Prólogo Nunca es tan lejos, nunca es tan difícil; rendirse jamás será la salida; intentarlo es más sensato y prudente, aunque ello implique correr grandes riesgos. Los valientes son inquietos; más los cobardes nunca intentan nada. Los emprendedores se aventuran; mas los negligentes serán siempre perdedores. Ven y sumérgete con estos tres valientes que, aunque las circunstancias eran adversas, demostraron que siempre se puede. Conocer a estos tres colosos del valor y la osadía extrema te resultará un bálsamo de nuevas y refrescantes ideas del espíritu emprendedor. En una aldea lejana de la civilización, donde los maltratos son la vida cotidiana, ha nacido Proddy, hijo primero de tres hermanos. El capataz, la encarnación misma del infierno, les ha subyugado por larguísimo tiempo, pero ya no será más, según juramento propio del mismísimo Proddy, quien se ha propuesto romper las ataduras de la mediocridad y el conformismo masoquista en la cual han vivido sus padres por más de cuatro generaciones. —¿Qué te pasa, madre? —Estoy muriendo, hijo; no sé cuánto tiempo más pueda durar, pero de seguro moriré. —Nada de eso, mamá; quédate ahí, que voy a llamar a papá; de seguro que él sabrá qué hacer. —No, Proddy, es muy tarde para eso; el capataz se ha llevado a tu padre para castigarle de nuevo. —¿Pero por qué, mamá? ¿Por qué siempre tenemos que recibir las palizas? ¿Acaso no hacemos el trabajo que nos manda? —Así es, hijo, pero eso no basta; ese es el precio de no haber adquirido cultura, estudio y educación. —Pero debe haber un modo de quitarnos a ese demonio de encima. ¡Rayo, cómo puede ser posible! —Cuidado, hijo; las palabras feas no te harán más digno de merecer la libertad; sólo servirán para fortalecer el látigo de tu verdugo. —Perdón por la inmodestia, mamá; sé que fui un poco descortés. —Debo contarte algo que aún no sabes. Si quieres que tus hijos nazcan bajo los aires de la libertad, debes atravesar esas lejanas montañas que se observan en aquel horizonte. Allí, dicen que hay una civilización, donde no hay capataces, ni látigo, ni verdugos. Donde los hombres son tratados con más decoro. Donde cobras por tu jornada; donde puedes cumplir con tus deberes sin dejar de exigir tus derechos. —Madre, madre; no me cuentes esas fábulas, no otra vez. ¿No crees que ya estoy un poco crecidito? Ya no soy un niño. —Exactamente por eso, Proddy; ya no eres un niño. Ahora eres capaz de crear tu propio destino, diferente al nuestro. Reúne a tus hermanos y condúcelos a la libertad. Tu padre y yo moriremos aquí, pero nuestros huesos irán con vosotros hasta que halléis la libertad deseada. —No te entiendo; hablas como si ya estuvieran muertos. No me gusta ese tono de voz, mamá. —Lo estaremos muy pronto. —Azotarán a papá, pero lo dejarán volver a sus labores; ya volverá —No, hijo mío; no volverá; esta vez no regresará. Pero desentierren su cuerpo, y salgamos de esta aldea maldita. De igual manera harán conmigo. Sean fuertes, y no retrocedan jamás. —Discúlpame, madre, pero no veo nada detrás de esas montañas; sólo ese rayo que siempre ilumina el cielo cuando llueve. —Más allá del rayo; ahí nos espera la libertad. Sólo sigue el consejo de tus padres, y te irá bien. Adiós, hijo. Cuida mucho de mi pequeña Topacio. —¡Mamá . . .mamá; mamaaaaaá! La madre había muerto, pero les había dejado un legado: las instrucciones para llegar a la libertad. Y una señal indeleble: «Más allá del Rayo». El padre de Proddy fue fusilado, por órdenes del capataz, a quien había servido por incontables años. Su madre murió sobrada de moretones a causa de los tantos maltratos y azotes que había recibido de sus verdugos. Los tres infantes fueron llevados a la casa del capataz, y sometidos a dura servidumbre. . . . Siete años más tarde, cuando ya Proddy cumplía dieciséis, Ronnie, catorce; y Topacio, trece: —¿Qué haces, aquí, Proddy, no ves que el capataz te puede ver? Vuelve a tus quehaceres. —No, Ronnie, esta vez, es en serio; voy tras el sueño de mis padres. Tú eres el segundo; por eso vine a ti primero. Da la voz de alerta a nuestra hermanita Topy, dentro de tres días partimos a nuestro destino. —¿Y crees que será tan fácil escapar? ¿Crees que el capataz nos dejará ir, por nuestras lindas caras? Además, si no nos ve él nos verá uno de sus peones. No es tan sencillo como crees. —Nunca dije que sería fácil, pero quedarnos aquí resultaría más difícil. Prefiero ser un fugitivo antes que aceptar ser esclavo de mis propias circunstancias. No permitiré que mis hijos nazcan en esta mugrosa vida de esclavos. Adiós; dentro de tres días, en el cerro. Allí los estaré esperando. —¿Y tú, a dónde irás ahora? —A desenterrar a mis padres. . . Tres días más tarde: —¿Dónde está Topacio? —No lo sé, patrón. —¡Cómo que no lo sabes! ¿Para qué te pago? Contesta, bruja. —Es que la he buscado por todos lados y no la encuentro. ¡No me castigue, patrón; le juro que no sé a dónde se ha metido esa malcriada niña! —¡Roberto, Roberto! —Sí, patrón. —¿Has visto a Topacio? —No, patrón, no la he visto en toda la mañana. —¡Pero qué carajo está pasando con ustedes! Es que nadie puede darme una respuesta? —Las noticias son peores, patrón. —¿A qué te refieres, anda, habla? —Sus hermanos tampoco se han presentado a trabajar en el molino; los dos graneros están sin operarios. —Algo anda muy mal. Anda a buscar los perros y unos treinta hombres armados; les enseñaré porqué soy el capataz. . . El capataz reunió sus hombres y buscaron a los tres jóvenes por toda la aldea, por los montes y los cerros; pero todo resultó vano. Los tres imberbes se habían escapado. —Nos dividiremos en tres grupos —propone el capataz—. Tú, Roberto, te harás cargo del primer batallón. Usted, Montalvo, será el jefe del segundo grupo. Y el resto se irá conmigo. Los quiero vivos o muertos; preferiblemente muertos, exceptuando la chica. ¡Andando!, ¿qué esperan? La difícil e infructuosa búsqueda continuó; treinta fieras con nombres de peones; dos cabezas de fieras con nombres de Roberto y Montalvo; y un demonio encarnado, con nombre de capataz y apellido Patrón.