En busca de un dios de la lluvia

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La coleccionista de tesoros
Bessie Head
En busca de un dios de la lluvia
Las tierras donde la gente va a arar son muy solitarias. Se trata de claros enormes en el
monte cuya zona salvaje también es solitaria. Casi todas las tierras son accesibles a pie
desde la aldea. En algunas partes del monte donde el agua subterránea está muy próxima a
la superficie, la gente creó pequeñas zonas de descanso y cavó pozos poco profundos para
saciar su sed mientras se dirigían a sus tierras. En cuanto salían de la aldea vivían toda
clase de experiencias. Podían descansar en lugares sombríos y de regadío llenos de
vegetación, de ramas de árboles entrelazadas con flores silvestres de un delicado tono
dorado y violeta que brotaban entre el musgo suave y verde; los niños podían ir a recoger
higos silvestres y las bayas propias de la estación. Pero a partir de 1958 un a sequía de siete
años asoló la tierra e incluso las zonas de regadío empezaron a tornar se tan deprimentes
como la tierra seca y abierta llena de espinos; las hojas de los árboles se arrugaron y
marchitaron; el musgo se secó y endureció y, bajo la sombra de las ramas de los árboles
entrelazados, la tierra adoptó un color blanco y negro pulverulento debido a la falta de
lluvia. La gente decía, no sin cierto sentido del humor, que si intentaran recoger la lluvia
con una taza, sólo llenarían una cucharadita de café. Hacia el comienzo del séptimo año de
sequía, el verano se había convertido en una época angustiosa. El aire era tan seco y
carente de humedad que quemaba la piel. Nadie sabía qué hacer para escapar del calor y la
tragedia se respiraba en el aire. Al comienzo de ese verano, varios hombres salieron de su
casa y se ahorcaron en un árbol. La mayor parte de la población había vivido de las
cosechas, pero hacía dos años que regresaban de sus tierras con nada más que una manta
enrollada y los utensilios de cocina. Los charlatanes, encantadores y hechiceros fueron los
únicos que acumularon una gran cantidad de dinero durante esta época porque la gente
siempre recurría desesperada a ellos para conseguir pequeños talismanes y hierbas con las
que frotar el arado para que los cultivos crecieran y llegara la lluvia.
Aquel año las lluvias cayeron tarde. Aparecieron a comienzos de noviembre y
parecían prometedoras. No se trataba del aguacero continuo y abundante de los años de
buena lluvia, sino de una lluvia fina, escasa y neblinosa. Ablandó la tierra e hizo brotar un
buen número de plantas verdes por todas partes para alimentar a lo s animales. La
población fue convocada al kgotla de la aldea para oír la proclamación del comienzo de la
temporada de labranza; se produjo una conmoción y familias enteras empezaron a
dirigirse a las tierras de cultivo.
La familia del anciano Mokgobja se encontraba entre las que se encaminaron pronto
a las tierras. Tenían un carro tirado por un asno y lo apilaron todo sobre el animal;
Mokgobja, que ya tenía más de setenta años; dos niñas pequeñas, Neo y Boseyong; su
madre, Tiro; una hermana soltera, Nesta; y el padre y sostén de la familia, Ramadi, que
conducía el carro tirado por el asno. Con las prisas ante la esperanza de las primeras
lluvias, el hombre, Ramadi, y las dos mujeres, limpiaron el terreno de espino y luego
cercaron la enorme finca con el mismo espino para proteger la cosecha futura de las cabras
que habían traído para tener leche. Vaciaron e hicieron más profundo el viejo pozo con la
charca de agua turbia y, bajo aquella llovizna neblinosa, Ramadi enyuntó dos bueyes y
removió la tierra con un arado de mano.
La tierra estaba preparada y arada, aguardando los cultivos. Por la noche, la tierra
se avivaba con el canto y el susurro de los insectos en busca de alimento. Pero, de repente,
a mediados de noviembre, la lluvia huyó; las nubes de lluvia se disiparon y dejaron el cielo
despejado. El sol danzaba vertiginosamente en el cielo con una extraña crueldad. Cada día
la tierra se cubría de un manto de niebla mientras el sol absorbía la última gota de
humedad. La familia se sentó desesperada, esperando y esperando. Sus esperanzas habían
sido tantas... las cabras habían empezado a producir leche, la cual habían vertido
entusiasmados sobre las gachas, pero ahora comían gachas sin leche. Era imposible
plantar el sorgo, el maíz y las semillas de calabaza y sandía en la tierra seca. Pasaban el día
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sentados a la sombra de las cabañas e incluso dejaron de pensar, puesto que la lluvia había
huido. Sólo las niñas, Neo y Boseyong, estaban felices en su mundo infantil. Seguían
jugando a las mamás y charlaban entre sí con tono suave y bajo. Hacían muñecas con palos
que envolvían con trozos de tela y las regañaban con severidad imitando a su madre con
exactitud. Se las oía regañando todo el día: «¡Mira que eres tonta!, cuando te mando a
buscar agua, ¿por qué viertes la mitad del cubo por el camino?». «¡Mira que eres tonta, no
sabes vigilar la olla de las gachas sin que se te quemen!» y luego daban una azotaina a las
muñecas de trapo con expresión adusta.
Los adultos no les prestaban atención; ni siquiera oían sus graciosos parloteos;
estaban sentados esperando la lluvia; habían llegado al límite de su paciencia de tanto
esperar que la lluvia cayera del cielo. No importaba nada más. Habían vendido todos sus
animales durante los años malos para comprar comida, y sólo les quedaban dos cabras de
todo el rebaño. Las mujeres de la familia fueron las que al final se vinieron a bajo por la
tensión de esperar la lluvia. En realidad fueron las dos mujeres las que provocaron la
muerte de las dos niñas. Cada noche iniciaban un llanto extraño y agudo que empezaba en
un tono bajo y lastimero y acababa sumiéndolas en un frenesí. Entonces se ponían a dar
patadas y a gritar como si hubieran perdido la cabeza. Los hombres se quedaban sentados
en silencio y serenos; era importante que los hombres conservaran el autocontrol en todo
momento aunque también estuvieran a punto de perder los nervios. Sabían que las
mujeres estaban obsesionadas por el hambre del año siguiente.
Al final, en la memoria del anciano Mokgobja se avivó un recuerdo antiguo. Cuando
era mu y joven y las costumbres de los antepasados todavía gobernaban la tierra, había
sido testigo de una ceremonia de invocación a la lluvia. Y se revitalizó un poco al esforzarse
por recordar los detalles que habían quedado enterrados bajo años y años de oraciones en
una iglesia cristiana. En cuanto las nieblas se disiparon ligeramente, empezó a hablarle en
susurros a su hijo pequeño, Ramadi. Dijo que había cierto dios de la lluvia que sólo
aceptaba el sacrificio de los cuerpos de los niños. Entonces caería la lluvia, entonces
crecerían los cultivos, dijo. Le explicó el ritual y, mientras hablaba, su recuerdo se convirtió
en convicción y empezó a hablar con autoridad inquebrantable. Ramadi tenía los nervios
destrozados por los lamentos nocturnos de las mujeres y enseguida los dos hombres
empezaron a susurrarles a ellas. Las niñas seguían con sus juegos: «¡Mira que eres tonta,
cómo has podido perder el dinero camino de la tienda! ¡Seguro que estabas jugando otra
vez!».
Cuando pasó todo y los cadáveres de las dos niñas se tendieron en el terreno, la
lluvia no cayó. Por el contrario, se produjo un silencio sepulcral durante la noche y el calor
abrasador del sol continuó durante el día. Un terror, extremo y profundo, se apoderó de
toda la familia. Recogieron las ollas, enrollaron las mantas y huyeron a la aldea.
La gente de la aldea advirtió enseguida la ausencia de las dos niñas. Habían muerto
en los terrenos y las habían enterrado allí, dijo la familia. Pero la gente observó sus rostros
cenicientos, aterrorizados y empezaron a oírse rumores. Querían saber qué había matado a
las niñas. y la familia se limitaba a responder que habían muerto. Y la gente se decía que
era extraño que las dos muertes se hubieran producido al mismo tiempo. Y la expresión
poco natural de la familia producía una sensación de gran malestar. Pronto llegó la policía.
La familia le contó la misma historia sobre la muerte y el entierro en sus tierras. No sabían
de qué habían muerto las niñas. Entonces la policía les pidió ver las tumbas. En ese
momento, la madre de las niñas se vino abajo y lo confesó todo.
A lo largo de aquel terrible verano, la historia de las niñas se cernió como una nube
negra de pesadumbre sobre el pueblo y dicho pesar no se mitigó cuando el anciano y
Ramadi fueron condenados a muerte por asesinato ritual. Lo único que constaba en los
códigos era que el asesinato ritual iba en contra de la ley y debía erradicarse con la pena de
muerte. La sutil historia de tensión y hambre y crisis nerviosa fue una prueba inadmisible
en el juicio, pero todas las personas que vivían de los frutos de la tierra sabían en lo más
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profundo de su corazón que se habían librado de milagro de compartir un destino similar
al de la familia Mokgobja. Habrían matado a alguien para conseguir que lloviera.
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