la vida religiosa y la jerarquía de la iglesia

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JEAN CLAUDE GUY
LA VIDA RELIGIOSA Y LA JERARQUÍA DE LA
IGLESIA
El Autor, miembro de la Compañía de Jesús de Francia, en este artículo publicado en
Etudes, revista de opinión de la misma Compañía francesa, constata que algunos
lectores echarán de menos que todavía en sus páginas no se haya comentado la
decisión de Juan Pablo II (5.10.81) de diferir el capítulo general de dicha Orden, y de
nombrar un «Delegado personal encargado de ejercer la superintendencia del
gobierno de la Compañía, descargando así de su responsabilidad al Vicario que había
nombrado el P. Arrupe debido a su enfermedad. No pretende, con todo, en este artículo
comentar tal acontecimiento concreto, sino reflexionar sobre la situación de la vida
religiosa en la iglesia, y más concretamente sobre el tipo de relaciones de ésta con la
Jerarquía de la Iglesia. La actualidad del tema no la trae sólo este acontecimiento
concreto, sino principalmente el documento «Mutuae Relationis» (1978) escrito
conjuntamente por las Congregaciones romanas de los Obispos y de los Religiosos e
Institutos Seculares; y por otra la inminente publicación del nuevo Derecho de la
Iglesia, que contiene una sección sobre los Institutos de vida consagrada.
La vie religieuse dans l’Eglise, Etudes, 356 (1982) 233-248
La aparición en la historia de tanto visible, tiene, sin embargo una Orden religiosa
nueva, aunque sea un fenómeno social, y por un aspecto misterioso.
NACIMIENTO Y TRANSFORMACIÓN DE LAS ÓRDENES RELIGIOSAS EN
LA IGLESIA
Una germinación no programada
Si tomamos tres casos particulares, que por su intensidad podemos considerar como
ejemplares de muchos otros, los monjes de S. Pacomio, los hermanos mendicantes de S.
Francisco y los clérigos regulares de S. Ignacio, la primera constatación que se nos
impone es que tales órdenes no son fruto de una programación. No han nacido de un
análisis de las necesidades de la Iglesia o de la sociedad que les era contemporánea; ni
son tampoco el producto de la voluntad personal del fundador; ni la realización de una
decisión de la jerarquía eclesial deseosa de cumplir mejor su responsabilidad pastoral.
Al contrario no podemos dejar de reconocer la iniciativa siempre gratuita y, de alguna
manera, inexplicable, del Espíritu de Jesús que, como el viento, sopla sin que se sepa de
antemano a dónde va a conducir.
Pacomio era un asceta eremita junto a su maestro Palamón cuando "una voz le vino del
cielo" ordenándole construir un monasterio. Su maestro se ve obligado a confirmarle:
"Yo no te lo puedo prohibir, ya que no viene de ti, sino de Dios", aunque le duela perder
a su "hijo querido".
Nadie que conozca a Francisco pensará que él pueda haber previsto u organizado la
orden que fundó. A partir de la lectura del Evangelio, "impulsado por la fuerza divina"
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se comprometió en este género de vida sin pensar que se le juntarían compañeros a los
que habría que organizar.
Ignacio, convertido a una vida mejor, programa muchos proyectos: penitencias, reforma
de algún monasterio, instalarse en Tierra Santa, etc. Pero no puede realizar ninguno. A
través de estos fracasos de su propio querer, poco a poco reconoce la iniciativa del
Espíritu de Jesús en su vida, y se conforma a ella fundando una Orden religiosa.
Es a la inspiración del Espíritu que se debe el nacimiento en la historia de una forma
nueva e imprevisible de vida religiosa.
Una regla experimentada
Un fundador no empieza escribiendo una regla para luego reunir alrededor de sí a unos
discípulos. Es al revés: a partir de una inspiración del Espíritu, el "fundador" agrupa
discípulos con los que, poco a poco, es conducido a fijar por escrito aquello que, a lo
largo de los años, la experiencia común muestra que es la mejor manera de encarnar la
inspiración primitiva.
El caso más claro es el de La Cartuja, cuya regla, llamada "las costumbres", es decir las
instituc iones nacidas de la experiencia, no son escritas por Bruno al llegar a la Cartuja,
sino medio siglo después, por el quinto prior. O también el hecho de tres reglas escritas
durante la vida de S. Francisco, sucesivamente. Es oportuno mencionar el caso de S.
Ignacio. Tras la lenta maduración de su proyecto, redacta con sus primeros compañeros
una "Fórmula", primer boceto de la orden naciente, previendo que, en su momento, se
redactarían las Constituciones, encargadas por los compañeros a Ignacio. Cuando muere
éste, al cabo de dieciséis años, no estaban ni acabadas, ni aprobadas. Y esto provocó
dificultades con Pablo IV, quien, para aprobarlas, exigió del primer capítulo general de
la Orden dos modificaciones importantes, incompatibles con el boceto aprobado por su
predecesor.
Saquemos dos consecuencias. La primera: una regla no es un banal conjunto legislativo
modificable a voluntad, no se puede hacer válidamente ningún cambio si previamente
no se ha verificado que representa, en un contexto nuevo, una expresión mejor de la
inspiración fundadora. La segunda consecuencia concierne a la aprobación pontificia.
De hecho hasta el IV Concilio de Letrán (1215) la aprobación nunca fue expresada
formalmente. A partir de este momento, y como reacción a los grupúsculos
"espirituales" de una autenticidad evangélica, a menudo "discutible, se hace necesaria la
aprobación; la cual en épocas más cercanas a la nuestra, ha ido excesivamente unida a
un juridicismo seco. Pero, en todo caso, esta aprobación significa el reconocimiento de
la Iglesia, la autentificación de que tal inspiración recibida por el fundador viene del
Espíritu de Jesús. No se trata -o al menos no debería tratarse- de una "autorización
administrativa", sino del resultado de un discernimiento evangélico. Al aprobar una
regla la autoridad eclesiástica no reivindica un derecho sobre tal regla; al contrario, la
reconoce y la recibe como un don del Espíritu para el bien del Pueblo de Dios.
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En el interior de la Iglesia visible
El reconocimiento de la Jerarquía, que es el sello de la pertenencia a la Iglesia, es tan
necesario a la vida religiosa, que puede ser considerado como uno de los mayores
criterios de su autenticidad. Todos los movimientos espirituales que a lo largo de los
siglos lo han rechazado, alegando que la Iglesia "Institucional" está desfigurada por el
pecado y la mediocridad de los hombres, y apelando a una Iglesia espiritual" y "pura",
se han ido transformando en sectas disgregadas. Contrariamente los grandes fundadores
han experimentado la necesidad de afirmar su pertenencia a la Iglesia, incluso en
circunstancias muy dificultosas.
Pero tal pertenencia a la Iglesia visible es especialmente fundamental por otro motivo.
Para mostrar que, por su misma naturaleza, la vida religiosa es interior a la Iglesia;
nacida del Espíritu, es un don hecho a la Iglesia. En este sentido muy profundo, se
puede hablar de la naturaleza carismática de la vida religiosa: no al nivel de las
actividades (orar, predicar, enseñar, cuidar...) que las circunstancias de cada momento le
obligan a desempeñar, sino al nivel de su misma estructura.
Jamás se ha señalado tan explícitamente esta perspectiva, como el Vaticano II, en la
Constitución dogmática sobre la Iglesia. Al mostrar que la vida religiosa, aunque no
forme parte de la estructura jerárquica, pertenece inseparablemente a la vida y a la
santidad de la Iglesia, subraya su especificidad como "don divino que la Iglesia ha
recibido de su Señor". Su función no es del orden de la ejemplaridad, sino del signo. Su
finalidad no es ofrecer a los cristianos modelos de santidad. La vida religiosa significa y
recuerda permanentemente al Pueblo de Dios "que no tiene aquí ciudad permanente,
sino que busca la ciudad futura, el sentido y las esperanzas que éste vive. Aunque el
Concilio no use esta expresión, la vida religiosa tiene la función de ser la "memoria
evangélica" del Pueblo de Dios a lo largo de la historia.
Por tanto, la vida religiosa no es sólo interior a la Iglesia porque reciba de ella su
autentificación, sino especialmente en razón de este ministerio específico que acabamos
de describir.
Una creación continua
Una orden religiosa nunca ha terminado de llegar a ser ella misma, y por esto ha de
resistir a la tentación de crisparse sobre sus orígenes sacralizados, renovando su
confianza en el Espíritu Santo que siempre es nuevo y no da nunca por terminada su
obra. Aunque las apariencias a veces muestran lo contrario, no hay nada menos estable,
ni menos definitivamente adquirido en la Iglesia, que la vida religiosa. Una regla
evangélicamente vigorosa es aquella que, en la continuidad, es capaz de engendrar, sin
cesar, nuevas figuras históricas.
A veces se trata de una lenta evolución, como en el caso del monaquismo occidental
laico, que insensiblemente se ha visto conducido a clericalizarse, mientras que
actualmente se despierta un movimiento en sentido inverso, sin querer, por otro lado,
reproducir la figura histórica del pasado.
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Pero en la mayoría de los casos las evoluciones son más espectaculares. Son las
innumerables "reformas" que jalonan la historia de la vida religiosa, no precisamente
por un decaimiento del ideal primitivo, sino por la toma de conciencia súbita de un
desfase con la sociedad que ha evolucionado, mientras que la orden se ha aferrado a una
fidelidad literal a los orígenes. El reformador inspirado retoma, para continuarla, la
inspiración primitiva.
Una orden religiosa no ha sido fundada una vez por todas: es una creación continua.
Nuestra época actual es uno de estos momentos. Por esto el Concilio ha pedido una
"reno vación adaptada" y un documento posterior pide que la Jerarquía autentifique el
fruto de la renovación.
Esta situación pone nuevamente el problema de la relación entre el poder religioso y el
poder jerárquico.
JERARQUÍA ECLESIAL Y ÓRDENES RELIGIOSAS
Desde la novedad eclesiológica que el Vaticano II ha fundamentado y que desde
entonces se ha ido desarrollando, uno se ve obligado a plantear de una manera hasta
ahora inédita las relaciones entre Jerarquía eclesial y órdenes religiosas. Para constatarlo
basta con comparar la Constitución Conditae a Christo (1900) de León XIII que quería
concordar los derechos y deberes respectivos de superiores religiosos y obispos, y el
Documento sonjunto Mutuae relationes (1978) de las Congregaciones de Obispos y de
Religiosos e Institutos Seculares, que supera la anterior preocupación jurídica por fijar
las obligaciones recíprocas de dos poderes concurrentes, si no rivales; su deseo es hacer
concurrir, para el bien del cuerpo eclesial, los servicios jerárquico y carismático. Y así
como el Derecho canónico de 1917 se inspiraba en aquella Constitución, uno podría
esperar que el nuevo Derecho retome lo adquirido por el Vaticano II y el Documento
conjunto que acabamos de citar.
Pero antes de abordar esta cuestión hemos de describir tres modalidades de comprensión
de la vida religiosa a lo largo de los siglos.
Primera modalidad: testimonios del fervor primitivo
La vida religiosa tiene la tentación permanente -casi congénita- de considerarse como
superior a la vida cristiana "ordina ria", y por tanto, de erigirse en una especie de iglesia
autónoma. Los gérmenes los encontramos ya en Casiano (s. V), que fabrica un mito
histórico para hacer remontar la vida monástica a los orígenes mismos de la Iglesia:
Después de la muerte de los Apóstoles, la muchedumbre de los fieles empezó a
relajarse... (incluso los jefes de la Iglesia) se relajaron... Pero aquellos entre quienes
permaneció todavía el fervor de los Apóstoles... empezaron a practicar separadamente
lo que recordaban que había sido instituido por los apóstoles para todo el cuerpo de la
Iglesia. Los religiosos son presentados como aquellos que no han perdido nada del
fervor primitivo y, por ello, son superiores a los otros cristianos, a quienes han de servir
de ejemplo. Se habrá notado que entre los cristianos también figuran los "jefes de la
Iglesia". Aunque esta imagen haya caducado hoy día, ha dejado en la historia trazos que
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no se han borrado aún y la tentación permanente de marginalizarse con respecto a la
Iglesia y de considerarse como por encima de la condición ordinaria de los cristianos.
Segunda modalidad: modelos de santidad
El texto de Casiano ha comprometido las relaciones entre la vida religiosa y la Iglesia
(Jerarquía incluida). Se ha considerado a la vida religiosa, no como un lugar entre otros,
sino como el lugar prácticamente exclusivo de la vida evangélica perfecta. Gilberto
Crispin (s. XII) no duda en escribir que "nadie puede ser salvado si no sigue la vida del
monje tanto como pueda". Es la época en que se universaliza la distinción entre la "vía
de los preceptos" y la más perfecta "vía de los consejos". Aunque hoy día ningún
exegeta encuentra en el evangelio esta distinción, y los teólogos la rechazan, con todo
está aún en el lenguaje común, e incluso en el del Vaticano II y en el Documento
conjunto antes citado, y parece que en el futuro Derecho de la Iglesia todavía se
calificará a la vida religiosa como "vida consagrada por la profesión de los consejos
evangélicos".
Son fáciles de prever las repercusiones que trae consigo tal concepción, así como el
comportamiento de la Jerarquía ante la vida religiosa comprendida así. Se hace
comprensible ver a Gregorio IX decidir autoritariamente que el auténtico espíritu que
han de vivir los hijos de S. Francisco se encuentra en la Regla y no en el Testamento, e
imponer una interpretación de las exigencias espirituales de esta Regla. Lo que hoy sería
considerado como una ingerencia indebida e inadmisible era perfectamente coherente
con las concepciones de la época: es, en efecto, a la jerarquía de la Iglesia a quien
incumbe fijar los modelos de santidad de que tiene necesidad la Iglesia en cada época.
Tercer modelo: al servicio de la pastoral
Nadie podrá poner en duda que las Ordenes religiosas han contribuido a lo largo de los
siglos a la evangelización de la Sociedad y, si acaso, sólo se les podría reprochar no
haberlo hecho más todavía. Lo que quisiera notar aquí es la tendencia espontánea de la
Jerarquía a utilizarlas como una fuerza pastoral, no tanto complementaria cuanto
suplente de las otras, sin preocuparse de la compatibilidad de las tareas encomendadas
con la inspiración de su carisma. Y, al mismo tiempo, la tendencia también espontánea
de los religiosos a consentir en tal papel, e incluso a reivindicarlo como específico de su
vocación.
Esta doble tendencia ya se manifiesta en la Edad Media (recuérdense las grandes
empresas misioneras de los monjes: Patricio en Irlanda, Agustín en Inglaterra, Bonifacio
en Alemania), pero el problema toma toda su dimensión al aparecer las órdenes de los
canónigos, las caritativas y mendicantes, y luego los clérigos regulares y los institutos
femeninos de estructura análoga. Puesto que sus actividades se desplegaban al exterior
(las de los monjes son llamadas ahora "contemplativas", en contraposición a estas
"apostólicas"), era grande la tentación de identificarse con las tareas particulares que les
eran encomendadas. Y, recíprocamente, la jerarquía era tentada de no apreciarlas más
que en función de los servicios "apostólicos".
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Cuando los Papas intervienen para autorizar o suprimir una orden lo hacen menos para
autentificar el origen "espiritual" de esta orden, o para sancionar sus aberraciones, que
porque ello les parece preferible para la propagación de la fe en aquella coyuntura.
Tales son los casos de la supresión de las "Damas Inglesas" en 1629 (que fueron de
nuevo aprobadas en 1749) o de la Compañía de Jesús, suprimida el 1773 (y restaurada
en 1814). Desde esta perspectiva nadie se extrañará que, con el tiempo, cada vez más la
particularidad y la inspiración que ha dado nacimiento a una orden, sea relegada a un
segundo plano.
En el s. XIX, el proceso para el reconocimiento de una orden nueva no versarsá sobre la
verificación de su carisma, sino sobre la conformidad a las reglas editadas por el
legislador y a las que hay que adaptarse. En 1901 (un año después de la Conditae a
Christo) son promulgadas las "normas según las cuales la Sagrada Congregación tiene
costumbre de proceder para la aprobación de nuevos institutos de votos simples". Se lee
allí que hay que excluir de las Constituciones todo elemento que no sea estrictamente
jurídico (textos de Escritura, desarrollos de finalidad espiritual...). En 280 números se
presenta el boceto de la Congregación religiosa modelo que concebía la Santa Sede.
Desde la eclesiología de hoy, sorprende esta relación entre la jerarquía y las órdenes
religiosas y que se hubiera llegado a tal juridicismo.
Una nueva manera de plantear el problema
Que la relación entre jerarquía eclesial y órdenes religiosas ha de contemplarse de una
manera totalmente diferente de la recibida del pasado, lo declara sin ambages, desde sus
primeras líneas, Mutuae relationes. Después de notar que las relaciones entre los
diversos miembros del Pueblo de Dios, puesta la doctrina conciliar y las mutaciones
culturales, son un problema que se ha de. plantear de una manera nueva, dice: Entre
estos problemas hay que situar, precisamente, el de las relaciones recíprocas entre los
Obispos y los Religiosos, que reclaman un interés particular. Es fácil de comprender la
importancia de este texto.
Se ha lamentado que este Documento conjunto mantenga la ambigua expresión
"consejos evangélicos" y que marque poco la dimensión comunitaria. Uno se puede
preguntar también, por qué la triple función del ministerio episcopal, de enseñanza, de
santificación y de gobierno, es reconocida, "por analogía" a los superiores mayores.
Quizá podamos comprender tales imperfecciones si se sitúa el Documento al término de
la historia que acabamos de evocar. Pero el conjunto de su aportación es muy positivo.
Apoyándose en el Vaticano II que entiende a la Iglesia, no como una monarquía de
origen divino, sino como un "pueblo nuevo que, vivificado por el Espíritu Santo, se
reúne en Cristo para ir al Padre", se esfuerza por determinar cómo la Jerarquía,
responsable de la "comunión orgánica entre los miembros" de la Iglesia, tiene por
función "discernir los dones" y "coordinar las energías". Su papel es, ante todo, de
discernimiento, de verificación y de autentificación, no sólo de la inspiración original
que da nacimiento a una orden religiosa, sino también de la manera cómo esta orden va
traduciendo sin cesar, en los textos y en su existencia, esta iniciativa del Espíritu que, el
Documento lo recuerda, es un don hecho a la Igle sia.
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De aquí se origina no el "derecho", sino el "deber" de vigilancia y de intervención, en
caso de desfallecimiento. La responsabilidad de la jerarquía ya no es presentada como si
fuera de orden jurídico, sino como vivificadora del Pueblo de Dios, del cual la cabeza es
Cristo. No le corresponde, pues, la intervención autoritaria en el funcionamiento interno
de la vida religiosa, desde que ha reconocido que se adapta a las exigencias del mundo
contemporáneo y a la inspiración del Espíritu que le dio nacimiento y que le ha
sostenido en su existencia. Desde esta perspectiva, la expresión supremus superior de
los religiosos "en virtud de su voto de obediencia", que el Código de 1917 emplea para
el Papa, deja de ser pertinente, sin que por ello se disminuyan la responsabilidad y la
autoridad pontificias.
Y en cuanto a los religiosos, éstos son invitados a encontrar la especificidad de su
vocación y su lugar en el interior de la Iglesia, tal como hemos insinuado ya más arriba,
teniendo en cuenta la eclesiología del Vaticano II que facilita esta resituación. El
teólogo J. B. Metz (que no es religioso), dirigiéndose a los religiosos de Alemania, les
conjura a que ejerzan en la Iglesia una función de "crítica profética" que, precisa, "su
vida en seguimiento de Jesús, no sólo posibilita, sino que exige de ellos". La frase es
expresiva; y gustosamente se subraya hoy día la significación profética de la vida
religiosa. Importa, con todo, no engañarse sobre la significación de esta palabra.
En el Antiguo Testamento la función del profeta era de remitir constantemente al pueblo
a su experiencia fundacional del Desierto, cuando existía únicamente porque Dios
marchaba con él y le conducía. El profeta no es el detentor de la verdad. En la sociedad
no está investido de ningún poder. Habla menos con su lengua que por el compromiso
de su existencia; y este discurso que realiza con su vida no viene de él: él lo recibe y lo
comparte. Verifica constantemente su autenticidad, confrontándolo con su vocación y
sometiéndolo al discernimiento de la Iglesia. La situación es, quizá, inconfortable pero,
como lo dice una vez más Mutuae relationes, "la justa relación entre carisma verdadero,
prospectiva de novedad y sufrimiento, comportan una constante histórica: es el enlace
entre el carisma y la cruz".
Es ineludible que surjan conflictos: las órdenes religiosas estarán siempre tentadas de
apropiarse el Espíritu Santo y, por este título, a considerarse como de una especie
superior, emancipada de la jerarquía. Esta, por su parte, se aventurará siempre a
apropiarse las órdenes religiosas, como si de ella recibieran su existencia, y a regirlas
sin tener en cuenta la inspiración que las hace vivir. Aunque los conflictos sean
dolorosos, han de conducir a unos y a otros a reconsiderar la especificidad de su servicio
en el interior del Pueblo de Dios. Así se convierten en uno de los instrumentos gracias a
los cuales puede progresar su común fidelidad al Espíritu.
Tradujo y condensó: FRANCESC RIERA I FIGUERAS
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