¿Puede una madre olvidar al hijo de sus entrañas?

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Revista “Surcos” (Marzo 2012)
La voz del Pastor
¿Puede una madre olvidar al hijo de sus entrañas?
Desde el año 2007 tenemos en nuestras prioridades pastorales una que dice
así: «Carácter inviolable de la vida humana en todas sus etapas». Es una
prioridad que ha estado vigente hasta ahora. Y ahora, precisamente, es más
actual que nunca. Todos los catequistas de la Diócesis deben cerciorarse de
que se comprenda que la vida humana es un don de Dios, que es creada por
Él, y que, por tanto, nadie puede disponer de ella más que Dios. En esta
sección «Voz del Pastor» de nuestro boletín he tratado este tema en varias
ocasiones (Surcos diciembre 2006; abril 2008; mayo 2008; junio 2008; agosto
2008; abril 2009). Confío en que todos los presbíteros, diáconos, y catequistas
de la Diócesis tienen presentes esas orientaciones y las comunican fielmente
en sus respectivas catequesis. En esta ocasión me veo obligado a volver sobre
el mismo tema, dada la discusión que se ha establecido en nuestro país sobre
el falsamente llamado «aborto terapéutico».
1. Relación entre la vida humana y el amor
Según la revelación bíblica Dios es el creador del universo. De hecho la
Biblia comienza con esa afirmación: «En el principio creó Dios el cielo y la
tierra» (Gen 1,1). Este es el primer artículo del Credo cristiano: «Creo en
Dios Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra». Todos los seres
humanos, cuando comenzamos a admirar las cosas que captamos con
nuestros sentidos nos preguntamos: ¿Quién las hizo? La respuesta es:
Dios. Lo dice de manera poética e inmejorable San Agustín. Citamos sus
palabras tomadas de Las Confesiones.
Interrogué la tierra y me respondió: "No soy yo tu Dios"; la misma confesión
hicieron todas las cosas que se encuentran en ella. Interrogué al mar y sus
abismos, y a los reptiles con alma viva, y me respondieron: "No somos
nosotros tu Dios; busca más arriba". Interrogué a las brisas del aire, y a todo el
mundo aéreo con sus habitantes me respondió: "Erra Anaxímenes, yo no soy
Dios". Interrogué el cielo, el sol, la luna, las estrellas y me respondieron:
"Tampoco nosotros somos el Dios que buscas". Entonces dije a todos los seres
que circundan las puertas de mi cuerpo: "Hablenme de mi Dios. Si no lo son
ustedes, díganme, al menos, algo sobre El". Y ellos exclamaron a gran voz:
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"Es Él quien nos hizo". Mis preguntas eran mi contemplación; su respuesta era
su belleza (Conf. X, 6,9).
En cuanto a la existencia de todo hay dos alternativas: que existan o
que no existan. Sólo el Creador pudo decidir que existan; sólo el Creador
decide que sigan existiendo en este momento; Él les da la existencia en
cada momento. Por eso deberíamos admirarnos en cada momento de su
creación.
La pregunta siguiente que nos tenemos que hacer es esta: ¿Por qué
decidió que todo existiera? ¿Qué lo movió? ¿Hay algo que pueda mover a
Dios? Dejemos que responda el Catecismo de la Iglesia Católica.
Es una verdad fundamental que la Escritura y la Tradición no cesan de enseñar
y de celebrar: “El mundo ha sido creado para la gloria de Dios”. Dios ha
creado todas las cosas, explica S. Buenaventura, “non propter gloriam
augendam, sed propter gloriam manifestandam et propter gloriam suam
communicandam” (“no para aumentar su gloria, sino para manifestar su gloria
y para comunicar su gloria”). Porque Dios no tiene otra razón para crear que
su amor y su bondad: “Aperta manu clave amoris creaturae prodierunt”
(“Abierta su mano con la llave del amor, surgieron las criaturas”) (S. Tomás
de Aquino) (Catecismo N. 293)
Sólo el amor pudo mover a Dios a crear el universo. Movido por el
amor Dios quiso manifestar y comunicar su gloria. No es que algo externo
haya movido a Dios. El amor se identifica con Dios mismo. Por eso,
contemplando la acción de Dios, pudo concluir el apóstol Juan: «Dios es
amor» (1Jn 4,7).
El amor de Dios consiste en comunicar a su creatura su gloria, es
decir, en darle el bien máximo en que se pueda pensar. El amor consiste en
procurar el bien del otro. Dios lo hace dando la existencia y comunicando su
gloria. Entre todas las creaturas del mundo visible hay una que Dios ama
sobre todas las demás: el ser humano. Es el único ser al cual Dios
comunica su propia imagen y semejanza. El ser humano es el único ser de
la creación visible capaz de conocer a Dios. Al ser humano Dios le concede
la comunión con Él, le comunica su mismo Ser; Dios se da a sí mismo al ser
humano. Es el amor supremo, porque le procura el Bien supremo.
El amor de Dios es difusivo. Él quiere comunicarse a muchos seres
humanos. En su designio misterioso pudo crearlos a todos de una vez. Pero
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lo hizo de otra manera, mucho más sabia: quiso que el ser humano viniera a
la vida por generación. Esto quiere decir que involucra al mismo ser humano
en la generación de nuevas vidas humanas. La creación de un ser humano
es obra exclusiva de Dios y en esta obra creadora Dios no tiene colaborador
alguno. Pero quiso que la vida creada por él fuera viable gracias al ser
humano mismo. Y Dios confiaba en la generosidad del ser humano. Por eso
el primer mandato que Dios da al ser humano es este: «Sean fecundos y
multipliquense» (Gen 1,28).
El ser humano es imagen y semejanza de Dios en cuanto es capaz de
amar. Y este amor se expresa en su solicitud por la vida humana. Al pensar
en la solicitud por la vida humana, sobre todo, en su etapa más indefensa y
dependiente, nadie puede dejar de pensar en el amor materno. El amor
materno es el amor más emblemático, nada se compara con él, es lo más
semejante al amor divino.
Así comienza el Retrato de una madre que hace el Obispo Mons. Ramón
Ángel Jara (1852-1917), en una composición que todos hemos aprendido
alguna vez: «Hay una mujer que tiene algo de Dios por la inmensidad de su
amor, y mucho de ángel por la incansable solicitud de sus cuidados...»
2. ¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho?
¿Quién hace esta pregunta cuya respuesta es tan obvia? La hace Dios.
Cuando Israel estaba en el exilio, se quejaba de que Dios se había olvidado
de su pueblo: «El Señor me ha abandonado, el Señor me ha olvidado» (Is
49,14). Dios mismo, que conoce todo lo que ha creado, busca algo tan
imposible como eso y lo encuentra en el amor de una madre por su hijo.
Responde a la queja de su pueblo diciéndole: «¿Acaso olvida una mujer a
su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas?» (Is 49,15).
Entre todos los seres creados, este es el amor más grande. Si Dios hubiera
encontrado otro amor más grande que el de una madre por el hijo de sus
entrañas, habría usado ese otro amor para compararlo con el amor que Él
tiene por su pueblo. Pero no encontró otro mayor. El razonamiento que
hace Dios con su pueblo es este: si una mujer, que es una creatura limitada,
no se olvida del hijo de sus entrañas, cuánto menos Dios se olvida de su
pueblo.
El amor que tiene una mujer por su hijo es solamente superado por el
amor de Dios. Por eso Dios agrega: «Pues aunque una mujer llegase a
olvidar a su hijo, yo no te olvido» (Is 49.15). El amor de una mujer por el hijo
de sus entrañas es segundo solamente después del amor de Dios.
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Por su parte un niño pequeño puede desconfiar de todo, pero no puede
desconfiar del amor de su madre. En sus brazos se abandona con total
confianza. Él sabe que el amor de su madre es incondicional. Esto es lo
natural. Así creo Dios la naturaleza de la madre y del hijo. Lo hizo así,
porque Dios quería, que después de creada la vida humana, dependiera
enteramente del cuidado de la madre, del amor de la madre. Esto es lo que
ocurre en el tiempo en que el hijo está en el seno de la madre. Nunca está
el niño más indefenso por sí mismo; pero nunca está más defendido, pues
lo defiende su madre.
Por eso resulta tan antinatural, incluso, repulsivo, ver a mujeres que
reivindican el derecho a eliminar a su hijo antes de nacer, cuando él está
enteramente confiado a ella, cuando depende sólo de ella para sobrevivir.
Es cierto que la mujer es dueña de su cuerpo; pero Dios la creó con
sentimientos maternos, de manera que ella ofreciera su cuerpo para el
desarrollo de la vida de su hijo. Es lo más grande que una mujer puede
hacer. Lo contrario, es lo más abominable.
3. Alternativa amor o egoísmo
En su enseñanza Jesús afirmó que el ser humano siempre se ve
enfrentado a una alternativa, que él expresa con una comparación: «En
verdad, en verdad les digo: si el grano de trigo que ha caído en la tierra no
muere, queda él solo; pero si muere, produce mucho fruto» (Jn 12,24). No
hay una tercera alternativa entre el amor y el egoísmo. Si el grano de trigo
rehúsa morir, queda él solo, su ego solo, se sume en el egoísmo, no
despega del nivel meramente humano, que es esencialmente temporal y
finito. Por eso Jesús agrega: «El que ama su vida, la pierde» (Jn 12,25).
Difícil pensar en una situación en que la imagen de Jesús se realice más
claramente que en el caso de la madre y el hijo de sus entrañas. Si la madre
opta por el bien del niño y ese bien es que él viva, estamos ante un caso de
amor materno. Esto es lo natural. Si la madre opta por su propia vida, por su
propio bienestar a costa de la vida de su hijo estamos ante el caso del más
extremo egoísmo.
Se insiste en usar la expresión falsa de «aborto terapéutico», para
confundir. Un aborto es la eliminación de un ser humano inocente e
indefenso, cuando aún está en el vientre materno. Esta es una acción de
muerte. En ninguna forma es una acción terapéutica. En esa acción no se
quiere sanar a nadie –que sería terapéutico− sino sólo matar a alguien, que
es lo contrario de lo terapéutico. El médico, que es fiel a su misión de salvar
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la vida enferma, cuando se enfrenta a un caso de enfermedad de la madre o
del hijo durante el embarazo, debe considerar que tiene delante dos
pacientes, no sólo uno, y que su misión es salvar a ambos. Hoy día la
medicina en la mayoría de los casos lo logra. En todo caso, si haciendo todo
lo posible por salvar a ambos, muere el niño, eso no es un aborto; eso es el
efecto no deseado, desgraciado, del intento de salvar a la madre y al niño.
Es lo mismo que ocurre cuando el médico, por salvar a un paciente,
emprende una operación con riesgo, por ejemplo, una operación de corazón
o del hígado o de algún otro órgano vital. Las acciones que el médico
realiza. abriendo con un bisturí el tórax del paciente y sacando el corazón,
son iguales a las que podría realizar un homicida que quiere matar a esa
persona. Pero la intención del médico es salvarla. Si, de todas maneras, el
paciente, a consecuencia de la operación, muere –«se queda en la
operación», como se suele decir−, eso no es un homicidio, no es un crimen,
porque la intención era la contraria; la intención era favorecer la vida del
paciente y no eliminarla. Hacer esas acciones con intención de eliminarla
sería un homicidio. Eso mismo ocurre en el caso de una operación que
debe hacerse a la madre durante el embarazo. La intención de un médico
debe ser siempre salvar a madre e hijo. Si el médico comienza la operación
con la intención de matar al niño, eso es un crimen, es un homicidio, y el
que eso hace no merece el nombre de médico, porque el médico ha jurado
salvar la vida. En ese caso el médico ha cometido un aborto, no una acción
terapéutica. La expresión «aborto terapéutico» es un engaño, porque es una
contradicción.
4. Debate público sobre el aborto
Un último punto que es necesario considerar es este. En el debate
público sobre este tema, las mujeres deberían tener más cautela al
reivindicar el derecho a disponer de su cuerpo y eliminar a su hijo, si el
embarazo les significa excesivas molestias o si el niño tiene alguna
malformación. Hoy día los niños son muy precoces en comprender las
cosas. ¿Qué pasará por la mente de un niño de cinco o seis años, cuando
empiece a comprender que su madre, en cuyo amor confiaba, en realidad
reivindica su derecho a haberlo eliminado, si ella durante el embarazo
hubiera tenido alguna dificultad o si él hubiera tenido alguna malformación?
¿En quién podrá confiar ese niño si ya no puede hacerlo ni siquiera en su
madre? Desde ese momento ese niño mirará con recelo a todos, incluso a
su madre. Una cosa es cierta: todos los niños, si fueran consultados y si
pudieran optar, preferirían haber nacido de madres que defienden el
derecho a la vida de sus hijos y que no habrían optado nunca por
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abortarlos. En cambio, ¡qué miedo para un niño saber que tiene una madre
que habría optado por matarlo, si el embarazo hubiera significado una
molestia para su vida! Toda mujer tendrá que estar preparada para
responder a su hijo, cuando le pregunte: «Mamá, ¿tú me habrías matado
durante el embarazo, si yo hubiera tenido alguna malformación?».
Desgraciadamente, la respuesta ya no será tan obvia para él.
Se dice que el Estado no tiene injerencia en la libertad que tiene la
mujer de disponer de su cuerpo. Nadie quiere poner ese límite al derecho a
esa libertad de la mujer. Pero todo derecho personal tiene límite; ese límite
es el respeto al derecho del otro. En el caso que nos ocupa el derecho de la
mujer tiene el límite de respetar el derecho a la vida que tiene el hijo de sus
entrañas. El derecho a la vida que tiene ese niño no se lo da la madre ni el
Estado; lo tiene él como propio por el hecho de haber sido creado y ser
persona.
Conclusión
En definitiva, el debate sobre el aborto, en cualquiera de sus casos,
es un debate sobre el amor o el egoísmo. En una sociedad organizada
sobre la lógica del amor, ese debate no tiene asidero, no tiene ambiente, no
tiene cómo presentarse, resulta fuera de lugar. En una sociedad organizada
sobre la lógica del egoísmo y del afán del propio placer, se comprende que
surja ese debate. Pero, tengamoslo presente, en esta sociedad cada uno
lucha por sus propios derechos sin importarle atropellar los derechos de los
demás. En una sociedad en que se introduce el aborto, cada uno se
condena a desconfiar de todos los demás, incluso de su propia madre, y a
mirar a todos los demás como enemigos. Es una sociedad inhumana.
Esperamos que nuestra sociedad no llegue nunca a ese extremo.
+ Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de Los Ángeles
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