26 de Abril: San Tarcisio Tarcisio significa: "Valeroso" (Tarsus = valor).

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26 de Abril: San Tarcisio
Tarcisio significa: "Valeroso" (Tarsus = valor).
San Tarcisio era un acólito o ayudante de los sacerdotes en Roma. Después de participar en una
Santa Misa en las Catacumbas de San Calixto fue encargado por el obispo para llevar la
Sagrada Eucaristía a los cristianos que estaban en la cárcel, prisioneros por proclamar su fe en
Jesucristo. Por la calle se encontró con un grupo de jóvenes paganos que le preguntaron qué
llevaba allí bajo su manto. El no les quiso decir, y los otros lo atacaron ferozmente para robarle la
Eucaristía. El joven prefirió morir antes que entregar tan sagrado tesoro. Cuando estaba siendo
apedreado llegó un soldado cristiano y alejó a los atacantes. Tarcisio le encomendó que les
llevara la Sagrada Comunión a los encarcelados, y murió contento de haber podido dar su vida
por defender el Sacramento y las Sagradas formas donde está el Cuerpo y la Sangre de Cristo.
El libro oficial de las Vidas de Santos de la Iglesia, llamado "Martirologio Romano" cuenta así la
vida de este santo: "En Roma, en la Vía Apia fue martirizado Tarcisio, acólito. Los paganos lo
encontraron cuando transportaba el Sacramento del Cuerpo de Cristo y le preguntaron qué
llevaba. Tarcisio quería cumplir aquello que dijo Jesús: "No arrojen las perlas a los cerdos", y se
negó a responder. Los paganos lo apalearon y apedrearon hasta que exhaló el último suspiro
pero no pudieron quitarle el Sacramento de Cristo. Los cristianos recogieron el cuerpo de
Tarcisio y le dieron honrosa sepultura en el Cementerio de Calixto".
Sobre su tumba escribió el Papa San Dámaso este hermoso epitafio: "Lector que lees estas
líneas: te conviene recordar que el mérito de Tarcisio es muy parecido al del diácono San
Esteban, a ellos los dos quiere honrar este epitafio. San Esteban fue muerto bajo una tempestad
de pedradas por los enemigos de Cristo, a los cuales exhortaba a volverse mejores. Tarcisio,
mientras lleva el sacramento de Cristo fue sorprendido por unos impíos que trataron de
arrebatarle su tesoro para profanarlo. Prefirió morir y ser martirizado, antes que entregar a los
perros rabiosos la Eucaristía que contiene la Carne Divina de Cristo".
La Iglesia Católica ha tenido muy especial cariño a este joven que con tanto amor llevaba la
Comunión a los prisioneros y con tan enorme valor supo defender la Santa Eucaristía de los
enemigos que intentaban profanarla.
San Tarcisio: mártir de la Eucaristía, pídele a Dios que todos y en todas partes demostremos un
inmenso amor y un infinito respeto al Santísimo Sacramento donde está nuestro amigo Jesús,
con su Cuerpo, su Sangre, su alma y su divinidad.
No echéis a los perros lo sagrado ni a los cerdos lo muy valioso porque se volverán contra
vosotros. (Jesucristo).
San Tarsicio martir de la Eucaristía
Roma año 258 después de Cristo, vivía un niño llamado Tarsicio, era un niño como tu o como yo, no se distinguía del resto, un cristiano
más, o no, según se mire. La verdad es que fue un verdadero ejemplo para todos y cada uno de nosotros. A pesar de su corta edad, Dios
ya tenía un plan par él, el cual no tardaría en mostrarle.
Era un día como otro cualquiera, en la Roma antigua, gobernaba un emperador ni menos cruel que Augusto Cesar, digamos que era otro
seguidor suyo. En un tiempo en el que solo se pensaba en exterminar a todo cristiano viviente. Este gobernador había dictado unas leyes ,
las cuales no permitían que se hablara en publico de ese Jesús y menos que se reuniesen para celebrar el culto a Dios. Siendo una
persecución tan sangrienta que a todo aquel que se le ocurriese hablar o demostrarse cristiano públicamente, tenia su premio, el cual le
daba un billete directo a la gloria eso sí su transporte serian los dientes y garras de los hambrientos leones, a los cuales privaban de
alimento hasta el día del Sacrificio así el espectáculo estaría asegurado.
Que podrían hacer nuestros hermanos ante tal problema, muy sencillo, había también una ley para desgracia de los romanos en la que no
se les permitía entrar en los cementerios y he aquí la solución. Había un cementerio llamado San Calisto, lugar idóneo para poder dar
culto a nuestro Dios, en lo más profundo de la tierra donde los romanos no entrarían, ya que eran tan tontos que temían más al emperador
que a Dios. Estas catacumbas estaban construidas con unas estrechas y largas galerías cortadas con regularidad y cruzadas por otras
iguales. A lo largo de las paredes estaban los nichos, colgados unos sobre otros, como las literas de los camarotes de nuestros barcos. En
el exterior de estos nichos sobre la losa de piedra o de ladrillo, se leían escritos en color rojo los nombres de los difuntos y debajo,
algunas inscripciones de dulce y resignada tristeza y afectuosa memoria, testimonios de la fraternidad cristiana y de la esperanza en la
resurrección, tales como: “Duerme en paz, la luz eterna brille para ti…” Eran estas expresiones las despedidas de sus padres familiares y
amigos. En algunas de las catacumbas antes de las galerías, había una espaciosa sala llamada triclinium, donde se celebraban los ágapes
o banquetes de fraternidad cristiana. A veces las galerías se ensanchaban formando una salita que tenia el nombre de cubiculum, donde
estaba sepultado el cuerpo de un mártir dentro de un arca de mármol que servía de altar cuando en él, en ciertos días, se celebraba la santa
Misa. Contribuían a avivar la devoción las pinturas que decoraban la bóveda y la paredes entre las cuales sobresalían el símbolo de la
paloma con el ramo de olivo y el monograma de Cristo.
Las catacumbas eran pues, en aquellos tiempos de lucha y de persecución un refugio para los cristianos. Aquel lugar oscuro, iluminado
por el débil resplandor de lámparas de aceite y lleno de sepulturas, daba a entender a todos los que allí se juntaban la solemnidad de
momento, pero nunca les entristecía. El símbolo de Cristo, que contemplaban con los ojos y con el corazón, les confortaba; el recuerdo de
los hermanos difuntos que ya gozaban de la gloria eterna les alentaba para sufrir con valor y constancia y aun para sacrificar su vida,
cuando llegase la hora de ofrecerla.
Por un edicto de exterminio contra los seguidores del Nazareno, bajo el pretexto de que eran ellos los que arruinaban el erario imperial,
pero de hecho por el temor de que se alzasen contra el gobierno, pues cada día era mayor el incremento que iba tomando su número, se
vieron de nuevo obligados los cristianos a reunirse clandestinamente y a esperar que amainase la tempestad o que una muerte victoriosa
se los llevase al cielo.
El emperador Valeriano, había desterrado el año anterior al Papa san Esteban, que murió al poco tiempo privado de la comunicación
directa con sus amadas ovejas. El mismo año fue elegido papa Sixto II, llamado el bueno y pacífico. Los cristianos animados por los
ejemplos de virtud y fortaleza de tan ilustre pontífice, no quisieron suspender las asambleas ni la celebración del culto. El día 6 de agosto
del año 258 fue el pontífice a ofrecer el santo Sacrificio en las catacumbas. Entre los que asistían al bondadoso pontífice en el santo
Sacrificio de la Misa estaba Tarsicio que actuaba de acólito. Los acólitos llevaban la Sagrada Eucaristía a las iglesias titulares de la
Ciudad Santa como también a las casas particulares y a las cárceles en tiempo de persecución. El orden del acolitado era ejercido por los
fieles que más se distinguían por su bondad y por sus virtudes. Había llegado el momento solemne de la comunión. Comulgó el
celebrante, comulgaron los ministros asistentes, y después todos los fieles que participaban en la santa Misa. Al terminar, el celebrante,
con voz entrecortada por la emoción, dedicó un recuerdo a todos los cristianos encarcelados que al día siguiente, habrían de morir
despedazados por las fieras en el Coliseo; pidió a todos oraciones para que no desfalleciesen en el momento crítico, y puso fin a su
exhortación con estas palabras: “¡Qué valor no les comunicará en la lucha la recepción del cuerpo de Jesucristo! ¿Hay alguno entre
vosotros que se sienta con animo para penetrar en aquellas mazmorras y llevar a nuestros hermanos el Pan de los fuertes?” Hubo en
aquella asamblea un profundo momento de reflexión interior para aquellos cristianos cuando de repente una voz exclamó, -sí, yo Padre.Enseguida se vio avanzar resueltamente la dulce figura de un jovencito, y arrodillándose ante el Pontífice, quedó totalmente a su
disposición.
Tarsicio recibía todos los días la Sagrada Comunión, de la cual sacaba un ardiente amor al prójimo y una fuerza heroica. Mas aquel día
había comulgado con especial fervor y había sentido un gran deseo de perfeccionar su unión con Dios por medio del martirio. Presentía
tal vez la suerte inefable de satisfacer sus anhelos, que Dios nuestro señor iba a concederle dentro de pocas horas. Por esto el celebrante le
hizo ver el peligro a que quedaba expuesto el divino tesoro, pues tenía que pasar por las principales calles de Roma.
-Os prometo, Padre –respondió Tarsicio-, que entraré en la prisión que dando intacto el precioso depósito que me será confiado y que
moriré en cumplimiento de mi sagrado deber antes que arrojar el divino manjar de los ángeles a los perros rabiosos que andan por la
ciudad pagana.
Una fuerte emoción se apoderó de la devota asamblea. Las miradas de todos se dirigieron hacia Jesús Sacramentado, y exclamaron a
una: “Señor, sálvale”. Bien –dijo el pontífice-. Aquí tienes, hijo mío el cuerpo de Jesucristo; que sus ángeles te acompañen. Y dichas
estas palabras, colocó el Pan sagrado dentro de un coponcito, como solía hacerse siempre que era llevado el Viático a algún enfermo o a
los encarcelados en tiempo de persecución, y lo colgó del cuello del joven. Tarsicio cruzo con reverencia las manos sobre su corazón
purísimo que se abrasaba en llamas de santo amor al ponerse en contacto con Jesús, mientras su rostro se reflejaba un gozo inefable; y
entre la emoción de los presentes, que de rodillas le contemplaban admirados, salió de las catacumbas.
Larga era la distancia que había de recorrer antes de llegar a la cárcel. ¿Era pues posible que Tarsicio siguiese su camino sin llamar la
atención de nadie? Y puesto que llegase a la cárcel, ¿Cómo penetrar en ella? Pero el jovencito iba avanzando, confiado en la ayuda de
aquel Dios que tiene en su poder los corazones de todos los hombres.
Cruzándose con un grupo de muchachos de su edad que le invitaron a tomar parte en sus juegos. Tarsicio ni siquiera los escuchó.
Quisieron obligarle a viva fuerza, más él, con buenas maneras, les rogó que no le entretuviesen, y prosiguió su camino. Encontró más allá
a algunos amigos que le invitaron a entrar un rato en su casa, y le respondió: “Hoy no puede ser; vendré otro día.” Al poco rato, con aquel
su aspecto misterioso, llamó la atención de unos paganos, los cuales comenzaron a mirarle, y, reparando sobretodo en la manera de llevar
las manos, se dijeron entre sí: “¿será algún cristiano que lleva escondida las reliquias de los mártires?” –Sí, sí –repuso uno de ellos-; un
asno que lleva los misterios así llamaban los paganos, por sarcasmo, a los seguidores de Cristo. Y, sin pérdida de tiempo, le cogieron del
brazo y le detuvieron. –Ea, dinos que llevas aquí escondido. –Dejadme- respondió dulcemente Tarsicio-. Tengo prisa; me esperan. –
Vengan los misterios- gritaron blasfemando aquellas bocas de infierno. Y se arrojaron sobre él, forcejeando para separar aquellas manos
que el indefenso muchacho iba estrechando más y más. Aquellas bestias feroces, convencidas de que en realidad era un cristiano que
llevaba escondidos los misterios, y rabiosos por la resistencia pasiva el heroico adolescente, se le echaron encima rasgaron sus vestiduras,
diéronle de coces y pisotones, y le hirieron a garrotazos. Tarsicio, con santa y viril indignación, continuó defendiendo su tesoro; no quiso
que unas manos groseras y sacrílegas maltrataran el cuerpo de Jesús: “de ninguna manera, dicen las actas, quiso mostrarles los sagrados
misterios”. Asistido de una fuerza sobrenatural, permanecía con los brazos cruzados sobre el pecho mientras levantaba el corazón y los
ojos a Dios, a quien ofrecía la vida para que se salvase el tesoro inestimable al fin cayó al suelo al suelo extenuado y moribundo.
Antes de dejar el cuerpo ensangrentado de Tarsicio, aquellos sacrílegos tiranos quisieron separarle los brazos y descubrir el objeto
misterioso que les había inducido a martirizarlo de aquella manera. Todo fue inútil: por mucho que es esforzasen las manos del mártir no
pudieron ser separadas. Jesús quiso glorificar así el comportamiento heroico de su atleta y permanecer oculto a los ojos de aquellos
miserables, evitando de esta manera sus ultrajes. Ante semejante prodigio no se atrevieron a tocar más el cuerpo de Tarsicio; se apoderó
de ellos un temor irresistible y huyeron corriendo por las calles de la ciudad poco después acudieron algunos cristianos, los cuales, al ver
agónico y tendido en el suelo a su hermano se apresuraron a recogerlo y, pasando por lugares desconocidos para no ser vistos por los
gentiles se encaminaron hacia las catacumbas.
-Padre -exclamaron al llegar delante del celebrante-. He aquí, con el cuerpo moribundo de Tarsicio, el Cuerpo de Jesucristo, que él ha
salvado a costa de su vida.
El buen pontífice se arrodilló delante del glorioso mártir, separó con facilidad aquellos brazos que hasta entonces habían permanecido
inmóviles, apartó la túnica rasgada y empapada en sangre, sacó el relicario con el Pan consagrado que contenía y levantando al cielo sus
ojos llorosos, exclamó: -Señor, a Ti, que eres admirable en tus santos, sea aceptable el sacrificio de esta victima inocente.
Tarsicio acababa de cumplir su palabra. Murió antes que entregar a los enemigos el precioso tesoro que le había confiado. Desde aquel
momento en recompensa de su proceder heroico, puede contemplar en el cielo, con todo el resplandor de su gloria a aquel Jesús que
milagrosamente se hizo invisible a los ojos de sus enemigos.
Con el respeto que merece un mártir, los cristianos después de embalsamar el cadáver y de envolverlo en un blanco lienzo lo sepultaron
junto a la tumba del papa san Severino.
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