PLACENTERA AMARGURA por Selena Soro Era

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PLACENTERA AMARGURA
por Selena Soro
Era un hombrecillo trajeado, bajito y fofo; con ojos de sapo y bigote húmedo.
Caminaba por la calle con pasitos cortos y presurosos y, por su ceño fruncido, nadie
imaginaría lo retorcidamente feliz que era.
Germán llegaba tarde la radio, pero ese día, aunque todavía no lo
supiera, sería la última vez que se sentaría ante un micrófono. Cuando llegó, unas
manos frenéticas lo empujaron a su puesto, y sin apenas darse cuenta, transcurrieron
las cuatro horas que duraba su programa. Durante cada uno de los segundos que éste
duró, su cabeza estuvo en otra parte, relamiéndose con antelación ante la horrenda
delicia que lo esperaba.
Cuando salió del edificio, había oscurecido ya, y tras pasar por su casa a
cambiarse, se dirigió a la desierta calle en que había estado pensando todo el día. Se
plantó ante el enorme caserón y se lo quedó observando, oculto en la penumbra.
Transcurrieron dos horas en las que el corazón de Germán no paró de golpear su
pecho, completamente desbocado. Sudoroso y temblando, por fin se decidió y se
acercó a la puerta. Sacó una pequeña ganzúa del bolsillo.
La cerradura cedió con facilidad. Había logrado entrar. Germán encendió su
linterna y un suave rayo de luz inundó la estancia. Nunca había visto una decoración
tan sobrecargada. Sintió el regocijo crecer como una pequeña pelota en su estómago.
Se humedeció los labios, excitado. Dio un paso adelante y la madera crujió. No tenía
razones para ello, pero el corazón le dio un vuelco. Ese día nada podía salir mal. Ese
era el día más importante de su vida.
Avanzando con más sigilo que antes, cruzó la sala y, tras abrir la pesada
puerta de madera, entró en la estancia contigua. Entonces sintió un enorme león rugir
en su pecho. Por un momento, creyó que iba a desmayarse de satisfacción. Sudando
y con el corazón palpitándole en las sienes avanzó por la habitación. El haz de luz de
su linterna se movía como un ratón desesperado por toda la estancia. Germán se
quedó sin respiración. Allí estaba. Se detuvo. El corazón le latía tan fuerte que temió
que fuera a estallarle de un momento a otro. El sudor pasó a ser frío, los dientes
empezaron a castañearle y los ojos parecían salírsele de las órbitas. No pudo
contenerse y, sin apenas notarlo, orinó. Temblando alargó la mano y tocó el pequeño
objeto sobre el estante. Apartó la mano. Su satisfacción se le hacía casi insoportable.
Miró de nuevo el objeto y sintió estallar de dolorosa felicidad. Nunca había visto un
objeto tan deliciosamente horroroso. La primera vez que lo vio, a plena luz del día y
soportando la charla de doña Eugenia, perdió el conocimiento. Cuando volvió en sí, la
anciana lo abanicaba con el periódico del día anterior, y preocupada, vociferaba su
nombre. De fondo, se oía el mortecino murmullo de la radio. Germán se excusó
rápidamente con doña Eugenia y culpó al calor.
Pero a partir de ese día no podía pensar en nada más. Nada de lo que
había conseguido tendría sentido si no se hacía con ese objeto. Y ahora allí
estaba, por fin ante esa pequeña y horrible masa pero incapaz de mover un solo
músculo.
De repente, toda su vida pasó ante sus ojos. Su infancia, hambrienta, fría y
solitaria; su adolescencia, con los largos días de estudio y las interminables noches de
trabajo en la fábrica; y ya de adulto, la dura lucha para hacerse el sitio que sabía que
merecía en la radio. Esa era toda su vida. Nunca había habido nada más. Nada más…
excepto esa desesperada ansia que lo hacía volverse loco, que lo hacía asaltar una
casa en medio de la noche y sudar ante la visión de un mero objeto. Por alguna
extraña razón, Germán supo que si se hacía con eso, no volvería a poner un pie en la
radio. En ese mismo instante, algo dentro de él murió irrevocablemente y dejó paso a
una locura enfermiza e irrefrenable.
En su delirio, imaginó su vida sin ese objeto, y la angustia que sintió lo hizo
reaccionar. Con un ansia desesperada, lo agarró y lo estrechó fuertemente contra su
pecho. Inmediatamente se dio la vuelta y echó a correr, sin importarle ya el ruido. A
trompicones, salió a la calle y siguió corriendo, resollando y con el objeto fuertemente
agarrado. No fue hasta que llegó a su portal que se dio cuenta de que tenía los ojos
anegados en lágrimas. Empujó la puerta que había dejado abierta y subió a zancadas
las estrechas escaleras hacia su piso. Abrió la puerta y la cerró tras de sí con un fuerte
golpe. Esquivando los muebles se dirigió al centro del salón. Encendió una
destartalada lamparilla y miró a su alrededor. La minúscula estancia estaba rebosante
de millones de objetos horrendos e inútiles, apilados y repartidos por todas partes sin
orden ni concierto: encima de las mesas, en las sillas, por las estanterías, por el
suelo… no había un solo rincón donde poder descansar la vista. Germán miraba a su
alrededor como si fuera la primera vez. Satisfecho, constató que la casa se le seguía
echando encima. El hombrecillo se regocijó en su desgracia. Volvió a humedecerse los
labios y, con una sonrisa torcida, avanzó. Con las manos temblorosas apartó un
montón de figuritas que cayeron sobre la mesa como fichas de dominó. En su lugar,
depositó el pequeño objeto. Dio un pequeño paso atrás. Volvió a mirar a su alrededor
y suspiró. Dejó que el caos y el desorden lo inundaran y sintió como la repugnancia y
la desgracia lo carcomían deliciosamente. Germán volvió a fijar la vista en el pequeño
objeto y, allí mismo, murió de placer.
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