En un potrero de pastizales altos, se ven dos bóxer y, a lo lejos, un

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En un potrero de pastizales altos, se ven dos bóxer y, a lo lejos,
un caballo de carga. Uno de los perros —Melissa— yace sobre el
pasto con el hocico entre las patas, a la sombra de un sauce; el otro
se llama Rex y descansa sentado en sus ancas sobre el lomo de la
hembra. El caballo guarda distancia de los bóxer, que se entretienen correteándolo cuando pueden. Así, durante el día suele pastar
lejos de la casa, bordeando la cerca del terreno que en ciertos tramos se pierde entre arbustos desmedidos y espinudas matas de
mora. Es de patas cortas, la yegua, y tiene un cuerpo fatigado;
nacen crines oscuras de su cabeza siempre gacha y pelos amarillentos como la paja colorean el resto de su pelaje, salpicado por
motas blancas en el lomo y una de sus patas. La Porfía o La
Porfiá, indistintamente, le dicen al caballo. Los animales vienen
con la casa. Procurar el cuidado de estos ha sido una obligación
asumida de palabra por los arrendatarios del chalet de veraneo:
una cabaña hecha con adobe, tejas de alerce y vigas de pino, que
tiene apenas un par de dormitorios (es decir, dos y no más) y una
cocina que hace las veces de comedor, sala de juegos y estar. Viviendo en una mediagua no muy lejos, hay un cuidador a cargo
de regar algunas plantas, alimentar al caballo y los perros, prestar
ayuda a los patrones de turno siempre que haga falta reparar el
muelle, llenar con diesel el generador, dar una mano con los bolsos
y poco más. Sus labores se reducen todas a ser solícito y no molestar. El nombre del cuidador que pasa ahí la mayor parte del
año es Pedro Correa, pero este ha enfermado y un primo suyo
—Juan— lo está remplazando por la temporada. Los niños todavía son niños ese verano: los dos más grandes volverán en
marzo a la básica; a la menor de los Lorca, en cambio, todavía se
le enreda la lengua al pronunciar «estuata» y «murciégalo» y
«esdurújula», pero juega y corre sin fatiga a la siga de sus hermanos a lo largo del día, yendo y viniendo (desde el bosque a la
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ribera del lago), siempre sudada y embarrada, convirtiéndose rápidamente para sus hermanos casi en un niño más. Es fácil suponer que esos son días felices. Viven despreocupados los Lorca: a
Ignacio no le cuesta mucho esfuerzo vender sus pinturas y está
sano aún —ese será su último año bueno, antes de que le diagnostiquen el Mal de Searle— y a la Vivi le basta con trabajar
media jornada como diseñadora de planta en una agencia de
publicidad —la idea de fundar su empresa no existe todavía—,
mientras que los hijos de ambos no se hacen problema alguno por
ser las pequeñas personitas que son —aunque lo ignoren, pueden
permitirse ser niños sin culpa aún. Nada malo les ha pasado a
los Lorca y tal vez asumen todos que «futuro» puede significar
«felicidad». Sin embargo, es terrible y feliz la sospecha de que
nada malo puede pasar. Es cosa terriblemente feliz cuando esa
sospecha se convierte lento en convicción: de a poco la felicidad se
deja oler y adquiere también un peculiar sabor, incluso cierta
textura. Filtrada a través de los sentidos, a ratos la felicidad se
torna pura desmesura de sensaciones, algo más grande que uno
mismo, más grande que cualquier cosa que quepa imaginar. Es
entonces que uno se aterra y tiembla ante la posibilidad de estar
equivocado: que la felicidad sea un error, y que tarde o temprano
uno deje de sentirse así. Es triste descubrir que la sensación de que
nada malo puede pasar también se pasa —que estar feliz pasa y
se pasa. Esto, los Lorca no lo sabían antes de las vacaciones en
Tilquilco, así como también desconocían por entonces que los chillidos de un murciélago no difieren al oído humano de los gritos
agudos de un ratón. Al menos la ignorancia de Gerardo y Martín
Lorca sobre estos bichos se resuelve una tarde en que, mientras la
Vivi se encuentra despiojando la cabeza de Ene en el baño del
chalet, Ignacio pinta con el caballete instalado sobre el borde
del lago. Para que los niños le dejen trabajar tranquilo, el pintor
les ordena apilar la leña tirada junto al lavadero. El sol hace
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sombra a la espalda de la casa, el fresco corre por donde una pila
malhecha de troncos y ramas secas se levanta. La ruma de leña
que los niños deben ordenar toma de a poco la forma de un fuerte, pero se olvidan de terminar la estructura y completar el encargo de Ignacio cuando un pequeño murciélago se arrastra fuera de
su escondite en punta y codo. Incluso más intranquilo que Gerardo y Martín en ese instante, el animal tiene un ala herida y,
apenas los niños realizan algún movimiento brusco, cada tanto
apresura su aleteo, agitando de izquierda a derecha su pequeña
cabeza como laucha apanicada. Cuando el cuidador se aparece
carretilla en mano por el lavadero, uno de los niños —el mayor— espolonea al murciélago con una rama, viendo si este atina
a emprender vuelo. De no ser por ese Juan Correa, ninguno de
los hermanos Lorca habría aprendido que esos bichos alados son
capaces de fumar como mono de circo si tan solo se logra acercar
un cigarro encendido a la boca del animal. «Nomás para eso
sirve con el ala así, toda hecha pedazos», dice Juan y, del bolsillo
de su camisa, saca un cigarro, lo enciende y se lo entrega a Martín. Sin embargo, el murciélago no se queda quieto y da tímidos
tarascones al aire, de modo que, tras un solo intento del menor, le
toca a Gerardo probar suerte, pero él tampoco se atreve. Soltando
una risita, Juan rebusca en su carretilla; encuentra un martillo, se
lo lleva al cinto y toma luego un puñado de clavos que guarda en
uno de los bolsillos de su pantalón. Acto seguido, levanta al murciélago de las alas y lo echa de espaldas contra la plancha de
trupán que los niños hace poco habían empleado como techo para
el fuerte de leños. Sin aspavientos, nada tarda Juan en fijar el
murciélago a la madera, martillando un par de clavos en los extremos de una y otra ala. Al terminar, les guiña un ojo a los
hermanos, dice algo que ellos no alcanzan a entender, suelta una
carcajada, toma su carretilla y se marcha. Tras desaparecer el cuidador, Gerardo sostiene aún el cigarro encendido. No lo tiene
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tomado entre el índice y el dedo del medio —en su vida jamás
ha fumado—, sino que emplea las cinco yemas de la mano para
agarrarlo y de esa forma se lo lleva a los labios, le da una chupada y, sin aspirar con los pulmones, suelta el humo y el cigarro con
una tos. Una risa nerviosa invade a ambos niños. Martín no espera a que Gerardo le diga nada para recoger el cigarro del suelo
e imitar a su hermano. De nuevo, más risas, y por un instante
casi olvidan al murciélago, que se retuerce a la vez que intenta
zafar sus alas. Como embriagados los dos, solo dejan de jugar a
ser fumadores cuando queda medio cigarro. Menos temeroso que
su hermano, Gerardo es el encargado de llevar el cigarro a la boca
del bicho; se lo encaja a la fuerza, metiéndole casi la mitad del
filtro hocico adentro. De inmediato, se larga el murciélago a fumar
y fumar, respirando el humo que inhala y exhala como si el tabaquismo fuera un viejo problema para él. Ya sea porque en un
acto reflejo sus pequeños dientes no dejan de morder el filtro o
porque este ha trabado su quijada, el murciélago no escupe el cigarro cuando empieza a chillar. Así permanece por un buen rato,
humeando y chillando sin cesar, hasta que Martín atina a reaccionar. Un solo manotazo basta para darle un respiro de tanto
humo, pero no es suficiente para ahogar los gritos del animal.
Espantados los dos, sin ponerse de acuerdo, Gerardo intenta aflojar una de las alas y Martín la otra, pero no tardan en darse
cuenta de que sus esfuerzos por liberar al murciélago causan chillidos más frecuentes y agudos. Para cuando logran soltarlo, el
animal se revuelca herido en la tierra, chillando sin descanso.
«Mátalo tú», dice el mayor. Martín pregunta cómo y su hermano
responde: «Mátalo nomás», y, de entre los leños a su alrededor, el
menor de los Lorca escoge el más pesado que alcanza a levantar;
las fuerzas le dan apenas para llevárselo hasta la altura de su
cintura antes de dejarlo caer sobre el animal. Después viene el
silencio del par de niños, que los ladridos de los bóxer interrumpen
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a lo lejos; la yegua, trotando ligero, escapa de ambos perros. Dentro de la cabaña, Ene rezonga mientras la Vivi escudriña en su
cabeza y rastrilla sus cabellos con un peine metálico. Ninguna de
ellas sabe cómo suenan los chillidos de un murciélago agónico.
Ignacio Lorca también lo ignora: sobre el muelle, mirando alternativamente el lago y la tela que ha instalado en un caballete
portátil, el pintor trabaja concentrado, desatento de lo que ocurre
a su espalda.
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