Las cinco semillas de naranja (FIVE)

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Sir Arthur Conan Doyle
Las cinco semillas de naranja
Las cinco semillas de naranja
Noviembre de 1891
Sir Arthur Conan Doyle
Sherlock-Holmes.es
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Las cinco semillas de naranja
Cuando reviso mis notas y memorias de los casos de Sherlock Holmes en el intervalo del 82 al
90, me encuentro con que son tantos los que presentan características extrañas e interesantes, que
no resulta fácil saber cuáles elegir y cuáles dejar de lado. Pero hay algunos que han conseguido ya
publicidad en los periódicos, y otros que no ofrecieron campo al desarrollo de las facultades
peculiares que mi amigo posee en grado tan eminente, y que estos escritos tienen por objeto ilustrar.
Hay también algunos que escaparon a su capacidad analítica, y que, en calidad de narraciones,
vendrían a resultar principios sin final, mientras que hay otros que fueron aclarados sólo parcialmente,
estando la explicación de los mismos fundada en conjeturas y suposiciones, más bien que en una
prueba lógica absoluta, procedimiento que le era tan querido. Sin embargo, hay uno, entre estos
últimos, tan extraordinario por sus detalles y tan sorprendente por sus resultados, que me siento
tentado a dar un relato parcial del mismo, no obstante el hecho de que existen en relación con él
determinados puntos que no fueron, ni lo serán jamás, puestos en claro.
El año 87 nos proporciona una larga serie de casos de mayor o menor interés y de los que
conservo constancia. Entre los encabezamientos de los casos de estos doce meses me encuentro
con un relato de la aventura de la habitación Paradol, de la Sociedad de Mendigos Aficionados, que
se hallaba instalada en calidad de club lujoso en la bóveda inferior de un guardamuebles; con el de
los hechos relacionados con la pérdida del velero británico Sophy Anderson; con el de las extrañas
aventuras de los Grice Patersons, en la isla de Ufa, y, finalmente, con el del envenenamiento ocurrido
en Camberwell. Se recordará que en este último caso consiguió Sherlock Holmes demostrar que el
muerto había dado cuerda a su reloj dos horas antes, y que, por consiguiente, se había acostado
durante ese tiempo..., deducción que tuvo la mayor importancia en el esclarecimiento del caso. Quizá
trace yo, más adelante, los bocetos de todos estos sucesos, pero ninguno de ellos presenta
características tan sorprendentes como las del extraño cortejo de circunstancias para cuya
descripción he tomado la pluma.
Nos encontrábamos en los últimos días de septiembre y las tormentas equinocciales se habían
echado encima con violencia excepcional. El viento había bramado durante todo el día, y la lluvia
había azotado las ventanas, de manera que, incluso aquí, en el corazón del inmenso Londres, obra
de la mano del hombre, nos veíamos forzados a elevar, de momento, nuestros pensamientos desde
la diaria rutina de la vida, y a reconocer la presencia de las grandes fuerzas elementales que ladran al
género humano por entre los barrotes de su civilización, igual que fieras indómitas dentro de una
jaula. A medida que iba entrando la noche, la tormenta fue haciéndose más y más estrepitosa, y el
viento lloraba y sollozaba dentro de la chimenea igual que un niño. Sherlock Holmes, a un lado del
hogar, sentado melancólicamente en un sillón, combinaba los índices de sus registros de crímenes,
mientras que yo, en el otro lado, estaba absorto en la lectura de uno de los bellos relatos marineros
de Clark Rusell. Hubo un momento en que el bramar de la tempestad del exterior pareció fundirse con
el texto, y el chapoteo de la lluvia se alargó hasta dar la impresión del
prolongado espumajeo de las olas del mar. Mi esposa había ido de visita a
la casa de una tía suya, y yo me hospedaba por unos días, y una vez más,
en mis antiguas habitaciones de Baker Street.
-¿Qué es eso?-dije, alzando la vista hacia mi compañero-. Fue la
campanilla de la puerta, ¿verdad? ¿Quién puede venir aquí esta noche?
Algún amigo suyo, quizá.
-Fuera de usted, yo no tengo ninguno -me contestó-. Y no animo a
nadie a visitarme.
-¿Será entonces un cliente?
-Entonces se tratará de un asunto grave. Nada podría, de otro modo,
obligar a venir aquí a una persona con semejante día y a semejante hora.
Pero creo que es más probable que se trate de alguna vieja amiga de
nuestra patrona.
Se equivocó, sin embargo, Sherlock Holmes en su conjetura, porque
se oyeron pasos en el corredor, y alguien golpeó en la puerta. Mi
compañero extendió su largo brazo para desviar de sí la lámpara y
enderezar su luz hacia la silla desocupada en la que tendría que sentarse
cualquiera otra persona que viniese. Luego dijo:
-¡ Adelante!
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Las cinco semillas de naranja
El hombre que entró era joven, de unos veintidós años, a juzgar por su apariencia exterior; bien
acicalado y elegantemente vestido, con un no sé qué de refinado y fino en su porte. El paraguas, que
era un arroyo, y que sostenía en la mano, y su largo impermeable brillante, delataban la furia del
temporal que había tenido que aguantar en su camino. Enfocado por el resplandor de la lámpara,
miró ansiosamente a su alrededor, y yo pude fijarme en que su cara estaba pálida y sus ojos
cargados, como los de una persona a quien abruma alguna gran inquietud.
-Debo a ustedes una disculpa -dijo, subiéndose hasta el arranque de la nariz las gafas doradas,
a presión-. Espero que mi visita no sea un entretenimiento. Me temo que haya traído hasta el interior
de su abrigada habitación algunos rastros de la tormenta.
-Deme su impermeable y su paraguas -dijo Holmes-. Pueden permanecer colgados de la percha,
y así quedará usted libre de humedad por el momento. Veo que ha venido usted desde el Sudoeste.
-Sí, de Horsham.
-Esa mezcla de arcilla y de greda que veo en las punteras de su calzarlo es completamente
característica.
-Vine en busca de consejo.
-Eso se consigue fácil.
-Y de ayuda.
-Eso ya no es siempre tan fácil.
-He oído hablar de usted, señor Holmes. Le oí contar al comandante Prendergast cómo le salvó
usted en el escándalo de Tankerville Club.
-Sí, es cierto. Se le acusó injustamente de hacer trampas en el juego.
-Aseguró que usted se dio maña para poner todo en claro.
-Eso fue decir demasiado.
-Que a usted no lo vencen nunca.
-Lo he sido en cuatro ocasiones: tres veces por hombres, y una por cierta dama.
-Pero ¿qué es eso comparado con el número de sus éxitos?
-Es cierto que, por lo general, he salido airoso.
-Entonces, puede salirlo también en el caso mío.
-Le suplico que acerque su silla al fuego, y haga el favor de darme algunos detalles del mismo.
-No se trata de un caso corriente.
-Ninguno de los que a mí llegan lo son. Vengo a ser una especie de alto tribunal de apelación.
-Yo me pregunto, a pesar de todo, señor, si en el transcurso de su profesión ha escuchado
jamás el relato de una serie de acontecimientos más misteriosos e inexplicables que los que han
ocurrido en mi propia familia.
-Lo que usted dice me llena de interés -le dijo Holmes-. Por favor, explíquenos desde el principio
los hechos fundamentales, y yo podré luego interrogarle sobre los detalles que a mí me parezcan de
la máxima importancia.
El joven acercó la silla, y adelantó sus pies húmedos hacia la hoguera.
-Me llamo John Openshaw -dijo-, pero, por lo que a mí me parece, creo que mis propias
actividades tienen poco que ver con este asunto espantoso. Se trata de una cuestión hereditaria, de
modo que, para darles una idea de los hechos, no tengo más remedio que remontarme hasta el
comienzo del asunto. Deben ustedes saber que mi abuelo tenía dos hijos: mi tío Elías y mi padre
José. Mi padre poseía, en Coventry, una pequeña fábrica, que amplió al inventarse las bicicletas.
Poseía la patente de la llanta irrompible Openshaw, y alcanzó tal éxito en su negocio, que consiguió
venderlo y retirarse con un relativo bienestar. Mi tío Elías emigró a América siendo todavía joven, y se
estableció de plantador en Florida, de donde llegaron noticias de que había prosperado mucho. En
los comienzos de la guerra peleó en el ejército de Jackson, y más adelante en el de Hood,
ascendiendo en éste hasta el grado de coronel. Cuando Lee se rindió, volvió mi tío a su plantación,
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en la que permaneció por espacio de tres o cuatro años. Hacia el mil ochocientos sesenta y nueve o
mil ochocientos setenta, regresó a Europa y compró una pequeña finca en Sussex, cerca de
Horsham. Había hecho una fortuna muy considerable, y si abandonó Norteamérica fue movido de su
antipatía a los negros, y de su desagrado por la política del partido republicano de concederles la
liberación de la esclavitud. Era un hombre extraño, arrebatado y violento, muy mal hablado cuando le
dominaba la ira, y por demás retraído. Dudo de que pusiese ni una sola vez los pies en Londres
durante los años que vivió en Horsham. Poseía alrededor de su casa un jardín y tres o cuatro campos
de deportes, y en ellos se ejercitaba, aunque con mucha frecuencia no salía de la habitación durante
semanas enteras. Bebía muchísimo aguardiente, fumaba por demás, pero no quería tratos sociales,
ni amigos, ni aun siquiera que le visitase su hermano. Contra mí no tenía nada, mejor dicho, se
encaprichó conmigo, porque cuando me conoció era yo un jovencito de doce años, más o menos.
Esto debió de ocurrir hacia el año mil ochocientos setenta y ocho, cuando llevaba ya ocho o nueve
años en Inglaterra. Pidió a mi padre que me dejase vivir con él, y se mostró muy cariñoso conmigo, a
su manera. Cuando estaba sereno, gustaba de jugar conmigo al chaquete y a las damas, y me hacía
portavoz suyo junto a la servidumbre y con los proveedores, de modo que para cuando tuve dieciséis
años era yo el verdadero señor de la casa.
Yo guardaba las llaves y podía ir a donde bien me pareciese y hacer lo que me diese la gana,
con tal que no le molestase cuando él estaba en sus habitaciones reservadas. Una excepción me
hizo, sin embargo; había entre los áticos una habitación independiente, un camaranchón que estaba
siempre cerrado con llave, y al que no permitía que entrásemos ni yo ni nadie. Llevado de mi
curiosidad de muchacho, miré más de una vez por el ojo de la cerradura, sin que llegase a descubrir
dentro sino lo corriente en tales habitaciones, es decir, una cantidad de viejos baúles y bultos. Cierto
día, en el mes de marzo de mil ochocientos ochenta y tres, había encima de la mesa, delante del
coronel, una carta cuyo sello era extranjero. No era cosa corriente que el coronel recibiese cartas,
porque todas sus facturas se pagaban en dinero contante, y no tenía ninguna clase de amigos. Al
coger la carta, dijo: «¡Es de la India! ¡Trae la estampilla de Pondicherry! ¿Qué podrá ser?».
Al abrirla precipitadamente saltaron del sobre cinco pequeñas y resecas semillas de naranja, que
tintinearon en su plato. Yo rompí a reír, pero, al ver la cara de mi tío, se cortó la risa en mis labios. Le
colgaba la mandíbula, se le saltaban los ojos, se le había vuelto la piel del color de la masilla, y
miraba fijamente el sobre que sostenía aún en aun manos temblorosas. Dejó escapar un chillido, y
exclamó luego: «K. K. K. ¡ Dios santo, Dios santo, mis pecados me han dado alcance!». «¿Qué
significa eso, tío?», exclamé. «Muerte», me dijo, y levantándose de la mesa, se retiró a su habitación,
dejándome estremecido de horror. Eché mano al sobre, y vi garrapateada en tinta roja, sobre la patilla
interior, encima mismo del engomado, la letra K, repetida tres veces. No había nada más, fuera de las
cinco semillas resecas. ¿Qué motivo podía existir para espanto tan excesivo? Me alejé de la mesa del
desayuno y, cuando yo subía por las escaleras, me tropecé con mi tío, que bajaba por ellas, trayendo
en una mano una vieja llave roñosa, y en la otra, una caja pequeña de bronce, por el estilo de las de
guardar el dinero. «Que hagan lo que les dé la gana, pero yo los tendré en jaque una vez más. Dile a
Mary que necesito que encienda hoy fuego en mi habitación, y envía a buscar a Fordham, el abogado
de Horsham.» Hice lo que se me ordenaba y, cuando llegó el abogado, me pidieron que subiese a la
habitación. Ardía vivamente el fuego, y en la rejilla del hogar se amontonaba una gran masa de
cenizas negras y sueltas, como de papel quemado, en tanto que la caja de bronce estaba muy cerca
y con la tapa abierta. Al mirar yo la caja, descubrí, sobresaltado, en la tapa la triple K, que había leído
aquella mañana en el sobre.
«John -me dijo mi tío-, deseo que firmes como
testigo mi testamento. Dejo la finca, con todas sus
ventajas e inconvenientes, a mi hermano, es decir, a tu
padre, de quien, sin duda, vendrá a parar a ti. Si
conseguís disfrutarla en paz, santo y bueno. Si no lo
conseguís, seguid mi consejo, muchacho, y
abandonadla a vuestro peor enemigo. Lamento dejaros
un arma así, de dos filos, pero no sé qué giro tomarán
las cosas. Ten la bondad de firmar este documento en
el sitio que te indicar, el señor Fordham.»
Firmé el documento dónde se me indicó, y el
abogado se lo llevó con él. Como ustedes se
imaginarán, aquel extraño incidente me produjo la más
profunda impresión: lo sopesé en mi mente, y le di
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vueltas desde todos los puntos de vista, sin conseguir encontrarle explicación. Pero no conseguí
librarme de un vago sentimiento de angustia que dejó en mí, aunque esa sensación fue embotándose
a medida que pasaban semanas sin que ocurriese nada que túrbase la rutina diaria de nuestras
vidas. Sin embargo, pude notar un cambio en mi tío. Bebía más que nunca, y se mostraba todavía
menos inclinado al trato con nadie. Pasaba la mayor parte del tiempo metido en su habitación, con la
llave echada por dentro, pero a veces salía como poseído de un furor de borracho, se lanzaba fuera
de la casa, y se paseaba por el jardín impetuosamente, esgrimiendo en la mano un revólver y
diciendo a gritos que a él no le asustaba nadie y que él no se dejaba enjaular, como oveja en el redil,
ni por hombres ni por diablos. Pero una vez que se le pasaban aquellos arrebatos, corría de una
manera alborotada a meterse dentro, y cerraba con llave y atrancaba la puerta, como quien ya no
puede seguir haciendo frente al espanto que se esconde en el fondo mismo de su alma. En tales
momentos, y aun en tiempo frío, he visto yo relucir su cara de humedad, como si acabase de sacarla
del interior de la jofaina. Para terminar, señor Holmes, y no abusar de su paciencia, llegó una noche
en que hizo una de aquellas salidas suyas de borracho, de la que no regresó. Cuando salimos a
buscarlo, nos lo encontramos boca abajo, dentro de una pequeña charca recubierta de espuma
verdosa que había al extremo del jardín. No presentaba señal alguna de violencia, y la profundidad
del agua era sólo de dos pies, y por eso el Jurado, teniendo en cuenta sus conocidas excentricidades,
dictó veredicto de suicidio. Pero a mí, que sabía de qué modo retrocedía ante el solo pensamiento de
la muerte, me costó mucho trabajo convencerme de que se había salido de su camino para ir a
buscarla. Sin embargo, la cosa pasó, entrando mi padre en posesión de la finca y de unas catorce mil
libras que mi tío tenía a su favor en un Banco.
-Un momento-le interrumpió Holmes-. Preveo ya que su relato es uno de los más notables que
he tenido ocasión de oír jamás. Hágame el favor de decirme la fecha en que su tío recibió la carta y la
de su supuesto suicidio.
-La carta llegó el día diez de marzo de mil ochocientos ochenta y tres. Su muerte tuvo lugar siete
semanas más tarde, en la noche del día dos de mayo.
-Gracias. Puede usted seguir.
-Cuando mi padre se hizo cargo de la finca de Horsham, llevó a cabo, a petición mía, un registro
cuidadoso del ático que había permanecido siempre cerrado. Encontramos allí la caja de bronce,
aunque sus documentos habían sido destruidos. En la parte interior de la tapa había una etiqueta de
papel, en la que estaban repetidas las iniciales, y debajo de éstas, la siguiente inscripción: «Cartas,
memoranda, recibos y registro.» Supusimos que esto indicaba la naturaleza de los documentos que
había destruido el coronel Openshaw. Fuera de esto, no había en el ático nada de importancia, aparte
de gran cantidad de papeles y cuadernos desparramados que se referían a la vida de mi tío en
Norteamérica. Algunos de ellos pertenecían a la época de la guerra, y demostraban que él había
cumplido bien con su deber, teniendo fama de ser un soldado valeroso. Otros llevaban la fecha de los
tiempos de la reconstrucción de los estados del Sur, y se referían a cosas de política, siendo evidente
que mi tío había tomado parte destacada en la oposición contra los que en el Sur se llamaron
políticos hambrones, que habían sido enviados desde el Norte. Mi padre vino a vivir en Horsham a
principios del ochenta y cuatro, y todo marchó de la mejor manera que podía desearse hasta el mes
de enero del ochenta y cinco. Estando mi padre y yo sentados en la mesa del desayuno el cuarto día
después del de Año Nuevo, oí de pronto que mi padre
daba un agudo grito de sorpresa. Y lo vi sentado, con un
sobre recién abierto en una mano y cinco semillas secas
de naranja en la palma abierta de la otra. Se había reído
siempre de lo que calificaba de fantástico relato mío
acerca del coronel, pero ahora veía con gran desconcierto
y recelo que él se encontraba ante un hecho igual. «¿Qué
diablos puede querer decir esto, John?», tartamudeó. A mí
se me había vuelto de plomo el corazón, y dije: «Es el K.
K. K.» Mi padre miró en el interior del sobre y exclamó:
«En efecto, aquí están las mismas letras. Pero ¿qué es lo
que hay escrito encima de ellas?» Yo leí, mirando por
encima de su hombro: «Coloque los documentos encima
de la esfera del reloj de sol<» «¿Qué documentos y qué
reloj de sol?», preguntó él. «El reloj de sol está en el
jardín. No hay otro -dije yo-. Pero los documentos deben
de ser los que fueron destruidos», «¡Puf! -dijo él,
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aferrándose a su valor-. Vivimos aquí en un país civilizado en el que no caben esta clase de idioteces.
¿De dónde procede la carta?» «De Dundee», contesté, examinando la estampilla de Correos. «Algún
bromazo absurdo -dijo mi padre-. ¿Qué me vienen a mí con relojes de sol y con documentos? No
haré caso alguno de semejante absurdo.» «Yo, desde luego, me pondría en comunicación con la
Policía», le dije. «Para que encima se me riesen. No haré nada de eso.» «Autoríceme entonces a que
lo haga yo.» «De ninguna manera. Te lo prohíbo. No quiero que se arme un jaleo por semejante
tontería.» De nadó valió el que yo discutiese con él, porque mi padre era hombre por demás terco.
Sin embargo, viví esos días con el corazón lleno de presagios ominosos.
El tercer día, después de recibir la carta, marchó mi padre a visitar a un viejo amigo suyo, el
comandante Freebody, que está al mando de uno de los fuertes que hay en los altos de Portsdown
Hill. Me alegré de que se hubiese marchado, pues me parecía que hallándose fuera de casa estaba
más alejado del peligro. En eso me equivoqué, sin embargo. Al segundo día de su ausencia recibí un
telegrama del comandante en el que me suplicaba que acudiese allí inmediatamente. Mi padre había
caído por la boca de uno de los profundos pozos de cal que abundan en aquellos alrededores, y
yacía sin sentido, con el cráneo fracturado. Me trasladé hasta allí a toda prisa, pero mi padre murió
sin haber recobrado el conocimiento. Según parece, regresaba, ya entre dos luces, desde Fareham, y
como desconocía el terreno y la boca del pozo estaba sin cercar, el Jurado no titubeó en dar su
veredicto de muerte producida por causa accidental. Por mucho cuidado que yo puse en examinar
todos los hechos relacionados con su muerte, nada pude descubrir que sugiriese la idea de
asesinato. No mostraba señales de violencia, ni había huellas de pies, ni robo, ni constancia de que
se hubiese observado por las carreteras la presencia de extranjeros. No necesito, sin embargo, decir
a ustedes que yo estaba muy lejos de tenerlas todas conmigo, y que casi estaba seguro de que se
había tramado a su alrededor algún complot siniestro. De esa manera tortuosa fue como entré en
posesión de mi herencia. Ustedes me preguntarán por qué no me desembaracé de la misma. Les
contestaré que no lo hice porque estaba convencido de que nuestras dificultades se derivaban, de
una manera u otra, de algún incidente de la vida de mi tío, y que el peligro sería para mí tan
apremiante en una casa como en otra. Mi pobre padre halló su fin durante el mes de enero del año
ochenta y cinco, y desde entonces han transcurrido dos años y ocho meses. Durante todo ese tiempo
yo he vivido feliz en Horsham, y ya empezaba a tener la esperanza de que aquella maldición se había
alejado de la familia, y que había acabado en la generación anterior. Sin embargo, me apresuré
demasiado a tranquilizarme; ayer por la mañana cayó el golpe exactamente en la misma forma que
había caído sobre mi padre.
El joven sacó del chaleco un sobre arrugado, y
volviéndolo boca abajo encima de la mesa, hizo saltar del
mismo cinco pequeñas semillas secas de naranja.
-He aquí el sobre -prosiguió-. El estampillado es de
Londres, sector del Este. En el interior están las mismas
palabras que traía el sobre de mi padre: «K. K. K.», y las de
«Coloque los documentos encima de la esfera del reloj de
sol».
-¿Qué ha hecho usted?-preguntó Holmes.
-Nada.
-¿Nada?
-A decir verdad -y hundió el rostro dentro de sus manos
delgadas y blancas- me sentí perdido. Algo así como un pobre
conejo cuando la serpiente avanza retorciéndose hacia él. Me
parece que estoy entre las garras de una catástrofe inexorable
e irresistible, de la que ninguna previsión o precaución puede
guardarme.
-¡Vaya, vaya! -exclamó Sherlock Holmes-. Es preciso que usted actúe, hombre, o está usted
perdido. Únicamente su energía le puede salvar. No son momentos éstos de entregarse a la
desesperación.
-He visitado a la Policía.
-¿y qué?
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-Pues escucharon mi relato con una sonrisa. Estoy seguro de que el inspector ha llegado a la
conclusión de que las cartas han sido otros tantos bromazos, y que las muertes de mis parientes se
deben a simples accidentes, según dictaminó el Jurado, y no debían ser relacionadas con las cartas
de advertencia.
Holmes agitó violentamente sus puños cerrados en el aire, y exclamó
-¡Qué inaudita imbecilidad!
-Sin embargo, me han otorgado la protección de un guardia, al que han autorizado para que
permanezca en la casa.
Otra vez Holmes agitó furioso los cuños en el aire, y dijo:
-¿Cómo ha sido el venir usted a verme? Y sobre todo, ¿cómo ha sido el no venir
inmediatamente?
-Nada sabía de usted. Ha sido hoy cuando hablé al comandante Prendergast sobre el apuro en
que me hallo, y él me aconsejó que viniese a verle a usted.
-En realidad han transcurrido ya dos días desde que recibió la carta. Deberíamos haber entrado
en acción antes de ahora. Me imagino que no poseerá usted ningún otro dato fuera de los que nos ha
expuesto, ni ningún detalle sugeridor que pudiera servirnos de ayuda.
-Sí, tengo una cosa más -dijo John Openshaw. Registró en el bolsillo de su chaqueta, y, sacando
un pedazo de papel azul descolorido, lo extendió encima de la mesa, agregando-: Conservo un vago
recuerdo de que los estrechos márgenes que quedaron sin quemar entre las cenizas el día en que mi
tío echó los documentos al fuego eran de éste mismo color. Encontré esta hoja única en el suelo de
su habitación, y me inclino a creer que pudiera tratarse de uno de los documentos, que quizá se le
voló de entre los otros, salvándose de ese modo de la destrucción. No creo que nos ayude mucho,
fuera de que en él se habla también de las semillas. Mi opinión es que se trata de una página que
pertenece a un diario secreto. La letra es indiscutiblemente de mi tío.
Holmes cambió de sitio la lámpara, y él y yo nos inclinamos sobre la hoja de papel, cuyo borde
irregular demostraba que había sido, en efecto, arrancada de un libro. El encabezamiento decía
«Marzo, 1869», y debajo del mismo las siguientes enigmáticas noticias
«4. Vino Hudson. El mismo programa de siempre.
»7. Enviadas las semillas a McCauley, Paramore, y Swain, de St. Augustine.
»9. McCauley se largó.
»10. John Swain se largó.
»12. Visitado Paramore. Todo bien.»
-Gracias-dijo Holmes, doblando el documento y devolviéndoselo a nuestro visitante-. Y ahora, no
pierda por nada del mundo un solo instante. No disponemos de tiempo ni siquiera para discutir lo que
me ha relatado. Es preciso que vuelva usted a casa ahora, mismo, y que actúe.
-¿Y qué tengo que hacer?
-Sólo se puede hacer una cosa, y es preciso hacerla en el acto. Ponga usted esa hoja de papel
dentro de la caja de metal que nos ha descrito. Meta asimismo una carta en la que les dirá, que todos
los demás papeles fueron quemados por su tío, siendo éste el único que queda. Debe usted
expresarlo en una forma que convenga. Después de hecho eso, colocará la caja encima del reloj de
sol, de acuerdo con las indicaciones. ¿Me comprende?
-Perfectamente.
-No piense por ahora en venganzas ni en nada por ese estilo. Creo que eso lo lograremos por el
intermedio de la ley; pero tenemos que tejer aún nuestra tela de araña, mientras que la de ellos está
ya tejida. Lo primero en que hay que pensar es en apartar el peligro apremiante que le amenaza. Lo
segundo consistirá en aclarar el misterio y castigar a los criminales.
-Le doy a usted las gracias -dijo el joven, levantándose y echándose encima el impermeable. Me
ha dado usted nueva vida y esperanza. Seguiré, desde luego, su consejo.
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-No pierda un solo instante. Y, sobre todo, cuídese bien entre tanto, porque yo no creo que
pueda existir la menor duda de que está usted amenazado por un peligro muy real e inminente.
¿Cómo va a hacer el camino de regreso?
-Por tren, desde la estación Waterloo.
-Aún no son las nueve. Las calles estarán concurridas, y por eso confío en que no corre usted
peligro. Pero, a pesar de todo, por muy en guardia que esté usted, nunca lo estará bastante.
-Voy armado.
-Bien está. Mañana me pondré yo a trabajar en su asunto.
-¿Le veré, pues, en Horsham?
-No, porque su secreto se oculta en Londres, y en Londres
será donde yo lo busque.
-Entonces. yo vendré a visitarle a usted dentro de un par de
días, y le traeré noticias de lo que me haya ocurrido con los
papeles y la caja. Lo consultaré en todo.
Nos estrechó las manos y se retiró. El viento seguía
bramando fuera, y la lluvia tamborileaba y salpicaba las
ventanas. Aquel relato tan desatinado y extraño parecía
habernos llegado de entre los elementos desencadenados,
como si la tempestad lo hubiese arrojado sobre nosotros igual
que un tallo de alga marina, y que esos mismos elementos se lo
hubiesen tragado luego otra vez.
Sherlock Holmes permaneció algún tiempo en silencio, con
la cabeza inclinada y los ojos fijos en el rojo resplandor del
fuego. Luego encendió su pipa, se recostó en el respaldo de su
asiento, y se quedó contemplando los anillos de humo azul que se perseguían los unos a los otros en
su ascenso hacia el techo.
-Creo Watson -dijo, por fin, como comentario-, que no hemos tenido entre todos nuestros casos
ninguno más fantástico que éste.
-Con excepción, quizá, del Signo de los Cuatro.
-Bien, sí. Con excepción, quizá, de ése. Sin embargo, creo que este John Openshaw se mueve
entre peligros todavía mayores que los que rodeaban a los Sholtos.
-Pero ¿no ha formado usted ninguna hipótesis concreta
sobre la naturaleza de estos peligro?
-Sobre su naturaleza no caben ya hipótesis -me contestó.
-¿Cuál es, pues? ¿Quién es este K. K. K., y por qué razón
persigue a esta desdichada familia?
Sherlock Holmes cerró los ojos, y apoyó los codos en los
brazos del sillón, juntando las yemas de los dedos de las
manos.
-Al razonador ideal -comentó-debería bastarle un solo
hecho, cuando lo ha visto en todas sus implicaciones, para
deducir del mismo no sólo la cadena de sucesos que han
conducido hasta él, sino también los resultados que habían de
seguirse. De la misma manera que Cuvier sabía hacer la
descripción completa de un animal con el examen de un solo
hueso, de igual manera el observador que ha sabido
comprender por completo uno de los eslabones de toda una
serie de incidentes, debe saber explicar con exactitud todos los
demás, los anteriores y los posteriores. No nos hacemos
todavía una idea de los resultados que es capaz de conseguir la razón por sí sola. Podríamos
resolver mediante el estudio ciertos problemas cuya solución ha desconcertado por completo a
quienes la buscaron por medio de los sentidos. Sin embargo, para alcanzar en este arte la cúspide,
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necesitaría el razonador saber manejar todos los hechos que han llegado a conocimiento suyo. Esto
implica, como fácilmente comprenderá usted, la posesión de todos los conocimientos a que muy
pocos llegan, incluso en estos tiempos de libertad educativa y de enciclopedias. Sin embargo, lo que
no resulta imposible es el que un hombre llegue a poseer todos los conocimientos que le han de ser
probablemente útiles en su labor, esto es lo que yo me he esforzado por hacer en el caso mío. Usted,
si mal no recuerdo, concretó, en los primeros días de nuestra amistad, los límites precisos de esos
conocimientos míos.
-Sí -le contesté, echándome a reír-. Hice un documento curioso. En filosofía, astronomía y
política le puse a usted cero, lo recuerdo. En botánica, irregular; en geología, profundo en lo que toca
a manchas de barro cogidas en una zona de cincuenta millas alrededor de Londres; en química,
excéntrico; en anatomía, asistemático; en literatura, sensacionalista, y en historia de crímenes, único;
y además, violinista, boxeador, esgrimista, abogado y autoenvenenador por medio de la cocaína y del
tabaco. Esos eran, si mal no recuerdo, los puntos más notables de mi análisis.
Holmes se sonrió al escuchar la última calificación, y dijo
-Digo ahora, como dije entonces, que toda persona debería tener en el ático de su cerebro el
surtido de mobiliario que es probable que necesite, y que todo lo demás puede guardarlo en el
desván de su biblioteca, donde puede echarle mano cuando tenga precisión de algo. Ahora bien: al
enfrentarnos con un problema como el que nos ha sido sometido esta noche, necesitamos dominar
todos nuestros recursos. Tenga usted la bondad de alcanzarme la letra K de esta enciclopedia
norteamericana que hay en ese estante que tiene a su lado. Gracias. Estudiemos ahora la situación y
veamos lo que de la misma puede deducirse. Empezaremos con la firme presunción de que el
coronel Openshaw tuvo algún motivo importante para abandonar Norteamérica. Los hombres, a su
edad, no cambian todas, sus costumbres, ni cambian por gusto suyo el clima encantador de Florida
por la vida solitaria en una ciudad inglesa de provincias. El extraordinario apego a la soledad que
demostró en Inglaterra sugiere la idea de que sentía miedo de alguien o de algo; de modo, pues, que
podemos aceptar como hipótesis de trabajo la de que fue el miedo lo que le empujó fuera de
Norteamérica. En cuanto a lo que él temía, sólo podemos deducirlo por el estudio de las tremendas
cartas que él y sus herederos recibieron. ¿Se fijó usted en las estampillas que señalaban el punto de
procedencia?
-La primera traía el de Pondicherry; la segunda, el de Dundee, y la tercera, el de Londres.
-La del este de Londres. ¿Qué saca usted en consecuencia de todo ello?
-Pues que se trata de puertos de mar, es decir, que el que escribió las cartas se hallaba a bordo
de un barco.
-Muy bien. Ya tenemos, pues, una pista. No puede caber duda de que, según toda probabilidad,
una fuerte probabilidad, el remitente se encontraba a bordo de un barco. Pasemos ahora a otro punto.
En el caso de la carta de Pondicherry transcurrieron siete semanas entre la amenaza y su
cumplimiento, en el de Dundee fueron sólo tres o cuatro días. ¿Nada le indica eso?
-Que la distancia sobre la que había de viajar era mayor.
-Pero también la carta venía desde una distancia mayor.
-Pues entonces, ya no le veo la importancia a ese detalle.
-Existe, por lo menos, una probabilidad de que la embarcación a bordo de la cual está nuestro
hombre, o nuestros hombres, es de vela. Parece como si hubiesen enviado siempre su extraño aviso,
o prenda, cuando iban a salir para realizar su cometido. Fíjese en el poco tiempo que medió entre el
hecho y la advertencia cuando ésta vino de Dundee. Si ellos hubiesen venido desde Pondicherry en
un barco de vapor habrían llegado casi al mismo tiempo que su carta. Y la realidad es que
transcurrieron siete semanas. Yo creo que esas siete semanas representan la diferencia entre el
tiempo invertido por el vapor que trajo la carta y el barco de vela que trajo a quien la escribió.
-Es posible.
-Más que posible. Probable. Comprenderá usted ahora la urgencia mortal que existe en este
caso, y por qué insistí con el joven Openshaw en que estuviese alerta. El golpe ha sido dado siempre
al cumplirse el plazo de tiempo imprescindible para que los que envían la carta salven la distancia
que hay desde el punto en que la envían. Pero como esta de ahora procede de Londres, no podemos
contar con retraso alguno.
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Las cinco semillas de naranja
-¡Santo Dios! -exclamé-. ¿Qué puede querer significar esta implacable persecución?
-Los documentos que Openshaw se llevó son evidentemente de importancia vital para la.
persona o personas que viajan en el velero. Yo creo que no hay lugar a duda que éstas son más de
una. Un hombre aislado no habría sido capaz de realizar dos asesinatos de manera que engañase al
Jurado de un juez de instrucción. Debieron de intervenir varias personas en los mismos, y, fueron
hombres de inventiva y de resolución. Se proponen conseguir los documentos, sea quien sea el que
los tiene en su poder. Y ahí tiene usted cómo K. K. K. dejan de ser las iniciales de un individuo y se
convierten en el distintivo de una sociedad.
-Pero ¿de qué sociedad?
Sherlock Holmes echó el busto hacia adelante, y dijo bajando la voz
-¿No ha oído usted hablar nunca del Ku Klux Klan? ,
-Jamás.
Holmes fue pasando las hojas del volumen que tenía sobre sus rodillas, y dijo de pronto: .
-Aquí está: «Ku Klux Klan. Nombre que sugiere una fantástica semejanza con el ruido que se
produce al levantar el gatillo de un rifle. Esta terrible sociedad secreta fue formada después de la
guerra civil en los estados del Sur por algunos ex combatientes de la Confederación, y se formaron
rápidamente filiales de la misma en diferentes partes del país, especialmente en Tennessee,
Luisiana, las dos Carolinas, Georgia y Florida. Se empleaba su fuerza con fines políticos, en especial
para aterrorizar a los votantes negros y para asesinar u obligar a ausentarse del país a cuantos se
oponían a su programa. Sus agresiones eran precedidas, por lo general, de un aviso enviado a la
persona elegida, aviso que tomaba formas fantásticas, pero sabidas; por ejemplo: un tallito de hojas
de roble, en algunas zonas, o unas semillas de melón o de naranja, en otras. Al recibir este aviso, la
víctima podía optar entre abjurar públicamente de sus normas anteriores o huir de la región. Cuando
se atrevía a desafiar la amenaza encontraba la muerte indefectiblemente, y, por lo general, de
manera extrañó e imprevista. Era tan perfecta la organización de la sociedad y trabajaba ésta tan
sistemáticamente, que apenas se registra algún caso en que alguien la desafiase con impunidad, o
en que alguno de sus ataques dejase un rastro capaz de conducir al descubrimiento de quienes lo
perpetraron. La organización floreció por espacio de algunos años, a pesar de los esfuerzos del
Gobierno de los Estados Unidos y de las clases mejores de la comunidad en el Sur. Pero en el año
mil ochocientos sesenta y nueve, ese movimiento sufrió un súbito colapso, aunque haya habido en
fechas posteriores algunos estallidos esporádicos de la misma clase.»
-Fíjese -dijo Holmes, dejando el libro- en que el súbito hundimiento de la sociedad coincide con
la desaparición de Openshaw de Norteamérica, llevándose los documentos. Pudiera muy bien
tratarse de causa y efecto. No hay que asombrarse de que algunos de los personajes más
implacables se hayan lanzado sobre la pista de aquél y de su familia. Ya comprenderá usted que el
registro y el diario pueden complicar a alguno de los hombres más destacados del Sur, y que es
posible que haya muchos que no duerman tranquilos durante la noche mientras no sean recuperados.
-De ese modo, la página que tuvimos a la vista...
-Es tal y como podíamos esperarlo. Decía, si mal no recuerdo: «Se enviaron las semillas a A, B y
C»; es decir, se les envió la advertencia de la sociedad. Las anotaciones siguientes nos dicen que A y
B se largaron, es decir, que abandonaron el país, y, por último, que se visitó a C, con consecuencias
siniestras para éste, según yo me temo. Creo, doctor, que podemos proyectar un poco de luz sobre
esta oscuridad, y creo también que, entre tanto, sólo hay una probabilidad favorable al joven
Openshaw, y es que haga lo que yo le aconsejé. Nada más se puede decir ni hacer por esta noche,
de modo que alcánceme mi violín y procuremos olvidarnos durante media hora de este lastimoso
tiempo y de la conducta, más lastimosa aún, de nuestros semejantes los hombres.
A la mañana siguiente había escampado, y el sol brillaba con amortiguada luminosidad por entre
el velo gris que envuelve a la gran ciudad. Cuando yo bajé, ya Holmes se estaba desayunando.
-Discúlpeme el que no le espere -me dijo-. Preveo que se me presenta un día atareadísimo en la
investigación de este caso del joven Openshaw.
-¿Qué pasos va usted a dar? -le pregunté.
-Dependerá muchísimo del resultado de mis primeras averiguaciones. Es posible que, en fin de
cuentas, me llegue hasta Horsham.
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Las cinco semillas de naranja
-¿No va usted a empezar por ir allí?
-No, empezaré por la City. Tire de la campanilla, y la doncella le traerá el café.
Para entretener la espera, cogí de encima de la mesa el periódico, que estaba aún sin desdoblar,
y le eché un vistazo. La mirada mía se detuvo en unos
titulares que me helaron el corazón.
-Holmes -le dije con voz firme-, llegará usted
demasiado tarde.
-¡Vaya! -dijo él, dejando la taza que tenía en la
mano-. Me lo estaba temiendo. ¿Cómo ha sido?
Se expresaba con tranquilidad, pero vi que la noticia
le había conmovido profundamente.
-Me saltó a los ojos el apellido de Openshaw y el
titular Tragedia cerca del puente de Waterloo. He aquí el
relato: «Entre las nueve y las diez de la pasada noche, el
guardia de Policía Cook, de la sección H, estando de
servicio cerca del puente de Waterloo, oyó un grito de
alguien que pedía socorro, y el chapaleo de un cuerpo
que cae al agua. Pero como la noche era oscurísima y
tormentosa, fue imposible salvar a la víctima, no obstante
acudir en su ayuda varios transeúntes. Dióse, sin embargo, la alarma, y pudo ser rescatado el
cadáver más tarde, con la intervención de la Policía fluvial. Resultó ser el de un joven, como se
dedujo de un sobre que se le halló en el bolsillo, que se llamaba John Openshaw, que tiene su casa
en Horsham. Se conjetura que debió de ir corriendo para alcanzar el tren último que sale de la
estación de Waterloo, y que, en su apresuramiento y por la gran oscuridad, se salió de su camino y
fue a caer al río por uno de los pequeños embarcaderos destinados a los barcos fluviales. El cadáver
no mostraba señales de violencia, y no cabe duda alguna de que el muerto fue víctima de un
accidente desgraciado, que debería servir para llamar la atención de las autoridades acerca del
estado en que se encuentran las plataformas dé los embarcaderos de la orilla del río.»
Permanecimos callados en nuestros sitios por espacio de algunos minutos. Nunca he visto a
Holmes más deprimido y conmovido que en esos momentos. Y dijo, por fin:
-Esto hiere mi orgullo, Watson. Es un sentimiento mezquino, sin duda, pero hiere mi orgullo. Este
es ya un asunto mío personal y, si Dios me da salud, he de echar mano a esta cuadrilla. ¡Pensar que
vino a pedirme socorro y que yo lo envié a la muerte!
Saltó de su silla y se paseó por el cuarto poseído de una excitación incontrolable, con las enjutas
mejillas cubiertas de rubor, y abriendo y cerrando sus manos largas y delgadas. Por último, exclamó
-Tiene que tratarse de unos demonios astutos. ¿Cómo
consiguieron desviarlo de su camino y que fuese a caer al agua?
Para ir directamente a la estación no tenía que pasar por el
Embankment. Aun en una noche semejarte, estaba, sin duda, el
puente demasiado concurrido para sus propósitos. Ya veremos,
Watson, quién gana a la larga. ¡Voy a salir!
-¿Va usted a la Policía?
-No; me constituiré yo mismo en policía. Cuando tenga
tejida la red podrán arrestar a esos hábiles pajarracos, pero no
antes.
Mis tareas profesionales me absorbieron durante todo el
día, y era ya entrada la noche cuando regresé a Baker Street;
Sherlock Holmes no había vuelto aún. Eran ya cerca de las diez
cuando entró con aspecto pálido y agotado. Se acercó al
aparador, arrancó un trozo de la hogaza de pan y se puso a
comerlo con voracidad, ayudándolo a pasar con un gran trago de
agua.
-Está usted hambriento -dije yo.
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Las cinco semillas de naranja
-Muriéndome de hambre. Se me olvidó comer. No probé bocado desde que me desayuné.
-¿Nada?
-Ni una miga. No tuve tiempo de pensar en la comida.
-¿Tuvo éxito?
-Sí.
-¿Alguna pista?
-Los tengo en el hueco de mi mano. No tardará mucho el joven Openshaw en verse vengado.
Escuche, Watson, vamos a marcarlos a ellos con su propia marca de fábrica. ¡Es cosa bien pensada!
-¿Qué quiere usted decir?
Holmes cogió del aparador una naranja, y, después de partirla, la apretó, haciendo caer las
semillas encima de la mesa. Contó cinco y las metió en un sobre. En la parte interna de la patilla
escribió: «S.H. para J.C.» Luego lo lacró y puso la dirección: «Capitán James Calhoun, barca Lone
Star. Savannah, Georgia.»
-Le estará esperando cuando entre en el puerto -dijo, riéndose por lo bajo-. Quizá le quite el
sueño. Será un nuncio tan seguro de su destino como lo fue antes para Openshaw:
-Y ¿quién es este capitán Calhoun?
-El jefe de la cuadrilla. También atraparé a los demás, pero quiero que sea él el primero.
-Y ¿cómo llegó usted a descubrirlo?
Sacó del bolsillo una gran hola de papel, toda cubierta de fechas y de nombres, y dijo
-Me he pasado todo el día examinando los registros del Lloyd y las colecciones de periódicos
atrasados, siguiendo las andanzas de todos los barcos que tocaron en el puerto de Pondicherry
durante los meses de enero y febrero del año ochenta y tres. Fueron treinta y seis embarcaciones de
buen tonelaje las que figuraban en esos seis meses. La llamada Lone Star atrajo inmediatamente mi
atención porque, aunque se señalaba a Londres como puerto de procedencia, se conoce con ese
nombre de Estrella Solitaria a uno de los estados de la Unión.
-Creo que al de Tejas.
-Sobre ese punto, ni estaba ni estoy seguro; pero yo sabía que el barco tenía que ser de origen
norteamericano.
-¿Y luego?
-Repasé las noticias de Dundee, y cuando descubrí que la barca Lone Star se encontraba allí el
mes de enero del ochenta y cinco, mis sospechas se convirtieron en certeza. Luego hice
investigaciones acerca de los barcos actualmente en el puerto de Londres.
-Y ¿qué?
-El Lone Star llegó al mismo la pasada semana. Bajé hasta el muelle Albert, y me encontré con
que había sido remolcada río abajo con la marea de esta mañana, y que lleva viaje hacia su puerto
de origen, en Savannah. Telegrafié a Gravesend, enterándome de que había pasado por allí algún
rato antes. Como el viento sopla hacia el Este, estoy seguro de que se halla ahora más allá de los
Goodwins, y no muy lejos de la isla de Wight.
-Y ¿qué va a hacer usted ahora?
-¡Oh, le he puesto ya la mano encima! El y los dos contramaestres son, según he sabido, los
únicos norteamericanos nativos que hay a bordo. Los demás son finlandeses y alemanes. Me consta,
asimismo, que los tres pasaron la noche en tierra. Lo supe por el estibador que ha estado estibando
su cargamento. Para cuando su velero llegue a Savannah, el vapor correo habrá llevado esta carta, y
el cable habrá informado a la Policía de dicho puerto de que la presencia de esos tres caballeros es
urgentemente necesaria aquí para responder de una acusación de asesinato.
Sin embargo, hasta el mejor dispuesto de los proyectos humanos tiene siembre una rendija de
escape, y los asesinos de John Openshaw no iban a recibir las semillas de naranja que les habría
demostrado que otra persona, tan astuta y tan decidida como ellos mismos, les seguía la pista. Las
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Las cinco semillas de naranja
tempestades equinocciales de aquel año fueron muy persistentes y violentas. Esperamos durante
mucho tiempo noticias de Savannah del Lone Star, pero no nos llegó ninguna. Finalmente, nos
enteramos de que allá, en pleno Atlántico, había sido visto flotando en el seno de una ola el
destrozado codaste de una lancha y que llevaba grabadas las letras L. S. Y eso es todo lo que
podremos saber ya acerca del final que tuvo el Lone Star.
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