FIESTA DE LA CONVERSIÓN DE SAN PABLO Homilía de Mons. Pere Tena, obispo auxiliar emérito de Barcelona 25 de enero de 2014 Celebramos, hoy, la conversión de San Pablo. Es algo peculiar en el calendario litúrgico. De los santos, especialmente los mártires, celebramos su dies natalis, el día de su muerte. Así lo hacemos también con San Pedro y San Pablo, celebrando su martirio el día 29 de junio. Pero de San Pablo celebramos la "conversión”, es decir, el origen de su paso de perseguidor a evangelizador, así como de San Pedro celebramos "la cátedra”, es decir, el origen en su persona del que llamamos ministerio petrino. La respuesta a este hecho no la vamos a buscar ahora en la historia litúrgica. Nos interesa más encontrar el sentido y la gracia de la liturgia de hoy. Las lecturas que hemos escuchado en la liturgia de la Palabra son suficientemente claras. Por un lado, la narración del acontecimiento de la conversión; por otro, la misión de Cristo resucitado respecto a los once, de la que también Pablo participó desde su conversión; enlazando las lecturas, las palabras de Jesús, tomadas como respuesta al salmo, indican la universalidad del designio de Dios. “Id al mundo9 entero y proclamad el evangelio". Alabad al Señor, todas las naciones... Las tres narraciones que nos da el libro de los Hechos de los Apóstoles, dos de ellas puestas en labios del mismo Pablo, son bastante coincidentes para que se vea claro en qué consiste lo que le pasó cuando corría hacia Damasco, con sentimientos de violencia hacia los cristianos. La conversión de San Pablo es un hecho que marcó decisivamente su vida personal y al mismo tiempo la historia de la fe cristiana. Para él, fue el primer paso hacia una incorporación total a Cristo, y el comienzo de una misión que le puso entre los Apóstoles, y que él reivindicó constantemente, con toda la fuerza e intensidad de saberse llamado y enviado no por los hombres, sino por Cristo mismo. Como los demás apóstoles, aunque el último y más pequeño, como uno que nace fuera de tiempo, dice Pablo, también a él el Señor resucitado se le apareció, y le llamó por su nombre. Fue la irrupción de la gracia de Dios en su vida, una presencia de Cristo resucitado que se le imponía, lo hacía caer, como al vidente del Apocalipsis, y le decía, en pocas palabras, que Esteban y los que confesaban a Jesús como Señor estaban en la verdad. Esto es: que Jesús de Nazaret es el Viviente por los siglos de los siglos a la derecha de Dios, el Mesías del Señor, en el que está la salvación prometida a Abraham y a su descendencia. Que Dios le revelaba el misterio escondido en los siglos: Cristo en el corazón de los hombres que creen en él, y forman con él un solo cuerpo. Más aún: que él, el que perseguía a la Iglesia de Dios, le correspondía, por elección divina, difundir el anuncio de este misterio, este evangelio, a todas las naciones. “Por la gracia de Dios soy lo que soy, y su gracia no ha sido infructuosa en mí”, escribirá a los fieles de Corinto pensando en ese momento decisivo. En efecto: nosotros no celebramos hoy lo que San Pablo hizo, sino lo que Dios hizo en él y para él. Celebramos el triunfo de la gracia pascual en su persona. Celebramos el amor de Dios a su Iglesia al darle un predicador excelente del Evangelio de su gracia. Celebramos que, por el apóstol Pablo, hemos conocido el misterio de Dios, la decisión benévola que había tomado de realizarla en la plenitud de los tiempos: unir en Cristo todas las cosas, y creemos en la esperanza que nos sostiene ahora, en medio de las tribulaciones y los gemidos del mundo. Por tanto, lo que hoy pedimos, por intercesión del Apóstol, es que nuestra vida cristiana sea iluminada por su ejemplo. En primer lugar, el ejemplo de su propia conversión. Para el celoso fariseo que era Pablo, su conversión significó dejar atrás todas las ventajas, para conseguir la justicia que se nos da por la fe en Jesucristo. Cuando Pablo pregunta al Señor: "¿Qué quieres que haga?", Está manifestando su disponibilidad a cumplir la voluntad de Dios, y está aceptando el camino de la iniciación cristiana, que recibirá en Damasco, y lo llevará a vivir en Cristo en el interior de la Iglesia. Su conversión fue el comienzo de una carrera, como él mismo dice: "No es que ya haya conseguido el premio, o que ya esté en la meta: yo sigo corriendo a ver si lo obtengo, pues Cristo Jesús lo obtuvo para mí". (Fil 3, 12) También de nosotros se ha apoderado el Señor cuando nos ha elegido, llamado, y justificado por la fe y por el bautismo. También nosotros peregrinamos en el mundo presente, corremos hacia el término que Dios nos propone, esforzándonos por ser cada vez más fieles a la vocación que hemos recibido, cada uno en su lugar, en la Iglesia. También nosotros experimentamos la debilidad de la condición humana, y sentimos -como Pablo- la lucha interior entre el bien y el mal. Por eso hoy pedimos la intercesión de San Pablo: que su conversión nos enseñe a convertirnos, a hacer la conversió morum. Un segundo ejemplo excelente de la conversión de San Pablo es el descubrimiento en la fe del misterio de la Iglesia. Y no sólo un descubrimiento intelectual, sino vital. En plena exaltación apostólica, en la segunda carta a los Corintios, Pablo declara que lo que le preocupa constantemente es la situación de las Iglesias, precisamente porque quiere que sean de verdad Iglesia de Dios. El día 25 de enero ha quedado señalado en la historia contemporánea de la Iglesia, como el día en que el beato Juan XXIII anunció su decisión de convocar un Concilio Ecuménico, que fue el Concilio Vaticano II. Era el año 1959, hoy hace cincuenta y cinco años. Lo hizo en el contexto de la conclusión de la Semana de oración por la unidad de los cristianos, en la basílica de San Pablo extramuros. El Beato Juan XXIII, como san Pablo, tenía la solicitud por todas las Iglesias, y quería que la Iglesia fuera, cada vez más visiblemente, el Cuerpo y la Esposa de Cristo, por la unidad de los cristianos, por la belleza de la santidad, por el impulso misionero. Ahora, que estamos en plena celebración de aquellos años conciliares, pedimos la intercesión del Apóstol para mantener vivo en nosotros el interés por todas las Iglesias de una manera cordial y práctica. Nada de lo que pertenece a la vida de la Iglesia, en todas partes, nos puede dejar indiferentes, empezando por la búsqueda de la unidad visible de los cristianos, pero continuando por los trabajos apostólicos, por la comunión con los cristianos que sufren persecución por el hecho de serlo. Pablo decía a los Colosenses: "Sufro por la Iglesia... Yo soy servidor de esta Iglesia”. También lo somos nosotros, por la gracia de Dios, y también nosotros hemos amar a la Iglesia y sufrir por ella. Pablo anunció la misma enseñanza que había recibido de la Iglesia; igualmente, recibió de la Iglesia la tradición eucarística, que tiene su origen en el Señor. Ambas realidades básicas de la fe cristiana las hemos recibido también nosotros, por la sucesión apostólica. Con los labios confesamos que Jesús es el Señor, y con el corazón creemos que Dios lo ha resucitado de entre los muertos. Cumplimos el mandato del memorial, anunciando la muerte del Señor hasta que vuelva. Al disponernos ahora a celebrar la Eucaristía, nuestra oración es ésta: "Haz, Señor, que al celebrar estos misterios, tu Espíritu nos comunique aquella luz que iluminó al Apóstol San Pablo para que proclamara tu gloria". Amén.