LA IMAGEN HABLA, EL PACIENTE CALLA Vicisitudes del Consentimiento Informado1 Dra. Patricia Digilio La medicina moviliza hoy todo un extraordinario dispositivo tecnológico, fantásticos medios para prolongar la vida, intervenir en la procreación, suprimir el dolor, sustituir las funciones corporales por medios técnicos pero haciéndose cada vez más técnica ha abandonado sus finalidades y su sentido primeros: el contacto directo con el dolor, la enfermedad, el sufrimiento humano, el cuerpo. Por ejemplo, cada vez se ausculta menos porque el cuerpo ha devenido en una imagen sobre una pantalla. Auscultar tiene una rica sinonimia: reconocer, escuchar, explorar. La intersección de estos significados configura una especial forma de relación que hace del acto médico un encuentro entre el médico y el paciente. Sin embargo, esta relación parece distorsionarse –al menos reconfigurarse– cuando ese paciente se vuelve imagen en la pantalla. ¿Cómo escuchar a la imagen? ¿Cómo reconocer en la imagen a la persona del paciente? ¿Cómo explorar, escrutar ese cuerpo único e irrepetible que es una persona en la imagen? ¿Qué tiene el paciente/imagen para decir? ¿Cuál es su saber y su decir sobre su propio cuerpo? y ¿qué valor epistemológico, científico alcanza en esa relación médico /paciente lo que éste tiene para decir si es que la oportunidad para ese decir le es dada?. La supresión de la palabra del paciente (y por lo mismo la supresión de la dimensión simbólica de la palabra y su sustitución por la dimensión simbólica de la imagen) y esa mutación del cuerpo en imagen y datos numéricos que traducen las funciones del cuerpo a porcentajes y medidas estadísticas, los que a su vez son leídos en términos: de normal/anormal, operan una transformación óntica-axiológica que ya no sólo significa la separación entre persona/cuerpo, sino también, y muy especialmente, su reducción a imagen y dato(s). La imagen habla y lo que la imagen tiene para decir es más relevante que aquello que el paciente pueda decir. La imagen habla, el paciente calla. Un desarrollo más extenso de este tema, del que aquí sólo presento una parte, puede verse en mi artículo “De la subversión de los cuerpos. Génesis y técnica de una nueva biopolítica” Revista de la Sociedad de Medicina Antropológica, Buenos Aires, Nro 2, 2007. 1 97 Ahora bien, cabe aquí entonces una pregunta ¿cómo se modula en esta matriz la relación médico-paciente? La idea de que la medicina (los médicos) ejercen un poder (aunque convendría decir “poderes”) y no solamente un arte y que ese poder encuentra su lugar de institucionalización en ese espacio que es el hospital, para extenderse mucho más allá de sus fronteras hasta alcanzar la medicalización de la vida, ha ocupado un extenso lugar en la literatura filosófica, antropológica y, por supuesto, en esa disciplina relativamente reciente llamada bioética. De manera que nada nuevo decimos cuando señalamos que la esfera médica es el espacio en el que se interceptan la ciencia, la moral, el derecho, la economía, la caridad, y el humanitarismo en intrincadas relaciones de saber-poder que fundan pero a la vez son modeladas por una estructura jerárquica tanto profesional como científica. Paternalismo médico se ha denominado a esa relación entre médico-paciente donde las relaciones de saber/poder se manifiestan en la forma de la autoridad médica, en un tipo de cuidado y atención que desplaza las decisiones de la esfera de las preferencias y deseos del paciente a la decisión “objetiva” que se toma en nombre de conocimientos y saberes inalcanzables –e incomprensibles– para “el paciente” pero en base a los cuales puede establecerse qué es lo mejor para él y qué debe hacerse.2 En reacción y contraposición a este modelo hace ya un tiempo que se insiste en promover otro, el denominado modelo autonomista basado en el respeto por la autonomía del paciente y que, básicamente, promueve el respeto por el agente autónomo. Esto implica asumir su derecho a tener opiniones propias, a elegir y realizar acciones basadas tanto en sus valores como en sus creencias personales e implica no sólo una disposición sino una actitud activa en defensa, en este caso de la autonomía del paciente.3 La puesta en práctica de este modelo exige de procedimientos que garanticen el ejercicio de una actitud activa por parte del paciente a la hora de tomar decisiones, entre ellos: “el consentimiento informado” y “el rechazo informado”. A su vez, de la observancia del principio de respeto por la autonomía se derivan reglas como el respeto por la intimidad y la privacidad del paciente. De manera que en este modelo puede observarse un desplazamiento de los lugares de poder o al menos debería observarse. Pero evocar el respeto por la autonomía no es un sortilegio que la haga efectiva. Y es que el principio de respeto por la autonomía, tan a menudo citado en los escritos de bioética, parte de un supuesto en el conviene detenerse: que los Este modelo se basa en el principio de beneficencia que indica que el profesional debe proceder de manera tal de llevar adelante las acciones que resulten más beneficiosas para el paciente. Claro que el problema es aquí establecer quién determina lo más beneficioso y qué es lo más beneficioso. 3 Este modelo, como resulta obvio, se basa en el principio del respeto por la autonomía. 2 98 individuos son básicamente independientes y auto dirigidos. Un supuesto que no deja de ser problemático cuando se inserta en contextos prácticos definidos, esto es: sociedades profundamente desiguales cuyos miembros se vinculan en relaciones de poder asimétricas y se encuentran en desventaja unos respecto de otros. Pero además, algunos trabajos de filósofas feministas4 han servido para advertir que en la práctica este supuesto sirve para proteger los privilegios de quienes tienen más poder (que son los que realmente ejercen su autonomía) y hecha sombra sobre la legitimidad de los reclamos por una mayor igualdad, en tanto la supone. Pero sabemos que una mayor igualdad es una precondición absolutamente necesaria para cualquier pleno ejercicio de la autonomía de quienes están en desventaja en la sociedad. Tradicionalmente se afirma que un paciente es competente cuando posee la capacidad de comprender la información sobre su condición y sobre las opciones de tratamiento y puede tomar decisiones sobre la base de tal información. Esta noción de competencia ligada a la de autonomía es una noción que se adscribe a las personas que son consideradas racionales y sabemos que la idea de racionalidad ha sido históricamente construida de manera tal que ha excluido no solamente a los niños, sino también a las mujeres y a otros grupos oprimidos. De manera que aquellos que son declarados como no racionales quedarían fuera de la esfera de protección de la llamada autonomía. La complejidad del problema aumenta si tenemos en cuenta que quienes están oprimidos enfrentan barreras sistemáticas a su libertad. Así, las elecciones que se les pueden ofrecer en el contexto médico encuentran serias limitaciones al encarnar en la cotidianeidad de su vida en general. Resulta entonces por lo menos engañoso hablar de autonomía cuando las alternativas se presentan seriamente limitadas de antemano. Por lo tanto contraponer un modelo a otro no puede soslayar esta cuestión ni es garantía de resolución o de transformación de condiciones más profundas y sustanciales aunque quizá menos visibles. Entonces, si por un lado se asiste a un extraordinario despliegue de la medicina que ofrece a la demanda múltiples formas de diagnóstico y Para un análisis del concepto de autonomía pueden verse, entre otros textos; LORRAINE, Code, What can She Know? Feminist Theory and the Construction of knowledge, New York, Cornell University Press, 1991.HELD, Virginia, “Feminism and Moral Theory “en: KITTAY and MEYERS (eds) Women and Moral Theory, Totowa, NJ: Rowman & Littlefield, 1987. BAIER, Annette, Postures of the Mind: Essays on Mind and Morals, Minneapolis, University of Minnesota Press, 1985 y LlOYD, Genevieve, The Man of Reason: “Male and Femele” in Western Philosophy, Minneapolis, University of Minnesota Press, 1985. 4 99 tratamiento que se traducen en una amplia gama de exámenes, aparatología y técnicas que hacen que aumenten las opciones para el paciente, es también cierto que ese acceso no es universal –está claramente delimitado por razones económicas– y que ese dispositivo tecnológico sustituye a la palabra entre el médico y el paciente al mismo tiempo que al ser cada vez más complejo y sofisticado acrecientan el saber y el poder médico y la distancia en lo que hace a las posibilidades de comprensión de ese saber por parte del paciente. En el mismo sentido puede percibirse un contraste entre estas novedosas y variadas formas de ejercer la medicina con los espacios donde esta se ejerce: la institución hospitalaria, que parece saber muy bien cómo preservarse de toda transformación para permanecer inalterable en su estructura de poder y jerarquía: de hecho al interior de la institución el paciente se ve privado de ejercer su derecho de elegir a “su médico” y de las condiciones para el ejercicio de sus competencias para decidir su suerte: en esas condiciones debe brindar: “su consentimiento informado”. La demanda ética de respeto por la autonomía del paciente y sus derivados como la exigencia del consentimiento informado para la intervención o el tratamiento, la negativa o el rechazo del paciente fundado en la información, el respeto por su intimidad y privacidad, sus preferencias y opciones, entre otros, contrastan, con una concepción que escinde al cuerpo de la persona, que hace del cuerpo imagen, con una medicina que se especializa y se tecnifica en la forma de la biomedicina al mismo tiempo que se muestra errática y titubeante para definir su sentido y objeto e, incluso, para dar respuesta a los estados y entidades que ella misma genera: embriones criopreservados cuyo status ontológico permanece indefinido y con los que no se sabe muy bien que hacer, prolongación de la muerte en la forma de estados vegetativos crónicos: seres a mitad de camino entre la vida y la muerte con los que tampoco se sabe qué hacer. Pero aun cuando no se trate de los límites extremos de los comienzos de la vida y de la muerte, otros ejemplos menos excepcionales y cotidianos llaman a la reflexión. Si el consentimiento informado (o el rechazo informado) requieren hacer inteligibles, comprensibles para el paciente en muchos casos procedimientos y funciones complejas para que éste pueda tomar una decisión sobre la base de una información veraz y completa es posible percibir en la práctica más que el esfuerzo profesional por dar lugar a un diálogo fluido y que permita la interacción, el esfuerzo del paciente por hablar en un lenguaje médico, como si el traducir su malestar y sensaciones a un lenguaje técnico y específico les otorgara a éstas un legitimidad de la que carecen en sí mismas. El proceso de medicalización ha dado sus frutos: no sabemos (o no podemos) hablar del cuerpo sino en términos médicos. No podemos hablar, comprender, expresar nuestro, cuerpo, la enfer100 medad y ni aún la salud sino en términos médicos.5 Al mismo tiempo, porque todo hay que decirlo, el procedimiento del consentimiento o el rechazo (en las raras excepciones en que éste tiene lugar) se transforman en un trámite administrativo más cuyo sentido se pierde en la maraña burocrática de la que ninguna institución prescinde corriendo así el riesgo de caer en una rutina y de olvidar sus finalidades. Pero cómo hacer observar esas finalidades cuando los pacientes desconocen sus derechos más elementales, cuando la primera sensación al traspasar el umbral para ingresar a la institución hospitalaria que se apodera de un sujeto, ahora convertido en paciente, es la pérdida de la “propiedad” de su cuerpo que pasa a constituirse en una copropiedad con la medicina. Consideremos algunos ejemplos en las que estas observaciones se ponen en juego: en un ensayo terapéutico, particularmente cuando los sujetos esperan ganar mucho con él, es posible que estén dispuestos a asumir riesgos proporcionalmente grandes y esto puede ser éticamente permisible. En cambio, en un ensayo no terapéutico donde no se prevén beneficios para ellos, los riesgos deberían ser casi inexistentes o mínimos. Sin embargo esta distinción no es tan sencilla de aplicarse, es habitual que en la relación entre el investigador y el paciente actúen otros factores en la interpretación de esta correspondencia entre “riesgo y beneficio. Uno de ellos es la asimetría señalada en la relación médico/ investigador y paciente, es claro que el investigador conoce mejor las cuestiones en juego que el paciente, y que esa asimetría aumenta cuando este investigador es su médico y por lo tanto el paciente puede llegar a sentirse dependiente de su buena voluntad y busca por lo tanto complacerlo. El consentimiento informado de los sujetos humanos es necesario pero no suficiente no exime a los investigadores de la responsabilidad de garantizar que los beneficios y los riesgos sean proporcionados. El CI no puede transformar en ético un experimento inherentemente no ético. Es preciso señalar que si prescindimos de los contextos en los que los procedimientos y las decisiones se toman puede ocurrir, que esa defensa de una autonomía abstracta (expresada en la formula de un consentimiento informado) unida a la también abstracta invocación del principio de no maleficencia pueda convertirse en la falta de tratamiento para los pacientes más carenciados en nombre de la “futilidad terapéutica” afectando a esas franjas cada vez más extensas de la población: individuos sin derechos, sin recursos, sin palabra, víctimas de los discursos de la Señalemos que aquí han cumplido una importante función los medios de comunicación. La televisión, las revistas destinadas al público femenino, y las que difunden para el gran público los “avances de la ciencia”. 5 101 limitación de recursos y de la racionalización de las elecciones, y la invocación del principio de beneficencia en el sobretramiento de los pacientes más desprotegidos con fines de investigación, en nombre del progreso y el “bien de la humanidad” afectando a las mismas franjas de población. Se trata entonces de considerar aquellos supuestos sobre los que el Consentimiento Informado y el Rechazo Informado se sostienen y de poner a prueba la solidez de los principios en contextos prácticos definidos. El respeto por el otro (que es en definitiva de lo que se trata el Consentimiento y el Rechazo informados) es una cuestión sumamente delicada y profunda como para reducirla al automatismo de un procedimiento o de un protocolo sin correr el riesgo de transformarla en la mera simulación de ese respeto. 102