Este trabajo trata, en lo fundamental, de ciertas experiencias que

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Un intento de sistematización de la teoría primal
André Sassenfeld J.
Este trabajo trata, en lo fundamental, de ciertas experiencias que todos, en mayor o
menor medida, hemos atravesado en nuestra infancia y niñez, las etapas más
relevantes y determinantes en el proceso de nuestro crecimiento como organismos
vivos y como seres humanos. Debido a ello, trata también de aquello que tiende a
ser lo más doloroso de desvelar en un proceso psicoterapéutico, aquello que en
nuestra vida cotidiana preferimos negar, rechazar y reprimir, aún cuando de ese
modo permitimos que una de las partes más abandonadas y heridas de nuestra
personalidad maneje los aspectos más importantes de nuestra existencia a nuestras
espaldas, sin que nuestra consciencia repare en ello. Me refiero, evidentemente, a
las experiencias traumáticas que vivió el niño que alguna vez fuimos mientras se
desarrollaba, ese niño que aún sigue habitándonos, y que la mayor parte del
tiempo se encuentra asustado, escondido en algún rincón oscuro de nuestra
psique.
Todas estas experiencias pertenecen a lo que llamaremos, en este contexto,
el ámbito de las vivencias primales. Este ámbito experiencial comprende toda vivencia
o grupo de vivencias infantiles originales que nos haya afectado directamente, de
manera dolorosa, traumática y significativa, en el período comprendido entre los
inicios de nuestra vida prenatal y el transcurso de los primeros doce años de
nuestra historia postnatal, como límites aproximados. Cualquier experiencia,
posterior a esta etapa, que pueda ser entendida como el revivir o la re-actuación
[acting-out] de alguna vivencia primal, sea en una situación terapéutica o bien en el
curso de las relaciones interpersonales en las cuales vivimos insertos, pertenece
también al dominio experiencial que hemos definido.
El contexto
Después de un tiempo prolongado de descuido respecto de la significación
decisiva del ámbito de las vivencias primales para la vida, el desarrollo y el
bienestar del ser humano, la cultura occidental parece estar tomando cada vez más
consciencia de este delicado asunto. Esta apertura en nuestra psique colectiva se ve
reflejada en y a la vez impulsada por las siguientes circunstancias históricas y
sociales: (1) el reconocimiento creciente de la realidad y el alcance del abuso
infantil y la negligencia; (2) el continuo incremento de la cantidad de las
actividades extrafamiliares de los padres (p. ej. la inserción masiva de la mujer en
el mundo laboral), que ha precipitado la necesidad de volver a evaluar las formas
más adecuadas que debe asumir la crianza de los niños; (3) la gran incidencia del
divorcio, la consiguiente conformación de familias uniparentales y las diferentes
consecuencias que se derivan de estos fenómenos para los hijos; (4) la búsqueda de
sentido, la revaloración postmoderna de la subjetividad y el redescubrimiento de
la espiritualidad; (5) el impresionante florecimiento del llamado “movimiento de
recuperación”, a través de los grupos de autoayuda, en un principio difundidos
para alcohólicos (Alcohólicos Anónimos) e hijos adultos de alcohólicos; (6) el
aumento casi exponencial del número de investigaciones sistemáticas en campos
del conocimiento tales como la medicina y la psicología pre- y perinatales, como
también el movimiento relacionado con el parto natural; y (7), las experiencias de
sanación personal interna y el establecimiento de ciertas concepciones acerca de los
procesos que atraviesa el ser humano durante su crecimiento vital que provienen
del área del psicoanálisis y la psicoterapia (Whitfield, 1987; Abrams, 1990; Firman
& Gila, 1997).
La presencia generalizada de los factores que hemos enumerado ha estado
sensibilizándonos de manera progresiva y, en consecuencia, debilitando los
sistemas de defensa que ocupamos día a día para mantener alejadas de nuestra
consciencia las situaciones emocionalmente traumáticas a las que hemos estado
expuestos en los primeros años de nuestra vida. Así, contamos con condiciones
sociales sin precedentes en la historia para permitir la emergencia gradual de
nuestras heridas más profundas, con el fin de curarlas recuperando nuestra
historia y nuestra capacidad para sentir nuestros sentimientos sin interferir o
manipular su expresión natural. La teoría primal y las terapias de orientación
primal dan cuenta del intento, desde el campo de la psicología, de comprender y
apoyar en la práctica a aquellos individuos que, en el presente, encaran las
limitaciones y restricciones que les imponen algunos de los acontecimientos que
vivieron en su niñez o incluso antes de ella.
Antes de delinear la teoría primal general y describir sus varias aplicaciones
terapéuticas, examinaremos sucintamente uno de sus antecedentes directos más
influyentes: la teoría psicoanalítica.
Breve revisión histórica de los orígenes psicoanalíticos
de la psicología primal
A comienzos del siglo pasado, Sigmund Freud estableció el paradigma central que
rige la gran mayoría de los enfoques psicoterapéuticos profundos: las experiencias
infantiles determinan el establecimiento de las características generales de la
personalidad adulta y, con ello, también son el elemento etiológico fundamental
que causa tanto la aparición de los síntomas psíquicos y psicosomáticos que
constituyen los trastornos psicológicos, como la forma específica que éstos asumen.
En un comienzo, Freud mantuvo que el niño sufre vivencias traumáticas
reales, pero con posterioridad modificó este punto de vista y consideró que esas
supuestas vivencias traumáticas tendían a ser más bien recuerdos encubridores,
que disfrazaban fantasías inconscientes y deseos reprimidos principalmente
relacionados con lo que llamó el período edípico del desarrollo (que se extiende
desde los tres hasta los cinco años de edad). De este modo, desplazó el énfasis de la
teoría psicoanalítica desde los traumas que padece el niño pequeño en las
interacciones interpersonales tempranas como punto de origen de la neurosis,
hacia los conflictos intrapsíquicos entre impulsos instintivos socialmente
reprobados que pugnan por ser satisfechos y las normas prohibitivas de conducta
que son interiorizadas durante el proceso de socialización en el seno de la familia.
Este cambio en la teoría del psicoanálisis se vio acompañado por un cambio
equivalente en el enfoque práctico hacia la psicoterapia. Esto significó que el
revivir los episodios traumatizantes y la catarsis emocional fueran reemplazados
por el análisis verbal de los fenómenos transferenciales que se producen en la
situación terapéutica (Grof, 2000). Desde la perspectiva de la teoría primal, que
revisaremos todavía en detalle, este giro conceptual y técnico del psicoanálisis, aún
cuando pueda reflejar los hechos biográficos y arrojar resultados psicoterapéuticos
en algunos casos, fue un retroceso más que un avance en la comprensión de la
dinámica genética esencial y el tratamiento de la neurosis.
Hacia el final de la vida de Freud, a partir de la década de los años treinta en
adelante, algunos psicoanalistas comenzaron a ocuparse del análisis de niños, área
que el mismo Freud había dejado casi del todo sin explorar. Entre ellos se
encontraba Melanie Klein, cuyas contribuciones permitieron, por un lado, valorar
la relevancia etiológica de las etapas del desarrollo anteriores al período edípico y,
por otro lado, orientar poco a poco al psicoanálisis de vuelta hacia las ideas
freudianas originales sobre la importancia de los traumas infantiles reales y hacia
lo que hoy se conoce como la teoría de las relaciones objetales (Guntrip, 1971). Esta
propuesta teórica destaca la influencia que tiene la primera relación que el bebé
establece con su cuidador primario, una relación esencialmente diádica, a
diferencia de las relaciones triádicas posteriores entre madre, padre e hijo del
período edípico, sobre la estructuración adecuada o deficiente de la personalidad
(Fairbairn, 1952; Guntrip, 1961, 1971; Kernberg, 1977; Kohut, 1977).
En el contexto de la teoría de las relaciones objetales y la psicología del yo
(Eagle, 1984; Florenzano, 1999), Erik Erikson formula su conocida teoría acerca del
ciclo vital entendido en términos del desarrollo psicosocial del yo, Renè Spitz
investiga sobre la génesis de las relaciones interpersonales entre madre e hijo y sus
posibles perturbaciones, John Bowlby indaga sobre la conducta humana de apego,
Margaret Mahler estudia el proceso de separación-individuación del niño y su
ligazón psicodinámica con el autismo y las psicosis infantiles, y se entregan
numerosos otros aportes a la psicología evolutiva psicoanalítica. Todos estos
conocimientos han sido de gran valor y han servido de orientación para la teoría
primal en general y algunos autores los han utilizado para fundamentar, al menos
en parte, sus propios acercamientos (Bradshaw, 1990a; Firman & Gila, 1997).
Por otro lado, a partir de los años cincuenta, algunos analistas empezaron a
advertir que, en su práctica terapéutica, se enfrentaban a ciertos tipos de personas
que establecían procesos transferenciales distintos de aquellos que pueden
observarse en el tratamiento de las neurosis y, en apariencia, ligados a las etapas
preedípicas del desarrollo infantil (Balint, 1968; Kernberg, 1977; Kohut, 1977).
Gracias a estos y otros descubrimientos en el campo de los trastornos narcisista y
limítrofe de la personalidad, fue posible la enunciación de una psicopatología
evolutiva integral que relacionara determinados trastornos psíquicos con eventos
traumáticos en distintos momentos del crecimiento vital de la persona. Es así que
la etiología de los trastornos graves de la personalidad ha sido conceptualizada
como una especie de “falta básica” en la estructura de la personalidad (Balint,
1968), una deficiencia estructural del self o sí-mismo (Kohut, 1977), producto de un
vínculo conflictivo y contradictorio con la figura primaria de apego en el
transcurso de los primeros tres años de vida.
Como veremos en lo que sigue, algunas de las ideas psicoanalíticas que
hemos revisado se han convertido en ingredientes substanciales de la teoría y la
terapia primales.
La teoría primal
Hasta la fecha, en la literatura pertinente, no se ha hecho el intento de elaborar una
teoría primal general o integradora, aún cuando, en mi opinión, las circunstancias
para ello están dadas desde hace ya algún tiempo. Existe una gran cantidad de
similitudes entre las distintas propuestas teóricas que pretenden dar cuenta del
desarrollo emocional e interpersonal del ser humano y de sus eventuales
dificultades, deficiencias y distorsiones. En las páginas que siguen, trataré de
esbozar una teoría primal sintética, que sea capaz de recoger las distintas
contribuciones que se han hecho a esta área y articularlas de manera integrada.
La teoría primal es, simultáneamente, una teoría psicológica evolutiva que
destaca la influencia de la forma que asumen las interacciones tempranas entre los
padres y sus hijos sobre la estructuración de la personalidad del individuo 1 , y una
teoría de los procesos dinámicos que están involucrados en la génesis de la
neurosis. Por ahora, pensaremos en la neurosis, siguiendo a Arthur Janov (1970) y
Fritz Perls (1973), como patología de la sensibilidad y la afectividad y trastorno del
crecimiento, condiciones que consideraremos cuasi-universales, aún cuando sea
posible distinguir diferencias de grado entre las personas.
Con fines didácticos, dividiremos la teoría primal en seis etapas definidas de
la secuencia que sigue el crecimiento humano y las describiremos, parte por parte,
con todas las propiedades y los sucesos que las caracterizan.
Resulta obvio que cabe considerar la teoría primal en relación a un momento histórico
determinado y a contextos socioculturales que presentan ciertas características específicas.
Modificaciones que se podrían introducir en las prácticas dominantes de convivencia, crianza y
educación, eventualmente, a través de varias generaciones, podrían implicar cambios en las pautas
prevalentes del desarrollo de las personas y, por consiguiente, en la estructura de la teoría primal.
1
(1) La realidad básica que enfrenta cada ser humano, desde el primer instante de
su concepción hasta el último día de su vida, es el hecho de que presenta una serie
de necesidades que demandan ser satisfechas. Podemos llamar a las más elementales
y profundas de ellas, necesidades primales (Janov, 1970), y distinguir dentro de éstas
entre aquellas que resultan de las funciones corporales que el feto y el niño aún no
pueden controlar por sí mismos y un conjunto de necesidades psicoemocionales
que están al servicio del desarrollo del yo (Winnicott, 1960a; Kohut, 1977; Miller,
cit. en Bradshaw, 1990a; Bradshaw, 1990a). Ambos tipos de necesidades, cuyas
manifestaciones iniciales comienzan in utero, son disposiciones innatas que deben
ser tomadas en cuenta a la hora de permitir que el crecimiento adopte un curso
favorable.
Hay cierto acuerdo respecto de que los requerimientos físicos y fisiológicos
primordiales del niño incluyen, como mínimo, cuidado, alimento, calor, abrigo y el
mantenerse seco (Janov, 1970; Covitz, 1990; Bradshaw, 1990a; Hoffman, 1991). En
torno a las necesidades psicológicas y emocionales nos encontramos con menos
consenso, pero esto quizás pueda ser interpretado como una mera diferencia del
lenguaje empleado para describir fenómenos similares. Las aportaciones más
psicoanalíticas subrayan el sostén (es decir, un ambiente facilitador capaz de
entender y apoyar el proceso de individuación), la resonancia empática y el reflejo
emocional, concluyendo que la necesidad psíquica fundamental es la de ser
(Winnicott, 1960b, 1963; Balint, 1968; Guntrip, 1971; Kohut, 1977). Desde otras
orientaciones teóricas se toman además en consideración los siguientes aspectos:
bienvenida al mundo; vínculo, contacto y estimulación; crecer al propio ritmo; ser
visto, considerado, admirado, valorado y tomado en serio por lo que se es, en todo
momento; saber que importamos y que podemos contar con el amor incondicional
de nuestros padres; saber que ellos son capaces de cuidarnos y que no seremos
abandonados; atención, aprobación, afecto y caricias; comprensión, aceptación y
respeto; protección, seguridad, juego y diversión; experimentar, mirar, tocar y
explorar; comunicación, dirección e inspiración; y, por supuesto, paciencia, cariño
y amor (Janov, 1970; Miller, 1979/1994; Whitfield, 1987; Bradshaw, 1990a; Covitz,
1990; Krishnananda, 1998, 1999).
Ha habido dos tentativas de jerarquizar esta multiplicidad de necesidades.
Una de ellas ha adaptado la conocida jerarquía de las necesidades humanas de
Abraham Maslow (Whitfield, 1987), y la otra utiliza para sus propósitos el modelo
de las etapas del desarrollo psicosocial de Erik Erikson (Bradshaw, 1990a). Desde el
punto de vista práctico, como aún veremos, estas aproximaciones pueden resultar
muy útiles.
(2) El niño emerge desde y hacia un mundo cuya estructura intrínseca es
relacional, un espacio en el cual siempre depende de un otro para poder sobrevivir.
Dicho de otra forma, su supervivencia física depende de que sus cuidadores
primarios satisfagan sus requerimientos fisiológicos y corporales, y su
supervivencia psicológica está sujeta a la satisfacción de sus necesidades
psicoemocionales. Los estudios del analista Renè Spitz (1965) han demostrado que
un lactante, deprivado de una relación cercana e íntima en una etapa muy precoz
de su vida, puede efectivamente morir. Cuando pequeños somos, por naturaleza,
vulnerables, indefensos y dependientes.
En algún momento, el medio ambiente que nos sostiene, representado en un
principio por nuestra madre, frustrará, al menos hasta cierto grado, la satisfacción
óptima de una o varias de nuestras necesidades primales. Este hecho puede ser
comprendido como consecuencia de alguna o varias de las siguientes tres
circunstancias: en primer lugar, existe la posibilidad de que el infante manifieste
necesidades biopsicológicas constitucionales excesivas (Balint, 1968), situación que
hace imposible evitar la frustración. En segundo lugar, también es posible que los
figuras parentales actúan como lo hacen porque no se les ha enseñado a ser buenos
padres (Covitz, 1990). En tercer lugar, y la evidencia clínica apoya más bien esta
última explicación, es probable que quienes están a cargo del niño no crecieran en
condiciones ideales, exhiban ellos mismos necesidades infantiles insatisfechas y las
proyecten en el niño, junto a sus fantasías y deseos relacionados, de modo
inconsciente (Janov, 1970; Kohut, 1977; Miller, 1979/1994; Whitfield, 1987;
Bradshaw, 1990a; Emerson, 1996; Firman & Gila, 1997).
Debido a esta proyección, los padres están centrados en sus propias
insuficiencias y, en este sentido, son incapaces de reconocer las necesidades de sus
hijos, o bien no les parece prioritario actuar de acuerdo a ellas. Buscan
inconscientemente lo que no obtuvieron en su infancia y así nos valoran por lo que
podemos hacer para llenar sus propias carencias y no por lo que somos,
constituyendo al interior del vínculo lo que se ha llamado falla empática o falla
ambiental (Kohut, 1977; Winnicott, 1988).
El niño, que cuenta con una asombrosa capacidad para captar y responder
de manera intuitiva a las necesidades de sus progenitores, reconoce pronto que la
relación que ha establecido con sus figuras paternas es condicional y que debe
emplear todos los recursos que tiene a su disposición para suplir las insuficiencias
infantiles de éstos con el fin de asegurar su propia supervivencia, sobre todo en el
plano psicológico (Miller, 1979/1994; Bradshaw, 1990a). Cuando es capaz de
gratificarlos, ve satisfechas, aunque a menudo de forma incompleta, sus
necesidades primales.
Charles Whitfield (1987) resume algunos de los escenarios familiares
comunes que facilitan la ocurrencia de conductas negligentes respecto de los
requerimientos de los niños: alcoholismo o dependencia química de algún
miembro de la familia; enfermedad mental o física crónica de algún miembro de la
familia; codependencia 2 ; violencia intrafamiliar y abuso verbal, físico, sexual,
La codependencia es “un trastorno primario, progresivo, crónico, fatal y tratable causado por el
hecho de ser criado en un ambiente emocionalmente deshonesto y espiritualmente hostil. [...] La
codependencia se caracteriza por la dependencia de fuentes externas para la autoestima y la
definición de uno mismo. Esta dependencia externa, en combinación con heridas emocionales de la
infancia que no han sanado y que son reactivadas cada vez que un ´botón emocional´ es apretado,
2
emocional, etc.; otros tipos de disfunción familiar; negación de la realidad y los
sentimientos; y, por último, rigidez extrema, límites poco claros y tendencia al
enjuiciamiento. Todos estos ambientes se definen, en términos generales, por la
arbitrariedad y la incoherencia.
Otro tanto han hecho Renè Spitz (1965) y el psiquiatra Thomas Verny
(Verny & Kelly, 1981) al describir algunas de las actitudes y sentimientos de la
madre hacia su embarazo y su bebé que perturban su capacidad para establecer
una relación saludable con éste. Insisten en que los afectos crónicos, conscientes o
inconscientes, de ambivalencia, rechazo, ansiedad o rabia acerca de su maternidad,
como también oscilaciones rápidas de la madre entre mimos y hostilidad agresiva,
cambios cíclicos en su ánimo o conductas frecuentes de sobreprotección, son
fuentes constantes de frustración de las necesidades primales de sus hijos.
(3) En cuanto alguna de las necesidades del niño no se ve satisfecha durante algún
tiempo, éste experimenta un estado de deprivación que, en caso de prolongarse
más allá de ciertos límites, le genera gran sufrimiento y dolor emocional. Estas
experiencias se hallan ligadas, de manera íntima y profunda, a sentimientos de
miedo, pánico y terror que provienen de la amenaza de no sobrevivir en el sentido
físico y/o psíquico.
Especialmente en torno a la más fundamental de nuestras necesidades
primarias, existir, requerimos de respuestas empáticas continuas por parte de
nuestros cuidadores para mantener la continuidad de nuestro ser y la cohesión de
nuestra sensación naciente de identidad personal (Winnicott, 1962; Kohut, 1977;
Firman & Gila, 1997). Construimos nuestra sensación subjetiva de ser alguien
inicialmente a partir de lo que nos es “espejeado” [mirrored] en la primera relación
que nos envuelve. Pero, en vez de ver reflejada nuestra individualidad y unicidad
en ese vínculo, las expectativas y las deficiencias tempranas de nuestros padres
producen en ella fallas empáticas que llevan a que se nos refleje una imagen de
cómo deberíamos ser, con la cual nos identificamos (Firman & Gila, 1997; Svarup &
Premartha, 1999). Es posible que comencemos a experimentarnos más como
objetos que como personas por derecho propio.
Las vivencias infantiles que hemos mencionado constituyen las violaciones
más tempranas a nuestra integridad y vulnerabilidad, y dan lugar a lo que se ha
llamado indistintamente trauma emocional (Winnicott, cit. en Guntrip, 1971), herida
narcisista del self (Kohut, 1977), herida del yo infantil (Abrams, 1990) y herida primal
(Firman & Gila, 1997), condiciones que pueden resultar de situaciones
traumatizantes abiertas (violencia, abuso, etc.) o encubiertas (depresión de una
figura paterna, baja responsividad hacia el hijo, etc.). La herida primal es una
especie de “hoyo energético” interno que, desde el primer momento de su
tiene como resultado que el codependiente vive reaccionando y dando poder sobre su autoestima a
fuentes externas a él mismo. [...] La codependencia es un sistema defensivo que trabaja para
continuar repitiendo nuestros patrones de conducta con el fin de reforzar nuestra creencia de que
no es seguro confiar, ni en nosotros mismos ni en el proceso de la vida” (Burney, 1995).
existencia, reclama de modo implacable ser saciado, y en su núcleo abismal nos
encontramos con sensaciones intolerables de total aislamiento.
En sentido estricto, los eventos dolorosos no son traumáticos en sí mismos,
sino que se convierten en tales debido a la incapacidad de nuestros cuidadores
para reflejarnos la intensa vivencia de dolor emocional que deriva de un estado de
deprivación. Siguiendo este razonamiento, los terapeutas Susanne Short (1989) y
John Bradshaw (1990b) sostienen que precisamos que nuestro sufrimiento sea
expresado y validado más que evitado a toda costa. Para el psicoanalista Heinz
Kohut (1977), el paso por experiencias de frustración óptima, adecuadas a la edad y
no disruptivas, es decir, experiencias cuyos componentes afectivos de miedo y
dolor emocional son reflejados, es condición indispensable para que la estructura
de la personalidad cristalice. En resumen, el trauma es configurado por aquello
que el niño no puede experimentar de manera consciente, pero que aún así es
registrado en un nivel orgánico e incluso celular 3 (Janov, 1970, 2000; Farrant, 1987;
Farrant & Larimore, 1996).
El psiquiatra Thomas Trobe, alias Krishnananda (1998, 1999), ha efectuado
una distinción entre tres tipos de insultos psíquicos profundos, que pueden ser
entendidos como experiencias reactivas secundarias al trauma original de la herida
narcisista. En primer lugar, se refiere al abandono y el vacío como vivencias
tempranas de colapso ante situaciones externas con un potencial traumático, que
probablemente se produjeron durante el primer año de vida. En segundo lugar,
señala al shock, condición en la cual reaccionamos, con el fin de protegernos, a
sucesos difíciles congelándonos y así perdiendo la posibilidad de comunicarnos,
hablar, pensar y, sobre todo, de sentir. Esta reacción se ve acompañada de
síntomas físicos como pulso acelerado, sudor, parálisis, pecho apretado y
dificultades para respirar, de una sensación de confusión y de un sentimiento de
pánico o amenaza inminente. El shock es una respuesta del organismo que éste
utiliza en un nivel preverbal y precognitivo del desarrollo y que afecta a la
fisiología del cuerpo. En cambio, el efecto de la vergüenza o vergüenza tóxica, la
tercera reacción del niño a circunstancias traumatizantes, recae más bien sobre la
configuración de sus estructuras mentales y es, en ese sentido, posterior al shock
en términos biográficos. La sensación de vergüenza, que en lo más íntimo equivale
a la sensación de ser, en esencia, defectuoso e imperfecto, proviene de la
internalización de un mensaje implícito en muchas de las interacciones con
Janov y sus colaboradores han buscado durante años una explicación biológica y fisiológica para
este tipo de memoria (Beaulieu, 1986/1988; Buchheimer, 1987; Janov, 2000). Esto se ha traducido en
el concepto de impronta, proceso mediante el cual los sucesos traumáticos son estampados
permanentemente en el sistema nervioso, generando cambios estructurales y funcionales
arraigados con la ayuda de las hormonas liberadas para manejar el trauma. Ciertas conexiones
sinápticas cambian, algunas neuronas se hacen más gruesas y aumentan la cantidad de sus
dendritos, formando patrones definidos de conducción bioeléctrica. Ante situaciones similares al
acontecimiento traumático original, estos patrones establecidos de conducción se disparan y
determinan nuestro comportamiento. Dice Janov (2000): “La memoria fetal existe, pero en términos
de alteraciones neuroquímicas, no en términos de escenas, imágenes o palabras”.
3
nuestros padres: no estamos bien tal como somos, existen en nosotros aspectos que
no son aceptables (Whitfield, 1987; Krishnananda, 1998). Algunas de las
expresiones vitales espontáneas del niño fueron rechazadas e invalidadas, porque
al resonar con las vivencias infantiles traumáticas de sus cuidadores, éstos se
vieron en la necesidad de cambiar la experiencia de sus hijos para no entrar en
contacto con sus propios miedos y dolores ocultos. Estas acciones nos desconectan
de nuestra autenticidad y nos hacen desconfiar de lo que acontece en nuestro
interior, dando lugar a creencias negativas sobre nosotros mismos y a sentimientos
de humillación, inadecuación e inseguridad. A diferencia de la culpa, sensación
que depende de algo que se ha hecho, la vergüenza se relaciona con lo que uno es,
por lo que no es accesible la reparación. De acuerdo a Krishnananda (1998), todos
hemos sufrido estas heridas hasta cierto grado.
Arthur Janov ha clasificado los traumas primales en relación a las diferentes
etapas del desarrollo del sistema nervioso central, basándose en el trabajo de los
neurofisiólogos y neuroanatomistas Wilder Penfield, Ronald Melzack y Paul
McLean (Janov, 1970, 2000; Weiner, 1975; Khamsi, 1981; Beaulieu, 1986/1988;
Rowan, 1988). La tesis básica consiste en la idea de que la mente y el cerebro se
desarrollan paralelamente en tres fases distintas que se caracterizan por cierto tipo
de memoria (los recuerdos son almacenados en diferentes estructuras cerebrales),
determinada cualidad experiencial y estrategias defensivas específicas para
manejar eventos traumáticos, constituyendo lo que Janov llama las tres líneas o
niveles de consciencia. La primera línea de consciencia, que se encuentra en
funcionamiento ya antes del nacimiento y antes de que las emociones se
diferencien, está vinculada a la porción interna del cerebro y sus funciones son las
gástricas, las respiratorias, las de evacuación, la línea media anatómica y el
equilibrio hormonal. El sistema de memoria es “visceral”, los recuerdos son
retenidos en el cuerpo y se centran en las sensaciones. Esta consciencia altamente
instintiva está implicada en el manejo de todas las experiencias que el niño
atraviesa hasta alrededor de los seis meses después del nacimiento y los llamados
traumas de primera línea (sucesos traumáticos que el organismo enfrenta en ese
período). El segundo nivel de consciencia se encuentra ligado al sistema límbico
del cerebro y, con ello, a las emociones. Comienza a funcionar algunos meses
después del nacimiento y alcanza su plena maduración cuando tenemos alrededor
de dos y tres años de edad. Recuerda en imágenes o escenas y registra, por lo
general, situaciones preverbales, precognitivas e insertas en relaciones diádicas
entre el niño y su figura principal de apego, como también los traumas de segunda
línea. La última línea de consciencia se correlaciona con el sistema cerebral cortical
y tiene a cargo las funciones mentales superiores. A partir de los dos años de edad,
se encuentra ya involucrada en determinar nuestra realidad, pero sólo varios años
más tarde su relevancia se convierte en central. La memoria es verbal-mental y se
enfrenta, en un inicio, a acontecimientos que transcurren en relaciones triádicas y
traumas de tercera línea. Este nivel intelectual integra las dos otras líneas y confiere
significado a sentimientos y sensaciones. Mientras aún no monopoliza el dominio
sobre el organismo, los otros dos niveles deben asumir la responsabilidad sobre la
supervivencia de la persona.
Un último asunto que me gustaría aclarar en esta sección se vincula con las
fuentes originarias más profundas de la herida primal. Algunos autores han hecho
mención del trauma del nacimiento como antecedente prototípico de la herida
primal 4 (Rank, 1924; Greenacre, 1953; Orr, cit. en Khamsi, 1987; Abrams, 1990;
Graber, cit. en Janus, 1991; Leuner, cit. en Janus, 1991; Krishnananda, 1998), a
menudo ignorando el período prenatal de la vida del ser humano o bien
idealizándolo como estado celestial exento de momentos dificultosos, en el cual el
feto está inserto en un medio que satisface sus necesidades de modo automático e
inmediato. Otros han incluido la etapa prenatal uterina como posible momento de
traumatización primordial (Fodor, 1949; Rascovsky, 1960; Janov, 1970, 2000; Verny
& Kelly, 1981; Grof, 1985, 2000; Frantz, 1985; Farrant, 1987; Buchheimer, 1987;
Winnicott, 1988; Rowan, 1988, 1996; Lake, cit. en Rowan, 1988, 1996; Janus, 1991;
Kafkalides, cit. en Janus, 1991; Farrant & Larimore, 1996; Emerson, 1996; Laing, cit.
en Rowan, 1996; Mott, cit en Rowan, 1996; Solter, 1996), lo que se ve reflejado
particularmente en los conceptos análogos de útero malo en el trabajo de Stan Grof
y de seno materno repudiante en la obra de Kafkalides. Los psicoterapeutas primales
William Swartley y Graham Farrant han desplazado el punto de inicio de la
traumatización aún más y han llegado a desglosar los traumas más frecuentes de la
vida, por así decirlo, preuterina, considerando que éstos pueden tener lugar
durante la fase embriológica del desarrollo, la implantación, el descenso del óvulo
fertilizado por las trompas de Falopio, la concepción e incluso durante las
experiencias todavía separadas del espermio y el óvulo (Swartley, 1978; Swartley,
cit. en Rowan, 1988; Farrant, 1987; Farrant & Larimore, 1996; Emerson, 1996). En la
mayoría de los autores que señalan el período prenatal como fuente básica de la
herida primal, nos encontramos además con la noción de que las experiencias
traumáticas durante la etapa prenatal predisponen al niño a enfrentar un
nacimiento problemático, siendo el trauma del nacimiento ya un acontecimiento
secundario, pero no por eso menos significativo.
Desde un punto de vista transpersonal, es dado hablar de orígenes
profundos aún anteriores de la herida primal, como el llamado trauma de la
encarnación, es decir, la dolorosa experiencia del alma al separarse de la unidad de
la Existencia para encarnar o nacer (Grof, 1993; Farrant y Larimore, 1996; Firman &
Gila, 1997; Krishnananda, 1998), y también ciertas vivencias que parecen
Las investigaciones médicas indican que las microlesiones cerebrales y la hipoxia (falta de
oxígeno) durante el parto son mucho más frecuentes de lo que se suponía (Greenacre, 1953; Janus,
1991). El psicoanalista Ludwig Janus (1991) y el psicólogo David Chamberlain (1989) piensan que el
nacimiento no sólo tiende a ser traumático debido a factores biológicos naturales, sino también, en
parte, debido a las limitaciones históricas contextuales de la medicina. Janus menciona la técnica del
“nacimiento sin violencia” del obstetra francés Frederick Leboyer como ejemplo de lo que la
medicina misma puede hacer para reducir el grado de la traumatización inevitable del niño que
nace.
4
pertenecer a vidas pasadas y determinar aspectos de nuestra vida actual (Grof,
1985, 2000).
(4) Cuando después de un tiempo alguna de las necesidades del niño no se ve
satisfecha, el dolor, el miedo y la angustia que resultan del estado de deprivación
se vuelven intolerables para su frágil psique porque el entorno no es capaz de
reflejar su estado afectivo y responderle empáticamente. La única solución de que
disponemos en tal circunstancia, es reaccionar, haciendo uso de los precarios
recursos que tenemos entonces a nuestro alcance, con el fin de asegurar nuestra
supervivencia física y psicológica. Manejamos el sufrimiento interrumpiendo la
necesidad insatisfecha que lo genera (Janov, 1970), acción que equivale a
interrumpir la continuidad de nuestro ser (Winnicott, 1960b). Esta interrupción
consiste en una especie de desconexión de parte de lo que el niño está
experimentando internamente, lo que consigue al escindir su propia experiencia y
desterrar de su consciencia la necesidad que he permanecido insatisfecha y todas
las sensaciones y los sentimientos que están asociados a ella (Janov, 1970; Fairbairn,
cit. en Guntrip, 1971; Kernberg, 1977; Miller, 1979/1994; Bradshaw, 1990a; Firman
& Gila, 1997). Este proceso opera, de manera simultánea, en dos niveles. En el nivel
psicológico, hacemos uso de los mecanismos intrapsíquicos de escisión y represión,
y en el plano físico, comenzamos a contraer la musculatura en determinadas áreas
de nuestro cuerpo, restringiendo la profundidad de nuestra respiración y
bloqueando así la posibilidad de expresión de nuestra energía emocional (Janov,
1970; Lowen, 1975).
Toda esta compleja maniobra cumple con dos funciones paralelas: por un
lado, es un mecanismo defensivo psicobiológico contra una realidad subjetiva
catastrófica formada por el dolor emocional y el miedo y, por otro lado, hace
posible que preservemos un vínculo positivo con nuestras figuras de apego. Esta
segunda función es de gran importancia, ya que el niño debe negar la idea de que
sus figuras paternas nunca podrán satisfacer algunas de sus necesidades, con
independencia de lo que él mismo pueda llegar a hacer. Se ve obligado a reprimir
esta comprensión, debido a que representa aún más dolor y sufrimiento. De este
modo, hace más tolerable su ambiente circundante idealizando a sus cuidadores y
cargando con la culpa de la frustración de sus necesidades (Miller, 1979/1994;
Bradshaw, 1990a; Firman & Gila, 1997). Es aquí donde comienza lo que Janov ha
denominado la lucha neurótica, que consiste en la tentativa inconsciente y
continuada de agradar a los padres y otras figuras de autoridad con el objetivo de
finalmente ver satisfechas nuestras necesidades. La lucha neurótica, por medio de
la idealización de nuestros padres y la defensa o justificación de su
comportamiento, nos permite alejarnos de nuestro dolor, aferrarnos a la idea de
que somos amados sin la imposición de condiciones y seguir conectados a la
ilusión de que actuando como actuamos, en algún momento conseguiremos
aquello que nos hace falta (Janov, 1970; Miller, 1979/1994; Hoffman, 1991;
Krishnananda, 1998, 1999). Al mismo tiempo, empezamos a representar y cumplir
con los roles que de nosotros se esperan, aún cuando estén en desacuerdo con
nuestra realidad más íntima.
Los procesos de escisión y represión que hemos descrito marcan el principio
del proceso neurótico, que poco a poco se irá transformando en una estructura
neurótica más estable de la personalidad. En pos de la supervivencia, aprendemos
a desconfiar de nuestros propios sentimientos, que existen para descargar la
tensión que acumula el organismo y para indicarnos la presencia de alguna
necesidad (Janov, 1970; Miller, 1979/1994; Bradshaw, 1990a; Solter, 1996;
Krishnananda, 1998). Con el tiempo, perdemos la habilidad para reconocerlos y
expresarlos, lo que nos lleva a desconectarnos de nuestra verdad interna y a
contener cada vez más tensión. Comenzamos inhibiendo sólo aquellas de nuestras
emociones que ponen en riesgo la satisfacción de nuestras necesidades por parte
de nuestros padres, como el dolor o la rabia, pero a la larga bloqueamos de manera
inevitable nuestra capacidad general de excitación emocional y, con ella, al menos
en parte, todos nuestros afectos (Janov, 1970; Broder, 1976; Bradshaw, 1990a). Las
necesidades insatisfechas y los afectos inexpresados, aún cuando sean reprimidos,
no desaparecen nunca por completo ni dejan de influir sobre nuestra conducta.
Más bien, comenzamos a buscar, sin percatarnos de ello, gratificaciones simbólicas
sustitutorias para nuestras carencias. Esta dinámica se autoperpetúa en el tiempo
porque estas satisfacciones simbólicas responden a necesidades neuróticas de
reemplazo y no a nuestras necesidades reales, con las cuales perdemos el contacto
casi por completo.
(5) El proceso neurótico, que está constituido por los sucesos que hemos especificado
en lo que precede, paso a paso se cronifica y, de esta forma, lo que alguna vez
fueron reacciones circunscritas a situaciones reales se automatizan,
transformándose en estructuras intrapsíquicas que determinan gran parte del
comportamiento subsiguiente del niño. Según Janov (1970), existe una llamada
escena primal, un cierto evento delimitado que puede parecer de poca significación
y no traumático en sí pero que, sin embargo, desplaza el equilibrio interno de la
persona desde su naturalidad hacia el funcionamiento neurótico de modo
permanente. Por lo común, esta escena primal es un punto de cristalización que
simboliza y representa una larga cadena de situaciones traumáticas anteriores o
bien el contacto constante con las personalidades heridas de nuestros cuidadores
(Janov, 1970; Rowan, 1996; Firman & Gila, 1997). Suele producirse entre los cinco y
los siete años de edad, cuando aprendemos a generalizar a partir de sucesos
concretos y a dar sentido a lo que nos ocurre 5 y, debido a esta razón, conlleva la
penosa pero difusa sentencia “No soy querido por lo que soy y no hay esperanzas
de que alguna vez lo seré”. Esta dolorosa conclusión hace inevitable la represión
de la escena primal, manteniéndose el evento desconectado de la experiencia del
Aún así, Janov (1970) menciona la posibilidad de que la escena primal, en casos de traumas
severos, se ocasione en los primeros meses de vida, iniciándose el proceso neurótico, o bien un
proceso de carácter psicótico, alrededor de tales fechas.
5
niño y sin experimentarse totalmente. En este instante, el desarrollo vital se estanca
o se ve distorsionado, lo que se traduce en que la autenticidad del individuo en
crecimiento es desplazada, permaneciendo latente y sin realizarse (Winnicott,
1960a; Janov, 1970; Miller, 1979/1994).
Es en este momento cuando emerge en nuestra psique lo que diferentes
autores han calificado de falso self (Winnicott, 1959/1964, 1960a; Masterson, 1988;
Rowan, 1996), self protector (Winnicott, 1960a), falso yo (Laing, 1960; Miller,
1979/1994; Whitfield, 1987), yo irreal (Janov, 1970; Broder, 1976), segunda naturaleza
(Lowen, 1975), personalidad como-si (Miller, 1979/1994), yo codependiente (Whitfield,
1987) y capa de protección (Krishnananda, 1998). Con ello, se instaura un doble
sistema del yo en nuestra personalidad, ya que en contraposición al sistema del
falso self se establece simultáneamente un self verdadero o yo real. Cuanto
mayores hayan sido las “agresiones” de nuestros padres hacia nosotros, tanto
mayor será el abismo entre yo real e irreal.
El self verdadero surge, en un comienzo, de los tejidos y las funciones del
cuerpo, está conformado por nuestras necesidades y nuestros sentimientos reales y
reúne los detalles de la experiencia de estar vivo (Winnicott, 1960a; Janov, 1970).
Sabe utilizar las energías psicosomáticas del organismo para la autoexpresión y la
autorrealización en las relaciones interpersonales que lo envuelven. Puede integrar
los múltiples aspectos de nuestra vida formando una unidad y cuenta con las
siguientes capacidades: experimentar una amplia gama de sentimientos de manera
profunda; desarrollar contactos interpersonales íntimos; enfrentar los desafíos de
la vida con creatividad y espontaneidad; estar solo; ser honesto y vulnerable; ser
capaz de entregarse y de confiar; permitir la existencia de una sensación continua
de identidad y ser capaz de crecer (Whitfield, 1987; Masterson, 1988; Bradshaw,
1990a). Como hemos mencionado, el yo real, por lo común, no se puede diferenciar
de modo adecuado porque no puede ser vivido y así, nuestro acceso a él tiende a
ser limitado.
Varios autores han advertido el peligro de atribuirle, por medio de la
proyección y la idealización, a un supuesto niño pretraumatizado las capacidades
del self verdadero, dado que algunos de ellos consideran que éste, en realidad,
habita un mundo de lo inmediato, depende de los valores y significados de otros,
es egocéntrico y vive en un universo de fantasía estructurado en base a creencias
mágicas (Loudon, 1979; Stein, 1987; Bradshaw, 1990a). Tomando en cuenta estas
importantes consideraciones, me parece factible asumir la postura de que el niño,
desde el principio, cuenta con el potencial para desarrollar un self verdadero y
convertirse en una persona entera. Para que este potencial innato se realice en
plenitud, el individuo necesita de un ambiente facilitador que permita que esto
ocurra, ambiente ideal del cual, la mayoría de las veces, no disponemos en nuestra
infancia.
El falso self es un sistema biopsicológico sobreimpuesto que cumple con la
función capital de proteger la vulnerabilidad del self real ante las fallas empáticas
que se producen en la relación del niño con sus figuras de apego y sus
consecuencias emocionales, posibilitando la supervivencia con un mínimo de
incomodidad (Winnicott, 1960a; Janov, 1970; Bradshaw, 1990a; Krishnananda,
1998). Es capaz de desviar las energías emocionales perturbadoras hacia
determinadas actividades (pensar, comer, hablar, etc.), lo cual nos proporciona una
sensación de seguridad porque mantiene el miedo y el dolor a distancia. El yo
irreal está constituido, en términos generales, por las pautas de conducta, los
estados de ánimo y los rasgos de personalidad que hemos adoptado de nuestros
padres para no superarlos, con la esperanza de que eso les sirva de motivación
para satisfacer nuestras necesidades (“Soy igual que ustedes. ¿Me aceptarán
ahora?”). A nivel fisiológico, este sistema nos afecta crónicamente de diversos
modos, por ejemplo reprimiendo o sobreestimulando el sistema endocrino, o
también ejerciendo cierta tensión persistente sobre los órganos internos (Janov,
1970).
Desde el yo irreal, nuestro comportamiento se basa en el control, la
conformidad y la sobreadaptación a las circunstancias (Winnicott, 1960a; Lowen,
1975; Miller, 1979/1994), mientras tiende a la satisfacción inmediata pero indirecta
de nuestras necesidades. Desarrollamos una serie de expectativas y estrategias con
el fin de afectar a los otros para que modifiquen su comportamiento y nosotros
consigamos lo que queremos, tales como demandar y exigir, manipular, culpar,
mendigar y vengarnos. Nos instalamos en el mundo con patrones habituales de
compensación, que protegen nuestra vulnerabilidad herida, complaciendo a los
otros y armonizando las situaciones conflictivas, controlando y haciéndonos cargo
de otros, peleando y rebelándonos continuamente, o retirándonos y refugiándonos
en nosotros mismos. El falso self nos hace estar y actuar de forma insensible,
despreciadora, tensa, inhibida, crítica y perfeccionista.
Junto a la escena primal y la fracturación del self total en yo real e irreal, se
escinde también el sistema de recuerdos. Los recuerdos reales se encuentran desde
entonces normalmente reprimidos, mientras que los recuerdos irreales sirven de
pantalla y filtro de la experiencia (Janov, 1970; Miller, 1979/1994). Cualquier
vivencia que resuene con los sentimientos y las necesidades que han sido
reprimidas, es censurada y descartada. Así, la persona se priva a sí misma de una
amplia gama de experiencias vitales y reacciones emocionales como la envidia, los
celos, la impotencia, la rabia, el miedo, etc. (Miller, 1979/1994; Covitz, 1990).
(6) Con el tiempo, nos identificamos de manera tan estrecha con el falso self, que
perdemos casi por completo la noción de que, en esencia, este falso yo no es más
que una estrategia de supervivencia que desarrollamos para defender nuestra
integridad psíquica y física frente a circunstancias que no podíamos cambiar
(Miller, 1979/1994; Bradshaw, 1990a; Krishnananda, 1998, 1999; Svarup &
Premartha, 1999). El proceso neurótico se transforma de modo permanente en una
estructura neurótica de carácter que, en su núcleo, alberga un conflicto irresuelto
entre el self verdadero y el falso self 6 . Este último reprime al primero y transmuta
las necesidades reales del organismo en necesidades neuróticas, por lo que la
gratificación puede realizarse sólo simbólicamente. Evitamos así el dolor y el
profundo miedo que emanan de la herida primal, pero también imposibilitamos la
satisfacción real de lo que, en secreto, anhelamos. Todo el espectro de las
conductas neuróticas y disfuncionales comparten esta misma causa fundamental y
pueden ser consideradas como comportamientos simbólicos de defensa contra
sufrimiento psicobiológico excesivo.
Entre las formas principales en las cuales la represión de nuestras
necesidades originales y del dolor y el miedo primales nos afectan con
posterioridad en la adultez, se cuentan: (a) narcisismo (sentido dañado de
identidad); (b) desconfianza generalizada ante el mundo; (c) necesidad de estar
siempre en control de las situaciones; (d) reactuación inconsciente de los sucesos
traumáticos del pasado en el presente; (e) interiorización (infligirnos a nosotros
mismos el abuso sufrido en la infancia, como en los síntomas psicosomáticos); (f)
grandes dificultades para experimentar verdadera intimidad en nuestras relaciones
interpersonales, miedo al compromiso, miedo al abandono y aislamiento; (g)
codependencia, o bien antidependencia y falsa autonomía (codependencia
compensada); (h) búsqueda continua de la aprobación de personas que
representen a los padres; (i) miedo al rechazo, a la presión y al abuso físico o
energético; (j) frustración, rabia destructiva, tendencias autodestructivas, agresión,
violencia y consiguientes ofensas a terceros (infligir a otros aquello que hemos
sufrido), que pueden ser entendidas como reacciones secundarias a la herida
narcisista; (k) contaminación del pensamiento por vestigios infantiles (creencias
mágicas, egocentrismo, razonamiento emocional, generalización indiscriminada,
etc.); (l) ansiedad, impulsividad y baja tolerancia a la frustración; (m) adicciones y
compulsiones de todo tipo; (n) sentimientos y reacciones frecuentes de vergüenza,
culpa, inadecuación, inseguridad, duda, celos, shock y abandono; (o) negatividad,
resentimiento, cinismo y amargura; (p) miedo a cambiar y a lo desconocido; (q)
apatía, depresión, sinsentido, confusión, soledad, desesperanza y vacío; (r) falta de
autoestima y desvalorización personal; (s) sentimientos de tener que demostrar
algo, de estar constantemente a prueba y de no pertenecer; y, (t) sensaciones de
falsedad, irrealidad, extrañeza, futilidad, hipocresía y absurdo, que surgen cuando
el falso self es tratado como el self verdadero (Guntrip, 1971; Kohut, 1977; Miller,
1979/1994; Masterson, 1988; Bradshaw, 1990a, 1990b; Abrams, 1990; Covitz, 1990;
Hoffman, 1991; Firman & Gila, 1997; Krishnananda, 1998, 1999).
Desde el punto de vista más propiamente psicopatológico, que no es aquel que aquí más nos
interesa, podemos afirmar que la gravedad del trastorno que una persona manifiesta está en
relación directa con la precocidad de la traumatización primal. Mientras más temprano resulte ser
el trauma primordial, más grave será el desorden posterior que produce (Balint, 1968; Kohut, 1977;
Kernberg, 1977; Rowan, 1988). En este sentido, la teoría primal considera que la psicosis consiste en
un ahondamiento de la escisión neurótica y es una mera extensión cuantitativa de la neurosis
(Janov, 1970; Khamsi, 1981), mientras los trastornos narcisista y limítrofe de la personalidad
representan condiciones intermedias entre la psicosis y la neurosis.
6
El neurótico vive en una situación infantil no resuelta y reprimida que lo
hace temer y evitar peligros que alguna vez fueron reales, pero que ya no son
amenazas efectivas para su supervivencia física o psicológica. Es incapaz de
concluir que, en el presente, nada terrible le sucederá. Ante acontecimientos que de
alguna u otra manera resuenan con las heridas que ha sufrido en su infancia, el
bloqueo de la energía emocional se intensifica con propósitos defensivos y la
persona repite una y otra vez los patrones conductuales reactivos que en otro
momento fueron adaptativos, pero que han dejado de serlo (Janov, 1970; Miller,
1979/1994; Whitfield, 1987; Bradshaw, 1990a; Krishnananda, 1998). Así, el
neurótico actúa impulsado por recuerdos, sentimientos y necesidades primales
reprimidas y de continuo espera rechazo, castigo y abandono, mientras que, al
mismo tiempo, sus expectativas y patrones neuróticos de comportamiento
reproducen en su vida los escenarios que más pretende esquivar (Miller,
1979/1994; Grof, 1985; Emerson, 1996; Krishnananda, 1998, 1999). Ha construido
un sistema más o menos rígido de creencias limitantes que determina su visión del
mundo y de sí mismo, y también un sistema de recuerdos irreales que actúa como
filtro, mediando el impacto de las experiencias que atraviesa y permitiendo la
entrada sólo a aquello que no guarde alguna similitud con los recuerdos primales
reales. De esta manera, el miedo lo lleva a mantener la desconexión del dolor para
defenderse de su emergencia.
El yo irreal transforma el dolor primal en tensión y ésta se encuentra difusa
en el organismo, afectando a los órganos, los músculos, la sangre, el sistema
linfático, la voz y la fisonomía general del cuerpo. Por ello, el neurótico, en general,
no experimenta verdaderos sentimientos, sino más bien sentimientos convertidos
en sensaciones y niveles variables de tensión (Janov, 1970). Y, en cuanto vivencia
alguna emoción, demuestra una tendencia a hacerlo con una intensidad
desproporcional al evento que la gatilló. La persona utiliza, cuando la tensión se
acrecienta anunciando el surgimiento de los sentimientos negados, mecanismos
involuntarios para aliviarla, tales como el rechinar los dientes, el suspirar, las
pesadillas o la enuresis. En caso de que la tensión sobrepase los límites de lo
soportable porque estos mecanismos fracasan, entran en acción los mecanismos
voluntarios de alivio de la tensión: la proyección de los sentimientos propios en
otras personas; el canalizarlos hacia nuestro interior, dando lugar a una depresión
crónica de bajo grado; y, como formas más comunes de soslayar los sentimientos
primales, el transformarlos en conductas adictivas y compulsivas (Janov, 1970;
Bradshaw, 1990b).
Adicciones y compulsiones son todas las actividades que llevamos a cabo
para no estar presentes y permanecer inconscientes. Son, de modo simultáneo,
intentos de aliviar la tensión, de evitar el miedo y el dolor primales, y de satisfacer
nuestras necesidades insatisfechas por vías sustitutorias o, en otras palabras, son
esfuerzos de llenar el vacío estructural que la herida primal ha generado (Janov,
1970; Kohut, 1977; Miller, 1979/1994; Whitfield, 1987; Hoffman, 1991; Firman &
Gila, 1997; Krishnananda, 1998, 1999). En ellas, se vuelven a abrir constantemente
las heridas que hemos sufrido, pero mientras no sean aceptados y elaborados a
consciencia los recuerdos subyacentes, la compulsión a la repetición no
desaparecerá. Por otro lado, las conductas adictivas y compulsivas también poseen
un núcleo positivo, dado que le permiten al neurótico recuperar por un pequeño
período de tiempo su intensidad vivencial perdida, tener un vislumbre del self
verdadero y experimentar sensaciones de aceptación y libertad (Miller, 1979/1994;
Whitfield, 1987; Bradshaw, 1990a; Firman & Gila, 1997). Detrás de todas estas
motivaciones para incurrir en comportamientos de esta naturaleza, se encuentra,
en lo más profundo, un gran anhelo espiritual de totalidad y unidad, que
codetermina las tentativas que hacemos por llenar nuestro insondable vacío
interno y aliviar nuestro dolor primal, factor que adquiere muchas veces gran
relevancia durante el proceso terapéutico (Grof, 1993; Firman & Gila, 1997;
Krishnananda, 1998; Grof, 2000).
Janov y su equipo de trabajo se han ocupado durante décadas del
esclarecimiento de los aspectos biológicos de la teoría primal y han llegado a la
conclusión de que a la neurosis subyace una patofisiología primal (Khamsi, 1981;
Beaulieu, 1986/1988; Bradshaw, 1990a; Janov, 2000). De acuerdo a sus
investigaciones, la represión es el equivalente psicológico del proceso fisiológico
mediante el cual el sistema nervioso maneja la excesiva estimulación eléctrica que
produce la experiencia de dolor por medio de la liberación de endorfinas. La
persona se encuentra así en un estado hipermetabólico constante para contener el
dolor primal e impedir que la información que lo representa pase del sistema
límbico del cerebro hacia la neocorteza, en donde se localiza la consciencia
humana.
Palabras finales
Nos resta hacer dos últimos comentarios para completar este breve esquema
sintético de la teoría primal. En primer lugar, podemos asumir que, al menos en los
contextos socioculturales predominantes y hasta cierto grado, la herida primal y el
establecimiento de un falso self son hechos prácticamente universales, con relativa
independencia del grado de preocupación que los padres puedan demostrar con
sus hijos a lo largo del proceso de crecimiento (Guntrip, 1971; Frantz, 1985; Rowan,
1988; Bradshaw, 1990b; Solter, 1996; Krishnananda, 1998). Pero existen amplias
divergencias en cuanto a las características personales que debiera exhibir un
individuo que se ha desarrollado siguiendo un curso “sano” ideal. Planteando la
cuestión en términos de opuestos, de un lado están aquellos que piensan que el
ideal de salud es la completa ausencia de un falso yo y sus estrategias defensivas
(Janov, 1970) y, del otro lado, se encuentran aquellos que consideran que en una
persona saludable el verdadero self está vivo pero protegido por el falso self, que
consistiría en la actitud social (Winnicott, 1960a; Guntrip, 1971). Entre ambos
extremos, se ubican quienes enfatizan la importancia y deseabilidad de un ser
humano capaz de crecer, autorrealizarse, sentir sin mayores interferencias y asumir
la responsabilidad sobre sí mismo y su vida en el presente, sin pronunciarse en
detalle sobre el destino del yo irreal (Broder, 1976; Khamsi, 1981; Rowan, 1988).
En segundo lugar, todo el proceso que hemos esbozado puede ser
visualizado como uno de los mecanismos más difundidos que transmite la
neurosis de generación en generación (Miller, 1979/1994; Covitz, 1990;
Krishnananda, 1998). Desde un punto de vista sociopsicológico, podemos entender
a los padres como los agentes sociales más idóneos para traspasar los valores
culturales de la sociedad, particularmente los valores represivos, a las generaciones
jóvenes por medio de la socialización. Esta perspectiva merece especial atención
por parte de los profesionales de la salud que de una u otra forma afectan las ideas
que nuestras sociedades albergan acerca de la educación y la crianza de los niños,
ya que arroja interrogantes significativas en torno a la función, el carácter y las
consecuencias de las prácticas educacionales vigentes dentro y fuera de las
instituciones sociales dedicadas a ellas.
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