Discurso del primer ministro de Israel Sr. Binyamín Netanyahu en la

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Discurso del primer ministro de Israel Sr. Binyamín Netanyahu en
la ceremonia de apertura del Día del Holocausto
Excmo. Sr. presidente, Shimón Peres, Sr. presidente de la Knesset, Sra. presidenta
de la Corte Suprema de Justicia, ministros, miembros de la Knesset, Sr. Presidente
del Consejo de Yad Vashem, rabí Israel Meir Lau, sobrevivientes de la Shoá, Justos
de las Naciones y sus familiares, estimados huéspedes
Esta noche, víspera del Día del Recuerdo del Holocausto y el Heroísmo, conmemoramos
a nuestros hermanos y hermanas asesinados en los campos de exterminio, en los bosques
y los barrancos de muerte.
Escuchamos las voces de los sobrevivientes, voceros de los millones de víctimas. Muchas
de estas imploraron antes de morir: ¡No nos olviden! ¡Cuenten! Relaten al mundo, a las
generaciones venideras, la enormidad de nuestro sufrimiento, cuán terrible fue el horror,
cuán grande nuestro sacrificio.
Tenemos una deuda de gratitud con los sobrevivientes por la valentía de regresar a la
vida, formar familias, contribuir a la construcción del país y por tener el coraje de relatar,
de hablar. Sólo recientemente hemos hecho más, y haremos más aún, para asistir, aliviar
y apoyar a los sobrevivientes en el otoño de sus vidas.
Señores, hace algunos meses estuve al frente de una delegación de Israel al acto
conmemorativo del 65 aniversario de la liberación de los campos de Auschwitz y
Birkenau. La ceremonia de encendido de antorchas se realizó a la intemperie, en la
explanada del monumento. La temperatura era de 15 grados bajo cero. Pero hacía mucho
menos frío que en el invierno de 1944/45, con una temperatura de 30 a 35 grados bajo
cero.
Y bien, estábamos allí bien abrigados, no más de media hora, y a pesar de todo
comenzamos a helarnos. Entonces, súbitamente comprendí una verdad sencilla y
escalofriante, sobre la multitud de hermanos y hermanas perdidos en ese lugar maldito:
quién no fue incinerado – se congeló; y quién no se congeló – fue incinerado.
Unos meses antes visité la villa de Wannsee, cerca de Berlín. Allí vi la invitación original
al encuentro de los jerarcas del régimen nazi, en la que se coordinó el exterminio del
pueblo judío.
El texto de la invitación, enviada por el subjefe de las SS dice:
“El jefe de la Oficina Principal de Seguridad del Reich, Reinhard Heydrich, invita a Uds.
a una reunión acerca de la solución final de la cuestión judía”; y también se agrega que se
servirá un refrigerio...
Y así, en una mansión lujosa, a orillas de un lago idílico, con comida y copas de coñac, se
reunieron 15 hombres y coordinaron cómo destruir a nuestro pueblo. Nadie pestañeó,
nadie expresó alguna duda sobre la tarea a cumplir. Ni por la necesidad o el justificativo.
E inmediatamente después de comer, se encomendaron a la tarea de borrar la simiente de
Jacob de la faz de la tierra.
Mientras pasaba de un documento a otro, me sentí envuelto en una furia incontrolable, y
esa sensación fue aumentando hasta colmarme.
Al finalizar el recorrido nuestro anfitrión alemán me pidió escribir algunas palabras en el
libro de visitantes. Me senté y una tristeza e ira irresistibles me embargaron al unísono. Y
con un rugido de mi corazón escribí solamente: Am Israel jai (El pueblo de Israel vive).
Hoy, desde el Monte Herzl digo: ¡el pueblo de Israel vive y vivirá! Estableció
nuevamente su patria ancestral, reunió a sus diásporas, formó un ejército, colonizó su
tierra y unificó a Jerusalén, su ciudad.
“La Tierra de Israel fue la cuna del pueblo judío”. Con esas palabras comenzó David Ben
Gurión la declaración de la independencia. Así es, de las ruinas y las cenizas nació el
Estado de Israel, que provoca la admiración del mundo con la fuerza de su creatividad e
inventiva, con sus tesoros de investigación y conocimiento, con su ímpetu económico y
su sociedad libre y democrática.
En unos pocos decenios Israel se convirtió en uno de los países más desarrollados del
planeta. Productos israelíes traen cura y alivio a millones de personas, invenciones
israelíes riegan los campos y las plantaciones de todos los continentes, ideas nuestras
ahorran energía en todo el mundo. Israel es un manantial de renovación en un mundo que
encara el futuro.
Y con todo, debemos preguntarnos: ¿hemos aprendido la lección del Holocausto?
Tengo la convicción de que son tres las lecciones: Afianza tu poderío, educa al bien,
combate el mal.
La primera lección – afianza tu poderío – nos concierne ante todo a nosotros, el pueblo de
Israel, abandonado e impotente ante la marea de odio asesino que lo arrasaba una y otra
vez. En cada generación se levantan contra nosotros para exterminarnos. Y en esta
generación debemos afianzar nuestra fuerza e independencia para que podamos impedir
que el enemigo de turno pueda llevar a cabo sus designios. El afianzamiento de nuestra
fuerza es la primera condición para nuestra supervivencia. En última instancia es también
la condición indispensable para ampliar el círculo de la paz con aquellos vecinos que
aceptaren nuestra existencia.
La segunda lección – educar al bien - significa aceptar – o más bien, educar para aceptar
al ajeno y ser tolerante con ideas diferentes. Este conocimiento está basado en la
concepción judía de que todo humano fue creado a imagen y semejanza de Dios, de que
todo ser tiene plenos derechos a la libertad, a la vida y a elegir su propia senda. Esta es la
esencia de una sociedad libre. Este es el terreno sobre el que nunca crecerá una ideología
nazi o fanática que pregone el genocidio y lo lleve a cabo.
Pero, señoras y señores, esa buena cualidad tiene un complemento, que es la tercera
lección del Holocausto: combate el mal.
No es suficiente con hacer el bien y ser tolerante. Una sociedad libre debe preguntarse
que está dispuesta a hacer ante esas fuerzas de maldad avasallante que pretenden
aniquilarla y pisotear sin contemplaciones al individuo y sus libertades. No existe
tolerancia sin límites, tenemos la obligación de fijar los límites de la tolerancia.
Esta es la cuestión que los países libres deben confrontar. El fracaso histórico de estos
ante la bestia nazi fue no haberla enfrentado cuando todavía era posible frenarla.
Y he aquí que nuevamente somos testigos del fuego del odio viejo-nuevo, el odio a los
judíos, encendido por las organizaciones y regímenes del islam extremista, y a la cabeza
de estos Irán y sus satélites. Los líderes de Irán tienen prisa en desarrollar armas atómicas
y declaran abiertamente su deseo de aniquilar a Israel.
Y ante las declaraciones incesantes de borrar el estado judío de la faz de la Tierra, nos
encontramos en el mejor de los casos con la protesta blanda, y también esta se desvanece
rápidamente. No escuchamos la protesta firme necesaria, ni la condena aguda ni la voz de
alarma. El mundo sigue su rutina, y no faltan aquellos que levantan su dedo acusador
contra nosotros, contra Israel.
Hoy, 65 años después del Holocausto, debemos decir con honestidad: lo que subleva es la
ausencia de la oposición.
El mundo acepta gradualmente resignado las declaraciones de aniquilación de Israel por
parte de Irán, y todavía no vemos la determinación internacional necesaria para poner
freno a su armamentismo. Pero si algo hemos aprendido del Holocausto es que nos está
prohibido callar y retroceder frente al mal.
Hago desde aquí un llamado a los países libres y esclarecidos, a levantarse y condenar
con fuerza y determinación las intenciones aniquilatorias de Irán, y actuar con firmeza
auténtica para frenar su equipamiento con armas atómicas.
Esas son entonces las tres lecciones del Holocausto: combate el mal, educa al bien,
afianza tu poderío.
Amigos míos, ¿cuál es la fuente de nuestra fuerza? ¿De nuestra unidad, de nuestra
herencia, nuestro pasado y futuro comunes?
No estamos aquí por casualidad. Retornamos a esta tierra porque es nuestra, regresamos a
Sión porque es nuestra ciudad. Construimos caminos al norte y al sur, y convertimos una
tierra árida en un jardín floreciente; esa es nuestra respuesta a quienes pretenden buscar
nuestra aniquilación.
Como dijo el profeta Isaías:
“En lugar de la zarza, crecerá el ciprés, y en lugar de la ortiga crecerá el mirto ... y será a
Dios por nombre, por señal eterna que nunca será raída...
Y les daré en mi casa y dentro de mis muros un monumento y un nombre (yad vashem)...
nombre perpetuo les daré que nunca perecerá.”
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