PRESENTACIÓN DEL LIBRO DE DANIEL GUERRA

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INTERVENCIÓN DEL PRESIDENTE DEL PRINCIPADO
PRESENTACIÓN DEL LIBRO DE DANIEL GUERRA
Oviedo, 28 de octubre de 2013
El don de la oportunidad es importante para casi todo. En la política, su relevancia es
innegable. Pues bien, la obra de Daniel Guerra Sesma que hoy presentamos es un
ejemplo de libro adecuado en el tiempo justo.
Con estas palabras no regateo méritos académicos al trabajo. Pero no soy historiador, y
si ahora encadeno una lista de elogios de esa índole corro el riesgo de que los
interpreten como un vacuo ejercicio protocolario. Por lo tanto, eso se lo dejo a juicios
mejor fundados. Estoy seguro de que coincidirán con mi impresión.
En cambio, sí estoy dispuesto a afirmar otras cosas. Por ejemplo, es un libro bien
escrito, con la elegancia de la prosa depurada y comprensible. Ésta es una virtud
enorme. Además, está estructurado con orden y concierto, hecho que revela una buena
cabeza analítica detrás. Otro logro importante. Repito que es oportuno, porque llega en
el momento histórico –y, en efecto, estamos en un momento histórico- adecuado. Tercer
triunfo. Y, por último, es de lectura conveniente para todos, pero de estudio necesario
para los socialistas. Con el cuarto elogio, ya no es preciso que les diga que me ha
gustado, aunque realmente no sé si esta afirmación beneficiará o perjudicará al autor.
España se enfrenta hoy a dos grandes problemas. El que sufren los ciudadanos en sus
carnes se llama crisis. El que desgarra el Estado tiene, como el demonio, una legión de
nombres, pero el que hoy descuella es el independentismo catalán. Como son cuestiones
conocidas, no me extiendo. En cambio, os hago una pregunta. ¿Cuál de los dos debe
resultar prioritario para un afiliado, un simpatizante, un votante del Partido Socialista
Obrero Español? En la práctica no hay posibilidad de elegir, pero imaginad que
existiese esa opción.
Creo que la mayoría de vosotros elegiría la crisis, porque la recesión provoca paro y
pobreza. Muchos tenemos algún familiar o amigo sin trabajo y sabemos qué dura es su
situación. La crisis no es una abstracción lejana; es algo tangible que sentimos día a día
y que a los más pobres, a los desfavorecidos, se les convierte en una situación
insoportable. También escogeríamos la crisis porque está desarbolando el Estado del
bienestar, amenaza los derechos sociales y las libertades. Ante eso, cualquier socialista
siempre tendrá clara su elección.
Pero si os planteo esta pregunta no es para confirmar vuestra solidez ideológica, sino
para advertiros de que esta disyuntiva no es nueva. No irrumpe ahora en España ni en la
evolución del socialismo. Ahorro un relato histórico, pero el siglo XX demostró que a
los trabajadores no les identifica sólo su clase social, sino también su pertenencia
nacional. El internacionalismo que tan bien expresa el lema del Manifiesto Comunista –
proletarios de todos los países, uníos- estará siempre matizado por la existencia de las
naciones y los vínculos y relaciones que generan. Incluso aunque quisiéramos incluir
esta conciencia nacional entre las construcciones de la superestructura democrático-
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burguesa, tendríamos que reconocer su realidad. Este debate ha dado para mucha
literatura política, y también ha sobrevolado e influido en las revoluciones
sudamericanas y asiáticas. Fijaos, por tanto, que no me refiero a algo inane.
El libro de Daniel Guerra relata cuál ha sido la relación del socialismo español con el
federalismo desde 1873 hasta 1976. Por lo tanto, entra de lleno en ese dilema. Y, a
grandes trazos, lo que ha ocurrido durante todo ese período es que los socialistas han
antepuesto el nacionalismo politico, en el cual la patria es el socialismo, al
nacionalismo territorial, en el cual prima la pertenencia geográfica. Por ello ha latido
siempre en el socialismo español una desconfianza frente a los nacionalismos
periféricos y, también, hacia el federalismo, castigado por el pecado original del fracaso
de la Primera República (1873-1874). Al fin y al cabo, las proclamas nacionalistas no
les resultaban más que expresiones pequeño-burguesas guiadas por un interés
económico. Si hubo un sitio donde no sucedió así fue en Cataluña. Para entender ese
continuo foco de tensión que se da en la relación entre los socialistas catalanes y los del
resto de España hemos de asumir que son desde el inicio socialismos distintos. El
socialismo que hay en Cataluña no es, repito, la expresión regional del socialismo
español. Para Sesma, es la expresión socialista del nacionalismo catalán; para otros, la
manifestación socialista del catalanismo político, siendo el catalanismo político una
dimensión amplia en la que caben desde turboautonomistas a secesionistas, pasando por
federales y confederales.
Todas las reflexiones anteriores no son más que un preámbulo para plantarnos de lleno
en el presente. Desde 1978 –es decir, desde hace casi 35 años- el PSOE se ha
identificado con el autonomismo constitucional. Aquí caben muchos matices, porque no
ha sido igual el autonomismo socialista vasco que el canario, el andaluz o el asturiano,
ni ha sido igual la idea autonomista de Felipe González que la de José Luis Rodríguez
Zapatero, pero todas pueden englobarse en el autonomismo constitucional. Y hoy, que
tanto se cuestiona el Estado autonómico, conviene dejar claro que ha sido un modelo de
organización territorial sólido que ha favorecido el desarrollo económico y social de
España y de todas y cada una de sus comunidades. El Estado autonómico ha sido y es
un instrumento de desarrollo nacional.
Los socialistas defendemos en 2013 la reforma de la Constitución para que España se
convierta en un Estado federal. Tras treinta y cinco años no es sólo la cuestión territorial
la que aconseja modificar la Carta Magna, pero sin duda es uno de los factores
principales.
Suelo decir que el Estado autonómico está sometido a una doble presión. De un lado,
los neocentralistas; de otro, los independentistas. Si nos fijamos en los estudios de
opinión, veremos que aumentan tanto los independentistas en Cataluña como crece la
desconfianza hacia el Estado autonómico en gran parte de España. Desconocer esta
relación de vasos comunicantes es una ligereza inaceptable.
Hoy la tensión se concentra en el polo independentista y, específicamente, en Cataluña.
El gobierno y las fuerzas parlamentarias que lo apoyan enarbolan la bandera estelada
secesionista al tiempo que invocan el derecho a decidir, ese gran eslogan sin
complemento directo. La pregunta consecuente debería ser: ¿derecho a decidir qué? Si
todos nos ahorramos ese trámite es porque entendemos que la pregunta completa es
derecho a decidir la independencia. Y esta apreciación incluso se queda corta, porque la
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interpretación real que anima el eslogan es el derecho a ser independientes, como si el
derecho a decidir ya hubiese sido asumido y ejercido.
Frente a esta reclamación, en España se incrementan a la vez el anticatalanismo y el
hartazgo con el Estado autonómico. Para muchos ciudadanos, la petición de Cataluña no
es más que la penúltima consecuencia inevitable del sistema territorial. En esta
interpretación, el modelo de 1978 no habría servido para asentar un sistema de
convivencia, sino para abrir la espita que acabará forzosamente en la disgregación.
Quienes opinan así son muy críticos con nuestra propuesta federal. Los más indulgentes
entienden que es una muestra de ingenuidad, porque pensamos que los independentistas
se darán por satisfechos con un cambio semántico. El razonamiento tiene fuerza. Dicen:
si España ya es de hecho un Estado federal, ¿qué ventaja real obtendrían los
independentistas de la federación? Ninguna y, por lo tanto no se contentarán y seguirán
avanzando paso a paso hacia la independencia.
Respondo a la crítica. La reforma de la Constitución no puede hacerse para un problema
particular, por grave que sea. España, ciertamente, se ha ido federalizando, pero no ha
constitucionalizado su federalismo. Por lo tanto, aunque sólo fuese a efectos formales,
la Constitución debería reconocer lo que es una realidad.
Continúo: España se ha federalizado por emulación. Ése es un proceso perverso en el
cual una comunidad no aspira a una competencia determinada porque sea mejor o peor
para su desarrollo, sino porque ya la tiene tal o cual autonomía. También es necesario
poner coto a esta deriva, y la mejor manera de hacerlo es definiendo claramente cuáles
son las competencias exclusivas del Estado y cuáles pueden ejercer, en función de su
voluntad, las comunidades autónomas.
La elaboración, el debate y, en su caso, aprobación de la reforma debería servir también
para acotar otros asuntos recurrentes, como el de la financiación de las comunidades.
Entiéndaseme: no pretendo cerrar de una vez por todas la discusión sobre la
financiación, sino acotarla, porque hoy ésta es una materia constitucionalmente laxa, y
esa laxitud impide que el debate se circunscriba a unos cauces de lealtad constitucional.
Pienso también que ese proceso de reforma es hoy por hoy el único que puede permitir
la integración de los nacionalistas catalanes y el resto de España en un proyecto estatal
compartido. Al hablar de estas cuestiones siempre suenan los ecos de las sugestivas
palabras de Ortega, pero aclaro que no considero necesaria ninguna gesta que sublime
los nacionalismos en un afán común. Apelo a la sensatez y a la razón cívica, reclamo
que la comprensión racional de las cosas también se haga sitio en un debate infestado de
banderas, himnos, sentimientos y añoranzas históricas. Entiendo que la construcción de
la España federal ofrece las condiciones necesarias para ello.
Ese objetivo sólo será posible si implica a los partidos vertebrales de España. Hablo,
sobre todo, del Partido Popular y del Partido Socialista. Será muy difícil que tenga éxito
real si no cuenta también con el apoyo de más fuerzas políticas incluidas las
nacionalistas, pero desde luego está condenado al fracaso si no incluye un acuerdo
mínimo de partida entre el PSOE y del Partido Popular. No es sólo un principio
político, sino una necesidad aritmética. Recordemos que la reforma constitucional ha de
ir forzosamente del consenso al consenso: del gran acuerdo que fructificó en el texto de
1978 a otro de igual ambición que permita la reforma.
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Es necesario un acuerdo básico entre el PP y el PSOE. Si uno de ambos partidos falla, el
Estado se debilitará peligrosamente. España necesita partidos vertebrales fuertes en
todas las comunidades autónomas. No debe avergonzarnos ir de la mano en este asunto,
porque no conlleva renuncia ideológica alguna.
Ya no se trata de dilucidar si el presidente Artur Mas ha conjurado fuerzas que es
incapaz de dominar; sino de cómo le hacemos frente a esos demonios liberados. Para
ello son necesarias, a mi juicio, dos cosas. La primera, una posición clara de defensa del
Estado, algo que hoy por hoy sólo aseguran el PSOE y el PP. La segunda, la disposición
común a reformar el modelo territorial. Entiendo el temor del Partido Popular a la
reforma de la Constitución, pero yo tengo más miedo al inmovilismo paralizador. No
sacralizo el adjetivo, pero considero que una España federal puede ser el punto de
encuentro para aliviar las tensiones territoriales, definir un marco estable y salvaguardar
nuestras instituciones.
Pero para alcanzar ese consenso con el PP es preciso que antes haya un entendimiento
previo dentro de nuestro partido. Hay dos problemas que se confunden entre sí. Por un
lado, los roces habituales entre ambas fuerzas; por otro, la indefinición territorial del
PSC, situado en una especie de tierra media castigada tanto por los independentistas
como por los centralistas. ¿Sabéis cuál es el origen de esa indefinición? Lo afirmo con
todo el respeto a los compañeros de Cataluña: la causa está en el dilema original, en esa
tensión entre nacionalismo político y nacionalismo territorial. Mientras la mayoría de
los socialistas del resto de España han optado siempre por el nacionalismo político, en
Cataluña esa decisión se les hace imposible, porque su socialismo es desde el principio
una expresión del nacionalismo territorial o, si lo prefieren, un socialismo menos
vinculado a la nación política que a la nación romántica. Lo que nosotros deslindamos
fácilmente a ellos les resulta imposible, porque viven inmersos en una realidad emotiva
distinta que va desde el autonomismo muy subido de tono al nacionalismo, una realidad
emotiva convertida casi en un requisito imprescindible para hacer política en Cataluña.
Pese a las dificultades, hay solución. Sostengo que los socialistas hemos de abandonar
nuestra desconfianza histórica hacia el federalismo. Debemos hacerlo tanto
internamente, a los efectos de nuestra organización, como a la hora de proponer una
reforma del sistema autonómico. Propongo que el federalismo sea el punto de encuentro
para ambas necesidades. Los socialistas podemos y debemos sostener en toda España un
mismo planteamiento básico. Si los matices territoriales se agigantan en diferencias que
nos impidan aclarar nuestras prioridades fundamentales, entonces estaremos
incapacitados para ofrecer la gran alternativa política que precisa hoy España.
A propósito, os recuerdo que el federalismo parte siempre de un compromiso de lealtad;
un compromiso que tiene, además, traducción normativa. El federalismo, por ejemplo,
no regala el derecho a que una parte decida autónomamente sin considerar cuáles son
los efectos sobre las demás. Empeñémonos en virar rápidamente, ante un rumbo que nos
puede llevar al despeñadero. España –y, en España, Cataluña- necesitan hoy un
proyecto colectivo, una alternativa política, y el abandono argumental, discursivo,
presencial y político de los partidos de ámbito estatal en Cataluña no es una opción.
Muchas gracias.
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