luis le habría hecho ilusión, y también a Alisa, pero a ninguno de los dos tanta como a Javier y Antón, que lo estuvieron hablando en una cena juntos. Les hacía gracia que sus hijos fuesen a compartir piso igual que lo habían compartido ellos hace treinta años. Pero no hubo manera y finalmente la tercera inquilina fue Josefina, una chica de Cerdeña que llegó a Madrid en septiembre sin saber nada de castellano y tres meses después lo hablaba perfectamente y con más gracia que 175 nadie. Eso sí, le ayudaba mucho que el dialecto de su zona – de su pueblo -se parecía mucho al castellano. El pasado imperialista es lo que tiene. Josefina hablaba mucho por teléfono con su madre, todos los días exactamente a las diez de la noche llamaba la mamma y el ritmo de vida de la casa basculaba sobre los quince o veinte minutos de conversación. Y es que Josefina en el día a día, aunque se reía mucho y a veces gritaba, normalmente hablaba bastante bajito, mucho más que la media española, pero era coger el teléfono con la mamma al otro lado de la línea y sufrir una transformación completa. Se movía rápidamente de un lado a otro de la habitación, agitaba los brazos, daba voces… Quizás la mamma hacía lo mismo al otro lado de la línea. Josefina nunca les resolvió la duda de si es una costumbre en Cerdeña el hablar por teléfono así o si simplemente es que su mamma se pasa el día dando voces. El caso es que en cuanto sonaba el teléfono alrededor de las diez, Luis y Stefan, y también Antón y Dita o las visitas que hubiese en la casa en ese momento, se encerraban en la sala de estar, ponían la música alta y se entretenían cada uno a lo suyo, con una revista, un periódico o una novela. Alguna vez intentaban hablar pero pronto acababan ellos también dando voces así que mejor no decir nada y escuchar la música… y las voces, porque pese a Manu Chao, Dusminguet, Radiohead o Bob Dylan la conversación de Josefina se podía oír perfectamente, y como el dialecto de su pueblo se entendía bastante, el día a día de la familia Porco – los Porco son los vecinos de Josefina en el pueblo – era como una radionovela para todos. Incluso en las cenas en casa de Antón, cuando Luis se traía a Stefan y a Josefina a casa para ducharse porque ya por entonces tenían problemas con el agua marrón, se hablaba de la familia Porco. 176 Antón sigue apoyado en la pared de su taller, en la calle, y es que el sol está en su puntito más agradable del día y no quiere volver adentro. Mejor otro ratito más con los ojos cerrados, pensando en nada, recordando cosas. Sólo le hacen abrir los ojos algunas voces conocidas que le saludan al pasar. - ¡Qué pasa Antonín!, ¿descansando? ¡Haces bien hombre!, que trabajas demasiado. Es Roberto, el padre del panadero. Roberto era el panadero cuando Antón llego al barrio pero muy pronto le dejó el puesto a su hijo. Antón hecha cuentas y no le salen. Una de dos, o el hombre se jubiló muy joven o tiene lo menos cien años y no los aparenta. Roberto camina despacito, con la chaqueta dobladita debajo del bazo, hacia los bancos del Caprabo. Son tres bancos puestos en fila, todos mirando al sol de la tarde, que se siguen llamando los bancos del Caprabo aunque el Caprabo desapareció de allí hace diez años y en su lugar hay ahora un macrolocutorio. Son los bancos preferidos de los jubilados de este lado de la avenida. Roberto, que era el panadero hace veinte, es el padre de Juan, que es el panadero ahora; de la misma manera que Luis, que es su hijo, va camino de hacerse mecánico como él, ¿cómo él? Antón tiene la sensación de que la historia de Juan y Roberto no tiene nada que ver con la de Luis y la suya, aunque quizás sea porque la historia propia nunca se observa con la suficiente distancia. Antón tiene la impresión, y no sabe por qué la tiene, de que Juan es igual de panadero que Roberto lo era, cosa que no se puede decir de él y de Luis. Esto es una tontería porque no se pueden comparar cosas así pero… Antón se recuerda con veinte años, o con diecisiete en el taller de Benito: concentrado, disfrutando, aprendiendo… Es verdad que aquello era una vía de escape para el infierno que tenía 177 montado su padre en casa y el aburrimiento del instituto, y quizás por eso ponía todos los sentidos en ello. Pero Luis, por lo que sea, está más disperso. Picotea aquí y allá, en veinte cosas a la vez, como le dice siempre Dita. Llega al taller con prisas, se pone en seguida a trabajar y en cuanto termina la tarea del día se va. Casi nunca hay tiempo para un café mas largo de lo que dura un café o de una comida con postre y sobremesa. Antón aprendió de Benito – y de Fernando, el amigo de Benito que fue su primer y último jefe en Madrid – casi más cosas en los descansos que en el rato de trabajo propiamente dicho. Benito le abrió los ojos a la política, le dejó sus libros de Marx, que nunca pudo acabárselos pero que algo calaron y le enseño que había que trabajar bien pero que al mismo tiempo había que exigir un respeto como trabajador. En nueve meses con él no sólo se hizo mecánico sino que también aprendió a estar orgulloso de serlo, convencido de que igual de importante y útil para la sociedad era un mecánico que un ingeniero. A su vez Fernando, buscando ratos durante los cafés y las comidas, le enseñó economía, economía práctica sin una sola fórmula matemática y mezclada con mucho marketing de andar por casa. Con Fernando se quedó cinco años, lo suficiente para ahorrar y abrir su propio taller. Sin embargo, ahora que le toca a él estar en la posición de enseñar, siente que es incapaz de transmitirle nada a Luis. De hecho le da tanta vergüenza, que nunca lo intenta - mas allá de las cuestiones técnicas en las que se mueve como pez en el agua y que su hijo aprende bien. Es una sensación difusa. Con Alberto también le pasa pero bastante menos y así, cuando comen ellos dos solos, Antón habla más, opina más, da más consejos, pero es llegar su hijo y se intimida. Parece una tontería pero es verdad. Antón nunca lo había pensado en esos términos 178 pero justo es eso lo que pasa, que su hijo le intimida. Inconscientemente se compara a sí mismo con Benito y con Fernando y en las comparaciones que hace, también inconscientes y nada objetivas, siempre sale perdiendo. Ahora él hace el papel de jefe, de maestro, y Luis ocupa su lugar de hace treinta y cinco… ¡casi cuarenta años!: el papel de aprendiz. Y sabe que es absurdo, que son situaciones que no se pueden comparar, porque su hijo con veintiséis años no tiene nada que ver con él a los diecisiete. Él, cuando Benito le hablaba de los derechos de los trabajadores, los sindicatos, los partidos políticos y el comunismo se lo aprendía todo como si fuese un dogma. Es absurdo comparar, pero Antón lo hace y se siente impotente, porque está convencido de que si él le hablase a Luis de todo eso su hijo le miraría con compasión y pensaría <<pero papá, qué batallas me cuentas, todo esto ya lo sé, lo sabe todo el mundo>>. Y tendría razón, quizás no lo sepa todo el mundo pero su hijo seguro que sí. Luis sabe mucho, o al menos eso es lo piensa su padre, y es un problema a la hora de darle un consejo o contarle algo que pueda interesarle. Antón no lo quiere admitir pero lo que de verdad le intimida es la universidad, y no lo quiere admitir porque nunca antes le había intimidado. Aunque él ni siquiera terminó el bachillerato siempre se ha movido en un ambiente universitario, tanto en Madrid como en el pueblo. Seguramente por la influencia de Javier, por haber estado viviendo juntos los dos primeros años en Madrid, cuando todos los amigos que pasaban por su casa venían de parte de Javier – de la universidad – o eran amigos comunes del pueblo que también estaban estudiando en Madrid. Y es que cuando llegó a Madrid, Antón iba todos los días al taller pero allí sólo hablaba con Fernando, con el 179 que conectó muy bien; pero al fin y al cabo era de la edad de su padre, y con sus dos ayudantes gemelos: Martín y Matías, los dos de treinta años, con las mismas manías, el mismo sentido del humor y dos hijas, cada uno una pero las dos con el mismo nombre: Lucía, el nombre de la madre. Antón se reía con ellos y aprendía cosas, pero nunca se les pasó por la cabeza quedar para ir a tomar unas cañas después del trabajo. Con Fernando mira por donde, aunque era más mayor que ellos, se veía un poco más. Sobre todo al principio, porque con eso de que él era del pueblo, que tenía dieciocho añitos y que acababa de llegar a Madrid, Fernando se lo llevaba de cuando en cuando a cenar a casa los guisos de doña Francisca, la madre de su mujer, Paca. Cada vez que iba allí se ponía morado – sin pudor hijo, tú come bien hoy que a ver qué te cocinas luego en casa…- y salía con una olla bajo el brazo, con lentejas, ensaladilla rusa o pisto. Pero dejando de lado estas cenas, la vida de Antón giraba en torno a los ritmos de la universidad. Los periodos de exámenes, en los que se hacía difícil encontrar un amigo o amiga con quien ir a dar una vuelta, o las vacaciones de verano, que le daban mucha envidia y se le hacían larguísimas porque no había nadie en Madrid. Por otro lado él tenía otras cosas. Por ejemplo, empezó a ganar dinero antes que ellos, tenía libertad, independencia y una novia extranjera con la que aprendió a hablar ingles y a viajar fuera de España. En ningún momento se ha sentido desplazado, ni siquiera cuando sus amigos acabaron sus carreras y se fueron colocando en trabajos mas o menos “importantes”. En contadas veces alguien - siempre ha habido imbéciles - ha soltado algún comentario que le ha hecho sentir incómodo por no haber estudiado, pero sus amigos no son imbéciles - si a cierta edad sigues teniendo amigos imbéciles es para empezar a mirarte un poco al espejo – Así que no suele tener problemas con ellos. Es más, lo pasan bien, el ambiente es relajado y la profesión o 180 estudios de cada cual es lo de menos. Bueno, no es lo de menos; hay ciertas profesiones estrellas, como los amigos médicos, a los que puedes ir a visitar acojonado cuando te ha salido un grano que no te esperabas, o los amigos mecánicos, como él, porque todo el mundo tiene un coche que se estropea justo cuando no debe estropearse. Pero ahora, cuando Luis dice que se tiene que ir corriendo a preparar un trabajo y les deja con la comida en la boca, o cuando no para de hablar de libros y exposiciones, ciudades, culturas diferentes, viajes…, Antón siente como si su hijo le hablase subido a una tarima – mentira – como si él tuviese otra vez dieciséis años y al llegar a casa le estuviese esperando su padre con una bronca por vago y maleante. Es decir, como si todos estos años en los que ha madurado, ha montado un negocio y ha formado una familia junto a Dita de repente no sirviesen de nada. Antón sabe que no es culpa de Luis, que actúa con total normalidad, sino que es él mismo el que lleva el problema dentro, que se queda bloqueado delante de su hijo y se siente cada vez más y más pequeño. Lo peor de todo es que las horas que pasa Luis en el taller aprendiendo de él es como si no contasen para Antón, que de repente no valora lo que hace como debiera. << ¿Será el ordenador de Opel que me ha bajado la autoestima?>>. Un poco de culpa sí que tiene. Y con la autoestima baja todo se ve gris o negro, empiezan a aparecer problemas que antes no existían, complejos supuestamente erradicados y envidias que ni uno mismo quiere reconocer, como la que está empezando a sentir por su hermano Manuel , que le parece ridícula - ¿otra vez, después de cuarenta años? - y tiene también bastante que ver con sus hijos, esta vez con Ana, que últimamente cuando no está estudiando se pasa el día leyendo los libros que le deja el tío Manuel. Antón y Dita tienen libros en casa, también hay en la biblioteca pública, 181 pero quizás juntando los dos sitios no haya tantos – al menos no tan bien elegidos – como los que tiene Manuel en su casa. Antón abre los ojos y la calle sigue igual. El barrio está tranquilo, es él quien se come la cabeza con tonterías. El sol sigue calentando igual, y es que hace tan sólo diez minutos que pasó por allí Roberto, el padre del panadero, que ya está sentado en uno de los bancos del Caprabo, moviendo el bastón en círculos como hace siempre que habla mal de alguien. Los panaderos y los mecánicos, el barrio parece un pueblo. Antón por fin sonríe, se da cuenta de que se pasa la vida de un problema en otro y la mayoría imaginarios. Aunque no por saber lo imaginario del asunto la cosa duele menos. Hace dos o tres años, y también cuatro o cinco, Antón no le daba tantas vueltas a las lecturas de Ana ni le temblaban las piernas con la cultura y dinamismo de Luis. Se puede decir que vivía en paz con ambas cosas porque un tercer elemento, David, le tenía en tensión constante. <<Mi pequeño terrorista>>, como él le llamaba. Y es que a ojos de Antón y de Dita, incluso a ojos de sus propios hermanos como más tarde han confesado, David se pasó unos cuantos años, de los quince a los veinte más o menos, caminando por el lado más bestia de la vida. O al menos intentándolo. Antón le veía siempre en el borde de algo, un borde de muchas cosas a la vez, a punto de caerse por un lado o por otro, sujeto por unos hilos muy débiles a la normalidad de la vida familiar, al equipo de baloncesto en el que nunca dejó de entrenar – aunque un par de entrenadores lo intentaron - y a una novia que inexplicablemente iba siempre a clase, sacaba buenas notas y sólo bebía Fanta Limón. 182 Quitando esos tres hilos que lo mantenían en pie, los días y las noches de David eran una incógnita para todos: para sus padres, para sus hermanos, e incluso a veces también para su novia. Por el día sabían que no iba al instituto, y no es que lo dejase formalmente sino que simplemente, a mediados de segundo de BUP, dejó de ir a clase. Antón se enteró cuando le llamó al taller la tutora para decírselo. Se acuerda muy bien de aquel día. Se cogió un cabreo enorme, en parte con David pero sobre todo con la tutora, que había dejado caer, como quien no quiere la cosa, que David no estaba todavía en edad legal de trabajar – tenía quince, casi dieciséis, pero quince -, insinuando que le tenía trabajando a escondidas en el taller. A la tutora, que dos años después fue profesora de inglés de Ana, no la traga desde entonces; pero a David lo perdonó rápido, quizás tardó dos horas, tan pronto como se dio cuenta de que él le había hecho lo mismo a sus padres: dejar de ir al instituto sin decirles ni una sola palabra. Así que antes de enfadarse de verdad tenía que hablar con él, y Dita también. Hablaron, y mucho. Hablaban él y Dita, también el tío Manuel, incluso Luis, que lo intentó un par de veces. El problema es que allí el único que no hablaba era David. De la noche a la mañana su vocabulario se había reducido a “sí”, “no” y “no sé”. - ¿Vas a ir a clase mañana? - No sé – es decir, no. - ¿Quieres dejar de estudiar? - No sé. 183 - ¿Y ponerte a trabajar? - No. - ¿En el taller? - No. Así hasta que se cansaba, entonces decía que se bajaba a la calle. Al principio le dejaban irse sin más, eran muchos años de inercia permisiva como para saber qué hacer así de repente. Le dejaban ir pensando que se ganaban su confianza. Mentira. Pronto cambiaron de estrategia y empezaron los castigos, pero daba lo mismo porque no los cumplía. - Hasta que no empieces a ir a clase no vuelves a salir entre semana. - Vale. Pero en cuanto podía se iba. Nunca se atrevieron a quitarle las llaves de casa y encerrarle dentro, habría sido demasiado fuerte para ellos, y eso David lo sabía. Sus días se dividían en tres ratos. Una mañana larga, quizás hasta las tres, que se la pasaba en la calle, nadie sabía dónde. La tarde, incluidas la comida y la cena, en casa, jugando al ordenador en el salón y durmiendo la siesta, que empezaba cuando llegaba Dita del trabajo y le decía que dejase de una vez de jugar. Por último la noche iba desde después de la cena hasta las tres o las cuatro de la madrugada, o más tarde, que es por eso que se pasaba luego durmiendo media tarde Antón estaba descolocado: cuando le castigaba su padre él lo cumplía, más por orgullo que por otra cosa; así luego en la cena se sentía con derecho a poner mala cara y la 184 ponía, era el premio por haber aguantado todas esas horas sin salir de casa. David sin embargo no ponía malas caras, actuaba como si no ocurriese nada. Pero de los quince a los veinte son bastantes años y la etapa de salir a diario hasta las cinco de la mañana y volver a casa borracho entre otras cosas- fue sólo el momento más crítico, más o menos a los dieciocho, desde entonces la cosa fue mejorando. Antón y Dita se preguntaban de dónde sacaba su hijo el dinero para llevar ese ritmo de vida pero en todas esas noches con David fuera de casa tuvieron tiempo para imaginar muchas cosas, y David para ir confirmándolas. El susto más gordo se lo llevó Dita un martes a eso de las 11 de la mañana –se acuerda del día de la semana y todo – cuando la llamó a la oficina la policía nacional porque habían pillado a su hijo en la estación de autobuses de Mendez Álvaro, dormido en la parte de atrás de un autobús que venía de Granada y abrazado a una mochila con 10 kilos de hachís. El conductor, mientras revisaba el autobús, se lo encontró dormido, apoyado en una ventana y con la mochila entre los bazos. Como olía fatal –a pis- y tenía muy mala pinta decidió llamar a la policía de la estación. Cuando llegó la policía se dieron cuenta de que además de dormido iba drogado así que les costó bastante despertarlo del todo. Para entonces le habían abierto la mochila y ya no estaban en el asiento del autobús sino en la comisaría. David tenía entonces diecisiete años y le faltaban veinte días para cumplir los dieciocho así que si le hubiese pasado lo mismo un mes mas tarde la broma habría sido menos broma. Quizás fue el pensar en eso lo que lo sacó un poco de la burbuja. También la vergüenza de haberse despertado en una comisaría completamente meado. El caso es que a partir de aquello la cosa fue a mejor. Pero Antón, que no podía adivinar el futuro, mientras conducía 185 camino de la comisaría, silenciosos en el coche Dita y él, se sentía como en esas películas en las que sale un equipo de cirujanos metiendo mano a un infeliz y dicen eso de “lo perdemos, lo perdemos”. Pues eso pero con su hijo y sin pasar por el quirófano. Más de seis años después, ahora que David acaba de cumplir los 24, aquello parece un pasado lejanísimo. Acabó el COU a los 22 en un instituto para adultos, pero antes, por las mañanas, ya había empezado a trabajar en una empresa de reparación de ordenadores. No tenía ningún título pero se le daba muy bien repararlos. El ordenador de casa lo tenía siempre con las tripas abiertas para cacharrear y todos los amigos – y amigos de amigos – lo llamaban pidiendo ayuda. Así es como lo conocieron y lo contrataron. Cuando acabó el COU sus padres le animaron para que estudiase informática pero no quiso; así que sigue trabajando en la misma empresa por las mañanas y por las tardes está montando la suya propia, de diseño y mantenimiento de páginas webs. Su socio es El Rata, un amigo de Luis. David dice que si tienen suerte van a ganar bastante dinero, y lo dice después de echar las cuentas cien veces porque está ahorrando para pagar la entrada de un piso. Dice que lo de irse de alquiler como está haciendo Luis es tirar el dinero, así que de momento sigue en casa, ahora con un ritmo de vida mucho más parecido al del resto. Duerme por las noches, desayuna todas las mañanas con Dita a las siete y media y le prepara CDs piratas de Bob Dylan a su padre. Antón se siente muy cómodo con él. Eso sí, a veces lo mira y piensa que no tiene nada que ver con el niño que era, hablador y risueño. Pero bueno, cada uno madura como puede. Lo de Ana y Luis es otra cosa, han cambiado y se han hecho mayores pero se puede trazar una línea suave, o al menos reconocible, desde su niñez hasta ahora. Sin rupturas. 186 <<La mente nos obliga a tener siempre un problema rumiando en la cabeza>>, se da cuenta Antón. Claro que después de recordar la angustia que pasó durante aquellas noches desiertas en el cuarto de David, el asunto de que ahora Luis le intimide o los celos que pasa cuando Ana va a por libros a casa de Manuel se revelan como lo que son, estupideces. Sí, pero aún así si piensa en ello le jode, y le jode que le joda, se siente un crío. Un bocinazo de una grúa le saca de su ensimismamiento y abre los ojos sobresaltado. Es la grúa de Dionisio y sentado al lado suyo está Javier, los dos le saludan, ¡¿qué ha pasado?! Y mientras ayuda a Dionisio a bajar el coche de la grúa Javier le cuenta. - ¡No jodas! – Antón tantea el ánimo de su amigo. Javier nunca pierde los nervios pero esto que le cuenta es una putada muy gorda - Sí – Javier se empieza a reír. - Pues ¿qué quieres que te diga? pero el dibujo es muy bueno. Entre los tres meten el coche en el taller y Dionisio se despide. Antón mira despacio los pinchazos y el dibujo en la chapa, da vueltas alrededor del coche y piensa en cuánto tiempo le va a llevar tenerlo listo. Javier se va hasta el fondo del taller y saluda a Alberto, que sigue concentrado con el ordenador de Opel. Desde el cuarto de las cuentas, como lo llama Antón, una oficina pequeña y sin ventanas con una máquina de 187 escribir, dos sillas y cinco ceniceros, se oye la música de Bob Dylan. <<Hay cosas que no cambian>>, tanto Bob Dylan como la máquina de escribir. Javier siempre ha sospechado que tras esa máquina de escribir se esconden secretos que Antón nunca le ha revelado. En teoría la usa nada más que para redactar presupuestos cuando se los piden por escrito, o para hacer un resumen mensual de la situación del taller, con gastos e ingresos, impuestos y plazos, pero a Javier a veces le da por pensar que hay algo más, que el cuarto de las cuentas, tan pequeño y recogido, con tanto cenicero y tazas de café soluble, es el lugar donde se recoge Antón para escribir una novela larguísima, treinta años de larga, y que algún día le sorprenderá con el manuscrito. Javier entra en el cuarto de las cuentas, se sienta y fantasea con su amigo convertido en premio Nóbel de literatura con una sola obra publicada, ¡y publicada a los cincuenta!, eso como poco. Antes de la publicación él leerá el manuscrito, y también lo hará Manuel, que después de tantos años leyendo más que nadie no se podrá creer que su hermano haya escrito algo así. Antón entra también en el cuarto de las cuentas y se sienta en la otra silla. Hablan de Bob Dylan y del nuevo aparato que hay en el cuarto, un reproductor de CDs que ocupa el lugar del viejo casete. Javier no se había dado cuenta y Antón le explica que se lo han regalado los niños por su cumpleaños y que no sólo lee CDs normales sino también mp3. - Eso es lo de piratear la música por Internet, ¿no? - Entre otras cosas. Si en un CD normal caben quince canciones en estos caben ciento cincuenta o más. Vamos, que pongo uno y no me preocupo de cambiarlo en todo el 188 día. Me los ha grabado David y venían incluidos en el regalo de cumpleaños. Ha conseguido en Internet la discografía entera de Bob Dylan . Una vez que estaban todas las canciones en el ordenador las ha metido en estos cuatro CDs. - Pero tú ya tenías los discos de Bob Dylan. - Sí, y también grabados en cinta para llevarlos en el coche y traerlos al taller. Pero no tenía todos, sólo diez o doce, todos de los sesenta y principios los setenta. Esto que escuchamos ahora es el Dylan de los ochenta. - Pues a mí me suena igual. - ¡Qué dices!, ya quisiera él… Antón se quiere poner enseguida con el coche para tenerlo listo antes del fin de semana pero Javier, que no tiene prisa, le intenta convencer para irse juntos al cine Él se ha quedado con las ganas. ¿Al cine? Antón hace lo menos un año que no va, además son todavía las siete y hasta las ocho no cierra el taller. Pero Javier insiste y la verdad es que sí que le apetece. Lo habla con Alberto, que le dice – claro- que se vaya. Él cerrará el taller. Y se van. Dejan a Bob Dylan cantando, al coche con las ruedas pinchadas y al “gordocabrón” dibujando en el capó en espera de que Javier tome una decisión sobre él. De momento no se anima a pedirle a Antón que no le cuente a María nada de esto; le da vergüenza. Van a por el coche de Antón, del taller a su casa hay diez minutos andando, quizás un poco más porque está en la otra punta del barrio, pero el caso es que nunca va en coche al trabajo. Hay que cruzar tres plazas y la avenida, 189 después se pasa por el instituto, el colegio y el arenal. En la segunda plaza, mientras esquivan unos balonazos y Javier recibe los saludos de un grupo de padres de exalumnos que están tomando unas cañas, Antón le dice que todavía no han decidido si se van a ir con ellos de vacaciones o no. El problema es que la madre de Dita sigue bastante chunga después de la última caída y seguramente se vayan en agosto a Praga. No le apetece pero es lo que hay. Él sabe que un mes entero en Praga no va a aguantar, así que como mucho se irá quince días, que es tiempo suficiente para ver a la abuela Milena y al resto de la familia. Luego aunque Dita se quede allí, él se volverá para España, y sí, seguramente irá a hacerles una visita a Javier y a María a los Pirineos. Javier hace que escucha pero no escucha, no puede. Tiene la cabeza demasiado llena con el asunto de la caricatura y las ruedas pinchadas. De repente le ha vuelto a entrar el agobio: si suben a casa de Antón a por las llaves del coche es muy probable que se encuentren con Dita, que ya habrá llegado del trabajo. Y Dita preguntará, claro que preguntará, porque no es normal que Antón se presente en casa a las siete de la tarde así sin más. Y aunque no preguntase, Antón le contaría, porque nadie le ha dicho que no cuente. Y no es sólo ya que Dita lo sepa otra vía más para que las noticias acaben por llegar a María - sino que cuando le digan que van al cine quizás ella también se apunte, y ya que están los tres, ¿porqué no llamar a María? Hoy María tiene pensado quedarse hasta las diez en la facultad porque quiere corregir de una vez los exámenes que le faltan. Cuanto antes publique las notas, antes serán las revisiones, antes firmará las actas y antes empezará el mes de julio, en el que sigue viniendo a la facultad pero las horas que ella quiere y a dedicarse nada más que a sus 190 cosas. En concreto está el proyecto que le dirige a dos danesas que llegaron en septiembre a la facultad con una beca de posdoc. Quieren tenerlo listo antes del 20 de julio, mandarlo a unas cuantas revistas e irse de vacaciones. El problema, piensa María, es que ahora que ha llegado el verano las danesas cada día que pasa rinden menos. En cuanto acabe con los exámenes les tiene que meter un poco de caña. Ahora mismo está escuchando las “Variaciones de Goldberg” de Bach. Acaba de hacer unos estiramientos para no entumecerse y se ha preparado un café cargado. Está centrada y convencida de que no habría nada capaz de moverla del despacho, pero la verdad es que si ahora la llamasen Javier, Antón y Dita para ir al cine acabaría por decirles que sí. Quedarían en Princesa o quizás en Cuatro Caminos y ella les convencería para ir a la sesión de las diez. Una vez en el cine, o más bien tomándose una cerveza justo antes de entrar, ella querrá saber cómo es que se les ha ocurrido ir al cine un lunes y entonces le contarán, seguramente Javier adelantándose a los otros, la historia de los pinchazos en el coche y el gordocabrón. Esto último no es que vaya a pasar sino simplemente que Javier se lo está imaginando mientras Antón y él cruzan la tercera plaza y se acercan al paso de cebra de la avenida. Él no sabe que María acaba de hacer unos estiramientos pero se la imagina con la música clásica y el café, las gafas de cerca y el bolígrafo rojo.También se la imagina más tarde bebiéndose una clara con ellos en la cervecería de siempre al lado de la plaza de los Cubos y quedándose pálida al enterarse de lo que le han hecho esta vez a Javier sus alumnos. Y se enfadará, Javier lo sabe, no en ese momento sino más tarde, a solas: << a ver si lo he entendido bien, ¿te destrozan el coche y en lugar de ir a poner una denuncia me llamas para ir al cine? >>. Javier sabe que está perdido. Van a cruzar la avenida, ya quedan 191 menos de tres minutos para llegar a casa de Antón. Entonces Antón se para. - ¡Mierda! Le he dejado el coche a Ana, que tenía un examen esta tarde. - ¿En Alcalá? - Sí, claro. Y llegará como mínimo a las nueve, o no llegará, que el de hoy era el último examen. Javier lo coge al vuelo, sabe que en casa de Antón no hay más coches. - Pues nos vamos en Metro. - ¿Tú crees? - ¿Por qué no? , ¿hace cuánto que no coges el metro? Pero vamos ya que sino no llegamos a la sesión de las ocho. Aunque también podemos ir a los Renoir de Cuatro Caminos, que llegaremos antes que a Princesa. Además a Cuatro Caminos nos podemos ir en autobús. - Deja, que ya que lo has dicho prefiero ir en metro, aunque sea a Cuatro Caminos, desde que abrieron la línea del barrio todavía no lo he cogido. Y se van. Sí, pero Antón quiere llamar antes a Dita. Le pregunta si se quiere apuntar al cine. Demasiadas prisas, dice Dita, y a la sesión de las diez no quiere ir porque se duerme. Javier por su parte dice que no va a llamar a María porque está corrigiendo exámenes y no quiere entretenerla, la llamará cuando salgan de la película. Así que cuenta con tres horas más para pedirle a Antón que le guarde el secreto de lo que ha pasado hoy. 192 En el metro pasan bastante calor, hacen un trasbordo y en seguida llegan a la parada de Cuatro Caminos. Antes de entrar han comprado el periódico y han estado mirando la cartelera. Hay dos películas que querrían ver, una a las ocho y veinte y otra a las ocho y diez, y como el metro les ha dejado en el andén a las ocho menos cuarto llegan a tiempo a las dos películas. O eso creen: no contaban con las escaleras, que bajan y bajan, o suben y suben -según te pille - y parece que no van a terminar nunca. Javier y Antón ya habían estado aquí hace unos cuantos - muchos - años pero no se acordaban de eso. Así que cuando se encuentran con que las escaleras mecánicas no funcionan, ni las de subida ni las de bajada, no se dan cuenta de la gravedad de la situación. El resto de viajeros sí, y se oyen quejas, insultos a la madre del alcalde y un peruano que dice que preferiría subir el Machu Pichu antes que esto. Aún así, pese a las quejas, ninguno se detiene y empiezan a subir el primer tramo de escaleras. Después el segundo y pronto desaparecen todos de vista. Javier no les puede seguir el ritmo, ni siquiera a los más mayores, la verdad es que no puede seguir ningún ritmo. Al llegar al primer rellano, después de setenta y ocho escalones y mucho sudor, Javier se para a tomar un poco de aire. Y Antón, que no sabe los tramos de escalera que les quedan, se ríe y le espera. Después de un minuto se ponen otra vez en marcha: a por el segundo tramo... Antón mira el reloj, cada vez más nervioso, y Javier mira el siguiente escalón, cada vez más alto. Ya van dos veces que les adelantan los viajeros del siguiente tren, que sí, se quejan mucho y son ruidosos, pero suben sin parar. Uno de los rezagados de esta última tanda de viajeros es un señor mayor con boina, corbata y alpargatas que al ver a Javier tan rojo se para y les pregunta si están bien. - Hombre, bien lo que se dice bien… Espero que este 193 tramo sea ya el último – Javier dice esto y se pone a toser, llevaba dos rellanos sin abrir la boca y esto ha sido un esfuerzo excesivo. - ¡Uy, qué dice!, quedan otros dos, y hasta dentro de una hora no vuelven a poner las escaleras en funcionamiento. - ¿Cómo sabe usted cuando las van a arreglar? – Antón le da conversación al señor mientras Javier sigue con la tos. - ¡Que arreglar ni que niño muerto! Las escaleras no están estropeadas. Mire, ¿ve este cuaderno?, pues aquí voy haciendo unas tablas con las horas en que se estropean las escaleras de las paradas de la línea 1 a la línea 10. Llevo cinco años haciendo el estudio, desde que me jubilé. Yo ya sospechaba lo que estaba pasando pero mi trabajo no me dejaba tiempo para dedicarme a esto. En cuanto me jubilé me saqué el abono transportes para pensionistas y ahora me paso la semana entera en el metro por cuatro duros. - Vaya. - Sí, y estoy haciendo una investigación en toda regla. Trato de demostrar que las escaleras no se estropean sino que las paran a propósito para ahorrar en electricidad. Si se estropeasen no seguirían ningún patrón, lo harían al azar, y yo he encontrado un patrón. Miré estás gráficas. - No entiendo nada. - Pues las gráficas no mienten, hay un patrón, tan rebuscado que ni siquiera los viajeros más habituales lo notan, pero ahí esta. Mire aquí otra vez y céntrese sólo en los trazos grises, que son los que corresponden a la línea seis. Antón intenta descifrar algo en el cuaderno pero es 194 imposible, lo único que ve es una guarrería de colores, letras y números que más allá de la posible demencia del señor seguramente no signifiquen nada. Por suerte Javier deja de toser y dice que por él pueden seguir subiendo así que se ponen de nuevo en marcha. Son ya las ocho y cinco. Antón le devuelve el cuaderno y se encoge de hombros pero el viejo no se da por vencido. - Lo que es una pena es que todavía no he encontrado a nadie que me ayude en la investigación, habría ido todo mucho más rápido. - Bueno, pero no se preocupe - Antón dice esto y le da una palmadita en la espalda -según me cuenta la lleva ya muy avanzada. Ahora que ha encontrado ese patrón está ya todo hecho, ¿no? Además a mí es que se me dan muy mal los números. - ¿Y a su amigo? - A mi amigo bien, él es arquitecto, pero ya le ve como suda…, no creo que esté como para pasarse el día en el metro subiendo y bajando escaleras estropeadas. Mire que ya le hemos vuelto a dejar atrás. ¡Javier!, ¿aguantas hasta el siguiente rellano o hacemos una paradita en la mitad? - ¡Paradita! Con muchas disculpas, y visto que de allí no va a sacar nada en claro, el señor se despide. En menos de quince minutos tiene que estar en Tribunal para comprobar y anotar cómo se estropean las escaleras mecánicas que bajan a la línea 10. Antón se cruza de brazos y espera en mitad del tramo de escalera a que Javier llegue hasta allí. Mira el reloj y empieza a pensar que va a estar difícil llegar a tiempo al cine porque Javier cada vez resopla más y anda menos. 195 Justo cuando empieza a oírse el barullo de los pasajeros del siguiente vagón Javier alcanza a Antón y se apoya en su hombro. Está rojo y jadea mucho, la camisa se le ha empapado de sudor y le cuesta hablar. Se lleva la mano al pecho. - ¿Estás bien? - No. Y empieza a llegar la gente. Los primeros que pasan son un grupo de chavales de trece o catorce años, suben corriendo y uno de ellos casi se lleva por delante a Javier, que entonces decide sentarse en uno de los escalones a ver si se le pasa el dolor. Antón se queda de pie sin saber qué hacer. - ¿Es dolor o es que no puedes respirar? - Son las dos cosas. Una chica morena – o más bien naranja como una zanahoria –se para a su lado y se interesa por Javier. Dice que es médico. Javier sigue a lo suyo, con la cabeza baja y los ojos cerrados, le duele. La chica se pone a hablar con Antón y le dice que hay que llamar a una ambulancia, que su amigo tiene un infarto, o casi. Así que ella se queda con Javier y Antón sube a las taquillas. El taquillero llama al servicio de emergencias y dice que va a hacer todo lo posible para volver a poner en funcionamiento las escaleras mecánicas. También le da unas aspirinas a Antón porque dice que son buenas para los infartos. Con las aspirinas en la mano Antón baja. Lo acompaña un guardia de seguridad que en seguida se pone a espantar a los curiosos que se han arremolinado alrededor de Javier. 196 La medico-zanahoria, sentada al lado de Javier, accede a lo de la aspirina y Javier, obediente, se la mete en la boca y empieza a mascar. Antón no se sienta y aunque todavía no han pasado ni cinco minutos desde la llamada no para de mirar hacia arriba a ver si vienen ya los de las ambulancias. El de seguridad ha conseguido despejar la zona pero no van a tardar en llegar los viajeros del próximo metro. - Javier, voy a subir un momento a llamar por teléfono. - Sí, claro - Javier le mira de reojo y de repente se da cuenta - ¿Vas a llamar a María? - Sí. - Espera. Javier le pide a Antón que se siente a su lado y la medicozanahoria y el de seguridad se apartan un poco para dejarles hablar. Ésta nervioso pero no le queda otra, tiene que ser ahora. - Antón, no le cuentes nada a María. - ¿Sobre las ruedas pinchadas y el dibujo?, no pensaba hacerlo. - ¿Ah, no? - No. Y sin decir nada más Antón se sube a llamar. Javier sigue con su infarto pero mucho más tranquilo ya. 197 198 8. En globo - viernes 13 de Septiembre de 2002 Héctor llevaba esperando este momento varios años: sus padres por fin se han decidido y se han apuntado a un viaje organizado. Les ha despedido esta mañana en la estación de autobuses. Salían muy temprano, a las siete de la mañana y Héctor les ha bajado con el coche. Ni ellos ni Héctor están acostumbrados a viajar, así que se han presentado en la estación una hora antes de la salida del autobús, <<no vaya a ser que pase algo>>. Han sido los primeros en llegar. Con las cafeterías cerradas y sin nada mejor que hacer, Rosita le ha explicado de nuevo a su hijo las quince comidas y quince cenas de los quince días que van a estar fuera. Rosita se ha pasado una semana preparando los menús en detalle y le ha repasado a su hijo una por una todas las cosas que le ha dejado en el baúl-congelador, las latas de la despensa, los filetes y los lenguados frescos en la nevera. Incluso las uvas de las parras, que ya están casi a punto y no quiere que se las coman las avispas. 199 Al fin se han subido al autobús y Héctor se ha ido a la churrería de Ramón a desayunar. ¡Qué tranquilidad!, aún no se puede creer que sus padres se hayan ido, ¡su primer viaje solos desde el viaje de novios!, que por cierto fue a Madrid y duró sólo un fin de semana. Ahora le da miedo de que antes de llegar a Madrid su madre se arrepienta y se vuelva para el pueblo. Con la de cosas que tiene planeadas para hacer en estos quince días… Tres horas después, a las diez y cuarto y recién abierta la ferretería le suena el móvil: “papá”. Ya está, se vuelven. Pero no, su padre le llamaba nada más que para informarle de que habían hecho la primera parada y que todo estaba bien, que su madre se había tomado unas tostadas y él un bocadillo de queso. Estupendo. Le llamó tres veces más, una por cada parada, y la última ya por la noche para decir que habían llegado ya a Santiago de Compostela. A Héctor le parece una tontería lo de irse al norte en septiembre, sobre todo teniendo más cerca las playas de Valencia, Murcia o Andalucía, pero su padre hizo la mili en Oviedo y lleva desde entonces con el capricho. Rosita, con tal de no oírle, ha accedido. En Santiago de Compostela van a coger un tren, el Transcantábrico, que recorre toda la costa cantábrica hasta Bilbao. Como el tren hace parada en Oviedo, Jesús quiere ir a visitar su viejo cuartel, que ya se ha informado de que sigue existiendo. Una vez en Bilbao el tren da la vuelta por el interior, se mete en Castilla y termina el viaje en León. El tren circula por las líneas del FEVE, el ferrocarril de vía estrecha, que avanza despacito y en algunos tramos muy cerca del mar. Es un tren turístico así que se va parando en las ciudades y los sitios más bonitos. Por las noches los viajeros duermen en los vagones con cama y el tren se para, que dormir con traqueteo esta gracioso pero sin traqueteo es mas cómodo. Además, si viajasen por las 200 noches se perderían las vistas, y las vistas son la gracia del viaje. Todo esto lo pone en las hojas promocionales que Jesús cogió en el hogar del jubilado y que se llevó a casa para intentar convencer a Rosita. - “Comienzo en Santiago de Compostela, meta de los peregrinos, después a Ferrol. Allí aguarda El Transcantábrico”. - ¿Cómo que allí aguarda el Transcantábrico?, ¿no empezaba el viaje en Santiago? - Pues no sé, será que el primer tramo es en autobús. Mira aquí pone: “autobús de lujo que acompaña durante todo el recorrido”. Pues eso, que algunos tramos los haremos en autobús y otros en tren. Pero espera que te sigo leyendo. - A mí no me ha gusta nada lo del autobús, por muy lujoso que sea, que ya bastante tenemos con el viaje de ida y el de vuelta. - Espera espera, que te sigo leyendo: “siete cenas y ocho comidas con gastronomía típica del norte de España. Incluído vino, café o infusión y licores. Recorrido en tren por la costa norte gallega hasta llegar a Ribadeo. De allí a Luarca. Comida entre los límites de Galicia y el Principado de Asturias. Rumbo a Cudillero y después a Oviedo, capital asturiana, para desplazarse por la tarde a Gijón. Comida en Oviedo”. Y aquí es cuando me voy a escapar a visitar el cuartel. - No entiendo yo por qué tanta perra con lo del cuartel; ni que hubieses estado allí de vacaciones. Además, vas a ir y no vas a conocer a nadie. ¿Y qué les vas a decir?, ¿que hiciste la mili allí y que quieres entrar a verlo? 201 - Pues sí. - Vas a hacer el ridículo Jesús. - ¿Y a mí qué? Aquel día Héctor había acabado de cenar y estaba viendo la tele en el salón pero oía las voces desde la cocina. Su padre no paró y acabó por leer en voz alta el catálogo entero del Transcantábrico mientras su madre encontraba pegas por todos los sitios. Qué cansinos, Héctor está seguro de que se vayan donde se vayan van a pasarse la semana discutiendo, que las vacaciones no hacen milagros. Lo bueno es que si discuten fuera de casa él no los oye. Aunque se los imagina. Ya estarán metidos en la cama en el hotel de Santiago de Compostela, su madre con el camisón blanco y su padre en calzoncillos. Lo de los calzoncillos también ha sido motivo de discusión y es que como nunca van a hoteles, a Rosita le parece una ordinariez que Jesús quiera dormir sin pijama. Son casi las once y Héctor sigue sin cenar. Desde que ha salido del trabajo no se ha movido del trastero y le da igual que el pisto de su madre esté esperándole en la nevera porque hasta que no lo tenga todo preparado de allí no sale. Mañana por la mañana tiene que estar todo listo y no puede haber fallos. Si sus padres se hubieran ido antes de casa no andaría ahora tan pillado de tiempo. Y menos mal que Federico, su jefe, le ha dejado tener el paquete guardado en el almacén de la ferretería todo este tiempo, que si no, no sabe lo que habría hecho. Él quería posponer la cita para el fin de semana que viene, que sus padres aún seguirán en el norte y a él le habría dado tiempo de sobra a tenerlo todo listo - e incluso 202 a practicar un poco. Pero Luis se ha empeñado en que tenía que ser este finde y al final se ha salido con la suya. Amanece y Héctor sigue en el trastero, se ha quedado dormido en una de esas tumbonas que tiene guardadas allí su madre para cuando vienen visitas; vestido y sin cenar. Le ha despertado el tititi de un mensaje que le ha llegado al móvil. Es Luis, que ya está de camino. Dice que le van a ir a buscar a la estación Alisa y Juan, que comerá con ellos y que se pasarán a las cinco por su casa. Mejor, más tiempo. Es la primera vez que Luis viene al pueblo desde que Alisa se mudó hace tres meses. Él se enteró cuando volvió del Interrail, porque su padre fue a buscarlo al aeropuerto y se lo contó por el camino. Al parecer fue una decisión repentina: el quince de junio, tomándose un café con su hermana en la terraza, Alisa decidió que no se presentaba a los exámenes, que dejaba la carrera y que se venía a vivir con Juan al pueblo. Nadie se lo esperaba; el que menos Juan, pero tampoco Javier ni María. Llevaba un mes casada, muy bien, pero hasta entonces parecía que eso no significaba mucho. Para empezar, la luna de miel se la han pasado separados, Alisa estudiando en Madrid y Juan trabajando en el bar de su padre. Pensaban irse a algún sitio juntos en julio, seguramente de camping al Pirineo, y después volverse cada uno a su casa y a sus cosas. Pero ahora los planes son bien distintos. Luis escucha atento en el asiento de atrás del coche, Juan conduce y Alisa no para de hablar. Que si la piscina, que si la higuera, que si la mesa de madera de la cocina, que si los atardeceres sin casas delante. Y mientras tanto Silvio Rodríguez cantando “Quien fuera” y Juan haciendo los coros. Luis no lo sabía pero desde hace cinco años - ¡desde los veinte! – Juan está pagando la letra del adosado. Lo acabaron de construir hace tres años pero como Alisa no 203 quería venirse para acá y a Juan le daba pereza mudarse solo el chalet ha estado vacío todo este tiempo. Y sigue vacío, o casi. Resistiendo, dice Alisa, porque la madre de Juan quiere colocarles unos muebles muy feos que estaban en la casa de la abuela, pero de momento no lo ha conseguido. La casa está a las afueras del pueblo, en una hilera de chalets todos iguales. No tan iguales según Alisa. - ¡El nuestro es el de la puerta rosa! Preparan la comida los tres juntos: arroz tres delicias y tarta de manzana de postre, pero justo cuando van a sentarse a la mesa, llama la hermana de Juan por teléfono. - Que dice Carmen que si la invitamos a comer – Juan tapa el auricular con una mano y con la otra se come una aceituna. - Claro que sí. Y mientras bajas a por ella nosotros nos damos un baño. Juan vuelve a coger el coche y baja a casa de sus padres a por su hermana, Luis y Alisa se ponen el bañador y salen a la piscina. De momento sólo meten los pies porque el agua está muy fría. - Me encanta Juan- dice Luis – no sé cómo se puede ser tan buenazo. - ¿Tú crees? - ¡Joder!, llega a ser mi hermana la que llama y le digo que se venga en bici. 204 - Es que a Juan últimamente se le cae la baba con Carmen. Sobre todo desde que ha vuelto de Estados Unidos. La Carmen en América, deberías escribir una obra de teatro sobre eso. - ¿Ah sí? A ver que cuenta. Aunque a lo mejor conmigo se corta, yo sólo la he visto tres o cuatro veces y era una niña. ¿Cuántos años tiene ya? - Dieciséis. Pero no es ella la que tiene que contar, que lo que hiciese en Boston es lo de menos; lo divertido es la que se montó en su casa con lo del viaje. - ¿Por qué? - Por todo, pero para empezar porque es la primera de la familia que ha salido al extranjero. - ¿Juan tampoco? - No. Y mientras Alisa le cuenta, Luis va dejándose resbalar hacia el agua. Está muy fría, se nota que ya es septiembre, pero después de haberse bañado en los fiordos del mar del norte – qué lejos queda...- tiene que intentarlo. Por fin mete la cabeza. Alisa se queda con la palabra en la boca y Luis siente, como siempre que se mete en el agua a menos de quince grados, que la cabeza se le limpia y que le ponen una piel nueva. El frío le transporta otra vez a Noruega: Bødo, Narvik, su fiordo privado y su semana nómada. Saca la cabeza, da dos brazadas y sale corriendo hacia la toalla. Alisa sigue sentada en el mismo sitio, con los pies metidos en el agua, el bikini seco y mirando hacia la puerta. Le ha parecido oír un coche pero no son ellos. 205 Mejor, porque todavía no ha hablado con Luis de lo que quería. - Luis. Y Luis mira. Ese “Luis” no ha sido un “Luis” normal, ha sido un “Luis” de “ven siéntate aquí y hazme caso”. Él también lo estaba esperando, todavía no han hablado del repentino cambio de planes y ha sido un cambio de planes muy gordo. Alisa, la misma que parece estar siempre en armonía con el mundo y todos sus seres, ha arrancado bastantes hojas de césped y las está triturando en cachitos. Luis no se lo puede creer. La última vez que la vio hacer algo así fue hace mucho tiempo, no sabe cuánto. Claro que si tuviese buena memoria se acordaría de aquella cerveza que se bebieron juntos en la cafetería de Matemáticas, en su primera semana en la facultad. Alisa no había empezado todavía las clases pero tenía que hacer papeleos y estaba muy nerviosa. ¿Qué tal serían los compañeros?, ¿y los profesores?, ¿habría muchos bichos raros?... La cerveza acabó con la pegatina de Mahou destrozada en un cenicero. Se acuerde o no, esa fue la última vez que Luis vio a Alisa romper algo por el puro gusto de romper, la última vez que la vio nerviosa. Desde entonces nada: la paz. Hasta ahora. La cosa es que Alisa no sabe muy bien por dónde empezar a contar porque no tiene muy claro qué es lo que le pasa. En fin, que el 15 de junio decidió que dejaba la carrera. Y lo decidió en la terraza de su casa, tomándose un café con Laurita en un descanso de estudios que estaban haciendo las dos. Se le ocurrió así de repente, no sabe muy bien por qué, pero una vez que tenía la idea en la cabeza lo veía muy claro: no quería seguir estudiando lo 206 mismo todos los años de su vida. Y lo mismo quiere decir lo mismo, es decir, que con la tontería de no aprobar nunca le toca estudiar todos los años las mismas asignaturas. Esa misma noche, después de sacar a pasear a Tritón, llamó a Juan y le preguntó si le apetecía irse a vivir con ella - ya mismo - al chalet sin amueblar. Sí. Después les dio las noticias a sus padres. La primera, que dejaba la carrera. La segunda, que se iba a vivir con su marido. - Con mi marido, que raro suena, ¿verdad Luis? - Un poco, pero esposo sonaría peor. Tres días después Alisa y Juan ya estaban en el chalet. Faltaba por hacer la verdadera mudanza, que todavía sigue pendiente, pero Alisa se presentó allí con una maleta y con Tritón y con eso le bastaba. Juan fue a recogerla a la estación y se fueron directamente al chalet. Alisa lo había visto un montón de veces: el chalet de Juan, su futura casa, pero ahora que había venido para quedarse, la cosa cambiaba. Juan le pidió a su padre una semana de vacaciones y se dedicaron a limpiar, que las casas cerradas acumulan mucha mierda. Y estaban en eso cuando una noche les llamó María: << hija, a papa le ha dado un infarto>>. Y vuelta para Madrid. Al final no fue un infarto sino una angina de pecho; pero el susto se lo llevaron igual. Alisa, que era la única que no tenía exámenes ni que ir a trabajar, se pasó una semana entera con su padre, primero en el hospital y luego en casa. Lo cuidaba, le hacía las comidas y hablaban, hablaban mucho. Mientras, su padre dormía las siestas Alisa daba vueltas por la casa. Veía películas, buscaba cosas en su cuarto para llevarse al pueblo. También se puso a ordenar – un poco más - los apuntes de la carrera. 207 Tritón no estaba, se había quedado en el pueblo, así que a Alisa se le hacía raro estar en casa y no poder jugar con él o sacarle de paseo. En general se le hacía raro todo. Habían pasado sólo diez días desde que se marchó, no más que unas vacaciones normales, pero ahora tenía la sensación de estar en casa de visita y eso era muy raro. Después de diez días Javier ya estaba bastante mejor y Alisa se volvió para el pueblo. La casa estaba limpia y la piscina funcionando pero a Juan se le habían terminado las vacaciones y su padre lo necesitaba en el bar al menos hasta la primera semana de agosto. Alisa se pasaba el día leyendo en la piscina y sacando a pasear a Tritón. Tanto que incluso Tritón protestaba y prefería quedarse en casa. - Ahí es cuando me empezó a entrar la ansiedad. - ¿Ansiedad por qué? - No sé, por no saber qué hacer durante el día, por estar atrapada sin coche tan lejos de todo. - ¿Y la bici? - La bici la tengo aquí desde hace dos semanas. Estaba guardada en casa de mi abuelo y no había caído en ella. - Pero ahora es otra cosa, ¿no?, con la bici ya puedes salir de casa, ir al centro, quedar con gente… - Tampoco tanto. Todo el mundo tiene sus rutinas menos yo. - Bueno pero acabas de llegar. Y no te preocupes por coger una rutina, que otra cosa no pero precisamente las rutinas siempre llegan. 208 - Ya, ¿pero haciendo qué? Cuando decidí que dejaba la carrera y que me venía para acá no pensé en nada. Y hago repaso y la verdad es que no sé hacer nada. Ocho años estudiando y no sé nada. - Pero a ver, que esto lo hemos hablado ya. Cuando ibas por el tercer año y seguías en primero y sin posibilidad de aprobar ninguna, porque además me lo decías así de claro, te pregunté que para qué seguías. Me dijiste que porque te gustaban las matemáticas. - Y me gustan. -Vale. Me costó entenderte pero al final lo conseguí, de verdad. Es como si a mí, que me gusta pintar y esculpir, me saliesen unos cuadros y esculturas que sólo yo entendiese, que sólo yo apreciase. Y año tras año, aunque los profesores me pusiesen ceros, yo siguiese con la misma ilusión. Me parece brutal, heroico, en serio. Decías que ibas a estudiar matemáticas hasta que el cuerpo te lo pidiese, y que si pasaban los años y seguías con la perra te pondrías a trabajar al mismo tiempo en otra cosa para poder hacer tu vida. Ahora dices que después de ocho años estudiando no sabes nada, ¿cómo que no sabes nada? Quizás nadie más que tú sea capaz de entender las cosas que sabes, pero eso es otro tema. Además, si has disfrutado aprendiéndolas, eso que te llevas. - Ya, ¿pero ahora qué hago? - ¿Qué te apetece hacer? - No lo sé. Alisa baja los ojos y arranca otro montón de hojas de césped, Luis le dice que es normal lo que le pasa, él 209 mismo no sabe lo que quiere aunque por ahora vaya a seguir en el taller de su padre. En ese momento llegan Juan y Carmen dando pitidos con el coche, Alisa tiene una lagrimilla en el ojo y se tira a la piscina para que no se le note. Al sumergir la cabeza en los quince grados del agua es como si los problemas se quedasen en el fondo. Después de medio minuto buceando con los ojos abiertos sale rápidamente y se mete al cuarto a secarse y a cambiarse para comer. En la comida, Carmen no para de hablar y los demás de reírse. El fin de semana que les llevaron a Nueva York, los italianos y los rusos, la familia en la que le tocó vivir... Y es que cualquier cosa da risa si te la cuenta alguien que sabe hacer reír. - ¿Y el jamón de mamá? - Calla Juan, qué vergüenza. El jamón de mamá. Carmen se pone roja sólo de recordarlo. Después de pasarse dos días haciendo la maleta con su madre alrededor, peleándose continuamente, Carmen consiguió cerrar una maleta con todo lo necesario y sin sobrepeso. Entonces se fue a despedirse de los amigos. Al día siguiente la maleta parecía que pesaba más pero con las prisas no miró adentro. Mal hecho, muy mal hecho porque los de la aduana, al ver la maleta por los rallos X, la cogieron y se la llevaron a un cuartito aparte. A la maleta y a ella. Allí, detrás de una mampara opaca, dos policías abrieron la maleta y empezaron a descojonarse. - Las bragas, pensaba yo, he colocado las bragas arriba del todo. 210 Pero no eran las bragas sino un jamón. Un jamón entero con pezuña y todo que le había colocado su madre en la maleta a costa de quitarle otras cosas “menos importantes” como el maquillaje, la toalla de playa o las minifaldas. Los policías, que no podían parar de reírse, decían que cada cual es libre de llevar un jamón de un lado para otro pero que justamente a Estados Unidos no, que allí son muy cuidadosos con la entrada de alimentos extraños. Y un jamón con pezuña es sin duda un alimento muy extraño. Le dieron permiso para volver a salir a la otra zona del aeropuerto y darle a su hermano el jamón pero Juan ya estaba en la carretera así que al final el jamón se lo quedaron ellos. A cambio le dieron a Carmen sesenta euros para comprarse algo de maquillaje y de ropa. - ¡Qué vergüenza!, ¡joder!, ¡qué vergüenza!. Y encima cuando vi el jamón y cogí el cabreo con mamá se me vino encima todo el acentazo de pueblo. Carmen sigue contando batallitas y justo cuando Juan se levanta para preparar un café suena el teléfono. Es Héctor, que si vienen o no vienen. - Héctor, ¿pero no le dijiste a Luis que a las cinco? - Yo no le dije nada. Me dijo él que a las cuatro. - A ver Luis, ¿tú a que hora le dijiste a Héctor? - A las cinco. - Dice Luis que él te dijo que a las cinco. - Ya le oigo. Pues mira no lo sé, pero esto está listo ya, ¿eh?, así que cuanto antes vengáis mejor. 211 - ¡Vale!, nos tomamos el café en tu casa. Oye una cosa, ¿puede venir mi hermana? - ¿Tu hermana? Sí, claro. Dejan la mesa tal cual y se montan los cuatro en el coche. Carmen les pegunta que van a hacer en casa de Héctor pero nadie sabe nada. Él les ha citado para darles una sorpresa aprovechando que por primera vez en toda su vida se ha quedado sólo en casa. Pero la sorpresa, como es una sorpresa, pues es secreta. Carmen conoce poco a Héctor. Sabe que trabaja en la ferretería y que almuerza en el bar de sus padres, pero poco más. Luis le aclara que son amigos desde que tenían ocho años, que también es amigo de Alisa – y por eso estaba en la boda – y que tiene una madre de esas que, ya sabes…, de las que meten jamones en las maletas sin avisar. - Quizás por eso no viaja nunca, por su madre – dice Alisa, que ya se ha quejado antes a Luis de que no hay manera de ver a Héctor y que cada día está mas raro, encerrado siempre en casa, cuidando de la finca y de sus padres. Juan, que charla con él todas las mañanas en el bar, dice que no es para tanto, que lleva una vida tranquila, quizás demasiado aislada, pero que es normal viviendo donde vive. - Además ahora con la autopista hay que dar una vuelta de lo más tonta para llegar a su casa. Luis va mirando por la ventanilla. Las últimas veces que ha estado en el pueblo no se ha movido del centro. De la estación a casa de los abuelos y de la casa de los abuelos a la plaza. Y nada más. Por eso ahora no reconoce nada. 212 Han cambiado las carreteras, los caminos y los carteles, además han llenado las afueras del pueblo de hipermercados. Vamos, que le parece que todo está muy feo. Pero al salir del pueblo, en la colina que separa la finca de Héctor del resto del mundo, las cosas siguen igual, cuatro casas y los sembraos. Después de la curva de la guarra – que de niños siempre se preguntaban por qué se llamaba así – empieza la bajada y se puede ver la finca de Héctor. - Mirar, ¡un globo! – grita Alisa. - ¿Un globo, donde? – Luis, que va sentado en el asiento de atrás, puede ver menos cosas. - ¡Creo que donde Héctor! Carmen y Luis meten las cabezas por el hueco entre los dos asientos de delante y también lo ven: ¡un globo en casa de Héctor! Héctor les está esperando en la puerta de la finca vestido de marinero: de capitán. Se sube al coche y le da indicaciones a Juan, no para ir a la casa sino a la explanada donde está el globo. Por el camino les va explicando lo que van a hacer: no se trata de una empresa de esas que contratas para que te den un paseo en globo. No, este globo es su propio globo, le ha puesto de nombre Rosita, como su madre, y él mismo es el piloto. Luis no se lo puede creer y Héctor enseguida le enseña el carné: - Que no es eso, que si me lo dices tú me lo creo, pero aún así me parece increíble. ¿En serio vamos a dar un paseo en globo? - ¿Tú qué crees? 213 Y tan en serio. Además, en las dos bolsitas que lleva Héctor van dos termos de café y unas tazas, que como en su casa no hay vasos de plástico son tazas de verdad. No se le habría ocurrido lo de tomar café en el globo pero como Juan le dijo que se tomarían el café en su casa pues ha improvisado un poco. Al llegar hasta el globo y aparcar el coche al lado les da la impresión de que es mucho más grande aún de lo que parecía, pero si alguien tiene miedo no lo dice. Carmen y Juan quieren hacer pis antes de subir y se van a buscar un buen sitio, Alisa da una vuelta alrededor del globo y Luis intenta que Héctor le explique cómo es que de repente tiene carné de piloto de globos. - ¿Y dónde se compra un globo? - Luego os lo cuento. Ahora ayúdame con esto. Cuando vuelven Carmen y Juan los otros tres ya están dentro del globo. Héctor, sonriente con su uniforme de capitán, reparte órdenes que los demás cumplen con rapidez. A Luis le da la impresión de que ha retrocedido quince años en el tiempo, como cuando venían a jugar a casa de Héctor y se pasaban el día corriendo por esta explanada inventándose juegos. Intentaron construir una casa en un árbol pero como siempre se les caía decidieron usar los materiales – restos de maderas, juguetes y cosas inclasificables – para hacer un barco que bajaba por el Missisipi y por el Amazonas, dependía del día. Después de muchas discusiones y puesto que nunca habían oído hablar de barcos piratas de río decidieron que el suyo sería un barco crucero, que aparentemente es más aburrido pero luego da más juego que un barco pirata. Tenían que tener un jefe de cocina, un capitán, un marinero, un jefe de 214 fiestas y una señora de la limpieza. Visto así de lejos resulta un poco machista pero la verdad es que a Alisa, que era la única chica, siempre le tocaba hacer de señora de la limpieza. Bueno, no siempre, que a veces se cansaba y hacía de viajera rica. Porque un crucero de lujo también necesita tener viajeras ricas, casi más que señoras o señores de la limpieza. Lo gracioso es que Héctor, que para algo era el dueño de la casa y el que ponía las maderas y los juguetes que daban forma al barco, exigía ser siempre el capitán y se ponía la gorra de la mili de su padre, que no sólo era verde en lugar de azul sino que además le quedaba enorme. Pero daba lo mismo. Lo importante era ser el capitán y llevar el timón. Cuando quería indicar que el barco se ponía en movimiento Héctor decía “tu-tuuuuu” y eso significaba que nadie podía bajarse ya del barco sin riesgo de ser comido por los cocodrilos. Hoy Héctor no dice “tu-tuuuuu”, dice “despegamos”, pero aunque no dijese nada quedaría bastante claro lo que está pasando. Más que nada por el gusanillo que da en el estómago y porque el suelo de repente deja de ser el suelo. Y es que si volar en avión parece magia lo de volar en globo no es que lo parezca, es que es magia. Y Héctor el mago. Cuando han subido unos pocos metros Héctor les pregunta que hacía donde quieren ir. Y todos lo tienen claro: ¡al pueblo!, así que aunque justamente ese es el sitio que menos le apetecía a él decide hacer caso a su tripulación – eso le pasa por preguntar - y se dirigen al pueblo, al cielo del pueblo. Lo de no querer ir al pueblo es porque la gente enseguida les va a reconocer y claro, todo muy divertido y muchas risas pero luego algún espabilado acabará por 215 llamar a sus padres para contarles que su hijo anda por ahí volando y se enterarán de todo de la peor manera posible, que capaces son de bajarse del Transcantábrico y volverse para el pueblo en el ALSA. Héctor lo tiene todo planeado, quiere contárselo a la vuelta: les sentará en los sillones de orejas, les dirá que es piloto, les enseñará el carné, el traje y la gorra y ya por último les dejará que vean el globo. Lo bueno es que con lo de las clases de piloto sus padres encontrarán una explicación a los viajes que hacía últimamente a Madrid. Habían empezado a sospechar que se había echado una novia y estaban inaguantables. - Seguro que es una de esas amigas de Luis, como siempre anda con tantas...– decía su padre. Esas “tantas” con las que anda Luis son sus compañeras de piso. El verano pasado se trajo al pueblo a Josefina, la italiana, y esta Semana Santa a Nancy, la inglesa. Nancy vino acompañada de otras tres rubias, sus primas de Edimburgo, y aunque solo pasaron una noche en el pueblo antes de seguir camino para la costa, han dado que hablar durante meses. Así que aunque Héctor no querría se dirigen viento en globo hacia el pueblo. Ya salen de los límites de la finca, cruzando el río en el que se bañaban de pequeños; ya sobrevuelan la cuesta de la guarra y las cuatro casas de la ladera del cerro. El cerro, por cierto, cada vez está más cerca. - Agarraos fuerte que vamos a subir. Alisa, que va con faldita como siempre, se la sujeta en plan Marylin pero se olvida de agarrarse a algo sólido así que pierde el equilibrio y se cae encima de Carmen. Se van las dos al suelo de la cesta y el globo da un traspiés, como una turbulencia. 216 - ¡Cuidado! – Héctor las mira un momento, comprueba que todo está en orden y sigue con sus maniobras de ascensión. Carmen empieza a reírse después del susto - Estas cosas no te pasaban en las clases prácticas, ¿verdad? - No. - Pero a ver, ¿cómo es que te has hecho piloto de globo? Debe costar una pasta, ¿no? ¿Y cómo has conseguido guardarlo en secreto? Héctor, que se le ha movido la gorra con el traqueteo vuelve a colocársela bien y les cuenta que la idea se le ocurrió hace unos cuantos años mientras veía una película, pero que ha tardado bastante en hacerlo todo porque nadie sabía nada. Lo del dinero es verdad, cuesta una pasta, pero como nunca gasta nada, todo lo que gana en la ferretería ha ido para las clases en la academia y para comprar el globo. - ¿Sabéis cuántos años llevo trabajando en la ferretería?, ¿cuántos años ahorrando? Once. Desde los dieciséis, que empecé por las tardes después del instituto, hasta hace un mes, que acabé de pagarlo todo. Así cualquiera se compra un globo. Y ahora los planes de futuro. Con la licencia para conducir globos y el globo mismo Héctor quiere montar un negocio. Si sus padres aceptan, que tarde o temprano aceptarán, la explanada de la finca puede ser un buen lugar de despegue. La finca misma no está nada mal situada, justo al lado de la autopista. Y el anuncio dirá: 217 Viajes en globo: vuelos de recreo y travesías No suena mal. Luis está contento; Héctor de repente se ha convertido en capitán, no de un crucero por el Missisipi pero sí de un globo como el de Willy Fog. Y es que hace unos meses, en la boda de Alisa, Héctor estaba bastante tristón. Envidiaba el ajetreo de la vida de Luis y le contó que no sabía qué es lo que estaba haciendo con la suya. Sus padres todavía se manejan bastante bien, con la casa y con la finca, sobre todo ahora que su padre se ha jubilado y se pasa un montón de horas en casa. Tenía que tomar alguna decisión: irse de allí, comprarse una casa... Pero le daba terror irse sólo y más aún meterse entre las cuatro paredes de un piso en el centro. - Después de haber vivido toda la vida en la finca, rodeado de árboles y sin ruido de coches ni de bares, ¡menudo cambio sería! ¿Me entiendes, Luis? Y Luis le entendía, pero aún así le decía que tenía que irse de allí, aunque fuesen sólo unos años. Claro que aquel día, mientras se quejaba a Luis en la boda, Héctor guardaba un as en la manga. Quizás estaba nervioso por los exámenes para piloto y eran los nervios los que le hacían verlo todo negro. Empiezan a sobrevolar las primeras casas del pueblo y se asoman a ver si reconocen a alguien. Héctor sigue a lo suyo, pilotando, y Carmen es la primera en ver a un conocido: a su abuelo Tomás. El abuelo Tomás oye que gritan su nombre y gira un poco el cuello, todo lo que puede, hacia la izquierda y hacia la derecha - ¡Abuelo!, ¡aquí arriba! 218 Entonces Tomás empieza a mirar hacia las ventanas de las casas. Por lo menos ya sabe a quién busca, ha reconocido la voz y es su nieta Carmen quién lo llama. Lo malo es que como las casas son sólo de dos pisos Tomás no levanta la vista al cielo y el globo sigue avanzando hacia el centro del pueblo. Siguen buscando más conocidos para saludar pero ahora están cruzando el campo de fútbol y no se ve a nadie, así que Carmen le cuenta a su hermano la última manía que le ha entrado a la abuela Concha, la mujer de Tomás. Concha y Tomás viven ya desde hace unos años en la casa de su hija, la madre de Juan y de Carmen, y es que desde que Tomás se cayó tiene que andar con muletas y no se las apañan bien solos. Aunque más que las muletas de Tomás el problema es la abuela Concha, que tiene la cabeza perdida. Lo que le quiere contar Carmen a Juan, y ya de paso lo escuchan Alisa, Luis y Héctor con la gorra, es que la abuela Concha, retrocediendo y retrocediendo en su memoria caprichosa, ha llegado al punto de que sólo se acuerda de las cosas que pasaron cuando ella tenía menos de veinte años. En concreto, y como el abuelo Tomás no es del pueblo sino un viajante que pasó por aquí y la conoció cuando ella ya tenía veintitrés, la abuela no se acuerda de él. - Pero eso no es nuevo – dice Juan – yo he visto a la abuela llamar al abuelo “mamá”, “papá”, y “jesusito de mi vida que eres niño como yo”. - Ya, pero sólo le pasaba a veces. Lo malo es que la última semana no le ha llamado ni una sola vez por su nombre y encima le trata de usted. Además no para de hablar de un tal Gabino. 219 - ¿Gabino? - Sí, mamá no sabía quién era y el abuelo tampoco así que han llamado a la tía Laura a ver si sabía algo. - Pero si la tía Laura está peor que la abuela... - Bueno, bueno…, por ahí andan. El caso es que la tía Laura sí se acordaba de Gabino, un soldado que estuvo haciendo la mili por aquí cerca y que cuando tenía permisos venía a rondar a la abuela. - ¡Qué bueno!, ¿y el abuelo qué dice? - Está como loco. Ahora que sabe quién es Gabino cada vez que la abuela le nombra intenta tirarle de la lengua. Qué quién es Gabino, que cuándo le ha conocido... Otras veces, como con esa táctica no llega muy lejos, intenta hacerse pasar por Gabino, y cuando la abuela dice <<Gabino>>, porque es verdad que no dice más, el abuelo contesta con voz melosa <<que quieres Conchita>>. Entonces la abuela le mira con ojos amorosos y el abuelo se coge unos rebotes que no veas. Por eso se va a dar paseos con las muletas y todo. Lo que me extraña es que papá y mamá no te hayan contado nada de esto en el bar. Juan se siente culpable porque hace una semana que no pasa por casa de sus padres. Con tantas cosas por hacer en la casa nueva y con Alisa, que se pasa el día en casa y últimamente está un poco rara, no saca tiempo. Además como a sus padres los ve todos los días en el bar, pues se le va pasando lo de ir a visitar a los abuelos. A ver si esta tarde cuando bajen del globo se acerca un rato a verlos. Cuando vivía en casa, Juan era el encargado de darle la cena a la abuela Concha. Con mucha paciencia, cucharadita a cucharadita, era capaz de hacerle comer 220 cualquier cosa. Y sigue siéndolo. Así que cada vez que baja de visita, su madre le da la cuchara y el plato con el puré y lo sienta delante de la abuela. - Venga Juanito, que lleva dos días que no me cena nada. Entonces Juanito se remanga y se pone manos a la obra. Hace el avioncito con la cuchara, le cuenta chistes, le susurra cosas al oído... Hace unos meses le contó al oído que le iba a pedir a Alisa que se casase con él, y la abuela, que no se enteraba de nada, de eso sí que se enteró, le dio un beso en la frente y le deseó suerte. Juan casi se pone a llorar después de aquello. Quizás por eso, cuando en casa estuvieron discutiendo si la abuela debía de ir o no ir a la boda porque había que viajar hasta Granada, Juan se empeñó en que fuese. Y fue. Sentada en primera fila, con un vestido nuevo y el rosario de siempre, dándole vueltas a las cuentas, quizás recordando sonidos y olores de otras misas, de cuando el cura hablaba todavía en latín. En un momento de despiste que tuvo Tomás, mientras el sacerdote hablaba de la indisolubilidad del matrimonio y le daba vueltas a la Biblia, Concha se levantó y se fue directa a uno de los confesionarios. En toda la iglesia sólo había un confesionario operativo durante la boda, por si alguien que quería tomar la comunión tenía algún pecadillo de última hora, y dio la casualidad de que era el confesionario que estaba al lado del banco de Concha. Cuando Tomás quiso darse cuenta era demasiado tarde, Concha estaba ya de charla con el cura. Tomás le dio un codazo a su nieta Carmen, y Carmen a su padre: <<la abuela se está confesando>>. << ¿Qué>>. Poco a poco se fue corriendo la voz por los bancos de delante y se montó un buen barullo, tanto que llegó a los oídos de Juan y no 221 pudo evitar darse la vuelta desde el altar para echar una ojeada. Media hora estuvo Concha en el confesionario, se perdió todo lo del <<yo Juan, prometo...>> y también lo del <<yo Alisa>>. Se perdió incluso la comunión y al final tuvieron que sacarla de allí a la fuerza. El cura que la estaba confesando protestaba porque decía que la mujer tenía derecho a confesarse todo el rato que quisiese y la madre de Juan intentando convencerle de que la abuela estaba con demencia. - ¿Con demencia? – El cura no se lo creía - pues no es eso lo que me ha parecido a mí, no ha parado de hablar, ¿verdad Concha? Pero Concha otra vez callada y con la sonrisa inocente de todos los días. - ¿Ah sí?, ¿y que le ha contado? - ¡Como que se lo voy a decir…!, y encima delante de ella. Aquí todavía algunos guardamos el secreto de confesión. Y no hubo manera de sacarle nada. ¡Qué mala suerte! A la abuela, que lleva por lo menos tres años a base de monosílabos – y gracias - le da por ponerse a hablar delante de un cura, que ni era de la familia ni quiso contar nada. Con tanto hablar de los abuelos de Juan, a Alisa le han dado ganas ir a ver al abuelo Benito, que se pasa las tardes sentado en una silla de mimbre en la puerta de casa. Cuando los vecinos sacan también la silla él charla con ellos pero si no la sacan le da igual, se sienta de todas maneras. Así por lo menos ve pasar a gente, no como dentro de casa, que sólo están la tele y los recuerdos de 222 Margarita. Alisa le tira de la manga de capitán a Héctor y lo convence. Ahora toca reconducir el globo hacia la casa de Benito y entre maniobra y maniobra por fin salen del campo de fútbol. Recorren las calles que todos han pisado, las van nombrando, reconociendo, comparan la vista desde el suelo con la vista desde el cielo. Descubren el mundo de los tejados y las azoteas, algunas con la ropa tendida, otras vacías o llenas de trastos inútiles que se mojan los días de lluvia. En algunas de las calles vive algún amigo, amiga o pariente, entonces gritan su nombre, todos a la vez, y con tanto grito poco a poco van siendo más las cabezas que se van girando y que al mirar al cielo reconocen sobre todo a Juan – el del bar del Loro – y a Héctor – el ferretero -. << ¡Un globo!, ¡un globo!>>. Los vecinos se van avisando los unos a los otros y el globo empieza a ser el protagonista de la tarde. Se están aproximando a la plaza de la iglesia y Héctor, quizás asustado por los picos de la iglesia – que ya la tienen al lado - se da cuenta de que puede que estén haciendo algo ilegal. Es decir, están volando por encima de una zona de viviendas, por encima de un pueblo, y van bastante bajos. Le entra un miedo terrorífico y se le corta de golpe toda esa sensación de rey de la fiesta que llevaba encima. Sin perder un minuto más empieza a hacer maniobras para subir el globo unos cuantos metros más arriba. Alisa se queja, si suben tanto Benito no les va a reconocer. Carmen también se queja porque estaban a punto de pasar por los bancos donde se juntan sus amigas. Pero Héctor no se detiene. Sólo faltaba que el primer día de usar el globo le pongan un multazo y le quiten la licencia. En cuanto llegue a casa tiene que releerse los apuntes y mirar en detalle todas las reglas respecto a sobrevolar zona urbana. 223 Héctor se lo explica a los demás: es peligroso volar demasiado bajo, con tanta emoción se le había olvidado pero es algo que no se puede hacer. Les dice también que es imposible tener el globo parado en un punto fijo así que poco a poco van a ir saliendo del pueblo. - Pero pasaremos por casa de mi abuelo, ¿no? - Lo intentaré. En muy poco tiempo han ascendido muchos metros pero todavía se pueden distinguir bien las calles y las casas, e incluso la gente si sabes a quien estás buscando. Muy atento y contando los cruces de las calles Luis está explicándole – y señalándole - a Carmen cuales eran los bares por los que él salía hace unos años, y entre los dos se hacen un lío porque casi todos han cambiado tres veces de nombre, o directamente han desaparecido del todo. Aunque Luis sigue viniendo de vez en cuando al pueblo, al menos dos veces al año, ya no es lo mismo que hace diez años- ¿diez años ya?-, más o menos de los quince a los dieciocho, cuando venía un fin de semana de cada dos y también en Navidades, en verano y en Semana Santa. En esa época él venía al pueblo bastante más que Alisa, que estaba saliendo con un chico del instituto, Rafael Díaz “El Rata”, y no se separaba de él nada más que para estudiar y para sacar a pasear al perro. Luego apareció Juan y Alisa fue acercándose cada vez más y más al pueblo, mientras que a Luis le llegaron las ganas de viajar y empezó a llenarse de planes que no pasaban por el pueblo. Cuando vuelve un fin de semana los amigos le reclaman, y también los abuelos, que cada día están mas mayores pero que aún le dan la lata con eso de que no vuelva tarde cuando sale por las noches. La abuela de hecho sigue con la manía horrible de tocar diana todos los 224 días a las nueve de la mañana y el que no haya dormido por la noche que se fastidie. Los amigos lo llaman para salir a tomar el aperitivo, la abuela lo quiere en casa a las tres porque es la hora de la comida. Luego queda para tomar un café, después otro, pero el abuelo lo llama al móvil para que vaya con él a ver el partido en el bar. En fin, que va corriendo de un sitio para otro y aunque dice que va al pueblo para desconectar siempre vuelve a Madrid más cansado que antes. En este viaje, que también es bastante relámpago - nada más que sábado y domingo- ya de entrada le va a caer una bronca del abuelo por haber llegado al pueblo a las doce de la mañana y no dar noticias hasta la noche. En principio había pensado no decir nada: quedarse a dormir en casa de Hector, pasar la mañana en la finca cogiendo manzanas e higos e irse para Madrid en el tren de las cuatro. Pero le da pena no ir a ver a los abuelos, y ya que les pasa a ver, ¿cómo les va a decir que no duerme en casa? Así que ya lo ha decidido, se quedará a dormir en casa de los abuelos y por la mañana, después del desayuno, llamará a Héctor para que le baje a buscar y pasará con él la mañana en la finca. A ver si le cuenta despacito cómo ha hecho para convertirse en piloto de globo y todos esos planes de montar una empresa. - ¡Para Héctor!, que ya estamos donde mi abuelo. ¡Mírale!, sentado donde siempre – Alisa empieza a gritar pero parece que desde tan lejos las voces se las lleva el viento. - ¡¿Cómo que pare?!, ¿no te he dicho antes que esto no se puede parar? Benito no les oye, esta atento a la acera de enfrente donde dos gatos están peleándose por un pájaro que han cazado. Y en el cielo, el globo, rojo con bandas verdes, 225 subiendo y alejándose poco a poco. Desde arriba Alisa puede distinguir la calva de su abuelo, los pantalones verdes y las alpargatas. - ¿Las alpargatas también? – Luis mira igual que Alisa pero ve bastante menos. - Sí, son azul marino. - Yo creo que las alpargatas te las estás imaginando, es tu cabeza que las coloca en tus ojos porque sabe que tienen que estar ahí. Pasada la casa de Benito sobrevuelan ahora el cine de verano y los restos de la iglesia vieja. Van a salir del pueblo por el este y Héctor les propone ir hacia el sur, a buscar el río, para luego volver al oeste que es donde está la finca. Esta zona del pueblo es un poco fea, llena de almacenes y camiones aparcados. Cuando salen al campo la cosa tampoco se arregla mucho, está amarillo y seco después de todo el verano, parece como si en esta zona no cultivasen nada. ¿Y el río? El río no está. ¿O sí?, ¿el río es eso? Ahora que han salido del pueblo vuelven a volar más bajo pero aún así el río que buscaban no es más que un hilillo de agua que da angustia verlo. Héctor sabía que el río estaba así, por eso no se sorprende. También Juan, Alisa y Carmen, que bajaron el verano pasado con las bicicletas, lo recordaban parecido. Pero Luis no. Lo menos hace diez años que no baja al río, y la última vez fue de noche con una prima de Juan. Luis recuerda bañarse en el río, incluso saltar desde las piedras a las pozas. Pero ahora está todo tan seco… La sequía. Luis se acuerda de Noruega y de Suecia, tan verdes, del tren de los dos amaneceres, de Jack Sullivan y de su hermandad de programadores chiflados que andan 226 por ahí buscado un retiro ártico. ¿Tendrán algo de razón?, ¿está tan avanzado ya lo del cambio climático? Esperemos que no. La idea de cinco mil millones de personas intentando llegar –y vivir - a orillas del ártico es demasiado dura. Pero está todo tan seco… Juan, sin saber que el hilo de pensamientos de Luis viajaba por paisajes tan desolados, le pregunta a Héctor si pueden pasar por la presa antes de volver a la finca. Todavía queda un rato para que se haga de noche y el embalse esta muy bonito por las tardes. - ¿El embalse?, ¿qué embalse? – Luis no había oído hablar de ningún embalse. - El embalse que acabaron de construir hace dos años al lado del pinar – Héctor lo señala estirando el brazo Tiene razón Juan, está bonito, así que vamos un rato para allá. Nos ha venido muy bien a los que tenemos cultivos pero la verdad es que ha dejado el río tan seco y tan feo que da pena verlo. Un embalse, era eso. A Luis se le escapa una sonrisa tonta y decide que ya es hora de contarles al resto algo de su viaje por Escandinavia. Héctor se acuerda de que llevan un termo de café y las tacitas de su madre, Juan lo sirve y no derrama ni una gota. - Lo voy a poner en el currículo, mejor dicho, si tuviese un currículo lo pondría: camarero en viajes en globo. Luis empieza a hablarles de los trenes, de los paisajes, de todas esas horas que se pasó mirando por la ventanilla, en la cafetería, leyendo… De cómo después de muchos años volvió a sentir aburrimiento y de lo bien que le sentó. Les cuenta también que conoció a Yana, la alemana que le vendió la tienda de campaña, y que se pasó casi una 227 semana sin rumbo ni reloj. Y luego los fiordos, la nieve al lado del mar en pleno mes de junio, las cabañas rojas. - ¿Y el frío?. Si había nieve tenía que hacer un frío que te cagas. - Hacía frío pero no tanto, yendo con el anorak ni se notaba. Carmen le escucha con toda su atención, que es mucha, y le encanta. Ha vuelto de Estados Unidos con ganas de que llegue el verano siguiente para volverse a ir a otro sitio. Lo del Interrail todavía le queda grande, al menos sus padres no la dejarían, pero dentro de unos años… Carmen pregunta y Luis responde, y cuando llegan a la historia del tren de Jack Sullivan no se pueden creer que haya un tipo vestido de patata dirigiendo una hermandad secreta desde Siberia. - A mí lo que me impresiona es que se hiciese de día a la una de la mañana – dice Héctor. Esa misma mañana Luis cambió de planes y se bajó del tren en Uppsala, una ciudad de estudiantes a pocos kilómetros de Estocolmo. Nada más salir de la estación no se podía creer la cantidad de bicis que veía. La mayoría viejas, de esas que en España no quieres ni aunque te las regalen, pero que allí se usan y se usan mucho. Había más bicis que coches, y también carriles y semáforos para bicis, sillitas de niños para colocar en la parte de atrás, remolques, aparcamientos para bicis por todas partes… Por la noche, en el albergue de la ciudad, conoció a un francés que había estudiado allí hacía dos años y que ahora estaba también de Interrail. Según el francés, las bicis que vio Luis eran pocas comparadas con las que hay cuando todavía están en marcha las clases. Al parecer Uppsala se vacía en verano y allí las vacaciones empiezan alrededor 228 del 1 de Junio. A Luis no le dio la impresión que la ciudad estuviese vacía, sobre todo comparado con los pueblos fantasmas que había visto por el norte. Cuando llegan al embalse ya se han terminado todo el café que llevaban en el termo. Ahora están volando bajo y pueden saludar a unos que están pescando en la orilla. Son del pueblo de al lado pero Juan los conoce; Juan conoce a todo el mundo. No se pueden creer –nadie se lo puede creer, ni siquiera ellos mismos- que estén viajando en globo. Héctor está contento y ya se le han pasado los miedos de denuncias por vuelo rasante. Ahora lo que no quiere es que se les haga de noche. - Deberíamos volver ya. - Yo ya empiezo a tener frío – dice Alisa, que es la única que va con sandalias. El aterrizaje es brusco, al menos más de lo que se imaginaban. Dice Héctor que ha sido por culpa de un pájaro que se les ha puesto en medio. Una vez en tierra le ayudan a guardar el globo. Héctor quiere que se queden a cenar, dice que tiene la nevera llena, pero todos se tienen que ir porque les ha dado un ataque de abuelitis. Juan quiere ir a darle la cena a la abuela Concha, a ver si a él le cuenta algo de Gabino. Alisa también se ha quedado con las ganas de saludar al abuelo Benito y ya que va Juan para el pueblo pues se baja también y cena con él, que siempre come y cena solo. A Luis no es que le apetezca ir a comer las judías verdes de su abuela – que seguro que tiene judías verdes – pero cuanto antes pase por allí mejor. Así luego se escapa un rato y pueden quedar a tomar algo. Héctor accede. ¡Vale!, no se quedan a cenar pero luego saldrán un rato juntos. 229 A Carmen, con tanto globo, río y embalse se le ha pasado la hora y hace rato que la esperan sus amigas así que tira del resto. Que sí, que muy bien, que después de cenar os veis, ¡pero vámonos!. Hector, todavía con el traje de capitán, les despide gorra en mano y después de un rato, cuando el coche sale de la finca, entra en la curva de la guarra y desaparece de su vista, deja de mirar y se mete en casa. Ya ha pasado el momento de éxtasis y está otra vez solo. Ahora la casa se le hace grande. En la pizarra de la cocina sigue escrito el menú que le ha dejado su madre para estos quince días. Cuando la veía escribirlo y la escuchaba una y otra vez repetirle donde estaba cada cosa Héctor se vengaba pensando en el poco caso que le iba a hacer al menú, ¡qué ganas de borrarlo y comer lo que le dé la gana! Pero hoy, de momento hoy, no lo borra y mira a ver qué es lo que toca para cenar. Sin pasar por el chalé Juan conduce hasta el centro del pueblo, y Carmen, que es la única que llevaba prisa, es la primera en bajar. Luego le toca a Alisa porque la casa de Benito está al lado. Luis decide bajarse con ella a saludarle y luego irse andando a donde sus abuelos. Juan les deja en el cruce porque la calle es prohibida así que van andado hasta la casa. Cuando llegan, la silla de la entrada está vacía y la puerta abierta. La vecina de al lado se asoma por la ventana. - ¿Y mi abuelo? –pregunta Alisa. - ¡Anda!, pues se acaba de pasar al retrete. Y menos de diez minutos no tarda. Pasan a la casa, que huele a cerrada y a viejo. Luis está esperando a que Alisa le siga hablando de su ansiedad, 230 porque se quedaron cortados en el rato de la piscina, pero parece que con el viaje en globo se le ha olvidado. - ¡Ven!, que te quiero enseñar una cosa. Alisa lleva a Luis al trastero del piso de arriba y le señala un juguete, un tiovivo. - ¿Te suena? - Un poco, ¿era este el que tirábamos de un cordel y sonaba una musiquilla? - Sí. También giraba. - Pues ya no tiene cordel. - No, no tiene cordel, además de las cuatro barriguitas que había quedan dos y tres de los columpios ya no se convierten en sillitas. - ¿Se convertían en sillitas?, eso nunca me lo enseñaste. - Sí, mira cómo se hace. - ¡Qué fuerte!, y yo todos estos años sin saberlo… Pero este juguete estaba en Madrid, ¿no? - Sí, me lo regaló la abuela de Madrid por Reyes y lo tuve allí unos cuantos años pero cuando pasamos al instituto y vacié el cuarto de juguetes me lo traje para acá que hay más sitio. La abuela Margarita lo tenía como oro en paño en el salón y todavía estaban el cordel y las cuatro barriguitas. Creo que ya había un asiento roto pero nada más. Pero hace unos años, bastantes porque creo que ni siquiera salía con Juan, estando yo aquí de vacaciones vino de visita Roge, la prima de mi abuelo, con su nieta de 231 seis años. A la niña le encantó el juguete y se pasó la tarde tirando del cordel así que le dije a la Roge que se lo prestaba unos años, hasta que la niña creciese. Mi abuela luego se enfadó conmigo, me dijo que la nuera de la Roge, es decir, la madre de la niña, era una descuidada, y que a ver cómo iba a acabar el juguete. El caso es que yo ya me olvidé del juguete pero mi abuela no y pasados cinco años o así llamó a la Roge a ver qué pasaba. Roge dijo que el tiovivo estaba donde su nuera, la nuera decía que en la habitación de la niña y la niña… que no tenía ni idea. Después de una semana esperando a que la niña lo encontrase mi abuela se cansó y se presentó en la casa. No te rías que aquello casi fue motivo de conflicto familiar, sobre todo cuando por fin apareció el tiovivo debajo de una montaña de piezas de Lego. Y es que no estaba como lo ves ahora, que aunque totalmente roto por lo menos esta limpio. Según mi abuela tenía una capa de mierda que le costó una semana quitar. - Lo de las barriguitas perdidas lo veo difícil pero el resto a lo mejor tiene arreglo, si quieres me lo llevo a Madrid e intento arreglarlo en el taller. - No hace falta. - ¡Que sí!, en este viaje no porque he venido en tren, pero la próxima vez que venga en coche con mis padres me lo llevo. Además tengo curiosidad por escuchar otra vez la musiquilla, no consigo recordarla. - Yo sí. Alisa la tararea pero no consigue hacerse entender por Luis, que baja detrás suyo por las escaleras con mucho cuidado porque la luz está fundida. Benito sigue sin salir del baño así que se van a esperar a la cocina. Alisa mira a 232 ver qué tiene su abuelo en la nevera y en los armarios. La cosa está bastante mal - Tengo que venir más a comer con el abuelo, hacerle la compra y limpiarle un poco. Aunque me proteste. - ¿No viene nadie a ayudarlo y limpiarle la casa? - No, dice que lo de de tener sirvientes es de ricos y que no le gusta. - ¿Pero cuántos años tiene? - Ochenta y dos. - ¡Joder! - Pero menudo carácter tiene. Sólo le hacía caso a la abuela, entonces no rechistaba. Y fíjate tú que con lo dulce que era la abuela Margarita parecería que el abuelo se la fuese a comer, pero no. - Es que cada pareja es un mundo, parece que pasa una cosa y luego la realidad es otra. Y lo digo yo que nunca estoy emparejado. - Anda que mis padres… ¿Te has enterado de que han empezado a ir al psicólogo? - ¿Juntos? - Sí, un psicólogo de parejas. Mi padre ha descubierto, más bien admitido, que le tiene miedo a mi madre. ¡Después de treinta años juntos! Fue desde lo de la angina de pecho, exactamente el mismo día de la angina de pecho, que le rayaron el coche unos alumnos y no quería que tu padre se lo contase a mi madre, en plan crío. Luego, 233 cuando salió del hospital y estuve con él en casa me lo acabó contando, y después a mi madre. Tirando del hilo acabó confesando que mi madre le daba miedo, y mi madre que mi padre últimamente sólo con abrir la boca le ponía de los nervios. Así que ahora en septiembre han empezado con el psicólogo. Oyen el ruido de la cadena y la puerta del baño que chirría y se abre. - ¡Abuelo, estoy en la cocina con Luis! -¿Luis?, ¿qué Luis? - El de Antón, qué Luis va a ser. - Pues sacaros unas sillas conmigo a la calle que no me gusta sentarme en la cocina. Luis se tiene que ir enseguida pero se saca también una silla, aunque sea para cinco minutos. Benito al salir lo mira y le toca la cara. - Eres igual que tu padre. Y ya me han contado que eres mecánico como nosotros. - Bueno eso es mucho decir, de momento no soy nada más que aprendiz. - ¿Aprendiz? ¡Aprendiz siempre!, ¿no te lo ha dicho nunca tu padre?, la próxima vez que venga a verme le voy a dar un buen tirón de orejas. 234 9. La casa en los Pirineos - lunes 6 de Diciembre de 2004 Es la primera vez que Manuel viene a la casa de Javier y María en los Pirineos, y es que aunque la tienen desde hace cinco años y ya le habían invitado varias veces nunca le cuadraban los planes. Esta vez sí. A Manuel le ha tocado la habitación de Laurita, que esta claro que la pisa bastante poco porque está casi vacía. Desde allí puede ver el pico de varias montañas a las que no sabe dar nombre. Debajo de los picos y mucho más cerca de la casa se ve una parte del bosque por el que han estado paseando esta mañana. Aunque se lo han repetido veinte veces – igual que el nombre de los picos - también se le han olvidado los nombres de los árboles. De los pinos y los olivos que no le saquen. Más cerca aún, justo al pie de la ventana, está el jardín de la casa totalmente cubierto de nieve. Llevan ya dos días en el pueblo y no ha parado de nevar, excepto esta mañana que salió un rato el sol y pudieron dar un paseo. Salieron todos menos Antón, que se quedó preparando un bacalao con patatas y un arroz con leche. Al volver a casa Javier se puso a encender la chimenea, Manuel subió a la 235 habitación a por un libro y bajó a sentarse cerca del fuego con María y Dita, que tenían un periódico cada una. Durante casi una hora estuvieron así, oyendo el cacharreo de Antón en la cocina, leyendo y mirando las llamas. Los periódicos y el pan los compra Javier, que últimamente tiene insomnio y se despierta todos los días a las seis de la mañana. Baja a un pueblo más grande a veinte kilómetros de la casa en el que además de quiosco hay una confitería muy buena. Cuando los demás se levantan ya está el café preparado y la mesa de desayuno puesta. Es increíble la cantidad de cosas que pueden llegar a desayunar, sobre todo comparado con el café con galletas de todos los días. Tienen tostadas de pan de hogaza, bollos, mantequilla casera que hacen unas monjas de un convento de clausura, diferentes mermeladas que traen de Madrid, embutidos, queso, fruta, yogures…Y todo esto sin horario, van bajando cada uno a su ritmo y se lo toman con calma. Cuando empiece el buen tiempo – cosa que ahora cuesta imaginarse - saldrán a desayunar al jardín. <<Más que un jardín es un huerto>>, le ha dicho esta mañana Javier a Manuel, y después le ha explicado qué frutas da cada uno de los árboles y dónde están plantados los tomates y las habas. Han estado paseando un rato por el jardín, haciendo tiempo mientras los demás salían de la cama y aprovechando que hacía sol y no mucho frío. Javier ha sacado del trastero dos sillas metálicas de las que usan en verano, las ha clavado sobre la nieve y se han sentado a ver las montañas. Con unos prismáticos y un mapa de la zona le ha ido señalando a Manuel el camino que iban a recorrer en el paseo de después, camino que han tenido 236 que reducir a la mitad cuando empezaron a llegar las nubes negras y la nieve. Ahora Manuel da vueltas en la habitación de Laurita. De la cama al sofá, la ventana, la estantería… En el sofá no se está mal, no es como el de su casa pero es cómodo y tiene una buena lámpara al lado. Ha traído siete libros al viaje, más que calzoncillos, pero los va ojeando uno tras otro y no le apetece leer ninguno. Y el periódico menos. Lo que le apetece de verdad es una buena siesta, como su hermano y Dita, que están en la habitación de al lado y hace rato que roncan los dos. Ellos duermen en la habitación de Alisa, con la cama doble y los juguetes del perro por todos los sitios. Dita además se ha traído su colección de cojines holísticos porque dice que si no fuese por ellos roncaría más, menos mal. Pero Manuel, aunque mira por la ventana y hace que piensa en las montañas, los árboles y otros grandes temas pirenaicos, no consigue quitarse de la cabeza la cara del gerente que el lunes pasado le dijo que le iban a prejubilar. - ¿Por qué a mí? - No sólo a ti. Con la fusión se va a prejubilar al sesenta por cierto de los mayores de cuarenta y cinco años. - Ya, ¿pero por que a mí? ¿Tú cuantos años tienes Ricardo? - No seas cabrón, además con la experiencia que tienes vas a encontrar trabajo enseguida. - ¿Ah sí?, ¿tú crees que si echo el currículo me contratarán en la empresa? - ¿En cuál? 237 - En esta. -¡¿Qué?! Pues mira, todo puede ser... Manuel salió del despacho dando un portazo y luego se arrepintió porque el martes tuvo que volver a la oficina a seguir hablando con Ricardo y negociar el finiquito. También estuvo allí el miércoles, el jueves y el viernes; tenía unos trabajos a medias y no quería dejar a los clientes tirados a la espera de que pusiesen a alguien en su puesto. Además a ver a quién ponían… El viernes por la tarde, cuando salió de la oficina cargado con sus cosas – que después de tantos años ocupaban cuatro cajas - de lo único que tenía ganas era de encerrarse en casa y no salir en todo el puente. Pero lo de venir a los Pirineos estaba ya planeado desde hace un mes y no quería volver a decir que no. Además, ya tendrá tiempo de encerrarse en casa, ¿qué más le da puente o no puente ahora que no tiene trabajo? El sábado por la mañana pasaron su hermano y Dita a recogerle y en todo el trayecto Manuel no fue capaz de contarles lo que había pasado. Y sigue sin serlo. En el fondo le da bastante de vergüenza que le hayan echado, y es que parte de su identidad – una parte bastante grande – era el hecho de que trabajaba como asesor de derecho internacional para una multinacional. Durante muchos años y muchas discusiones con su hermano y con Dita, con Javier y María y sus amigos en general, Manuel había defendido a su empresa – y ya de paso a otras muchas otras empresas del estilo - frente a todas las sombras que la acechaban: la publicidad agresiva, la deslocalización y uso de mano de obra barata, los contratos basura, la competencia desleal… Manuel les aseguraba que se movían en aguas estrictamente legales y que precisamente su trabajo era ese: contener los impulsos irreflexivos de 238 algunos directivos y mantener a la empresa dentro de la legalidad de cada país. Pues nada, ahora sin salirse un pelo de la legalidad le han despedido para poner en su lugar a abogados más jóvenes que él que van a cobrar menos de la mitad. <<Cuidado Manuel, que no se te olvide que estás trabajando con los malos>>, le dijo una vez su hermano, y Manuel le respondió que ya estaba cansado de tanta retórica de malos y buenos, opresores y oprimidos. Pero el palo no es sólo emocional, también es económico, porque lo de prejubilación es un eufemismo que usan en la empresa para decir que le han despedido. Hasta los sesenta y cinco no va a cobrar ningún tipo de pensión, nada más que un finiquito que tendrá que administrar bien porque seguramente va a tardar bastante en encontrar un nuevo trabajo, si es que lo encuentra. Y mientras tanto Karin en Madrid viviendo en el antiguo piso de Luis, con Stefan y la inglesa. Los primeros meses trabajaba en el Zara todas las tardes para pagarse el alquiler y la comida pero Manuel por fin la convenció de que dejase el trabajo y se centrase en la carrera, que arquitectura no es ninguna tontería. Hicieron un trato, él le pagaría el alquiler y ella se encargaba del resto. Ahora no puede romper el trato, aunque claro, en cuanto Karin se entere de que a él le han despedido la que querrá romperlo será ella. Deja de asomarse a la ventana y vuelve a la cama. Necesita parar de pensar en lo mismo y dormir un rato pero en cuanto cierra los ojos se le aparece su oficina llena de cajas de mudanza. Sólo al abrir otra vez los ojos y mirar fijamente la nieve que cae – intentando distinguir la forma y el tamaño de cada copo - consigue volverlos a cerrar, esta vez sin darse cuenta, y se queda dormido. Cuatro horas después llaman a la puerta. Es María. 239 - Manuel, ¿estás vivo? La cena está lista en quince minutos. Sí que está vivo, lo que pasa es que no sabe dónde está ni qué día es y mucho menos la hora. Ha dormido profundamente. - Enseguida salgo. Pasa por el baño a lavarse la cara, recupera la memoria y baja hacia la cocina. Son las nueve y media. La siesta le ha dado fuerzas y decide que es el momento de hacer público su despido, pero cuando llega a la cocina se encuentra con que María le está contando a Antón que hoy hace un año que murió su padre. Su madre desde entonces vive con ellos, en el antiguo cuarto de Alisa, y ahora María se arrepiente de no habérsela traído para que no pasase el día sola. - ¿Y Laurita? - Está esquiando con unos amigos del trabajo. - Pero a mí me suena que tu madre nunca quiere venir al Pirineo. - Nunca quiere pero si se le insiste un poco… - Vamos, que te apetecería estar hoy con ella –dice AntónLa verdad es que luego pasa todo tan rápido… A mí lo que de verdad me da vértigo es pensar que ahora somos nosotros los que estamos en primera línea, ¿no crees Manuel? En la muerte de papá no lo pensé porque estuve todo el rato intentando animar a mamá. - Ya se veía venir que no iba a poder superarlo. 240 - Eso nunca se sabe, mira cómo se quedó Benito cuando murió Margarita y ahí sigue dando guerra. - Benito lo pasó fatal porque la quería mucho, pero sabía vivir sin ella. A mamá le pasó justo lo contrario, no sé yo cuánto querría a papá pero el caso es que no sabía vivir sin él. Maria asiente, ella al principio también pensó que Benito no sabría qué hacer sin Margarita pero luego poco a poco ha ido cogiendo una nueva rutina y se apaña bastante bien. - Me ha contado Alisa que algunos días Luis se lo sube a la finca y se pasa la tarde con ellos. - ¿Ah sí? – Antón se sorprende – este Luis no me cuenta nada, ¿y qué hace Benito en la finca con tanto guiri? - Supongo que lo mismo que en casa, sentarse a ver pasar la tarde, pero allí por lo menos está más entretenido y no lo molestan las vecinas. Una cosa que Antón nunca se había imaginado que pudiese ocurrir es que Luis se hiciese mecánico, pero ha ocurrido. Incluso cuando trabajaba con él en el taller y al mismo tiempo terminaba la carrera, Antón estaba convencido de que era algo temporal, que luego se dedicaría al arte, al teatro, o que se haría viajero-poetatrapecista-cualquiercosa. Pero no, ya van cinco años desde que empezó y sigue de mecánico, ahora a tiempo completo. Y más difícil todavía: si había otra cosa que Antón jamás se habría imaginado que pudiese pasar, y ahora el jamás es aún más intenso, es que Luis se fuese a vivir al pueblo. ¿Luis en el pueblo?, ¿y qué pasa con Tombuctú, Londres, Pekín, Hiroshima, Bruselas, Siberia y el cono sur? – por poner unos pocos ejemplos de sitios en 241 los que Antón ha escuchado a Luis asegurar que quiere vivir alguna vez -Bueno, pues de momento todos tendrán que esperar porque ahora Luis dice que en el pueblo se vive muy a gusto y que de allí no se mueve. Cuando murieron los padres de Héctor en el accidente que no fueron sólo ellos sino tres parejas más del pueblo que volvían del mismo viaje por el Cantábrico - Luis le pidió a su padre un par de días para irse con él a la finca, y Antón, que también había ido al entierro y había visto cómo estaba Héctor, le dijo que se tomase la semana libre. Aquel verano Luis acababa de terminar la carrera y había estado viajando por Noruega y trabajando en el taller pero en ningún momento mencionó nada de buscar trabajo de lo suyo. ¿Pero de qué busca trabajo un artista?, se pregunta siempre Antón. Después de una semana en la finca, Luis volvió al taller y tardó cinco minutos en contarle lo que había pensado. Quería irse a vivir un tiempo al pueblo, a la finca de Héctor. En una semana allí cuidando el huerto y la casa mientras Héctor se arrastraba como un zombi, se había dado cuenta de que le gustaba mucho vivir en el campo, al menos por una temporada. Luis le dijo a su padre que no se preocupase. No corría prisa y no se marcharía hasta que no encontrasen a alguien para sustituirle en el taller. Además, así tenía tiempo para buscarle un nuevo compañero de piso a Stefan y Nancy. - ¿Y qué vas a hacer en el pueblo además de cuidar el huerto? - Héctor dice que no hace falta que haga nada, que él me mantiene, pero quiero buscar trabajo en algún taller. 242 - ¿Algún taller?, que yo sepa hay tres, y sólo te recomiendo uno. - El de Benito. - Claro, que ya sabes que ahora lo lleva Víctor Roldán. - Sí. - Pues voy a llamarle a ver qué pasa por ahí. - Espérate a que encontremos a alguien aquí. - Yo le voy llamando y luego ya veremos. Esa misma mañana Antón habló con Víctor pero la cosa estaba bastante difícil para meter a alguien más en el taller, aunque a Víctor le gustó eso de que Luis se manejase bien con los ordenadores <<que nos están volviendo locos>>. Después de colgar Antón siguió una hora al teléfono, hablando con otros talleres que se habían pasado a Opel a ver si les sobraba un aprendiz. Luis estaba en la otra esquina del taller, precisamente con el ordenador de Opel y con Alberto, intentando solucionar entre los dos el problema de un Astra que cada vez que le tocaban el intermitente izquierdo ponía el aire acondicionado a quince grados. Escuchaba a su padre hablar con unos y con otros, contento con la energía que le estaba poniendo al asunto. - ¡Joder!¡ papá!, vaya ganas que tienes de que me vaya. - ¡No veía el día! Antón todavía no se podía creer que Luis quisiese irse al pueblo y antes de que se arrepintiese y decidiese que lo suyo era aprender japonés y hacer un retiro en el monte 243 Fujiyama mejor era tenerlo cerca, en el pueblo, el segundo sitio más familiar después del barrio, o el primero, depende del día. Por eso y porque un padre – al menos él – quiere ayudar siempre a su hijo, se había puesto tan rápido al teléfono, aunque de momento con poca suerte. En la comida, Luis no paró de hablar de los naranjos, de las higueras y de los perros de la finca de Luis, que poco a poco se iba haciendo amigo de ellos. Y del globo claro, aunque de momento Héctor no quería oír hablar del tema y había tirado el traje de piloto porque le daba pena que sus padres no le hubiesen visto vestido con él. Al volver al taller después de comer tenían un mensaje en el contestador. Era Víctor Roldán, que lo llamasen lo antes posible. Al parecer uno de sus chicos, Lucas, les había oído hablar por teléfono y quería, si era posible, venirse a trabajar a Madrid. Lucas nunca había trabajado con los de Opel, les dijo Víctor, pero tenía un ordenador en casa y lo usaba mucho. Todo fue muy rápido y aquella misma tarde Antón y Víctor ya habían acordado el trueque de aprendices. Luis tenía la sensación de que le había tocado la lotería y se puso a hablar con Lucas, que lo conocía de vista porque era de la peña de su hermana. Lucas quería venirse a Madrid porque su novia estudiaba aquí y ya le había advertido que cuando terminase la carrera no iba a volverse al pueblo. Antón tenía un poco de miedo. Una vez que estaba decidido lo del trueque no había marcha atrás y si Luis se cansaba del pueblo en un mes ya no iba a haber sitio para él en el taller. Además, aunque sabía que su hijo era un culo de mal asiento y que tarde o temprano se tenía que ir, le daba pena que se fuese. Por otro lado lo de que empezase a trabajar en el antiguo taller de Benito le parecía tan natural, tan redondo.... Y poco después, cuando 244 murió su padre, tener a Luis en el pueblo fue un alivio porque se quedaba a dormir donde la abuela, en principio por una temporada corta pero luego hasta el final porque la abuela se murió pronto – de pena y aburrimiento, según Luis. Y es que en menos de cinco meses Antón se ha quedado sin padre y sin madre, que se dice pronto. Además, cómo Luis se volvió rápidamente a la finca con Hector, la casa familiar se quedo vacía y silenciosa. Y se le hace raro; tanto, que últimamente ha empezado a tener unas pesadillas negras que son sólo silencio y sabe que es que está soñando con la casa a oscuras. Es algo que tenía que pasar, se dice a sí mismo, eran muy mayores, no es como lo del pobre Héctor. Pero precisamente por ser algo que tenía que pasar asusta más. Porque si sus padres eran tan tan mayores como para que morirse no sorprenda quiere decir que él también está entrando en una edad… Y es cierto que la edad es algo que está siempre ahí, pero hay ciertas cosas que te ayudan a recordarla. Ahora siente – y se lo ha dicho antes a Manuel – que son ellos los que están en primera línea. También está el repentino sentimiento de desarraigo, algo inexplicable porque salió de su casa corriendo a los dieciocho años y siempre ha dicho que si se tiene que sentir de algún sitio se siente de Madrid. No era consciente de ello, pero hasta que murió su madre, en su cabeza siempre existía la remota posibilidad de dejarlo todo e ir a casa – a la casa de sus padres en el pueblo – a comer, a cenar o a dormir. Nunca lo hizo, primero porque estaba el trabajo y su familia en Madrid, y segundo porque era una idea muy tonta, pero la posibilidad estaba ahí y le daba a su vida unas raíces, una conexión con el pasado, que ahora echa en falta. A Dita no le pasó nada parecido cuando murió su madre. Ya lo han hablado y han llegado a la conclusión – que no es ninguna – de que cada uno vive el asunto de sus 245 raíces de una manera diferente. Dita siembre hablaba, y habla, de su madre, de Checoslovaquia, de las cosas que echa de menos de allí, pero ahora que su madre no está – y Checoslovaquia como tal tampoco – es como si nada hubiese cambiado, ella sigue hablando de ello con la misma nostalgia pero sin dolor. Antón, sin embargo, que sólo hablaba de sus padres cuando iban de camino al pueblo y que en la vida cotidiana de Madrid casi ni les mencionaba, ni a ellos ni a sus años allí; ahora que se va haciendo mayor, y sobre todo desde que han muerto, sueña cada vez más con ellos. Con ellos y con la casa: los castigos, el patio, la mesa del salón, el olor de la abuela… Y esos son sueños de los que pasan factura por el día. Se queda embobado en cualquier sitio y le ocurre como ahora, que sale del ensimismamiento y tiene a su hermano en frente, a diez centímetros de su cara, mirándole y pasándole una mano por delante de los ojos. - ¿Antón, estás ahí? – y girándose hacia la encimera – María, que mi hermano se nos ha ido. - ¡Antón!, ¿no me estabas escuchando? - ¿Yo?, sí…no, la verdad es que…no sé qué me ha pasado, estábamos hablando de… ¿de qué estábamos hablando? - Pues que sé yo, primero de la nieve, como siempre; después de mi madre que está sola en Madrid y luego ha venido Manuel y no sé cómo hemos acabado hablando de Benito y de que se sube a la finca con tu hijo. Pero ahí tú todavía estabas con nosotros, vamos, que decías cosas - ¿Sí? - Creo que sí, luego Manuel nos ha dicho que no sabía qué era eso de los guiris en la finca de Luis y yo le he estado 246 contado, ¿pero tú?…¡tú has estado ahí mirándonos todo el rato! - Os habré estado escuchando pero no me he enterado de nada – y mirando a Manuel - ¿ tú no sabías lo de los guiris?, estoy seguro que te lo he contado ya. - No, tú me habías dicho que Luis tiene amigos y amigas de diferentes países que se pasan temporadas a la finca y que tienen el pueblo revolucionado, pero no me habías dicho nada de lo del campo de trabajo. - ¿Ah no?, pues yo creía que sí. - Tienes un despiste encima… - Ya lo sé. - Pero cuéntame bien lo del campo de trabajo que María no se aclara del todo. - A ver, lo de los amigos de Luis que se iban a pasar temporadas a la finca es verdad, ahí empezó todo. Las Navidades pasadas, qué digo, hace dos Navidades, estuvo la Nancy, su ex compañera de piso. Bueno tú sabes de sobra quién es Nancy porque ahora es Karin quien vive con ella y con Stefan en el piso de Argüelles. - ¡Qué menudo sitio más cutre! A ver si buscan algo mejor. - Eso mismo decía yo hace unos años, pero no les insistas que no se van a ir de allí, yo no sé qué le ven al piso. - Al piso no – dice María –, al barrio, yo también me iría a vivir a Argüelles. Que me den un papel y lo firmo. 247 - Bueno da igual, la cosa es que Nancy, que se había peleado con su novio de Birmingham, con sus padres y en general con toda Gran Bretaña, se pasó allí las Navidades enteras. Ya había estado en el pueblo una Semana Santa pero no en la finca, y le encantó. En esa época no había mucho que hacer en la huerta así que volvió en primavera con un austríaco y otra inglesa que estudian medioambientales. - Pero espérate, hace dos Navidades fue cuando se murió papá, ¿también estuvo Nancy en el entierro? - Sí, pero como no la conocías pues no te acuerdas - ¡Claro!, y además con todo el lío… Bueno sigue, el austríaco y la otra inglesa, ¿qué pasó con ellos? María, que ya ha terminado de preparar los aperitivos, les dice que son unas porteras y que ella va a bajar a la bodega a por un vino, pero que no se vayan de la cocina porque en cinco minutos empiezan a comer. Por cierto, ¿dónde están Javier y Dita? - Bueno pues entre Nancy, el austriaco y la otra inglesa convencieron a Héctor de que debía de pasarse a la agricultura ecológica, que era mucho mejor a largo plazo. Luis apenas si los vio porque estaba cuidando a mamá; acuérdate que en el último mes no quería salir de la cama. Pero cuando murió mamá y Héctor se lo contó despacito, a Luis le encantó la idea y se acordó de los campos de trabajo. Si tenían una huerta de agricultura ecológica podían montar un campo de trabajo. Por cierto, yo me enteré de todo esto, que si el austriaco que si la otra inglesa que si la agricultura ecológica porque Héctor no podía esperar y se lo estuvo contando a Luis en el funeral de mamá, y claro, les tenía al lado y mejor que escuchar al cura… 248 - Según María lo de montar un campo de trabajo es un chollo porque viene gente a trabajar gratis a tu huerta. - Sí pero no, es decir, trabajan sin cobrar y con eso tienen derecho a comida y alojamiento, pero tampoco trabajan mucho. Lo bueno es que en la finca de Héctor hay sitio de sobra y la comida no les cuesta tanto dinero porque una buena parte la sacan de la propia huerta. No sé, a ver cómo les va. El verano anterior no les dio tiempo a montar nada porque la idea se les ocurrió en abril y estas cosas llevan su tiempo. Luis vino a Madrid varias veces a informarse y hablar con gente que ya estaba metida en el tema. ¿Conoces a esos amigos punkis que tiene que parece que no se enteran de nada…? Bueno pues al final consiguió que una ONG que ofrece campos de trabajo metiese el suyo en la lista. Esto fue en enero o febrero y en abril ya se habían agotado las quince plazas que ofrecían para un campo de trabajo de tres semanas este mes de julio. Según los de la ONG el éxito habían sido los viajes en globo que ofrecían como actividad de tiempo libre. - ¡Así que Héctor es el chico del globo! Me lo contó Karin eufórica hace un par de meses. Se fue al pueblo con Ana por el puente del Pilar, estuvieron donde Luis y montaron en globo. Vale, ahora lo cuadro todo. Es el mismo chico del que me estás hablando todo el rato y que un día nos encontramos en el bar de Juan el de Alisa, ¿no? Un poco rarito el chaval. - No es que sea raro, es que se ha criado en la finca, todo el día con sus padres, la huerta y los animales. Por eso parece un poquito asocial pero luego cuando lo conoces, es muy majo. Y la ocurrencia de hacerse piloto de globo no la tiene cualquiera. Menudo éxito, y como llenaron enseguida las quince plazas del campo de trabajo le preguntaron a la ONG si podían organizar otro pero les 249 dijeron que como era la primera vez mejor esperar a ver qué tal les iba. - ¿Y? - Pues según cuenta Luis muy bien. De los quince previstos aparecieron catorce, de seis países diferentes. - ¿Y trabajaron algo? - Creo que cuatro horas al día, pero siendo dieciséis cunden bastante. Luego al acabar el campo tres de ellos se quedaron una semana más en plan extra-oficial y ahora en diciembre tienen allí a un grupo de australianos y australianas, amigos de uno que estuvo en verano y les habló bien del sitio. Están viajando por el mundo y han decidido parar un mes allí a descansar. Según le cuentan a Juan en el bar, medio pueblo está hablando de los “guiris”, y también de las guiris claro, que si van a venir el verano que viene, que de dónde salen…Y claro que el año que viene van a venir más. Los de la ONG han aceptado a publicitarles dos campos, uno en julio y otro en agosto. - ¡Qué gracia!, y según cuenta María, Luis subiéndose a Benito a la finca para que charle con las australianas. Tu hijo es capaz de convertir el pueblo en el Soho de Londres, ya lo veras. Los aperitivos, que les había dejado María en la encimera mientras iba a por el vino, ya están en la mesa y Antón ha empezado con las aceitunas. Es raro que María tarde tanto en bajar y subir de la bodega, y Dita y Javier tampoco aparecen. Manuel mira el reloj. Estaba pensando en lo mismo, pero justo cuando se lo iba a comentar a su hermano se oyen las voces desde la puerta de la entrada. Es María la que grita. 250 - ¿Tú estás loco o qué?, ¿como se te ocurre salir a hacer yoga en el jardín con la nevada que está cayendo? - No es yoga, es Chi Kung. - ¿Y eso qué más da? que no tienes tres años… Una cosa es que Dita, que está sana como un roble, salga a la calle con cero grados a hacer yoga, kunfú o lo que le dé la gana, pero Javier, que tú has tenido ya un infarto. - Una angina de pecho. - Ya, pero te tienes que cuidar igual. Luego resulta que me tienes miedo porque me enfado mucho, ¡joder!, cómo no me voy a enfadar. - María, espera, que esta vez es culpa mía – dice Dita Javier me ha visto haciendo Chi Kung y me ha preguntado si a él le vendría bien. Y como según mi profesor de Chi Kung, el Chi Kung también es bueno para el corazón… - ¿Cómo va a decir tu profesor de Chi Kung que el Chi Kung es malo para algo? – grita Antón desde la cocina – ¿pero en serio habéis salido a la nieve? - A ti no te lo había dicho porque nunca te crees nada pero al parecer una sesión de Chi Kung en la nieve es como tres normales. Y como en Madrid nunca tenemos nieve… Manuel y Antón salen de la cocina y ahora están los cinco en el vestíbulo. Javier y Dita llevan puesto el chándal y un gorro cada uno, Manuel no se puede contener la risa. - Parecéis dos muñecos de nieve. ¿Y qué es eso del Chi Kung, Dita? 251 - No sé como explicarlo, si me oyese mi profesor me mataría pero yo diría que es como el yoga pero condensado. - ¿Entonces has dejado el yoga? - No, se complementan muy bien. - Tonterías – dice Antón – y mira que a veces me cuentas algunas cosas y casi me convences, porque además noto que todo esto te sienta bien: el yoga, el Chi Kung, la aromaterapia… que sé yo. Pero luego tienes unas salidas que no hay por dónde cogerlas. ¿Cómo va a ser bueno ponerse a dar saltitos debajo de una nevada? Y ya se que me vas a decir que no son saltitos. - Mira Antón, no vamos a ponernos a discutir ahora, pero precisamente a ti no te vendría nada mal ponerte a dar saltitos, que me tienes preocupada con los lapsus esos que te dan últimamente. Como nos descuidemos un poco en diez años te veo con demencia y a mí dándote el puré y los zumitos. Tienes que mantener la mente sana. - ¿Te dan lapsus, Antón? –pregunta Javier - ¿qué tipo de lapsus?, no nos habías dicho nada. - Eso porque no estabas antes en la cocina – dice Manuel , María y yo no nos lo podíamos creer pero ha tenido un lapsus de más de un minuto. Vamos, de tenerle delante, pasarle la mano por delante de los ojos y nada. - ¿En serio? - Eso dicen pero yo no me acuerdo de nada, es lo malo que tienen los lapsus. Lo único que sé es que estaba pensando en mis cosas y que de repente tenía a Manuel delante mío haciéndome gestos. 252 - Lo ves como es para preocuparse. - ¡Bah!, lo que pasa es que desde que murieron mis padres… ¡que sé yo!, ya sabéis que no lo estoy llevando nada bien. Se me llena la cabeza de recuerdos y no puedo hacer nada, es como si soñase despierto. Dita le da un beso en la mejilla a Antón y sube a cambiarse. Javier se apaña con quitarse el gorro y la chaqueta del chándal y se van para la cocina. Mientras Dita baja abren el vino y empiezan con los aperitivos. Todos menos Javier, que está a dieta perpetua. María le ve mirar el pan y el jamón y le da pena. Si de verdad hiciese un poco de deporte en lugar de sesiones sueltas de Chi Kung bajo la nieve podría comer más cosas, pero es que no hace nada. María sospecha que de vez en cuando come pasteles a escondidas pero se calla porque luego es ella la que queda de gruñona. Lo de ir a un psicólogo de parejas no fue mala idea. Javier ya le había confesado a María que le daba miedo y María a Javier que le sacaba de quicio, pero los matices y profundidades de estas emociones no habrían quedado igual de claros sin la ayuda de un profesional. Eso sí, tanto al uno como a la otra se les han quedado cortos los seis meses de sesiones – una cada quince días – porque aunque ya son capaces de detectar al momento el miedo y los nervios que se provocan mutuamente y entienden muchas de sus posibles causas y laberintos, todavía siguen sintiéndolos casi con la misma intensidad que antes. ¿Qué por qué dejaron de ir al psicólogo? En eso sí que estuvieron de acuerdo los dos: pensaron que ya no lo necesitaban más. Quizás por novatos, como era la primera vez que iban al psicólogo se emocionaron tanto con el primer avance que pensaron que ya no necesitaban más ayuda. Habían medio entendido el porqué de sus 253 problemas y con eso se dieron por satisfechos. Y es que de no saber nada a saber algo hay un gran paso. El psicólogo les advirtió que todavía no estaban listos, que ahora les faltaba aprender a solucionar los problemas que habían detectado, pero eso les pareció rizar el rizo y ganas de tirar el dinero, porque como decía María: <<una vez detectado el problema, ¿qué problema hay?>>. <<Pues el mismo que había antes, si es que eres más tonta…>>, piensa María ahora, que ya se ha dado cuenta de que los problemas son como los granos, que no por darte cuenta de que tienes un grano va el grano y desaparece. Javier también lo ha entendido, y por eso ahora se están planteando volver al psicólogo. Pero con calma, así que ya lo dejaron para después del verano, ahora para después de Navidad…. Lo retrasan porque les da vergüenza volver al mismo psicólogo con el rabo entre las piernas; pero por otro lado es lo mas sensato, les estaba yendo bien y ya se sabe el caso. En esas están, que no saben qué hacer, y María mientras tanto sin poder parar de pensar en una de las últimas sesiones: como no sólo hablaban de ellos sino de toda la familia por fin llegó el día, tenía que llegar, en que el psicólogo se interesó especialmente por Alisa, que acababa de dejar la carrera después de ocho años en primero y aparentemente muy a gusto. Se sorprendió cuando le dijeron que ella no había ido nunca al psicólogo, ni siquiera como ayuda para los estudios. María entonces intentó explicarle eso de que Alisa pensaba las matemáticas al revés pero no consiguió hacerse entender. Al final el psicólogo dejó caer que convendría que Alisa se pasase también por la consulta; pero no le hicieron mucho caso, primero porque ya estaban pensando ellos en dejar de ir y segundo porque Alisa en ese momento parecía que estaba perfectamente. Hacía solo unos meses 254 que se había mudado con Juan al pueblo y aunque al principio los llamaba y les decía que se aburría un poco, en cuanto empezó a trabajar en la guardería se le pasó. La verdad es que por aquel entonces a María le parecía que su hija estaba mejor que nunca porque había dejado la carrera y eso era un gran paso adelante. Solo faltaba que por ir al psicólogo le entrasen las ganas de volver a estudiar... Pero eso fue hace dos años y ahora la idea de que Alisa pase también por la consulta no les parece tan tonta como antes. <<Alisa no está bien>>, le dijo este verano Javier después de que Juan y ella pasasen una semana con ellos en los Pirineos. Y María se asustó, más que nada porque Javier no se suele dar cuenta de ese tipo de cosas. Pero ella también lo había notado. Alisa se pasó la semana muy apagada y al mismo tiempo tensa. Sí, tensa, eso es lo que más le llamó la atención, lo más raro en ella. Desde aquel viaje están más atentos y cada vez se van dando cuenta de más detalles que les preocupan, como si su hija se estuviese rompiendo poco a poco y fuese directa y cada vez más rápido hacia una depresión. <<Quizás no se acaba de acostumbrar a la vida en el pueblo>>, dice Javier, <<porque no es lo mismo ir de vacaciones que vivir allí, te lo digo yo que lo he vivido. Yo creo que lo que pasa es que Alisa en el fondo es muy urbana, urbana de parques y excursiones pero urbana>>. María sin embargo no cree que el problema sea el pueblo, al menos no sólo el pueblo, porque Luis por ejemplo también se ha ido al pueblo y cada día le va mejor: con el taller, los cultivos, los “guiris”…, organizando cosas nuevas todo el rato. Lo que María no quiere reconocer abiertamente es que últimamente ha empezado a ver en Juan la causa de todos los problemas de su hija. Ni antes le cuadraba como novio ni ahora como marido. Vale que es un chico muy bueno, 255 pero tan cerrado en su mundo…, y este tema no lo puede tocar con Javier porque le dirá que ya está otra vez con lo mismo, que es una “esnob” y una clasista que solo entiende como cultura la cultura universitaria. Pero no es eso, es el estilo que tiene, las pocas aspiraciones, las bromas tontas que hace. María no entiende cómo Alisa no se da cuenta de todas esas cosas. ¿O sí que se da cuenta? Quizás por eso está cada vez más nerviosa y más tensa, menos ella misma. Cada vez que hablan por teléfono María intenta animarla a que pase más tiempo en la finca con Luis, que haga otra cosa que no sea trabajar en la guardería, irse de vinos con los amigos de Juan – que dice que son también sus amigos – y encerrarse en casa. Pero María no sabe, y Javier tampoco, que desde agosto Alisa está dando clases particulares de matemáticas. Y no se lo ha contado porque le da un poco vergüenza. Empezó fuerte, con clases de Álgebra Lineal de primero de carrera, una asignatura que ella jamás ha aprobado y que sorprendentemente su alumno sí que la aprobó en septiembre, además con notable. Ahora está dando clases de bachillerato y de ESO a chavales del instituto del pueblo y para Navidades ya le ha reservado hora el chico del Álgebra Lineal, que ahora está en segundo. Pero se quedó tan contento en verano que quiere que Alisa le explique las nuevas asignaturas… ¡asignaturas que ella nunca ha visto!. Al parecer todo empezó por casualidad cuando este chico, Marcos, que es el hermano pequeño de una amiga de Juan, se enteró de que Alisa había estado estudiando matemáticas en la Complutense – como él – y le pidió ayuda para preparar Álgebra Lineal. Alisa se empezó a reír y le dijo que en ocho años no había conseguido aprobar esa asignatura pero Marcos estaba muy desesperado y en el pueblo no había nadie más a quien acudir así que probaron suerte. Cuando Alisa vio los apuntes de Marcos 256 se dio cuenta de que se los sabía de memoria. <<Y eso que son de un profesor que sólo he tenido dos veces>>, le dijo a Marcos. Alisa no sólo se sabía de memoria la teoría sino que también era capaz de hacer cualquier ejercicio , la mayoría porque ya los había visto en alguna de sus repeticiones de curso pero incluso podía hacer – y esto era una novedad – algunos que jamás había visto. Marcos no se lo podía creer, <<no conozco a nadie que sepa más Álgebra Lineal que tú, quizás el profesor, pero no sé yo…>> y Alisa le aclaró que para ella todos los apuntes y los ejercicios que habían hecho no eran más que un conjunto enorme de absurdos puestos uno detrás de otro, pero que cuando ella intenta salir del absurdo y hacer los ejercicios bien entonces dejan de estar bien para el resto. <<Después de tantos años repitiendo las mismas cosas, sin querer me he aprendido muchas cosas de memoria y ahora soy capaz de reproducirlas aunque sepa que están mal>>. Lo que Alisa no le ha contado a Marcos, más que nada porque todavía no sabe cómo interpretarlo, es que por primera vez está siendo capaz de resolver ejercicios nuevos, ¡de resolverlos utilizando el razonamiento estándar! Es decir, Alisa esta pensando mal a posta pero se sabe tan bien los códigos del Álgebra Lineal que es capaz de pensar mal de manera que le salga algo digamos que políticamente correcto. <<Porque hay muchas maneras de pensar mal>> razona Alisa, <<pero sólo una de ellas es el pensar mal que coincide con el pensar bien del resto. Y todavía es muy pronto para decir nada pero puede que haya dado con ella>>. Desde agosto hasta ahora Alisa ha estado profundizando en esta nueva capacidad suya, entrenándose con las matemáticas de ESO y Bachillerato de sus alumnos en la complicada tarea de pensar mal justo para que coincida con el pensar bien de los demás. A los alumnos les va estupendamente, Alisa es una profesora paciente y con las 257 matemáticas que se sabe de primero de carrera le da de sobra para enseñarles. Ellos no saben que están siendo usados de conejillos de indias. <<Es increíble que después de dos años sin tocar nada todavía siga todo ahí dentro>>, piensa Alisa, <<y que ahora sea capaz de llegar más lejos que cuando lo dejé >>. ¿Más lejos? Alisa todavía no sabe cómo de lejos puede llegar pero en Navidades podrá ponerse a prueba porque Marcos le ha pedido que le ayude con el Cálculo Diferencial de segundo y ella nunca ha visto el Cálculo Diferencial de segundo. De todo este ajetreo no sospechan nada María y Javier, que aunque han visto a su hija varias veces a lo largo del otoño no se les va de la cabeza la sensación que se les quedó después de pasar una semana con ella en julio. Y eso que Alisa, aunque no les ha contado nada de su vuelta a las matemáticas, está cada vez más tranquila y menos tensa. Pero no hay nada mejor que estar empeñado en algo para no darse cuenta de lo que ocurre realmente. Así que Javier sigue convencido de que a su hija no le sienta bien el pueblo y María no duda de que quien no le sienta bien es Juan. Estos pensamientos son machacones, sobre todo en el caso de María, y muchas veces, como hoy en la cena, le llenan la cabeza de tal forma que casi no queda sitio para nada más. Han hablado de todo un poco. Dita les ha dado una charla completa sobre las diferencias entre el yoga y el Chi Kung y ha dejado a Javier dudando de a cuál de los dos apuntarse para poner en forma su corazón. Antón, ahora que todos saben que sufre lapsus, ha estado muy atento, no ha perdido la concentración ni un momento. Eso sí, no ha podido esquivar dos recuerdos muy vívidos de un día que su padre le llevó a cazar conejos y ha tenido que superponerlos a la explicación que Dita estaba dando sobre la postura de Savásana. <<Si siguen hablando de yoga no voy a poder evitar irme otra vez con los 258 conejos>>, ha pensado Antón, y poco a poco ha ido cambiando de tema hasta conseguir hablar del chalet que se están haciendo y al que se van a mudar dentro de poco. Después Javier se ha desahogado y les ha contado el caso de un chico venezolano de tercero de la ESO, Hamlet, que ha dejado embarazada a una marroquí de segundo, Kaule. La semana que viene tienen una cita todos juntos: Kaule y Hamlet, los padres de Kaule, la tía de Hamlet – porque la madre está ahora en Venezuela y el padre no se sabe –, la tutora de Hamlet y Javier, que es el tutor de Kaule. Por suerte para Javier, Kaule no se quedó embarazada en una excursión a la sierra que hicieron en octubre con el instituto, que es lo primero que pensaron sus padres. La pareja ha confesado que fue en la propia casa de Kaule, aprovechando una mañana que no tenían clase y que la abuela de Kaule, la única que está en casa por las mañanas, había ido al ambulatorio. Javier y Mari Carmen, la tutora de Hamlet, ya han planeado la estrategia que van a seguir en la reunión para llegar al único final que les parece razonable: que Kaule aborte. De momento la idea no le parece bien a ninguna de las dos familias y si han pedido la mediación de los tutores del instituto es sólamente porque no consiguen ponerse de acuerdo en cual va a ser el Dios que va a casar a sus hijos – cuando los dos tengan la edad legal, claro. María, que suele batallar bastante con Javier cuando cuenta los problemas del instituto, ha estado callada y con la mirada ausente. De vez en cuando los miraba y preguntaba algo, pero prácticamente se ha pasado toda la cena viendo caer la nieve a través de la ventana y pensando en cómo decirle a Alisa que debería de plantearse ir al psicólogo. 259 Después de la cena han pasado todos al salón y Manuel, como es el único que no juega a las cartas, se ha sentado a leer en la mecedora que hay al lado de la chimenea. Es el que se encarga de cuidar el fuego, <<como las sacerdotisas de Hestia en los antiguos Juegos Olímpicos>>, piensa Manuel, que en la cena ha vuelto a dejar pasar la oportunidad de hablarles de su despido y ahora no quiere molestarles mientras juegan; bueno, al menos es una buena excusa para aplazarlo un día más. Tiene hasta el miércoles pero mañana ya es martes y como siga así… Su hermano le nota raro. Manuel se da cuenta pero Antón es tan cuidadoso que todavía no se ha atrevido a preguntarle si le ocurre algo. Y claro, todo sería mucho más fácil si se lo preguntase. Entonces Manuel sólo tendría que abrir la boca y contarlo. Pero la pregunta no llega y le va a tocar a él tomar la iniciativa. El problema es cuándo decirlo. La cena por ejemplo se le ha pasado volando, han ido saltando de un tema a otro y cuando se ha querido dar cuenta ya estaban los cuatro jugando a las cartas y él en la mecedora. 260 10. El tiovivo - sábado 15 de Julio de 2006 “Me’n vaig amb globus, em sento lleuger. M’endinsaré per l’entrellat del cel. De vista em perdré. No ho sé, si tornaré. No, no, no ho sé” Jaume Sisa “Me voy en globo, me siento ligero. Me adentraré por el intríngulis del cielo. Me perderé de vista. No sé si volveré. No, no lo sé” Dita y María discuten en la piscina de Dita sobre la situación en Oriente Próximo. Israel ha empezado a bombardear el Líbano y María dice que la Unión Europea está atada de pies y manos, que no se puede hacer nada. Pero Dita no está de acuerdo, siempre se puede hacer algo, ¿no? Quizás, pero lo que es cierto es que hace más de veinte años, en la piscina del parque sindical con Alisa, Luis, Laurita, David y Ana, Israel también bombardeaba el 261 Líbano y ellas dos tuvieron una discusión muy parecida en la que no solucionaron nada. Entonces no había Unión Europea, sólo una Comunidad Económica Europea en la que España todavía no había entrado, y Javier Solana, que ahora es Alto Representante de la Unión Europea para la Política Exterior y que viajará mañana a Beirut a ver si soluciona algo, por aquel entonces era Ministro de Cultura del gobierno de Felipe González. En fin, que a Javier Solana ahora le conocen en más países y ellas han pasado de ir los sábados al parque sindical con cinco niños a quedar en el chalet de Dita para bañarse en la piscina de la urbanización. Al parque sindical se apuntaba también Javier y a veces Antón a regañadientes. Sin embargo ahora están ellas dos solas rodeadas de unos pocos vecinos que viven en otros chalets y que apenas hacen ruido. Los niños, porque también hay niños en la urbanización, ocupan la piscina en el mes de junio pero en julio y agosto es como si desapareciesen, y con los niños también la mayoría de los padres. Hay tanto silencio que la diferencia entre un día de piscina de los de entonces y uno de los de ahora es demasiado grande como para que se les pueda considerar la misma cosa. Antes madrugaban y quedaban en la entrada del parque sindical para entrar todos juntos y poner las toallas en el mismo sitio. Dita llegaba en la furgoneta roja que tenían entonces cargada con pelotas, raquetas de tenis, flotadores y manguitos, una nevera de esas azules con el asa blanca, la bolsa de los bocadillos, las tiritas… Y en el asiento de atrás los tres niños con Ana sentada en el medio para que David y Luis no se pegasen. María recuerda que ellos siempre llegaban antes, quizás porque no cargaban con tantas cosas y porque entre Javier y ella no tardaban mucho en preparar a las dos niñas, que la verdad es que ya desde muy pequeñitas se las apañaban muy bien solas. 262 Dita se quejaba de que Antón no viniese a la piscina y también de que David tardase cuarenta y cinco minutos en beberse el Cola Cao, pero los dos tenían las cosas muy claras y no cedían. Bueno, Antón no tan claras como su hijo y sí que cedió dos o tres veces. Se daba cuenta de que era bastante injusto que Dita se pasase las mañanas de los sábados peleándose con los niños y con las avispas mientras que él se sentaba en la terraza a leer el periódico, pero lo de la piscina era – y lo sigue siendo – superior a sus fuerzas, sencillamente no lo aguanta. Estar ahí sentado en una toalla aguantando el calor, quieto, sin hacer nada… Se pone malo de pensarlo. En esas mañanas de sábado, Antón se empezó a aficionar a la cocina, sobre todo a los postres, y Dita y los niños, que nunca llegaban antes de las cuatro y ya habían hecho tres veces la digestión de los bocadillos de las doce, se comían los experimentos de Antón sin poner ni una pega, incluso David. De hecho, en los postres no es que no pusiesen pegas, es que eran un éxito. Antón había captado perfectamente los matices del paladar de sus hijos: chocolate, mucho chocolate. Pero el trato no era que Dita se llevaba a los niños toda la mañana a la piscina y Antón preparaba la comida; con un pacto así el equilibrio se habría roto muy pronto. No, la mañana de sábado en la piscina se correspondía con la mañana de domingo en el campo. Mientras Dita se quedaba en la cama durmiendo lo que no había podido dormir la mañana anterior, Antón se levantaba muy prontito, preparaba a los niños y se subían a la sierra. Para ahorrar tiempo y aprovechar bien la mañana, el Cola Cao de David acababa siempre en una botella de plástico. <<Te lo vas bebiendo por el camino, pero como no te lo acabes no te bañas en las pozas>>. A David le encantaban las pozas, y también a Antón, que se manejaba bastante bien en la sierra y sabía dónde encontrar los mejores sitios para 263 que los niños se bañasen. Luis y Ana sin embargo decían que el agua estaba demasiado fría y que preferían la piscina. Muchas veces, antes de subir a la sierra, pasaban a recoger a Laurita y Alisa, y Antón se llevaba a los cinco niños de excursión. Curiosamente aquellos días eran más tranquilos que cuando se iba sólo con los tres suyos, estaba claro que Alisa y Laurita suavizaban el ambiente. Otros días, el que se apuntaba era Manuel, que por aquel entonces vivía todavía en el apartamento del centro. Algunos domingos se despertaba sin resaca y les llamaba. El pacto de sábados piscina y domingos pozas en la sierra funcionaba durante junio y julio porque luego en agosto se iban unos días al pueblo, otros a la playa y a veces a Praga a ver a los abuelos. Aunque de aquello han pasado muchos años a Dita le da la impresión que no ha sido tantos y si cierra los ojos y se tumba en la toalla a tomar el sol, igual de reales – o más – le resultan aquellas mañanas en el parque sindical que la mismísima mañana de hoy. La sensación, muchas veces angustiosa, de que se le va el tiempo de las manos - un verano, una navidad, y otra, y otra, y otra…- era justamente la opuesta entonces, cuando parecía que todo iba a seguir igual para siempre: las peleas con el Cola Cao en el desayuno, el baño a las ocho y cuarto y la cena a las nueve, las rodilleras en los pantalones… Pero un día David dijo que se quería ir de campamento, al año siguiente se apuntaron Ana y Luis – que quién lo diría pero siempre fue un niño tímido y miedoso – y ahí se terminaron los veranos inmutables y empezaron a moverse otra vez las manecillas del reloj. Algunos cambios han ido ocurriendo poco a poco, pero otros, como lo de mudarse al chalé, aunque fue planeado y pensado, al final ocurrió de un día para otro. Siempre habían estado bien en el barrio y hace quince años, cuando 264 Manuel se mudó a la urbanización en la que vive ahora, se metieron mucho con él por irse a vivir a un sitio tan apartado de la realidad. <<Bueno pues todo llega>>, pensó Dita el día de la mudanza, cuando se despidieron de los vecinos de toda la vida y se instalaron en el adosado. Desde la ventana del dormitorio, que antes daba al arenal con sus árboles, sus niños y sus perros, ahora lo único que pueden ver es una hilera de pinos raquíticos. Eso sí, han ganado en comodidad, la casa es mas grande y hay menos ruidos. Además la urbanización queda bastante cerca del barrio. Antón, que se ha dejado convencer por Luis, va todos los días al trabajo en bicicleta y tarda ocho minutos en llegar al taller – los mismos que tardaba antes yendo andando - y María, que hoy ha venido andando, ha tardado veinticinco desde su casa. Nunca había venido andando y le apetecía probar. - El camino por donde he venido no es feo – le ha dicho a Dita al llegar – el único problema es el calor, que todavía son las once de la mañana y ya vengo cocida. Además como en este barrio nuevo no hay árboles, sólo mierdecillas, pues he tenido que venir por el sol. Ahora es la una y cuarto y si no fuese porque es imposible parecería que el calor se ha duplicado. Si se ponen al sol cada cinco minutos se tienen que dar un baño y si se ponen a la sombra, cada quince. María dice que va a llamar a Javier para que la venga a buscar porque ni loca vuelve a casa andando y Dita le vuelve a insistir para que se queden a comer. - Así bajamos a la piscina por la tarde y Javier, si quiere, se puede echar la siesta en el cuarto de Ana. - Ya sabes que a Javier le gusta echar la siesta en su cama. 265 - Bueno, pues que se vaya para casa y ya te acerco yo luego en el coche. María no sabe qué hacer, la verdad es que para una vez que su madre no está en casa un fin de semana podrían aprovechar para comer fuera, aunque fuera sea en casa de Dita. A ver qué dice Javier. Mientras María le llama, Dita repasa las cosas que tiene en la nevera y en el congelador y piensa en una buena comida. Está difícil porque como Antón está en el pueblo, Ana en Italia y David durmiendo hasta las cinco de la tarde, Dita no pensaba hacerse nada más que una ensalada. Bueno, algo habrá, y sino llamo a Antón y que me dé alguna idea. Suena el teléfono. <<Me encanta esto de la telepatía>>, piensa María, << sobre todo cuando no se qué hacer para comer>>. - ¡Antón! - ¿Estas con María? - Sí. - Estoy llamando a Javier y comunica, María también. - Es que están hablando entre ellos, ¿qué ha pasado? Antón le cuenta rápidamente y Dita le da un toquecito en la espalda a María. - Pásame un momento a Javier y yo te paso a Antón. - ¿Qué ha pasado? - Benito. 266 Luis está convencido de que tiene que haber un mensaje o una explicación en algún sitio. Así que ha vuelto a casa, a la habitación donde Benito se suele pasar a descansar, a ver si encuentra algo. Desde hace dos años Benito se sube con ellos de vez en cuando a la finca, bueno, más bien es Luis quien baja a recogerle cuando tienen jaleo en casa del que sabe que le gusta. A los extranjeros que vienen al campo de trabajo les gusta el abuelo Benito, que se sienta siempre en una mecedora en el porche de la casa y de vez en cuando se levanta a dar paseos por el camino central de la finca, el que va desde la casa hasta la explanada del globo. Algunos de ellos no hablan castellano y simplemente le sonríen y le saludan al entrar y salir. Pero Benito, que nunca ha sido muy hablador, parece que se suelta con eso de que no le entienden y les habla bastante. Ellos se ríen, claro. Otros sí que entienden y hablan el castellano; además, entre otras cosas, han venido aquí a practicar el idioma y suelen ser muy curiosos con las cosas típicas del país. Vamos, que les encanta tener a mano al abuelo Benito. En la otra dirección las cosas también funcionan, y es que Benito, siempre que Luis le llama para preguntarle si se quiere subir a la finca, le dice que sí. La alternativa es quedarse en casa solo. Dar un paseo por la mañana, sentarse con la mecedora en la puerta de casa cuando no hace mucho calor, cruzar cinco frases con las vecinas y los vecinos –las mismas frases de siempre– y dar otro paseo por la tarde. Alisa viene de vez en cuando a echarle una mano: limpia bien la casa, le deja comidas preparadas en el congelador y va con él a la compra para traer las cosas pesadas. También le hace compañía, eso sobre todo, y entonces en lugar de sentarse él solo en la puerta de la casa sacan otra mecedora y se sientan los dos. Alisa a veces se 267 trae un libro, o el periódico, y se lo lee en voz alta a Benito. Porque esa es otra, se le cansan tanto los ojos leyendo que sólo se anima con los titulares y cuando le interesa alguno le tiene que pedir a Alisa que se lo lea. Le gustan mucho las visitas de su nieta pero la verdad es que no le sacan de la rutina – que básicamente consiste en no hacer nada –. Más bien es Alisa la que se pone a su ritmo y al final en lugar de ser uno solo el que se aburre en la mecedora, son los dos. Sin embargo, ir a la finca es diferente, hay más cosas que ver y sobre todo cosas más nuevas. Incluso cuando se encuentra allí con Alisa están los dos más habladores. A Benito le gusta el ajetreo que se traen en el campo de trabajo. Cuando Luis baja a por él es normalmente a la hora de la comida, o a media tarde, y ya suelen haber terminado con el trabajo en la huerta. Las tardes las dedican a otro tipo de cosas. A los que están interesados en la pintura y la escultura - y que en parte se han apuntado al campo por eso - Luis les da clases en una habitación que ha reconvertido en taller. Luego están los viajes en globo, que sin duda son la atracción estrella del campo de trabajo. Y no sólo del campo de trabajo; el globo de Héctor es ya un elemento habitual del paisaje del pueblo y los alrededores y la pequeña empresa <<Viajes en globo: vuelos de recreo y travesías>> dejó de ser un sueño y ha empezado a funcionar. Eso sí, para los participantes en el campo de trabajo los viajes en globo son gratis. Otra de las actividades de tarde son las charlas-debate, o study circles, que dependiendo de quién participe en ellas son en castellano o en inglés. Cuando son en castellano Benito acerca la mecedora y se sienta a escuchar. Algunos de los temas los propone y los prepara Luis pero lo que intenta es que los participantes en el 268 campo de trabajo propongan también los suyos. En el email preparatorio que les manda antes de que vengan ya se lo avisa: si tienen algo interesante que contar o explicar pueden prepararlo y dirigir un study circle en el campo. Por supuesto ya han hablado de agricultura ecológica cuestiones técnicas y estrategias de venta -, pero también del arte como psicoterapia, del comercio justo, del teatro de calle… <<Algunas veces saben más de lo que están hablando y otras menos, pero siempre discuten mucho y eso es bueno>>, piensa Benito, que en ciertos temas se entera más que en otros pero que casi siempre se ve atrapado en largas reflexiones de mecedora mientras los jóvenes hablan. Y es que ahora resulta que su querido Marx no está tan olvidado como él pensaba. <<Lo que pasa es que está un poco obsoleto, y también superado en ciertas cosas, igual que yo>>. Pero aunque le gusta mucho escucharles en sus debates, y también en los muchos ratos que no son debates, lo que de verdad le encanta a Benito es que los extranjeros le pregunten cosas. Nunca ha sido un abuelo batallitas, es decir, no es de los que cuentan dos veces la misma cosa a la misma persona, y como sólo tiene dos nietas ya se saben la mayoría de sus historias. O no, pero el caso es que ciertas cosas no las cuenta si no le tiran de la lengua, y eso es precisamente lo que hicieron Alexandro y Maria Cristina, dos italianos muy salados que vinieron el año pasado y que no se cortaban un pelo. Tenían verdadera curiosidad por saber cosas sobre la guerra civil, la posguerra, cómo funcionaba la represión en el día a día del pueblo... Benito estaba sorprendido por el interés de los chavales y les contaba todo y más, es decir, cosas que nunca había contado porque en su momento no se podían contar y porque ahora pensaba que no le interesaban a nadie. Cuando se corrió la voz de que Benito contaba historias de la guerra civil empezaron a aparecer 269 más interesados, entre ellos Luis y Alisa, que un día llamo a su padre y le dijo que como el abuelo siguiese así se iba a afiliar otra vez al partido comunista. Las tardes de mucho calor, o cuando se cansa de tanto ruido, Benito se mete en la habitación que usa Luis de taller de pintura y escultura; es la más fresca de la casa. Allí tiene otra mecedora y muchas veces se queda dormido. Hace una semana, con este último campo de trabajo ya funcionando, Luis aprovechó que se iban todos con Héctor a la piscina municipal para meterse un rato en el taller y ponerse con el tiovivo de Alisa. Se encontró allí con Benito, que parecía que dormía, pero cuando estaba cogiendo el tiovivo y las herramientas para llevárselo todo a la habitación de al lado, Benito le habló. - No hace falta que te vayas, puedes arreglarlo aquí. Hoy no quiero dormir, es sólo que fuera hace demasiado calor. - Como quieras, ¿no te molestará la luz? - No. Estaba pensando que los chicos de este año son igual de buena gente que los de los años anteriores, que ya es mucho decir. Y ver gente de tantos países trabajando juntos, entendiéndose… De verdad, no me puedo creer que la juventud esté tan concienciada. -Pues no te lo creas demasiado, que los que vienen aquí son sólo unos pocos. Además, es verdad que ahora en verano nos concienciamos mucho: discutimos juntos, hacemos planes, arreglamos el mudo… pero luego cuesta mantener el ritmo durante el año. Hoy Luis se acuerda de esa conversación mientras busca algo por el taller, no sabe el qué, algo que explique lo que ha hecho Benito. Busca alrededor de la mecedora, en la mesita donde Benito deja a veces las medicinas y los 270 pañuelos, por el suelo… También en las estanterías, entre los papeles y dibujos de la mesa de trabajo. Pero nada, la habitación es demasiado grande, y si Benito hubiese dejado algo lo habría hecho en la zona por la que él se mueve. Justo cuando ya se estaba yendo hacia el porche, que es el otro “sitio” de Benito, Luis mira de reojo la estantería de al lado de la puerta – donde ya había buscado en detalle – y se da cuenta de una cosa: ¡no está el tiovivo! Estaba tan concentrado intentando encontrar algo, cualquier algo, que no se había dado cuenta de que había desaparecido el tiovivo. <<Ayer por la noche el tiovivo estaba aquí, estoy seguro>>. Y lo sabe porque antes de ayer lo terminó de arreglar y ayer mismo, en la fiesta, estuvo dudando si dárselo o no dárselo a Alisa y vino dos veces a la habitación a mirarlo y repensárselo. El tiovivo. Hace tres meses Alisa hizo limpieza en el trastero de su abuelo y como siempre volvió a encontrarse con el tiovivo destartalado. Es la primera vez que subía allí desde que estaba embarazada y quizás por eso lo miró con otros ojos. Se acordó de que hace unos años Luis se había ofrecido para arreglarlo y se lo llevó a casa. Al día siguiente se presentó con el en la finca. - ¿Sigues pensando que lo puedes arreglar? Luis le echo una ojeada y le dijo que sí, y que esperaba tenerlo listo antes de que naciese el niño. Todo dependía de cuantas piezas faltasen y de lo que tardase en conseguirlas. En principio se propuso arreglar los tres columpios que estaban rotos y lo del cordel con la musiquilla pero una 271 vez que se puso a ello decidió que quería dejarlo como nuevo. Lo que más le ha costado ha sido encontrar dos barriguitas como las que faltaban, y gracias a Internet, que si no, habría sido imposible. Sería difícil decidir si el tiovivo que ha restaurado Luis es exacto al original pero si no lo es seguro que se le parece mucho: es un tiovivo con cuatro columpios donde van subidas cuatro barriguitas. El techo es rojo intenso y el suelo marrón, haciendo juego con las patas de las sillas que están recogidas debajo de los columpios. Y es que los columpios se pueden sacar del tiovivo y con las patas plegables que tienen debajo del asiento se pueden convertir en sillas. Las cuatro barriguitas son todas diferentes: una negra, una china, una rubia y una india, y los vestidos también son muy monos. La china, por ejemplo, lleva un pantalón verde y una camiseta con adornos jaspeados en verde, rojo y marrón. Lo que más intrigaba a Luis era el asunto de la música. Él recordaba que cuando era pequeño y jugaba con el tiovivo en casa de Alisa la musiquilla le gustaba mucho, pero hace unos años, cuando se reencontró con el tiovivo en el trastero de la casa de Benito y Alisa la tarareó la melodía, fue incapaz de reconocerla. Tenía mucha curiosidad y cuando por fin consiguió arreglarlo y tiró del cordel no se sorprendió al oír el Para Elisa de Beethoven. Fue como si no hubiese pasado el tiempo. Luis le había prometido a Alisa que tendría el tiovivo listo para mediados de agosto, que es cuando se supone que va a dar a luz, pero al final, aunque ha hecho más reparaciones de las que pensaba, se ha adelantado un mes. En cuanto lo terminó tuvo la tentación de ir a su casa a llevárselo, y ayer en la fiesta también estuvo a punto de dárselo, pero ha conseguido resistirse. Le había quedado tan bonito que prefería reservarlo para cuando naciese el 272 niño. Lo malo es que ahora el tiovivo no está. Tiene que haber sido Benito, ¿pero por qué? Antón lleva dos horas corriendo, saltando vallas, dando gritos, conduciendo… y no dos horas cualquiera sino de dos a cuatro de la tarde en pleno mes de julio. A su lado está Héctor, pálido como un muerto pero igual de sudado, y en el coche de detrás van Alisa y Juan. Hace ya un buen rato, quizás una hora, Luis dijo que no servía de nada que estuviesen todos dando vueltas persiguiendo el globo y que él se iba para la finca con el coche de Héctor a ver si averiguaba algo. Desde entonces no ha pasado nada nuevo, pero la policía les ha dicho que dentro de nada va a llegar también un coche de bomberos. - ¿Para qué? – les ha preguntado Héctor. -Por si se engancha en algún árbol. Héctor se imagina su globo con Benito dentro enganchándose a un árbol y se pone más pálido de lo que ya estaba. Antón le dice que se tranquilice, que eso no va a pasar. - ¡Claro que puede pasar!, no es tan fácil manejar el globo. Lo que yo no sé es como ha llegado hasta aquí. Y lo sube, lo baja, se pone a volar a diez metros del suelo… - Pues eso, que si ha llegado hasta aquí y ya lleva dos horas mareándonos no se va a estrellar ahora. 273 - Pero es que aquí hay más árboles que en ningún sitio de los que hemos estado antes. En eso tiene razón, pero según le ha contado Héctor a Antón, Benito últimamente no hacía más que preguntarle cosas sobre el globo y poco a poco él le ha contado casi todo lo que sabe, así que aunque está muy mayor y un poco torpe por lo menos sabe lo que hace. - ¿Y no sospechabas nada con tanta pregunta? - ¿Cómo iba a sospechar algo? Benito a veces es tan curioso… Además, una cosa es que se sepa la teoría de cómo preparar y manejar el globo, pero de ahí a pensar que Benito, que no se separa del bastón, pudiese hacerlo todo él solo… ¡Y en menos de tres horas! Esta mañana todo el campo de trabajo, Héctor y Luis incluidos, había ido de excursión al embalse. Salieron a las nueve de la mañana para no pillar el calor, pensaban pasarse todo el día allí de picnic y juegos y volver pasadas las siete de la tarde. La única que no se apuntó fue Karin, que aunque ha venido quince días al campo de trabajo de su primo, como le han quedado muchas para septiembre de vez en cuando se separa del resto y se pone a estudiar. Benito tampoco fue, claro. Anoche tuvieron una fiesta en el campo de trabajo y Benito, que siempre que le habían invitado les había dicho que él no pintaba nada en fiestas de jóvenes esta vez dijo que sí que se animaba. <<Más que nada porque Alisa también va a estar y me ha dicho que se va a volver pronto. Así me lleva a casa ella y no os corto la fiesta a vosotros>>. Luego a la hora de la verdad, Alisa, que estaba muy a gusto en la fiesta, no se quería ir tan pronto como había pensado y Benito dijo que estaba bastante cansado pero que no le importaba quedarse a dormir allí. 274 - Ya era hora, por fin te animas- le dijo Luis – y mira que te lo hemos dicho veces, que la habitación de los padres de Héctor no la usamos nunca. Además desde allí no se oye el barullo. - Pues nada, a ver cómo es la habitación esa. ¿Tendréis un orinal para prestarme, no? Todo muy normal. Benito se metió en la cama a las doce de la noche y esta mañana, cuando salieron para el embalse, seguía durmiendo como un bebé, o eso parecía. Karin, que ya estaba despierta y estudiando en la mesa del salón, le dijo a Luis que no se preocupase por Benito, que ella estaba allí por si necesitaba algo y que le prepararía el desayuno. Además se quedó con las llaves del coche de Héctor por si luego Benito quería que le llevase a su casa. A las nueve y cuarto Benito apareció por el salón. Karin preparó dos cafés y unas tostadas y se salieron a desayunar al porche. Héctor, que madruga siempre, aunque trasnoche, se había levantado a las siete de la mañana para regar. Estaba todo fresquito y húmedo y Karin estuvo pensándose si salir a estudiar al porche y hacerle compañía a Benito, pero al final decidió que no. - Se está muy bien – le dijo a Benito – pero enseguida se llena de moscas. - Métete a estudiar tranquila que si necesito algo ya voy a buscarte o te doy una voz. Además ahora voy a ir a dar un paseo para desperezarme. Karin no sospechó nada, se preparó otro café y se puso a estudiar. 275 - Dice que se le pasaron las tres horas volando – le cuenta Héctor a Antón mientras el globo sube y baja delante suyo – y como había quedado con Benito en que si necesitaba algo él se lo pediría, no salió al porche en ningún momento. Al poco de haber entrado, Benito pasó a la casa y volvió a salir enseguida, Karin no le vio pero sí le oyó. Luego no se entero de nada más. - Es como su padre – le explica Antón a Héctor - se mete en un libro y desaparece el mundo de alrededor. Cuando éramos pequeños me sentaba a estudiar enfrente suyo y me deprimía mucho, ¡no levantaba la cabeza del libro ni un segundo! Y eso que yo le sacaba cinco años. Héctor, Luis y el resto llevaban ya casi tres horas en el embalse y estaban intentando que flotase una barca que habían construido con unos troncos cuando Michael, un sueco barbudo, vio algo en el cielo. -Héctor, tu globo creo ese. No podía ser pero era. Los mismos colores, la misma forma… Aunque estaba muy lejos Héctor reconoció su globo al instante pero como no podía ser llamó a Karin para que le explicase lo imposible. Karin seguía en el salón, no se había movido en tres horas ni siquiera para hacer pis, y cuando Héctor le preguntó si estaban en el globo se empezó a reír. -Vale, está claro que tú no estás en el globo. Pero Benito. ¿Dónde está Benito?. - Benito está en el porche. Espera… Pues no, no está en el porche, la verdad es que dijo que se iba a dar un paseo. - ¿Hace cuánto dijo que se iba a dar un paseo? 276 - No lo sé, espera que mire en el reloj del salón. - Es la una menos cuarto. - Entonces hace tres horas más o menos. - ¡Tres horas! Karin vete corriendo a mirar en la caseta del globo. - Pero cómo… - No sé cómo pero mi globo o uno que se le parece mucho está pasando ahora por encima del embalse. Héctor quería llamar a la policía, a la ambulancia, al ejército… pero consiguió esperar cinco minutos a ver qué decía Karin. - No hay globo, la puerta estaba abierta y hay cosas por el suelo, pero yo no sé si estaban ya así o es que han entrado a robar. A Benito no le he visto pero voy a seguir buscándole por la finca. - Karin, seguramente sea Benito el que se ha llevado el globo. - ¿Benito?, ¿cómo va a saber Benito manejar el globo? - Le he enseñado yo. Y empezaron con el operativo de rescate. Héctor llamó a la policía, se identificó y les contó la situación. El policía que estaba al otro lado del teléfono no se lo podía creer y tampoco sabía qué hacer; nunca habían tenido un caso así. Había que llamar a Madrid. En diez minutos Karin estaba allí con el coche de Héctor y como el globo todavía estaba a la vista, mientras la policía se aclaraba, Luis y Héctor se 277 fueron en su búsqueda. A Karin, que llegó llorando, le dijeron que se quedase con los del campo de trabajo y que fuesen volviendo poco a poco a la finca. Luis llamó a casa de Alisa pero no lo cogía nadie. Llamó al móvil y apagado, ¿estaría durmiendo todavía? De la fiesta se fueron a las tres de la mañana y últimamente dice que duerme por los dos, por ella y por el bebé. Juan si que se lo cogió, estaba en el bar y se oía el jaleo de los sábados a la hora del aperitivo, así que Luis le contó rápidamente lo que estaba pasando. Antón estaba terminando de pintar la puerta de atrás de la casa de sus padres cuando le llamó Luis. El fin de semana pasado ya habían estado en el pueblo; Dita dio un taller de Chi Kung en el campo de trabajo y él empezó con las chapuzas en la casa. Pensaba que con un fin de semana le iba a dar de sobra pero ahora que ha empezado se da cuenta de que la cosa va para largo. Este fin de semana Dita no se ha querido venir, dice que es demasiada dosis de pueblo para ella y que para qué quieren tener piscina en la urbanización si no la van a usar. Antón le dio la razón, pero él no soporta la piscina así que se ha venido aunque sea solo. Ayer por la noche Luis intentó convencerle para que se pasase por la fiesta en la finca. Le dijo que no, que acababa de llegar de viaje y estaba muy cansado, así que cuando hoy cogió el teléfono y oyó a Luis pensó que querría convencerle para ir a comer. Pero no era eso. En cinco minutos Antón estaba en el coche, sin duchar, con el mono lleno de pintura e intentando aclararse con las explicaciones que le daba Luis de por dónde estaba y por dónde iba Benito. Hasta que por fin vio el globo. 278 Poco después, en un momento de calma en que el globo estaba casi parado, Héctor y Luis le explicaron más despacio lo que había pasado y entonces se acordaron de que no habían avisado a Javier. Javier y Laurita se vistieron en cinco minutos, pasaron por casa de Dita a recoger a María y al final decidieron venirse los cuatro para el pueblo. Les quedan cincuenta kilómetros para llegar y han hablado con Alisa hace cinco minutos, pero como los movimientos de Benito son tan imprevisibles la volverán a llamar enseguida. Tienen que estar al tanto por si les toca desviarse antes de llegar al pueblo. Javier está muy preocupado, no sabe si van a llegar a tiempo, además en la última conversación Alisa les ha dicho que el globo estaba sobrevolando el cementerio del pueblo. - No pienses cosas raras papá, habrá venido a hacerle una visita a la abuela. - ¿Una visita de qué tipo? - Que pesado estás, una visita normal, como cuando le traemos Juan y yo en el coche. << Si quisiese hacerle una visita normal a mamá no habría robado un globo>>. Javier no sabe si su padre se está suicidando o qué es lo que pasa. << Han pasado cinco años pero no ha superado lo de mamá>>. 279 En el asiento de al lado, María, que había dejado de fumar hace seis meses, saca una cajetilla del bolso, le quita el precinto y se enciende un cigarro. - Lo tenía para emergencias y no aguanto más. Nadie protesta. Alisa lleva diez minutos esperando, el globo ha vuelto a meterse campo a través y a volar bajo, además esta vez se ha escondido detrás de un cerro así que los coches han parado en una cuneta y todos han salido corriendo a ver qué pasa. Todos menos ella, claro, que tiene una barriga que ya no está para hacer tonterías. Se ha quedado en el coche con el aire acondicionado puesto y el móvil en la mano. Si hubiese ocurrido algo Juan la habría llamado, además tiene la corazonada de que no va a ocurrir nada, al menos nada malo. Está segura de que su abuelo, a sus ochenta y seis años, es capaz de manejar el globo. Eso sí, todavía no se le ocurre qué es lo que se le puede haber pasado por la cabeza para hacer lo que ha hecho. Suena el móvil, es otra vez su padre. Alisa le cuenta cómo va la cosa y Javier se queda más tranquilo ahora que Benito ha salido del cementerio. Hace rato que dejaron la carretera y se han metido por un laberinto de caminos, así que Alisa tarda un buen rato en hacerse entender. - ¡Pero si estáis en la casa del abuelo! - ¿Cómo que la casa del abuelo? 280 - No de tu abuelo, del mío. De mi abuelo Javier, que es el padre del abuelo Benito. Cuando yo nací ya se había muerto pero recuerdo que de pequeño papá nos llevo allí un día a mamá y a mí. Lo llamábamos la casa del abuelo pero no era una casa sino una especie de granero con una cocinilla. El abuelo Javier vivía en el pueblo con la abuela Laura y todos los niños, pero heredó esa casita con un pequeño huerto en mitad del campo y en cuanto podía se escapaba para allá con la bicicleta. Después, en un juicio rápido de estos que hizieron después de la guerra se lo quitaron todo, la caseta y la huerta, y se lo dieron a don Millán, que ya tenía todas las tierras de los alrededores. El día que el abuelo, tu abuelo, nos llevó a ver la caseta, estaba ya destrozada: la puerta rota, sucia, medio tejado caído…Pero aún no la habían tirado. No sé si aún seguirá allí. Si estás donde me dices que estás y miras el cerro, la casa del abuelo tendría que estar hacia la izquierda, justo donde empieza el pinar. - Yo no veo ni pinar ni caseta ni nada. - Normal, lo menos han pasado cuarenta años de eso, pero ¿sabes una cosa de la que me acabo de acordar? - El qué. - Que el abuelo nació en esa casa, ¿nunca te ha contado la historia de que fue ochomesino y que nació en un granero? Ochomesino; sí que le había contado la historia, pero hace mucho tiempo. Cuando Javier cuelga el teléfono Alisa se queda pensando que si a su hijo le diese por ser ochomesino podría nacer ahora mismo, en el mismo sitio que su bisabuelo, y menudo lío. De repente se asusta de haberse quedado sola en mitad de la nada, ¿y si pasase algo? Pero no tiene que pasar nada, el embarazo está siendo de lo más normal, con dolores pero los previstos. 281 Además, desde que ha descubierto las páginas webs para embarazadas ya no hay nada que le pille por sorpresa. Los cuatro primeros meses estaba bastante perdida porque su ginecóloga es un poco pasota pero ahora se lo sabe todo: qué es lo que suele pasar en la semana treinta y cinco, cómo evitar la depresión posparto, ejercicios para perder rápidamente la barriga sin coger estrías… Juan le dice que hace demasiado caso a lo que pone en esas páginas webs y ella misma a veces también lo piensa. Quizás si no leyese tanto sobre posibles dolores tendría menos. Mientras se toca la barriga y nota las pataditas - o cabezazos – mira otra vez por la ventanilla del coche a ver si encuentra los restos de la famosa caseta donde nació Benito. Nada, lo único que se ve es el camino que cruza el cerro y al fondo unas cabezas que se acercan. << ¡Ya vienen!, y si Juan no ha llamado quiere decir que el globo sigue en el aire>>. Los primeros a los que reconoce son los dos policías, y detrás Héctor y Antón. Juan todavía no aparece. <<Héctor tiene pinta de estar destrozado, el pobre, más que andar arrastra los pies>>. Antón le da unas palmaditas en la espalda y le sonríe pero Alisa no puede distinguir lo que le está diciendo porque están demasiado lejos. Lo que sí que es cierto es que no nota ni pizca del recelo que dice Luis que su padre tiene ahora hacia Héctor. Está claro que son todo imaginaciones de Luis. Pero ayer en la fiesta, después de que Benito se metiese en la cama, se fueron a dar un paseo juntos a la explanada del globo y él se lo volvió a repetir. - ¡Que no Alisa!, que parece que sí pero en el fondo no lo acepta del todo. - ¡Pues yo te digo que sí!, tu padre es de las personas más tolerantes que conozco. 282 - Ya, es muy tolerante, pero en algunas cosas sólo con el cerebro. - ¿Qué quieres decir con eso? - Pues que piensa mucho las cosas, y como es tolerante y maduro y bueno, no puede aceptar, ni siquiera ante sí mismo, que le parece mal que yo esté saliendo con Héctor, pero en el fondo se lo parece. - Otra vez con lo de en el fondo. Te escudas en eso y de ahí no sales. Si tu padre te ha dicho que lo acepta, que te apoya y que le hace feliz verte feliz, ¿qué mas quieres? ¿Ha tenido algún gesto feo que no me hayas contado? - No. - Estoy segura de que son imaginaciones tuyas. - ¿Entonces por qué no quiere pasarse por la fiesta?, ni siquiera a saludar. - Acaba de llegar de Madrid, casi tres horas conduciendo y son las once de la noche. Yo tampoco vendría. - Pero el fin de semana pasado que estuvieron en el pueblo los dos, mi madre se pasó aquí las dos mañanas y él sólo vino el domingo a comer. - Tu madre venía a dar el taller de Chi Kung y le aburre estar en casa viendo cómo tu padre arregla las goteras. Y tu padre, pues eso, vino a hacer chapuzas en la casa no a pasarse aquí las tardes. Y este finde igual. Vamos, yo estoy repitiendo lo que me has contado tú… - No sé, es que no le noto natural cuando está con Héctor, es como si de alguna manera le rechazase. 283 - Ya estás otra vez, de alguna manera… A ver, ¿y Héctor qué dice?, ¿se siente rechazado? - No, Héctor opina lo mismo que tú, parece como si ahora mismo estuviese discutiendo con él. - Menos mal, así entre los dos te convenceremos. Mira, lo de que tu padre algunas veces no esté natural con vosotros lo puedo entender. Seguro que se le hace raro, no malo ni triste ni horrible sino raro, no está acostumbrado a relacionarse con parejas homosexuales, y esto también me lo has dicho tú. - Pero ya hace seis meses y… - Y no os ve todos los días así que todavía no se ha acostumbrado a convivir con vosotros como pareja. Por eso no actúa con naturalidad. Alisa está segura de que Antón lleva muy bien lo de que Luis esté saliendo con Héctor, pero segurísima. No hay más que ver cómo le habla y cómo le mira. El que no lo está llevando tan bien justamente es Luis. <<Qué lata que está dando>>, piensa Alisa, y se acuerda del día que se lo contó. Pasó a recogerla por la guardería y se fueron a dar un paseo por el parque. Fue en enero y hacía un frío horrible pero Luis no quería entrar en una cafetería, estaba muy nervioso. - No sé qué pensar. Ayer nos enrollamos y esta mañana todo muy bien; luego me he venido al taller y ya no sé qué va a pasar esta tarde. - ¿Tú que quieres que pase? 284 - No lo sé, me cuesta pensar que soy homosexual, me bloqueo. - Déjate de homosexual o no homosexual, ¿te gusta Héctor? - Sí. Yo nunca lo había pensado pero sabes que estás navidades han estado en la finca unos australianos amigos de los que vinieron hace dos años. Héctor se enrolló con uno de ellos, ¿te lo había contado? - No. - Pasé unos celos horribles, no me lo podía creer. Nunca me había planteado que a Héctor le gustasen los chicos, nunca me lo había dicho. - Porque le gustabas tú. - ¿Te lo ha dicho? - No, pero está claro. Además os enrollasteis ayer. - Ya, pero tampoco me había planteado que a mí me gustasen los chicos. ¿Soy homosexual? - A ver, no le des mas vueltas a la palabrita. A ti hasta ahora te han gustado las chicas, y algunas bastante, que eso se nota, así que de ser algo serías bisexual. Pero no te amargues con las palabras que no son más que etiquetas. La realidad está por encima de las palabras, y las categorías homosexual, heterosexual y bisexual… pueden estar mal definidas. - Como se te notan las mates. 285 - Lo que quiero decir es que puede que una misma persona, tú por ejemplo, tenga relaciones homosexuales y heterosexuales, otra sólo homosexuales y una tercera sólo heterosexuales. Por eso lo que me parece real es hablar de relaciones homosexuales o relaciones heterosexuales. - ¡Joder!, tú esto lo tenías pensado de antes. - Un poco… Nunca te lo había dicho pero hace unos años me empezó a gustar tu prima Karin y le di muchas vueltas al asunto. Sí, no me mires así, ya sé que es un poco pequeña pero prima mía no es. Cuando me gustó, ella tenía dieciséis y creo que yo a ella también le gustaba un poco, pero ya llevaba unos años con Juan y sabía que quería seguir con él. Me dio miedo estropearlo todo. <<Mi confesión le sorprendió tanto que se quedó más tranquilo>>. Alisa tenía miedo de que Luis se bloquease con lo de ser o no ser homosexual y dejase pasar la oportunidad, pero no lo hizo y menos mal. Ayer en la fiesta, en el mismo paseo a la explanada del globo, Luis le estuvo contando los planes de futuro que tenían. A Alisa en principio le parecieron un poco apresurados tantos planes después de seis meses de relación pero la verdad es que llevan casi cuatro años viviendo juntos. - Ya sabes que Héctor hace tres meses que dejó de trabajar en la ferretería y si todo va bien el verano que viene dejaré yo el taller. La huerta va cada vez mejor y los campos de trabajo también pero es imposible seguir con este ritmo. Durante el año trabajando en el taller y los fines de semana con la huerta, es una matada. Y el mes de vacaciones enterito aquí. El año pasado Héctor se cogió vacaciones en el mes de julio y yo en agosto y así pudimos sacar adelante dos campos. Este año yo me he cogido julio y como él ya no trabaja, puede estar en los dos campos y en uno más corto que hemos organizado para septiembre. 286 Es una locura pero cada vez quiere venir más gente. Al principio sólo estábamos apuntados en una ONG de las que anuncian los campos pero ahora estamos en tres y las oficinas de la juventud de siete comunidades autónomas también nos publicitan. - ¿Pero de qué vais a vivir si tú dejas el taller?, ¿de la huerta? Porque por organizar los campos de trabajo que yo sepa no os paga nadie nada. - No, pero sí que pretendemos vivir de la huerta. Y de los viajes en globo, claro. El problema ahora mismo con la huerta es que estamos ofreciendo los productos como productos normales, no como Agricultura Ecológica, y claro, nuestros precios son más altos y vendemos poco. Pero ya nos han certificado y ahora nos toca buscar clientes que quieran consumir productos ecológicos. David nos está haciendo una página web muy guapa para poder vender por Internet, intentaríamos abarcar a toda la provincia. Héctor dice que podemos usar el globo para darle publicidad a la huerta. - ¡Qué bueno! - Es que si esto funciona, parte de los beneficios van a revertir en el campo de trabajo, que al fin y al cabo es de donde ha salido todo: podremos hacer más dormitorios, una cocina grande y en condiciones, una piscina,... - Cuidado que esto parece el cuento de la lechera. - Un poco. Pero mira, yo me conformo con poder dejar de trabajar en el taller. Me da un poco de apuro porque ya sabes que me recomendó mi padre pero les avisaré con tiempo. Y es que si no dejo aquello no me puedo meter en esto al cien por cien. Las dos cosas a la vez no se puede, ya llevo tres años así y es una locura. ¡Tres años sin 287 vacaciones, sin viajar! ¡Joder!, que recuerdo el Interraíl que hice por Escandinavia y me parece que fue en otra vida. Tengo muchas ganas de irme por ahí con Héctor. ¿Sabes que no ha salido nunca de España? - Juan tampoco. Antes de llegar a la explanada del globo, Alisa ya estaba bastante cansada así que aprovecharon la boca del pozo para sentarse a descansar. Alisa a veces se olvida de que lleva un niño dentro y que se cansa el doble, pero de repente le da el bajón y se tiene que parar. En el pozo, mientras Luis le ponía la oreja en la tripa a ver si oía alguna patada, Alisa le contó sus últimos avances con las matemáticas. Resulta que la profesora de la Complu que investiga con ella- sí, se puede decir así –no tiene clases de licenciatura en julio y está hiperactiva. Le manda e-mails todos los días y le tiene a todas horas con problemas en la cabeza. Incluso ahora que Benito está subido en el globo de Héctor y nadie sabe cómo va a acabar la historia, mientras Juan vuelve o no vuelve, ella no puede evitar ensimismarse. Hace dos años, cuando empezó a darle clases a Marcos, no se podía imaginar que la cosa iba a acabar así. Después de enseñarle Álgebra Lineal en verano, Marcos volvió en Navidades con Calculo Diferencial, una asignatura de segundo que Alisa nunca había visto. Y aprobó. Pero no es sólo que Marcos aprobase sino que Alisa dominó la asignatura al momento. Ella había cursado – y estudiado – ocho veces Análisis, la asignatura de primero que sirve de base al Cálculo Diferencial, y entendía perfectamente cómo había que razonar para resolver los problemas. Su sensación interna seguía siendo la misma, que todo aquello estaba mal, pero ya le había pillado el truco a lo de pensar mal de manera que coincidiese con el pensar bien de los demás. 288 Después de aquello Alisa pensó que si Marcos era capaz de aprobar con sus clases ella misma también podría y decidió retomar la carrera, eso sí, sin ir más a clase. Se fue a Madrid a mitad de curso y se matriculó para examinarse en junio de lo que le quedaba de primero. Aprobó todo. Una de las profesoras, la de Análisis precisamente, la había tenido cuatro veces de alumna y no pudo resistirse. Cinco minutos después de haber corregido su examen y haberle puesto un diez la llamó a casa. Desde entonces investigan juntas y Alisa la llama “mi tutora”. Alisa investiga los temas, teoremas y problemas que la tutora le va mandando y la tutora, simultáneamente, se dedica a investigar a Alisa. La tutora recorre los hilos de pensamiento surrealista de Alisa intentando descifrar el código propio con el que razona. Para poder entenderse han decidido llamarlos Código Estándar y Código-Alisa. Alisa usa el CódigoEstándar, el que siente como erróneo, para ir aprobando las asignaturas de la carrera, mientras que el Código-Alisa lo reserva para las investigaciones con la tutora. Durante los ocho años en que no aprobaba nada, Alisa sólo era capaz de pensar en Código-Alisa, por eso le iba tan mal. Sin embargo desde que empezó a darle clases a Marcos puede pensar tanto en Código-Estándar como en CódigoAlisa, aunque sólo es capaz de sentir en Código-Alisa. La tutora, de momento, sólo siente y piensa en CódigoEstándar y el Código-Alisa le sigue pareciendo un jeroglífico. Las dos saben que lo más probable es que estas investigaciones no lleven a ningún sitio, más que nada porque con el Código-Alisa a lo único que se llega es a resultados erróneos, pero pasan ratos agradables juntas. Además, por mucho que con el Código-Alisa sólo se llegue a resultados erróneos, hay al menos una persona, 289 Alisa, que siente que son verdad, y eso es muy respetable. Por otro lado, los avances de Alisa razonando con el Código-Estándar empiezan a ser como para tenerlos en cuenta. Y es que si es verdad lo que dice de que no siente los resultados como correctos – que a ver quién es capaz de juzgar el sentir ajeno - ¿cómo se puede interpretar que sea capaz de llegar a ellos? Según ella, aunque le parece que estén mal, coge las definiciones, los teoremas y los problemas anteriores y busca cómo combinarlos para que resolver los problemas que le han propuesto. Los resultados a los que llega le siguen pareciendo tan incorrectos como el punto de partida pero los recorridos que traza, dicen los que la corrigen, son correctos, así que sus problemas están bien y va aprobando. Es como una máquina de resolver problemas. La pregunta es: ¿es necesario sentir las matemáticas para hacer matemáticas? De momento lo más que ha visto son matemáticas de tercero de carrera y la tutora la presiona para que avance un poco más y se enfrente a problemas más complejos. Lo más probable es que se atasque y no pueda seguir adelante a no ser que empiece a sentir bien las matemáticas, pero por otro lado… Alisa tiene la fuerza de un kamikaze: como todo le parece inverosímil no le tiene miedo a nada. La tutora esta deseando que llegue el momento de plantearle a Alisa algún problema que nadie haya resuelto, un problema abierto, y ver qué pasa. <<La historia esta de resolver algún día un problema abierto es también el cuento de la lechera>>, piensa Alisa desde el coche, <<mejor ir poquito a poco>>. Y es que la tutora la está presionando demasiado últimamente. Alisa está contenta con el ritmo de ir a Madrid un sábado al mes a trabajar con ella. Quedan en su despacho, escuchan música clásica, se toman un par de cafés… y avanzan mucho. Después Alisa coge el metro y se va para casa de 290 sus padres, que están casi más sorprendidos que ella de esta vuelta a las matemáticas, sobre todo su madre. Hace poco, gracias a una paella y a un vino riquísimo que le habían regalado a su padre tuvieron una larga conversación los cuatro –sus padres, Laura y ella- que le está dando mucho que pensar. Estuvieron hablando de lo bien que le sientan las matemáticas emocionalmente, y es verdad. Pero aunque su madre piensa que lo que le sienta bien es darse cuenta de que es capaz de ir sacando las asignaturas Alisa sabe que no es eso. Ir aprobando asignaturas a base de trabajar con el Código-Estándar le es un poco indiferente. Lo hace porque es útil tener el título, pero lo que de verdad le ha dado estabilidad es haber vuelto trabajar con su código propio, con el Código-Alisa. Pensar en los problemas, sentirlos, darles vueltas en la cabeza mientras pasea con Tritón…, que por cierto ya se le notan los doce años y empieza a estar perezoso en los paseos. También le sienta bien trabajar en la guardería, la paciencia de Juan todo ese tiempo en el que ella no se sentía bien, sentarse en la mecedora con al abuelo Benito y leerle el periódico, escuchar a Luis, viajar a Madrid en tren y comer paella... <<No te preocupes que vas a tener una mamá feliz, piojo>>, le dice a su barriga, <<y un papá también. Mírale, ahí viene todo descamisado después de haber estado intentando convencer a tu bisabuelo para que se baje del globo. Llega el último, como siempre, pero es que sabe que a Benito le gusta hablar las cosas despacito>>. Juan entra en el coche, le da un beso a Alisa y le dice que Benito sigue sin contestar cuando le habla pero que esta vez por lo menos ha asomado la puntita del bastón para saludar. 291 - Eso es una buena señal, ¿no? Yo creo que mi abuelo de lo que tiene ganas de que le dejemos en paz un rato. Vamos para la finca que aquí ya no pintamos nada. Karin estuvo llorando durante una hora y media, y mientras medio pueblo sabía ya que Benito se estaba paseando en globo, ella seguía con la esperanza de que él estuviese todavía dando un paseo por la finca y de que el globo lo hubiesen robado otros. - Tranquila Karin – le dijo su primo Luis al llegar a la finca – y deja de dar vueltas por la finca como una tonta que está claro que es Benito el que va en el globo. Luis entró entonces a la casa a ver si encontraba algo y fue cuando descubrió lo del tiovivo desaparecido. - ¿Estás segura de que Benito no tenía el tiovivo mientras desayunabais? - No, no lo tenía. Es grande, ¿no?, me habría dado cuenta. Pero Benito pasó a la casa justo después de desayunar, yo no le vi pero si que le oí. - Seguro que lo cogió entonces. Para que Karin no siguiese pensando en que Benito se había escapado por su culpa, Luis le pidió que le ayudase a recoger las cosas de la fiesta de ayer. Pero como por allí andaban la mayoría de los del campo de trabajo sin saber qué hacer, en cuanto vieron a Luis recoger se pusieron a ayudar y acabaron enseguida. ¿Y ahora qué? Estaban todos monotemáticos con el tema Benito así que Luis, casi 292 a escondidas para que no le siguiesen, se llevó a su prima a cortar la maleza que crece alrededor de la puerta de la entrada de la finca. <<El trabajo duro es lo mejor para no darle vueltas a los problemas>>, esa es una de las cosas que antes aprendió Luis en la finca, y parece que hoy también surte efecto porque después de una hora con las tijeras de podar Karin no le habla ya de Benito. - No sé cómo lo voy a hacer pero tengo que conseguir que mi padre encuentre una novia. Lleva una vida tan aburrida… yo no me explico, ¡con lo interesante que es mi padre! - Pero le gusta estar solo. Luego tendrá sus ligues por ahí sin que tú te enteres. - Que no, si es que no sale de casa, esta blanco como la leche. Siempre que lo llamó lo coge, da igual el día y la hora. Antes, cuando trabajaba en la empresa, por lo menos veía la calle, pero ahora como las traducciones las hace desde casa… Fíjate que no sale ni para hacer la compra, que un sábado que estaba comiendo con él llegaron los del supermercado con las bolsas a casa. Para lo único que sale es para comprar libros, eso sí, porque dice que no es lo mismo pedirlos por teléfono o por Internet que ir a las librerías a verlos de verdad. ¡Joder!, claro que no es lo mismo. Pero tampoco será lo mismo conocer a una mujer de verdad que pasarse la vida leyendo libros donde hombres y mujeres ficticios se conocen entre ellos. - Pues yo estoy convencido de que tu padre guarda todavía el lado canalla por algún sitio. En la boda de Alisa estuve medio de borrachera con él y me sorprendió mucho. - ¿De borrachera con mi padre? 293 Oyen el ruido de un coche que se acerca y dejan de hablar, se giran y se encuentran con el coche de Juan. Karin sale corriendo hacia ellos. - ¿Qué ha pasado? - Nada – dice Alisa – que el abuelo sigue mareándonos a todos y nosotros hemos decidido dejarle solo, que creo que eso es lo que quiere. A Juan le ha enseñado la puntita del bastón y a mí eso me da buena espina. Yo creo que si le dejamos sólo volverá antes a la finca, pero ni Héctor, ni Antón, ni los policías me han hecho caso. - ¿Entonces tú no crees que se esté suicidando? – dice Karin, que de tanto darle vueltas ha llegado a pensar que Benito se ha tomado algún veneno para morirse lentamente mientras vuela por encima de su pueblo. - ¿Mi abuelo suicidarse en un globo que no es suyo? Imposible. Veras como viene a dejar el globo donde lo cogió, te lo digo yo, que ya bastante culpable se tiene que estar sintiendo. Lo que no entiendo es cómo ha podido darle un arrebato así… ¿A ti no te parece raro Luis? - Muy raro sí. Oye Alisa, te vas a enfadar pero te tengo que contar una cosa. ¿Te acuerdas del tiovivo de las barriguitas que te estaba reparando? Pues ya estaba arreglado. Ayer fui tonto, no te lo di por esperar a que naciese el niño y hoy se lo ha llevado tu abuelo en el globo. - ¿En serio? - Sí, ha tenido que ser él, además el tiovivo estaba en la habitación donde él se pasa a descansar. 294 - ¿Y funcionaba lo de tirar del hilo y que sonase la música? - Sí. - Entonces ya sé lo que ha pasado. Alisa sabe que desde que el tiovivo viajó al pueblo, su abuela Margarita lo limpiaba todos los días, y cada vez que lo hacía, después de pasar el trapo, tiraba de la cuerda para que sonase el Para Elisa. Alisa iba por allí sólo algunos fines de semana, pero aún así la musiquilla la tiene ya para siempre asociada a la abuela Margarita y su limpieza matutina. Benito ha tenido que escuchar la melodía tantas veces… y siempre con Margarita cerca. Hoy ha raptado el tiovivo y se lo ha llevado de paseo. Fin. Malmö (Suecia), 26 de Agosto de 2006 295