matilde garcía pérez limitando con lo fantástico

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MATILDE GARCÍA PÉREZ
LIMITANDO CON LO
FANTÁSTICO
Bogotá, abril de 2014
Primera edición
Título: Limitando con lo fantástico
© Matilde García Pérez / Autor
Bogotá - 2014
© E-ditorial 531 / Editor
Bogotá D.C. - Colombia - 2014
Calle 163b N° 50 - 32
Celular: 301 539 0518
E-mail: [email protected]
Web: www.editorial531.com
ISBN: 978-958-58382-4-6
Corrección de estilo
Silvia González Pérez
www.scriptus.es
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Todos los derechos reservados.
Esta publicación no puede ser reproducida ni en todo ni en parte, ni registrada en o retransmitida por un sistema de recuperación de información, en
ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico,
magnético, electroóptico, por fotocopia, impreso, o cualquier otro, sin el
permiso previo por escrito de la editorial.
Limitando con lo fantástico
Índice
Prólogo a la edición colombiana
7
Introducción a la segunda edición
10
Tiempos de guerra
12
Macondo17
El sueño
20
La fuente
24
«—vi tu dibujo de la barca
—sí, estaba pensando en que es hora de
volver a la playa y recoger las redes
—a mí me parece que estás a punto de partir…»
Prólogo a la edición colombiana
N
o es fácil ser cuentista en un país como Argentina
donde este género ha sido una tradición. Grandes escritores han dedicado casi la totalidad de su obra a esta
difícil tarea. Escritores como Horacio Quiroga, Jorge Luis
Borges, Julio Cortázar, Roberto Arlt, Manuel Mujica Lainez, por mencionar sólo cinco, quienes ponen muy alta la
medida para cualquiera que se atreva con el género.
Hacer que un libro de cuentos se sostenga, es decir, quede erguido, tenga unidad, deambule ante los ojos del lector
proporcionando un aliento múltiple, pero cada cuento amarrado al anterior y al siguiente, a medida que avanzamos de
relato en relato, no es fácil.
Por ello celebro la aparición de Limitando con lo fantástico de Matílde García Pérez, nacida en la provincia de
Tucumán, bastante al norte de Buenos Aires. Pero más me
agrada que editores colombianos crucen sus colecciones con
autoras extranjeras y especialmente argentinas. El libro de
cuentos de Matilde García Pérez fue publicado por la editorial Las tres lagunas de la ciudad de Junín, y por algún giro
de las leyes del azar que cruzan la literatura, se reedita con
ésta, también nueva empresa colombiana, E-ditorial 531.
7
Limitando con lo fantástico
Lo celebro pues se trata de un buen libro de cuentos.
Limitando con lo fantástico es un recorrido personal, onírico, intelectual, mágico, fantástico, que se inicia con relatos
desde los tiempos ancestrales de la autora, por allá en la
remota España Carlista en la población de Bossost (Cataluña), hasta narraciones de tipo fantástico y encantadoramente apocalípticas, pues una de ellas aborda los riesgos
del crecimiento de un hongo desconocido en las cepas del
maíz Guatemalteco, que hace que todos los hombres que lo
consuman alucinen como hermosos quetzales.
El zaguán es un corredor al que desembocan las puertas
de una casa de pueblo, se enfrentan las de un inquilinato de
barrio popular, las puertas de la casa de la abuela en la cual
nacimos y crecimos muchos, incluyendo la autora de este
libro. Por ello, un segmento de éste se titula así: Más allá
del zaguán. Es decir, se mira hacia atrás, muy lejos y se ven
las sombras y las voces de José María Vázquez metido en
las intrigas de la España de la época, viajando a América y
construyendo una casa y una empresa que aún se reconoce
cien años después, a través de su arquitectura, sus puertas,
las escaleras de madera, las colecciones ocultas con miles
de figuras de elefantes de todas las formas, las voces de las
tías y los tíos centenarios que hablan desde los tiempos del
general Rosas.
A lo largo del zaguán crece la autora y sus historias, aparecen las amigas, los sueños, las muñecas, las canciones, la
madurez y el cansancio de una vieja solitaria que se reconoce
al estar cada día más cerca del final. Caminando a través del
zaguán se abre una puerta que conduce a un relato prehispánico y luego a una serie de cuentos que abordan y limitan
con lo fantástico al tocar el cruce de la mirada de un hombre
maduro y una mujer que se encuentran junto a una fuen8
Matilde García
te de agua, en un pueblo cualquiera, pero, por un instante,
todo adquiere un tono de extraña brillantez.
Una prosa serena, que maneja adecuadamente el tiempo, las metáforas, los silencios, el dialecto sureño, recorre
de lado a lado el libro y permite que un hilo conductor nos
lleve a través del zaguán. Obvio, a veces lo perdemos…
¿Quién no se ha soltado alguna vez del hilo invisible?... y
asustados o sonrojados recuperamos la ruta punteada. Limitando con lo fantástico es eso.
Carlos Luis Torres G.
Escritor.
9
Introducción a la segunda edición
V
engo, a mis cincuenta y tantos años, de recorrer como
farmacéutica sanitarista caminos de docencia y funcionaria pública, días apresurados entre agendas apretadas
y horas agitadas llenas de estrés. Antes de ser farmacéutica,
lo mismo fui sanitarista y antes de ser funcionaria, también
mi paso se apuró tratando de poner mi granito de arena en
el castillo de los deseos de una realidad mejor.
Y más allá de la trabajadora que corría lo mismo por
calles polvorientas de suburbios pueblerinos que por
el asfalto de grandes ciudades; que se sentó en una silla
maltrecha en una ronda de mujeres de barrio a hablar del
tratamiento para potabilizar el agua en épocas del cólera,
subió escaleras de mármol hacia oficinas de ministerios o
viajó en algún avión integrando comitivas oficiales, siempre
estuvo simplemente la mujer, la madre, la esposa, la viuda.
Una carga de vida como la de cualquier mujer moderna.
Empecé escribiendo como un gesto terapéutico que canalizaba frustraciones, expectativas y miedos, tal vez, hasta
terrores. Pronto sumé a ese gesto inquietudes genealógicas;
convoqué saberes propios y heredados, y no tardé en lograr
10
Matilde García
una ecuación en que la alquimia de las letras transmutara
realidad y fantasía. En ese punto dejé de ser Teresa Madariaga para darle paso a mi alter ego, Matilde García Pérez.
Está claro que me he implicado en cada relato, pero
también he tomado aquellas cosas que me han ido rozando,
golpeando, atravesando, haciendo reír, llorar y hasta casi
resbalado y las he amasado, moldeado, hasta convertirlas
en la imagen legible que quería transmitir.
Como todo pasa en la vida por alguna razón —creo firmemente en la causalidad y no en la casualidad—, un giro
en la vida me permitió dar a luz socialmente a este hijo
gestado durante cinco años. Un día a fines del 2010, dejé
de ser la mujer apresurada que era para detenerme y convertirme forzosamente en la mujer enferma y atrapada en
una cama que pudo compilar estas historias. Mucho tiene
que ver en el impulso de este proceso mi hermana, quien
me animó a incursionar en esta aventura cuando yo consideraba que la que escribía era ella…
Este libro es, también, desde mi perspectiva, un hito necesario para empezar a cerrar otras ideas que van creciendo
con fuerza cada vez mayor: un segundo libro.
Por todo esto, pongo, no sin cierto estremecimiento,
esta «criatura» de papel y tinta, de letras y espacios, en las
manos de ustedes, lectores aventureros.
Mis hijos, carne de mi carne y hueso de mis huesos,
no tienen que sentirse celosos de este hermano, porque él
también lleva su misma sangre.
Matilde García Pérez
11
Tiempos de guerra
L
a batalla había sido confusa, el General Juan Galo Lavalle —bajo cuyas órdenes me puse al regresar desde
Salta, adonde acompañé al General Aráoz de Lamadrid—,
había maniobrado hasta colocar a nuestras fuerzas a espaldas del enemigo, nos condujo hasta cruzar el río Famaillá
y quedar a unas veinte cuadras de ellos. Al amanecer ya
estábamos formados, mil trescientos hombres de caballería,
y unos ochocientos infantes más tres cañones.
Yo sabía que sería una batalla desigual, las fuerzas federales eran no sólo más numerosas, sino que estaban mejor
pertrechadas. Pero también comprendí que el General Lavalle contaba con nuestro mejor conocimiento del terreno —especialmente el mío, ya que como tropero que era
en tiempos de paz, sabía perfectamente dónde estaba cada
vado, cada lomada y cada senda desde Tucumán al sur—
para posicionarnos en una ubicación ventajosa.
Era septiembre, y, cuando la bruma se disipó, el sol ya
estaba a mitad de camino. Las fuerzas enemigas se desplegaban frente a nosotros mostrando su mayoría numérica e,
inmediatamente, nos atacaron. A mi derecha, nuestros ca12
Matilde García
ñones lograban desmontar una pieza de a ocho y contenían
a la infantería enemiga y la obligaban a tenderse en el suelo.
En ese momento atacaron nuestro flanco y respondimos
fieramente, mi escuadrón persiguió y lanceó a más de cien
enemigos, pero no fuimos apoyados a tiempo y el contraataque fue mortal para muchos.
No recuerdo nada más de ese día, más que los gritos y el
olor a pólvora y sangre. Era el diecinueve de septiembre del
año mil ochocientos cuarenta y uno.
Mi siguiente recuerdo fue al despertar en la penumbra
de un rancho, sin poder moverme a causa del entablillado
que tenía en mis piernas. Pasaron horas hasta que la silueta
del paisano se recortó en el hueco de la puerta.
—Veo que despertó al fin, amigo.
La voz era áspera, tosca. La figura, flaca y correosa. Su
cara llena de arrugas se iluminó al encender la lámpara.
—¿Dónde estoy?
Mi voz salió dificultosamente, tenía la garganta reseca.
—En Río Colorado, amigo. Lo trajo el patrón cuando
vio que respiraba, en medio de más de doscientos muertos
lo encontró. El General Lavalle se fue al norte. Los que
pudieron huir, huyeron. Algunos estuvieron como usté, luchándole a la muerte.
Por un instante, el olor a sangre y pólvora fueron más
que un recuerdo, el dolor de mis piernas me estremeció.
¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Podría volver a caminar?
Las palabras se amontonaban y apenas pude articular:
—Deme agua, por favor.
El hombre me sirvió agua en un recipiente de barro. Un
sabor extraño y fresco me devolvió la voz.
—¿Y cuánto tiempo pasó? ¿Qué día es hoy?
—Y… estamos por terminar el año… por ahí del 20
13
Limitando con lo fantástico
de diciembre del cuarenta y uno, uno pierde la cuenta por
estos lados.
Había pasado el verano, atravesado el otoño sin darme
cuenta y sufrido el invierno cuando finalmente los huesos
mal soldados de mis piernas pudieron sostenerme y logré
montar el zaino que me ofreció el patrón. Lo hice rumbear hacia La Casona, añorando sus cuartos espaciosos y
los rincones umbrosos y frescos, impregnados de aromas
domésticos, donde seguramente Matilde, mi esposa, estaría
esperándome.
II
Yo, Matilde García, esposa del Coronel José Ignacio
Murga, dos veces viuda del mismo hombre, todavía recuerdo el día en que vi llegar a mi marido de su primera
muerte. Una sabía que un soldado puede no volver de una
batalla, pero siempre guarda la esperanza de que sólo se
hubiese retrasado, por eso mantuve la puerta del dormitorio entreabierta por dos meses desde esa batalla perdida,
esperando oír el chirrido de las rejas abriéndole paso a sus
trancos recios. Pero también la vida debe seguir, yo sabía
eso por experiencia propia, así que, después de esos dos
meses, cerré la puerta y empecé a hacer frente a la realidad
del caos que la guerra dejaba en nuestras vidas.
Vivíamos de los ingresos que al Coronel le daba su oficio
de tropero. Pero, después de más de seis meses de ausencia,
había que malvender el ganado para poder comprar azúcar,
sal y yerba. Para el resto, hacíamos producir a la tierra
maíz, cebollas y zapallos. Habiendo fallecido mi hermana
Celedonia, La Casona era ahora nuestra y una parte de sus
seis hectáreas, dificultosamente trabajada por las mujeres
14
Matilde García
de la casa, proveían alimentos para todos. Cosas del tiempo
de guerra. En eso justamente estaba pensando cuando los
perros se alborotaron y José Ignacio hijo corrió a esconderse
detrás de mi falda. Me di vuelta para ir hacia la entrada y
ahí, recortada contra el cielo luminoso, una figura oscura
y flaca, desgreñada y un poco maltrecha. Su voz sonó
parecida a la voz de mi marido el Coronel.
Y, realmente, el hombre cuya voz se parecía a la de
mi marido llevaba su nombre y sus ojos tenían, a veces,
la misma luminosidad que me había conquistado diez
años antes. Pero poco quedaba de él. Estos veinte años
han sido demasiados para ver apagarse su luz en medio de
sufrimientos. Finalmente, ahora puedo despedirlo sabiendo
que al menos estará libre de ellos.
III
No es que yo quisiera aprovecharme de mi madre. Nada
tan lejos de mi intención. Pero ella es una mujer absolutamente independiente. Tan independiente que, para salvar
La Casona de los usureros, me obligó a que firmáramos un
compromiso ante dos testigos que documentara el préstamo que le hice de 624 pesos.
Todo comenzó con la primera muerte de mi padre y
su aparición que, al contrario de lo que algunos podrían
pensar, no mejoró la situación. Desde aquel día en que vi
a mi padre —lo supe después, ese día sólo era un extraño
maloliente— trasponer vacilante la entrada a La Casona,
las cosas parecieron empeorar. La hacienda caballar y
vacuna que era de nuestra propiedad había sido descuidada
durante su ausencia y tuvo que recurrir a la justicia para
recuperar algo de lo perdido. Lo único que aumentó en los
15
Limitando con lo fantástico
últimos veinte años fueron los hijos. Su discapacidad hacía
sus viajes difíciles y las visitas del médico cada vez más
frecuentes. Los ingresos no aumentaban pero las deudas sí.
Hace un año mi padre el Coronel falleció librándose
por fin de los terribles dolores y de la carga de sostener a
una familia, y mi madre recurrió a mí como última alternativa para no entregar La Casona. Mi condición de hombre casado hizo que ella insistiera en firmar ese documento
garantizando su voluntad de pagar el préstamo. Cada uno
debe defender a los suyos, decía.
Ahora, tras haber pagado su deuda, yace en su lecho de
muerte en La Casona mi madre Josefa Gabriela García, a
quien le gustaba ser llamada Matilde.
16
Macondo
S
é que sucedió cuando me instalé en el sofá del comedor,
refugiándome del trajín doméstico para devorarme las
últimas páginas de Cien años de soledad.
El comedor era la habitación más amplia de la casa, sus
gruesas paredes de adobe pintadas color limón desteñido y
su techo altísimo del que estaba suspendido un deteriorado
cielorraso de lienzo ayudaban a crear un ambiente fresco en
la canícula de febrero.
El hastío era indescriptible, especialmente porque la alternativa era baldear las rojas baldosas de la galería en las
que agonizaban los helechos o lavar la ropa en la pileta en
el lejano fondo de la casona de mi tía, que era donde se
habían refugiado de su vida de trashumantes nuestros padres, pertinaces artistas de circo, para permitir —gracias a
Dios— que su último retoño naciera en algún lugar definido.
No era que lo contrario me molestara, pero a veces resultaba complicado explicar por qué había nacido en Viedma
si mi hermano era de Ceres, mi madre de Colonia y mi
padre de Temuco. Supongo que ellos habían percibido tales
problemas alguna de las miles de veces que tenían que ir a
17
Limitando con lo fantástico
hablar con nuestros maestros, desconcertados no sólo por
nuestra insolente independencia y flexibilidad para adoptar
rápidamente lo peor de las mañas de nuestros compañeros,
sino por lo surtido de nuestro prontuario escolar, que más
que certificaciones de cursos aprobados, parecía una guía de
rutas latinoamericana.
La tía —y era tía de alguien, pero no era hermana de
mi padre ni de mi madre— tenía como noventa años y le
venía bien alguien de compañía, porque ya le costaba atender tanta casa con tan flacas fuerzas. Por eso siempre había
tarea que hacer.
El sofá era grande, yo cabía recostada a lo largo sin problemas, y tenía una funda con flores selváticas protegiendo
el gastado gobelino con que estaba tapizado. Me gustaba
acurrucarme ahí, lejos del alboroto familiar, para hacer algo
que había aprendido guiada por la más fantástica maestra
que tuve en mis nueve años de experiencia a través de las
escuelas de cuatro países sudamericanos.
Ella, Lavinia Iturre, era la maestra de sexto grado de la
escuela de Trenque Lauquen. Fui su alumna desde mayo
a noviembre de 1969. Primero me hice notar por mi desastrosa dicción, mezcla de todas las tonadas de la gente
de cien pueblos, y luego por mi dificultad para leer en voz
alta, que en realidad era dificultad para leer, lisa y llana.
Lavinia era en ese entonces una joven principiante, tal vez
por eso me adoptó como su desafío para ese año. O al menos eso me pareció, porque se esforzó tanto que el 11 de
noviembre, Fiesta de la Tradición, yo fui la encargada de
leer veinte versos del Martín Fierro de José Hernández, y
fui aplaudida por todos, especialmente por mis padres, ni
grandes estudiosos ni sabios, apreciando la transformación
de su hija, que en sus ratos libres reemplazó los partidos de
18
Matilde García
fútbol por empedernidas lecturas en cualquier rincón que
lo permitiese.
Ésa es la razón por la cual había empezado a leer las cuatrocientas veintitrés páginas del sabroso libro hacía exactamente treinta y seis horas y estaba dispuesta a beberme
hasta el último trago, merecido después de los desvelos, las
maniobras para continuar leyendo mientras arrastraba la
escoba por las habitaciones, mientras cocinaba, mientras
comía… mientras reiteradamente volvía atrás para retomar
la retorcida genealogía.
Así que ahí estaba, caminando por las calles polvorientas
de Macondo detrás de Amaranta Úrsula, que llegaba con su
marido a cuestas a la casa de los Buendía, como un torbellino
renovador e irreverente, donde un Aureliano (uno más en
la cadena genealógica) esquivo exploraba los rincones del
conocimiento, ajeno a la realidad. Desgrané cada instante
hasta llegar al inexorable momento en el cual la historia
de cien años de Buendías terminaba de concretarse en el
castigo de un hijo con cola de cerdo, consecuencia de las
relaciones incestuosas entre Aureliano y Amaranta Úrsula.
Sentí la presión de un universo derrumbándose ante un
hombre que se profetizaba a sí mismo, víctima de su sabiduría y su pasión, ambos indiscutiblemente escritos en sus
genes y finalmente cumpliendo su destino, sentí como un
vórtice oscuro se apropiaba de mi voluntad.
No sé con exactitud cuánto tiempo estuve atrapada en
Macondo, pero era ya tarde cuando discutí con mi hermano que sostenía que me buscó varias veces por la casa,
especialmente por el comedor, sin encontrarme.
19
El sueño
Siempre pensé que los sueños son como una sopa en
la que se mezclan, en el caldo de las ideas olvidadas y los
mandatos del subconsciente, las experiencias recientes más
fuertes, sazonadas con el recuerdo de otras lejanas traídas a
colación vaya uno a saber por qué escondida relación entre
ellas.
Pero ahora que repienso los hechos de la última década, tengo que reconocer que a veces los sueños son como
los del José bíblico, el hijo de Abraham que llegó a ser el
hombre más poderoso de Egipto después del Faraón. Sueños premonitorios, sueños que sólo adquieren sentido en el
contexto de la realidad futura.
Recuerdo tan nítidamente las imágenes a todo color y
sonido cuando soñé al Pastor de mi iglesia llamándome
repetidamente Esther —tengan en cuenta que me llamo
Beatriz—, mientras yo lo saludaba después de tanto tiempo sin verlo… Debajo de su camisa blanca mangas cortas,
inusualmente entreabierta, se veía una camiseta negra y
yo le decía que lo felicitaba por el cambio y él volvía a
llamarme Esther… Me reía pensando en que siempre se
20
Matilde García
confundía de nombres… Debiera haber notado el tono
convincente e insistente que usaba, pero, bueno, en ese
entonces mi futuro no se parecía a lo que es hoy.
Desde ese encuentro onírico pasó mucha agua bajo el
puente. Para empezar, dejé de congregarme y casi perdí
contacto con todos los hermanos, incluso con el Pastor.
Tienen que entender esto, esa comunidad fue importante
para mí mientras estuve en crisis, pero, cuando me sentí
fortalecida, me asfixiaban las convenciones, los límites y las
ceremonias. El mundo parecía una gran pista que pedía ser
recorrida, la perspectiva con que encaraba mi trabajo cada día
era más amplia. En ese entonces mi trabajo era insignificante:
solamente secretaria de la legisladora provincial Ermelinda
Ríos. Lo mejor era que parecía que podía ayudar a los
más necesitados doblemente: podía dejar escurrir alguna
palabra de esperanza en el poder transformador de Dios
y simultáneamente transformar levemente esas vidas con
algún aporte material. Ser una mujer sola —sin marido, sin
padre, sin hijo— le da a la vida cotidiana matices especiales:
la soledad canaliza todas las energías en aquello que tenemos
más a mano. En mi caso, la logística social de la actividad
política de la legisladora me absorbió completamente.
Cuando cinco años después fue lo del golpe militar,
quedé de pronto sin saber qué hacer. Ahora la actividad
legislativa tenía otro enfoque y no había lugar para mis
intentos de mejorar la situación de las personas desde ese
espacio. Pero los vínculos establecidos durante esos cinco
años se habían hecho fuertes, así que continué en relación
con la Leonor y con Armando, que siempre acompañaban
a la gente a hacer los pedidos, esas migajas que del poder
político obtenían quienes sabían qué y a quién pedir: una
casilla, colchones, un subsidio, una pensión, medicamen21
Limitando con lo fantástico
tos,… Como yo conocía los contactos apropiados para
cada necesidad, iba y venía, tejiendo inconscientemente
una fina telaraña y convirtiéndome en una especie de reina
araña que enlazaba extremos diferentes de la sociedad provinciana. Las gestiones a veces se hacían más difíciles y empecé a relacionarme también con los oficiales del ejército,
buscando entre ellos los de mayor sensibilidad y, apelando
a sus remordimientos, lograba pequeños beneficios para
quienes no tenían nada.
Fue en esas idas y venidas que conocí al Teniente Coronel Santiago Igusquiza, todo un caballero que era capaz
de mover cielo y tierra en cada oportunidad que le pedía
ayuda.
Yo para ese entonces tenía treinta y pico de años, tres
menos que ahora, y seguía sola. Por lo que el refinamiento
de Santiago Igusquiza me producía cosquilleos impensados, casi recién estrenados. Pero no pasaba de eso. Así que,
cuando me invitó a salir, me pareció una idea interesante,
después de todo era el más humano de los oficiales que
había conocido. Lo que nunca me imaginé es que me propusiera matrimonio esa misma semana. Supongo que no lo
pensé con la calma necesaria, pero, teniendo en cuenta las
circunstancias, no había mucho qué pensar, al menos, así
me lo pareció en ese momento.
Ya no estaba dentro de la comunidad evangélica, pero
me quedaba claro que el amor puede construirse con el
conocimiento del día a día del otro, que siempre podía ser
profundizado, que el respeto era la base de todo matrimonio que valiese la pena. Que el verdadero amor entre amigos era el más duradero de todos, eso era una idea que me
quedaba clara. Tal vez por eso nunca me alejé del todo de
la Leonor y de Armando, aunque se lo oculté a Santiago sin
saber muy bien por qué.
22
Matilde García
Lo que evidentemente no tenía claro es que las personas
nunca se conocen tan bien como imaginamos. Y hoy sí
que tiene sentido eso de que mi pastor me llamara Esther.
En estos últimos tres años Santiago Igusquiza, mi marido,
se convirtió en Comandante en Jefe del Ejército, y la vida
de las personas está indudablemente en sus manos. Ya no
peticiono ante él chapas, colchones, pensiones o un terreno
donde poner una casilla. Ahora son las vidas de Leonor y
de Armando las que están en juego. Así que, cuando él
vuelva esta madrugada, me convertiré en Esther y seré su
reina para lograr que autorice su liberación. Lucas, el Pastor
de mi sueño, estará esperándolos del otro lado del puente
para llevarlos a un lugar seguro. Lucas ya no es Pastor. Él
ahora usa una camiseta negra y un pantalón de combate.
En algún lugar de su mochila una destartalada Biblia es
el testimonio de su fe. Es Nochebuena y no hay fuegos
de artificio, sólo el rechinar de los autos y el golpeteo de
los pasos apresurados en las calles antes de los disparos, los
golpes en las puertas y los gritos ahogados.
23
La fuente
L
a fuente fluye bajo la protección umbrosa del árbol más
frondoso de la plaza Independencia. Ésta es una ciudad
pequeña, mucho más que un pueblo, mucho menos que
una metrópoli. Seis bancos de cemento custodian la fuente
o se ofrecen como refugio a caminantes cansados, amantes
adolescentes y, no tanto, a madres resignadas al barro en
las rodillas de los pantalones y a los restos de algodón de
azúcar en los cuellos y en las pecheras de los vestiditos con
flores pequeñas.
Los viernes a las seis de la tarde el lugar se llena de adolescentes recién liberados de sus clases que dejan sus libros
en los bancos y se apoyan en el borde de la fuente mientras
planean la salida nocturna, pactando con quién y adónde.
Los domingos a mediodía, de viejos que leen su periódico
mientras esperan a su mujer que fue a misa de once a la
Catedral, o tal vez a San Francisco.
Pero los lunes a las cuatro de la tarde está ella, que siempre lleva un libro para leer y que, sin embargo, se queda
observando a los transeúntes, o simplemente cerrando los
ojos, me imagino que para escuchar mejor el parloteo de
los pájaros o el susurro del agua.
24
Matilde García
Los lunes a las cuatro de la tarde la plaza está limpia,
todo lo limpia que puede estar una plaza sin adolescentes,
sin niños, porque recién a las seis se pone concurrida. Y está
silenciosa, especialmente en la canícula de este verano. En
realidad, sólo silenciosa de ruidos urbanos, humanos, porque en este momento, cerrando los ojos, uno puede imaginar el trajín de los gorriones, de los quetupís, de algún que
otro loro agreste y tal vez de alguna catita australiana o de
un canario escapados de su jaula. Y es que fuente y árbol,
agua y sombra, rumor y ramas son un refugio especial, un
recorte de la naturaleza en la traza de hormigón y asfalto.
No es que solamente venga los lunes a las cuatro de la
tarde. A veces la he visto los miércoles a las cinco, los sábados a las ocho de la mañana o los jueves a la noche. Pero
siempre, siempre, los lunes a las cuatro de la tarde. Es una
mujer común, con un aire de intelectual —aunque tal vez
sólo sea por eso de andar cargando un libro— con poco,
casi ningún maquillaje (a veces una línea oscura reforzando
sus ojos oscuros, o un trazo descuidado de rouge en sus
labios bien formados), el cabello nunca totalmente en su
lugar, ropa informal pero armoniosamente combinada, zapatos cómodos, casi espartanos.
Por ejemplo, hoy es martes y son las seis de la tarde, y la
veo venir desde la esquina opuesta y sentarse junto a una
jovencita con aspecto de estudiante de medicina, delantal
blanco abierto, ojos llorosos. Así pasaron como treinta minutos, charlando, ella tomándola de la mano, consolándola, pero, hablándole firmemente, se la veía apasionada,
convincente. Alrededor de ellas, los niños juegan ante la
indiferencia de sus madres y puñados de adolescentes desparraman las últimas hojas de sus carpetas escolares. Es que
esta semana es semana de exámenes finales, de final de clases, de inauguración de vacaciones. La estudiante se va y
25
Limitando con lo fantástico
ella se queda, relajada, con los ojos fijos en la danza del
agua. Diez minutos más y sus pasos la llevan de regreso,
sin prisa.
Cuando llueve, agua sobre agua, agua resbalando por
las hojas grandes, lisas y verdioscuras del Ficus bengalensis,
agua formando charcos barrosos en los que flotan papelitos
de caramelos, trozos de hojas de papel con letras borrosas,
agua filtrándose entre las baldosas y esperando agazapada el
paso apurado de los empleados públicos que corren hacia
las oficinas para saltar a los pantalones, al borde de la falda
blanca, inundando zapatos, arrancando maldiciones.
Ayer viernes llovió y la vi pasar apresurada, bajo un paraguas colorido, saltando la geografía caprichosa de lagunas
y pantanos, y sin quejarse de las salpicaduras que avanzaban porfiadas sobre sus sandalias claras. Frente a la fuente
se detuvo un instante, casi imperceptible, sólo un movimiento vago que me dijo cuánto quisiera poder quedarse
aunque eso significara terminar empapada. Y, en cuanto
dejó de llover, a pesar de que estaba anocheciendo, no sé
en qué momento, ya estaba sentada, luego de haber secado
prolijamente el banco, casi estática, respirando profundo,
como saliendo de la abstinencia.
Con el tiempo comencé a preguntarme porqué la regularidad de los lunes, tan puntual al llegar, tan demorada la
partida. ¿Venía de trabajar y éste era un escape a la carga
pesada de un día particularmente pesado? Pero no era posible que esto sucediera todos los lunes. ¿Y en qué trabajaba?
No tenía horarios definidos, excepto los lunes. No debía
ser una empleada pública, ni una maestra, mucho menos
un ama de casa.
Sólo un evento atravesaba periódicamente su trayectoria
de episodios alrededor de la fuente. Algunos lunes —pero
26
Matilde García
solamente algunos— un hombre insignificante cruzaba la
plaza rodeando la fuente, en un camino ilógico, pero repetido. Venía del sudoeste, desde el ex hotel Corona, enfilaba
hacia el centro de la plaza, y luego, bajo la sombra del ficus,
aminoraba su paso hasta casi detenerse, pasaba exactamente delante de ella, en cuatro grandes pasos más estaba al
borde de la fuente, deslizaba su mano por la superficie del
agua y seguía su camino al sudeste. No había prestado ninguna atención a este hecho hasta que noté que sus miradas
se cruzaban durante una milésima de segundo. Y en esa
milésima de segundo, la fuente enloqueció, el ficus se encrespó y el granito de las veredas de la plaza resplandeció de
blanco con reflejos verdosos. Era posible percibir todo eso
si uno estaba concentrado en el cruce de miradas porque,
de lo contrario todo pasaba como un pequeño desajuste
en la visión, un reacomodamiento de la retina a un reflejo
pasajero. Después de este descubrimiento, se hace evidente
que él tiene como rutina ese recorrido los lunes. Entre las
cuatro y las seis, en algún momento, este rincón de la plaza
se altera mágicamente, sin que sus protagonistas muestren
señales de darse cuenta de ello. Pero este hombrecito menudo, que usa pantalones excesivamente holgados, sujetos
por unos tiradores oscuros, camisa clara, zapatos gastados,
anteojos de espejuelo, su cabello gris peinado descuidadamente y con un maletín desteñido al hombro, recorre el
mismo camino en otros días y otros horarios. Lo he visto
pasar acompañado con una o dos personas un poco más
jóvenes, hablando calurosamente. Su cuerpo, generalmente
encorvado, se torna erguido, sus gestos firmes, casi dominantes, parecen completar sus palabras. El rostro encendido, los ojos brillantes, deja de parecer insignificante.
En este punto, me parece absolutamente imprescindible
develar los nombres de ella y de él. Y deliberadamente
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Limitando con lo fantástico
digo develar, porque aunque desde la posición que
ocupo es imposible saber cómo los bautizaron —qué es
un nombre sino un sustantivo propio, una esencia hecha
palabras, nunca aprehendida totalmente, pero que sirve
para identificar, llamar, en definitiva nombrar, a alguien—,
prefiero pensar en la palabra que para mí representa esa
esencia. Y creo que ella es Matilde, por sus labios apretados,
su paso firme, su indiferencia ante los protocolos y las
reglas y su preocupación por las personas. Podrían haberla
bautizado como Ana, María o Beatriz, pero estoy segura
de que es Matilde. Y él… él me parece, no estoy segura,
no se ha dejado ver con claridad hasta ahora, pero, repito,
me parece que es Benito, un poco tímido, amante de la
naturaleza, capaz de desafiar los convencionalismos, con
ideas claras y por eso mismo, un líder potencial.
Nunca hasta ahora, Matilde y Benito se habían encontrado fuera de los lunes entre las cuatro y las seis. Hasta
ahora. Porque en este preciso momento, domingo a las 9
de la mañana, ambos vienen, desde distintos extremos de
la plaza, hacia aquí. Matilde, de vestido veraniego, flores
amarillas sobre fondo verde claro, cabello recogido en la
nuca, libro en mano, viene desde la esquina noreste, a paso
firme, pero sin prisa. Benito, pantalones claros, camisa de
mangas cortas, de la mano de un niño que no conozco,
viene caminando despacio, deteniéndose en cada árbol,
mostrando al niño las hojas, el follaje, desde la esquina sudoeste. Al ver la fuente, el niño corre hacia ella, mete sus
manos hasta el fondo, grita:
—¡Abuelo! ¡Ven a tocar el agua! ¡Está fría!
Y Benito apresura el paso, la mirada concentrada en el
pequeño.
Los gritos llaman la atención de Matilde, que, sin ver a
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Matilde García
Benito, se acerca al niño y le sonríe. Dos segundos después
sus miradas se cruzan y el agua de la fuente se vuelve azul
eléctrico, sin embargo nadie, excepto yo, parece ver semejante fenómeno. Por una infinitésima de tiempo, todo se
congela, el agua azul detiene su caída, las hojas del Ficus
bengalensis se quedan quietas en un aire también quieto,
dorado por los rayos nuevos del sol de la mañana. Pero
todo recupera su aspecto habitual inmediatamente y con el
niño entre los dos, Matilde y Benito también vuelven a la
normalidad:
—Buenos días.
—Buenos días.
—¿Es su nieto?
—Sí, el único que tengo.
—Hermoso niño.
—Gracias.
Y, sin más, cada uno siguió con su vida: Benito tomó
de la mano al niño y enfiló hacia el sudeste. Matilde se
sentó en un banco a leer su libro. Sin embargo, me parece
que el agua sigue teniendo un tinte azul eléctrico, aunque
nadie parezca darse cuenta de ello. Y desde entonces, cada
domingo a las nueve de la mañana, la escena se repite, el
diálogo cambia, pero siempre son dieciséis palabras exactas
las que intercambian.
El siguiente lunes a las cuatro en punto de la tarde, Matilde estaba como siempre en su banco con el libro sobre
la falda, la mirada fija en el extremo sudoeste de la plaza,
esperando la aparición de Benito. Aunque tuvo que esperar
casi hasta el límite de las seis, no quedó defraudada: ahí
venía la figura desgarbada, con paso tranquilo, pero con
la mirada fija en el banco de Matilde. La algarabía de la
fuente y el alboroto del ficus duraron lo que siempre, un
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Limitando con lo fantástico
pestañeo, pero los fragmentos verdosos del granito de la
vereda resplandecían al paso de sus zapatos gastados, pero
cuidadosamente lustrados mientras avanzaba desde la esquina hasta el rincón de la fuente y el aire alrededor de
Matilde tenía unas reverberaciones extrañas desde que lo
adivinó, un segundo antes de que sus pies terminaran de
cruzar la calle. Pero todo pasó rápidamente, sin ninguna
señal evidente por parte de cualquiera de los dos de que se
reconocían, del contacto fugaz del día anterior.
El martes era seis de enero y a las diez de la mañana
una brisa piadosa impedía que la ciudad se terminara de
caldear agobiada desde los 24 grados del amanecer. Con
pisadas pequeñas y casi descuidadas, Matilde bordeaba la
plaza vestida de blanco y dejando descubiertos sus hombros huesudos y delgados, su cabello un poco despeinado.
Dudó un instante y, casi bruscamente, cambió su rumbo
para pasar por debajo del ficus. Ahí, en el banco que se
escondía detrás del retorcido tronco, estaban Benito y su
nieto. No decidió que quería pasar frente a ellos: sus pasos
simplemente fueron en esa dirección, justo cuando el niño
levantaba su mirada.
—¡Hola, señora! ¡Abuelo, saluda a la señora del otro día!
—Hola, pequeño.
Benito mirando a Matilde, Matilde mirando a Benito.
Azul eléctrico en el agua de la fuente.
—Buenos días.
—Buenos días.
Verde inglés intenso en las hojas del ficus, una brisa
revolviéndolo todo y nada más. En dos minutos, abuelo
y nieto enfrascados de nuevo en la lectura del cuento y
Matilde, volviendo a su recorrido anterior. Nada menos
que un renovado color en el ficus, un tono más azul en el
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Matilde García
agua, y cada martes a las diez y cinco, un nuevo encuentro
casual, y dieciséis palabras para intentar una charla con la
participación del nieto de Benito.
El miércoles ocho Matilde esperó al atardecer para ir
a sentarse en su rincón preferido, para abrir sobre la falda
roja que apenas mostraba sus rodillas bruscas el libro de
Cortázar. Creo que Matilde se siente identificada con los
famas, aunque a veces querría ser un cronopio, después de
todo, es evidente que sus recuerdos vienen con ella y todavía no están etiquetados. Tal vez sean solamente los recuerdos cercanos, ésos que evocan a Benito, pero son recuerdos
al fin. Da vueltas a las páginas sin detenerse en las frases, sin
reconocer las palabras, sólo quedándose ahí con la mente
atravesando el agua casi azul de la fuente para mirar la esquina sudoeste, sin mirar, pero con el alma escapándosele
de tan ansiosa.
Y es tan fuerte la evocación que, finalmente, cuando levanta la vista, ahí viene Benito, paso apresurado, un
mechón de cabellos fuera de lugar, con una mirada que
aparentaba distracción, pero que solamente podía buscar
la figura sentada detrás de la fuente. Con ese aire desaliñado y desorientado Benito es, definitivamente, un cronopio.
Desacelera sus pasos, aprieta los labios y enfila hacia el único banco ocupado. Se detiene frente a Matilde y en su voz
aletea la angustia, mientras las baldosas de la vereda titilan
en verde esmeralda:
—Buenas…
—Buenas…
—¿Podría sentarme?
—Claro…
—Qué calor…
—Aquí está tan fresco…
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Limitando con lo fantástico
—Ciertamente…
Se quedaron lado a lado, sintiéndose, respirándose,
mientras la fuente salpica gotas azul eléctrico y el aire alborotado balancea las hojas del ficus, un tono más brillantes
que de costumbre. Podrían haber sido cinco minutos, o
tres horas, no estuve controlando el paso del tiempo, el
tiempo no tenía importancia en este recorte glorioso del
universo, sólo ellos existían. Pero, cuando Benito se incorporó, mientras la fuente se desteñía solamente un poco y
el ficus recuperaba su compostura, las farolas ya dejaban
escapar su luz amarillenta, noté que las veredas estaban resplandecientes.
—Un placer, adiós.
—Adiós.
Habiendo descubierto la elongación infinita del tiempo,
Matilde y Benito siguieron encontrándose casualmente
cualquier día, y puntualmente a cada hora, para repetir
un diálogo o un «triálogo», según fuera con o sin el nieto,
siempre con dieciséis palabras hasta llenar totalmente las
horas y los días de la semana, las semanas de los meses, los
meses de los años.
Al cabo de diez años de tener esta foto sobre la chimenea
no dejo de admirarme de su capacidad de renovación: empezó siendo una imagen sepia casi borrosa y ahora es una
fantástica impresión láser . color en papel fotográfico. La
compré en una tienda de antigüedades en algún recodo de
San Telmo, justamente porque sus colores venían bien con
la decoración que en ese tiempo tenía en mi departamento.
El ridículo precio que pagué no fue tanto como la ridícula
atracción que ejerció en mí el hecho de encontrar un re32
Matilde García
corte de mi ciudad en la gran metrópoli, una imagen de
la fuente en la plaza aparentemente vacía. Sabía que había
algo más, pero nunca podría haber adivinado las razones.
Hoy me sigo sorprendiendo con la variedad de los
encuentros no planeados de Matilde y Benito en una
superficie de seiscientos centímetros cuadrados, y con su
capacidad de profundizar su comunicación con solamente
dieciséis palabras en cada oportunidad. Pero lo que más me
fascina es la dedicatoria de la foto, cuidadosamente escrita
con trazos oblicuos y firmes, que descubrí el día que decidí
cambiarle el marco porque era demasiado oscuro:
De todas maneras, aunque nunca pueda tenerte
verdaderamente cerca, siempre estaremos juntos en nuestro
rincón.
Benito.
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E
speramos que haya disfrutado esta muestra
de Limitando con lo fantástico de la escritora
argentina Matilde García Pérez. Lo invitamos a
que la comparta y la difunda logrando así que la
lectura sea una forma de entretenimiento masivo.
Igualmente, si quiere conocer la obra completa
haga click aquí.
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