Un beso en una Alcarria soñada

Anuncio
Obituarios a destiempo
Un beso en una Alcarria soñada
Sealtiel Alatriste
17 de enero del año 2002: Muere Camilo José Cela,
el polémico escritor español que recibió todos los premios literarios a los que aspiró en vida.
En el año sesenta y nueve (año cabalístico,
si los hay) visité España por primera vez .
Venía empachado de lecturas, con las imágenes que León Felipe nos trasmitía de
su vieja Castilla en las lecturas dominicales
que hacía de sus poemas en las faldas del
c e r ro de Chapultepec. Madrid me maravilló con el aire provinciano que entonces
tenía, con su barrio viejo, el llamado de los
Austrias, que todavía no iniciaba su re s t a uración, con sus librerías que olían a tertulia,
y su Café Gijón donde vagaba el espectro
de Ramón Gómez de la Serna. Recorrí la
ciudad de la mano de Benito Pérez Galdós,
y confundía los sonidos callejeros con la voz
de mis maestros de la Facultad de Filosofía
y Letras que en ese año me iniciaban en los
misterios de la literatura española. Más que
turista, era un lector ingenuo, ilusionado,
que quería ver literatura en cada esquina.
Buscando autores que nunca hubiera
leído, en una librería de la Plaza Mayor me
encontré con una de las ediciones de la
colección Áncora y Delfín (hoy inencontrables) del Viaje a la Al c a r r i a, de Camilo José Cela, un escritor del que Roberto
Suárez, quien daba la clase de Literatura
contemporánea, me había hablado. Tengo
que confesar mi ignorancia juvenil: no había
leído La familia de Pascual Duarte, ni Mrs.
Caldwell habla con su hijo y mucho menos
la más famosa de sus obras, La colmena, y
me pareció que aquel librito del viajero
que recorre a pie la Alcarria era un buen
principio para conocer a Cela.
Al día siguiente fui en camión a Toledo, y en el camino empecé a leer el tomito.
Me pareció evidente, aunque me equivo-
cara, que el viajero, más que por placer, caminaba con el pretexto de hallar ese cancionero de la Alcarria en que resuenan los
romances medievales que dieron temple y
carácter a los hombres de estas tierras. Si
soy sincero, tendría que decir que de aquel
viaje re c u e rdo más la lectura de las andanzas de don Camilo José, que la misma
Catedral de Toledo o los magistrales re t r atos de los apóstoles que hizo el Gre c o.
No tenía idea del papel que Cela jugaba en la cultura española, ni siquiera tenía
una imagen de su físico, y me hice a la idea
de que era un hombre —solitario, madrugador, de pocas palabras— como el caminante de su libro. Nunca hubiera imaginado que él iba a decir algo parecido de sí
mismo cuando en 1989 recibió el Premio
Nobel:
Escribo desde la soledad y hablo también
desde la soledad. Mateo Alemán, en su
Guzmán de Alfarache , y Francis Bacon, en
su ensayo “Of Solitude”, dijeron que el
h o m b re que busca la soledad tiene mucho
de dios o de bestia. Me re c o n f o rta la
idea de que no he buscado, sino encontrado, la soledad, y que desde ella pienso y
trabajo y vivo —y escribo y hablo—, creo
que con sosiego y una resignación casi infinita. Y me acompaña siempre en mi soledad el supuesto de Picasso, mi también
viejo amigo y maestro, de que sin una gran
soledad no puede hacerse una obra duradera. Porque voy por la vida disfrazado de
beligerante, puedo hablar de la soledad
sin empacho e incluso con cierta agradecida y dolorosa ilusión.
No era del todo sincero, pues no es que
se disfrazara de beligerante, sino que efectivamente lo había sido. Camilo José Cela
había nacido en Iria Flavia, La Coruña, con
raíces galaicas por vía paterna e inglesas
por la madre. Aunque mantuvo siempre
cierta lejanía natural y displicente, enrocada en una rotundidad apasionada, fue prisionero de la imagen pública de peleonero
Camilo José Cela
REVISTA DE LA UNIVERSIDAD DE MÉXICO | 109
que se forjó, contradictoriamente, a placer. Esos perfiles rocosos que se deleitaba
en exhibir, se diluían en una sentimentalidad compasiva con las miserias de los hombres que lo rodeaban. Sus novelas tienen esa
savia y riqueza de carácter de alguien acostumbrado a lidiar los marrajos que la vida
echa al ruedo. El símil taurino no es caprichoso. Camilo José Cela veía en el arte de
lidiar toros un espejo de la vida española.
Pruebas abundantes de ello hay en sus
libros. Fue aprendiz de torero y, de no ser
por el carácter subalterno y vicario del personaje, puede que, como a Manuel Machado, le hubiera gustado ser un buen banderillero. En todo caso, nada logró apart a r
a Cela de su profesión de escritor. Puso en
marcha muy pronto lo que Dionisio Rid ruejo definió como “estrategia de la fama,
el culto a la personalidad y la voluntad imperativa”; lo que, adoptado por el propio
Camilo José se resume en su célebre frase:
“En España, el que resiste gana”. “Somos”,
agregaba con desdén, “un país de aficionados”. Esa precariedad, aplicada a la creación
literaria, le resultaba intolerable a Camilo
José Cela.
Se dijo muchas veces que fue censor del
régimen franquista, lo que algunos niegan
pero casi nadie pone en duda. No deja de
ser curioso, por ello, los problemas que tuvo
con la censura. Su primera novela, La familia de Pascual Duart e, se publicó en l942,
y es uno de los títulos más vendidos, censurados y, posiblemente, el más traducido
de la novelística española del siglo XX. Pascual Duarte abre un tiempo narrativo de
estupor social y político, una apuesta anticonvencional y de ruptura que tuvo gran
acogida, lo cual no es obstáculo para que
persona tan conspicua, por decir lo menos,
como José Luis Aranguren, tildara evasivo el
tenebrismo y el tremendismo de este texto.
Pascual Duarte es fusilado por las tropas de
Franco en plena guerra civil, pese a lo cual,
Aranguren escribió: “Por paradójico que
parezca, (Pascual Du a rte) es una evasión de
la realidad”. La tercera edición, tras muchos
problemas de censura en España, tuvo que
aparecer en Buenos Aire s .
Ni yo, ni muchos lectores con los que
he conversado, hemos podido hacer coincidir la imagen pública de Cela con la del
creador de sus novelas. La polémica llega a
este terreno, pues para muchos Camilo
José era una muestra, un ejemplo clamoroso de la fusión entre vida y literatura.
Para ellos, su forma de existencia no era una
prolongación de su escritura, sino la escritura misma.
En mi caso, cuando pienso en él se me
viene a la mente la imagen del viajero que
arrastra sus pasos por la Alcarria, y que yo
tengo asociada con una de mis primeras experiencias sentimentales. Poco después de
aquel viaje a Toledo en que leía su libro, sucedió uno de esos encuentros que dan sentido, no sólo a la lectura sino a la vida. Fui
a la oficina de correos que está en la Pl a z a
de la Cibeles y de repente se me acercó una
jovencita apresurada, que me pidió prestada una pluma (a las que en México llamábamos atómicas, pero que en Madrid
ya eran, si mal no recuerdo, bolígrafos, o
simplemente “boli”). Se la presté deslumbrado por sus ojos claros y por una cierta
tristeza en sus facciones. Cuando me la regresó, fue a depositar una carta al buzón, y
yo no tuve otra opción que seguirla. “Te
acompaño”, le dije. Salimos y le pedí que
tomáramos un café en una terraza de la
Castellana. No sé por qué aceptó, pero
aceptó. Había nacido en Ciudad Real y se
llamaba Lucía Ma yordomo; trabajaba
como asistente doméstica por los rumbos
de Carabanchel, y había venido a Madrid
a pasar la tarde; estaba triste, según yo, y su
melancolía le daba un aire enigmático a
sus dieciocho años. Yo le mentí, le dije que
era escritor y que estaba por publicar mi
primera novela, la que había terminado
poco antes de iniciar aquel viaje, es más,
había venido para festejar que la hubiera
entregado a un editor. Tenía ansias de literatura y la vida se me confundía con las
ganas de escribir. Me despedí de ella en la
entrada del metro y la besé. Fue un beso
largo, cariñoso, casi sin pasión, cargado con
todas las ilusiones de mi juventud, con aquel
deseo de escribir que nunca me ha abandonado. Regresé a la mesa donde habíamos tomado café y terminé de leer de un
tirón el Viaje a la Alcarria.
Las lecturas son así, o mejor, uno lee
para signar ciertos momentos, para guardarlos en la memoria y evocarlos cuando
hace falta. Cuando pienso en la muerte de
don Camilo José Cela, en esa vida contrapunteada con su obra, suscitando polémicas, armando pleitos, pero habiendo escrito
tres de los libros más importantes de nuestra lengua, le agradecezco que aquella caminata por su Alcarria de sueño le hubiera dado
sentido al beso fugaz con el que me despedí para siempre de Lucía Mayordomo.
Camilo José Cela veía en el arte de lidiar
toros un espejo de la vida española.
110 | REVISTA DE LA UNIVERSIDAD DE MÉXICO
Descargar