A darle que es mole de olla

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A darle que es mole de olla
Sor Juanita
Sabinita era una mujer vieja, quizá muy vieja ya cuando la conocí. Pero eso de llevar tantos
años a cuestas, no le impedía ser la mejor vecina. La estimábamos pues tenía remedios caseros
para todo mal, contaba historias sorprendentes, y convidaba galletas, de una pasta tan suave,
que se deshacían en la boca. Además, en su cocina, siempre había un lugar dispuesto para
sentarse con ella a tomar café, que como buena chiapaneca, tomaba como agua de uso. Un día
de tantos, Sabinita me invitó a comer. Yo le caía de gorrón de vez en vez, pero ese día, al
regreso de mi trabajo en el restaurante, ella estaba en su puerta. Me esperaba. Saludó cariñosa y
me ordenó:
─Vente a comer conmigo en tu descanso de la próxima semana; voy a hacerte mole.
Con pocos meses de llegado, no tenía cerca ni amigos ni familia, así que acepté gustoso.
En la mañana del banquete, las horas transcurrieron burlonamente lentas, mientras ‘me relamía
los bigotes’. Y aun así, la comida superó con creces mis expectativas. La piel se me pone
‘chinita’ al recordar la sensación que me envolvió al instante en el comedor. Por un momento,
volví a ser el niño arropado por los aromas de la cocina de mi mamá. Entendí que en ese lugar
se había cocinado con amor y para mí. Saboreamos arroz blanco salpicado de chícharos y
zanahorias, con plátanos machos fritos, y un apetitoso mole negro con pollo, acompañado con
‘tortillas echadas a mano’. Que por cierto, estaban tan bien hechas, que pude usarlas como
cucharita hasta dejar *limpiecito mi plato. Mi plato, decía mamá, era el mejor homenaje a su
comida. Para cerrar, mi anfitriona me sirvió el café de olla sin pasarse de dulce, ‘apenas
perfumado con piloncillo’, y una capirotada de rechupete.
La sobremesa transcurría hablando de la pasión que compartíamos: la comida
mexicana. Teníamos experiencias tan distantes en las artes culinarias: Sabinita nunca trabajó en
una cocina que no fuera la de su casa, y yo pretendía ser profesional en el ramo, e iniciaba mis
estudios en la Universidad estatal. Comentamos entusiasmados la reciente noticia: la cocina
tradicional mexicana era ya patrimonio cultural inmaterial de la humanidad. Recién habíamos
revisado el suceso en la escuela, estaba informado y hasta cátedra le di. Cuando la dejé hablar
me atajó:
─Mira muchacho, estoy disfrutando mucho esta plática; pero, la verdad, te invité para
contarte una leyenda:
“Hubo una vez un fraile llamado Pascualillo, al que se encomendó servir un banquete al obispo de
Puebla. Trabajaba éste arduamente en la cocina, cuando Satanás con toda la mala intención, y usando su larga
cola, tira chiles, especias, bizcochos y demás hierbas sobre la manteca caliente donde se freían las piezas de
guajolote.
─¡Santo Niño de Atocha! ¡Virgen del Perpetuo Socorro!, ¡ayudadme! Lucifer botarete, ¡buena me la
habéis hecho! Ahora sí que he metido la pata.
“Pascualillo se lamenta y desespera, duda y añade ingredientes, hasta que incrédulo, saborea un platillo
magnífico. Concluye que no fue la cola del diablo, sino el aleteo de un ángel, el responsable de tal acto.
Pascualillo espolvorea ajonjolí tostado para presentar el plato al señor obispo, quien encantado se chupa los
dedos. El fraile alaba al Altísimo, y… colorín colorado, ¡el mole ha sido creado, y este cuento, terminado!”.
Regresó la añoranza por mi mamá, pues ésta era la misma leyenda que me relató hace
muchos años cuando pregunté:
─Ma, …y a todo esto, ¿quién inventó el mole?
A mi mamá se lo perdono, pero me decepcionó que mi vecina se creyera la patraña de
que el mole es producto de la casualidad en una cocina de convento. Cuando estaba a punto de
increparla, me invadió un agradable sopor; atisbé un movimiento. Sabinita acercó un pequeño
bracero de barro. Agregó vainilla y canela al copal encendido, y con voz ceremoniosa exclamó:
“Que Tonantzin te acompañe
por el camino de la verdad,
con el dulce piloncillo
y el aroma del copal”
Volaron mis intenciones, y en total ensoñación, me abandoné al susurro misterioso y
creciente:
“Nací en cuna de piedra. Soy hijo del basalto y la milpa, y de ellos tomé mi
temperamento amable aunque picante, y mi carácter enérgico pero exquisito. Soy el Mole.
Empecé a vivir mucho antes de la Colonia. Cobré fama en el palacio de mi emperador
Moctezuma. En ese entonces me llamaban chilmolli y estaba hecho con chile amarillo, jitomate
y pepita de calabaza molida. Cuando era día de fiesta, me agregaban ciruelas no maduras con
tomates, y me servían con pececitos blancos. Además de alimentar tlatoanis, era manjar que
agradaba a los dioses. Los pochtecas agradecían el buen comercio ofrendándome en cajetes a
Xiuhtecuhtli, dios del fuego. Una vez que la divinidad quedaba servida y contenta, preparaban
un espléndido banquete para convidar a los amigos, en el que yo destacaba.
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“En el México prehispánico me presentaba en el petate acompañando principalmente
verduras y quelites. Otras veces fui comparsa de carne de venado, de armadillo y de iguana;
pero sobre todo, me volví inseparable del soberbio guajolote. Si a la fecha me distingo por mi
aroma incitante, ¡me hubieras conocido entonces!, perfumado con hoja santa y otras veces con
epazote.
“De mis primeros encuentros con los españoles, mucho quisiera olvidar. Extrañaban su
trigo, sus aceites y mantecas; las aceitunas, sus uvas, sus lentejas y el romero. Yo no caía bien
en sus panzas, y hubieran preferido comerse un pollo o un lechón, cocinado en una salsa
preparada con una reducción de vino. Reconozco que viví amuinado mientras los peninsulares
me despreciaban. Pero fuimos haciendo las paces, y aunque al principio mantuvieron su
distancia, fui cambiándoles el gusto, y aprendieron a deleitarse poco a poquito con mi sabor.
“Vinieron tiempos difíciles para mí, pues mientras los hombres que llegaron y los que
aquí ya estaban, se dedicaron a guerrear, la voz de mis sabores permaneció callada. Pero las
mujeres indígenas me mantuvieron vivo, y siguieron pasándose la receta de boca en boca.
Fueron ellas las que finalmente me llevaron a las casas criollas y a los conventos. El mestizaje
me enriqueció de manera definitiva, pues fue en esos recintos donde me agregaron el ajo de
Mesopotamia, la tan apreciada pimienta de las montañas de Malabar, y la canela de Ceilán.
Donde me ungieron con los perfumes de la nuez moscada y el clavo de las Islas Molucas, y me
decoraron con el árabe y goloso ajonjolí. Mis aromas se volvieron refinados con las hierbas de
olor europeas como el tomillo y la mejorana, y las pepitas de calabaza encontraron su
equivalente en las almendras, los piñones y las nueces.
“No es extraño que en La Puebla, Ciudad de los Ángeles, surgiera la leyenda de mi
creación, pues ahí se reunieron los ingredientes de todo el mundo conocido. En las despensas
poblanas convergen la sabiduría zapoteca, mixteca, mexica, cholulteca y tlaxcalteca, y se
mezclan con el legado que llegó de Las Filipinas a bordo de la Nao de China, y la riqueza de
Castilla y Portugal que arribara a la Villa Rica de la Vera Cruz. Por vez primera en la historia,
aparece un guiso cuyos destellos de sabiduría ancestral y sabores milenarios representa al
planeta Tierra. Afirmo sin pudor alguno, que en una cazuela de mole se condensaba el mundo
entero.
“Y entonces sí, ¡empezó la fiesta!: los mexicanos logran su Independencia, la cocina
originaria tuvo mayor oportunidad para expresarse, y yo con ella. ¡Cómo gocé esos años!, me
preparaban tanto que a partir de entonces soy El Platillo Nacional. Si al terminar la guerra
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decidimos vivir juntos los que llegaron, los que aquí ya estaban y los que surgieron del difícil
encuentro, ¿por qué no disfrutar la misma comida? Las cocineras mestizas del México
independiente agregaron chocolate a mi preparación, y aunque se justificaron diciendo que era
para darme mayor cuerpo y sabor, estoy convencido que me añadieron el cacao azucarado para
hacerme cordial y conquistar el paladar de los comensales que se me enchilaban ‘a las primeras
de cambio’.
“Dicen que ‘el enemigo está en casa’; y cuando todo parecía ‘ir en caballo de hacienda
que busca su querencia’, me enfrenté a las políticas anti-mexicanas de la burguesía porfiriana.
La verdad, no entiendo cómo, pero las élites de entonces, desarrollaron un gusto extraño por
todo lo extranjero, y sobre todo por lo francés. La comida no fue la excepción, y mis virtudes
tan probadas, se vilipendiaron, y me relegaron al consumo de las clases sociales menos
favorecidas. El argumento fue que sólo podían comer mole aquellos que estuvieran dispuestos
a dedicarle una fiesta a la indigestión. No me inmuté, y en plena campaña de desprestigio,
dediqué mis esfuerzos a mejorar: mis seguidoras agregaron bolillo a mi receta. Con tan buenos
resultados que, no me dejarás mentir, cualquier mole respetable incluirá, sin discusión, un buen
trozo de ese singular biscocho galo.
“El dicho reza que ‘nadie sabe para quién trabaja’, y eso les pasó a mis detractores, pues
al dejarme consagrado a deleitar los paladares de obreros y campesinos, retomé mi lugar
preponderante cuando llegaron las reivindicaciones revolucionarias. Mi identidad mexicana, ya
de fuente indígena, ya de criolla o de mestiza, no se pondrá jamás en duda: los mexicanos me
invitan a su mesa cuando agasajan a los amigos. ¡Qué honor y qué alegría! Sin importar el tipo
de mantelería y de cuchillería, la mesa puesta para recibirme, por más humilde que sea, estará
inmersa en un ambiente de fiesta.
“Soy el mole, historia inacabada del mestizaje culinario. Soy uno y soy muchos. Cambio
de color, de consistencia y perfume según la región, en donde me cocinen. No temo a la
aventura de seguir incorporando técnicas e ingredientes, de todo tiempo y lugar, porque sobre
todas las cosas, soy la mezcla de chiles que escoja quien me prepare. Sin embargo, mi amigo,
no debemos denostar la romántica leyenda de mi nacimiento en la cocina del fraile Pascualillo.
Recuerda que las leyendas son fundacionales y se necesitan para difundir, para enseñar; en fin,
para culturizar. Además, en Puebla me bautizaron, ¡y nadie lo puede negar!
“Lo que hasta aquí has escuchado, lo he contado setecientas noventa y tres mil
doscientas trece veces, pero hoy existe una gran diferencia: por vez primera, me estoy
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dirigiendo a un varón. Siempre hablé con mujeres, porque la tradición de preparar mole ha
sido, durante todos estos siglos, un asunto femenino. ¡No me repeles!, claro que desde hace
muchos años existen cocineros, ¡es más!, excelentes cocineros, y sin embargo eso de preparar
mole, siguió siendo cosa de mujeres. Y es que, a diferencia de otros guisos, anhelo caricias,
pretendo el sensual cariño que sólo tocándome me pueden dar. Es imposible prepararme
dictando órdenes debajo de un gorro alzado y atrás de un delantal inmaculado.
“Sabina y el resto de mis actuales herederas, me han insistido hasta convencerme, de
llevar esta historia hacia los hombres. Creemos que los varones, por fin han dejado de lado el
machismo, la falta de sensibilidad y la fuerza bruta. Si las mujeres amorosas, lograron traerme
hasta aquí. Con ustedes, mis congéneres cocineros, pretendo una evolución más rápida y
moderna. Aprovecharemos que se arriesgan, exploran y rompen las reglas con mayor facilidad.
Me emociona pensar que lograrán una síntesis particular de gastronomía y sazón, resolviendo
al momento y a su manera, los incontables detalles que trae consigo darme vida.
“Esto, mi amigo, es un reto, y si lo aceptas, no será un camino fácil. Inicia con el
recorrido por diversos mercados para adquirir sólo ingredientes excelsos. Una vez en el pretil,
no importa si es al otro día o una semana después, todo lo seleccionado, deberá ser
transformado ¡sin saltarte ningún paso! Por algo dicta la conseja popular: ‘si de prisa pretendes
hacer mole, ¿qué dejas pa’ hacer despacio?’. Tendrás que armarte de paciencia para contar,
pesar, limpiar y pelar. Para luego, cortar, asar, tostar, moler, freír y finalmente diluir. Una vez
puesto al fuego en mi cazuela, por ningún motivo puedes alejarte de mí. Así soy de celoso, lo
mismo que un retoño con su madre. A las mujeres, que no contentas con dar a luz, ‘crecen’ a
los hijos, les es más fácil entender que la tarea no acaba al prepararme: tendrás que mover y
remover, cuidando que no me pegue, logrando que no me queme. Solamente así, conseguirás
que condimentos y especias dejen de luchar por destacar, y ‘crezcan’ hasta alcanzar un todo
armonioso, en el punto exacto de cocción.
“Ahora que sabes quién soy y lo que represento, ¿aceptas el reto?”
La voz sutil cesó. Me desperecé sosteniendo mi jarrito de café vacío, frente a las arrugas
y las trenzas de Sabinita, y con un claro regusto a pasilla, chocolate y ajonjolí. ¿Cómo entender
la moción?: azar, conjuro, ensoñación; me inclino a creer que fue el destino. ¡Claro que acepté
el desafío! Hoy en día, soy un cocinero mexicano que prepara y comparte el mole con amor,
interpretando a mi manera los sabores de mi tierra. Cuando alguien me pregunta, ¿dónde se
come el mejor mole?, orgulloso le contesto:
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─¡En mi casa!, que es su casa. ¿Cuándo lo quiere probar?
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