El dentista de Baker Street.

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XI PREMIO SANTA APOLONIA DE NARRACIONES BREVES
El dentista de Baker Street.
XI Premio Santa Apolonia Narraciones Breves
"Dr. D. Ignacio Jiménez Suárez".
Reunido el Jurado el pasado 18 de enero de 2007, tras votación secreta, se concedió el XI Premio Santa Apolonia Narraciones Breves ‘Dr. D. Ignacio Jiménez
Suárez’ al Dr. D. Manuel Jesús Osuna Blanco, autor de la narración titulada “El
dentista de Baker Street”.
Dr. D. Manuel Jesús Osuna
Blanco
Odontólogo.
De todos los casos que he recogido como biógrafo de mi amigo Sherlock Holmes, sin duda
uno de los más peculiares fue el sucedido al
doctor James Sullivan, el dentista de Baker
Street, por cuyas carácterísticas y sorprendente
desenlace merece formar parte de las crónicas
del más sagaz detective de todos los tiempos.
Una fría mañana de febrero de 1889, nos en-
– Buenos días – saludó Holmes, levantándose
del sillón para recibir con cortesía a nuestra
desconocida visitante-. ¿Ha ocurrido algo en la
consulta dental del doctor Sullivan?
La perplejidad se adueñó del rostro de la muchacha.
– ¿Nos conocemos, señor Holmes? – preguntó
la joven, que no recordaba que tan famoso de-
- Sin embargo – prosiguió el detective – a mi aguileña
nariz, que posee un experimentado olfato, no se le escapa
ese aroma inconfundible a ciertos antisépticos que impregnan a todo el que trabaja en una consulta dental.
contrábamos Sherlock Holmes y yo conversando
al calor de la chimenea en nuestro viejo apartamento del 221B de Baker Street, cuando oímos
sonar la campanilla de la puerta principal. De
inmediato, la señora Hudson anunció la llegada
de una visita y entró en la habitación una joven,
cuyas hermosas facciones y delicada figura contrastaban con su ansiedad y nerviosismo.
Prof. dent., Vol. 10, Núm. 2, Febrero 2007. Págs. 93-96.
tective hubiera pasado por el sillón dental.
Mi amigo exhibió la sonrisa típica que procedía
a la explicación de sus deducciones.
– No tengo el placer de haberla visto nunca,
señorita; y me atrevería a decir que el doctor
Watson aquí presente, tampoco; puesto que a
pesar de ser un profesional de la medicina el
miedo de mi querido amigo a que le hurguen
la boca hace que sea poco probable que haya
acudido a la consulta donde usted trabaja.
Este comentario que me aludía directamente
no lo encontré nada jocoso, pero hube de reconocer que, como siempre, Holmes tenía razón.
– Sin embargo – prosiguió el detective – a mi
aguileña nariz, que posee un experimentado
olfato, no se le escapa ese aroma inconfundible
a ciertos antisépticos que impregnan a todo el
que trabaja en una consulta dental. No hemos
oído traqueteo de ruedas ni cascos de caballos
que indicaran que un carruaje se hubiera detenido frente a nuestra puerta, por lo que debe
haber venido usted a pie. Y si no ha tomado
un coche teniendo en cuenta las gélidas temperaturas que está soportando Londres y la
urgencia que manifiestan sus gestos, es más
que probable que el consultorio no esté muy
lejos; por lo que no es descabellado concluir
que trabaja usted para el doctor James Sullivan,
el dentista del 96 de esta misma calle, Baker
Street, y que algún preocupante asunto le hace
acudir en busca de ayuda. Pero tome asiento,
por favor – invitó a la joven boquiabierta – El
doctor Watson es de toda confianza, así que
explíquenos el motivo de su visita.
– Efectivamente, James Sullivan es mi padre y
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trabajo con él – explicó la muchacha –, encargándome de recibir a los pacientes, cobrarles
y citarles para nuevas visitas. Apenas llevamos
dos años con la consulta abierta, pero gracias a
Dios tenemos gran cantidad de clientes y hasta
ahora no había sucedido ningún incidente de
importancia. Sin embargo, esta mañana ha
ocurrido algo terrible. Un paciente ha desaparecido.
– Soy todo oídos – se interesó el detective.
– Verá, a primera hora, nada más abrir el consultorio, entró un
señor de avanzada
edad, de complexión
delgada y de escaso
cabello, aquejándose
de un horrible dolor
en la parte derecha
de la cara. Solicitó
una cita urgente con
mi padre para la extracción de dos premolares superiores
que no le habían dejado pegar ojo en toda la noche. Lógicamente,
le hice pasar enseguida, se sentó en el sillón y
mi padre le anestesió con el fin de extraerlos.
Pero sucedió que mi padre tuvo que ausentarse
del gabinete durante unos instantes y cuando
volvió no había rastro del paciente. Peor aún,
¡encontramos desorden y sangre por todo el
cuarto!
Sherlock Holmes frunció el ceño.
– Lo más curioso es que yo no abandoné mi
puesto en recepción en ningún momento y
puedo asegurarle que el paciente no salió del
gabinete. ¡Se lo había tragado la tierra! Preocupados, hemos cancelado las visitas de esta
mañana y, sin tocar nada para evitar borrar posibles huellas, hemos considerado que lo mejor
sería solicitar su ayuda para resolver este misterio. Si fuera tan amable de acompañarme a la
consulta, señor Holmes, mi padre le daría más
detalles de lo sucedido y podría ver con sus
propios ojos el lugar de los hechos.
– Por supuesto – aceptó el detective gustoso
–, siempre que no le importe que nos acompañe el doctor Watson, amigo y cronista de mis
aventuras y desventuras detectivescas.
La señorita Sullivan no puso inconveniente, por
lo que sin más demora nos abrigamos y partimos los tres calle arriba. Baker Street, como
gran arteria londinense que es, se encontraba
abarrotada de transeúntes que caminaban presurosos a pesar de la incipiente capa de nieve
que cubría la calzada. Sin embargo, no tarda-
mos más de diez minutos a paso ligero en llegar a nuestro destino. El 96 de Baker Street era
una casa de dos plantas, de las cuales la inferior era la residencia familiar de los Sullivan y la
superior el consultorio dental, al que accedimos
por unas escaleras laterales. Obviando el cartel
de Cerrado por asuntos familiares, disculpen las
molestias, la joven abrió la puerta y entramos a
un pequeño recibidor que conducía a la sala de
espera. La estancia, amplia y acogedora, estaba
amueblada con una sobriedad y elegancia victorianas, con unos
confortables sillones
y un pulcro y ordenado escritorio de recepción. Decoraban
las paredes grabados
de temática dental,
la lista de honorarios
profesionales y un
par de cuadros: un
retrato de la Reina
Victoria y otro de
Santa Apolonia, que
parecía mirarnos con fórceps y muela en mano.
El doctor James Sullivan, un hombre menudo y
de aspecto bonachón, salió a recibirnos.
– ¡Gracias por venir! – dijo aliviado, estrechándonos la mano.
Mientras nos presentábamos me fijé en la resplandeciente dentadura del dentista, envuelta
sin embargo en labios temblorosos. La palidez
del asustado hombre hacía juego con su blanca
e inmaculada indumentaria. Enseguida nos
ofreció asiento.
– Antes que nada, señor Holmes, confío en tratar el tema con suma prudencia y discreción.
Querría solucionar este preocupante incidente
sin tener que acudir a Scotland Yard, a no ser
que fuera estrictamente necesario. Nunca me
he visto implicado en ningún escándalo de este
tipo y ya saben, podría ser fatal para mi futuro
y el de mi familia.
Los presentes comprendimos que se refería
al caso que conmocionó a la opinión pública
londinense tres meses atrás, el del dentista
bautizado por los periódicos como Jack el Desdentador, que fue detenido cuando pretendía
deshacerse del cadáver de un paciente arrojándolo a las turbias aguas del Támesis. La horca
fue su inevitable castigo.
– No se preocupe, cuenta con nuestra discreción – le tranquilizó mi amigo –. De momento,
por no tener, no tenemos ni cadáver del que
preocuparnos.
– ¡Eso es lo peor! No sé qué terrible desgracia
Los presentes comprendimos
que se refería al caso que conmocionó a la opinión pública
londinense tres meses atrás, el
del dentista bautizado por los
periódicos como Jack el Desdentador.
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puede haberle sucedido a mi paciente – suspiró
apesadumbrado.
– Por favor, cuéntenos lo sucedido y no escatime en detalles – pidió el detective.
– Bien, como les habrá dicho mi hija, esta mañana atendí a un señor que refería un agudo
dolor en 14 y 15, tras cuya inspección creí conveniente extraer.
– Perdone la interrupción – intervino el detective – pero creo de vital importancia aclarar
este punto, ¿cree que el hombre acudió verdaderamente dolorido o pudo estar fingiendo
una excusa para entrar en su consulta?
– Bueno, como usted bien sabe, la percepción
del dolor es subjetiva, pero creo poco probable
que se lo inventara. La movilidad de ambos
premolares y la tremenda inflamación gingival
lo justificaban.
– Bien, le ruego continúe con su exposición.
– Tras acomodar al paciente en el sillón, me dispuse a anestesiarle. Hace varios meses que dejé
el óxido nitroso y utilizo un novedoso sistema
de anestesia inyectada, traído del otro lado del
Atlántico, del doctor William Helstead – Estos
detalles los comentaba dirigiéndose a mí, creo
yo que buscando mi admiración como médico
ante tal importante paso en la anestesiología
– Con una inyección mucosa de cocaína se
consigue un nivel de analgesia regional increíble que permite la exodoncia de cualquier
pieza enferma sin ningún dolor. Decenas de
pacientes míos podrán confirmarlo y puedo
asegurar orgullosos que soy uno de los pioneros de esta técnica en toda Inglaterra. Bien,
pero a lo que íbamos – retomó el hilo – sucedió
que, tras anestesiarle, recibí la llamada urgente
de mi mujer para que fuera al piso de abajo.
Bajé la escalera interior que comunica las dos
plantes y, le juro señor Holmes, que no tardé
más de cinco minutos en volver, cuando imagine mi sorpresa al regresar al gabinete y ¡encontrar el sillón vacío! La sangre y el desorden
del mobiliario me produjeron un gran escalofrío, temiéndome lo peor. Le prometo, detective, que si de algo me siento culpable es de
haber abandonado a mi paciente durante esos
instantes. No me podré perdonar que el hombre haya sido víctima de un secuestro o – hizo
una pausa – un crimen.
Miré a mi amigo Sherlock Holmes intentando
averiguar por su expresión cuál de esas dos hipótesis le parecía más probable, pero su inescrutable rostro no desprendía pista alguna.
- ¿Tomaron los datos del paciente? – preguntó
juntando las puntas de los dedos.
La señorita Sullivan asintió y nos enseñó la fi-
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cha con una breve historia clínica a nombre de
Peter Smith. Sin embargo, nos adelantó que ya
habían comprobado que no existía en Londres
tal dirección. O bien el anciano había mentido
o su senil cabeza no había precisado bien su
domicilio. Nos encontrábamos ante un individuo sin identidad y en paradero desconocido.
– ¿Qué hizo entonces, doctor Sullivan, cuando
vio que su paciente no estaba en el sillón?
– Salí enseguida a recepción, pregunté a mi
hija por lo sucedido y ella me confirmó con
gran sorpresa que no había oído ni había visto
nada raro.
– ¿Está usted segura, señorita – preguntó Holmes – de que nadie entró o salió del gabinete
durante el tiempo en que su padre se ausentó?
– Absolutamente segura. No abandoné la recepción en ningún momento. Lo hubiera visto.
– ¿Había alguien más en la sala de espera?
– Oh sí, la señora Wilson con su hijo, un muchacho muy nervioso. Se alegró cuando les dije
que por motivos familiares debíamos cerrar y
que les atenderíamos mañana.
– Creo que va siendo hora de ver el gabinete
– pidió el detective.
Sin más tardanza, los cuatro pasamos al lugar
de la desaparición. Era un cuarto luminoso, de
amplios ventanales y bien equipado, si bien el
pequeño caos organizado me hizo sospechar
que allí había podido tener lugar un forcejeo.
Además, la visión del sillón dental ensangrentado me produjo sudores, circunstancia que no
le pasó desapercibida a mi amigo, que sonrió
burlándose de mi fobia dental. Sherlock Holmes procedió entonces a recorrer con sus ojos
de sabueso el cuarto mientras los demás observábamos su ritual en silencio para no despistar
su concentración. Siguió el rastro de sangre por
todo el gabinete y examinó cuidadosamente el
desorden producido en muebles y vitrinas.
– ¿Echan en falta algo? – preguntó sin quitar
ojo a los cajones abiertos.
– A simple vista, no – respondió el dentista – al
parecer el robo no ha sido el motivo.
– Procure recordar, doctor, si le llamó la atención algún comportamiento extraño en el paciente. ¿Demasiado nervioso, quizá?
– No especialmente, como todos los que pasan por mis manos. Pero ahora que lo pienso,
justo antes de que yo tuviera que ausentarme
se levantó y estuvo mirando por la ventana. Le
rogué que permaneciera en el sillón mientras le
hacía efecto la anestesia y obedeció, excusando
su comportamiento comentando alguna trivialidad sobre la nevada del día anterior. Me dio la
sensación de que buscaba algo o a alguien al
Prof. dent., Vol. 10, Núm. 2, Febrero 2007. Pág. 95.
otro lado de la calle. ¿Cree que huía de algún
perseguidor?
– Creo que, cuanto menos, es un detalle interesante.
– De todas formas – intervino la señorita Sullivan – insisto en que nadie más entró en el gabinete. Al menos por la puerta.
Sherlock Holmes arrugó el entrecejo y se dirigió
al ventanal. Apartó las cortinas y miró con la
lupa tanto el cristal como el tirador de la ventana. Fuera, una intacta capa de nieve sugería
que no había sido abierta. Después se fijó en
el reloj de pared y en el pasillo con escalera al
fondo del cuarto. Evidentemente, aquella podría ser otra posible entrada o salida del gabinete sin pasar por recepción, pero la escalera
interior era de uso privado y comunicaba con el
domicilio familiar en la planta baja.
– Doctor Sullivan – dijo el detective – ¿por qué
le reclamó su mujer en el piso inferior?
Al dentista le costó explicarse. Juraría que, de
haber podido, hubiera eludido el tema.
– Verá… mi esposa encontró una rata. Dice
que le saltó desde el jardín por la ventana de
la cocina, y como cualquier dama no soporta
los roedores, así que algo histérica subió a lla-
hermosa señora Sullivan, que corroboró la historia de la rata y nos aseguró que desde entonces se había atrincherado en casa atrancando
ventanas y cerrando puertas con llave por temor a una invasión de roedores.
- Bien, han expuesto ustedes el caso con mucha claridad – dijo Holmes antes de marcharnos – Aún así me temo que presenta ciertas
lagunas y debo meditarlo. En cuanto disponga
de una solución, no tengan duda de que les
avisaré. Mientras tanto, les recomiendo que estén atentos a cualquier novedad.
Aquella tarde, tras tomar el té, Holmes no tocó
el violín ni se enfrascó en la lectura de sus libros de apicultura. Se limitó a pasear en círculos enfundado en su bata, concentrado mientras su humeante pipa reflejaba la actividad de
su analítico cerebro. Entretanto, yo revisaba
los periódicos vespertinos por si se tenían noticias de algún cadáver, pero ni el Globe, el
Pall Mall o el Evening News mencionaban tal
circunstancia. El problema que teníamos entre
manos me parecía sumamente complicado.
Un registro sin robo. Un rastro de sangre sin
víctima. Una desaparición sin salida.
De verdad, detective, no me gustaría dar la impresión de
que en nuestra casa, y menos en la consulta, carecemos de
las normas básicas de higiene y desinfección.
marme para que la quitara de en medio. De
verdad, detective, no me gustaría dar la impresión de que en nuestra casa, y menos en la
consulta, carecemos de las normas básicas de
higiene y desinfección. De hecho, la rata estaba
muerta. No tuve más que cogerla, envolverla
en periódico y tirarla al cubo de la basura.
– ¿Muerta? ¿Pero no le saltó a su mujer desde
el jardín por la ventana de la cocina?
– Bueno, ella dice que sí, pero cuando yo la recogí era un tieso cadáver.
– Caramba, pues o bien tienen ustedes gato o
aquí hay gato encerrado.
– No tenemos animales en casa – confirmó el
dentista encogiéndose de hombros.
A mí ya me parecía que nos estábamos desviando del tema y que habría que centrarse en
la desaparición, cuando Sherlock Holmes pidió
permiso para ver la casa. Pasamos pues al pequeño pasillo y bajamos por una escalera de
caracol hasta la planta baja. Allí conocimos a la
Así estuvimos hasta casi medianoche, momento en que tras un primer bostezo consideré
retirarme a mi habitación. Sherlock Holmes llevaba ya un buen rato sentado en su sillón con
la mirada fija en el fuego crepitante y yo sabía
que se mantendría en vela durante toda la noche hasta que no desentrañase tan sombrío
asunto.
– Daría un penique por sus pensamientos
– murmuré antes de irme a dormir.
De repente, Holmes enarcó sus pobladas cejas
y dio un respingo.
– ¡Claro! – sonrió – ¡Watson, hemos de ir corriendo de nuevo a la consulta del dentista!
Sherlock Holmes dejó su pipa encima de la chimenea, ambos agarramos abrigos y sombreros,
y salimos a la calle apresuradamente.
– ¿Y bien? – pregunté fatigado, mientras le
acompañaba a la carrera – ¿Cuál es la solución?
– Periodontal, querido Watson, periodontal.
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– Como ven, el caballero aquí presente no ha
sido secuestrado ni asesinado, aunque sí se
puede decir que urdió, junto con su mujer, un
robo. Mejor dicho, una falta de pago. Lo primero que hizo fue dar una dirección falsa y un
nombre tan corriente en Londres como Peter
Smith, lo que indicaba que no deseaba ser localizado después de su fechoría.
– ¿Me engañó con el dolor? – se enfadó el
dentista clavando sus ojos en el anciano.
– No exactamente – respondió Holmes por él
– Este hombre necesitaba esas extracciones.
Lo que no quería era pagarlas. Una vez anestesiada la boca, debía hacerle salir del gabinete
y entretenerle durante un rato. Y aquí entraba
en juego su cómplice, esta dama que esperó al
la noche a que todos durmieran y poder huir.
Por el olor a jamón y a pescado apostaría a que
este hombre ha pasado todo el día camuflado
en la despensa.
– ¡Pero no he comido nada! – aclaró entonces
el viejo – Hoy no puedo hincar el diente.
– ¿Y todo esto por ahorrarse unos chelines?
– exclamó el dentista.
– Veinticinco por cada premolar – apuntó la anciana señora, que había echado muy bien las
cuentas – ¡Cincuenta los dos!
No pude evitar soltar una carcajada ante el desparpajo de los timadores.
Por lo demás, fue tal el alivio que sintió el doctor Sullivan ante la favorable resolución del
caso, que reprimió su indignación y dejó mar-
Sherlock Holmes dejó su pipa encima de la chimenea,
ambos agarramos abrigos y sombreros, y salimos a la calle
apresuradamente.
– ¿Y bien? – pregunté fatigado, mientras le acompañaba a
la carrera – ¿Cuál es la solución?
– Periodontal, querido Watson, periodontal.
otro lado de la calle hasta que su marido se dejó
ver en la ventana, señal acordada para que ella
actuara. La mujer fue entonces al jardín y lanzó
el ratón cazado por su gato por la ventana de
la cocina, para que la señora Sullivan armara un
escándalo y reclamara la ayuda de su marido.
Mientras usted bajaba en su auxilio, el paciente
aprovechaba para quitarse los premolares él
mismo. Como bien nos contó, las piezas tenían
gran movilidad, por lo que en ausencia de dolor, pudo tirar de ellas con fuerza y extraerlas
sin grandes problemas. Según su plan, después
saldría por la ventana y se ahorraría el pago.
Pero no contó con el abundante sangrado alveolar que le sobrevino tras las extracciones y,
desesperado, recorrió el gabinete en busca de
unas gasas con las que taponar tan escandalosa hemorragia. De ahí el reguero de sangre y
el revuelo de estanterías y cajones. Él se camufló rápidamente tras las cortinas y, para cuando
usted y su hija entraron en el cuarto para una
segunda inspección minuciosa, ya había podido
huir al piso de abajo por las escaleras de caracol. Sin embargo, de nuevo se truncaron sus
planes al encontrarse con que la señora Sullivan
se mantenía en guardia cerrando la casa a cal y
canto por miedo a las ratas, por lo que no tuvo
más remedio que esconderse y esperar hasta
char a la anciana pareja, no sin antes mencionar que ya eran tres las ratas que habían estado
en su casa ese día. Los aludidos desaparecieron
con una agilidad asombrosa para su edad en la
niebla londinense.
Eternamente agradecido, el dentista de Baker
Street nos brindó tanto a Sherlock Holmes
como a mí sus servicios dentales gratuitos para
cuando los necesitáramos, ofrecimiento que
ambos aceptamos gustosos pero que deseamos
no tener que solicitar en mucho tiempo.
– Después de todo, Watson – comentó mi
amigo de vuelta a nuestro apartamento – se
puede decir que este asunto ha tenido un final feliz. Por eso, me he tomado la libertad de
quedarme un pequeño recuerdo. Su dueño lo
perdió entre tanto ir y venir.
Para mi sorpresa, desenvolvió un pañuelo y me
mostró los dos premolares.
– ¡Cielo santo, Holmes! – exclamé horrorizado
– ¡Aparte eso de mi vista!
Sherlock Holmes se echó a reír mientras yo
aceleraba el paso, dándole a entender que,
en ocasiones, no compartía su peculiar y ácido
sentido del humor.
Dr. Watson >
Recorrimos Baker Street, neblinosa y solitaria a
esas horas de la noche, hasta llegar frente al
número 96, y allí mi amigo me explicó que debíamos permanecer camuflados en una esquina
cercana, ocultándonos de la luz de las farolas.
No puedo precisar el tiempo que nos mantuvimos a la espera, pero desde luego no fue en
vano, porque finalmente vimos surgir del otro
extremo de la calle una figura que avanzaba
hacia la casa. Por su lentitud y encorvada silueta pensé que podría ser el anciano desaparecido, pero para mi sorpresa resultó ser una
señora mayor con un gato en sus brazos.
Sherlock Holmes me pidió silencio, indicándome que no nos moviéramos y observáramos
atentamente su comportamiento. La anciana
mujer avanzó sigilosamente hasta la casa del
dentista, lanzando miradas a todas las ventanas
y puertas de ambos pisos de la vivienda. De repente, en la oscuridad de la segunda planta se
abrió el ventanal que daba al gabinete dental,
y de él surgió ante nuestros ojos un viejecillo
de complexión delgada y de escaso cabello,
que coincidía sin duda con la descripción del
paciente desaparecido. Con torpes movimientos, el hombre salió por la ventana, caminó vacilante por las repisas aferrándose a los muros
y, aunque a punto estuvo de resbalar y caer de
bruces contra el empedrado, al final llegó hasta
las escaleras laterales y descendió a tierra firme
para reunirse con su mujer.
Antes de que yo pudiera reaccionar, Sherlock
Holmes ya corría hacia la enigmática pareja
dándoles el alto. Al verse descubiertos, ambos
se asustaron y el minino salió disparado de los
brazos de su dueña para clavar sus afiladas
garras en el detective. Se armó un pequeño
revuelo entre Holmes y el gato, que terminó
cuando mi amigo propinó al animal un puntapié y lo lanzó contra una farola, provocando
unos agudos maullidos de dolor y las airadas
protestas de la dueña. Al oír voces, se encendieron las luces en la vivienda y salieron a la
calle los miembros de la familia Sullivan al completo y en pijama. La anciana pareció querer
salir corriendo ante aquella encerrona, pero el
viejo comprendió que sería una carrera perdida
de antemano y no tuvo por menos que sonreír
avergonzado mostrando la ausencia de los premolares superiores.
– Permítanme que les diga – habló Sherlock
Holmes – que deben una explicación al doctor.
James Sullivan y su hija miraron atónitos al
desaparecido, sano y salvo, pero éste no mostró intención de soltar prenda, por lo que Holmes esclareció paso por paso lo sucedido.
Pág. 96. Prof. dent., Vol. 10, Núm. 2, Febrero 2007.
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