NI MODERNISMO NI GENERACIÓN DEL 98. Juan Merchán Alcalá

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NI MODERNISMO NI GENERACIÓN DEL 98.
Juan Merchán Alcalá
Hace ya algunos años conmemoramos el primer centenario de los sucesos de 1898.
Un verdadero aluvión de comentarios, artículos y libros inundó nuestros periódicos,
revistas y librerías; sin embargo, el periodo literario comprendido entre esa fecha tan
significativa y los veinticinco o treinta primeros años del siglo XX sigue siendo todavía
objeto de discusión; una etapa importantísima de nuestra cultura continúa, pues, sin ser
caracterizada de una forma clara y precisa.
Si queremos hacernos una idea del estado actual de la cuestión, lo mejor es situarnos
en el ambiente literario madrileño de principios de siglo. En el primero de los tres tomos
de sus memorias, a las que dio el nombre de La novela de un literato (Alianza, 1982)
Rafael Cansinos- Assens nos proporcionó un retrato ameno y veraz de ese mundillo
literario. En él, la picaresca parasitaria de Villaespesa, el verbo megalómano de
Alejandro Sawa, la estrafalaria vestimenta de Valle-Inclán, la imagen austera de pastor
protestante de Unamuno o la tristeza sin fondo de los ojos de Juan Ramón Jiménez
provocaron más inquietud que el famoso desastre militar sufrido en la guerra con los
Estados Unidos.
A pesar de las diferencias de estilo, todos ellos, en un principio, fueron motejados de
“modernistas” por su excesiva afición a lo nuevo, incluso Unamuno, Baroja o Azorín.
Pero fue, al parecer, el político Gabriel Maura el primero que complicó la cuestión al
referirse en un artículo publicado en el diario madrileño Faro el día 23 de febrero de
1908 a “una generación nacida intelectualmente después del desastre”. En 1912, en su
Historia de la novela en España desde el Romanticismo hasta nuestros días, Andrés
González Blanco le dio el nombre concreto de “Generación del desastre”. Y por último,
Azorín, después de dudar entre las fechas de 1986 y 1898, acierta con el marbete que
luego se popularizará y, en unos artículos escritos para el diario ABC en 1913, la llama
“Generación del 98”. En ella incluye, además de a sí mismo, a Unamuno, Baroja, Valle,
Maeztu, Benavente, Darío y Manuel Bueno. Los unen, en su opinión, una actitud crítica
hacia los malos usos del régimen democrático, una predisposición a dejarse influir por
las ideas procedentes del exterior, una atracción sentimental hacia los viejos pueblos y
el paisaje español, y un cuidado exquisito en el uso del idioma.
Maeztu, en el artículo “El alma del 98”, aparecido en la revista Nuevo mundo en
marzo de 1913, y Unamuno, en el titulado “Nuestra egolatría de los del 98”, publicado
en el diario El Imparcial el día 31 de enero de 1916, aceptaron, con matices, eso sí, la
existencia de tal generación. No así Baroja, quien en la conferencia “La supuesta
generación de 1898”, leída en la Sorbona en 1924, negó su existencia aduciendo
diferencias insalvables de carácter y estilo entre sus supuestos integrantes.
Sin embargo, en 1935, en una entrevista para el diario madrileño La Voz, Juan
Ramón Jiménez definió el modernismo no ya como un estilo literario sino como un
movimiento cultural de carácter general, comparable con el renacimiento o el
romanticismo y caracterizado, sobre todo, por la búsqueda de la belleza. Y cobijaba bajo
la denominación común de “modernismo” a todos los autores jóvenes españoles de
principios de siglo.
Todavía, hasta ese momento, nadie se había atrevido a separarlos en dos grupos
diferentes. Pero esa posibilidad se abrió entre 1935 y 1938. En esos años Pedro Salinas
publicó dos artículos famosos en el Índice literario del Centro de Estudios Históricos,
que tenemos recogidos desde 1970 en Alianza en el volumen Literatura española Siglo
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XX: “El concepto de generación literaria aplicado a la del 98” y “El problema del
modernismo en España o un conflicto entre dos espíritus”. En el segundo de ellos llegó
a la conclusión de que la literatura española de la primera década del siglo fue
modernista, al modo hispanoamericano, pero a partir de esa fecha, es mejor llamarla
“generación del 98”, porque predominan las preocupaciones sociales y existenciales.
La guerra civil interrumpió la discusión, como tantas cosas, pero por poco tiempo.
En 1945, Pedro Laín Entralgo publicó en Espasa-Calpe uno de los estudios que más han
contribuido a fijar el nombre del grupo, La generación del 98. Sin tomar en
consideración las diferencias establecidas por Salinas, incluyó a todos los autores en un
solo movimiento, desde Azorín a Miró, desde Ganivet a Manuel Machado, y también a
pintores como Zuloaga y a filólogos como Menéndez Pidal. Las características comunes
a todos las busca en cinco de ellos - Unamuno, Baroja, Azorín, Valle y Antonio
Machado-: una visión subjetiva del paisaje, una nostalgia permanente hacia los
respectivos lugares de origen, una exaltación de Castilla como tierra de pureza y
espiritualidad, una visión irracionalista del mundo influida por Nietzsche y una
recreación onírica de la realidad.
Laín Entralgo, pues, retomó el camino iniciado por Azorín y agrupó a todos los
autores en un solo grupo, al que llamó “Generación del 98”. Pero el otro camino abierto
por Salinas en 1939 también tuvo sus continuadores. En 1951, Guillermo Díaz Plaja dio
a las imprentas de Espasa-Calpe un ensayo predestinado a la polémica, Modernismo
frente a 98. Afirmaba en él que es posible establecer dos grupos, separados más que por
cuestiones de estilo por dos actitudes radicalmente diferentes ante la vida: la del 98,
viril, trascendente y preocupada por la temporalidad; la del modernismo, femenina,
inmanente y preocupada por el instante. Ganivet, Unamuno, Baroja, Azorín, Maeztu y
Antonio Machado formarían el primero; Darío, Benavente, Manuel Machado,
Villaespesa, Marquina, Juan Ramón Jiménez y Gregorio Martínez Sierra, el segundo.
Desde la universidad portorriqueña de Río Piedras, donde a la sazón se hallaba en
esos momentos, Juan Ramón Jiménez le envió una carta en la que calificaba su libro de
“absurdo”. Dos años después, en 1953, en un curso que impartió en la Universidad y
que publicó como libro Aguilar en 1962 con el nombre de El Modernismo (notas de un
curso), se reafirmaba en lo dicho para La Voz en 1935: el modernismo fue una actitud
de época, como el renacimiento; integró a escritores, pintores, pensadores, músicos,
teólogos y científicos y abarcó toda la primera mitad del siglo.
Estas tesis de Juan Ramón Jiménez calaron hondo y pronto tuvieron partidarios
dispuestos a proporcionarles la cobertura teórica necesaria. En el año 1955 publicó
Rafael Ferreres en la revista Cuadernos Hispanoamericanos el artículo “Los límites del
modernismo y la generación del 98”. Defendía en él que modernismo fue un
movimiento renovador que agrupó a todos los escritores de la época. Frente a los
tópicos generalizados, argumentaba que la influencia francesa se dejó sentir en todos
ellos, no sólo en los llamados modernistas, y que los llamados noventaiochistas
sintieron tanta atracción por París como por Castilla.
Pero fue, sobre todo, Ricardo Gullón, el que con mayor amplitud desarrolló las ideas
de Juan Ramón Jiménez. En el libro Direcciones del modernismo, publicado por
Gredos en 1964 y reeditado con muchos añadidos por Alianza en 1990, definió el
modernismo como un movimiento hispanoamericano y español, abierto a muchas
influencias, contradictorio a veces y con una característica fundamental: el rechazo al
prosaísmo de la vida y de la literatura burguesas imperante en el siglo XIX. Las
influencias van desde los románticos, parnasianos y simbolistas hasta los teólogos
modernistas alemanes, el krausismo español y E.A. Poe. Como sus ingredientes
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fundamentales cita Gullón el indigenismo, el exotismo, el esoterismo, el orfismo, el
pitagorismo, el espiritismo, el teosofismo y la relación entre Eros y Tanatos.
Esta opinión de Juan Ramón Jiménez y Ricardo Gullón, según la cual hubo sólo un
movimiento llamado modernismo, ha dominado desde entonces los estudios críticos
sobre el periodo. José Carlos Mainer, en 1975, en un ensayo que llevaba como título La
edad de plata, y que fue publicado por la editorial Cátedra, enmarcó el periodo en su
contexto social, político y cultural; habla sólo de modernismo y no hace distinción
alguna entre autores como Unamuno, Jiménez, Azorín o Alejandro Sawa; aunque, eso
sí, tuvo buen cuidado de no mezclar la literatura hispanoamericana con la española.
Algo que sí hizo Rafael Gutiérrez Girardot en 1988 en su obra Modernismo, editada por
el Fondo de Cultura Económica. Para Girardot, el periodo debe analizarse dentro del
contexto general europeo y americano, en el interior de una modernidad derivada del
desarrollo capitalista en la que el arte sustituyó a la religión y el artista se convirtió en el
nuevo sacerdote.
Esa es, sin duda, hoy día, la opinión dominante; pero las otras siguen todavía en
vigor. Como habían hecho Salinas en 1938 y Díaz Plaja en 1951, Luis Sánchez Granjel
en un ensayo publicado por Guadarrama en 1959, Panorama de la generación del 98,
defendía otra vez la existencia de dos grupos separados: modernismo y 98; el grupo
noventaiochista estaría formado, en su opinión, únicamente por Unamuno, Maeztu,
Baroja y Azorín, autores en los que las preocupaciones políticas regeneracionistas se
muestran desde un principio. Más recientemente Donald Shaw, en una obra publicada
por Cátedra en 1985, y titulada La generación del 98, amplió la nómina e incluyó en
ella, además de a los citados por Granjel, a Ganivet, Antonio Machado, Ramón Pérez de
Ayala y José Ortega y Gasset; este grupo, separado del modernista, alcanza su
coherencia no por las fechas de nacimiento similares ni por el agrupamiento en torno a
un líder ni por otros factores casuales, sino por unas actitudes ideológicas comunes, a
las cuales subordinaron los problemas estéticos. Y no hace mucho José Luis Bernal, en
un libro al que dio el título de ¿Invento o realidad? La generación española de 1898
(Pre-textos, 1996) sin añadir nada nuevo de interés y aplicando criterios parecidos a los
de Salinas, separa del resto de autores a un pequeño grupo noventaiochista formado por
los mismos autores que Granjel había propuesto,
Los caminos iniciados por Juan Ramón Jiménez, y Pedro Salinas respectivamente
han tenido, pues, sus continuadores. Pero también el inaugurado por Azorín en 1913 y
continuado por Laín Entralgo en 1948, el que considera que existió un solo grupo al que
cabría llamar Generación del 98. Así, Gonzalo Torrente Ballester, en Panorama de la
literatura española contemporánea, editado por Guadarrama en 1959, habla de un
grupo más o menos homogéneo, al que llama Generación del 98, que evolucionó desde
posiciones modernistas a una actitud ideológica de carácter más ético y más cercana a
las europeas. Y en fecha más reciente, el día 26 de noviembre de 1996, Pedro Laín
Entralgo publicó en el diario El País un artículo, “¿Generación del 98?”, en el que
volvía a defender sus posiciones de 1945.
Hoy día, cuando han pasado ya más de cien años desde aquella fecha trágica de
1898, la situación sigue igual de confusa. Uno de los periodos más brillantes de nuestra
literatura sigue envuelto todavía en una densa niebla.
Nosotros queremos defender aquí, en primer lugar, que el modernismo americano y
la literatura española de principios de siglo no forman parte del mismo movimiento
literario; también, que la separación en dos grupos diferentes, modernismo y 98, no es
adecuada para la comprensión del periodo; y por último, que no son factores
económicos, políticos, sociales o estilísticos los que confieren unidad a esa etapa de
nuestra literatura, sino un conjunto de ideas, que tiene su origen en las llamadas
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“filosofías de la vida”, unas filosofías a las que Antonio Machado llamó, en su último
Juan de Mairena, “filosofías de la destrucción y de la muerte”.
Es necesario, pues, recordar lo fundamental de esos sistemas ideológicos, que tienen
en Schopenhauer, Nietzsche y Bergson a sus representantes más destacados.
Desde Platón, la metafísica occidental había situado la verdad, el ser, en el mundo
suprasensible de las ideas, un mundo inmutable y eterno. El mundo sensible, el de la
apariencia, el del cambio continuo, el corruptible, era el mundo del no-ser, un mero
comparsa en el problema de la búsqueda de la verdad. El sujeto racional humano se fue
convirtiendo en un puro esquema racional separado de las pasiones, los dolores, los
deseos... Más todavía: con su razón, el hombre podía controlar y encauzar todo eso que
está fuera de ella.
Lo que une a todas las filosofías de la vida es la creencia contraria. El ser, la verdad,
para ellas, se encuentra situado en lo que está fuera de la razón, sea en “la voluntad” de
Schopenhauer, en “la vida” de Nietzsche o en el “impulso vital” de Bergson. No es sólo
ya que no sea la razón capaz de controlar esas oscuras fuerzas que están fuera de ella,
sino que se ha convertido en un mero auxiliar para la consecución de sus fines.
Porque, además de la conciencia racional, existe en el hombre una conciencia
intuitiva que es capaz de llegar a conocer de forma inmediata la cosa en sí. La razón
falsea la realidad: concibe el tiempo como algo discontinuo divisible hasta el infinito,
cuando en realidad es un continuo cuyas partes están penetradas unas por otras; no
puede analizar el movimiento real y tiene que verlo como el paso de un móvil por una
sucesión de puntos aislados; crea los conceptos anulando las cualidades de las cosas. La
conciencia racional es sólo un símbolo de la intuitiva, y nunca podrá llegar hasta la
verdad.
Una verdad que, desde Descartes se había identificado con la certeza matemática,
con el proceder puro de la mente. Si ahora la validez de la conciencia racional se ha
puesto en cuestión, ¿qué es entonces la verdad? Para Schopenhauer, el conocimiento
directo, intuitivo, que el hombre tiene de su propio cuerpo y, a través de él, de la
voluntad. Para Nietzsche, la verdad es sólo una de las grandes ideas del hombre, una
ilusión más; no hay verdades ni mentiras, sólo valores: lo útil para la vida es verdad; lo
perjudicial, mentira. Para Bergson, no hay una verdad preexistente a la que sea preciso
descubrir; la verdad la va creando el propio hombre con su acción.
Y si ya no existe verdad, ¿qué puede, entonces, guiar el camino del hombre? Sólo la
acción. De la percepción física surge el conocimiento, pero este no está orientado a
conocer por conocer, sino a la acción en la vida. El hombre está hecho para actuar. Si se
engaña en la consideración del tiempo o del movimiento, es sólo para favorecer la
acción. Si la memoria actualiza el pasado es para comprender mejor el presente y
preparar la acción futura. No hay un algo que crea desde fuera, es decir, Dios, y unas
cosas creadas; no hay más que acción. Las cosas son sólo formas de la acción. Dios es
la vida, una acción incesante, libre y eterna. Y lo experimentamos en nosotros mismos
actuando.
Pero, si la razón engaña y la verdad objetiva es sólo una ilusión, ¿para qué sirven,
entonces, las ciencias? Ellas pueden dar explicación del mundo de los fenómenos, del
mundo de la representación, de lo que está regido por las formas a priori de la
sensibilidad y del entendimiento; pero nunca de la cosa en sí, de aquello de lo que esas
representaciones son representaciones. Las ciencias juegan con formas vacías de
contenido vital: son la nada, como decía Nietzsche: el camino objetivo, el de todos, el
del rebaño, para perseguir la verdad; pero no hay más que las individuales.
Porque el hombre, como todos los animales, es una objetivación de la voluntad, de la
cosa en sí de Schopenhauer, pero en él los rasgos individuales están más acentuados que
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en el resto de las especies; es el grado más alto de objetivación de la voluntad y puede
incluso llegar a tener, a partir del dolor y del placer, un conocimiento reflexivo de ella.
La democracia y el socialismo, que quieren hacernos iguales a todos, son, para
Nietzsche, una regresión: esos sistemas políticos lo que quieren, en el fondo, es
animalizar al hombre.
Los hombres no son iguales. Hay unos pocos seres privilegiados; los que se han
liberado de los imperativos de la voluntad, los artistas, según Schopenhauer; los que han
profundizado en el sufrimiento, no se engañan y aceptan la vida como es, los
superhombres, según Nietzsche; las almas privilegiadas, capaces de intuir el tiempo real
y el cambio real dentro de sí mismos, y de llegar a una visión directa del impulso vital,
del ser, para Bergson.
Estos seres superiores tienen un concepto de la moral muy diferente al de Kant. No
es la razón la que marca lo que está bien y lo que está mal. Para la vida, bueno es
aquello que beneficia a sus fines; malo, lo que los perjudica. Los preceptos morales no
son absolutos y eternos, sino relativos e históricos. El hombre superior acepta, según
Nietzsche, la vida como es: superficial e inocente; profundizar en ella, espiritualizarla,
racionalizarla, es una crueldad; la meditación excesiva, el estudio, la espiritualización
son actitudes antivitales que debilitan la voluntad del sujeto.
El cristianismo es una doctrina que posee una moral decadente, defensora de lo débil,
anuladora de la voluntad de vivir. Ha aupado los valores de los débiles (mansedumbre,
compasión, sumisión, etc.) por encima de los de los fuertes (fiereza, crueldad, deseos de
venganza, etc.); pero lo único que consigue es que los instintos violentos naturales, al
ser reprimidos, se dirijan hacia dentro y creen la mala conciencia, el pecado y la culpa.
En realidad, la actitud del sacerdote va encaminada a conseguir poder; es un subterfugio
más de la vida.
Irracionalismo,
nihilismo
epistemológico,
activismo,
anticientificismo,
individualismo, aristocratismo, amoralismo, anticatolicismo,..., los componentes que,
con algunos añadidos, cambios o diferencias de matiz, según los casos nutrirían
después las ideologías de nazis, fascistas y falangistas, son también los que cualquier
lector sin prejuicios puede ver reflejados una y otra vez en todas las obras importantes
de la literatura española desde principios de siglo hasta, por lo menos, veinte años
después.
Por eso, a nuestro entender, la obra crítica que más ha contribuido a clarificar en lo
posible esa etapa de nuestra literatura la publicó la editorial Gredos en 1967, y se llama
Nietzsche en España. Pero su autor, Gonzalo Sobejano, sólo señaló, aunque de forma
precisa y exhaustiva, la presencia insistente del filósofo alemán en las obras de Ganivet,
Unamuno, Maeztu, Azorín y Baroja. Consideraba Sobejano que ellos eran el núcleo de
la Generación del 98, interesada, según él, por cuestiones éticas sobre todo; otros
autores, como Gabriel Miró, Eduardo Marquina, Jacinto Benavente, Juan Ramón
Jiménez, Manuel Machado, Francisco Villaespesa o Ramón del Valle-Inclán formarían
parte, en su opinión, del Modernismo, porque sus preocupaciones prioritarias serían de
carácter estético.
Y, en efecto, la presencia, no sólo de Nietzsche, sino también de Schopenhauer y de
Bergson, es tan evidente en obras como Los trabajos del infatigable creador Pío Cid, El
árbol de la ciencia, César o nada, La voluntad, Castilla, Vida de Don Quijote y Sancho,
Del sentimiento trágico de la vida, Hacia otra España, y en todas las demás que
escribieron por esas fechas los autores considerados por Sobejano noventaiochistas, y
ha sido tan contundentemente señalada en su ensayo, que no es preciso, para nuestros
propósitos, que nos refiramos a ella.
Pero esa presencia va mucho más allá.
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Valle-Inclán publicó sus Sonatas entre 1902 y 1905. Son novelas líricas, en las que
no caben, por supuesto, áridas digresiones filosóficas. Pero, aunque no se teorice sobre
ella, la vida, el tema central de la literatura española en esos momentos, es el hilo que
une a las cuatro. El Marqués de Bradomín, una especie de instrumento de las fuerzas
oscuras e indomables de la vida, un adalid del satanismo, debe vencer la resistencia que
a la vida le oponen cuatro de sus enemigos seculares: la decrepitud física en la Sonata
de Otoño, el matrimonio en la de estío, la religión en la de primavera y los tabúes
familiares, como los del incesto, en la de invierno. Bradomín se constituye en el
perfecto hombre de acción, modelo de la época: está situado fuera de la moral
convencional; mira siempre hacia delante recreándose en el presente; deja los
remordimientos a un lado; mezcla, como Nietzsche, el placer con el dolor; desprecia la
razón, que pretende encauzar y dirigir la vida sin conseguirlo nunca, y exalta siempre la
individualidad frente a la colectividad.
Entre 1908 y 1909 fueron apareciendo las novelas de su trilogía La guerra carlista.
En algunos momentos parece que va a quitarles Valle protagonismo a los personajes
para dárselo a la colectividad, a la facción carlista, pero finalmente se impone su
impulso individualista: Bradomín, Don Juan Manuel Montenegro, Miquelo Egoscué y,
sobre todo, el sanguinario jefe de partida, el cura Santa Cruz, sobresalen con fuerza del
nivel medio. Santa Cruz es un ejemplo perfecto del superhombre nietzscheano: a pesar
de actuar en la guerra con suma crueldad, no tiene ningún remordimiento; y es que no
existen normas morales exteriores que le empujen a actuar de un modo u otro, sino que
adapta su conciencia a lo que previamente ha dispuesto su voluntad. Santa Cruz, como
diría Nietzsche, tiene una moral de señor; en cambio, Agila, un soldado republicano,
hijo de un héroe liberal, cruel pero con remordimientos, adolece de una moral de
esclavo.
En las Comedias bárbaras (1907 y 1922), el héroe es Don Juan Manuel, un hidalgo
noble, arrogante, hospitalario, violento, mujeriego, déspota, pendenciero, jugador y
bebedor. Personifica una visión exaltadora y dionisíaca de la vida. Para él, la acción,
cualquiera que sea, es preferible a la calma; no soporta la tristeza; desprecia las leyes,
que son sólo abstracciones, generalizaciones, buenas para la mayoría, pero inadecuadas
e inútiles para las individualidades poderosas.
En La lámpara maravillosa, un ensayo de 1916, puso de manifiesto el núcleo central
de la estética del vitalismo. Existe un camino individual e intuitivo, situado al margen
de la razón, con el que se puede conectar de una forma directa con el alma del mundo,
con el presente eterno de la naturaleza; el artista es el ser privilegiado capaz de transitar
ese camino y de transmitir luego, como los místicos, con dificultad, esa experiencia, de
suyo inefable, a los demás hombres en su obra.
No importa demasiado que la actitud y los pronunciamientos de Valle-Inclán
respondieran o no a una intención más estética que ideológica. El caso es que, antes de
esa visión ácida de la realidad española que aparece en los esperpentos, defendió y llevó
a su literatura las ideas centrales del vitalismo filosófico, mezcladas, eso sí, con las del
catolicismo más tradicional.
Gabriel Miró, algo más joven que los demás autores de principios de siglo, al que se
le ha situado siempre en una especie de tierra de nadie, publicó, sin embargo, su
primera novela, Del vivir, en 1903, el mismo año en que aparecieron Sonata de Estío, El
mayorazgo de Labraz, Antonio Azorín o las Soledades de Machado. Sigüenza, su
observador personaje central, viaja al pueblo de Parcent para ver a los leprosos.
Sigüenza es pusilánime y abúlico; en cambio, los leprosos se aferran a la vida con todas
sus fuerzas. Al final, llega a la conclusión de que no hay amor desinteresado, de que el
único auténtico es el amor a la vida.
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La novela de mi amigo apareció en 1907. En ella presenta a un personaje que, de
forma teórica, exalta continuamente la vida, la voluntad, la alegría y la serenidad de
espíritu. Pero, al final, comprende que le faltaba algo importante: la aceptación de la
muerte y su consideración de venero inagotable del que la vida surge; que no es la vida
la que pertenece al hombre, sino que es el hombre el que pertenece a la vida.
Del mismo modo, el protagonista de Nómada, una novela corta del mismo año, Don
Diego, representa también la exaltación de la vida frente al catolicismo insolidario,
egoísta y mostrenco de su hermana.
En Las cerezas del cementerio, de 1910, como ya indicara Francisco Márquez
Villanueva en un artículo titulado “Sobre fuentes y estructura de Las cerezas del
cementerio”, incluido en Homenaje a Casalduero, (Gredos, 1972), las ideas de
Nietzsche resultan evidentes: la vida es bella y cruel al mismo tiempo; la moral es algo
creado por el hombre; el hombre fuerte, si no es cruel con los débiles, no es por piedad
sino por la propia conciencia de su superioridad; el catolicismo convencional es, en el
fondo, con su hipocresía, mucho más cruel que cualquier otra creencia.
En novelas posteriores, como Nuestro Padre San Daniel o El obispo leproso, siguió
Miró recreando, con un estilo exquisito, la atmósfera sensual de su tierra levantina. Las
ideas del vitalismo le sirvieron para llevar a sus novelas una imagen de la realidad en la
que se mezclan la belleza y la crueldad, la vida y la muerte.
Ramón Pérez de Ayala fue otro autor problemático a la hora de intentar situarlo en
un grupo u otro. Sus cuatro primeras novelas proponen un aprendizaje espiritual, un
nuevo camino de perfección. Por el desarrollo del argumento, la primera, aunque
publicada en segundo lugar, en 1910, sería Ad Maiorem Gloriam Dei. En ella se narran
las peripecias sufridas por el protagonista durante sus años infantiles en un internado de
jesuitas. Se constituirá en la primera batalla de Ayala contra los enemigos del vitalismo
nietzscheano, en este caso contra la Iglesia católica. El ambiente del colegio es lo más
parecido al infierno que podamos imaginarnos Bajo la apariencia de mansedumbre de
los religiosos se esconden todos los pecados capitales. En el fondo de la historia laten
las opiniones que Nietzsche expuso en La genealogía de la moral: el odio del asceta a la
vida es sólo aparente, un subterfugio más de la voluntad de poder; el cristianismo puede
ser una ideología más cruel que cualquier otra.
En Tinieblas en las cumbres (1907), nos encontramos al mismo personaje, Alberto
Díaz de Guzmán, que ha logrado sobrevivir al internado jesuita, ejerciendo de pintor en
Oviedo. Acompañado de cuatro amigos y cinco prostitutas, realiza una esperpéntica
excursión al puerto de Pajares para ver un eclipse. Allí entabla un interesante diálogo
con un ingeniero escocés naturalizado en la región. Alberto defiende las posiciones
ideológicas del romanticismo sobre el hombre y su relación con la naturaleza, según las
cuales existe una conexión entre el alma racional individual humana y el Absoluto, el
alma racional que ordena el mundo. El ingeniero le describe una experiencia personal en
la que se sintió árbol por unos momentos interminables; en ella se plasman las ideas del
vitalismo: el alma intuitiva, animal, del hombre puede conectar con el impulso vital, el
ser de la naturaleza, sin que intervenga para nada la razón; pero se asustó de aquella
experiencia y decidió adoptar para su vida las ideas pesimistas de rechazo a la voluntad
de Schopenhauer. Y convence a Alberto, que ve como se eclipsa la luz idealista en la
que antes había confiado.
La pata de la raposa (1910) comienza cuando Alberto tira los libros de
Schopenhauer por la ventana. Decide renunciar a su visión pesimista de la vida e iniciar
un camino de purificación para fortalecer su voluntad, aceptar la vida como es y
convertirse en escritor. Pero existe un peligro: convertirse en un escritor, o bien inmerso
en el rebaño y, por lo tanto, incapaz de amar y de odiar de verdad, o bien en un solitario
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que no podría alcanzar el conocimiento que sólo se adquiere en la lucha con los demás.
El azar, verdadero motor de la vida, logra salvar ese peligro: cuando ha decidido
retirarse del mundo y se va a buscar a su novia, Josefina, ella ha muerto consumida por
el dolor de la ausencia.
Troteras y danceras (1913) es el nombre de la cuarta y última de las novelas de este
ciclo. Alberto aparece en ella como un hombre que ha superado la moral convencional,
que se ha fortalecido con la práctica de un arte auténtico, un arte reconciliado con la
vida, y que ha logrado alcanzar la serenidad necesaria para no sentirse influido por lo
que pasa a su alrededor. El camino de perfección ha terminado.
En novelas posteriores, como Belarmino y Apolonio o El curandero de su honra,
aunque de una forma menos directa, siguió defendiendo Ayala las mismas ideas (la vida
frente a la moral, la acción frente a la abulia, etc.) que están llevando a sus obras es esos
momentos Unamuno, Azorín, Baroja, Valle, Miró, y todos los demás escritores del
momento, ensayistas, novelistas, poetas y dramaturgos.
El más famoso de los dramaturgos fue Jacinto Benavente, que alcanzó su primer gran
éxito teatral con La noche del sábado, obra representada en 1903. En ella, la voluntad
de vivir y el ansia de poder de Imperia, su triunfante protagonista, contrasta con la
debilidad enfermiza de su hija, Donina, y del príncipe, llenos los dos de remordimientos
y de morbosos sentimientos de culpabilidad.
La princesa Bebé (1904) personifica en su figura las características que Nietzsche
propuso para su superhombre: goce en la lucha, voluntad indomable, individualismo,
amoralidad, alegría de vivir, desprecio por el arte y por la razón, exaltación del amor
como único sentimiento que de verdad, en el fondo, interesa a la mujer, etc.
Rosas de Otoño (1905), detrás del tema insustancial de la infidelidad masculina y la
capacidad de perdón femenina, esconde otro de más enjundia: el problema de la verdad.
El marido había tenido relaciones en el pasado con la mujer de su socio y amigo; por los
avatares del argumento, su amigo siente sospechas, pero al final prefiere pensar que
nada ha ocurrido. Como en Pato salvaje, de Ibsen, por poner un ejemplo extranjero del
mismo tipo de ideología literaria, y en la filosofía de Nietzsche, la verdad aparece aquí
como algo inconveniente para la vida, y se rechaza: en realidad, sólo es verdad lo que a
la vida conviene, lo demás es mentira.
En Los búhos, de 1907, dos científicos dedicados todas su vida a la investigación,
ven truncada la marcha de su hasta entonces apacible existencia por la llegada de dos
mujeres que les hacen comprender de manera clara que la verdad no está en la razón y
en las ciencias sino en los sentimientos; que lo importante es la acción, no el estudio;
que las ciencias sólo sirven para ocultar la verdad. Después de tanto estudio libresco, los
dos pobres inocentes logran ver la luz.
Leandro, el protagonista de Los intereses creados, comedia del mismo año, quiere
que se descubra lo que hay detrás de todo el embrollo de la trama, pero Crispín, su
amigo, ha enredado de tal manera los hilos que, al final, la verdad no interesa a nadie, y
todos aceptan como verdadero lo que saben que es mentira, como ocurre en la vida real,
porque la mentira es tan necesaria o más para la vida que la verdad.
En Señora ama (1908), Domiciana, para defender el hijo que lleva en sus entrañas,
decide enfrentarse a la moral convencional de sus vecinas y perdonar las infidelidades
del marido. Pero esas vecinas, que se oponen al impulso vital, resultan obstáculos
insignificantes si los comparamos con los tabúes familiares, que también son
derrotados, de La Malquerida, de 1913: Esteban, el viudo, estaba, en efecto, enamorado
de su hijastra, pero al final sabemos que también ella lo estaba de él.
Con un gran dominio de la técnica teatral, cuidado en la forma literaria, ironía sutil y
tendencia al predominio de lo discursivo sobre la acción, Benavente llevó a la escena
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española durante años unas comedias elegantes que encierran en el fondo la misma
ideología vitalista que las demás obras importantes del momento.
De Eduardo Marquina, la única que merece citarse es En Flandes se ha puesto el sol,
de 1910. Con ella aparece un nuevo componente ideológico que luego daría mucho
juego: un nacionalismo españolista lleno de los consabidos tópicos sobre los valores
permanentes de la patria: honor, hidalguía, altruismo, valor, espiritualismo,... Pero están
también muy presentes las ideas centrales del vitalismo filosófico: exaltación de la
fuerza y la violencia, predominio de la voluntad y de la acción sobre la razón,
aceptación del ciclo natural muerte-resurgimiento, defensa de la guerra como
manifestación suprema del aspecto destructivo de la realidad, que hace más evidente el
goce de la vida, individualismo, aristocratismo, etc.
Así, pues, tenemos que llegar a la conclusión de que, hasta por lo menos 1915, las
obras de los autores tradicionalmente considerados modernistas, como Valle, Benavente
o Marquina, las de los no clasificados como Miró y Ayala y las de los tradicionalmente
considerados noventaiochistas, reflejan todas las mismas ideas.
Pero, ¿qué ocurre, mientras tanto, con la poesía? Se trata, sin duda, del género que
más ha contribuido a confundir las cosas. Sobre todo porque se ha asumido siempre sin
reparos que el parnasianismo sensualista de Rubén Darío ejerció una influencia decisiva
en nuestra poesía de principios de siglo. Y no es verdad. Aunque tuvo muchos
imitadores de segunda fila y el respeto y la admiración de los autores importantes, entre
las obras de J. R. Jiménez, los hermanos Machado, Villaespesa, Valle, Unamuno, E. de
Mesa y R. Pérez de Ayala sólo encontramos cinco libros, publicados todos antes de
1903, que respondan plenamente a las características de los de Rubén: Ninfeas y Almas
de violeta de J.R. Jiménez, cuyos escasos ejemplares impresos intentó destruir muy
poco tiempo después de que salieran a la luz; La copa del rey de Thule y El alto de los
bohemios de Villaespesa, muy reformados en las reediciones inmediatas, y Alma, de M.
Machado. J.R. Jiménez le repite insistentemente a R. Gullón, en el libro Conversaciones
con Juan Ramón Jiménez (Taurus, 1958) que el estilo de Rubén no duró apenas nada en
la poesía española importante de esos años. Lo que se impuso casi inmediatamente fue
el Simbolismo, un simbolismo que, como demostró J.M. Aguirre en Antonio Machado,
poeta simbolista, publicado por Taurus en 1975, procede de los simbolistas menores
franceses y belgas, es decir, Maeterlinck, Rodenbach, Samain, Verhaeren, Moréas y
algunos otros, detrás de los cuales, como también aseguran Aguirre y J.R. Jiménez en
los libros citados, y el propio Machado en Los complementarios, estaba la filosofía de
Bergson, sobre todo su núcleo central, que expuso en conferencias antes de que
apareciera en el libro La evolución creadora. En esa obra, como el ser, la verdad,
aparece lo que Bergson llama el impulso vital, el impulso creador único de la naturaleza
que se manifiesta en los fenómenos, a los que da forma. Ese impulso toma conciencia
de sí a través de dos vías: el instinto animal y la conciencia racional humana. Pero la
inteligencia sólo puede establecer, desde fuera, relaciones entre las cosas, no puede
llegar hasta el alma que las vivifica. El instinto animal, en cambio, conoce las cosas
directamente porque es una prolongación del impulso vital; no puede, sin embargo,
establecer relaciones entre ellas. Pero el hombre, haciendo un uso consciente de su
instinto animal, es decir, mediante lo que Bergson llama la intuición, puede llegar a
sentir en su interior la duración, el ser, el impulso vital, entrar así en contacto con el
alma del mundo, que está en él y también en todos los objetos de alrededor, y conseguir
una comunión cordial con ellos.
Bergson terminó calificando de religiosa, de mística, esa aventura espiritual, y la
poesía simbolista se llenó inmediatamente de palabras de tinte religioso como
peregrino, romero, sandalia, veste, bordón, salterio, salmo, ángelus, ermita, hermana,
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todas ellas adecuadas para la expresión de ese viaje iniciático y todas ellas repetidas
hasta el hastío en todos los poemarios de los primeros años del siglo XX.
En un primer momento el proceso seguía el siguiente orden: el poeta realizaba una
labor de introspección a través de las galerías del alma, para llegar, mediante una
intuición, hasta el ser, la verdad, el impulso vital; en ese sueño dionisíaco, como diría
Nietzsche, le sobrevienen una serie de imágenes apolíneas que, aunque coincidan con
las de objetos del entorno cotidiano (la fuente, el río, el mar, el parque, el mármol ) son,
en realidad, símbolos de esa realidad oscura y misteriosa que se quiere poner de
manifiesto. Libros como Arias tristes y Jardines lejano, de J. R. Jiménez, Soledades, de
A. Machado, Rapsodias, de F. Villaespesa, La paz del sendero, de Pérez de Ayala ,
Aromas de leyenda, de Valle-Inclán, y una parte de Caprichos, de M. Machado, titulada
“Vísperas”, responden plenamente a esa estética.
Pero, en torno a 1905, A. Machado y J. R. Jiménez, como podemos apreciar en las
cartas que se intercambiaron, movidos por Unamuno, han llegado ya a la conclusión de
que ese intimismo excesivo acabaría inexorablemente en el solipsismo y el manierismo,
y deciden dar un viraje brusco en el camino iniciado. A partir de entonces, el paisaje,
que antes estaba sacado del propio interior, se convertirá en un paisaje exterior. Pero se
mantendrá lo fundamental: la comunión cordial del alma del poeta con el alma de las
cosas; ahora, las cosas de fuera. Los libros de poemas que escribió J. R. Jiménez entre
1905 y 1916, desde Pastorales hasta Sonetos espirituales; los poemas añadidos por A.
Machado a Soledades en Soledades. Galerías. Otros poemas y los que constituyeron la
primera edición de Campos de Castilla, de 1912; y gran parte de las Poesías de
Unamuno, de 1907, responden a esa nueva formulación del simbolismo.
A partir de 1917, con el libro de J. R. Jiménez Diario de un poeta recién casado, se
inicia un proceso de despojo de la palabra poética de todo tipo de añadidos culturalistas,
y comienza su camino la poesía pura, que convivirá luego durante años con el
surrealismo, movimiento basado en la lectura psicologista que Freud hizo de las ideas
de Nietzsche y continuación natural del vitalismo. Pero, en todo caso, al Simbolismo
tenemos que considerarlo la vertiente poética de ese movimiento cultural más amplio,
que J. R. Jiménez llamó Modernismo y que todavía no tiene un nombre definitivo.
Y si todo lo dicho responde a la verdad, no hay más remedio que poner en duda la
validez de algunos tópicos que sobre el periodo la crítica literaria ha ido cimentando
durante años.
No existió un movimiento literario español e hispanoamericano al que podamos
llamar Modernismo. Las características que propuso Ricardo Gullón de exotismo,
indigenismo, erotismo decadente, pitagorismo, etcétera, convienen al modernismo
hispanoamericano, pero no a la literatura española de principios de siglo. Como advirtió
Federico de Onís en el artículo “Sobre el concepto de modernismo”, publicado en la
revista La Torre en 1952, ese movimiento fue una amalgama de clasicismo,
romanticismo, parnasianismo, naturalismo y decadentismo, y la literatura española, muy
pronto, iniciado ya el nuevo siglo, emprendió un camino diferente, impulsada por las
ideas del vitalismo filosófico.
No existió tampoco una Generación del noventa y ocho. El estudio de la historia
literaria a partir de generaciones, que instituyeron Azorín y Ortega y que no tiene
equivalencia en ningún otro país, no ha hecho más que provocar confusiones. Y marcar
la primera de ellas con el número 98, cuando las referencias al famoso desastre bélico
son escasísimas en la obra de sus supuestos integrantes, es uno de los hechos más
curiosos y confusos de toda nuestra historiografía literaria.
No se puede, como quiso Guillermo Díaz-Plaja, dividir el ambiente cultural español
del momento en dos grupos antagónicos: Modernismo y Noventa y ocho. Todos los
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autores importantes compartieron las mismas ideas e inquietudes, y sufrieron las
mismas influencias.
Castilla no se vio en un principio como la tierra de la pureza espiritual y la fuerza de
ánimo, capaz de aglutinar con sus valores a los restantes pueblos de España en una
empresa común, como había ocurrido en el XVI. Hasta bien entrada la segunda década
del siglo XX, en las obras de Azorín, Baroja y Maeztu, la meseta aparece, para todo el
que quiera verlo, como el lugar del oscurantismo religioso, el atraso económico, la
incultura, la falta de iniciativa, la postración y el adocenamiento; en definitiva: de todo
aquello que debe revitalizarse. Situar a Castilla como escenario del 98 y a París del
Modernismo es un esquematismo simple y falso que ya Rafael Ferreres se encargó de
desmontar en su artículo “Los límites del modernismo y la generación del noventa y
ocho”.
Los intelectuales españoles no pretendieron en absoluto blindar culturalmente la
nación frente a las influencias del extranjero, después de las pérdidas coloniales, para
buscar las raíces del problema español. Por el contrario, pocas veces en la historia de
nuestra cultura una época ha estado tan abierta a las ideas procedentes de Europa; hasta
el punto de que Azorín llegó a compararla, en ese aspecto, con el Renacimiento.
No hubo un afán de modernización del país, en el sentido de procurar un
saneamiento del sistema de representación política, una profundización en las libertades
y derechos individuales, un mejor reparto de la riqueza, un desarrollo de la industria y la
investigación, una racionalización de la producción agraria o una extensión del sistema
educativo. Es verdad que, como mostró Carlos Blanco Aguinaga, en el libro Juventud
del 98, publicado por Siglo XXI en 1970, Unamuno y Maeztu defendieron, antes de
1900 las ideas del socialismo, y Azorín las del anarquismo. Pero esas ideas pronto
quedaron en el olvido. Lo que sí hubo, por parte de todos los autores, entrado ya el
nuevo siglo, fue un ataque feroz a la democracia, que pretende hacernos a todos iguales
cuando ellos, los autores del momento, eran aristócratas del espíritu; al sistema
socialista, que persigue el colectivismo cuando ellos eran profundamente
individualistas; a la doctrina católica, que anula la voluntad del hombre con su moral
decadente defensora de lo débil; a las ciencias, a la investigación, a la idea de progreso.
Su interés estaba centrado en una política fuerte impulsada por líderes fuertes, que con
su voluntad levantaran al país de la modorra y el decaimiento en que se
encontraba.Resulta un verdadero contrasentido llamar “modernismo” a un movimiento
cultural que se caracterizó por situarse decididamente en contra de todos los postulados
de la Modernidad, tal como la entendemos a partir de la Ilustración.
No es en temas comunes como el de Castilla, en coincidencias de estilo o en
parecidas actitudes personales donde debemos buscar las factores que dieron cohesión
al periodo que nos ocupa, sino en una cosmovisión, en unas ideas procedentes de las
filosofías vitalistas que dieron forma a un movimiento cultural tan homogéneo como
pudieron serlo el renacimiento o el romanticismo y con el que están relacionados no
sólo los autores españoles aludidos sino también, por poner algunos ejemplos, los
irlandeses James Joyce, Willians Yeats y Óscar Wilde, los belgas Maurice Maeterlinck,
Emile Verhaeren y George Rodenbach, los franceses Marcel Proust, Albert Samain,
Jean Moréas y Louis-Ferdinand Celine, el italiano Gabrielle D`Annunzio, los noruegos
Henrik Ibsen y Knut Hamsun, los ingleses Joseph Conrad y Rudyard Kipling, el
estadounidense Jack London, el portugués Fernando Pessoa, el alemán Thomas Mann,
el austriaco Hermann Broch, el checo Rainer Maria Rilke y todos los demás autores
importantes de la literatura europea de los años finales del siglo XX y las primeras
décadas del XX.
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