Sobre la necesaria redefinición del Estado autonómico. SUMARIO: I. Introducción. II. La actitud de laissez faire. III. Reformar la Constitución pensando en Cataluña. IV. La reforma federal, espejismo semántico. V. La reforma constitucional necesaria. VI. Consideraciones finales. *** I. Introducción. Comienzo a redactar estas páginas el 14 de Octubre, fecha en la que la prensa hace pública la renuncia del Presidente de la Generalidad de Cataluña a celebrar la consulta por él convocada para el 9 de Noviembre próximo, consulta que la admisión por el Tribunal Constitucional de los recursos interpuestos por el Gobierno contra el decreto de convocatoria y contra la Ley de Consultas aprobada por el Parlamento de Cataluña días antes con el propósito de darla cobertura había dejado automáticamente en suspenso, lo mismo que la citada Ley en virtud de lo dispuesto por el artículo 161.2 de la Constitución. Ahora sabemos ya a ciencia cierta, por lo tanto, que no habrá lugar a tal consulta, aunque ignoramos, como es lógico, que rumbo tomarán los acontecimientos a partir de este momento. Sí podemos estar seguros, sin embargo, de que el Tribunal Constitucional, que ahora puede tomarse con más calma el estudio de los recursos interpuestos ante él, terminará por declarar, más pronto que tarde en todo caso, la inconstitucionalidad de la Ley impugnada y la convocatoria realizada a su amparo. El texto de la Constitución es tan claro que no deja margen para la duda, como el Alto Tribunal tiene ya dicho con anterioridad y volverá a repetir inevitablemente. Justamente porque esto está claro es por lo que en la mente de todos late la preocupación y la pregunta ¿y, después del 9 N, qué? 1 Esta pregunta tiene, en principio, tres respuestas posibles: la primera de ellas es no hacer nada, dejar pasar el tiempo y esperar a que se serenen los ánimos, ya que la experiencia dice que después de la tempestad viene la calma; la segunda propondría realizar un esfuerzo con el fin de encontrar para Cataluña un mejor encaje constitucional, esto es, la puesta en marcha de un proceso de reforma de la Constitución con este exclusivo objeto; la tercera, en fin, postularía también abordar una reforma de la Norma Fundamental, en concreto de su Título VIII, pero no para entronizar soluciones singulares ad hoc, sino para consolidar el Estado de las Autonomías que se ha ido construyendo en los treinta y cinco años últimos un tanto a empellones a partir del principio dispositivo consagrado por la Constitución de 1978 y para asegurar la funcionalidad del mismo, hoy más bien reducida, renovando sobre esta base el consenso perdido. A continuación trataré de analizar brevemente y sin ningún tipo de adornos, que en esta hora están fuera de lugar, los pros y los contras de cada una de estas respuestas, así como su viabilidad respectiva. II. La actitud de laissez faire. Parece claro que los partidarios de no hacer nada lo son no porque consideren que todo va bien y que el texto constitucional no necesita algún tipo de retoques, sino porque estiman que para abrir un proceso de reforma constitucional se necesita contar con un consenso amplio, que, hoy por hoy, no existe, en su opinión. Así se ha pronunciado reiteradamente el Presidente del Gobierno Sr. RAJOY desde que se inició la deriva soberanista en Cataluña. Me parece, sin embargo, que una tal actitud sólo estaría justificada si se hubiesen agotado sin éxito todos los esfuerzos posibles por conseguir ese consenso. No hacer nada, renunciar a priori a reformar la Constitución cuando es evidente que las cosas no van bien y que el consenso que la dio vida y la sostuvo desde 1978 hasta hoy ya no existe es una actitud difícilmente justificable. Habrá que resignarse a ello si no hay más remedio, 2 si por mucho que se intente no se pueden conseguir los apoyos constitucionalmente imprescindibles para abordar con garantías el proceso de reforma, pero no en otro caso. Digo “los apoyos constitucionalmente imprescindibles” porque no hay ni que pensar en que una reforma, parcial en todo caso, del texto constitucional pueda alcanzar hoy un respaldo tan abrumador como el que obtuvo el de 1978. Si la razón para justificar la negativa fuese esa, esto es, que el apoyo político y el refrendo popular que ahora podría conseguirse estaría lejos del que hace ya siete lustros se obtuvo, estaríamos en presencia, no de una verdadera razón, sino, más bien, de un simple pretexto. Las cifras de 1978 son absolutamente inalcanzables por la potísima razón de que FRANCO no volverá a morirse. III. Reformar la Constitución pensando en Cataluña. Este tipo de respuesta tiene, sin duda, bastantes partidarios en alguna de sus diversas variantes. Se ha hablado vagamente, en efecto, de añadir a la vigente Constitución una nueva disposición adicional que, de un modo u otro, pudiera dar cobertura a un texto semejante al refrendado de lo que terminó siendo el Estatuto de 2006. El Sr. DURAN y LLEIDA ha insistido muchas veces, como es sabido, en lo que él ha llamado una tercera vía que consistiría en una solución de tipo confederal, lo que no está muy lejos de la propuesta precedente. En esa dirección se están moviendo los nacionalistas escoceses en busca de una suerte de “secesión light”. Mi ilustre compañero el Prof. S. MUÑOZ MACHADO ha sugerido, por su parte, en las últimas páginas de su reciente e importante libro sobre Cataluña y las demás Españas, ed. Crítica 2014, una vuelta a nuestra propia experiencia histórica, a la del Pacto de San Sebastián de 1930 en concreto, Pacto en el que los nacionalistas catalanes en él presentes vieron la expresión del derecho a la autodeterminación de Cataluña, que se plasmaría de inmediato en el Estatuto de Nuria que las Cortes ratificarían después, una vez aprobada la Constitución de 1931. 3 En resolver la cuestión catalana están pensando también los que patrocinan una reforma de signo federal, tal y como propone el documento de trabajo de la Fundación Rafael CAMPALANS Por una reforma constitucional federal, Barcelona, Mayo 2013. A mi juicio, este tipo de propuestas adolecen de un error de partida, porque es, sin duda, un error, bienintencionado pero no por ello menos grave, creer que el o los problemas que plantean los nacionalistas, catalanes o vascos tanto da, tienen solución. No la tienen, como advirtiera ya hace muchos años ORTEGA Y GASSET, y de ello hay pruebas abundantes. Recordaré una solamente, que está muy cerca en el tiempo y también muy a la mano porque se refiere a la gestación de la disposición adicional primera de la Constitución vigente con la que los constituyentes de 1978 pretendieron lograr el “arreglo foral” que quedó pendiente en los campos de Vergara en 1839. En el curso de los debates se manejaron multitud de textos, todos ellos muy parecidos. Hubo uno que, incluso, llegó a aprobarse en la Comisión de Constitución del Senado el 14 de Septiembre de 1978 con el final del proceso constituyente ya a la vista, por lo tanto. El acuerdo con los parlamentarios vascos estuvo, pues, muy cerca de lograrse, pero todo terminó con un expresivo “recibo indicación de respuesta negativa” con el que el senador UNZUETA vino a confesar que quien mandaba en el Partido Nacionalista Vasco no estaba dispuesto a cerrar el asunto cualquiera que fuese el contenido de la disposición. (vid. el testimonio de L. MARTINRETORTILLO, Materiales para la Constitución, Akal, Madrid 1984, páginas 427 y siguientes y mi libro Los derechos históricos de los territorios forales, Civitas-CEC, Madrid 1984, páginas 34 y siguientes). No lo estaba ni lo estará nunca quien ocupe esa posición porque el problema no está en el contenido de norma alguna, ni depende de cual sea éste. Lo que para los nacionalistas está en juego en estos trances es su propia existencia como tales, que dejaría, como es obvio, de tener sentido si un día aceptaran sin reserva alguna un texto constitucional determinado. 4 Es así de simple y así de claro, lo que hace inútil ab initio cualquier intento en esta dirección. No tiene sentido, por lo tanto, empeñarse en satisfacer al nacionalismo militante, lo que no significa desde luego que haya que renunciar a conseguir la aceptación por la mayoría de los ciudadanos, vascos y catalanes, de un texto constitucional que de una solución satisfactoria a sus deseos y preocupaciones dentro, naturalmente, de un marco constitucional aceptable a su vez para la mayoría de los españoles. Aquello, insisto, no puede conseguirse y, por lo tanto, no debe intentarse, porque no se deben dar nunca las batallas que se sabe de antemano que no pueden ser ganadas; en lograr lo segundo sí merece la pena, en cambio, esforzarse al máximo porque eso sí que puede alcanzarse. La solución confederal que propone DURAN y LLEIDA no es, en absoluto, una solución, sino, más bien, una no solución, una entrega pura y simple a los nacionalistas, que lo recibirían todo sin ofrecer nada a cambio. A ese precio vale más aceptar la independencia, que, por lo menos, deja las cosas claras y termina con la incomodidad de una convivencia que en el marco confederal seguiría siendo conflictiva. La solución que propone MUÑOZ MACHADO tampoco me convence, ni en la forma, ni en el fondo. El precedente de la Segunda República dista mucho de ser un aval, porque, como es notorio, no sirvió para asegurar la integración de Cataluña, ni evitó la traición de COMPANYS, que aprovechó el momento más delicado y difícil de la breve historia de la República, el estallido de la Revolución de Asturias, para proclamar el Estado catalán, ni tampoco la profunda deslealtad del Gobierno de la Generalidad para con el de la República en plena guerra civil, que tanto amargó los últimos tiempos de AZAÑA (vid. M. AZAÑA, Sobre la autonomía política de Cataluña, Selección de textos y estudio preliminar de E. GARCIA DE ENTERRIA, Tecnos, Madrid 2005). 5 No me convence en la forma porque simultanear la tramitación paccionada de la norma que ponga al día el autogobierno de Cataluña y su integración en el Estado y la reforma constitucional llamada a darla cobertura, así como el referéndum estatutario y el constitucional vincularía de tal modo ambos textos que la suerte de la norma estatutaria determinaría la de la propia Constitución y convertiría ésta en una función dependiente de aquélla, cuando, en rigor, debe ser exactamente al revés. No me convence tampoco en el fondo porque MUÑOZ MACHADO no especifica ese plus “que permita el reconocimiento de las especialidades de Cataluña y su relación con el Estado” o que permita “incorporar las respuestas diferenciadoras que el catalanismo político reclama”, por decirlo con sus propias palabras, ya que se limita a enunciar genéricamente las tres fuentes de las que, a su juicio, puede provenir la diferenciación jurídica y política, a saber: la que resulta de la naturaleza, del carácter insular de una Comunidad, de la ubicación de ésta, en el interior o en la costa, de su extensión, etc; la que deriva de su cultura y de su historia, en concreto de la lengua, que es un hecho diferencial irrepetible en opinión del autor, que, por supuesto, comparto o, si de la historia se trata, del Derecho Civil propio que ciertos territorios han mantenido y desarrollado a lo largo del tiempo y, en fin, la que surge de la propia Constitución en la medida en que permita a unas Comunidades Autónomas y no a otras mantener determinadas instituciones o tener asignadas competencias específicas. Con todos los respetos para mi ilustre compañero y amigo decir esto es no decir nada. En lo que a la lengua concierne, es notorio que Cataluña ha ido más allá de lo que el artículo 3 de la Constitución establece. Ha ido, en concreto, hasta donde pretendía llegar la enmienda defendida por el Sr. TRIAS FARGAS en la Comisión de Asuntos Constitucionales del Congreso de los Diputados el 12 de Mayo de 1978, enmienda que rechazó el Pleno de la Cámara el 5 de Julio siguiente por 269 votos frente a 22 y que pretendía imponer a todos los residentes en Cataluña el deber de conocer el 6 catalán. Ese deber vino a imponerlo contra Constitutionem la Ley de Política Lingüística de 7 de Enero de 1998, el Estatuto de 2006 lo ha elevado de nivel (vid. mi Dictamen emitido a requerimiento de diversas asociaciones sobre la conformidad a la Constitución de la Ley catalana de política lingüística, en el nº 2 de la Revista Teoría y realidad constitucional, dedicado monográficamente al tema “Lenguas y Constitución”; vid. también los demás dictámenes recogidos en dicho número) y el Gobierno de la Generalidad lo ha exigido sin excepciones con manifiesto desprecio de las Sentencias firmes de los Tribunales que han osado contradecirlo. ¿A esto es a lo que ahora habría que dar cobertura constitucional? Son tan conocidos los excesos y discriminaciones en que el Gobierno de Cataluña ha incurrido en aplicación de esa política lingüística que no necesito siquiera recordarlos. Me limitaré por ello a transcribir aquí un pasaje de la “carta” que con el título “Daños a terceros” escribió Arcadi ESPADA en el diario El Mundo del pasado día 11 de Octubre: “¿Qué más se puede ofrecer a una Comunidad en la que los ciudadanos, caso único en el mundo, no pueden educar a sus hijos en la lengua oficial del Estado? Y aún más: a una Comunidad donde sigue vigente una Ley que multa al que utilice en determinadas circunstancias el idioma común de España”. En lo que respecta a las competencias, no me imagino tampoco como podrían aumentarse las que la Generalidad de Cataluña ya tiene una vez que el Estatuto de 2006 ha puesto en práctica el “ingenioso” procedimiento de desmenuzar y atomizar cada título competencial en la multitud de subconceptos comprendidos en él con la finalidad de recabar para sí la competencia sobre esos subconceptos en cuanto no mencionados expresamente en la lista del artículo 149.1 de la Constitución. No tendría inconveniente alguno en discutir una a una las competencias que pretendieran añadirse para satisfacer las demandas diferenciadoras que el catalanismo político reclama, pero tendría que saber primero a qué competencias se alude. Si se refiere a las relativas a la educación y a la sanidad, como ha dicho L. GARICANO en un artículo 7 publicado en El Mundo del pasado día 3 de Octubre con el título “Los cisnes negros y la tarea de Rajoy”, que coincide sustancialmente con la propuesta de MUÑOZ MACHADO, es forzoso replicar que todos los que vivimos en España sabemos que en materia de educación el Estado lo ha dejado todo en manos de las Comunidades Autónomas, algunas de las cuales –y Cataluña en primer término- han abusado notoriamente de esta situación en perjuicio de lo que teníamos y tenemos en común, que era mucho obviamente antes de que el Estado de las Autonomías comenzara a dar sus primeros pasos y que ahora es, sin embargo, bastante menos a causa, precisamente, de esos abusos. De la sanidad no hay ni que hablar, pues todo el mundo sabe que la gestión del sistema sanitario es competencia autonómica con carácter general y que el Estado no tiene otras competencias en materia de sanidad interior que las “bases y la coordinación”, que es lo que dice el artículo 149.1.16 de la Constitución. Estoy, repito, dispuesto a estudiar cualquier propuesta concreta, si es que llega a formularse, pero me parece que cuando se habla de competencias no se pretende aumentar su número, sino, más bien, cambiar su modo de ejercicio y conseguir “manos libres” al respecto o, como mínimo, que los eventuales conflictos puedan resolverse en un diálogo bilateral con el Gobierno del Estado, que es uno de los aspectos básicos que el Estatuto de 2006 en su versión inicial quiso asegurar. De un modo u otro todas las variantes de una reforma constitucional pensando en Cataluña apuntan a soluciones de signo confederal, a una suerte del “compromiso con Hungría” del Imperio austrohúngaro (vid. sobre esto F. SOSA WAGNER, El Estado fragmentado. Modelo austrohúngaro y brote de naciones en España, 5ª ed. 2007) y yo con esto no estoy de acuerdo en absoluto por las razones que ya dejé dichas. Suscribo por ello enteramente las palabras de Nicolás REDONDO TERREROS en su artículo La Constitución es nuestra libertad, 8 publicado en El Mundo del día 7 de Octubre último: “Podemos pensar en renovar nuestro marco constitucional, pero no para dar satisfacción a los independentistas catalanes, sino para encontrar formas mejores de participación de todos los ciudadanos en el espacio público, de todos, y por supuesto nunca bajo la amenaza de un chantaje intolerable, sino con la razón como instrumento y todos los ciudadanos españoles incluidos los catalanes, como objetivo”. “Hoy es el momento de defender la Constitución de 1978; relacionar su modernización con el referéndum independentista, con soluciones federales o asimétricas, es asegurar no que los nacionalistas en España nunca pierden, algo que todos sabíamos, sino que han empezado un periodo en el que siempre ganan”. IV. La reforma federal, espejismo semántico. También pensando en Cataluña o, para ser más exacto, en el problema generado por la deriva soberanista de su Gobierno, se ha levantado la bandera de la reforma federal por el Partido Socialista Obrero Español, que está muy encariñado con la terminología federal porque la viene usando tradicionalmente para rotular sus estructuras orgánicas. No conozco, sin embargo, otro texto en este sentido que el elaborado en el seno de la Fundación Rafael CAMPANALS, al que más atrás hice referencia y a cuyo contenido aludiré luego brevemente. Es evidente de toda evidencia que decir federal sin más, federal a secas, es no decir nada porque en el Derecho Comparado hay múltiples expresiones constitucionales que se cobijan bajo ese término y que tienen muy poco que ver entre sí. La palabra federal tiene hoy una significación muy genérica y, por lo tanto, nada precisa. En realidad, sirve sólo para aludir a una organización estatal en la que el poder político está, más o menos, descentralizado, esto es, repartido entre una instancia superior comprensiva de todo el territorio estatal y otras menores instaladas 9 en las diferentes partes de ese territorio. El quantum de la descentralización es, sin embargo, muy variable y tampoco puede decirse, ni mucho menos, que sea común a todos los Estados que se autoproclaman federales lo que fue un día el origen mismo del federalismo: unos sujetos políticos que ceden una parte de su soberanía a una organización común resultante de su asociación, cuyos poderes serían, en consecuencia, limitados. Insistir en todo esto requiere una paciencia de la que yo carezco. Lo han hecho ya, y, muy bien además, otros autores, a los que desde ahora me remito (vid. recientemente R. BLANCO VALDES, El laberinto territorial español, Fundación Martín Escudero, Madrid 2014). Acaba de hacerlo también MUÑOZ MACHADO en el libro más atrás citado, que señala con acierto que si por reforma de orientación federalista se entiende no la formalidad del cambio de etiquetas, sino la incorporación a la Constitución de algunas fórmulas regulatorias esenciales en Estados federales dignos de ser imitados (clarificación del reparto de competencias, inclusión de las del Estado en dos o más listas que relacionen las que tienen carácter exclusivo y las concurrentes o compartidas, respeto al principio de subsidiariedad al realizar ese reparto, regulación en el texto constitucional de un modo más pormenorizado del régimen de financiación y otras del mismo corte) el consenso intelectual al respecto sería muy amplio, pero –añado yo- para hacer eso no se necesita en absoluto cambiar la terminología consagrada entre nosotros en estos últimos siete lustros, a menos que se nos quiera engañar como se engaña a quienes lo ignoran todo. Nosotros no ignoramos, no podemos ignorar porque es evidente, que el Estado de las Autonomías al que hemos llegado, esto es, en su versión de Octubre 2014, es ya materialmente un Estado federal y que en él el poder político está descentralizado en mayor medida, en mucha mayor medida incluso, de lo que lo está en muchos de los Estados federales hoy existentes. Este Estado nuestro necesita, ciertamente, no pocos ajustes para asegurar su funcionalidad, pero cambiarlo de nombre no tiene per se 10 efectos taumatúrgicos, ni, por supuesto, asegura tampoco la imprescindible lealtad de las partes que integran el conjunto, que es, sin duda, de lo que depende el éxito o el fracaso de cualquier tipo de Estado compuesto, como nuestra propia experiencia demuestra. No voy a analizar aquí en detalle la propuesta de la Fundación Rafael CAMPALANS a la que más atrás hice referencia, pero es bastante evidente que prima en ella el deseo de afirmar la posición de las Comunidades Autónomas y, en particular, de Cataluña, a la que parece querer devolver lo que su actual Estatuto de Autonomía “perdió” en las Cortes Generales primero y en el Tribunal Constitucional después, sobre la preocupación por garantizar la solidez de la arquitectura institucional del conjunto del Estado. De que esto es así dan fe múltiples detalles. Se insiste, por ejemplo, en la necesidad de una nueva distribución de competencias, “con el objetivo de garantizar el ámbito de decisión propio de cada Comunidad”, postulando la supresión de las cláusulas de prevalencia y supletoriedad y omitiendo pura y simplemente la expresiva regulación que de las competencias concurrentes, que son, por cierto, la mayoría, hace la Ley Fundamental de Bonn, que es, sin duda, el modelo federal más próximo, por europeo, y de mayor prestigio, junto con el norteamericano. Al propio tiempo el listado actual de competencias del Estado se reduce y recorta en apartados tan significativos como el económico y el de la seguridad pública. Es significativo en el sentido que ha quedado expuesto un párrafo del informe que tiene en estas fechas una especialísima significación. Dice así: “Merece una mención especial, en el actual contexto, la clarificación de las competencias autonómicas en materia de referéndum y consultas, que debería, manteniendo la actual configuración del artículo 149.1.32 CE, asumir claramente la posibilidad de consultas de carácter territorializado, modificando al respecto el actual artículo 92 CE”. Si para muestra basta un botón, no hace falta añadir más para probar hasta qué punto es exacta la opinión que antes he avanzado. 11 También es muy significativa en este mismo sentido la repulsa de los órganos “multilaterales” de relación entre el Estado y las Comunidades Autónomas y su opción apenas velada por la bilateralidad en este asunto. Lo mismo ocurre con las propuestas relativas a la Justicia, especialmente en lo que se refiere al gobierno del Poder Judicial, que pretende encomendar a las Salas de Gobierno de los Tribunales Superiores de Justicia, de forma que “la administración propiamente dicha de todos los jueces y tribunales, salvo el TS y la AN, dependerá de los Gobiernos de las respectivas CCAA”, según precisa literalmente el informe. Y lo mismo puede decirse de la propuesta de reducir la competencia del Tribunal Supremo a los recursos de unificación de doctrina “para garantizar la misma interpretación de la ley estatal”, única excepción que admite a la regla general que hace de los Tribunales Superiores de Justicia “la última instancia de todos los recursos”, lo que, como es notorio, nada tiene que ver con los Estados federales en los que hay siempre dos órdenes de Tribunales, federal y estatal, dualidad que aquí se sacrifica en beneficio del último de ellos. El sesgo del documento es tan acusado que no merece la pena seguir. V. La reforma constitucional necesaria. Hace ya dos años largos, en una conferencia pronunciada en los cursos organizados por FAES que tuvo bastante difusión en la red, me pronuncié a favor de la necesidad de abordar un proceso de reforma parcial de la Constitución y, en concreto, de su Título VIII, lo que sin duda pensaban muchos, aunque nadie hasta entonces lo había planteado abiertamente. Aquella conferencia creció, aunque no demasiado, durante el verano y se convirtió en el documento de trabajo nº 7/2013 de la Fundación Transición Española con el título, deliberadamente provocador, La España 12 de las Autonomías: un Estado débil devorado por diecisiete “estaditos”. Mi compañero y amigo Lorenzo MARTIN-RETORTILLO me pidió luego ese texto para incluirlo en la Revista Española de Derecho Administrativo que él dirige, en cuyo número 158 fue también publicado. Mi posición sobre este importantísimo asunto es, por lo tanto, suficientemente conocida, por lo que me limitaré a exponerla aquí de forma telegráfica. La reforma de la Constitución es necesaria no sólo por razones técnico-jurídicas, sino también y sobre todo por razones primariamente políticas. Al decir esto quiero referirme no tanto al problema planteado por la deriva soberanista de Cataluña, como al hecho indiscutible de que con ella se ha hecho evidente e indisimulable el agotamiento del consenso que dio vida a la Constitución de 1978 y la ha mantenido viva desde entonces. Y, como se ha agotado, hay que esforzarse en renovarlo, lo que requiere un nuevo proyecto. ¿Qué tipo de proyecto? La palabra la tiene en primer término la política, como es natural, porque es eso, política, y de altura de miras además, no meramente partidista, lo que hay que hacer para reducir en lo posible la enorme brecha abierta en Cataluña por la desaforada e insensata aventura emprendida por sus gobernantes y para devolver no sólo a los catalanes, sino al conjunto de la sociedad española, una parte de la ilusión y de la confianza que han perdido a causa de la contemplación diaria de tantas y tan generalizadas tropelías. No me corresponde a mí, que sólo soy un jurista, hablar de la política. Lo que sí puedo decir, precisamente porque soy un jurista, es que sin la política, sin esa política de altura a la que acabo de referirme, es poco o nada lo que realmente puede hacerse. El Derecho puede ayudar a afrontar el problema y a encauzarlo, pero no puede suplir lo que sólo la política puede poner. 13 Hecha esta aclaración, que me parece esencial para colocar las cosas en su sitio, puedo ya afirmar que hay sobradas razones de orden técnico-jurídico que no sólo justifican, sino que exigen reformar el Título VIII de la Constitución y, quizás también, los preceptos que ésta dedica a la regulación del Senado. Pienso, pues, en una reforma limitada, susceptible de ser canalizada a través del artículo 167 de la Norma Fundamental, que, si bien requiere en principio una mayoría de tres quintos en cada una de las Cámaras (apartado 1), se conforma luego, de no conseguirse la aprobación por este procedimiento, con el voto favorable de la mayoría absoluta del Senado y de los dos tercios del Congreso de los Diputados (apartado 2). La reforma así lograda habría de someterse a referéndum, aunque el artículo 167.3 de la Constitución no lo exija, porque de lo que se trata prima facie es, como ya dejé dicho, de conseguir un nuevo consenso que sustituya al que hemos perdido, pérdida que nos ha dejado al pairo, que es realmente como estamos ahora. Las razones de orden técnico-jurídico que imponen la reforma son del todo evidentes y difícilmente rebatibles. Como se ha dicho y repetido, el texto constitucional vigente no incluyó un modelo de Estado. Se limitó a reconocer el derecho a la autonomía de las provincias limítrofes con características históricas, culturales y económicas comunes, los territorios insulares y las provincias con entidad regional histórica (artículo 143) y a dejar en sus manos la decisión sobre el quantum de esa autonomía y hasta la propia naturaleza, simplemente administrativa o política, de ésta, salvo en el caso de las impropiamente llamadas “Comunidades históricas”, a las que el artículo 152 garantizó ad initio la potestad legislativa y el máximo nivel competencial permitido por el artículo 149.1. Al no haber modelo de Estado tampoco hay en la Constitución reglas precisas para regular las relaciones entre el Estado stricto sensu y sus distintas partes, ausencia que han ido supliendo como han sabido o podido el legislador orgánico al regular las materias que la Constitución le 14 encomienda y el Tribunal Constitucional al resolver los recursos, las cuestiones de inconstitucionalidad y los conflictos de competencias que han ido planteándose ante él, sucedáneos que han permitido ir saliendo del paso, pero sólo eso. Una lectura rápida del Título VIII de la Constitución pone de manifiesto de inmediato que la mayoría de los preceptos que integran su capítulo III son hoy Historia del Derecho porque estaban pensados para hacer frente al ejercicio inicial del derecho a la autonomía y carecen, en consecuencia, de contenido preceptivo actual. Son espacios vacíos que es imprescindible rellenar. ¿Cómo? No me parece difícil responder a esta pregunta. Desde hace algún tiempo tengo la costumbre de consultar el barómetro del Centro de Investigaciones Sociológicas y, en concreto, los resultados que ofrecen las respuestas relativas a la organización territorial del Estado. No varían gran cosa con el paso del tiempo. En el mes de Octubre de 2012 un 22’5% se pronunciaba a favor de un Estado con un único Gobierno central sin autonomías, porcentaje que ha descendido al 19’5% en el barómetro de Septiembre último. El porcentaje de los partidarios de mantener un Estado como el que tenemos ha aumentado ligeramente al pasar del 32’6% de Octubre de 2012 al 33’5% actual. A este porcentaje hay que añadir un 28’7%, que es partidario de fortalecer el poder central del Estado, lo que significa que dos de cada tres ciudadanos aproximadamente quieren dejar las cosas como están o bien fortalecer al Gobierno central frente a las autonomías. Según el último baremo, la opinión de los votantes del Partido Socialista Obrero Español se sitúa en esta misma línea, aunque con porcentajes algo más bajos de los indicados. Los “federalistas” son, pues, dentro de él, minoritarios, pese a la posición que hasta ahora vienen adoptando sus líderes. 15 Incluso entre los votantes de Convergencia y Unión es muy alto el porcentaje de los que prefieren el sistema actual (un 40%), aunque el 33’3% de ellos desea más autonomía para la Generalidad. En una palabra: el Estado de las Autonomías parece consolidado. Es la opción que cuenta con más apoyo entre los españoles, con una inclinación mayor al fortalecimiento del poder central (28’7%) que al aumento del poder autonómico (23%). Si vamos por este camino no nos equivocaremos, por lo tanto. Quiero decir con esto que no hay que inventar nada, porque lo que los constituyentes de 1978 no se atrevieron a hacer, implantar un concreto modelo de Estado, lo han hecho los treinta y cinco años de vida constitucional transcurridos desde entonces. Tenemos resuelto en consecuencia lo más difícil, puesto que contamos ya con un modelo de Estado preciso y socialmente arraigado porque cuenta, en una u otra medida, con la aceptación de la mayoría de los ciudadanos en todo el territorio nacional. Lo que en este momento hace falta es simplemente llevar al texto constitucional las reglas precisas para que ese Estado, que surgió empíricamente praeter legem, pueda funcionar sin sobresaltos y con la deseable eficacia. Hacer esto está indiscutiblemente a nuestro alcance. Pienso, incluso, que no tendría que costar demasiado trabajo lograrlo porque existe, me parece, un acuerdo bastante general sobre algunos puntos básicos. Lo hay, sin duda, sobre la necesidad de establecer una distribución clara y precisa de las competencias respectivas de las Comunidades Autónomas y del Estado stricto sensu. Y lo hay también sobre los riesgos que comporta dejar ese reparto competencial indefinidamente abierto, como en efecto lo dejó el artículo 150.2 de la Constitución, en el que los líderes autonómicos han visto siempre una oportunidad ilimitada de aumentar sus poderes por la 16 vía de las Leyes de transferencia que la cambiante coyuntura política podía poner a su alcance. Hay que decidir de una vez cual es el quantum de descentralización que queremos y esa decisión la tiene que tomar el poder constituyente, porque dejársela al legislador orgánico equivale a dejar la fijación de los contornos del Estado a expensas del resultado de los procesos electorales, lo que sencillamente no puede admitirse. La experiencia de estos años no puede ser ignorada. Los términos concretos de ese reparto me importan bastante menos que la claridad de éste, que es algo absolutamente esencial y que en la actualidad brilla por su ausencia. El asunto empezó a emborronarse, como es sabido, con los primeros Estatutos de Autonomía y su abusiva utilización del término exclusivas para calificar muchas de las competencias de las Comunidades Autónomas, abuso que el Tribunal Constitucional no se atrevió a cortar. El artículo 149.1 de la Constitución propició también el barullo al mezclar en él confusamente técnicas muy distintas utilizando, además, una terminología vacilante (condiciones básicas, bases, normas básicas, legislación básica) que invita a establecer diferencias donde no debería haberlas. Hay, pues, que organizar el reparto de un modo distinto abandonando el sistema de lista única que ha resultado extraordinariamente confuso y sustituyéndolo por otro basado en tres listas, como el que utiliza la Grundgesetz. Por mi parte, no tendría ningún reparo en aceptar que las Comunidades Autónomas ostentaran la competencia residual, como es común en los Estados federales, siempre que se incluyera una lista suficientemente amplia de competencias concurrentes, que es, a mi juicio, lo que más y mejor se corresponde con la realidad de una sociedad compleja como es la nuestra (en contra, sin embargo, J. TORNOS, El problema catalán: una solución razonable, en el nº 42 de El Cronista). 17 En este ámbito de las competencias concurrentes, en el que necesariamente habrían de entrar las relacionadas con la economía, el legislador estatal debería poder entrar siempre que fuese necesaria una regulación del ámbito nacional en interés de la totalidad del Estado o para asegurar la creación de condiciones de vida equivalentes en todo el territorio nacional o, en fin, para garantizar el mantenimiento de la unidad jurídica y económica, tal y como establece el artículo 72 de la Grundgesetz, solución que, dado su origen, no deberían tener dificultad en aceptar nuestros federalistas. Tampoco creo que se preste a discusión la necesidad de incluir en el texto constitucional reglas precisas para los supuestos en los que corresponda a las Comunidades Autónomas la ejecución de la legislación estatal, para lo cual el artículo 84 de la Grundgesetz ofrece también un ejemplo digno de imitarse. Y lo mismo para asegurar la cooperación y la ejecución de tareas comunes cuando sea necesario (vid. artículos 91a) y siguientes de la propia Ley Fundamental). De lo que se trata en todo caso es de garantizar que el Estado funcione, de forma que no tengamos que pasar por la vergüenza de que nos apremien otra vez desde fuera, como ocurrió en Septiembre de 2011, para introducir de la noche a la mañana en el texto constitucional mecanismos capaces de permitir que las Cortes Generales y el Gobierno adopten cuando las circunstancias así lo exijan las medidas que sean precisas para hacer respetar una cierta disciplina general, mantener o recuperar la estabilidad presupuestaria y financiera y cumplir los compromisos que nos incumben como miembros que somos de la Unión Europea. Creo, en fin, que hay acuerdo en regular en la Constitución los campos respectivos de la Hacienda estatal y de las Haciendas autonómicas, porque remitir esto a una Ley Orgánica como lo hace el artículo 157 de la Constitución sólo sirve para perpetuar la insatisfacción, las reivindicaciones permanentes, los conflictos continuos y, en definitiva, el desorden más absoluto. En 1978 esa remisión a una Ley futura era obligada porque no 18 podíamos saber qué tipo de Estado iba a resultar del reconocimiento del derecho a la autonomía; hoy, en cambio, no tiene justificación porque ya sabemos que el nuestro es un Estado compuesto y ampliamente descentralizado y contamos con una amplia experiencia obtenida a través de los cinco sistemas de financiación que hasta ahora hemos ensayado para determinar los costes a los que han de hacer frente el Estado como tal y las diferentes Comunidades Autónomas. También aquí el ejemplo de la Grundgesetz (artículos 104 y siguientes y, especialmente, el artículo 106) resulta aleccionador. Hay muchos otros temas en los que sería fácil ponerse de acuerdo, como ocurre, por ejemplo, con la participación de las Comunidades Autónomas en la definición de la posición del Estado ante las instituciones europeas, pero no es momento de entrar en estos detalles, sino solamente de precisar lo esencial, que, repito, no parece que esté fuera de nuestro alcance, ni mucho menos. Desde esta perspectiva falta sólo por hacer alguna referencia al Senado, de cuya reforma para aproximarlo a una Cámara territorial se ha hablado muchas veces, aunque no se haya llegado nunca a nada concreto en este sentido porque para ello es necesario reformar la Constitución. Ahora que estamos en ello es el momento de retomar este asunto con realismo, dejando a un lado la retórica de la que se ha hecho uso y abuso en los intentos precedentes a los que acabo de hacer alusión. En realidad, no hay más Senado federal propiamente dicho en el Derecho Comparado que el norteamericano, en el que todos los Estados miembros de la Federación, en tanto que tales, son iguales y todos ellos, los pequeños y los grandes, cuentan por eso con dos senadores. 19 No hace falta decir que aquí ni el federalista más entusiasta aceptaría que La Rioja y Cantabria tuvieran la misma representación que Cataluña o Andalucía. Hay, pues, que ir, guste más o menos, al modelo alemán del Bundesrat, que no es, en rigor, una Cámara parlamentaria, puesto que no resulta de un proceso electoral, sino un organismo de corte más bien burocrático, puesto que está integrado por los “miembros de los Gobiernos de los Länder, que los designan y los cesan” (sic en el artículo 51 de la Grundgesetz) o por los funcionarios a los que éstos puedan otorgar su representación. El número de miembros de cada Land –y, por lo tanto, de votos- lo fija la Constitución y varía de tres, que es el mínimo, a seis, que es el máximo. Como se puede suponer, este planteamiento remite a un mercadeo en el que los Länder más pequeños se esfuerzan por hacer valer sus tres votos a la hora de conseguir las mayorías en cada caso necesarias. La opinión que los alemanes tienen de la experiencia es bastante crítica, como muestra el libro de Thomas DARNSTÄDT, La trampa del consenso, con estudio preliminar de F. SOSA WAGNER, Ed. Trotta, 2005. Esto es lo que hay y lo que, por lo tanto, puede esperarse de la tan traída y llevada reforma del Senado. Dentro de estos límites, que es lo que pretendía subrayar para frenar los entusiasmos excesivos, creo que un Senado de este corte podría ayudar a dar una base más firme a determinadas Leyes, a evitar conflictos y a obtener acuerdos entre el Estado y las Comunidades Autónomas en materias especialmente delicadas y a definir mejor la posición del Estado en el escenario europeo, con lo que, ciertamente, saldríamos ganando porque un Senado como el actual que duplica al Congreso de los Diputados sólo sirve para prolongar inútilmente el procedimiento legislativo. 20 VI. Consideraciones finales. Esta es, a grandes rasgos, la reforma constitucional que considero necesaria y posible en este momento. No he incluido entre los temas a tratar el de la reducción del número de Comunidades Autónomas, que me sigue pareciendo excesivo, porque insistir en ello no haría sino dificultar la consecución del consenso político imprescindible para llevarla adelante. No sería inútil, sin embargo, incluir en la Constitución algún precepto que “desacralizara” al menos este asunto y admitiera en términos generales la reorganización del territorio. La Grundgesetz lo admite expresamente mediante Ley federal ratificada mediante referéndum con el fin de que los Länder por su tamaño y su capacidad económica estén en condiciones de cumplir eficazmente las tareas que les incumben. “A tal efecto –añade- el artículo 29- deben tenerse en cuenta las afinidades regionales, los contextos históricos y culturales, la conveniencia económica, así como las exigencias de la ordenación territorial y planificación regional”. Es importante destacar esto porque todo no es Historia, por mucho que nuestro país, como la propia Alemania, la tengan muy antigua. Tomás-Ramón FERNANDEZ Catedrático emérito de la Universidad Complutense de Madrid. 21