Cambios - Coca-Cola

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FINALISTA ESTATAL
CAMBIOS
Silvia Domínguez Sánchez (Región de Murcia)
“El hombre era flaco y tan alto que parecía siempre de perfil”. Cerré el libro
de golpe y alcé la mirada. Me encontraba en una estancia antigua.
Transmitía una sensación de tranquilidad y me incitaba a permanecer allí
por siempre. A mi alrededor, se alzaban altas y esbeltas estanterías de
madera oscura repletas de libros. Había de todos los colores y tamaños;
algunos más viejos y otros encuadernados en cuero. Inspiré y cerré los
ojos. Allí se paraba el tiempo. No había prisas ni agobios. Me calmaba.
No era, sin embargo, la primera vez que iba a la vieja biblioteca del pueblo.
Había pasado tantas horas deambulando por sus pasillos que me sabía las
baldosas de memoria. Conocía aquel sitio. Formaba parte de mí.
Miré el reloj que descansaba en mi muñeca y suspiré. Dejé el libro en el
sitio exacto donde lo había cogido y me dirigí al mostrador del préstamo,
donde una anciana leía un libro.
-Hasta mañana –me despedí.
-¿Ya te vas? –la anciana me miraba por encima por encima de sus gafas de
montura metálica.
-Sí,… ¿No debería? -titubeé.
La señora Mercedes me sonrió. Y volvió a su libro tranquilamente. Ahora no
podía irme. Fruncí el ceño. La señora Mercedes pocas veces me dirigía la
palabra. La última vez fue cuando Azahara se marchó y se había limitado a
saludarme sin interés.
Sus labios parecían nuevamente preparados para un silencio largo y me
dispuse a salir dándole vueltas a su pregunta.
-Ha llamado –cuando ya no esperaba oírla me llegó su voz y me quedé
paralizado-. Volverá el jueves.
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Salí precipitadamente de la biblioteca con el corazón latiendo descontrolado
en mi pecho. No era posible y sin embargo, Mercedes no hablaba por
hablaba por hablar.
-No puede ser –maldije entre dientes.
Durante meses había esperado este momento y había llegado a admitir que
no volvería nunca. Me froté los ojos. No sabía como actuar y estaba
totalmente desubicado.
Miré el letrerito que marcaba el número de la calle y me encaminé hacia mi
apartamento. Durante los treinta minutos de camino, el bullicio de mi
mente se fue aclarando.
Esa noche soñé con luces de colores, caminos infinitos y un cielo rojo
sangre que se extendía sobre mí.
Los dos días que faltaban para el jueves se sucedieron en un amasijo
descontrolado de horas, minutos y segundos.
Y llegó el jueves.
Me desperté sudando a las seis de la mañana. Es noche había sido
especialmente calurosa y no ayudaban mucho los sueños de manchas de
colores que me habían estado acechando. Me levanté y después de
ducharme y vestirme me quedé mirando el espejo que me devolvía la
mirada desde un rostro con marcadas ojeras. Suspiré y salí del paso.
-¿Lo de siempre? –me preguntó Fernando al entrar dese el otro lado de la
barra.
-Lo de siempre –concedí tomando asiento en un taburete.
El bar seguía igual de acogedor que cada mañana y las tostadas seguían
con aquel toque característico de siempre. Parecía que el único que había
cambiado era yo mismo.
Cuando salí de nuevo a la calle, el calor del verano sacudió mi camisa. Era
temprano, y sin embargo, el aire ya llegaba caliente.
Caminé sin prisas hacia el gran edificio que escondía la nueva piscina
climatizada de la que era socio.
El agua fría me parecía un bálsamo reparador y disfruté un largo rato de
ella antes de hacer los diez largos de cada día.
Una vez hube salido de nuevo a la calle, el sol ya estaba en lo alto,
saludando y descargando todo su potencial sobre el pueblo. Los adoquines
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grises del suelo moldeaban mis zapatillas de deporte mientras la sencilla
puerta de madera se acercaba.
Cuando traspasé el umbral, me inundó el aire frío que conservaba aquellas
gruesas paredes de piedra. Allí siempre hacía fresco. Era la magia del lugar.
La señora Mercedes se encontraba en su habitual silla de cuero al otro lado
del mostrador de préstamo.
-Buenos días –saludé acercándome.
-No pareces nervioso –se limitó a observar y señaló un pasillo a su derecha.
-Gracias.
Seguí la dirección que me había indicado y pronto las sombras oscuras de
las estanterías se cernieron sobe mí. Caminé despacio, anticipándome al
inminente encuentro; intentando calmar mi corazón que se moría alocado
en mi pecho.
Y allí la encontré. Mirando las encuadernaciones antiguas y pensativa. Se
me antojó muy distinta de cómo la recordaba. Su habitual atuendo informal
había sido sustituido por un vestido azul celeste sencillo y una carpeta
negra en su brazo. Las muñecas, antes adornadas con infinidad de cintas
ahora se mostraban desnudas, antecesores de las finas manos con largos
dedos que se deslizaban sobre las lomas de los libros.
Había cambiado tanto por fuera que ya no sabía si seguía siendo la misma
chica que me había mostrado el paraíso de aquellos estantes. Me detuve a
unos tres metros de ella y esperé. Siempre le gustaba tener la primera
palabra y le concedí el honor.
-Cuando le pedía a mi abuela que te avisase, no estaba segura de si
vendrías –me confesó con la mirada fija en un libro negro.
Su voz no había cambiado y cuando se dio la vuelta y me miró
resplandeciente, descubrí que su sonrisa seguía siendo un refuerzo
potencial para mí.
-Pues he venido –le devolvió la sonrisa.
-Ya veo –asintió y ambos compartimos una risa tímida.
-Y… ¿Qué tal? ¿Cómo ha ido todo? Ya veo que has cambiado –señaló su
vestido.
-Sí, así me siento más libre –dio una vuelta sencilla, haciendo que la tela
suave de la falda volase a su alrededor.
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Sonreí contento y le indiqué con un gesto que me acompañase fuera.
Accedió y salimos juntos al sofocante calor veraniego.
-Granada es una ciudad preciosa, llena de vistas al pasado –me contó con
expresión alegre.
-¿Visitaste la Alambra? –pregunté interesado. Siempre le habían encantado
los edificios antiguos que encerraban siglos de historia.
Seguimos charlando entre risas, poniéndonos al corriente de todo lo que
había pasado. A nuestro alrededor, las callejuelas se sucedían lentamente
hasta encontrarnos rodeados de altos árboles. Estábamos en el parque y
nos dirigimos en un viejo y destartalado banco. En él nos habíamos
conocido y era apropiado que volviésemos allí después de tanto tiempo.
Nos sentamos en silencio y contemplamos las altas ramas que luchaban
contra el paso del tiempo.
-¿Te quedarás? –pregunté al fin.
Ella permaneció en silencio durante tanto tiempo que pensé que no iba a
responder.
-Vuelvo dentro de un mes –sonrió clavando sus ojos cristalinos en los míos.
-Entonces nos quedan dos semanas antes de volver a separarnos –confesé
mi intención de ir Madrid a terminar mis estudios.
Me dirigió una mirada de sorpresa y alegría que intentaba ocultar el
desaliento que había cruzado su rostro.
Sonreí tristemente y miré hacia los árboles al otro lado del paseo.
-Me alegro de que cumplas tu sueño –me llegó su voz.
-Aún así, quiero que vengas a verme cuando puedas –la invité contento.
-Claro, te llamaré –asintió.
Un agradable silenció nos envolvió mientras se oían a lo lejos los ruidos del
parque.
A mi lado, Azahara abrió el libro que había sacado de la biblioteca y empezó
a leerlo. Interesado, contemplé la primera frase.
“El hombre era tan alto y tan flaco que parecía siempre de perfil”.
Sorprendido, abrí los ojos y recordé todo lo que había cambiado desde la
primera vez que había leído esas palabras. Realmente, mi vida había dado
un giro brusco. Uno de tantos.
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