Documento 1 En la puerta del Sol hay reunidas diez mil personas, y

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1ª Evaluación
Documento 1
En la puerta del Sol hay reunidas diez mil personas, y el gentío se extiende hacia las
calles cercanas, de Montera hasta la red de San Luis, así como por Arenal, Mayor y Postas,
mientras grupos armados con trabucos, garrotes y cuchillos patrullan los alrededores,
alertando de toda presencia francesa. Desde el ventanal de su casa, en el número 15 de la calle
de Valverde, esquina a Desengaño, Francisco de Goya y Lucientes, aragonés de sesenta y dos
años de edad, miembro de la Academia de San Fernando y pintor de la Real Casa con
cincuenta mil reales de renta, lo mira todo con expresión adusta. Dos veces ha rechazado a su
mujer, Josefa Bayeu, al solicitarle ésta que baje la persiana y se retire al interior. En chaleco,
abierto el cuello de la camisa y los brazos cruzados sobre el pecho, un poco inclinada la
cabeza poderosa que todavía luce pelo espeso y crespo con patillas grises, el pintor vivo más
famoso de España permanece asomado, tozudo, observando el espectáculo callejero. De las
voces del gentío y los disparos sueltos, lejanos, apenas llegan a sus oídos -sordos desde
que una enfermedad los maltrató hace años- algunos ruidos amortiguados que se
confunden con los rumores de su cerebro, siempre atormentado, tenso y despierto. Goya
está en el balcón desde que, hace poco más de una hora, el joven de dieciocho años León
Ortega y Villa, discípulo suyo, vino desde su casa de la calle Cantarranas a pe dirle permiso
para no ir al estudio. «A lo mejor tenemos que hacer frente a los franceses», le dijo al pintor,
acercándose a su oído inválido y levantando mucho la voz, como de costumbre, antes de
marcharse con una sonrisa juvenil y heroica, propia de sus pocos años, sin atender los ruegos
de Josefa Bayeu, que le recriminaba correr riesgos sin preocuparse de la angustia de su
familia.
-Tienes madre, León.
-Y vergüenza torera, doña Josefa.
Ahora Goya sigue inmóvil, mirando ceñudo el denso hormigueo de gente que baja
hacia la puerta del Sol o sube por Fuencarral en dirección al parque de artillería. Hombre
genial, predestinado a la gloria de las pinacotecas y a la historia del Arte, intenta vivir y pintar
más allá de la realidad de cada día, pese a sus ideas avanzadas, a sus amigos actores, artistas y
literatos --entre ellos Moratín, cuya suerte preocupa hoy al pintor-, a sus buenas relaciones
con la Corte y a su rencor, no siempre secreto, hacia el oscurantismo, los frailes y la
Inquisición. Que durante siglos, a su juicio, han convertido a los españoles en esclavos,
incultos, delatores y cobardes. Pero mantener la propia obra lejos de todo eso resulta cada vez
más difícil. Ya en la serie de grabados Los caprichos, realizada hace nueve años, el aragonés puso
en solfa, sin apenas disimulo, a curas, inquisidores, jueces injustos, corrupción,
embrutecimiento del pueblo y otros vicios nacionales. Del mismo modo, esta mañana le
resulta imposible sustraerse a los negros presagios que ensombrecen Madrid. El rumor vago
que llega a los tímpanos maltrechos del viejo pintor se incrementa a veces, subiendo de
punto, mientras las cabezas de la multitud se agitan en oleadas, igual que el trigo a efectos
del viento, o el mar cuando avisa temporal. El aragonés es hombre enérgico, que en su
juventud hizo de torero, riñó a navajazos y fue prófugo de la justicia; no se trata de un petimetre ni un apocado. Sin embargo, ese gentío para él casi silencioso, que se estremece y
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agita cerca, tiene algo oscuro que lo inquieta más allá del motín inmediato o los disturbios
previsibles. En las bocas abiertas y los brazos alzados, en los grupos que pasan llevando en alto palos
y navajas, gritando palabras sin sonido que en la cabeza de Goya suenan tan terribles como si
pudiera oírlas, el pintor intuye nubes oscuras y torrentes de sangre. A su espalda, entre
lápices, carboncillos y difuminos, sobre la mesita donde suele trabajar en sus apuntes
aprovechando la claridad del amplio ventanal, está el esbozo de algo iniciado esta mañana,
cuando la luz era todavía gris: un dibujo a lápiz donde se ve a un hombre de ropas desgarradas,
arrodillado y con los brazos en cruz, rodeado de sombras que lo cercan como fantasmas de
una pesadilla. Y al margen de la hoja, con su letra fuerte indiscutible, Goya ha escrito unas
palabras: Tristes presentimientos de lo que ha de acontecer.
Arturo PEREZ REVERTE: Un día de cólera. Editorial Alfaguara. Madrid 2007
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CRÍTICAS A LA DESAMORTIZACIÓN
[...] Con el plan de venta, todas las clases de la sociedad quedan altamente perjudicadas; solo ganan los especuladores en la degradación del género humano; solo ganan los
hombres habituados a enriquecerse escandalosamente en pocos días, sin más trabajo que el
de especular sobre la ignorancia y miseria de los pueblos, sobre la injusticia y desfachatez
de los gobernantes.
[En cambio] con el sistema enfitéutico todas las familias de la clase proletaria serían
dueñas del dominio útil de la tierra que cultivasen y. por consiguiente, interesadas en
sostener las reformas y el trono de Isabel, pues en ellas verían cifrado su bienestar. Por el
contrario, el sistema de vender las fincas hará la suerte de esta numerosa clase más
desgraciada de lo que es aún en la actualidad y, por consiguiente, les hará odiosa toda
reforma y el orden existente de cosas [...]
Álvaro FLOREZ ESTRADA: «Del uso que debe hacerse de los bienes nacionales». El Español, 28
de febrero de 1836.
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