Prof. Tomas Ramon Fernandez

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Sobre la necesaria redefinición del Estado autonómico.
SUMARIO: I. Introducción. II. La actitud de laissez faire. III.
Reformar la Constitución pensando en Cataluña. IV. La reforma
federal,
espejismo
semántico.
V.
La
reforma
constitucional
necesaria. VI. Consideraciones finales.
***
I.
Introducción.
Comienzo a redactar estas páginas el 14 de Octubre, fecha en
la que la prensa hace pública la renuncia del Presidente de la Generalidad
de Cataluña a celebrar la consulta por él convocada para el 9 de Noviembre
próximo, consulta que la admisión por el Tribunal Constitucional de los
recursos interpuestos por el Gobierno contra el decreto de convocatoria y
contra la Ley de Consultas aprobada por el Parlamento de Cataluña días
antes con el propósito de darla cobertura había dejado automáticamente en
suspenso, lo mismo que la citada Ley en virtud de lo dispuesto por el
artículo 161.2 de la Constitución.
Ahora sabemos ya a ciencia cierta, por lo tanto, que no habrá
lugar a tal consulta, aunque ignoramos, como es lógico, que rumbo tomarán
los acontecimientos a partir de este momento. Sí podemos estar seguros,
sin embargo, de que el Tribunal Constitucional, que ahora puede tomarse
con más calma el estudio de los recursos interpuestos ante él, terminará
por declarar, más pronto que tarde en todo caso, la inconstitucionalidad de
la Ley impugnada y la convocatoria realizada a su amparo. El texto de la
Constitución es tan claro que no deja margen para la duda, como el Alto
Tribunal tiene ya dicho con anterioridad y volverá a repetir inevitablemente.
Justamente porque esto está claro es por lo que en la mente
de todos late la preocupación y la pregunta ¿y, después del 9 N, qué?
1
Esta pregunta tiene, en principio, tres respuestas posibles: la
primera de ellas es no hacer nada, dejar pasar el tiempo y esperar a que se
serenen los ánimos, ya que la experiencia dice que después de la tempestad
viene la calma; la segunda propondría realizar un esfuerzo con el fin de
encontrar para Cataluña un mejor encaje constitucional, esto es, la puesta
en marcha de un proceso de reforma de la Constitución con este exclusivo
objeto; la tercera, en fin, postularía también abordar una reforma de la
Norma Fundamental, en concreto de su Título VIII, pero no para entronizar
soluciones singulares ad hoc, sino para consolidar el Estado de las
Autonomías que se ha ido construyendo en los treinta y cinco años últimos
un tanto a empellones a partir del principio dispositivo consagrado por la
Constitución de 1978 y para asegurar la funcionalidad del mismo, hoy más
bien reducida, renovando sobre esta base el consenso perdido.
A continuación trataré de analizar brevemente y sin ningún
tipo de adornos, que en esta hora están fuera de lugar, los pros y los
contras de cada una de estas respuestas, así como su viabilidad respectiva.
II.
La actitud de laissez faire.
Parece claro que los partidarios de no hacer nada lo son no
porque consideren que todo va bien y que el texto constitucional no
necesita algún tipo de retoques, sino porque estiman que para abrir un
proceso de reforma constitucional se necesita contar con un consenso
amplio, que, hoy por hoy, no existe, en su opinión.
Así se ha pronunciado reiteradamente el Presidente del
Gobierno Sr. RAJOY desde que se inició la deriva soberanista en Cataluña.
Me parece, sin embargo, que una tal actitud sólo estaría justificada si se
hubiesen agotado sin éxito todos los esfuerzos posibles por conseguir ese
consenso. No hacer nada, renunciar a priori a reformar la Constitución
cuando es evidente que las cosas no van bien y que el consenso que la dio
vida y la sostuvo desde 1978 hasta hoy ya no existe es una actitud
difícilmente justificable. Habrá que resignarse a ello si no hay más remedio,
2
si por mucho que se intente no se pueden conseguir los apoyos
constitucionalmente imprescindibles para abordar con garantías el proceso
de reforma, pero no en otro caso.
Digo “los apoyos constitucionalmente imprescindibles” porque
no hay ni que pensar en que una reforma, parcial en todo caso, del texto
constitucional pueda alcanzar hoy un respaldo tan abrumador como el que
obtuvo el de 1978. Si la razón para justificar la negativa fuese esa, esto es,
que el apoyo político y el refrendo popular que ahora podría conseguirse
estaría lejos del que hace ya siete lustros se obtuvo, estaríamos en
presencia, no de una verdadera razón, sino, más bien, de un simple
pretexto. Las cifras de 1978 son absolutamente inalcanzables por la
potísima razón de que FRANCO no volverá a morirse.
III.
Reformar la Constitución pensando en Cataluña.
Este tipo de respuesta tiene, sin duda, bastantes partidarios en
alguna de sus diversas variantes. Se ha hablado vagamente, en efecto, de
añadir a la vigente Constitución una nueva disposición adicional que, de un
modo u otro, pudiera dar cobertura a un texto semejante al refrendado de
lo que terminó siendo el Estatuto de 2006. El Sr. DURAN y LLEIDA ha
insistido muchas veces, como es sabido, en lo que él ha llamado una tercera
vía que consistiría en una solución de tipo confederal, lo que no está muy
lejos de la propuesta precedente. En esa dirección se están moviendo los
nacionalistas escoceses en busca de una suerte de “secesión light”.
Mi ilustre compañero
el Prof. S. MUÑOZ
MACHADO
ha
sugerido, por su parte, en las últimas páginas de su reciente e importante
libro sobre Cataluña y las demás Españas, ed. Crítica 2014, una vuelta a
nuestra propia experiencia histórica, a la del Pacto de San Sebastián de
1930 en concreto, Pacto en el que los nacionalistas catalanes en él
presentes vieron la expresión del derecho a la autodeterminación de
Cataluña, que se plasmaría de inmediato en el Estatuto de Nuria que las
Cortes ratificarían después, una vez aprobada la Constitución de 1931.
3
En resolver la cuestión catalana están pensando también los
que patrocinan una reforma de signo federal, tal y como propone el
documento de trabajo de la Fundación Rafael CAMPALANS Por una reforma
constitucional federal, Barcelona, Mayo 2013.
A mi juicio, este tipo de propuestas adolecen de un error de
partida, porque es, sin duda, un error, bienintencionado pero no por ello
menos grave, creer que el o los problemas que plantean los nacionalistas,
catalanes o vascos tanto da, tienen solución. No la tienen, como advirtiera
ya hace muchos años ORTEGA Y GASSET, y de ello hay pruebas
abundantes. Recordaré una solamente, que está muy cerca en el tiempo y
también muy a la mano porque se refiere a la gestación de la disposición
adicional primera de la Constitución vigente con la que los constituyentes de
1978 pretendieron lograr el “arreglo foral” que quedó pendiente en los
campos de Vergara en 1839.
En el curso de los debates se manejaron multitud de textos,
todos ellos muy parecidos. Hubo uno que, incluso, llegó a aprobarse en la
Comisión de Constitución del Senado el 14 de Septiembre de 1978 con el
final del proceso constituyente ya a la vista, por lo tanto. El acuerdo con los
parlamentarios vascos estuvo, pues, muy cerca de lograrse, pero todo
terminó con un expresivo “recibo indicación de respuesta negativa” con el
que el senador UNZUETA vino a confesar que quien mandaba en el Partido
Nacionalista Vasco no estaba dispuesto a cerrar el asunto cualquiera que
fuese el contenido de la disposición. (vid. el testimonio de L. MARTINRETORTILLO, Materiales para la Constitución, Akal, Madrid 1984, páginas
427 y siguientes y mi libro Los derechos históricos de los territorios forales,
Civitas-CEC, Madrid 1984, páginas 34 y siguientes). No lo estaba ni lo
estará nunca quien ocupe esa posición porque el problema no está en el
contenido de norma alguna, ni depende de cual sea éste. Lo que para los
nacionalistas está en juego en estos trances es su propia existencia como
tales, que dejaría, como es obvio, de tener sentido si un día aceptaran sin
reserva alguna un texto constitucional determinado.
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Es así de simple y así de claro, lo que hace inútil ab initio
cualquier intento en esta dirección.
No tiene sentido, por lo tanto, empeñarse en satisfacer al
nacionalismo militante, lo que no significa desde luego que haya que
renunciar a conseguir la aceptación por la mayoría de los ciudadanos,
vascos y catalanes, de un texto constitucional que de una solución
satisfactoria a sus deseos y preocupaciones dentro, naturalmente, de un
marco constitucional aceptable a su vez para la mayoría de los españoles.
Aquello, insisto, no puede conseguirse y, por lo tanto, no debe
intentarse, porque no se deben dar nunca las batallas que se sabe de
antemano que no pueden ser ganadas; en lograr lo segundo sí merece la
pena, en cambio, esforzarse al máximo porque eso sí que puede alcanzarse.
La solución confederal que propone DURAN y LLEIDA no es, en
absoluto, una solución, sino, más bien, una no solución, una entrega pura y
simple a los nacionalistas, que lo recibirían todo sin ofrecer nada a cambio.
A ese precio vale más aceptar la independencia, que, por lo menos, deja las
cosas claras y termina con la incomodidad de una convivencia que en el
marco confederal seguiría siendo conflictiva.
La solución que propone MUÑOZ MACHADO tampoco me
convence, ni en la forma, ni en el fondo. El precedente de la Segunda
República dista mucho de ser un aval, porque, como es notorio, no sirvió
para asegurar la integración de Cataluña, ni evitó la traición de COMPANYS,
que aprovechó el momento más delicado y difícil de la breve historia de la
República, el estallido de la Revolución de Asturias, para proclamar el
Estado catalán, ni tampoco la profunda deslealtad del Gobierno de la
Generalidad para con el de la
República en plena guerra civil, que tanto
amargó los últimos tiempos de AZAÑA (vid. M. AZAÑA, Sobre la autonomía
política de Cataluña, Selección de textos y estudio preliminar de E. GARCIA
DE ENTERRIA, Tecnos, Madrid 2005).
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No me convence en la forma porque simultanear la tramitación
paccionada de la norma que ponga al día el autogobierno de Cataluña y su
integración en el Estado y la reforma constitucional llamada a darla
cobertura, así como el referéndum estatutario y el constitucional vincularía
de tal modo ambos textos que la suerte de la norma estatutaria
determinaría la de la propia Constitución y convertiría ésta en una función
dependiente de aquélla, cuando, en rigor, debe ser exactamente al revés.
No
me
convence
tampoco
en
el
fondo
porque
MUÑOZ
MACHADO no especifica ese plus “que permita el reconocimiento de las
especialidades de Cataluña y su relación con el Estado” o que permita
“incorporar las respuestas diferenciadoras que el catalanismo político
reclama”, por decirlo con sus propias palabras, ya que se limita a enunciar
genéricamente las tres fuentes de las que, a su juicio, puede provenir la
diferenciación jurídica y política, a saber: la que resulta de la naturaleza, del
carácter insular de una Comunidad, de la ubicación de ésta, en el interior o
en la costa, de su extensión, etc; la que deriva de su cultura y de su
historia, en concreto de la lengua, que es un hecho diferencial irrepetible en
opinión del autor, que, por supuesto, comparto o, si de la historia se trata,
del Derecho Civil propio que ciertos territorios han mantenido y desarrollado
a lo largo del tiempo y, en fin, la que surge de la propia Constitución en la
medida en que permita a unas Comunidades Autónomas y no a otras
mantener determinadas instituciones o tener asignadas competencias
específicas.
Con todos los respetos para mi ilustre compañero y amigo
decir esto es no decir nada. En lo que a la lengua concierne, es notorio que
Cataluña ha ido más allá de lo que el artículo 3 de la Constitución establece.
Ha ido, en concreto, hasta donde pretendía llegar la enmienda defendida
por el Sr. TRIAS FARGAS en la Comisión de Asuntos Constitucionales del
Congreso de los Diputados el 12 de Mayo de 1978, enmienda que rechazó el
Pleno de la Cámara el 5 de Julio siguiente por 269 votos frente a 22 y que
pretendía imponer a todos los residentes en Cataluña el deber de conocer el
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catalán. Ese deber vino a imponerlo contra Constitutionem la Ley de Política
Lingüística de 7 de Enero de 1998, el Estatuto de 2006 lo ha elevado de
nivel (vid. mi Dictamen emitido a requerimiento de diversas asociaciones
sobre la conformidad a la Constitución de la Ley catalana de política
lingüística, en el nº 2 de la Revista Teoría y realidad constitucional,
dedicado monográficamente al tema “Lenguas y Constitución”; vid. también
los demás dictámenes recogidos en dicho número) y el Gobierno de la
Generalidad lo ha exigido sin excepciones con manifiesto desprecio de las
Sentencias firmes de los Tribunales que han osado contradecirlo.
¿A
esto
es
a
lo
que
ahora
habría
que
dar
cobertura
constitucional? Son tan conocidos los excesos y discriminaciones en que el
Gobierno de Cataluña ha incurrido en aplicación de esa política lingüística
que no necesito siquiera recordarlos. Me limitaré por ello a transcribir aquí
un pasaje de la “carta” que con el título “Daños a terceros” escribió Arcadi
ESPADA en el diario El Mundo del pasado día 11 de Octubre: “¿Qué más se
puede ofrecer a una Comunidad en la que los ciudadanos, caso único en el
mundo, no pueden educar a sus hijos en la lengua oficial del Estado? Y aún
más: a una Comunidad donde sigue vigente una Ley que multa al que
utilice en determinadas circunstancias el idioma común de España”.
En lo que respecta a las competencias, no me imagino
tampoco como podrían aumentarse las que la Generalidad de Cataluña ya
tiene una vez que el Estatuto de 2006 ha puesto en práctica el “ingenioso”
procedimiento de desmenuzar y atomizar cada título competencial en la
multitud de subconceptos comprendidos en él con la finalidad de recabar
para sí la competencia sobre esos subconceptos en cuanto no mencionados
expresamente en la lista del artículo 149.1 de la Constitución.
No tendría inconveniente alguno en discutir una a una las
competencias que pretendieran añadirse para satisfacer las demandas
diferenciadoras que el catalanismo político reclama, pero tendría que saber
primero a qué competencias se alude. Si se refiere a las relativas a la
educación y a la sanidad, como ha dicho L. GARICANO en un artículo
7
publicado en El Mundo del pasado día 3 de Octubre con el título “Los cisnes
negros y la tarea de Rajoy”, que coincide sustancialmente con la propuesta
de MUÑOZ MACHADO, es forzoso replicar que todos los que vivimos en
España sabemos que en materia de educación el Estado lo ha dejado todo
en manos de las Comunidades Autónomas, algunas de las cuales –y
Cataluña en primer término- han abusado notoriamente de esta situación
en perjuicio de lo que teníamos y tenemos en común, que era mucho
obviamente antes de que el Estado de las Autonomías comenzara a dar sus
primeros pasos y que ahora es, sin embargo, bastante menos a causa,
precisamente, de esos abusos.
De la sanidad no hay ni que hablar, pues todo el mundo sabe
que la gestión del sistema sanitario es competencia autonómica con
carácter general y que el Estado no tiene otras competencias en materia de
sanidad interior que las “bases y la coordinación”, que es lo que dice el
artículo 149.1.16 de la Constitución.
Estoy,
repito,
dispuesto
a
estudiar
cualquier
propuesta
concreta, si es que llega a formularse, pero me parece que cuando se habla
de competencias no se pretende aumentar su número, sino, más bien,
cambiar su modo de ejercicio y conseguir “manos libres” al respecto o,
como mínimo, que los eventuales conflictos puedan resolverse en un
diálogo bilateral con el Gobierno del Estado, que es uno de los aspectos
básicos que el Estatuto de 2006 en su versión inicial quiso asegurar.
De un modo u otro todas las variantes de una reforma
constitucional pensando en Cataluña apuntan a soluciones de signo
confederal, a una suerte del “compromiso con Hungría” del Imperio austrohúngaro (vid. sobre esto F. SOSA WAGNER, El Estado fragmentado. Modelo
austrohúngaro y brote de naciones en España, 5ª ed. 2007) y yo con esto
no estoy de acuerdo en absoluto por las razones que ya dejé dichas.
Suscribo
por
ello
enteramente
las
palabras
de
Nicolás
REDONDO TERREROS en su artículo La Constitución es nuestra libertad,
8
publicado en El Mundo del día 7 de Octubre último: “Podemos pensar en
renovar nuestro marco constitucional, pero no para dar satisfacción a los
independentistas
catalanes,
sino
para
encontrar
formas
mejores
de
participación de todos los ciudadanos en el espacio público, de todos, y por
supuesto nunca bajo la amenaza de un chantaje intolerable, sino con la
razón como instrumento y todos los ciudadanos españoles incluidos los
catalanes, como objetivo”.
“Hoy es el momento de defender la Constitución de 1978;
relacionar su modernización con el referéndum independentista, con
soluciones federales o asimétricas, es asegurar no que los nacionalistas en
España nunca pierden, algo que todos sabíamos, sino que han empezado un
periodo en el que siempre ganan”.
IV.
La reforma federal, espejismo semántico.
También pensando en Cataluña o, para ser más exacto, en el
problema generado por la deriva soberanista de su Gobierno, se ha
levantado la bandera de la reforma federal por el Partido Socialista Obrero
Español, que está muy encariñado con la terminología federal porque la
viene usando tradicionalmente para rotular sus estructuras orgánicas.
No conozco, sin embargo, otro texto en este sentido que el
elaborado en el seno de la Fundación Rafael CAMPANALS, al que más atrás
hice referencia y a cuyo contenido aludiré luego brevemente.
Es evidente de toda evidencia que decir federal sin más,
federal a secas, es no decir nada porque en el Derecho Comparado hay
múltiples expresiones constitucionales que se cobijan bajo ese término y
que tienen muy poco que ver entre sí. La palabra federal tiene hoy una
significación muy genérica y, por lo tanto, nada precisa. En realidad, sirve
sólo para aludir a una organización estatal en la que el poder político está,
más o menos, descentralizado, esto es, repartido entre una instancia
superior comprensiva de todo el territorio estatal y otras menores instaladas
9
en las diferentes partes de ese territorio. El quantum de la descentralización
es, sin embargo, muy variable y tampoco puede decirse, ni mucho menos,
que sea común a todos los Estados que se autoproclaman federales lo que
fue un día el origen mismo del federalismo: unos sujetos políticos que
ceden una parte de su soberanía a una organización común resultante de su
asociación, cuyos poderes serían, en consecuencia, limitados.
Insistir en todo esto requiere una paciencia de la que yo
carezco. Lo han hecho ya, y, muy bien además, otros autores, a los que
desde ahora me remito (vid. recientemente R. BLANCO VALDES, El laberinto
territorial español, Fundación Martín Escudero, Madrid 2014). Acaba de
hacerlo también MUÑOZ MACHADO en el libro más atrás citado, que señala
con acierto que si por reforma de orientación federalista se entiende no la
formalidad del cambio de etiquetas, sino la incorporación a la Constitución
de algunas fórmulas regulatorias esenciales en Estados federales dignos de
ser imitados (clarificación del reparto de competencias, inclusión de las del
Estado en dos o más listas que relacionen las que tienen carácter exclusivo
y las concurrentes o compartidas, respeto al principio de subsidiariedad al
realizar ese reparto, regulación en el texto constitucional de un modo más
pormenorizado del régimen de financiación y otras del mismo corte) el
consenso intelectual al respecto sería muy amplio, pero –añado yo- para
hacer eso no se necesita en absoluto cambiar la terminología consagrada
entre nosotros en estos últimos siete lustros, a menos que se nos quiera
engañar como se engaña a quienes lo ignoran todo.
Nosotros no
ignoramos, no
podemos ignorar porque
es
evidente, que el Estado de las Autonomías al que hemos llegado, esto es,
en su versión de Octubre 2014, es ya materialmente un Estado federal y
que en él el poder político está descentralizado en mayor medida, en mucha
mayor medida incluso, de lo que lo está en muchos de los Estados federales
hoy existentes.
Este Estado nuestro necesita, ciertamente, no pocos ajustes
para asegurar su funcionalidad, pero cambiarlo de nombre no tiene per se
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efectos taumatúrgicos, ni, por supuesto, asegura tampoco la imprescindible
lealtad de las partes que integran el conjunto, que es, sin duda, de lo que
depende el éxito o el fracaso de cualquier tipo de Estado compuesto, como
nuestra propia experiencia demuestra.
No voy a analizar aquí en detalle la propuesta de la Fundación
Rafael CAMPALANS a la que más atrás hice referencia, pero es bastante
evidente que prima en ella el deseo de afirmar la posición de las
Comunidades Autónomas y, en particular, de Cataluña, a la que parece
querer devolver lo que su actual Estatuto de Autonomía “perdió” en las
Cortes Generales primero y en el Tribunal Constitucional después, sobre la
preocupación por garantizar la solidez de la arquitectura institucional del
conjunto del Estado.
De que esto es así dan fe múltiples detalles. Se insiste, por
ejemplo, en la necesidad de una nueva distribución de competencias, “con
el objetivo de garantizar el ámbito de decisión propio de cada Comunidad”,
postulando la supresión de las cláusulas de prevalencia y supletoriedad y
omitiendo
pura
y
simplemente
la
expresiva
regulación
que
de
las
competencias concurrentes, que son, por cierto, la mayoría, hace la Ley
Fundamental de Bonn, que es, sin duda, el modelo federal más próximo,
por europeo, y de mayor prestigio, junto con el norteamericano.
Al propio tiempo el listado actual de competencias del Estado
se reduce y recorta en apartados tan significativos como el económico y el
de la seguridad pública. Es significativo en el sentido que ha quedado
expuesto un párrafo del informe que tiene en estas fechas una especialísima
significación. Dice así: “Merece una mención especial, en el actual contexto,
la clarificación de las competencias autonómicas en materia de referéndum
y consultas, que debería, manteniendo la actual configuración del artículo
149.1.32 CE, asumir claramente la posibilidad de consultas de carácter
territorializado, modificando al respecto el actual artículo 92 CE”. Si para
muestra basta un botón, no hace falta añadir más para probar hasta qué
punto es exacta la opinión que antes he avanzado.
11
También es muy significativa en este mismo sentido la repulsa
de
los
órganos
“multilaterales”
de
relación
entre
el
Estado
y
las
Comunidades Autónomas y su opción apenas velada por la bilateralidad en
este asunto.
Lo mismo ocurre con las propuestas relativas a la Justicia,
especialmente en lo que se refiere al gobierno del Poder Judicial, que
pretende encomendar a las Salas de Gobierno de los Tribunales Superiores
de Justicia, de forma que “la administración propiamente dicha de todos los
jueces y tribunales, salvo el TS y la AN, dependerá de los Gobiernos de las
respectivas CCAA”, según precisa literalmente el informe. Y lo mismo puede
decirse de la propuesta de reducir la competencia del Tribunal Supremo a
los
recursos
de
unificación
de
doctrina
“para
garantizar
la
misma
interpretación de la ley estatal”, única excepción que admite a la regla
general que hace de los Tribunales Superiores de Justicia “la última
instancia de todos los recursos”, lo que, como es notorio, nada tiene que
ver con los Estados federales en los que hay siempre dos órdenes de
Tribunales, federal y estatal, dualidad que aquí se sacrifica en beneficio del
último de ellos. El sesgo del documento es tan acusado que no merece la
pena seguir.
V.
La reforma constitucional necesaria.
Hace ya dos años largos, en una conferencia pronunciada en
los cursos organizados por FAES que tuvo bastante difusión en la red, me
pronuncié a favor de la necesidad de abordar un proceso de reforma parcial
de la Constitución y, en concreto, de su Título VIII, lo que sin duda
pensaban muchos, aunque nadie hasta entonces lo había planteado
abiertamente.
Aquella conferencia creció, aunque no demasiado, durante el
verano y se convirtió en el documento de trabajo nº 7/2013 de la Fundación
Transición Española con el título, deliberadamente provocador, La España
12
de las Autonomías: un Estado débil devorado por diecisiete “estaditos”. Mi
compañero y amigo Lorenzo MARTIN-RETORTILLO me pidió luego ese texto
para incluirlo en la Revista Española de Derecho Administrativo que él
dirige, en cuyo número 158 fue también publicado. Mi posición sobre este
importantísimo asunto es, por lo tanto, suficientemente conocida, por lo que
me limitaré a exponerla aquí de forma telegráfica.
La reforma de la Constitución es necesaria no sólo por razones
técnico-jurídicas, sino también y sobre todo por razones primariamente
políticas.
Al decir esto quiero referirme no tanto al problema planteado
por la deriva soberanista de Cataluña, como al hecho indiscutible de que
con ella se ha hecho evidente e indisimulable el agotamiento del consenso
que dio vida a la Constitución de 1978 y la ha mantenido viva desde
entonces. Y, como se ha agotado, hay que esforzarse en renovarlo, lo que
requiere un nuevo proyecto.
¿Qué tipo de proyecto? La palabra la tiene en primer término la
política, como es natural, porque es eso, política, y de altura de miras
además, no meramente partidista, lo que hay que hacer para reducir en lo
posible la enorme brecha abierta en Cataluña por la desaforada e insensata
aventura emprendida por sus gobernantes y para devolver no sólo a los
catalanes, sino al conjunto de la sociedad española, una parte de la ilusión y
de la confianza que han perdido a causa de la contemplación diaria de
tantas y tan generalizadas tropelías.
No me corresponde a mí, que sólo soy un jurista, hablar de la
política. Lo que sí puedo decir, precisamente porque soy un jurista, es que
sin la política, sin esa política de altura a la que acabo de referirme, es poco
o nada lo que realmente puede hacerse. El Derecho puede ayudar a
afrontar el problema y a encauzarlo, pero no puede suplir lo que sólo la
política puede poner.
13
Hecha esta aclaración, que me parece esencial para colocar las
cosas en su sitio, puedo ya afirmar que hay sobradas razones de orden
técnico-jurídico que no sólo justifican, sino que exigen reformar el Título
VIII de la Constitución y, quizás también, los preceptos que ésta dedica a la
regulación del Senado.
Pienso, pues, en una reforma limitada, susceptible de ser
canalizada a través del artículo 167 de la Norma Fundamental, que, si bien
requiere en principio
una mayoría de tres quintos en cada una de las
Cámaras (apartado 1), se conforma luego, de no conseguirse la aprobación
por este procedimiento, con el voto favorable de la mayoría absoluta del
Senado y de los dos tercios del Congreso de los Diputados (apartado 2). La
reforma así lograda habría de someterse a referéndum, aunque el artículo
167.3 de la Constitución no lo exija, porque de lo que se trata prima facie
es, como ya dejé dicho, de conseguir un nuevo consenso que sustituya al
que hemos perdido, pérdida que nos ha dejado al pairo, que es realmente
como estamos ahora.
Las razones de orden técnico-jurídico que imponen la reforma
son del todo evidentes y difícilmente rebatibles. Como se ha dicho y
repetido, el texto constitucional vigente no incluyó un modelo de Estado. Se
limitó a reconocer el derecho a la autonomía de las provincias limítrofes con
características históricas, culturales y económicas comunes, los territorios
insulares y las provincias con entidad regional histórica (artículo 143) y a
dejar en sus manos la decisión sobre el quantum de esa autonomía y hasta
la propia naturaleza, simplemente administrativa o política, de ésta, salvo
en el caso de las impropiamente llamadas “Comunidades históricas”, a las
que el artículo 152 garantizó ad initio la potestad legislativa y el máximo
nivel competencial permitido por el artículo 149.1.
Al no haber modelo de Estado tampoco hay en la Constitución
reglas precisas para regular las relaciones entre el Estado stricto sensu y
sus distintas partes, ausencia que han ido supliendo como han sabido o
podido el legislador orgánico al regular las materias que la Constitución le
14
encomienda y el Tribunal Constitucional al resolver los recursos, las
cuestiones de inconstitucionalidad y los conflictos de competencias que han
ido planteándose ante él, sucedáneos que han permitido ir saliendo del
paso, pero sólo eso.
Una lectura rápida del Título VIII de la Constitución pone de
manifiesto de inmediato que la mayoría de los preceptos que integran su
capítulo III son hoy Historia del Derecho porque estaban pensados para
hacer frente al ejercicio inicial del derecho a la autonomía y carecen, en
consecuencia, de contenido preceptivo actual. Son espacios vacíos que es
imprescindible rellenar.
¿Cómo? No me parece difícil responder a esta pregunta. Desde
hace algún tiempo tengo la costumbre de consultar el barómetro del Centro
de Investigaciones Sociológicas y, en concreto, los resultados que ofrecen
las respuestas relativas a la organización territorial del Estado. No varían
gran cosa con el paso del tiempo.
En el mes de Octubre de 2012 un 22’5% se pronunciaba a
favor de un Estado con un único Gobierno central sin autonomías,
porcentaje que ha descendido al 19’5% en el barómetro de Septiembre
último. El porcentaje de los partidarios de mantener un Estado como el que
tenemos ha aumentado ligeramente al pasar del 32’6% de Octubre de 2012
al 33’5% actual. A este porcentaje hay que añadir un 28’7%, que es
partidario de fortalecer el poder central del Estado, lo que significa que dos
de cada tres ciudadanos aproximadamente quieren dejar las cosas como
están o bien fortalecer al Gobierno central frente a las autonomías.
Según el último baremo, la opinión de los votantes del Partido
Socialista Obrero Español se sitúa en esta misma línea, aunque con
porcentajes algo más bajos de los indicados. Los “federalistas” son, pues,
dentro de él, minoritarios, pese a la posición que hasta ahora vienen
adoptando sus líderes.
15
Incluso entre los votantes de Convergencia y Unión es muy
alto el porcentaje de los que prefieren el sistema actual (un 40%), aunque
el 33’3% de ellos desea más autonomía para la Generalidad.
En
una
palabra:
el
Estado
de
las
Autonomías
parece
consolidado. Es la opción que cuenta con más apoyo entre los españoles,
con una inclinación mayor al fortalecimiento del poder central (28’7%) que
al aumento del poder autonómico (23%).
Si vamos por este camino no nos equivocaremos, por lo tanto.
Quiero decir con esto que no hay que inventar nada, porque lo que los
constituyentes de 1978 no se atrevieron a hacer, implantar un concreto
modelo de Estado, lo han hecho los treinta y cinco años de vida
constitucional
transcurridos
desde
entonces.
Tenemos
resuelto
en
consecuencia lo más difícil, puesto que contamos ya con un modelo de
Estado preciso y socialmente arraigado porque cuenta, en una u otra
medida, con la aceptación de la mayoría de los ciudadanos en todo el
territorio nacional.
Lo que en este momento hace falta es simplemente llevar al
texto constitucional las reglas precisas para que ese Estado, que surgió
empíricamente praeter legem, pueda funcionar sin sobresaltos y con la
deseable eficacia.
Hacer esto está indiscutiblemente a nuestro alcance. Pienso,
incluso, que no tendría que costar demasiado trabajo lograrlo porque existe,
me parece, un acuerdo bastante general sobre algunos puntos básicos. Lo
hay, sin duda, sobre la necesidad de establecer una distribución clara y
precisa de las competencias respectivas de las Comunidades Autónomas y
del Estado stricto sensu. Y lo hay también sobre los riesgos que comporta
dejar ese reparto competencial indefinidamente abierto, como en efecto lo
dejó el artículo 150.2 de la Constitución, en el que los líderes autonómicos
han visto siempre una oportunidad ilimitada de aumentar sus poderes por la
16
vía de las Leyes de transferencia que la cambiante coyuntura política podía
poner a su alcance.
Hay
que
decidir
de
una
vez
cual
es
el
quantum
de
descentralización que queremos y esa decisión la tiene que tomar el poder
constituyente, porque dejársela al legislador orgánico equivale a dejar la
fijación de los contornos del Estado a expensas del resultado de los
procesos
electorales,
lo
que
sencillamente
no
puede
admitirse.
La
experiencia de estos años no puede ser ignorada.
Los términos concretos de ese reparto me importan bastante
menos que la claridad de éste, que es algo absolutamente esencial y que en
la actualidad brilla por su ausencia. El asunto empezó a emborronarse,
como es sabido, con los primeros Estatutos de Autonomía y su abusiva
utilización del término exclusivas para calificar muchas de las competencias
de las Comunidades Autónomas, abuso que el Tribunal Constitucional no se
atrevió a cortar. El artículo 149.1 de la Constitución propició también el
barullo al mezclar en él confusamente técnicas muy distintas utilizando,
además, una terminología vacilante (condiciones básicas, bases, normas
básicas, legislación básica) que invita a establecer diferencias donde no
debería haberlas.
Hay, pues, que organizar el reparto de un modo distinto
abandonando
el
sistema
de
lista
única
que
ha
resultado
extraordinariamente confuso y sustituyéndolo por otro basado en tres listas,
como el que utiliza la Grundgesetz. Por mi parte, no tendría ningún reparo
en aceptar que las Comunidades Autónomas ostentaran la competencia
residual, como es común en los Estados federales, siempre que se incluyera
una lista suficientemente amplia de competencias concurrentes, que es, a
mi juicio, lo que más y mejor se corresponde con la realidad de una
sociedad compleja como es la nuestra (en contra, sin embargo, J. TORNOS,
El problema catalán: una solución razonable, en el nº 42 de El Cronista).
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En este ámbito de las competencias concurrentes, en el que
necesariamente habrían de entrar las relacionadas con la economía, el
legislador estatal debería poder entrar siempre que fuese necesaria una
regulación del ámbito nacional en interés de la totalidad del Estado o para
asegurar la creación de condiciones de vida equivalentes en todo el
territorio nacional o, en fin, para garantizar el mantenimiento de la unidad
jurídica y económica, tal y como establece el artículo 72 de la Grundgesetz,
solución que, dado su origen, no deberían tener dificultad en aceptar
nuestros federalistas.
Tampoco creo que se preste a discusión la necesidad de incluir
en el texto constitucional reglas precisas para los supuestos en los que
corresponda a las Comunidades Autónomas la ejecución de la legislación
estatal, para lo cual el artículo 84 de la Grundgesetz ofrece también un
ejemplo digno de imitarse. Y lo mismo para asegurar la cooperación y la
ejecución de tareas comunes cuando sea necesario (vid. artículos 91a) y
siguientes de la propia Ley Fundamental).
De lo que se trata en todo caso es de garantizar que el Estado
funcione, de forma que no tengamos que pasar por la vergüenza de que nos
apremien otra vez desde fuera, como ocurrió en Septiembre de 2011, para
introducir de la noche a la mañana en el texto constitucional mecanismos
capaces de permitir que las Cortes Generales y el Gobierno adopten cuando
las circunstancias así lo exijan las medidas que sean precisas para hacer
respetar una cierta disciplina general, mantener o recuperar la estabilidad
presupuestaria y financiera y cumplir los compromisos que nos incumben
como miembros que somos de la Unión Europea.
Creo, en fin, que hay acuerdo en regular en la Constitución los
campos respectivos de la Hacienda estatal y de las Haciendas autonómicas,
porque remitir esto a una Ley Orgánica como lo hace el artículo 157 de la
Constitución sólo sirve para perpetuar la insatisfacción, las reivindicaciones
permanentes, los conflictos continuos y, en definitiva, el desorden más
absoluto. En 1978 esa remisión a una Ley futura era obligada porque no
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podíamos saber qué tipo de Estado iba a resultar del reconocimiento del
derecho a la autonomía; hoy, en cambio, no tiene justificación porque ya
sabemos
que
el
nuestro
es
un
Estado
compuesto
y
ampliamente
descentralizado y contamos con una amplia experiencia obtenida a través
de los cinco sistemas de financiación que hasta ahora hemos ensayado para
determinar los costes a los que han de hacer frente el Estado como tal y las
diferentes Comunidades Autónomas.
También aquí el ejemplo de la Grundgesetz (artículos 104 y
siguientes y, especialmente, el artículo 106) resulta aleccionador.
Hay muchos otros temas en los que sería fácil ponerse de
acuerdo, como ocurre, por ejemplo, con la participación de las Comunidades
Autónomas en la definición de la posición del Estado ante las instituciones
europeas, pero no es momento de entrar en estos detalles, sino solamente
de precisar lo esencial, que, repito, no parece que esté fuera de nuestro
alcance, ni mucho menos.
Desde esta perspectiva falta sólo por hacer alguna referencia al
Senado, de cuya reforma para aproximarlo a una Cámara territorial se ha
hablado muchas veces, aunque no se haya llegado nunca a nada concreto
en este sentido porque para ello es necesario reformar la Constitución.
Ahora que estamos en ello es el momento de retomar este
asunto con realismo, dejando a un lado la retórica de la que se ha hecho
uso y abuso en los intentos precedentes a los que acabo de hacer alusión.
En realidad, no hay más Senado federal propiamente dicho en
el Derecho Comparado que el norteamericano, en el que todos los Estados
miembros de la Federación, en tanto que tales, son iguales y todos ellos, los
pequeños y los grandes, cuentan por eso con dos senadores.
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No hace falta decir que aquí ni el federalista más entusiasta
aceptaría que La Rioja y Cantabria tuvieran la misma representación que
Cataluña o Andalucía.
Hay, pues, que ir, guste más o menos, al modelo alemán del
Bundesrat, que no es, en rigor, una Cámara parlamentaria, puesto que no
resulta de un proceso electoral, sino un organismo de corte más bien
burocrático, puesto que está integrado por los “miembros de los Gobiernos
de los Länder, que los designan y los cesan” (sic en el artículo 51 de la
Grundgesetz) o por los funcionarios a los que éstos puedan otorgar su
representación.
El número de miembros de cada Land –y, por lo tanto, de
votos- lo fija la Constitución y varía de tres, que es el mínimo, a seis, que
es el máximo.
Como se puede suponer, este planteamiento remite a un
mercadeo en el que los Länder más pequeños se esfuerzan por hacer valer
sus tres votos a la hora de conseguir las mayorías en cada caso necesarias.
La opinión que los alemanes tienen de la experiencia es bastante crítica,
como muestra el libro de Thomas DARNSTÄDT, La trampa del consenso, con
estudio preliminar de F. SOSA WAGNER, Ed. Trotta, 2005.
Esto es lo que hay y lo que, por lo tanto, puede esperarse de la
tan traída y llevada reforma del Senado. Dentro de estos límites, que es lo
que pretendía subrayar para frenar los entusiasmos excesivos, creo que un
Senado de este corte podría ayudar a dar una base más firme a
determinadas Leyes, a evitar conflictos y a obtener acuerdos entre el Estado
y las Comunidades Autónomas en materias especialmente delicadas y a
definir mejor la posición del Estado en el escenario europeo, con lo que,
ciertamente, saldríamos ganando porque un Senado como el actual que
duplica al Congreso de los Diputados sólo sirve para prolongar inútilmente
el procedimiento legislativo.
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VI.
Consideraciones finales.
Esta es, a grandes rasgos, la reforma constitucional que
considero necesaria y posible en este momento. No he incluido entre los
temas a tratar el de la reducción del número de Comunidades Autónomas,
que me sigue pareciendo excesivo, porque insistir en ello no haría sino
dificultar la consecución del consenso político imprescindible para llevarla
adelante.
No sería inútil, sin embargo, incluir en la Constitución algún
precepto que “desacralizara” al menos este asunto y admitiera en términos
generales la reorganización del territorio. La Grundgesetz lo admite
expresamente mediante Ley federal ratificada mediante referéndum con el
fin de que los Länder por su tamaño y su capacidad económica estén en
condiciones de cumplir eficazmente las tareas que les incumben. “A tal
efecto –añade- el artículo 29- deben tenerse en cuenta las afinidades
regionales, los contextos históricos y culturales, la conveniencia económica,
así como las exigencias de la ordenación territorial y planificación regional”.
Es importante destacar esto porque todo no es Historia, por
mucho que nuestro país, como la propia Alemania, la tengan muy antigua.
Tomás-Ramón FERNANDEZ
Catedrático emérito de la Universidad
Complutense de Madrid.
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